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Respeto en las aulas

Es fundamental atender las quejas sobre acosos sexuales en las universidades.

Si alguna muestra de sanidad mental han estado dando las sociedades de estos últimos dos años, esa ha sido el fin de la resignación a las arbitrariedades y los atropellos de los que aprovechan el poder. Luego de la estrepitosa caída del productor hollywoodense Harvey Weinstein; después de la oleada de denuncias en las redes sociales que trajo el movimiento #YoTambién y de la enorme crisis en la que ha entrado la Iglesia católica a causa de los despotismos de algunos de sus jerarcas, resulta difícil imaginar un mundo en el que el acoso y el abuso sexual hagan parte de nuestras costumbres.
El mensaje ha sido claro y simple: nadie puede valerse de ninguna posición de poder –ni de la fuerza, ni del dinero, ni del lugar en el organigrama, ni de la investidura ni del prestigio– para imperar sobre otro. Es hora de desaprender los peores errores que los hombres han cometido en la relación con las mujeres, y también de rebelárseles a las pequeñas tiranías que fueron comunes en los tiempos en los que el machismo no solo era tolerado, sino asumido como una realidad invariable e incuestionable: un hecho.

La solución tiene que ver con una transformación de la cultura del silencio, y con políticas serias de equidad
de género.

Y es así como cada vez se ven más violentos e infames los jefes y los curas que se valen de sus potestades para someter a sus subordinados. Cada día, así mismo, es más impensable que el acoso o el abuso sexual se den en el escenario admirable de la universidad. En estas semanas se ha venido hablando de presuntos casos de acoso en instituciones tan respetadas como la Universidad Nacional, la Universidad de los Andes y la Universidad Distrital. Y las conclusiones han sido que las denuncias, cobijadas por la solidaridad de las redes, han estado creciendo, pero que aún no se ha conseguido determinar las dimensiones del flagelo.
Se trata de un asunto fundamental, puesto que, como insisten los expertos de las propias universidades, la supremacía y la opresión en los salones de clase se reproducen –como un ejemplo y un hábito– en los ambientes y las dinámicas labores. Y es claro que la solución tiene que ver tanto con una transformación de la cultura del silencio que ha servido de refugio para los depredadores como con políticas serias de equidad de género que poco han conseguido implementarse.
El doloroso caso de una estudiante de la Distrital que al parecer fue víctima de abuso sexual a manos de tres estudiantes es un recordatorio de lo mucho que falta para que sea clara en la comunidad universitaria la repugnante cobardía que entraña ese delito que se sigue cometiendo como si la cultura entera continuara siendo su cómplice. Ese mismo caso prueba también que las estudiantes –como tantas mujeres en tantos ámbitos– han dejado de oír el consejo perverso de dejar las cosas como están.
En las últimas horas se ha estado hablando, desde el Gobierno, desde la Vicepresidencia y el Ministerio de Educación, de una nueva reglamentación para que las universidades atiendan los casos de abuso y afinen los mecanismos de denuncia. Así tiene que ser. Ninguna universitaria debe temerles a los hombres que se encuentre en los pasillos de los edificios en donde estudia: ese debe ser el mensaje y esa tiene que ser la realidad.
editorial@eltiempo.com
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