‘Mundo Jurásico’: Complacencias dinosáuricas

El principal motor de las franquicias es la nostalgia, el deseo de repetir una sensación perdida. Poder regresar a lugares y situaciones conocidas elimina la incertidumbre. Para qué terminar mi aburrido matrimonio si al arriesgarme podría terminar peor. Es un sentimiento que los estudios explotan con gusto. El futuro regurgita al pasado para mantener con vida el presente, aunque apenas tenga energía para mantener la inercia.

Parque Jurásico (Jurassic Park, 1994) nació con la intención de ser franquicia –en la novela una bomba elimina a los rebeldes dinosaurios– y más de 20 años después sigue entre nosotros, viviendo de ese primer encuentro en la isla del señor Hammond. En Mundo Jurásico (Jurassic World, 2015) aprendió a controlar el caos que desató la destrucción del primer parque, al grado de que el público se ha cansado de ver reptiles prehistóricos. La novedad desapareció e intentando recuperarla la empresa encarga cruzas genéticas para recuperar el momentum.

Quizás el punto más interesante en la nueva entrega de la saga sea su comentario metanarrativo, su conciencia de producto que no puede escapar de su pasado porque el consumidor se enojaría de ver demasiados cambios y los administradores no podrían dormir pensando en ese riesgo. De esta manera la trama funciona como un espejo: los problemas del parque son los del estudio y viceversa. Es la nueva paradoja sobre la que funcionan las grandes empresas cinematográficas norteamericanas. La frescura no es bienvenida porque no es garantía de dólares.

Colin Trevorrow (Safety Not Guaranteed), el director, y sus coguionistas –fue un trabajo a ocho manos– saben qué esperan los fanáticos y eso entregan: “¿Quieren dinosaurios? Aquí hay 20″.” ¿Explosiones? Tengan”. “¿Un aire spielbergiano? Van tres tasas para que no lo extrañen”. La nostalgia es abrazada, peinada, bañada y presentada con un traje al último grito de la moda.

Por eso el centro de la cuarta entrega es el mismo de la cinta de 1994 y, por default, el del libro firmado por Michael Crichton (compartido con su novela La amenaza de Andrómeda y el largometraje Oestelandia): la incapacidad del hombre para controlar su creación y su poca influencia en el curso de la naturaleza. Jugamos a ser dios y, como él, estamos condenados a ser meros espectadores del eterno flujo del universo. El dominio del azar es el más grande engaño de la humanidad.

De ahí que el Owen de Chris Pratt –canalizando al macho alfa más sensible y sexualmente impositivo que habita en su interior– funcione narrativamente como el inolvidable Ian Malcom de Jeff Goldbum, siempre un paso adelante de los demás y sagaz para advertirles de los peligros que se avecinan, formando así una dualidad con el personaje de Bryce Dallas Howard, Claire, la encargada de aplicar el pragmatismo que un negocio como el suyo requiere. Su unión es la clave, como la esencia de Mundo Jurásico es conjuntar lo viejo mientras se busca sorprender a la audiencia.

Como llamarle corteza de cerdo en un espejo de salsa esmeralda al chicharrón en salsa verde.

Por Rafael Paz (@pazespa)

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