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JORGE

BUCAY

&

DEMIÁN

BUCAY

EL DIFÍCIL VÍNCULO ENTRE


Diseño de portada: Estudio Sagahón / Leonel Sagahón Fotografía de Demián Bucay: Marite Pla Fotografía de Jorge Bucay: cortesía del autor

EL DIFÍCIL VÍNCULO ENTRE PADRES E HIJOS © 2015, Demián Bucay y Jorge Bucay © 2016, Editorial del Nuevo Extremo, S.A. Buenos Aires, Argentina D. R. © 2016, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Eugenio Sue 55, Col. Polanco Chapultepec Del. Miguel Hidalgo, C.P. 11560, México, D.F. Tel. (55) 9178 5100 • info@oceano.com.mx Para su comercialización exclusiva en México, países de Centroamérica, Estados Unidos, República Dominicana y Cuba. Primera edición en Océano: 2016 ISBN: 978-607-735-792-6 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx Impreso en México / Printed in Mexico


Índice

Agradecimientos, 11 Prefacio, 13 Capítulo 1. ¿Qué es ser padres?, 17 Esencial vs. accesorio, 17 Un padre se hace, 23 Una cuestión de decisión, 30 Capítulo 2. Amor incondicional, 35 Lo mejor y lo peor, 35 ¿Por qué tener hijos?, 37 El instinto, 38 El mandato social, 39 La trascendencia, 41 La verdadera razón, 43 Un amor único, 46 Responsabilidad asimétrica, 52 Capítulo 3. Amor ambivalente, 61 Idealización y decepción, 61 Las marcas que nos dejan, 67 7


Desobedecer y aventurarse, 76 Lo mejor que pudieron, 82 Capítulo 4. La herencia, 85 El “cono de luz”, 85 Ser hijo de…, 89 Ser hijo, 95 Superar a los padres, 96 Negar a los padres, 98 Heredar a los padres, 101 Ser o no ser (como ellos), 103 Capítulo 5. Educación, 107 La insuficiencia de los padres, 107 La tarea de educar, 110 El qué: contenido vs. valores, 114 Las cinco clases de padres, 116 Padres negligentes, 117 Padres autoritarios, 121 Padres laissez faire, 124 Padres políticamente correctos, 127 Los buenos padres, 130 Las dos listas, 132 La actitud de los buenos padres, 139 Validar, 140 Señalar, 141 Ofrecer ayuda, 142 ¿Qué hay de los jóvenes?, 144

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Capítulo 6. El ejemplo: los padres como modelo, 147 Los tres métodos educativos, 147 El ejemplo como transmisión, 148 El efecto de nuestras creencias, 154 ¿Natura o nurtura?, 157 La imagen de los padres, 160 Predicar con el ejemplo, 165 Capítulo 7. La enseñanza: los padres como maestros, 167 La enseñanza está en todas partes, 167 La posibilidad de disentir, 169 La imposibilidad de obligar, 170 La estrategia pyc, 177 Consecuencias inmediatas, 179 Consecuencias diferidas, 181 La “mejora”: del pyc al pysp, 183 Capítulo 8. La motivación: los padres como guías, 187 ¿Por qué no hacen caso?, 187 La verdadera motivación, 193 Algunos rodeos, 197 Las consecuencias de sus actos, 201 Las dificultades de permitir el error, 207 Armar estrategias, 207 Algo sobre los límites, 213 Potenciar los beneficios, 214 Cosas de todos los días , 216 Asunto de riesgos, 218 Discípulos de lo bueno, 220

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Capítulo 9. Deseos y expectativas, 223 Lo que unos y otros quieren, 223 No sacrificarse, 225 El síndrome de la doble frustración, 228 Ofrecer consuelo, 233 Expectativas e ideales, 235 Capítulo 10. El final del trabajo, 241 El trabajo de padres se termina, 241 El nuevo escenario, 244 Hijos adultos, 248 El camino del héroe, 252 Padres mayores, 258 Cambios en el vínculo, 261 Opiniones no pedidas, 263 Limpiar el vínculo, 266 Finalmente…, 267 La vejez de los padres, 268 Cuentas saldadas, 271 Epílogo, 273 Fuentes, 275

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Agradecimientos

A Fabiana, primera lectora, correctora inclemente, invaluable sostén. A los pacientes que dieron permiso para que sus historias fueran reproducidas en este libro. A José Rehin, como siempre. A Hugo Dvoskin, generoso con su saber y con su reconoci­ miento. A mis hijos, conejillos de Indias de mis ideas sobre la pater­ nidad, destinatarios forzosos de mis ignorancias al respecto. D. B.

