Inició actividades en 1987,
coincidiendo con el ambiente
que propició la transición a
la democracia en el país. Fue
reconocida por el Estado de
Guatemala por medio del Decreto Legislativo 96-87.
Según el Acuerdo suscrito entre la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y el
gobierno de la República de
Guatemala, los objetivos de la
Sede son:
•
•
•
Prestar servicios de cooperación científica y técnica
al gobierno de Guatemala y entidades públicas
y privadas, así como a
las universidades e instituciones académicas del
país en los estudios y actividades de su especialidad.
Formar especialistas y capacitar técnicos en los
diferentes campos de las
ciencias sociales a través
de cursos latinoamericanos, regionales y nacionales.
Realizar programas de investigación, información
y divulgación de las
diferentes ramas de las
ciencias sociales.
proyecto
que, entre
otros
busca
prevención
Este onvivimos
libro nacióesaun
finales
de 2016
con la
ideaobjetivos,
de conocer
delacerca
la
de
la
violencia
y
prevalencia
de
los
derechos
humanos.
A
partir
de ello nos
experiencia de personas que han investigado algún tipo de violencia
planteamos
los resultados deEllaobjetivo
investigación
que hoy sobre
ponemos
su dispoen
la regiónque
centroamericana.
era indagar
los adesasición,
constituya
un
insumo
para
todas
las
personas
involucradas
en
el tema,
fíos teóricos, metodológicos, prácticos o éticos a los que se enfrentay para motivar a las que aún no lo están.
ron, y sobre las estrategias que utilizaron para lidiar con ellos. En mi
Es primordial comprender qué es, cómo se genera y configura la violencia
experiencia,
este eslgbti
un tema
fundamental
para emprender
cualquier
en razón
de su orientación
sexual o su
identidad de
hacia las personas
proyecto
de
investigación
social,
pero
es
difícil
encontrar
escritos
género, la que en el estudio denominaremos violencia por prejuicio.
que lo
traten
el detalle
la honestidad
que
se merece.para
La mayoría
Este
textocon
inicia
con losyconceptos
básicos
orientadores
personas que
de
libros
y artículos
explican
prístinos
en situaciones
lgbti. Es un
aún
no están
familiarizadas
conprocedimientos
el trabajo con y para
la comunidad
ideales,
mientras reducen
la confusión
y elcomprender
caos inherentes
a la invesmarco conceptual
de referencia
básico para
los hallazgos,
resultados
y
recomendaciones,
incluso
sirve
como
mapa
conceptual.
tigación social a anécdotas o situaciones no deseables. El tema cobra
ELrelevancia
estudio consta
capítulos, elsobre
primero
un acercamiento
mayor
en de
lascuatro
investigaciones
la es
violencia,
ya que teórico
para
entender
el
enfoque
de
la
investigación
desde
una
perspectiva
ésta tiende a ser conceptualmente escurridiza, a plantear problemasfeminista, de derechosprácticos
e interseccional
y exponer
resultados.
El segundo
metodológicos,
o éticos
que en los
ocasiones
pueden
llegar–de
a los
imaginarios sociales–, ofrece un panorama de cómo las personas heterosexuaser insalvables, y a generar emociones que pueden nublar nuestro
les-cisgénero ven a las personas lgbti; el tercer capítulo se refiere a la violencia
razonamiento
empujarnos
a reducir
análisis
una simple en
por prejuicio yymuestra
los hallazgos
másnuestro
relevantes
de estaa investigación,
acusación
que
se
queda
corta
en
su
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explicativo.
Parafraseando
a
donde confluyeron diversas metodologías de trabajo con poblaciones ocultas;
lael pensadora
Elainesobre
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podríamoslgbti
decirenque
la violencia
afecta
Guatemala,
es un
apartado
cuarto capítulo,
el movimiento
nuestra
capacidad
comunicativa
y nos deja
el mundo
mo- a
con un breve
mapeo
de las organizaciones
queflotando
prestan en
servicios
o aglutinan
ral
del grito ylgbti
la denuncia.
.
la población
C
El texto cierra con conclusiones y recomendaciones, siguiendo el modelo
daniel núñez
ecológico, desde la persona individual a la necesidad de implementar
políticas
lgbti
públicas adecuadas y específicas a las necesidades de la comunidad
).
