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10 hombres denuncian al Esmad por torturas

El peritaje de un equipo español confirma que diez hombres de Soacha fueron torturados durante el paro agrario de 2013. El caso llegó a un juzgado administrativo de Bogotá.

Diana Durán Núñez
31 de julio de 2016 - 02:00 a. m.
Él es uno de los denunciantes contra el Esmad. Se casó después de su detención, pero la relación no duró. / Andrés Torres
Él es uno de los denunciantes contra el Esmad. Se casó después de su detención, pero la relación no duró. / Andrés Torres

Quince reclusos peleando por pan. Samuel Riveros repasaba cada momento que lo había llevado a aguantar frío en esa celda mohosa de la cárcel Modelo de Bogotá, cuando el sonido de la celda vecina, producido por una quincena de hombres que se disputaban los mendrugos de pan como si estuvieran en batalla –y que, paradójicamente, habían sido trasladados desde La Picota por hacinamiento- interrumpió sus vacilaciones. Ni sus oídos ni su cerebro daban crédito al lugar donde se encontraba: una prisión a la cual, luego diría un juez, llegó sin haber cometido delito alguno.

Su caso, junto con el de Rafael Quintana, Alfonso Silva –nombres modificados por seguridad– y siete hombres más, acaba de llegar al Juzgado 37 Administrativo de Oralidad de Bogotá en forma de demanda de reparación. Pero no por la detención injusta, no. Por “tratos crueles e inhumanos y actos de tortura”, los cuales habrían tenido lugar en el CAI de Quintanares y en otras dos estaciones de Policía de Soacha. Los diez hombres no se conocían entre sí, eran estudiantes o trabajadores humildes y habían coincidido en la vía principal que de Soacha va a Bogotá el 29 de agosto de 2013, cuando el paro agrario ebullía.

—Me interceptó uno de los señores del Esmad y me dijo que me iba a matar, que me iba a botar al salto del Tequendama. En ese momento llegó mi novia y nos abrazamos a una reja. Nos forcejearon, nos golpearon, nos torcieron los dedos, nos dieron patadas, pero de la tensión no nos soltábamos. Mientras unos nos golpeaban, los otros se ponían de espaldas con el escudo para que no se viera lo que nos estaban haciendo, recuerda Samuel Riveros, estudiante de derecho.

—Llegaron como dos o tres camiones del Esmad y empieza un man con una pistola de paintball marcadora a dispararnos, estábamos como 60 personas en cuatro, acurrucados. Llegó otro con taser (arma de electrochoque) y a más de uno le pegaba en las piernas–, cuenta Rafael Quintana, conductor de camiones.

—Adentro había otro grupo del Esmad esperando. Nos agredieron a todos, nos tiraban al piso, nos daban puños, patadas. Hubo gente que no se dio cuenta porque eso era de puertas para adentro, de puertas para afuera no nos tocaron, dice Alfonso Silva, soldador.

Las denuncias forman parte de un peritaje de 222 páginas que elaboró el Equipo SiRa, una red española de apoyo en contextos de violencia que realiza protocolos de Estambul, el examen internacionalmente reconocido para tratar de establecer si alguien ha sido torturado. Ese peritaje es el soporte principal de la demanda de reparación que presentaron los abogados Jorge Molano y Germán Romero en nombre de aquellos diez habitantes de Soacha que fueron, aseguran ellos, torturados. “Este caso de Soacha es emblemático y tiene una importancia decisiva”, asegura, desde España, el psiquiatra Pau Pérez-Sales.

Él encabezó el equipo de peritos que hizo las evaluaciones desde marzo del año pasado hasta junio de este año. Pérez-Sales lleva más de 20 años documentando casos de tortura y cuenta que entre los procesos en los que ha cooperado está el de la masacre de Santa Bárbara, por la cual fue sancionado Perú el año pasado. Sostiene que el caso de Soacha es emblemático para el país, porque en Colombia, dice, la violencia se ha normalizado de tal manera que la violencia extrema que encierra el acto de torturar a un ser humano no escandaliza a nadie. “Calculamos que entre 400 mil y 500 mil personas han sido torturadas a lo largo del conflicto”, señala.