A todos ellos. A Claudia y su maravillosa familia. J. B.



capítulo 1

¿Qué es ser padres?

Esencial vs. accesorio Si vamos a hablar, a lo largo de todo este libro de la relación en­ tre padres e hijos sería importante definir de qué se trata ese vínculo. ¿En qué consiste ser padres? ¿Qué es lo esencial de ese rol? ¿Qué es lo que hace que podamos decir de alguien “es padre” o “es madre”, y de otro alguien, que no lo es? Para definir qué es lo esencial de algo es necesario distinguir lo constituyente (es decir: lo que hace a algo ser justamente lo que es) de lo accesorio (aquello que podría estar presente o no). Ilustraré mejor esta idea con un ejemplo que, para ser coherente con el tema del que nos ocuparemos, tiene como protagonista a mi hijo menor. El niño, un pequeño querubín de rizos dorados (¡una apre­ ciación absolutamente objetiva, por supuesto!), aprendió, mu­ cho antes de hablar, a tomar el teléfono móvil, llevárselo a la oreja y decir, como si respondiese a una llamada, “¿Ah?”. Al co­ mienzo, sin embargo, tomaba de igual modo el control remoto de la televisión y hacía lo mismo. Se entiende: un objeto negro, rec­ tangular, más o menos del tamaño de la palma de la mano, lleno de botones con números en ellos… Por supuesto, pronto 17


entendió por sí mismo que el control remoto era otra cosa y comenzó a apuntarlo a la televisión en lugar de llevárselo a la oreja. Pero lo más sorprendente fue que, por ese tiempo, le rega­ laron un teléfono de juguete del Hombre Araña: este telefonito es rojo, más pequeño que uno verdadero y tiene tapa (en mi casa nadie usa ya teléfono móvil con tapa); sin embargo, ni bien se lo entregaron lo abrió, apretó los botones numerados que hicieron sonar una especie de timbre y una voz, se lo llevó a la oreja y dijo con entonación perfecta: “¿Ah?”. ¿Cómo supo el crío que eso era un teléfono? Evidentemente comprendió que ni ser negro, ni tener el tamaño de la palma de la mano, ni tener botones nu­ merados, ni ser exactamente rectangular convertía a algo en un teléfono, pero el que sonara con un timbre y de allí saliera una voz, sí. Es decir: distinguió lo esencial de lo accesorio. Y estuvo en lo cierto: yo he visto teléfonos en forma de balones de futbol y los teléfonos con pantalla táctil no tienen botones, pero todos ellos suenan y “hablan”… porque en eso consiste, precisamente, la “telefoneidad”. Allí radica su esencia; lo demás —aunque fre­ cuente— es accesorio. Dicho de otro modo: si no puedes hacer “ring” y no es posible hablar a través de ti, lo siento, pero teléfo­ no, lo que se dice teléfono no eres. ¿Qué es, entonces, lo esencial de ser padres?, ¿qué es lo que nos convierte precisamente en eso? Para intentar responder a nues­ tra pregunta utilizaremos el mismo modo “comparativo” que utilizó el niño del relato para saber qué es y qué no es un teléfo­ no, aunque lo parezca. En 2010 se estrenó una película llamada The Kids Are All Right (Los niños están bien), en la que se presentan, como diseña­ dos para nuestro punto, un personaje que parece un padre pero no lo es y otro que no lo parece y, sin embargo, ocupa ese lugar a el difícil vínculo entre padres e hijos 18


