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PITTACUS LORE Traducción de Daniel Cortés

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ESTE LIBRO DESCRIBE HECHOS REALES.

LOS NOMBRES Y LUGARES CITADOS SE HAN CAMBIADO PARA PROTEGER A LOS SEIS DE LORIEN, QUE SIGUEN OCULTOS AL MUNDO.

ÉSTA ES LA PRIMERA ADVERTENCIA.

EXISTEN OTRAS CIVILIZACIONES.

ALGUNAS DE ELLAS PLANEAN DESTRUIROS.

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Título original: I am number four Autor: Pittacus Lore © del texto, Pittacus Lore, 2010 © de la traducción, Daniel Cortés Coronas, 2010 Imagen de cubierta: DreamWorks II Distribution Co., LLC. Diseño de cubierta: Compañía Fotocomposición: Víctor Igual, S.L. © de esta edición, RBA Libros, S.A., 2011 Avda. Diagonal, 189 08018 Barcelona www.rbalibros.com / rba-libros@rba.es Segunda edición: marzo de 2011 Los derechos de traducción y reproducción están reservados en todos los países. Queda prohibida cualquier reproducción, completa o parcial, de esta obra. Cualquier copia o reproducción mediante el procedimiento que sea constituye un delito sujeto a penas previstas por la ley de la Propiedad Intelectual. Ref: MONL026 ISBN: 978-84-2720-070-8 Depósito legal: Impreso por:

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LA PUERTA EMPIEZA A TEMBLAR. ES MUY en­­­deble, hecha simplemente con tallos de bambú sujetos con cordeles deshilachados. El temblor es leve, y cesa casi al momento. Ambos levantan la cabeza para escuchar: un muchacho de catorce años y un hombre de cincuenta, que todos toman por su padre pero que en realidad nació muy cerca de otra selva, en otro planeta, a cientos de años luz de distancia. Están desnudos de cintura para arriba, tumbados a ambos lados de la choza, con una mosquitera encima de cada catre. Oyen un crujido lejano, como de un animal rompiendo una rama, pero en este caso suena como si se hubiera roto el árbol entero. —¿Qué ha sido eso? —pregunta el muchacho. —Chist —responde el hombre. Oyen el chirriar de los insectos, nada más. El hombre acerca sus piernas al borde del catre cuando el temblor se reanuda. Un temblor más prolongado y firme, y después otro crujido, esta vez más cerca-

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no. Poniéndose en pie, el hombre camina despacio hacia la puerta. Silencio. Haciendo una profunda inspiración, acerca cautelosamente la mano al pestillo. El muchacho se incorpora. —No —susurra el hombre, y en aquel instante el filo de una espada, largo y reluciente, de un brillante metal blanco que no existe en la Tierra, atraviesa la puerta y se hunde profundamente en el pecho del hombre, asomándose quince centímetros por su espalda para retirarse después con rapidez. El hombre gime. El muchacho emite un grito ahogado. El hombre respira una última vez y pronuncia una sola palabra—: Corre. Acto seguido, el hombre cae inerte al suelo. El muchacho se aleja de un salto del catre y atraviesa la pared posterior. No se molesta en buscar la puerta o una ventana; se abre paso literalmente a través de la pared, que se rompe como si fuera de papel aunque está hecha de resistente caoba africana. Irrumpe en la noche congoleña, salta sobre los árboles, corre a una velocidad cercana a los cien kilómetros por hora. Su visión y audición son superiores a las humanas. Esquiva árboles, rompe lianas enredadas, salva pequeños arroyos con un simple salto. Unos pasos firmes le siguen de cerca, acortando distancias por segundos. Sus perseguidores también tienen dones. Y llevan algo consigo. Algo de lo que el

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muchacho sólo ha oído rumores, algo que nunca había creído que vería en la Tierra. Los crujidos se acercan. El muchacho oye un rugido bajo pero intenso. Sabe que lo que le persigue está ganando velocidad. Al frente ve un claro en la vegetación. Cuando llega, se encuentra frente a una enorme quebrada, de cien metros de ancho por cien metros de profundidad, con un río discurriendo al fondo. La orilla del río está cubierta de enormes peñascos. Peñascos que le destrozarían si cayera sobre ellos. Su única salida es atravesar la quebrada. Podrá hacer una corta carrerilla y un solo salto, una sola oportunidad de salvar la vida. Incluso para él, o para cualquiera de los demás que hay como él en la Tierra, es un salto casi imposible. Retroceder, bajar o intentar enfrentarse a ellos implica una muerte segura. No habrá una segunda oportunidad. Detrás de él surge un rugido ensordecedor. Ellos se encuentran a cinco, diez metros de distancia. El muchacho da cinco pasos atrás, empieza a correr... y, justo antes del borde, se despega del suelo y vuela sobre la quebrada. Pasa tres o cuatro segundos en el aire. Grita, con los brazos extendidos frente a él, esperando la salvación o el fin. Alcanza el otro lado y da tumbos en el suelo hasta detenerse al pie de una secuoya. Sonríe. No puede creerse que lo haya conseguido, que vaya a sobrevivir. Deseando no ser vis-