(editor
Proyecto CONVIVIMOS es
un consorcio innovador liderado por Mercy Corps Guatemala en asociación con Fe
y Alegría, FLACSO, FUNDAESPRO e IEPADES y que
gracias al generoso apoyo de
la Agencia de los Estados Unidos de América para el Desarrollo Internacional (USAID),
promueve el desarrollo comunitario en seis municipios del
área metropolitana del departamento de Guatemala.
ROSTROS DE LA VIOLENCIA EN
CENTROAMÉRICA
FLACSO-GuAtemALA
ROSTROS DE LA VIOLENCIA EN
CENTROAMÉRICA:
abordajes y experiencias
desde la investigación social
Daniel Núñez
(editor)
303.6 Núñez, Daniel. Ed.
Rostros de la violencia en Centroamérica: abordajes y experienR67
2018 cias desde la investigación social. Guatemala: FLACSO – Mercy Corps,
2018.
374 páginas: # cm.
I.S.B.N: 978-9929-585-57-7
1. Violencia – América Central. -- 2. Problemas sociales.-- 3.
Violencia estructural.-- 4. Juventud violencia.-- 5. Linchamientos Guatemala.-- 6. Pandillas juveniles – América Central.-- 7. Población penitenciaria - Honduras.-- 8. Mujeres – Sepur Zarco – Alta Verapaz – Izabal
– Guatemala.-- 9. Comunidad LGBTIQ.-- 10. Violencia Chiquimula Guatemala.
La reproducción de este material es posible gracias al generoso apoyo del pueblo
de Estados Unidos a través de su Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID
por sus siglas en inglés). El contenido no refleja necesariamente las opiniones de
USAID o del Gobierno de los Estados Unidos de América. Acuerdo de Cooperación No. AID-502-A-15-00002.
Daniel Núñez
© FLACSO-Guatemala
© Proyecto CONVIVIMOS. Mercy Corps. All Rights Reserved
Proyecto CONVIVIMOS. Mercy Corps
www.convivimos.org
FLACSO-Guatemala
www.flacso.edu.gt
ISBN: 978-9929-585-57-7
Diseño de portada: Hugo Leonel de León
Portada: Carre-Carre, fragmento de díptico
Autor: Hildegardo Igor Almonacid
Técnica: Óleo sobre tela
Premio: Glifo de oro
IX Bienal, 1994
Todos los derechos reservados. Queda prohibida cualquier forma de reproducción parcial o total por cualquier procedimiento sin el permiso expreso de los
editores.
Impreso y hecho en Guatemala
Printed and Made in Guatemala
CONTENIDO
Presentación
Introducción
Capítulo 1
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
9
11
23
José Miguel Cruz
Resumen
Introducción
Violencia criminal en Centroamérica
Transiciones y la creación de instituciones de seguridad
El cambio de régimen en Centroamérica:
las tres transiciones fundacionales
De la guerra a la paz
Del gobierno militar al gobierno civil
Del autoritarismo a los regímenes democráticos
El proceso retorcido
Los reveses en el norte de Centroamérica
El resultado
Conclusiones
Referencias
Capítulo 2
Jóvenes en los márgenes: entre ausencias
y dicotomías esencializadas
23
24
26
32
34
36
38
40
41
42
51
55
59
69
Isabel Aguilar Umaña
Resumen
Juventudes en escena: una construcción social e histórica
Las personas jóvenes y las violencias
(simbólicas, estructurales y directas)
Dicotomías actuales
Reflexiones finales
Referencias
Capítulo 3
Luces y sombras en los datos oficiales: explorando la violencia
en un departamento del oriente de Guatemala
69
70
80
87
95
100
107
Julie López
Resumen
Introducción
Dificultades con los informes iniciales sobre crímenes
Contrastes entre las cifras oficiales
Pistas elusivas
107
107
111
112
116
6
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Problemas con las tasas de homicidios
Del silencio a la normalización
Conclusiones
Referencias
Capítulo 4
Una mirada crítica a los datos oficiales de los
“linchamientos” en Guatemala
120
123
126
128
131
Daniel Núñez
Resumen
Introducción
Problemas con la base de datos de la minugua
El despliegue territorial de la minugua
La palabra linchamiento
Conclusiones
Referencias
Capítulo 5
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
131
131
135
141
145
150
151
157
Sonja Wolf
Resumen
Introducción
El acceso: negociaciones e incentivos
La confianza: distancia social y emociones
Organismos sociales: historias humanas y rutinas cotidianas
Cuentacuentos: narrativas y realidades
Pretensiones de conocimiento: los espabilados y los inmersos
Verdades contrapuestas: compromisos e imparcialidad
Conclusiones