pleno. La historia se centra alrededor de una familia constitui­ da por la pareja de Nic y Jules, dos mujeres que se han casado y que tienen dos hijos, Joni (una mujercita de 18) y Lazer (un mu­ chacho de 15). Ambos, según nos enteramos desde el inicio, fue­ ron concebidos en sendas fecundaciones asistidas para las que se utilizó (en ambas ocasiones) esperma de un mismo donante (cosas de las tramas del cine). Lazer, que está atravesando ese momento de la adolescen­ cia en que todos nos sentimos un tanto perdidos tratando de descubrir quiénes somos, convence a su hermana Joni de que haga lo que a él no le es permitido por su edad: llamar a la agen­ cia de fecundación e intentar contactar con el padre biológico de ambos. Joni, escudándose en una especie de “lo hago por ti”, finalmente accede. Paul, el donante de esperma, es un hombre un tanto “in­ maduro” que conduce una motocicleta y dirige un improvisado local de comida orgánica. En su vida afectiva pasa de una rela­ ción ocasional a otra, sin comprometerse nunca demasiado. Sin embargo, el llamado de Joni le despierta curiosidad y decide en­ contrarse con ellos. El contacto tiene resultados diferentes para cada uno de los hermanos pero sorprendentes para ambos. Mientras Lazer, que tenía más expectativas, no consigue encontrar puntos en común con su padre biológico, Joni se siente de algún modo cautivada por su personalidad “liberal”. Jules y Nic se enteran del encuentro de sus hijos con su padre biológico y deciden co­ nocer también a Paul. Por un rato, todos se confunden. Lazer cree que puede en­ contrar en Paul ese lado viril que supone que le falta; Joni cana­ liza a través de él los deseos de explorar un mundo más allá del de sus madres; Nic siente amenazada su figura de autoridad; y 19

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el mismo Paul cree que ha llegado la oportunidad de finalmente sentar cabeza. Sin embargo, Paul acaba por decepcionar a todos (incluido a él mismo) y queda claro que si no ha estado a la altura de las circunstancias es por la precisa razón de que no es el padre de los chicos, por más genes que compartan. Una aguda conversación entre Lazer y Paul nos anticipa esta comprobación. —¿Puedo hacerte una pregunta? —le dice Lazer. —Claro —dice Paul. —¿Por qué donaste esperma? La pregunta es poderosa. Podemos imaginar que la ha teni­ do atragantada desde hace tiempo y que es precisamente para plantearla que ha buscado a su padre biológico. Paul intenta sa­ lir con una broma: —Me pareció más divertido que donar sangre —dice. Pero Lazer no ríe, quiere una verdadera respuesta. —Me gustaba la idea de poder ayudar a otros —dice Paul—, gente que quería tener hijos y no podía… Es un buen intento, pero Lazer no está convencido y pre­ gunta: —¿Cuánto te pagaron? —¿Por qué quieres saber eso? —pregunta Paul. —Sólo por curiosidad —dice Lazer. Adivinamos, sin embargo, que no es sólo curiosidad. Lazer, como buen adolescente, está preguntando: “¿Cuánto valgo?”. —Me pagaron sesenta dólares cada vez —dice Paul. —¡¿Nada más?! —Bueno —se excusa Paul—, era mucho dinero para mí en aquel momento. Con la inflación serían como noventa dólares de ahora… el difícil vínculo entre padres e hijos 20


