martes, 26 de abril de 2016

El alimentador de Cóndores.

A mediados del siglo XIX llegaron a América del Sur delegaciones de curas de las diferentes congregaciones de la religión católica: Dominicos, Franciscanos, Agustinos, Jesuitas.
Si bien ya se habían establecido desde el siglo XVI en estas tierras. Las cruentas extirpaciones de idolatrías como le llamaron a la política de erradicación de las creencias ancestrales de los pueblos indígenas invadidos que perpetraron los conquistadores bajo torturas y matanzas públicas hasta clavarles la cruz en sus espíritus doblegados jamás se despejó por completo.

La dolosfera siguió flotando en cada rincón de los pueblos conquistados. Los gritos de dolor bajo el látigo que les partía la espalda y el de los niños al ver rodar las cabezas de sus padres, hasta incrustarles al único dios al que tenían que adorar seguían latentes.

Y es que tales atrocidades quedaron abiertas y perpetuas en la piel y en el alma de los pueblos indígenas. Miraban a los curas con desprecio y con ansias de venganza. La lozana juventud de esta nueva hornada de curas tenían por misión acercarse más a la población indígena pues tras la rebelión de Tupac Amaru nuevas corrientes contestatarias y progresistas empezaban a proliferar, corrientes que ya habían llegado a oídos de los jerarcas eclesiásticos quienes temiendo ver trastabillar su poderío y sus feudos por causa de ellas convinieron en la necesidad de un cambio acorde a los nuevos tiempos que ya asomaban.

Este temor también era compartido por otra casta privilegiada.

Los hacendados. Quienes mantenían a la población indígena en condiciones infrahumanas les daban trabajo en sus tierras, en sus haciendas, en sus minas. Bajo el sistema de tributo obligatorio de trabajo. Originalmente fue un impuesto de trabajo que venía desde el imperio Inca llamado Mita obligatorio para toda la sociedad del Incanato pero era sólo un impuesto temporal a cambio de cumplirlo el Inca daba alimento a los Mitayas y a sus familias, una vez cumplido el tiempo establecido, volvían a sus actividades diarias y otros tomaban la posta.

Esto permitió que el Tahuantinsuyo crezca en infraestructuras de avanzada para su tiempo.

Al llegar los conquistadores y arrasar con la población hasta someterla tomaron el concepto del impuesto Mita para que los indígenas trabajen para ellos en la extracción de oro pero a cambio de nada, convirtiéndose en un sistema de esclavitud que se expandió y continuó.

Los hacendados, muy de vez en cuando les permitían comercializar algunos tubérculos de sus tierras. En buena cuenta, los tenían en una estructura laboral de esclavitud y explotación, los pueblos indígenas habían pasado del látigo eclesiástico del conquistador al de los terratenientes y gamonales.
Las mujeres que excedían a la cantidad que cada hacendado necesitaba para las labores domésticas y agrícolas eran enviadas a las diócesis de sus curas amigos y confesores para servirles y para calmar las necesidades sexuales de estos y si sus apetitos eran con niños, también les entregaban sus hijos. Los hombres que también excedían para los trabajos agrícolas eran enviados a las minas tanto de los hacendados como al de los curas de donde nunca más salían.

Steffano Riccordi era uno de aquéllos jóvenes curas enviados, desde que pisó el poblado sintió una profunda repulsión por los indígenas y un total desprecio por los hacendados y sus familias que se jactaban de sus fortunas y de sus extensos terrenos, para Steffano Riccordi eran la misma escoria. Pero sus órdenes eran claras y las obedecía al pie de la letra. Oficiaba una misa para los hacendados y sus familias y otra para la población indígena en esta última guiado por lo exóticamente graciosa que le resultaba la pronunciación permitía la lectura en quechua de los pasajes bíblicos los que eran leídos por acólitos del lugar y estrictamente a puerta cerrada mientras Steffano Riccordi reía y reía al oírlos rezar. El quechua se había proscrito desde la conquista como parte de las políticas de dominación y evangelización, las misas eran en latín y en castellano.

