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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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Cuando la ciudadanía quiere que la llamen pueblo

Pienso todas estas cosas en el día de la coronación de Felipe VI, momento histórico que está lanzando mensajes complejos. Voy a intentar descifrar estos mensajes

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Pienso todas estas cosas en el día de la coronación de Felipe VI, momento histórico que está lanzando mensajes complejos. Voy a intentar descifrar estos mensajes y sé que casi nadie va a escuchar lo que diga. Hoy no toca. Mañana, seguramente, tampoco.

La crisis será una herida muchísimo más grave de lo que calculaban quienes intentan mitigar sus efectos. No me refiero ni a Bruselas ni al Gobierno. Esas emanaciones de ectoplasma han convertido la palabra recuperación en una sopa para economistas. Me refiero a los pocos políticos honestos que saben leer y escribir. Esos que nunca llegan demasiado alto en los partidos. Todavía no he escuchado a ninguno que advierta del camino que llevamos sin que su diatriba me suene a eslogan de campaña.

La economía mantiene con vida a un país, pero la historia nos está gritando que la economía por sí sola no sostiene la democracia. A la historia, claro, no la escucha casi nadie. Tiene una voz grave y parece cosa de gente amargada. En cambio los ignorantes y los vanidosos son mucho más elocuentes. La historia les da nuevamente su momento de gloria.

Existe el dogma de que la monarquía es contraria a la democracia, aunque algunos que saben de historia hayan estado intentando explicar las diferencias entre las monarquías parlamentarias europeas y los reinos feudales de los Visigodos. La diferencia no es sutil pero hoy triunfa una brocha más gorda.

La gala de coronación del nuevo rey ha tenido poca asistencia, celebran los republicanos. Según esta forma de pensar, parece que para optar por una vía haya que estar en la calle ‘comunicándolo’. Si uno que cree que España debe mantener un cargo de representación internacional ajeno a los vaivenes de los partidos políticos, tiene que estar chillando en las calles de Madrid. Hay que hacer una pancarta, pintarse la cara, caminar disuelto en la masa confortable que piensa como uno. Desde esa noble tribuna callejera, al monárquico se le llama súbdito. A mí me llaman súbdito por haber razonado de una forma distinta, por no salir a la calle a pedir una República que daría a los partidos políticos más detestables otro ámbito de corrupción.

Este insulto, súbdito, está en los periódicos. Escritores a los que admiro emplean en el periódico la brocha gorda como tantos otros y se suman a los ruidos simplistas que emanan de las manifestaciones. Lo que saco en claro es que muchos republicanos hablan poco con los monárquicos, y viceversa, puesto que desde cierto monarquismo emborricado se llama antisistema al que sale a la calle a manifestarse.

Nadie escucha a nadie. Durante la crisis se ha instaurado una política bicéfala, ha resurgido la fortaleza de los dos bandos. Hay que elegir. Uno se convierte en sospechoso si apoya a la plataforma antidesahucios y a la monarquía parlamentaria, por ejemplo.

-¿Usted es de izquierdas o de derechas? ¡Identifíquese!

Así estamos. Más que razonar, hay que identificarse a toda prisa. Mostrar la credencial. Recibir a cambio el beneficio de la masa. Esto ocurre porque se está acerando la vida pública. Hay tantos fragores que el espacio para la reflexión es casi inexistente. Cada vez hay menos oídos dispuestos a cambiar de opinión, a poner en tela de juicio sus propias ideas sobre la deriva continental.

Para mí es triste y evidente hacia dónde se dirige Europa. La población está enloquecida, digámoslo claro, enloquecida.

Son ya siete años de economía putrefacta y, si es verdad que el hambre aguza el ingenio, también es cierto que erosiona la capacidad de reflexión. A este punto hemos llegado por el camino de la miseria. Se pierde primero la seguridad, después el sustento y en el fango miserable se pierde el sentido de la mesura, tan necesario para participar pacíficamente de una recuperación. Cada vez parece más difícil alcanzar una recuperación por el camino de la paz. Ocurre lo peor que podía ocurrir: la ciudadanía quiere que la llamen pueblo.

Pueblo... ¿Habrá una palabra más sospechosa, más oscura? ¿Quién establecerá la línea que divide al pueblo y a los disidentes? ¿Cómo se llamará a los disidentes cuando el pueblo crea que tiene el poder? ¿Es el pueblo menos vulnerable al abuso de poder?

Son preguntas retóricas. El pueblo es peligroso y es mucho más peligroso cuando hay, como en este momento, dos pueblos enfrentados.

Esta situación no es culpa del rey, es la consecuencia de la muerte de la separación de poderes. El poder legislativo y el ejecutivo se solapan con mayoría absoluta, y la independencia del poder judicial se convierte en una quimera. Pero hay otro poder, mucho más expeditivo que el ejecutivo, y hace falta otra revolución para que saque sus zarpas de las esferas democráticas. Es el poder económico, personificado en las empresas más grandes del Ibex35. Esas empresas capaces de modificar leyes para que los consumidores acaben pagando más por el recibo de la luz.

En nuestro país, los políticos de los partidos acaban en los comités de las grandes empresas. Se convierten en los delegados de las grandes empresas en el mismísimo corazón de la democracia.

Hay que acabar con eso. Inmediatamente. Hay que recuperar para nuestra sociedad la única garantía de paz: la separación de poderes.

Dicen los republicanos que la monarquía es contraria a la democracia. Para qué discutir una cosa tan evidente. Que viajen a Inglaterra, la democracia más antigua y más sólida, y se lo digan a un súbdito inglés. Contraria a la democracia es la disolución de la separación de poderes. Y hay que renovar la versión histórica y hacer mucho énfasis en ese cuarto poder de las grandes empresas, que con actitudes cortesanas y una ambición fuera de toda mesura, se ha puesto a anidar sus huevos en lo alto de las tribunas parlamentarias.

Sin separación de poderes, la ciudadanía, cada vez más ajena a la toma de decisiones públicas, se convertirá irreversiblemente en pueblo, en dos sacos de pueblos enfrentados, Villa Arriba y Villa Abajo. La historia, tan desoída, nos dice cuál es el final del cuento.

Pienso todas estas cosas en el día de la coronación de Felipe VI, momento histórico que está lanzando mensajes complejos. Voy a intentar descifrar estos mensajes y sé que casi nadie va a escuchar lo que diga. Hoy no toca. Mañana, seguramente, tampoco.