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to, y sabiendo que debe alejarse de ellos, se levanta. Tendrá que seguir corriendo. El muchacho se da la vuelta hacia la vegetación. Al hacerlo, una enorme mano se enrosca en su garganta y le levanta del suelo. Él forcejea, patalea, intenta soltarse, pero sabe que es inútil, que es el fin. Debería haber supuesto que estarían a ambos lados, que una vez le encontraran ya no habría escapatoria. El mogadoriano levanta al muchacho para mirarle el pecho, para ver el amuleto que lleva colgado al cuello y que sólo él y los de su especie pueden portar. Lo arranca y, tras guardarlo en alguna parte del interior de la larga capa negra que lleva puesta, su mano reaparece empuñando la reluciente espada de metal blanco. El muchacho mira los profundos, anchos e impasibles ojos negros del mogadoriano y habla. —Los legados viven. Se encontrarán unos a otros y, cuando estén preparados, os destruirán. El mogadoriano suelta una carcajada, una risotada desagradable y burlona. Levanta la espada, la única arma del universo capaz de romper el encantamiento que hasta hoy ha protegido al muchacho y que sigue protegiendo a los demás. La hoja se enciende con una llama plateada al apuntar al cielo y parece cobrar vida, como si conociera su cometido y sonriera con una mueca de expectación. Y, mien-

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tras la espada cae atravesando la oscuridad de la selva con un arco de luz, el muchacho sigue convencido de que una parte de él sobrevivirá, que una parte de él llegará a casa. Cierra los ojos justo antes de que la espada le golpee. Y entonces llega el fin.

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CAPÍTULO

UNO

Al principio éramos nueve. Nos fuimos cuando éramos pequeños, casi demasiado pequeños para recordarlo. Casi. Me han dicho que el suelo tembló, que los cielos se llenaron de luces y explosiones. Nos encontrábamos en el periodo anual de quince días en el que las dos lunas están suspendidas a ambos lados del horizonte. Era un momento festivo, y al principio las explosiones se confundieron con fuegos artificiales. No lo eran. Hacía calor, y soplaba una suave brisa procedente del mar. El tiempo siempre se menciona: hacía calor, soplaba una suave brisa. Nunca he entendido por qué eso es importante. Lo que recuerdo más nítidamente es cómo estaba mi abuela aquel día. Se la veía frenética y triste. Tenía lágrimas en los ojos. Detrás de ella estaba mi abuelo, y recuerdo la forma en que sus gafas reflejaban las luces del cielo. Hubo abrazos. Ambos inter-

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cambiaron algunas palabras, pero no recuerdo cuáles eran. Nada me atormenta más que eso. Tardamos un año en llegar. Yo tenía cinco. Debíamos integrarnos en la cultura hasta que Lorien pudiera albergar vida de nuevo y nosotros regresáramos al planeta. Los Nueve teníamos que dispersarnos, ir cada uno por nuestro lado. Nadie sabía por cuánto tiempo. Todavía no lo sabemos. Ninguno de los demás sabe dónde estoy, ni yo sé dónde están ellos, ni qué aspecto tienen ahora. Es así como estamos protegidos, gracias al encantamiento que lanzaron sobre nosotros cuando nos fuimos. Un encantamiento que garantiza que sólo se nos pueda matar por orden numérico, uno a uno, siempre y cuando nos mantengamos separados. Si nos reuniéramos, se rompería el encantamiento. Si encuentran y matan a uno de nosotros, una cicatriz circular aparece en torno al tobillo derecho de los que quedamos vivos. En nuestro tobillo izquierdo, formada cuando se conjuró el hechizo lórico, se encuentra una pequeña cicatriz idéntica al amuleto que portamos cada uno de nosotros. Las cicatrices circulares también forman parte del encantamiento. Es un sistema que nos advierte de cuál es nuestro lugar respecto a los demás, y de cuándo vendrán a cazar al siguiente de la lista. La primera cicatriz llegó cuando tenía nueve años.