La demanda simboliza, además, un momento complejo para el Esmad y para la Policía: el saldo del paro camionero, que tuvo paralizado al país durante casi dos meses, que se resume en múltiples denuncias por abuso de fuerza y, lo más grave de todo, en la muerte de un hombre de 27 años llamado Luis Orlando Saíz, quien falleció el pasado 12 de julio. La versión inicial de la Policía fue que Saíz había muerto manipulando explosivos, pero testigos aseguraron que un integrante del Esmad le había disparado un objeto en la cara. Medicina Legal confirmó después que Saíz murió por el impacto de una granada de gas lacrimógeno.

El manejo de las protestas nunca ha sido un asunto fácil y casos como el del paro camionero o el del paro agrario de 2013 son un buen ejemplo de ello. Además porque, por otro lado, los policías del Esmad tampoco se han salvado de la violencia. Por ejemplo, hace 16 años, una de las imágenes más impactantes la registró un noticiero mientras estudiantes y algunos encapuchados protagonizaban disturbios en la Universidad Nacional como rechazo a la visita del entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton. Un hombre sin identificar lanzó una papabomba contra la cabeza de un patrullero del Esmad, la cual explotó y causó su muerte.

Uno de los problemas con el caso de Soacha, sin embargo, es que ninguno de los hombres detenidos llegó a cometer delitos, si es que el Esmad y la Policía quisieran así justificar un exceso de fuerza en pro de un “bien común”. El 20 de marzo de 2014, en el Juzgado Segundo Penal del Circuito de Soacha, se decretó la preclusión (el archivo) de la investigación en contra de los diez detenidos, a quienes les habían imputado cargos por perturbación del servicio de transporte. En el acta de esa audiencia se lee que esas “conductas” que les habían endilgado eran “inexistentes”. Es decir, que nunca se cometieron.

A ellos diez, además, les habían imputado el cargo de violencia contra servidor público. De acuerdo con el peritaje del Equipo SiRa, y con las versiones que ellos mismos le entregaron a este diario, quienes recibieron la violencia fueron ellos.

—Los policías bachilleres nos escupían. Empezó a llegar más gente en peor estado. Los policías nos preguntaban si teníamos plata, si teníamos celulares para dejarnos ir. Si estábamos muy pegados a la reja nos daban puntapiés para que nos alejáramos, si nos parábamos nos daban macanazos, recuerda Samuel Riveros.

A su lado, sin ser consciente de ello, estaba Rafael Quintana, quien se acuerda del policía que pasó pegándoles a todos los que estaban esposados con la cacha de la pistola, del que los maltrataba con el taser, del que les decía que los iban a sacar para matarlos.

—Hasta que llegó un señor que dijo: “No les peguen más que esos son los que nos toca judicializar”. En ese momento nos dejaron de pegar.

Riveros, que en ese momento iba en séptimo semestre de derecho en la Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca, se envalentonó. Le dijeron que debía firmar una declaración para proceder a legalizar su captura, pero él se negó.

—Cuando digo que no voy a firmar me dicen: “Vamos al baño”.

Rafael Quintana y otros más presenciaron la escena. Escucharon a Riveros alegar: “¡No vayan a firmar eso porque nunca nos leyeron los derechos!”. Lo vieron cuando unos policías se lo llevaron para el baño. Más tarde, un Riveros doblegado salió del baño diciendo: “Firmen”.

—En el baño lo primero que me recibió fue un macanazo en la cabeza –cuenta Samuel Riveros–. Me metieron la cara al orinal. Me sacaron la cara y me empezaron a pasar corriente con el taser. Cuando me pusieron el choque eléctrico la primera vez a la persona que me puso yo le alcancé a tocar el cuello y el choque nos pasó a los dos. Con eso se emberracaron más y me empezaron a golpear. Entonces alguien dijo: “¡No lo maltraten más, sólo corriente!”. Tenían las chaquetas puestas al revés, algunos tenían pasamontañas y guantes.

Riveros cuenta que “después de unos quince minutos, que pudieron haber sido tres, porque bajo tortura el tiempo se dilata”, accedió a firmar el documento que exigía la Policía.