Steffano Riccordi solía dar caminatas por el pueblo lo hacía despreocupado a pesar de haber sido advertido que en algunos
sectores se habían establecido un puñado de insurrectos que preparaban movilizaciones y asonadas para romper de una buena vez con el yugo colonialista heredado de los conquistadores. En sus caminatas siempre mostraba una sonrisa para todos con los que se cruzaba en su rutinario andar que por lo general era cuando la tarde ya se despedía, nunca contestaba los saludos, sólo les sonreía. Era como si buscara o esperara cruzarse con alguien que lo incite a detenerse y conversar aplicaba una suerte de selección silenciosa.

Algunas jóvenes ricas hijas de los hacendados, conocedoras de sus caminatas y del horario en que las hacía se agenciaban la manera para salir y llegar al pueblo a la hora en que Steffano Riccordi recorría sus calles. El punto de reunión era la hacienda de la familia Antúnez Chacón, allí, Rosalía las esperaba lista con el carruaje y su nana a quien mandaba a que se acomode en la parte de atrás donde se colocaban las talegas y bultos
una a una iban llegando con sus nanas a quienes también mandaban acomodarse junto a la nana de Rosalía una vez juntas el carruaje partía a la voz de arreo del peón. Conversaban en voz baja contándose cada una cómo fantaseaban con ser amantes de Steffano Riccordi pero Rosalía mentía, ella no se conformaba con fantasear. Ella sí quería serlo lo deseaba y no le importaba las consecuencias. No se lo contaba a ninguna de ellas lo atesoraba para sus adentros.

El peón detuvo el carruaje en la entrada de la plaza principal. Las jóvenes amenazaban a sus nanas con mandarlas azotar si contaban a quien venían a buscar.

No mamay, no mamay.

Respondían temerosas. La misma advertencia recibía el peón aunque a diferencia de las nanas él no sentía miedo alguno.            

¡Ama! ¡ama!

Llamó el peón a Rosalía.

¡¿Qué quieres?¡

Le pregunto de un grito fastidiada porque temía que Steffano Riccordi ya esté por acabar su caminata.
El peón bajó del carruaje y se le acercó hasta una prudente distancia.

Ama, yo la puedo traer en la noche sin que nadie nos vea.

Le dijo con la cabeza baja y la voz aún más, Rosalía de inmediato miró a sus amigas quienes ya habían avanzado un buen tramo de la plaza.

Mírame.

Le ordenó.

¿Tú puedes hacer eso?

Si mi ama quiere, yo puedo.

Le respondió mirándola a los ojos como se lo había ordenado, una sensación extraña le sobrevino a Rosalía al sentir la penetrante mirada de aquél peón. La hizo ruborizar. Buscó una moneda de plata en su bolso y se lo entregó.

¿Cómo te llamas?

Sabino, mi ama.

Luego hablamos, le dijo.

Echó a correr para dar alcance a sus amigas que la esperaban en el centro de la plaza al cabo de un rato hacía su aparición Steffano Riccordi. Las chicas presurosas iban a su encuentro lo saludaban con una venia y tomándolo del brazo lo llevaban al salón Fanola allí disfrutaban de su compañia, el cura sonriente contestaba a cada una de las preguntas que las muchachas le hacían acerca de su vida personal parecía no importarle.
De pronto, el desprecio que sentía se había esfumado, de pronto, el cura parecía que encontró a quién buscaba y esperaba en sus caminatas. Su atención se centró en Rosalía aunque con gran disimulo. Las preguntas iban subiendo de tono y cada vez estaban cargadas de un trasfondo sexual, todas ellas provenían de Rosalía. Sus amigas se incomodaban y avergonzaban.

¡Rosalía por favor!

Le reclamaban sonrojadas. Pero ni a ella ni a Steffano Riccordi les parecía impropio, él la observaba en medio del soponcio de las chicas quienes agitaban sus abanicos y bebían de sus tazas para calmarse, veía cómo Rosalía lo invitaba con la mirada. Minutos más tarde, las mesas del salón Fanola comenzaban a llenarse era momento de irse, ya que no era bien visto que cuatro señoritas estén acompañadas por un hombre sin sus nanas al lado así este hombre sea Steffano Riccordi cura conocido y respetado por todos los hacendados del pueblo.