Pero, claro, la respuesta de Paul no es satisfactoria. Lazer busca en la biología la respuesta a cientos de preguntas que los genes no pueden contestar, sólo el corazón. Joni también tendrá un mensaje para Paul en la despedida. No es una pregunta ni un reclamo, es la expresión de algo contenido. La joven le dirá: —Me hubiera gustado que fueras… ¡mejor! Mejor… ¿Mejor qué? Seguramente: ¡¡mejor padre!! Una expectativa que Paul no puede cumplir. Y no porque sea una mala persona. Más bien parece alguien a quien se lo convoca a una función que no ha elegido y para la cual no tiene preparación alguna. La circunstancia lo atrapa, de buenas a pri­ meras, lo lanza al ruedo y le dice: “Venga, sé padre”. Nadie en su sano juicio podría esperar, en la vida real, otra cosa que no fuera un fracaso estrepitoso. Llegamos aquí a una primera conclusión. El hecho de que los hijos compartan información genéti­ ca de los padres, o dicho de otra manera, que sean “de la misma sangre” es importante, sin duda, en lo que hace a la paternidad o maternidad (existen pruebas de porcentajes de adn comparti­ do que se usan para demostrar este hecho jurídicamente). Pero atención, importante no significa indispensable ni suficiente. Es decir, el lazo biológico no nos convierte en madres o padres y, agregamos ahora, la ausencia del mismo no nos impide serlo. Si no está en lo cromosómico, ¿dónde está la esencia de ser padres? Volvamos al filme y preguntémonos, aunque sea como mero ejercicio intelectual: “¿Quién es el padre de los niños?”.

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La primera respuesta, que el padre es Paul, ya que aportó la mi­ tad de la información genética que los constituye, la hemos des­ cartado ya, pues hemos sostenido que esa condición no alcanza a ser determinante. Una segunda respuesta sería que esos niños, simplemente, no tienen padre. Pero la película contradice esta respuesta desde el título: Los niños están bien. ¿Es que no es cierto acaso que pa­ ra el buen desarrollo psíquico de los chicos es necesario que tengan una figura materna y una paterna? ¿Sugiere esta película que ellos pueden “estar bien” aun si no han tenido padre algu­ no? Estoy seguro de que no. Quienes hayan visto la película o quienes la vean después de leer esto reconocerán fácilmente a quien ocupa en lo cotidiano el lugar del padre: Nic, una de sus madres. Ella es la que se va todos los días a trabajar, es la provee­ dora de la familia, la más dura con los niños en cuanto a la pues­ ta de límites, la que intenta impartir los valores morales de la familia, la que se sienta en la cabecera de la mesa… en fin, la que asume y ejerce con vehemencia y amor el rol de un padre (bas­ tante “clásico” y arquetípico, es verdad, pero padre al fin). La hi­ pótesis de la película no es que es posible “estar bien” sin haber tenido padre, sino que cuestiona el hecho de que para serlo sea esencial ser varón. Nic cumple la función paterna y en ese senti­ do podríamos decir que es padre, aunque sea mujer. Lo mismo valdría, por supuesto, para el ser madre: ser mujer no es una condición esencial de la maternidad, por frecuente que así sea. Un hombre puede muy bien cumplir, dado el caso, la función materna para determinado niño.

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Un padre se hace Creemos que pensar de esta manera nos revela que el arte de ser padre o madre tiene más que ver con cumplir adecuadamente una función, que con ninguna otra cosa. Ser padres es algo en lo que sólo podemos convertirnos si actuamos, pensamos y sen­ timos como tales. Haber parido un hijo no es, pues, suficiente para considerarnos padres, y por ello tampoco lo es para que esos hijos nos reconozcan como tales. En lo personal, siempre dije que ser padre o ser madre habla por lo menos de tres cosas: una definida por lo social, otra por lo afectivo y una tercera por la conducta. El estatus de padre, el amor de padre y la función de padre. Tres cosas que no son eter­ nas (como solemos creer) y no sólo eso, sino que además, en general, no empiezan en el mismo momento ni terminan al mis­ mo tiempo. Recuerdo ahora las historias de Tarzán de Edgar R. Bu­ rroughs, la de Mowgli, el niño de El libro de la selva, de Rudyard Kipling, y la de muchos otros personajes similares que, habien­ do quedado huérfanos por la muerte de sus padres, son adop­ tados por una madre animal o por una manada que los cuida, alimenta y protege, pero que también los educa. No son nanas salvajes, son verdaderos padres y madres sustitutos del indefen­ so niño o niña en cuestión. No conozco personas que hayan sido criadas por monos o lobos, pero no es tan infrecuente encontrar a alguien para quien la función de madre o padre la haya cumplido alguien por com­ pleto ajeno a la familia o, incluso, alguna institución. Conocí a un hombre cuya madre biológica no había podido ocuparse de él y lo había dejado al cuidado de una tía que ya tenía una 23

