Teatro pánico, psicomágia y tarot: El hipersimbólico mundo de Jodorowsky

La figura del cineasta chileno Alejandro Jodorowsky es una de las que más polémica despierta. Sus abigarradas y hasta la fecha provocadoras películas suelen dividir públicos con constante frecuencia. Algunos lo tildan de charlatán, otros tanto de extremista y sobrecargado en cuanto a su simbolismo. Sin embargo, y amén de ser lapidado por todos los trolls de redes sociales que día a día hacen escarnio del lenguaje y cosmovisión del director de Fando y Lis (1968), lo cierto es que Jorowsky se ha convertido en referencia cinematográfica obligada dentro de la tradición fílmica universal.

También dramaturgo, escritor, dibujante, psicoterapeuta, escultor, aprendiz de pantomima con Étienne Decroux, maestro de su cuate Marcel Marceau (mi amiguito, dice en un inconfundible y amable tono chileno) y bizarro padre de familia, la obra y persona de Jodorowsky es seguida fielmente por un séquito de seguidores que se cuenta a carretadas.

La obra cinematográfica medular del chileno, como director, consta de siete películas que han generado un culto enorme debido a su forma y contenido. Su lenguaje y discurso es susceptible a la sobreinterpretación, el análisis serio y su constante discusión ha permitido que las exhibiciones de Alejandro se mantengan vigentes y en el gusto del público desde 1968 hasta nuestros días.

Tras 23 años de ausencia fílmica como director, Alejandro Jodorowsky lanza la largamente esperada película La danza de la realidad, película que marca el regreso del director como figura cultural reconocida, después de décadas de aguda crítica y constante descalificación.

Si descontamos Tusk (1980) y El ladrón del arcoíris (1990), películas sí de extremo culto y de menor exposición que el resto de sus filmes, las cinco piezas restantes de Jodorowsky, contando la más reciente, forman un corpus que ha venido repitiéndose dentro y fuera de la pantalla, sin dejar de lado la extravagancia de sus formas, sumamente teatrales y en muchas ocasiones arcaicas y ridículas. Los elementos que incorpora el chileno sirven como cuestionamientos filosófico-espirituales para el espectador, en donde los límites y prejuicios de éste se ponen en jaque, provocando ya sea la entrega total o el odio puro y llano, pero en pocas ocasiones la indiferencia total.

Ya desde Fando y Lis, película realizada en blanco y negro, Alejandro Jodorowsky marcaría el estilo que lo caracterizaría, con la impronta de México como país clave para poder realizar sus trabajos más reconocidos a la fecha como el ya mencionado El topo, La montaña sagrada (1973, también grabada en Estados Unidos) y sobre todo Santa sangre (1989), la cual tiene la mayor cantidad de simbología mexicana.

Una de las constantes en la filmografía del director nacido en Tocopilla, Chile (1929), son los viacrucis, los viajes iniciáticos de transformación para pasar de un estado de vacío y traumas, hasta llegar a la sanación y plenitud espiritual, elemento clave de su psicomagia, técnica que ha llevado promoviendo por décadas, y de la cual también han formado parte tres de sus cinco hijos (uno ya fallecido), Cristóbal, Brontis y el también cantante Adán.

A principios de los 60, Jodorowsky ya era una figura controversial al lado de Fernando Arrabal, con quien fundó el Grupo Pánico, movimiento artístico que es pieza clave para comprender los precedentes directos del happening y el performance en México. Dicho grupo estaría fuertemente reflejado en Fando y Lis, en donde la plástica surrealista y el teatro del absurdo juegan un papel notable. Fando y Lis habla de la codependencia enferma de pareja, pero también tiene fuertes críticas a los conservadurismos y las dictaduras de Latinoamérica.

En el famoso western metafísico, El topo, marca el periplo de un bandolero que pasa por diferentes estadíos en pos del sentido de la vida. Jodorowsky continúa empleando a mutilados, travestis, enanos y actores no profesionales como protagonistas de sus fábulas más tronadas y para muchos completamente inasequibles o completamente fumadas.

Para La montaña sagrada, Jodorowsky se sobrecarga con el tarot, el hermetismo y la metafísica, la crítica al capitalismo, el camino a la purificación y el desapego del mundo material. De alguna manera es una película clave, en donde el chileno perfecciona esa estética fea y comienza a gestarse el mito del personaje enigmático y las películas difíciles de encontrar, con fuerte arraigo y culto en los VHS del Tiánguis del Chopo.

La danza de la realidad, de alguna manera marca un momento clímax de Jodorowsky, en donde toda su simbología es plasmada a manera de autobiografía onírica-fantástica, en donde Alejandro regresa a su natal Tocopilla para echar un vistazo a su árbol genealógico, encarnado por sus hijos, con intervenciones constantes que forman parte de una vida difícil digna de un psicoanálisis profundo y respectiva sanación espiritual.

Alejandro Jodorowsky cierra de alguna manera un ciclo en su carrera como artista total, al parecer, pese a la burla de la que son objeto él y su obra, el chileno logró probar el punto y supo mantener un lenguaje sólido y autónomo. El homenaje es merecido y su culto permeará por mucho más tiempo.

Una de las cosas que siempre sucede con las lecturas que se le dan a las películas del director de Santa sangre, es que o se ve como una ridiculez o se toman demasiado en serio. Justo ahí podría estar la clave cuando se vean las obras del director chileno. Sí es sano, de alguna manera, verlas con humor, pero es innegable también su visión crítica o espiritual que, a veces demasiado cirquera o absurda, logra dar en el clavo con aspectos importantes de cualquier cuestionamiento humano. Habrá que ver La danza de la realidad y sacar nuestras propias conclusiones o, en paráfrasis jodorowskiana: entregarnos a ella.

Por Ricardo Pineda (@PinedayAguilar)

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