Discretamente se pusieron de pie para salir antes de ser reconocidas por los asiduos concurrentes.
Caminaron hasta el centro de la plaza mientras los encargados de encender los faroles de la calle ya iniciaban su labor. Una a una se despedía corriendo de vuelta al carruaje, Rosalía aguardó a ser la última en despedirse. Sabino los miraba atento como descifrando cada gesto que hacían al conversar, las nanas apretujadas y con frío también miraban la escena comentando a media voz lo que acontecía asomando en sus caras una suerte de vengativa complacencia. Dentro del carruaje las chicas observaban atónitas y con reprobación la licenciosa actitud de Rosalía pues alguien podía verla y reconocer su carruaje y a todas ellas.

Si quiere yo puedo volver pasada las diez cuando ya esté cerrado el salón

Le propuso, Rosalía.

No hay nada que me sea más placentero que volver a verla.

La espero ¿a las once menos cuarto, le parece?

Aquí estaré...

Sabino bajó presuroso para abrirle la portezuela, cruzando sus miradas, Sabino supo de inmediato que esa noche regresaría con su ama. Durante el viaje de vuelta todas le esquivaban la mirada.

¡Sarta de estúpidas hipócritas!¡Bien que lo quieren para ustedes mismas!¡Pues yo sí tengo las agallas para tenerlo y poseerlo!

Hizo detener el carruaje y las botó junto con sus nanas, reía al pensar en el estado en que llegarían, pues las abandonó bastante lejos de sus propiedades. Al cabo de un rato de viaje sintió que se detenían vio a Sabino acercarse a la portezuela

¿Qué pasa? ¿por qué te detienes?

Ama, hay que saber cómo vamos a salir otra vez.

¿Cómo dices? ¿cómo sabes que voy a volver a salir?

Le preguntó sorprendida, ruborizándose otra vez por la manera en que la miraba. Sentía que el peón la desnudaba al hacerlo.

Mi ama no sabe montar caballos y el carruaje hace mucho ruido en la noche, todos en la hacienda van a darse cuenta de que estamos saliendo mi ama.

Rosalía miró hacía atrás adonde estaba su nana. Sin más, Sabino se acercó a ella y la empujó cayendo pesadamente sacó su daga para punzarle el cuello y la amenazó con matarla si volvía a la hacienda, le ordenó que corra al monte y que no vuelva nunca más. En ese momento una bandada de Cóndores cubrió con su sombra la escena al tapar con su vuelo la luna llena que iluminaba el paraje. Sabino levantó la mirada viendo hacía donde se iban pronunciando unas palabras en el idioma natal de sus padres. Era hijo de los primeros Africanos que trajeron como esclavos para que trabajen en las minas ya que los indígenas se morían rápido dentro de ellas.

¡¿Qué has hechó¡? ¡¿por qué la has botado?! ¡¿quién te crees para hacerlo?!

La increpaba iracunda Rosalía.

¿Qué fue lo que pensó mi ama al voltear a verla? ¿No pensó acaso que sería un estorbo y un peligro porque en cualquier momento podría contar de que usted se ve con el cura a solas y en la noche?

Sabino le hablaba como si supiera lo que sentía y prefería, como si la conociera muy bien.

¿Y tú qué esperas recibir a cambio de tu silencio y lealtad?

Le preguntó ya calmada. Después de todo era cierto lo que él decía. Además la desaparición de su nana era una más de tantas que acaecían en las haciendas con la población indígena y que a nadie le importaba, ni las autoridades investigaban pues bajo el tributo de trabajo eran de propiedad de los hacendados.

Ama todos en la hacienda saben que su padre está muriendo y que usted como hija única heredará la hacienda y tomará el control de todo. Cuando eso ocurra, yo sólo quiero que mi ama me tenga en la casa grande que me saque de los galpones donde estoy ahora, es insoportable vivir unos encima de otros.

¿Me das tu silencio y lealtad a cambio de una cama y comida caliente?¿por eso me ayudas?

Sí, mi ama.

¡Maldito embustero! ¡¿Crees que no sé reconocer cuando me mienten?! Vi tu cara de desesperación cuando pasaron esos Cóndores. ¡¿Qué te traes entre manos? !Habla! ¡Habla!...