Referencias
Capítulo 6
Analizando el papel de la idea de “raza” en las políticas de
control de crimen y el sistema penitenciario en Honduras
157
158
164
167
173
176
179
181
184
187
191
Lirio Gutiérrez Rivera
Resumen
Introducción
Políticas de seguridad y población penitenciaria
La idea de “raza” y el encarcelamiento
La idea de “raza” en América Latina y la colonialidad de poder
Las ideas de “raza” en Honduras
La idea de “raza” y el encarcelamiento
Conclusiones
Referencias
191
192
194
196
198
199
201
206
208
ÍNDICE
Capítulo 7
Conflictos metodológicos en una zona roja:
navegando el peligro, lo político y lo personal
7
213
Daniel Burridge
Introducción
La Parroquia María Madre de los Pobres como base de acceso
Las nuevas dinámicas entre actores violentos
Entrando al “Equipo de Paz”: la idea de mi comadre
Navegando lo político profundo en una zona roja
Marcos históricos y teóricos del entorno de La Chacra
y del Equipo de Paz
El orden de interacciones y las amenazas benévolas del Estado
Dentro del Equipo de Paz: conflictos, órdenes y zonas grises
Conclusiones
Referencias
Capítulo 8
En el barrio está el método: reflexiones sobre la investigación
de las pandillas juveniles
216
219
222
224
225
226
229
232
237
240
245
José Luis Rocha
Resumen
Del microcrédito a la violencia
Los tanteos del inicio
El método se nos impone
Con los muchachos: expresiones artísticas para
producir sentido
La elusiva violencia: “Cuando la abrazo, me encuentro;
cuando me encuentro, se va”
Contra hegelianos a medias, pitagóricos e investigadores
al servicio del diseño de políticas
Referencias
Capítulo 9
La violencia como negación de la historia de vida:
un acercamiento a la comunidad lgbtiq en Guatemala
245
246
247
248
252
255
260
265
269
Walda Barrios-Klee
Resumen
Introducción
Aspectos éticos de la investigación
Los parteaguas en la lucha por los derechos
de las personas lgbtiq
Algunos patrones emergentes
Un vislumbre de la violencia como negación de la
historia de vida
Conclusiones
Referencias
269
269
271
274
279
282
287
289
8
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Capítulo 10
Víctimas y victimarios: los retos de estudiar las
pandillas en Centroamérica
293
Robert Brenneman
Resumen
Introducción: el ranflero que lloraba
Preguntas y métodos
Hallazgos
Las lágrimas de Camilo
Conclusiones
Referencias
Capítulo 11
Corporalidades del poder:
reflexiones sobre el estudio de la violencia desde la psicología
293
293
295
298
307
311
313
317
Mónica E. Salazar Vides
Resumen
Relaciones de poder entre investigador e investigados:
la masculinidad y los instrumentos cuantitativos de
investigación como mecanismos de poder
Los cuerpos de investigadores e investigados como
símbolos socioculturales: género, clase y raza
Representaciones de la “desviación social” y
de la “salud mental”: el poder en la mirada de la ciencia
Humanización del “desviado”
Conclusiones
Referencias
Capítulo 12
El trauma vicario en las investigaciones de violencias
317
318
325
332
334
340
342
347
Judith Erazo
Resumen
El trauma vicario en los procesos de investigación
Preparación y protección adecuada para una investigación
De las medidas preventivas a la supervisión psicosocial
Medidas preventivas
Autocuidado
Cuidado de los equipos
Debriefing
Supervisión psicosocial
Una experiencia ilustrativa: el acompañamiento a las
mujeres de Sepur Zarco
Antecedentes
El proceso de acompañamiento psicosocial
La inseguridad del contexto
Signos de trauma vicario
Conclusiones
Referencias
Autoras/es
347
347
351
353
353
354
354
355
356
357
358
359
361
363
366
367
369
PRESENTACIÓN
La investigación social para el estudio de la violencia en el contexto
centroamericano no es tarea fácil. El acercamiento en el terreno a la
problemática de estudio es compleja por los riesgos asumidos por los
investigadores, la percepción de la población a la participación de los
equipos de investigación en su territorio, la obtención de información
y el cruzamiento de los datos, etc. De ahí que las experiencias obtenidas en estos escenarios son por demás valiosas, dada la dificultad de
generar conocimiento en ámbitos de conflicto y violencia.
