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Gastronomía

Así es la cocina con la que Leo entró a los 100 mejores del mundo

La chef Leonor Espinosa celebra la entrada de su restaurante a la lista de los 100 Mejores del Mundo.

La chef Leonor Espinosa celebra la entrada de su restaurante a la lista de los 100 Mejores del Mundo.

Foto:Agencia Vishop

Por primera vez, un restaurante colombiano, el de Leonor Espinosa, se ubica en este ranquin.

Cuando Leonor Espinosa piensa en la importancia de estar entre los 100 mejores restaurantes del mundo, parece deslumbrada. ¡Cien entre todos los menús del mundo! “¡Restaurantes como Atera, de Nueva York, no están!”, pero su restaurante, Leo, sí está, desde ayer, en esa lista que resulta de la suma de votaciones dadas por cerca de 1.000 chefs, periodistas gastronómicos y comidistas (foodies) del mundo.
Este nuevo logro –sumado a los que consiguió el año pasado, como el título de mejor chef mujer de América Latina y el Basque Culinary World Price– tiene un valor también para la cocina colombiana, a 14 años de haber abierto Leo en el que propuso “un nuevo lenguaje” para presentarla.
Catorce años atrás era otro el ambiente de la restauración bogotana. Todavía el café de Colombia parecía ser uno solo –y no el múltiple abanico de sabores y aromas dado por diferentes orígenes–. Los locales de respeto tenían el rígido protocolo de recibir a la gente con pan y mantequilla. El boom del vino argentino empezaba a nacer y todavía no se hablaba de nueva cocina colombiana, ni de deconstrucciones ni de rescatar ingredientes locales.
El menú de degustación existía en algunos sitios de alta gama, pero aún no era algo tan conocido ni siquiera para los asiduos a ir a comer. Y cualquier lugar que tratara de identificarse con cocina colombiana tenía que ofrecer platos típicos y no se asociaba con la elegancia. En ese contexto nació Leo –que en alguna época también fue conocido como Leo Cocina y Cava–, en el centro internacional de Bogotá, en un pasaje que antes de su llegada era un callejón oscuro al que nadie le apostaba, a unas calles del Museo Nacional.
Y decidió no vender ajiaco, pese a que se vendía como cocina colombiana. Sirvió tamalitos a manteles (después quitó los manteles y transformó el lugar en un ambiente casual sin perder la elegancia), puso en la mesa el atún en costra de hormiga culona. Mostró otras maneras de servir el sancochito de gallina. Ofreció un menú de cafés, de diez orígenes con notas de cata (tuvo que suprimir esta oferta hasta que, muchos años después, el público empezó a entender de cafés especiales y métodos de preparación).
Plato: Pirarucú, cacay, yuca agria, aji ojo de pez, uno de los pasos del menú de degustación de Leonor 
Espinosa en el restaurante 
Leo. Crédito: Agencia Vishop Fotógrafo:

Plato: Pirarucú, cacay, yuca agria, aji ojo de pez, uno de los pasos del menú de degustación de Leonor Espinosa en el restaurante Leo. Crédito: Agencia Vishop Fotógrafo:

Foto:Agencia Vishop

Si hablamos de las cosas que han marcado a Leo –dice la chef–, hay que hablar de esa carta de cafés. Había de Santa Marta, del Huila, del Cauca, de Nariño. Queríamos romper el mito de que el café colombiano era solo de la zona cafetera. Fue un escándalo, porque a la gente le parecía muy costoso”.
A la par, Laura Hernández, su hija y sommelier de Leo, ya empezaba a jugar con el maridaje de bebidas tradicionales colombianas, en pleno boom del vino. Dice Leonor que los fermentados de frutas siempre estuvieron, aunque solo de unos cinco años para acá empezaron a tener el protagonismo que ahora tienen dentro de su menú de degustación.
“También hemos roto ciertos protocolos, como el de recibir a la gente con una canasta de pan. Hoy en día, como parte del menú de degustación servimos un amasijo de achira (que va con mantequilla de guascas, las mismas del ajiaco), pero es en forma de homenaje a los amasijos colombianos”.
La propuesta que pasó de la “deconstrucción” de platos tradicionales –que según la chef comenzó pensando solo en la forma– evolucionó hacia otro concepto. Al llegar cualquier noche a Leo, es lo primero que explica el encargado de atener la mesa: la propuesta es un menú de degustación que parte de un recorrido por diferentes biomas y ecosistemas. Por eso se llama Ciclo-Bioma.
El menú de degustación de Leo se convirtió en la única oferta de la noche (al mediodía sí hay carta de entradas y fuertes) y se renueva permanentemente. Es ahora una sucesión de varios pasos –dividido en aperitivos, sabores fuertes (seis pasos), prepostre, postre y café– que le dan al comensal un mapa culinario de Colombia.
Pato de patio, arepa de maíz cariaco, uno de los pasos del menú de Leonor Espinosa en su restaurante.