Pasada las diez de la noche el galopar del caballo cortaba el silencio reinante, lentamente, Sabino detuvo el carruaje en frente del salón Fanola que ya había cerrado sus puertas. Segundos después, el sonido de unos pasos volvían a cortar el silencio de la noche era Steffano Riccordi que llegaba a su cita con Rosalía. Mientras subía al carruaje le ordenó a Sabino que los llevara a su diócesis recalcándole que al llegar se dirija al portón trasero.

Al arrancar, Sabino volvió a pronunciar unas palabras en el idioma de sus padres acelerando el paso.
Al llegar el portón se abrió de inmediato. Sabían quién llegaba. Sabino siguió un camino empedrado que aparecía tras el portón acababa en una cabaña rodeada de un extenso y frondoso jardín.

Mientras el cura bajaba del carruaje con Rosalía se oyó como cerraban de vuelta el portón. Rosalía miró de reojo cuando entraba a la cabaña. Notó que sólo era un muchacho el que lo hacía. Steffano Riccordi se acercó a Sabino.

Allá entre esa maleza y vete rápido.

Le dijo. Desapareciendo tras la puerta de la cabaña.

Sabino de un salto fue corriendo hacía donde el cura le había señalado, se adentro entre la maleza y allí estaba su pequeña hermana desnuda y amarrada de pies y manos bastante desnutrida y magullada pero con vida. Su madre corrió con peor suerte, la maleza cubría una estaca clavada en el jardín en ella estaba empalado el cuerpo de su madre destrozado por los picotazos de los Cóndores que rodeaban el cuerpo se habían acostumbrado a volar hasta la diócesis para alimentarse con los cuerpos de las víctimas que Steffano Riccordi mandaba empalar a la estaca después de aplacar con ellas toda su retorcida y frenética pasión.

Días previos Sabino le rogó, le lloró, y lo convenció de cambiarlas por su ama. Le contó que ella lo deseaba a toda costa y le aseguró que la traería, para Steffano Riccordi era algo nuevo y sumamente excitante poseer a la hija de uno esos petulantes pueblerinos con aires de señores. Aceptó el cambio.

Sabino desamarró a su hermana y la puso en el carruaje. Con sigilo se acercó a la portería y de un certero golpe desmayó al muchacho del portón. Regresó a la cabaña le dio dos toques a la puerta y esperó con la daga en la mano lista para incrustarla, segundos después, la puerta se abría a medias.

¿Las encontraste?

Sabino controlando las lágrimas asintió. Rosalía estaba empapada en sangre, no sabía montar caballos, pero desde niña aprendió a ser una experta y despiadada desolladora de animales que cazaba en los montes.
 Dentro de la cabaña yacía el cuerpo sin vida de Steffano Riccordi con los testículos cercenados.

Para la mañana la noticia iba de boca en boca, el periódico local a pedido del Arzobispo sólo consignó la muerte del cura Steffano Riccordi en sus aposentos sin detallar cómo murió ni en qué estado.

Después de varios meses de conflictos bélicos internos, y de desestabilizaciones sociales, el presidente Ramón Castilla abolía el impuesto de trabajo obligatorio a los indígenas y también la esclavitud de los negros.

De Rosalía nunca más se supo nada. Al morir su padre no volvió a salir de su hacienda. Hasta el día en que fue enterrada en el mausoleo de la familia. Durante años, se especuló de que tuvo algo que ver con la muerte de Seffano Riccordi por versiones de sus ex amigas, sin embargo, nunca les dieron crédito y las consideraron puras habladurías.

Ya anciano, Sabino le confió lo ocurrido aquél día entre Rosalía y él a su hermana. Le narró cómo luego de ser presionado por Rosalía, cedió preso del nerviosismo que lo invadía y la puso al tanto de lo que había acordado con Steffano Riccordi. Ella lo maldijo. Más sin saber con exactitud cómo sucedió se vio envuelto entre las piernas y los brazos de Rosalía entregados a darse el uno al otro. Rosalía aceptó ayudarlo y juró matar al cura por sentir mancillada su vanidad y su ego al enterarse que la aceptaba a cambio de liberar una esclava.                    

          

                    

  
          

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