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buena cantidad de niños a su cargo y que tampoco pudo aco­ gerlo como a un hijo. Según lo que él mismo contó en terapia, desde muy pequeño había acudido a diario al club de futbol que quedaba a pocas cuadras de su casa, donde pasaba la mayor parte de su tiempo, al grado de que se hizo costumbre que se quedara a comer con los empleados y que platicara por horas con los asistentes asiduos al club. No tengo duda alguna de que el adulto que llegó a ser tenía por ese club un sentimiento de lealtad y agradecimiento muy similar al que otros sienten por su madre… Un sentimiento no tan difícil de comprender si se lee su historia, pero imposible de compartir si se ve este vínculo desde fuera. De hecho, el hombre acudía a terapia, entre otras cosas, porque pasaba gran parte del día discutiendo con su es­ posa que celaba toda la atención y el tiempo que él le dedicaba a la institución de sus amores (y sí… ¡es natural que tarde o tem­ prano uno termine peleando con la suegra!). Podríamos resumir todo lo dicho hasta aquí diciendo simple­ mente que tus padres son las personas que te han criado, pero eso no sería del todo exacto, o por lo menos seguiría siendo in­ completo. Nos faltaría agregar la decisión consciente y volunta­ ria de hacerse cargo de los hijos. Sólo por dejarlo claro, a nuestro entender, tu padre y tu ma­ dre no son sólo los que te han alimentado, abrigado, protegido, cobijado y educado, sino también, y sobre todo, los que han to­ mado la decisión de hacerlo: “Éste es mi hijo, ésta es mi hija, y me haré cargo de ellos, con todo lo que eso implica”. Vale la pena hacer notar que esta operación, este acto deliberado y voluntario de adopción es necesario, especialmente si el hijo es biológico. Es imprescindible, si uno pretende ser un padre auténtico o una verdadera madre, adoptar a los propios hijos. el difícil vínculo entre padres e hijos 24


Aunque sea antipático decirlo, aunque vaya en contra de todo lo aprendido y enseñado por la mayoría, creemos firme­ mente que todos somos hijos adoptados. Sostenemos aquí que indefectiblemente ha habido un momento en nuestra his­ toria compartida en el cual nuestra madre y nuestro padre, cada uno por separado y probablemente no en el mismo momento, han decidido aceptarnos como suyos, como una prolongación de sí mismos, como parte de sí, como carne de su carne. Lo que decididamente es más difícil de digerir es que para nosotros esta decisión no es “natural”, no se produce por sí sola ni suce­ de de forma automática como consecuencia obligada de haber­ nos concebido, parido o registrado como hijos. Para la mayoría de las mujeres esta “adopción” se da en el transcurso del embarazo y cuando, después de nacer, el niño lle­ ga a sus brazos, su madre ya ha tenido tiempo de hacerlo suyo. Para el hombre (y nuevamente hablamos sólo de la mayoría y nunca de todos), el proceso es un tanto más difícil, quizá porque no tiene la intensidad y la calidad de contacto con el bebé que da la gestación dentro de la panza de su madre. El hombre no lo siente como ella, no lo escucha como ella, no está en contacto con el bebé 24 × 7 durante 40 semanas de embarazo. Para el “pa­ dre”, durante mucho tiempo, el hijo es sólo una idea que madura lentamente y el nacimiento no cambia esta sensación. Recorde­ mos que en los primeros meses de vida del bebé el padre es ape­ nas un bulto que se acerca a veces con la madre. El recién llegado sólo tiene ojos, manos y sonrisa para su madre, la que lo ama­ manta, la que pasa más tiempo con él y la única que le ofrece olores o sabores que le son familiares. Así, el varón tiende a que­ dar (o a ser) un poco excluido de la relación con el niño (o a ex­ cluirse de ella), tanto por las cuestiones biológicas como por los hábitos culturales. 25