En ese contexto, el editor de esta publicación, Daniel Núñez, se
planteó la necesidad de acercarse a la experiencia de investigadores
que se han interesado en estudiar la violencia y sus variadas manifestaciones en la región
De esa cuenta, en 2017 FLACSO, con el apoyo de la Agencia Internacional para el Desarrollo de los Estados Unidos (USAID por sus
siglás en inglés), Mercy Corps a través del Proyecto CONVIVIMOS,
organizó un taller en el que se involucró a varios investigadores de las
ciencias sociales que han estudiado la violencia en Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua. Según el editor, los capítulos muestran
tres grandes preocupaciones: primera, si los conceptos utilizados para
analizar el mundo social concuerdan con lo que se observa y siente;
segunda, demostrar que el proceso de investigación social no es algo
que ocurre en el vacío, sino que involucra interacciones entre seres humanos; y tercera, ¿qué hacer con la información que resulta al terminar
una investigación?
El producto de ese taller es este libro, que cuenta con doce capítulos, en los que, con plena certeza de nuestra parte, el lector o lectora
encontrará muchas respuestas a las distintas causas que provocan un
fenómeno tan extendido y de tanto efecto en nuestras frágiles democracias. Podrá además comprobar que los objetivos propuestos fueron alcanzados y las preocupaciones, en cuanto atañe a los autores,
fueron resueltas. Queda en nosotros, entonces, hacer nuestro mejor
esfuerzo para que tan valiosa información cumpla con su cometido
de llegar a aquellos que tienen en sus manos dar respuesta a la tercera
preocupación: ¿qué hacer con la información que aquí ponemos a su
disposición?
Dr. Virgilio Reyes
Director
FLACSO-Guatemala
9
Introducción
E
ste libro nació a finales de 2016 con la idea de conocer de cerca la experiencia de personas que han investigado algún tipo
de violencia en la región centroamericana. El objetivo era indagar sobre los desafíos teóricos, metodológicos, prácticos o éticos
a los que se enfrentaron, y sobre las estrategias que utilizaron para
lidiar con ellos. En mi experiencia, este es un tema fundamental
para emprender cualquier proyecto de investigación social, pero
es difícil encontrar escritos que lo traten con el detalle y la honestidad que se merece. La mayoría de libros y artículos explican
procedimientos prístinos en situaciones ideales, mientras reducen
la confusión y el caos inherente a la investigación social a anécdotas o situaciones no deseables.1 El tema cobra mayor relevancia
en las investigaciones sobre la violencia, ya que ésta tiende a ser
conceptualmente escurridiza, a plantear problemas metodológicos,
prácticos o éticos que en ocasiones pueden llegar a ser insalvables,
y a generar emociones que pueden nublar nuestro razonamiento y
empujarnos a reducir nuestro análisis a una simple acusación que
se queda corta en su afán explicativo. Parafraseando a la pensadora
Elaine Scarry, podríamos decir que la violencia afecta nuestra capacidad comunicativa y nos deja flotando en el mundo moral del
grito y la denuncia.2
Con este objetivo en mente, en enero de 2017 contactamos a
un grupo de profesionales que se encontraban estudiando o habían
estudiado alguna forma de violencia en algún país de Centroamérica. La idea era organizar un taller en donde estas personas pudieran
1
2
Una muy valiosa excepción que me motivó a embarcarme en este proyecto es Carolyn
Nordstrom y Antonius c.g.m. Robben (eds.), Fieldwork Under Fire: Contemporary Studies of Violence and Survival. Berkeley y Londres: University of California Press, 1995.
Scarry argumenta que el dolor físico destruye nuestra capacidad de comunicarnos con
otros (“El dolor físico no solo se resiste al lenguaje, sino que lo destruye activamente”).
Vease: Elaine Scarry, The Body in Pain: The Making and Unmaking of the World. Oxford:
Oxford University Press, 1987, p. 4. Mi traducción del inglés.
11
12
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
presentar un tema basado en su trabajo y reflexionar sobre su experiencia junto con otros profesionales que habían trabajado temas
similares. Las presentaciones servirían como base para construir los
capítulos de una publicación en el futuro. Con el apoyo de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (flacso) en Guatemala
y de la Agencia Internacional para el Desarrollo de los Estados Unidos (USAID por sus siglás en inglés), Mercy Corps a través del Proyecto CONVIVIMOS, a principios de mayo de ese mismo año organizamos el taller en la ciudad de Guatemala, el cual duró dos días
e involucró a una decena de profesionales de las ciencias sociales.
