20 de febrero de 2010

Revolutionary Road (Sam Mendes)


Los jóvenes revolucionarios de la calle Wheeler
(Mauricio Montenegro)

Revolutionary Road cuenta la historia de los Wheeler: Frank y April. Los encontramos en los suburbios de Connecticut, en la calle Revolutionary Road, a mediados de los años cincuenta; llevan siete años casados y tienen dos hijos. Frank tiene un trabajo rutinario que detesta (en Knox Bussiness Machines) y April ha asumido, inevitablemente, el papel de ama de casa.

De acuerdo con sus vecinos (los Givings y los Campbell), los Wheeler son una pareja adorable: son jóvenes, bellos y, quiera decir lo que quiera decir, “especiales”. Al conocerlos, John, el hijo de los Givings, hace el siguiente juego de palabras: “Mamá me ha hablado mucho de ustedes: los jóvenes Wheeler de la calle Revolucionarios, los jóvenes revolucionarios de la calle Wheeler”.

April ha intentado actuar para el teatro y ha fracasado; tiene intereses artísticos y se siente frustrada por llevar una vida de apacible ama de casa en los suburbios. Frank trabaja en la misma compañía en que trabajó su padre toda la vida, como vendedor. El día de su cumpleaños número 30 se recuerda a sí mismo aborreciendo a su padre, que una vez al año lo llevaba a Nueva York y le daba lecciones de vida: “no quiero terminar como tú” pensaba con rabia el Frank adolescente que veía a su padre como a un perdedor irremisible.

En la primera escena, Frank y April se conocen en una fiesta: ella le pregunta por sus intereses (“no te pregunto cómo te ganas la vida, sino qué te interesa”), y él no sabe cómo responder. Esta primera señal es suficiente para esbozar el conflicto central de la trama: el espectador prevenido debe tener en cuenta la posibilidad de que a Frank no le interese nada, más que, simplemente, ganarse la vida. April, sin embargo, no está tan prevenida, y se enamora de él. Siete años después, cuando transcurre el grueso de la historia, durante una pelea conyugal que podría calificarse como épica, April le dice, cruelmente, a Frank: “sólo eres un chico que me hizo reír en una fiesta”.

La segunda secuencia de la película presenta, sin concesiones, la crisis: April y Frank discuten por el fracaso de ella en una obra teatral (en el teatro, en la ilusión de seguir una vocación, de tener una identidad, de ser un individuo). En un momento de clarividencia Frank dice (grita): “No voy a hacer el papel de esposo suburbano insensible e imbécil”, y luego, más temprano que tarde, es eso precisamente lo que hace. Pero, ¿se puede culpar a Frank Wheeler por eso? Si se piensa un momento en esta pregunta, y en otras similares, descubrimos que Revolutionary Road no nos cuenta sólo la historia de los Wheeler: nos cuenta la historia de la clase media norteamericana de posguerra, nos cuenta la historia del sueño americano, del american way of life, la historia de su ascenso y su caída. A partir de la oposición entre estas dos primeras secuencias la película entra en una espiral esquizofrénica que lleva a los Wheeler (y al espectador) de la esperanza a la desilusión, de la euforia a la depresión, del amor al odio, y es una espiral de la que no se puede salir, de la que no se puede escapar. Los Wheeler están atrapados por la sociedad norteamericana de su tiempo.

El caso es que a April se le ocurre que una buena manera de mover un poco las cosas, de salir de una vida rutinaria que la angustia y la deprime, es viajar a París, huir a París. Frank estuvo en París durante la guerra y alguna vez le insinuó a April que le gustaría volver allí. April se lo toma (muy) en serio, y convence a Frank de dejar su trabajo y mudarse definitivamente a Paris: allí podría encontrar “lo que realmente quiere ser” y se libraría de su papel de empleado mediocre. No es difícil ver aquí la clásica oposición entre América y la vieja Europa: la producción contra el ocio, el trabajo contra el intelecto, las masas contra los individuos, el progreso contra la realización personal.