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Si bien en la actualidad el papá suele buscar involucrarse activamente en esta etapa, como si quisiera de forma intuiti­ va favorecer el proceso de “adopción”, la mayor responsabilidad de que esto suceda recae primordialmente en la madre. Es ella quien debe hacer espacio y quien sabe cómo hacerlo. Retirarse un poco y ceder algo de protagonismo permite que el vínculo entre el padre y el hijo se fortalezca. Cuando nació mi primer hijo, el niño tuvo que estar algo así como una hora en la sala de neonatología porque, al haber naci­ do tres semanas antes de la fecha esperada (mi esposa tuvo una crisis hipertensiva), sus pulmones necesitaban un poco de tiempo y oxígeno para comenzar a funcionar adecuadamente. Ni bien nació, una enfermera me dijo que la acompañara mien­ tras llevaba al niño a la sala de neonatología y me instruyó: “Us­ ted se queda aquí y le sostiene la mano al pequeño hasta que se recupere”. Y yo obedecí, más porque no tenía idea de qué otra cosa podía hacer que porque pensara que eso era lo correcto. Estaba allí, solo con ese bebé, con toda su pequeña manita aferrada a uno solo de mis dedos, y yo lo miraba y me decía: “¡Carajo! Éste es mi hijo…”, y volvía a mirarlo y me sorprendía darme cuenta de que no lo conocía: “¿Quién es este fulano?”. No sentía la olea­ da de amor que suponía tenía que arrasarme. Confieso que lo que de verdad quería era saber cómo estaba mi esposa, que aca­ baba de salir de la cesárea de urgencia; tanto, que osé preguntar a una de las enfermeras: —¿Puedo salir un minuto a ver mi esposa? —No, ella está bien —me dijo con tono severo—, usted se queda ahí. —Pero… —comencé a decir, mas la mirada reprobatoria de el difícil vínculo entre padres e hijos 26


la enfermera bastó para que comprendiera que estaba pidiendo algo que no era posible ni moralmente aceptable. Luego de estar allí por una hora, que me parecieron diez, sosteniendo la mano del niño, que era cada vez más mi hijo, en­ tró el neonatólogo y auscultó a mi pequeño. Luego me sonrió y me dijo que su respiración se había normalizado y que podía reunirme con mi esposa. Cuando dejé al niño en brazos de la enfermera y me dispuse a salir del cuarto sentí de pronto una emoción profunda y la certeza inequívoca de que el que estaba allí era, ahora sí, mi hijo (con todo lo que eso implicaba). No son pocos los hombres que, en este primer momento, se sienten culpables por no sentir por su hijo el sentimiento arra­ sador que, supuestamente, deberían sentir, el que todos los de­ más le dicen que debería estar sintiendo, el que su propio padre le cuenta que sintió cuando él nació. Me salgo de cuadro y de tema. Recuerdo una vieja historia que me dicen que fue real y que, aunque no tiene que ver con los padres y los hijos, quizá nos ayude, desde el humor, a comprender cómo suceden algu­ nas cosas. El hombre entró, apoyándose en su bastón, en el consulto­ rio del médico. —Doctor —le dijo mientras se sentaba frente al profesio­ nal—, quisiera que me ayude, creo que tengo un serio problema… —Bueno, tranquilícese, amigo, cuénteme de qué se trata. —Mire, doctor, yo vivo frente al parque, aquí a dos calles, y todos los viernes nos reunimos con los amigos del barrio en el bar de la esquina. Y allí, en cada reunión, todos cuentan sus aventuras, sobre todo las sexuales. 27