Con los comentarios y las modificaciones de los primeros meses, el
libro comenzó a tomar forma y a sugerir la necesidad de invitar a
otros profesionales que no habíamos considerado al inicio. Al final,
el libro cuenta con doce capítulos escritos por doce profesionales
que han trabajado distintos temas relacionados con la violencia en
Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua.
Basándose en su experiencia en uno o varios de estos países,
cada uno de los autores de este texto reflexiona sobre algún aspecto
de lo que conlleva estudiar la violencia en esta región tan maltratada del planeta. En algunos casos, estas reflexiones toman la forma
de documentos analíticos abstractos que nos hacen pensar sobre
alguna cuestión teórica o metodológica, pero en otras adquieren
la forma de relatos vivenciales que nos hacen sentir lo que la persona sintió en un momento determinado. Como era de esperarse,
ninguno de los autores ofrece una mirada completa de la violencia
en Centroamérica. Sin embargo, en conjunto, los capítulos del libro
permiten comenzar a entrever algunos rostros de este fenómeno
que nos hacen pensar que quizás el monstruo con el que lidiamos
no tiene una sino mil cabezas.
Este trabajo está dividido en cinco secciones que pueden ser
vistas como un continuo: desde el estudio distante de la violencia a
nivel macro-sociológico, conceptual y estadístico, hasta el estudio
cercano de la misma a nivel micro, con sus interacciones interpersonales y efectos emocionales sobre los profesionales de la investigación y sus interlocutores. La primera sección ofrece una mirada
panorámica de algunos de los factores que la literatura comúnmente asocia con la violencia en Centroamérica. En el Capítulo 1, José
Miguel Cruz hace un recorrido por las diversas explicaciones que
INTRODUCCIÓN
13
varios autores han dado para responder a la pregunta de por qué los
países del llamado Triángulo Norte de América Central (Guatemala,
El Salvador y Honduras) son más violentos que la vecina Nicaragua.
Sumando a lo que dice la literatura, Cruz argumenta que debemos
pensar también en las características de las transiciones hacia la
paz de cada uno de estos países, las cuales permitieron que en algunos sobrevivieran actores violentos que jugaron un papel importante durante las guerras civiles, y continúan haciéndolo hoy en día.
El capítulo de Cruz es importante no solo porque nos hace pensar
en las causas de la violencia regional de forma comparativa, sino
también porque nos insta a repensar la idea del Estado en la región
centroamericana.
En el Capítulo 2, Isabel Aguilar aborda de forma crítica el tema
de la juventud y su relación con la violencia de hoy. A través de un
recorrido histórico por las ideas predominantes en América Latina
y, en particular, en Guatemala, Aguilar nos muestra que la juventud
ha sido representada de forma simplista ya sea como una fuente de
potenciales delincuentes o como la promesa de un mejor futuro. En
contraste con esta forma tosca de ver las cosas, Aguilar aboga por la
idea de pensar en las diferentes formas de ser juvenil o en las juventudes que existen hoy en día, y por trabajar con ellas para romper
con las miradas y los programas que han predominado hasta el
momento. El análisis que Aguilar hace nos recuerda que los países
centroamericanos no solo sufren de la violencia delincuencial diaria que reportan los medios, sino también de la violencia discursiva
que se nutre de las estructuras racistas, clasistas, patriarcales y adulto-céntricas de sus sociedades.
La segunda sección se enfoca en las categorías y en los números
oficiales que pretenden dar cuenta de la violencia. En el Capítulo
3, Julie López analiza las cifras oficiales de violencia homicida en
Chiquimula, un departamento considerado como uno de los más
violentos de Guatemala. Su análisis revela que los datos por lo general están basados en evidencia escueta y confusa, y que a veces
oscurecen o distorsionan las dinámicas de poder locales. Lejos de
considerar esto como un problema exclusivo de los agentes estatales que recopilan y almacenan la información, López sugiere que
los datos oficiales también se ven afectados por la autocensura de
los medios y de la población, quienes guardan silencio frente a
14
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
hechos criminales para evitar convertirse en una estadística más
de la violencia. Utilizando el concepto de “ciudadanía autoritaria”
de la politóloga Jenny Pearce, López argumenta que este silencio
resulta contraproducente ya que termina reproduciendo la misma
violencia que los medios y la población intentan evitar al autocensurarse. La espiral de violencia, entonces, se alimenta no solo de
los actos violentos, sino de los actos que de alguna u otra forma
intentan evitar esa misma violencia.