Así, los Wheeler hacen los preparativos necesarios, los Campbell los envidian sin saber bien por qué, los empleados de Knox reciben incrédulos la noticia. Y April descubre que está embarazada. Un tercer hijo, en este momento, acabaría con cualquier proyecto de mudanza, de cambio radical de vida. Al mismo tiempo, Frank obtiene un ascenso en Knox. El viaje fracasa. April entiende que está irremediablemente encerrada, o aislada, en su propia vida.

Los Givings (menos John) se alegran con la noticia del embarazo, felicitan a los Wheeler; no lo habían hecho con la noticia del viaje (John sí). Los Campbell estaban esperando la noticia del embarazo cuando se anunció el viaje, así que cuando se anuncia el embarazo sienten que las cosas vuelven a la normalidad. Pero tal vez el viaje cancelado no habría servido de nada, tal vez no hay tal realización personal, no hay ningún “sí mismo” esperando por los Wheeler en ninguna parte, no hay tales intereses profundos ocultados por un trabajo asfixiante. Frank no habría encontrado “quién quería ser” en París, como no lo encontraba en Connecticut, o en el piso 15 del edificio Knox, como él mismo ironiza. Tal vez Frank no era, ni quería ser, más (ni menos) que ese empleado, ese padre de familia. Pero el caso de April es bien distinto.

Creo que la frase clave de la película la dice April cuando se queda sola con Shep Campbell en el bar al que los han invitado para “celebrar” que se quedan “en casa”: él le dice que lo siente por el fracaso del viaje, que entiende que ella quería “salir”, y ella responde, simplemente, que lo que en realidad quería era “entrar”.

April siempre se sintió en una especie de irrealidad, en un afuera irreal que le vetaba un mundo real en algún adentro inaccesible. Cuando Frank le reclama la necesidad de ser “realista” ella alega que lo que no es realista es la vida que llevan, los suburbios, las oficinas, las amas de casa. Como en el epílogo de Vicky Cristina Barcelona (2008), April no sabe lo que quiere, pero sabe muy bien lo que no quiere.

Claro que a Frank también le entusiasma la idea. En el momento de mayor euforia por el viaje a Paris (acaban de anunciarlo a los Campbell, que se quedan de piedra) Frank compara lo que siente con la línea de fuego, en la guerra: “esto es lo real”, dice; es lo que quiere sentir de nuevo, que está realmente vivo.Y cuando su jefe le ofrece un ascenso, Frank está listo para rechazarlo. Sin embargo, poco a poco, empieza a entender su ascenso como una suerte de “homenaje” a su padre, que trabajó en Knox toda su vida como un simple vendedor. Así, aquel hombre pusilánime al que Frank decía despreciar, de cuya sombra pretendía huir, decide de nuevo su destino.

De modo que los “jóvenes revolucionarios de la calle Wheeler” no son, no pueden ser, revolucionarios, no pueden ser siquiera rebeldes o románticos. Deben ser realistas. Y este es el punto clave en el que el personaje de John Givings, una especie de genio matemático enloquecido, resulta clave: es un personaje que observa la acción desde los límites de la realidad, desde el desapego absoluto. Es el único personaje que no tiene una familia, un empleo, una casa; un desarraigado que puede permitirse un alto grado de cinismo, y lo hace. Es precisamente John quien hace notar, cruelmente, a los Wheeler, que no tienen escapatoria, que están condenados a vivir en un vacío desesperanzador. Pero no es fácil aceptar esta evidencia, y la historia tiene, como no podía ser de otra forma, un desenlace trágico.

Al final de la película hay un epílogo: primero los Campbell, luego los Givings. Shep Campbell no puede soportar la mención de la historia de los Wheeler, que lo desestabiliza, lo obliga a pensar, a dudar sobre sus propias decisiones, tan cercanas (idénticas: ahí está el asunto) a las de los Wheeler: el trabajo, los hijos, la casa en los suburbios. Los Givings se refugian en un olvido hipócrita, la señora Givings deforma el recuerdo de los Wheeler y el señor Givings, en un último plano genial, deja de escucharla, subrayando la incomunicación esencial que hay entre ellos; entre todos.