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—¿Y qué le preocupa? —Serafín, que tiene 85 y es viudo, nos contó que tiene una novia de 49 que lo tiene loco. Ella quiere hacer el amor todo el tiempo. Y él, que no quiere perderla, no tiene más remedio que satisfacerla cada vez que ella lo reclama y terminan haciendo el amor a diario y en ocasiones incluso dos veces en un día… El viejo Berto, el mayor de todos, que nunca se casó, contó que sale con la recamarera del Hotel de la Avenida, con la hija del almacenero y con una antigua novia que tiene… y que con todas hace el amor cada vez que se ven. Y hasta mi compañero de escuela Juancito, que tiene 88, como yo, cada vez que habla de su sexualidad actual nos deja a todos boquiabiertos por la frecuencia y la intensidad… —¿Y? —pregunta el doctor, sin terminar de comprender el punto. —Es que yo, que vivo con mi esposa desde hace 52 años, que la quiero y que todavía me atrae, tengo sexo con ella, diga­ mos hoy, y lo disfrutamos mucho, los dos, pero la verdad es que después, por una semana o diez días ni me aparece la fantasía de volver a hacerlo. Así que escucho lo que cuentan mis amigos y me da casi vergüenza mi pobre desempeño en la cama. ¿Qué tengo que hacer, doctor? —Es fácil, amigo mío… ¡mienta usted también! Pero no se trata de alimentar la mentira que todos sostienen para seguir engordando el mito del llamado de la sangre. Si comprendiésemos que ese tiempo que lleva el proceso de apro­ piación es normal y saludable esa consciencia nos daría el alivio que necesitamos para armar el lazo con nuestros hijos del me­ jor modo. A veces, como en el ejemplo del bebé recién nacido, un solo suceso marca la diferencia, pero otras veces (las más) lleva un el difícil vínculo entre padres e hijos 28


poco más de tiempo, incluso algunos meses. Sin embargo, si no desesperamos ni forzamos el sentimiento que aún no existe, si lo dejamos venir sin resistencias la relación solita se va fortale­ ciendo en función del tiempo compartido, consolidándose cada vez más hasta llegar a ser el vínculo único e indisoluble que ca­ racteriza la relación entre padre e hijo. No debería sorprendernos este planteamiento. Recorde­ mos juntos el primer encuentro entre el zorro y el Principito en la obra de Antoine de Saint-Exupéry, que podría resumirse así: Cuando se encontraron por primera vez, el Principito invitó al zorro a jugar, pero éste le respondió que no podía jugar con él porque no estaba domesticado. —¿Y qué quiere decir domesticar? —preguntó el Principito. —¡Ah! Es algo muy olvidado—dijo el zorro—. Sig­ nifica: crear lazos. No eres para mí más que un mucha­ chito semejante a cien mil otros muchachitos, no soy para ti más que un zorro semejante a cien mil otros zorros, pero si me domesticas serás para mí único en el mundo, seré para ti único en el mundo. Si quieres que podamos jugar juntos, domestícame. —¿Y qué debo hacer para domesticarte? —pre­ guntó el Principito. —Es muy sencillo —dijo el zorro—, yo me senta­ ré en este banco. Tú vendrás mañana y te sentarás en la otra punta, me mirarás sonriendo y te miraré con recelo. Pasado mañana vendrás también y te senta­ rás un poco más cerca, seguirás sonriendo y quizá yo también sonreiré. El tercer día, te acercarás todavía un poco más. Y así día tras día, vendrás y te aproximarás 29

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sólo un poco. Cuando estés sentado justo, justo a mi lado, estaré domesticado y seremos amigos. Se trata entonces de domesticar y de dejarnos domesticar por nuestros hijos, es decir, de crear un lazo entre nosotros que nos deje saber que ellos son para nosotros únicos en el mundo y que nosotros lo somos para ellos. Es eso, más que ningún vínculo genético o sanguíneo, lo que nos convierte en padres.

Una cuestión de decisión La ficción y la clínica insisten en plantear con demasiada fre­ cuencia una situación supuestamente muy problemática que, a nuestro entender y en función de todo lo dicho, no debería ser tan complicada. La escena de la que hablamos es la siguiente: el padre, después de muchos años de convivir con su mujer y de haber criado a su único hijo, se entera de “la verdad”: el niño no es suyo. Se entiende que este hombre podría reclamar a la ma­ dre del niño si es que fue ella quien le mintió o le ocultó el ori­ gen de aquel embarazo, pero respecto del hijo nada cambia: él es y seguirá siendo el padre porque es quien lo ha criado y quien ha decidido serlo. Es más, si ahora no quisiera serlo, por orgullo o para que “ella no se salga con la suya”, esa opción no es via­ ble; no puede deshacer el lazo que se ha creado, y si, movido por cualquiera de estas mezquinas razones, abandonara el vínculo, sufrirá mucho, sin excepciones. Sabemos que si una mujer o un hombre puede abandonar a un hijo sin sufrir por ello entonces podríamos pensar en una fuerte patología o en que nunca fue­ ron madre o padre de ese niño.

