RON MUECK, MANIFESTACIONES DE LO SINIESTRO
Por Agata
Zaldivar
Escultura hiperrealista. Categoría posmoderna; el hiperrealismo se erige
como una superación del realismo, algo más allá del realismo y en efecto lo es.
No se propone generar efecto de realidad ni tampoco una mímesis. La propuesta
es otra: jugar a ser, en sentido
propio, lo real. He aquí algunos problemas. El artificio propio de la obra de
arte se esfuma poco a poco y el sujeto productor, el artista que crea, se difumina para dejar lugar a su
obra. La obra es la que por un segundo, para el espectador, se erige como la
realidad misma para llevarlo al terreno de la duda: ¿es esto real o es una obra
de arte? Demasiado perfecto para ser real, demasiado perfecto para tener
detrás, un agente humano. Lo real no presenta fisuras – al menos no evidentes –
aunque las tiene. El realismo (en sentido estricto, el realismo decimonónico)
también tiene sus fisuras; es, precisamente, lo que lo hace tan real. En el
hiperrealismo esas fisuras tratan de disimularse al punto de desaparecer. Ron
Mueck desaparece tras sus obras pero no se lo puede omitir: es él el gran
sujeto tácito, es quien las hizo, subyace.
La obra de Ron Mueck nos lleva al terreno de la duda, pero nos da una
pista: nada que tenga esas dimensiones podría, jamás, ser real. Lo que se
genera es un efecto, efecto que otros
artistas hiperrealistas no generan –o quizá no se lo proponen- : el efecto de
lo siniestro. Lo siniestro es definido por Freud como una aparición de lo
reprimido, como aquello conocido que, debiendo haber quedado oculto, de todos
modos se ha manifestado. Y agrega que lo
siniestro se puede evocar por una repetición de lo semejante. La obra de Ron
Mueck, es, bajo esta definición, sin dudas siniestra. Freud señala que “E.
Jentsch destacó, como caso por
excelencia de lo siniestro, la «duda de que un ser aparentemente animado, sea
en efecto viviente; y a la inversa: de que un objeto sin vida esté en alguna
forma animado»”. Y es eso lo que perturba al estar en las salas de Fundación Proa,
entre las obras de Mueck. ¿Están animados esos objetos? ¿Son objetos? ¿Cómo se
crean esos objetos (o monstruos, a mi criterio) que parecen reales –demasiado,
espantosamente reales- por obra del hombre? Parece no solo generarse el
sentimiento de lo siniestro sino también una suerte de apoteosis del artista:
juega a ser el creador.
Puede palparse una admiración grande y también una cierta frustración del
espectador al tener, de antemano, la seguridad de que lo que ve no es lo real.
Pero quizá hay ahí también un gesto esperanzador. Se percibe un cambio de
paradigma respecto del arte y la realidad: el arte es, en última instancia, la
creación de una realidad; realidad
semejante a la que todos acordamos llamar ‘realidad’, pero hecha con nombre y
apellido, por un sujeto - igual que nosotros - que crea y produce una realidad
otra. Quizá lo siniestro radique en ese gesto de posibilidad infinita de
creación, de mutación absoluta y de control total sobre la realidad: tal es el
control, que se la duplica, triplica, multiplica y se la condimenta a piacere. Quizá lo siniestro radique en
que el espectador cree que comparte el pacto con el artista y que Proa no
expone más que una muestra de esculturas, un montón de artificios hechos
"por". Pero, en efecto, desde el momento que se topa con la primer
obra, sólo ha logrado romper el pacto de la ficción, seguir en el terreno de lo
real, y cuestionarlo.
Lo que se juega en las obras de Mueck pasó a un plano que no es el del
arte, sino el de la realidad o hiperrealidad, más real que lo real, más allá de
lo real, más allá de la física, metafísico. Y es ahí donde está su éxito: no
hablamos de arte cuando entramos a Fundación Proa, hablamos de lo real. El artista cuenta con una
ventaja y es que, en tanto artista,
artífice de lo real, juega en otro plano y con otras herramientas aunque
parece situarse en este, en el de la realidad vulgar y nos “engaña al
prometernos la realidad vulgar, para salirse luego de ella.” La ventaja está
ahí, en esa posibilidad de engaño, en ese pacto ficcional firmado antes de
ingresar a la muestra que súbitamente se rompe.
El hiato es irreparable. Los pilares de lo real, si aún no se derrumban,
aunque sea, tambalean.
LAS MUECAS DE MUECK: DERIVAS EN
LA NADA
Por
Ladislao Serrano
Una
cola de más de una cuadra de largo, pensándolo en negativo, podría ser algo
molesto, si es que uno tiene que esperar que la cola, como una serpiente
humana, o una lombriz, cuya cabeza no se distingue de la cola – la cabeza:
humana; la cola: humana-, avance. Y cuando la cola larga –la lombriz, la
serpiente humana- acaba, nos encontramos con que, de forma extraña, en Buenos
Aires, hay miles y miles y miles de personas dispuestas, pensándolo en
positivo, a ir a la fundación Proa a ver las esculturas hiperrealistas de Ron
Mueck (escultor nacido en 1958 Melbourne, radicado en Reino Unido).Las obras de
Mueck que la serpiente humana o lombriz presencian son algo poco común: es la
primera vez que la obra del escultor pisa suelo sudamericano. Dicha muestra
estará en Fundación Proa hasta febrero y luego se presentará en el Museo de
Arte Moderno de Río de Janeiro. La lombriz o serpiente humana presencia algo
extraño ya que según el folleto de la muestra, una “exhibición de Ron Mueck es
un evento inusual”. Pero para la lombriz o serpiente humana porteña, ya nunca más será inusual una muestra de Mueck.