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Me despertó mientras dormía, al sentirla quemándose en mi carne. Vivíamos en Arizona, en una pequeña localidad fronteriza cerca de México. Me desperté gritando de dolor en mitad de la noche, aterrorizado, mientras la cicatriz se grababa a fuego en mi carne. Era la primera señal de que los mogadorianos habían encontrado finalmente nuestro escondite en la Tierra, y de que estábamos en peligro. Hasta que se presentó la cicatriz, casi había llegado a convencerme de que mis recuerdos eran erróneos, de que lo que me había contado Henri no era cierto. Quería ser un chico normal con una vida igual de normal, pero entonces supe, más allá de cualquier duda o argumentación, que no lo era. Al día siguiente nos trasladamos a Minnesota. La segunda cicatriz llegó cuando tenía doce años. Estaba en la escuela, en Colorado, participando en una competición de deletreo. En cuanto empezó el dolor, supe lo que estaba ocurriendo, lo que le había sucedido al Número Dos. El dolor era lacerante, aunque más soportable que en la primera ocasión. Podría haber permanecido en el escenario, de no ser porque el calor acabó incendiándome el calcetín. La maestra que estaba dirigiendo la competición me roció con un extintor y me llevó a toda prisa al hospital. El doctor que estaba en la sala de urgencias vio la primera cicatriz y avisó a la policía.

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Cuando Henri se presentó, amenazaron con detenerle por malos tratos. Sin embargo, como no estaba cerca de mí cuando apareció la segunda cicatriz, tuvieron que dejarle en libertad. Nos subimos al coche y nos fuimos a otra parte, esta vez a Maine. Dejamos atrás todas nuestras pertenencias excepto el cofre lórico que Henri se lleva en cada uno de los traslados, veintiuno en total. La tercera cicatriz apareció hace una hora. Estaba sentado en un pontón, una embarcación perteneciente a los padres del chico más popular del instituto, que estaba dando una fiesta allí sin que ellos lo supieran. Nunca me habían invitado a una fiesta del instituto. Como era consciente de que podríamos tener que hacer las maletas en cualquier momento, siempre había sido un chico reservado. Pero todo parecía haberse calmado en los dos últimos años. Henri no había visto nada en las noticias que pudiera conducir a los mogadorianos hacia nosotros, o que pudiera alertarlos de nuestra presencia. Fue así como hice un par de amigos. Y uno de ellos me presentó al chico que daba la fiesta. Nos reunimos en un muelle. Había tres neveras, música y chicas a las que había admirado desde lejos pero a las que nunca había hablado, aunque me habría gustado. El pontón se separó del muelle y se adentró media milla en el golfo de México. Yo estaba sentado en el

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borde de la embarcación con los pies en el agua, hablando con una chica muy guapa, morena y de ojos azules llamada Tara, cuando noté que iba a llegar otra cicatriz. El agua que estaba en contacto con mi pierna empezó a hervir, y el tobillo brillaba en la parte donde la cicatriz estaba grabándose. El tercero de los símbolos lóricos, la tercera advertencia. Tara se puso a chillar y la gente empezó a apiñarse a mi alrededor. Sabía que no habría forma de explicar aquello. Y que tendríamos que irnos de inmediato. Ahora, hay mucho más en juego. Han encontrado al Número Tres, estuviera donde estuviera, y ahora estaba muerto o muerta. Intenté calmar a Tara, le di un beso en la mejilla, y le dije que me alegraba de haberla conocido y que esperaba que tuviera una vida larga y maravillosa. Salté al mar desde la borda de la embarcación y empecé a nadar (bajo el agua todo el tiempo, excepto en una ocasión a medio camino para tomar aire) tan rápido como pude hasta alcanzar la orilla. Después, corrí en paralelo a la autopista, justo dentro del linde del bosque, alcanzando velocidades mayores que las de cualquier coche. Cuando llegué a casa, Henri estaba frente a la batería de pantallas y monitores que utilizaba para seguir no sólo las noticias de todo el mundo, sino también la actividad policial en nuestra zona. Supo lo que ocurría sin que yo abriera la

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boca, si bien me remangó el pantalón empapado para ver las cicatrices.

Al principio éramos nueve. Tres han muerto. Ahora quedamos seis. Están persiguiéndonos, y no cesarán hasta que nos hayan matado a todos. Soy el Número Cuatro. Sé que soy el siguiente.

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