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Valga recordar aquí el famoso juicio del rey Salomón que se na­ rra en el Antiguo Testamento, en el primer libro de los reyes. Salomón fue hijo del rey David y, a su turno, rey de Israel. Se decía que era el hombre más sabio que había vivido y por ello, cuando una disputa o enfrentamiento surgía entre su pueblo, todos acudían presurosos a él confiando en que sus palabras traerían de vuelta la calma. Sucedió una vez que dos madres dieron a luz sendos niños, pero uno de ellos vivió y el otro murió al nacer. Ambas mujeres clamaban ser la madre del niño vivo y así llegaron frente al rey Salomón. El sabio rey las escuchó y al ver que cada una de ellas insistía en sus proclamas, dijo: —¡Basta de gritos y de llantos! Traedme una espada; ya que las dos parecen tener la misma razón partiremos al niño a la mi­ tad y le daremos medio niño a cada una. —Pues que así sea —dijo la primera mujer—, pero ella no tendrá a mi niño. —¡No! —gritó la segunda—. ¡Deteneos! No le hagáis daño. Dádselo a ella. Entonces Salomón miró con benevolencia a la segunda mujer y, señalándola, dijo a la guardia: —Entregadle el niño a esta mujer: ella es la madre. La interpretación clásica de este pasaje es que Salomón utilizó una especie de artilugio para “descubrir” quién era la verdadera madre y quién la impostora. Sin embargo, prefiero pensar que lo que mueve a Salomón no es un instinto detectivesco sino una profunda sabiduría (de hecho, se dice de Salomón que era sabio, no que era astuto…). Es decir, no se trata de prever que la verda­ dera madre preferiría perder al niño que dañarlo, sino de com­ prender que la que prefiera perderlo (cualquiera de las dos que sea) ésa es la madre, y lo es precisamente por eso. Dicho de otro 31

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modo, esa mujer se convierte en madre cuando toma la decisión de entregar al niño antes que condenarlo, y la otra renuncia a su maternidad cuando lo prefiere muerto antes que de otra. Por lo que a mí respecta, la madre biológica podría ser la que está de acuerdo con que lo partan a la mitad; en ese sentido el jui­ cio de Salomón no ha descubierto necesariamente la “verdad”, pero de seguro ha encontrado a la mujer que quiere más al niño. Eso es lo que la convierte en su verdadera madre. Dicen que en un pequeño pueblito cercano a Helem se presen­ taron ante el alcalde (a la vez comisario y juez) dos mujeres que decían ser la madre de un niño que había aparecido abandona­ do junto al río. El hombre no era demasiado listo, pero había leído en la Bi­ blia la historia de Salomón y se dispuso a emular al sabio entre los sabios. —Basta de discusiones —dijo. Y como no tenía sable ni milicia, mandó buscar al carnice­ ro, único capaz de llevar a cabo la orden que pronto impartiría. Cuando el hombre llegó le ordenó sin premisas: —Corta a este niño a la mitad y dale medio niño a cada una de estas mujeres. Las dos mujeres se miraron aleladas y el pueblo entero en­ mudeció. Sólo el carnicero, consciente de lo que se le pedía, protestó: —Eso es una locura, ¿cómo voy a cortar al niño por la mi­ tad? ¿Estás loco? ¡No voy a hacer semejante cosa! El alcalde sonrió satisfecho. Se puso de pie y anunció majestuosamente: —¡Caso resuelto: el carnicero es la madre!

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Bromas aparte, podemos concluir, a modo de síntesis, que la ma­ ternidad y la paternidad son condiciones que se fundan (como se funda una ciudad) con una decisión, que se ejercen y que se confirman en ese ejercicio; no son rangos ni medallas que se por­ tan pasivamente en las mangas o en el pecho de uniformes en­ contrados por accidente.

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