Sin duda, la película debe gran parte de su genialidad a la novela en que se basa, escrita por Richard Yates en 1961. Yates tuvo la lucidez y el valor de enfrentarse de manera crítica y radical al “modo de vida americano” en su apogeo. En Revolutionary Road, literalmente, no deja piedra sobre piedra. Esto le costó el desprecio de los lectores y el rechazo de la crítica (el New Yorker no publicaba sus cuentos por considerarlos “crueles”). Hoy, medio siglo después, es un escritor de culto. La fuerza crítica de las historias de Yates no reside, como en el caso de otros escritores contemporáneos a él (Mailer, Vonnegut, Roth), en la dimensión política o sociológica de sus historias: Yates hace complejos estudios de carácter en la puerilidad de la vida cotidiana, cáusticos retratos domésticos de la soledad más íntima de sus personajes.

El gran acierto de Sam Mendes ha sido tomar la extraordinaria novela de Richard Yates para continuar su investigación cinematográfica sobre el ascenso y la caída de la familia nuclear norteamericana. Desde su primera película, la exitosa aunque desigual American Beauty (1999), el interés de Mendes por la decadencia y por las relaciones afectivas complejas encontró eco en el público e influyó, junto con Happinness (1998) de Todd Solondz, en un número notable de películas similares en la primera década de este siglo (véase, por ejemplo, Little Children (2006) de Todd Field). Esta especie de subgénero, el drama de la decadencia de la familia norteamericana contemporánea, había entrado notoriamente en una sin salida y tendía a ser cada vez más patético, más bizarro y, en general, más parecido a un pastiche de Almodovar que a un buen drama de Kazan. El acierto de Sam Mendes, insisto, consistió en volver con humildad a la tradición, dándole densidad histórica al tema. La rehabilitación de la novela de Yates demuestra que el asunto iba más allá de los personajes caricaturescos y extravagantes de American Beauty (el fascista, la neurótica, el autista) y del ambiente enrarecido de los noventas: había que volver a las raíces del american way of life, a la posguerra de creación de los suburbios y las familias nucleares: las amas de casa, los electrodomésticos, los céspedes, los padres que trabajan como números en grandes compañías, los hijos prácticamente invisibles.

De hecho, puede decirse que Mendes necesitó de un largo excurso para llegar a Revolutionary Road, probando un poco la ambientación histórica con el thriller Road to perdition (2002)-el último papel para el cine de Paul Newman- y saliendo definitivamente de la ironía en la sátira bélica Jarhead (2005).Con Revolutionary Road, Mendes vuelve a sus inicios, se perfila nuevamente como un director interesante, y hace un merecido homenaje a la obra de Richard Yates.

Por otro lado, Mendes demuestra tener un excelente ojo para los detalles, cierta sutileza visual que resulta imprescindible en el drama. Más allá de la excelente dirección de arte, que recrea un Connecticut de los años cincuenta definitivamente memorable, Mendes tiene la inteligencia necesaria para, por ejemplo, mostrarnos a Frank, durante una noche solitaria en el trabajo, definiendo el “control de inventarios” y, quizá sin saberlo, definiendo su propia encrucijada vital: “saber lo que tienes, saber lo que necesitas, saber lo que puedes hacer sin eso: eso es control de inventarios”.

Sin duda, la escalada dramática de Revolutionary Road, que la hace parecer por momentos una película de terror, es tremendamente exigente para los actores. Las apabullantes interpretaciones de Winslet y DiCaprio pueden aturdir al espectador más desprevenido. Es comprensible que la intensidad de las actuaciones haya llamado la atención de la crítica, aunque allí se detengan, torpemente, casi todas las reseñas. De hecho, la injusta recepción de la película (sin duda, una de las mejores de 2009) pasa incluso por encima de las actuaciones: aunque tanto Winslet como DiCaprio fueron nominados como mejores actores protagónicos en los Globo de Oro (Winslet ganó), en los Oscar (ay, los Oscar) no fueron siquiera nombrados.

Es posible que, tal y como sucedió en el ámbito literario con la novela de Yates, el mundo cinematográfico deba excusarse luego por la fría acogida de la película de Mendes. Por ahora, baste este pequeño homenaje de los Cahiers de DVD.

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