En el Capítulo 4, yo hago un análisis crítico de las estadísticas
oficiales de los linchamientos en Guatemala y de la palabra linchamiento como categoría de análisis. Específicamente, el capítulo
muestra que la base de datos sobre linchamientos construida por
la Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Guatemala
(minugua) durante los años noventa y principios de los 2000 tiene
varios problemas técnicos y que posiblemente está basada en una
recopilación parcial de datos que refleja su despliegue territorial
en el país, por lo que argumento que utilizarla para el análisis estadístico no es conveniente. Aunado a eso, el capítulo muestra que
linchamiento es una palabra ambigua que ha adquirido connotaciones raciales y territoriales particulares en Guatemala, por lo que su
uso como categoría de análisis también debe ser cuestionado. Más
que criticar los estudios que se han hecho sobre el tema, el capítulo
busca instar a los profesionales de las ciencias sociales a pensar
críticamente sobre los contextos sociales y políticos en los que se
originan las bases de datos y categorías de análisis que utilizan para
llevar a cabo sus investigaciones.
La tercera sección está dedicada al estudio de la violencia desde el interior de algunas instituciones. En el Capítulo 5, Sonja Wolf
reflexiona sobre su experiencia estudiando etnográficamente tres
organizaciones no gubernamentales que abogaban por los derechos humanos de los pandilleros en El Salvador a principios de los
años 2000, en plena época de la implementación de políticas de
mano dura. Entablando un constante diálogo con el lector y con
ella misma, Wolf nos muestra las diversas dificultades que tuvo para
ganarse la confianza de sus participantes y estudiar las dinámicas
internas de cada una de las organizaciones, y los dilemas éticos que
enfrentó cuando se sentó a escribir y tuvo que decidir qué aspectos retratar de ellas. El capítulo de Wolf nos recuerda que los investigadores
INTRODUCCIÓN
15
muchas veces tienen convicciones propias que pueden entrar en
conflicto con las convicciones de las personas que estudian y generar dilemas éticos y prácticos difíciles de resolver.
En el Capítulo 6, Lirio Gutiérrez se cuestiona sobre el papel de
los marcadores raciales en el encarcelamiento y en las cárceles de
Honduras. Contrario a lo que generalmente se cree, Gutiérrez sugiere a través de datos y de su propia experiencia etnográfica que
la idea de “raza” moldea no solo las probabilidades de que una
persona sea encarcelada, sino las relaciones de poder dentro de
las prisiones. A pesar de que para el ojo no entrenado la población
encarcelada en Honduras puede parecer homogéneamente “mestiza”, Gutiérrez sugiere que algunos marcadores raciales, –como el
color de la piel, por ejemplo–, establecen jerarquías que distribuyen
privilegios y desventajas al interior de las cárceles. Con su capítulo,
Gutiérrez nos insta a pensar en la importancia de considerar los
matices dentro de las categorías raciales existentes, y nos recuerda
que las dinámicas del “colorismo” que nacieron en la época de la
colonia perduran en algunos países de América Latina.
La cuarta sección está dedicada al estudio de la violencia en comunidades particulares. En el Capítulo 7, Daniel Burridge nos habla
sobre su experiencia, primero como misionero voluntario y después
como etnógrafo, en “La Chacra”, una comunidad en San Salvador
dominada por pandillas. A través de una especie de “caminata etnográfica reflexiva”, Burridge primero hace un recorrido a pie por la
comunidad y nos cuenta su historia reciente, resaltando las relaciones de poder y las experiencias personales que él mismo ha tenido
en ese lugar a través de los años. En contraposición a los proyectos
que buscan entender y mejorar las condiciones de estas comunidades “desde arriba”, Burridge aboga por la investigación etnográfica
y los programas que buscan entender y transformar las condiciones
de vida de las personas “desde abajo”. Sin embargo, Burridge reconoce que esto no es fácil de lograr, y en el capítulo reflexiona sobre
las dificultades que ha enfrentado por su propia “posicionalidad
social” como un investigador estadounidense privilegiado, y sobre
las relaciones opacas que se establecen entre las organizaciones
comunitarias, maras y pandillas e instituciones estatales.