Pato de patio, arepa de maíz cariaco, uno de los pasos del menú de Leonor Espinosa en su restaurante.

Foto:Agencia Vishop

Pasa por resaltar tradiciones como la elaboración del pebre de pato del Sinú, con su sabor ahumado, servido sobre una arepa de maíz pelado (servido en una forma similar a la de un taco), que, según Leonor, lleva la esencia del sabor de esta tierra en la que creció.
También descubre el potencial de las especies locales. Como ejemplo está el primer aperitivo que llega a la mesa: una lámina de pescado del día con un bálsamo de páramo. “Este bálsamo se extrae del quiche de agua, una plata carnívora del páramo que atrapa insectos y cositas del ambiente y forma un bálsamo que se usa para refrescar la piel –explica la chef–. No tenía uso culinario, pero yo se lo doy, va con copoazú y goticas de güesgüin o romero de páramo”.
Para que el bálsamo de páramo llegara al menú de degustación hubo una investigación de por medio, no solo a partir del trabajo de Leonor de la mano con Brigitte Baptiste (su consejera en materia de especies promisorias), sino del trabajo con las comunidades que han vivido y empleado las especies endémicas toda la vida.
Todavía la chef indica que siente que el público extranjero valora un poco más su propuesta. Sin embargo, un buen observador local, que asista con la idea de experimentar y dejarse sorprender por el potencial de nuestra biodiversidad, podrá disfrutar, no solo de los pasos del menú diseñado por Espinosa, sino del maridaje –con licor y sin licor–, en el que Laura Hernández descubre bebidas que van desde un fermento de guayaba, de 6 grados de alcohol, y el inconfundible aroma del bocadillo de guayaba, hasta la kombucha de mamón o el cítrico de coca y poleo, pasando por un claro de maíz.
El cambio más reciente en el menú se hizo en octubre. “Siempre dejo algo que lo conecta con lo anterior, con aquellos platos del 2005 o 2006 que generaron recordación –añade Espinosa–. Pronto van a ser 15 años de cocina hablando de un nuevo lenguaje de la gastronomía colombiana. Es el ADN del restaurante y no puede desconocerse.
Indios, salsa trifásica, cubio y chugua.

Indios, salsa trifásica, cubio y chugua.

Foto:Agencia Vishop

El menú tiene una carta de navegación que indica de dónde viene cada ingrediente, incluso los que a últimas fechas han estado de moda, como las papas de Ventaquemada (Boyacá), que se sirven en crocantes con queso y labné para resaltar la fusión con el sabor árabe.
También de Boyacá salió la sopa de indios. La chef conserva los ingredientes, pero le da un vuelco a esta sopa que conoció en Sotaquirá. Sirve primero la hoja de tallo previamente cocinada al vapor sobre la sopa. Doblada en dos, lleva por dentro maíz y un poco de cuajada. Una vez en el plato, se rocía con una reducción del caldo de res, cerdo y gallina en el que suele servirse.
“Cuando comencé –recuerda la chef– deconstruía la cocina colombiana. Ese fue el principio. Ahora no pienso más en eso, sino en cómo evolucionar los platos sin que pierdan esencia. Antes se trataba de hacer cambios de forma, de coger una bandeja paisa y convertirla en un timbal. Ahora es coger los elementos, presentarlos en texturas diferentes con el sabor tradicional”.
Por ese estilo, uno de sus pasos se inspira en los fríjoles con garra. Usa fríjoles de los Montes de María, los combina con una reducción de colágeno del chigüiro (llamado ponche en la zona de la costa Caribe) y un chicharrón del mismo animal. Otro de sus pasos resalta una tradición en vías de extinción, “la de comer babilla que tenían nuestros pueblos indígenas”.
Solo un bocadito de babilla, con chontaduro, llega al plato, en medio de un caldo que gracias a una técnica japonesa ha adquirido la textura de un flan. Aunque la babilla está en el menú desde hace unos tres años, esta última presentación es más bien reciente y en cada cambio ha adquirido más delicadeza.
El arte en mi cocina –finaliza Espinosa– no se representa en la puesta en escena o el diseño de los platos, se manifiesta desde un lenguaje, el del resultado de una vivencia, de un paso por un territorio, de las alegrías, del dolor, del conocimiento y la sorpresa. Todo eso se refleja al final de cada plato, como también su aporte a generar bienestar en la comunidad”.
LILIANA MARTÍNEZ POLO
EL TIEMPO
En Twitter: @Lilangmartin
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