Diez
piezas fechadas entre el 2002 y el 2013 componen la muestra. En estas diez
esculturas Mueck juega con la realidad. Hombres, mujeres, jóvenes, viejos y
algún que otro animal, componen un microcosmos que los curadores Hervé Chandès
y Grazia Quaroni supieron organizar muy bien: conjugando los diversos tamaños
de las esculturas, relacionando las obras que aparentemente tienen mayor
afinidad, y dejando lucir en soledad aquellas que por tamaño – o por misterio-
lo requieren. Este juego con la realidad se da de diversas formas. Por un lado, las técnicas mixtas producen un efecto
potente: sobre una base de escultura clásica, de arcilla, Mueck define con enfermiza
perfección y con diversos materiales,
las pieles que cubren los cuerpos de sus esculturas; este choque entre formas
clásicas y obsesiones materiales modernas es algo positivo en cuanto a los
recursos que un artista contemporáneo en el campo de la escultura puede
utilizar: no es ni muy clásico, ni muy moderno, sino una justa mezcla de ambos.
Por otro lado, la realidad se tensa, no es una mera apuesta realista: las
esculturas de Mueck juegan con las proporciones de forma tal que todo el
realismo en la terminación de una uña, un pelo, un lunar, se derrumba al verlo
en una escultura cuyo tamaño es demasiado pequeño o demasiado gigante para ser
real.
Ahora
bien, vale preguntarse porqué la lombriz o serpiente humana disfruta de las
esculturas de Mueck; como dijo alguien muy inteligente: “qué raro tanta gente
viniendo a ver esculturas realistas, cuando las cosas reales se ven todo el
tiempo”. El pelo de la mujer que va de compras y lleva a su bebe colgando, es
un pelo tan real que podría ser el de nuestra propia madre. La piel fofa y
blanca, arrugada y estirada de la pareja de viejos que descansan debajo de una
sombrilla podría ser de alguno de nuestros abuelos, o algún viejo cualquiera
que uno ve en la calle. Entonces: ¿qué hay de atractivo en estas esculturas?
Pensemos. Por un lado, la textura tan lograda en estas esculturas es algo que
impresiona e incluso provoca algo de molestia: una ambigüedad que en lo
espeluznante, es atractiva. Por otro lado, -descartando que la afluencia de
público se trate de la gran oleada de publicidad de la cual es objeto la
muestra- se trata de esculturas que se encuentran en posturas diversas y se
enmarcan en conceptos también diversos: el tiempo, la vejez, el consumo, la
muerte, el minimalismo, el miedo, la modernidad. Esta amplitud de conceptos,
acorde a otra doble amplitud: de tamaños, de poses, permite que una obra con
cierta carga misteriosa, tétrica, pueda también contemplarse con una relativa
tranquilidad.
Es
decir, la tranquilidad es siempre relativa. La posibilidad de que una escultura
de Mueck “guste”, se rodea de una incomodidad que quizás sea lo que las miradas
de las esculturas transmiten - incluso la no mirada del pollo muerto gigante
que cuelga de un gancho de matadero-: algo tenebroso, no humano, no real: la
nada misma. De ahí, un problema: qué hay de positivo en las obras de Mueck y,
en todo caso, si la apuesta es en su totalidad negativa: ¿se trata de mostrar
lo real para negarlo, para superarlo, o, en todo caso la negación, la nada que
habita las miradas, ese trance zombie, es pura negatividad, total fracaso en un
mundo desvastado? ¿Se trata de aquel nihilismo posmodernista que tanto
resultado da pero que vacía de contenido a las obras? ¿Qué habita en esta nada?
No lo sabemos, o Mueck, y esto debería servir para que la crítica piense, en
vez de celebrar por que sí, no quiere decírnoslo. O tal vez nos lo está diciendo y nos quedamos
distraídos en su obsesión, en los detalles. Tal vez, tal vez. Ahora bien, si
Mueck, como sostiene el folletín, se propone “iluminar las verdades
universales”, y sus esculturas serían una apuesta obsesiva por “la verdad”,
vale preguntarse: ¿de qué clase de “verdades universales” se trata, con qué
“verdad” el artista está obsesionado? Quizás podamos ensayar algunas
respuestas. Podemos pensar que la escultura titulada Drift, (una instalación en la que vemos a un hombre en traje de
baño disfrutando del sol sobre un flotador, colocado sobre una pared celeste,
que hace, o provoca el efecto de agua), traducida como “a la deriva”, no es
sino una metáfora de ciertos problemas artísticos:¿el hombre está nadando
–flotando- a la deriva en una nada, o acaso se trata de una deriva menos
problemática, en la que este disfruta, incluso conflictuado, de su propia
indecisión? Podemos pensar: quizás tenga razón el niño que miraba con asombro
la impactante escultura Still life (traducida
como “naturaleza muerta”, se trata del
pollo muerto colgando desplumado antes mencionado): ¿qué hace un pollo gigante
colgando dentro de un museo? La pregunta del niño vale para pensar mucho en las
muecas de las esculturas de Mueck. Eso sí, al salir de la muestra, aún la
lombriz, la serpiente humana crecía y crecía afuera.