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Legado

El legado de Uribe es este manicomio en donde tantos le dan la razón a su locura.

Qué le ha dejado Uribe al país: no es fácil decirlo, no, porque lo sigue dejando. Pero me temo que su legado puede notarse en aquella serie de fotografías histéricas e increíbles que le tomaron el viernes pasado en la Universidad Libre de Pereira. Se ve espantado e iracundo. Se ve manoseado, abucheado, sujetado entre una multitud como un prócer hecho en China. Pierde el control. Cae. Vaya usted a saber qué lugares comunes le estarán gritando, por Dios, pues frunce la cara –su máscara de “todo un Presidente de Colombia”– como gritándose a sí mismo “quién dijo eso”, “quién fue”. Ha venido a encarar a un profesor que, según le ha dicho una alumna más uribista que él mismo, se ha atrevido a cuestionarlo en plena clase. Adiós pudor. Adiós grandeza. Ha venido a ver cuál es la vaina: a hacer el papelón del demócrata frentero que logra convencer a la mitad más uno de que su monólogo es un diálogo.
“Soy respetuoso con la libertad de cátedra...”, comienza su discurso, luego, ante un auditorio estupefacto. Días antes ha insultado, por Twitter, al hombre que ha osado criticarlo (“la corrupción empieza al mentirles a los estudiantes”, tecleó), pero la mitad más uno lo aplaude como si solo él dijera la verdad.
Como si aquí el valiente, como si aquí el damnificado, como si aquí el protagonista fuera él.
Porque su legado es este mundo al revés, este manicomio en donde tantos le dan la razón a su locura: no habrá sido su invención, no, faltaba más, pues la historia está plagada de caudillos que consiguen personificar los complejos de los desmoralizados, pero nadie ha encarnado, ni ha estimulado, ni ha capitalizado este “país real” igual que él. Y por obra y gracia de su mirada fija por un tiempo seguirá siendo usual cruzarse, por los pasillos encerados de “la patria”, a un puñado de magistrados, de candidatos, de legisladores, de incondicionales que parecen hechos a su imagen y semejanza, pues, como él, lanzan versiones de los hechos que recuerdan mucho a las mentiras, logran sentirse justo a tiempo víctimas de una conspiración, tienen alto, muy alto, el umbral de la vergüenza, y se han vuelto sordos a sus propias confesiones.
En esta fotografía pide calma a su parroquia, cejijunto e impaciente, detrás de un atril de la universidad. En la siguiente, flanqueado por tres prójimos de chaleco, pone a andar el soliloquio que él mismo llama “un debate respetuoso”. Pero resulta imposible creerse aquellas imágenes oficiales luego de echarle una mirada a la secuencia espeluznante que el agudo Jáiver Nieto tomó para EL TIEMPO: Uribe avanza como un mesías de tiempos mediocres, escudado por diez, once, doce guardaespaldas, entre una muchedumbre que le aterra; Uribe, apresado por los estudiantes que le gritan que se vaya, ve que un monstruo se le está viniendo encima; Uribe aprieta los dientes porque no va a salir de esta; Uribe mira fijamente a la cámara, que ha visto de golpe, como un viejo soberbio a punto de pedir auxilio.
Y ni siquiera es chistoso, no, pues no es más ni es menos que el retrato de un hombre humillándose a sí mismo, e incapaz de entender el patetismo de la escena.
Un hombre que repetirá su versión de los hechos hasta el fin, sin duda, porque su capital es esta confusión. Sus subalternos ya han sido condenados por espiar, en su nombre, a nosequé enemigos: “quién dijo eso”, “quién fue”. Pero, como su vida no solo ha sido atravesar, a duras penas, tumultos que le exigen respuestas, sino llegar sano y salvo a auditorios que prefieran aplaudirlo a cuestionarlo; como su legado no solo ha sido el de desprestigiar a la justicia, sino también el de deshonrar a quienes se atrevan a criticarlo, me temo que su juicio va a quedar en manos de la historia, de la nada.
Ricardo Silva Romero
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