Me aburrí de tanto dolor, porque yo sufro de una afección cardíaca y ya sentía que el corazón estaba en sus últimas. Sin aire les dije: “Firmo lo que quieran”. Entonces me pasaron una toalla y me dijeron que me secara y me fuera.

Rafael Quintana se ganaba la vida conduciendo su propio camión como contratista de una organización financiera. Ese 29 de agosto de 2013, dice, bajó a mirar cómo iba el paro con unos amigos. No tenía más que hacer, le habían dado el día libre. Después de haber firmado el documento, se lo llevaron para otra estación, la de Chicó, en Soacha. Allí, dice, fue la peor parte.

—Era la una y media de la mañana cuando nos bajaron ahí. La Policía nos esculca, nos hace quitar la ropa y… y… nos hace un tacto anal.

Alfonso Silva, quien se ganaba la vida trabajando en metalmecánica, salió ese 29 de agosto de su trabajo hacia su casa como lo hacía siempre, en bicicleta. Su esposa le había advertido que las manifestaciones estaban un poco subidas de tono, pero él no le dio tanta importancia. Llegó a un punto en que no pudo andar más, así que se bajó de la bici y decidió pasar por en medio de las protestas y de los integrantes del Esmad. Se le hizo fácil, dice. Hasta que un uniformado lo detuvo.

—Le dije que mirara mis manos, que venía de trabajar. Traía mi portacomida, mi casco, mi maleta. Me dijo que le importaba un pepino. Me llevaron a Quintanares y cuando llego ahí hay unos diez más o menos del Esmad que estaban dando garrote a todo el que entrara ahí, de lo que le cayera, puntapié, patadas, puños, bolillos, lo que le boleara a uno. Cuando fui entrando lo primero que recibí fue un puño en la cara, eso era como un campo de concentración. Tanto así que de la golpiza me tumbaron un diente.

“Las evaluaciones se hicieron con diferentes miradas: una clínica, una basada en los relatos, una médica. El paso del tiempo no es decisivo para estos análisis: inmediatamente después de unos hechos de tortura se puede evaluar la reacción aguda de la persona, pero es seis meses después que se puede constatar que perdió el empleo, que ha perdido a su círculo de amigos; es al año que se puede ver que hay cambios persistentes en su modo de funcionar, que está mucho más desconfiada, que su empatía con otros seres humanos se ha quebrado. No son sólo hematomas ni dolor de huesos. Con el paso del tiempo podemos confirmar la tortura con mucho más rigor”.

En agosto de 2013, a estos diez hombres los examinó Medicina Legal. Sin embargo, poco hay en esos dictámenes que permita concluir que fueron objeto de tortura. La razón, según Pérez-Sales, es porque quienes estuvieron a cargo no siguieron el protocolo de Estambul. Indica que se debieron haber incluido no sólo los relatos pormenorizados de los afectados y una descripción detallada de lo observado por el médico, sino también un “juicio de plausibilidad”: la relación entre lo narrado por la víctima y lo que mostraba el cuerpo. El director de Medicina Legal, Carlos Valdés, ha dicho en reiteradas ocasiones que siempre se sigue ese protocolo.

Lo que Pérez-Sales advierte como consecuencia de las torturas se cumple en los diez hombres de este caso. Todos perdieron el empleo en algún momento, sus mundos se resquebrajaron. “Antes de esto quería dedicarme a los derechos humanos, ya no”, dice Samuel Riveros. “Yo veo un policía y salgo huyendo”, expresa Alfonso Silva, padre de dos niños a quien despidieron de su trabajo. Sus jefes “no querían problemas”. Rafael Quintana repite una y otra vez, desesperanzado: “Estoy roto”. Ellos tres fueron evaluados con estrés postraumático grave; los 10 tienen algún nivel de estrés postraumático.

“No vemos al manifestante como un enemigo, sino como una persona”, le dijo el comandante del Esmad, el coronel Gabriel Bonilla, a la revista Semana hace unos días. Después de la muerte de Saiz en Duitama, el Esmad, inevitablemente, ha estado de nuevo en el ojo del huracán. El Espectador recurrió a los canales oficiales en busca de una respuesta de la Policía sobre este tema, pero no fue posible entablar una comunicación.

Por Diana Durán Núñez

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