Daniel Córdoba revolucionó Salta. Como él mismo se divertía al decir, “era demasiado blando para ser un duro”. El humor le servía de gancho para romper el hielo y, de paso, en un segundo movimiento hacer alusión a una premisa que creía evidente: su estilo descontracturado y charlatán no tenían mucho que ver con su formación como físico. Los alumnos despidieron al maestro, que tenía 55 años y dejó este mundo tras estar internado en el Instituto Médico de Alta Complejidad desde principios de diciembre.

“Física al alcance de todos” surgió a principios de los 90. Fue bautizado con ese nombre porque, según contó Córdoba (en una entrevista con este diario en julio de 2019) se inspiró en una colección de libros soviets. Si había un “Cocina al alcance de todos” o un “Química al alcance de todos”, también habría un lugarcito para el suyo. Y su historia es particular porque él fue particular. Si bien desde hacía un tiempo su taller gozaba de prestigio y popularidad, no siempre fue así. Al comienzo, de hecho, fue clandestino. Es que tenía tantas ganas de compartir lo que sabía que, ante la falta de un espacio curricular que lo acogiera, se desmarcó de las normas y decidió educar desde los bordes. Comenzó con el taller de física en el colegio que dependía de la Universidad Nacional de Salta (UNSa) y nadie lo sabía. En efecto, lo que comenzó casi como un juego, se volvió viral, en momentos en que --todavía-- no existían las redes. De boca en boca corría la voz de un profe “canchero”, distinto a los demás, que no echaba mano del látigo ni de la estigmatización, sino del diálogo y la afectividad.

Así, consciente de que el tiempo escolar --algunas veces-- no concordaba con los tiempos de aprendizaje, aceptaba a todos aquellos que gustaran de la ciencia, que quisieran aprender, que necesitaran una mano con los números y las fórmulas intrincadas para pasar de grado, y también a aquellos que veían en la disciplina una vocación. El espacio fue creciendo y, pronto, llegaron las primeras noticias. De hecho, el curso de Córdoba fue preso de su propio éxito: las autoridades del colegio se enteraron por los medios provinciales de que sus alumnos habían obtenido resultados increíbles en las olimpiadas nacionales. Y todo era culpa de Córdoba, cabeza de un grupo que ni siquiera sabían que existía. Como resultado, fue desplazado.

Aunque perdió el primer round no se dio por vencido. Dejó pasar un tiempo, vio un hueco y volvió a la carga. Se desempeñaba como profesor en la UNSa, tenía una inmejorable relación con los guardias, así que sin levantar la perdiz desplegó su taller los sábados. Eligió estos días para que nadie supiera y los estudiantes comenzaron a frecuentar sus clases. Primero fue un aula, pero enseguida quedó chica. Así que no quedó otra que ocupar el auditorio. Centenas de pibes y pibas que destinaban sus sábados --sí, sus sábados-- para escuchar a Daniel hablar de física. Había ideado un sistema de solidaridad que funcionaba a la perfección: los pibes de más experiencia ayudaban a los de menos. Los ayudantes le daban una mano con los recién iniciados y él se encargaba personalmente de preparar a los más avanzados para hacer carrera científica e ingresar al prestigioso Instituto Balseiro de Bariloche.

Tan bien le fue que de un momento a otro el 23% de los ingresantes provenía de Salta. La provincia era noticia en todo el país por la física, Córdoba cosechaba premios de todos los colores y el gris de la clandestinidad pasó a blanco. Se reunió con los directivos de la Universidad que le ofrecieron que su proyecto fuera “legal”. El taller fue distinguido por el Ministerio de Educación de la Nación, la Cámara de Diputados de la Provincia, el Senado de la Nación y el Concejo Deliberante de Salta. Recibió reconocimientos de centros educativos y fundaciones aunque recién este año obtuvo el más importante, el Doctor Honoris Causa de la UNSa. De hecho, está en marcha una tesis doctoral que analiza el fenómeno de la divulgación científica a partir del ejemplo de su trabajo. Así, Daniel se convirtió en objeto de estudio y la libretita en la que acostumbraba a anotar todas las emociones que veía en los pibes y le permitía reconocerlos en la clase siguiente con facilidad, devino en bibliografía obligatoria.

Hoy Salta está triste porque dejó este mundo un maestro que creía en la educación como proceso y no como producto; que confiaba en la capacidad de sus estudiantes y que aguardaba por sus tiempos; y que, sobre todo, hacía gala de una pedagogía del error. “Acá celebramos las metidas de pata, creo que por eso les gustan tanto las clases”, solía señalar. Su cuerpo se fue pero su legado sigue vivo. Hasta siempre, profe.

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