16
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
En el Capítulo 8, José Luis Rocha delibera sobre una experiencia
etnográfica que tuvo hace ya más de dos décadas en un barrio
peligroso de Managua, Nicaragua. Ilustrando la transformación
que a veces los etnógrafos pueden experimentar durante el trabajo
de campo, Rocha narra de una forma amena y accesible cómo las
ideas preconcebidas con las que inició su estudio fueron cambiando
gradualmente conforme fue interactuando y entablando relaciones
con algunos de los habitantes del barrio. Con el tiempo, el mundo
analítico de Rocha se amplió de tal forma que llegó a darse cuenta
de que en realidad “no hay barrios con pandillas, sino barrios
pandilleros”. Sin embargo, Rocha también encontró que, por su
naturaleza, la violencia establece ciertos límites naturales para los
investigadores, especialmente para los que utilizan la perspectiva
etnográfica. Por mucho que queramos entenderla desde adentro,
una etnografía de la violencia siempre estará incompleta, por el
simple hecho de que no podemos sumergirnos por completo en
la experiencia de ejercerla. Así, el capítulo de Rocha nos recuerda
que, aunque a veces podemos llegar a ver muy de cerca la violencia,
nuestra perspectiva será siempre, en alguna medida, la perspectiva
de un observador externo.
La quinta y última sección trata el tema del mundo afectivo y
las emociones en la investigación de la violencia. En el Capítulo 9,
Walda Barrios-Klee comparte algunos de los resultados preliminares de una investigación con miembros de la comunidad lgbtiq en
la ciudad de Guatemala. Basándose principalmente en las historias
de vida, Barrios-Klee argumenta que, paradójicamente, estas personas experimentan la violencia diaria en contra de ellas como una
negación de su vida; como una negación de su derecho a construir
sus propias historias de vida. Aferrándose a los postulados de la investigación comprometida, Barrios-Klee insta a los profesionales de
la investigación social a considerar las historias de vida como una
herramienta de investigación que humaniza a nuestros interlocutores, ya que para algunas personas el simple hecho de poder contar
su historia puede ser un acto liberador que sienta un precedente
político frente a una sociedad que las rechaza.
En relación con este tema, en el Capítulo 10, Robert Brenneman
reflexiona sobre su experiencia entrevistando a Camilo, un antiguo
ranflero de la Mara Dieciocho en San Pedro Sula, Honduras. En
INTRODUCCIÓN
17
contraste con lo que esperaba encontrar –un tipo duro, frío y sanguinario–, Brenneman se topó con una persona que le mostró sus
emociones abiertamente y que incluso lloró durante las entrevistas.
A lo largo del capítulo, Brenneman nos muestra cómo las “lágrimas
de Camilo” lo llevaron a meditar respecto de la entrevista cualitativa
como una especie de “ritual interactivo” entre el investigador y su
interlocutor, acerca de cómo las emociones de las personas con las
que interactuamos durante una investigación pueden guiar nuestros
análisis y sugerir temas sobre los cuales terminamos escribiendo, y
sobre cómo las fuertes emociones que encienden ciertas cuestiones
pueden dificultar la labor de algunos profesionales, especialmente
la de los que buscan cómo prevenir la violencia. Con estas reflexiones, Brenneman ilustra bien cómo el mundo de la indagación social
abarca al ser humano en su totalidad, inmerso en las estructuras
sociales que condicionan y moldean su vida.
En el Capítulo 11, Mónica Salazar analiza tres experiencias que
vivió como investigadora en El Salvador y Guatemala. En todos los
relatos, la autora se enfoca en las interacciones que tuvo con sus interlocutores, y en cómo esas interacciones conformaron lo que ella
llama “campos de fuerzas”, es decir, espacios sociales dentro de los
cuales ambos –ella como investigadora y sus interlocutores como
sujetos bajo escrutinio– se percibieron según su condición de raza,
clase y género. A través de un análisis detallado y honesto de cada
experiencia, Salazar permite ver cómo nuestras interacciones con los
sujetos que participan de una investigación pueden amplificar los
marcadores sociales de cada uno, a tal punto que pueden llevarnos a
fracasar por completo en nuestro esfuerzo investigativo. Su capítulo
nos recuerda que la relación entre los profesionales de la investigación y sus interlocutores es una relación de poder de dos vías, en la
que cada uno exhibe o esconde los marcadores que cree necesarios
para modular la interacción e incluso para alcanzar sus objetivos.
Por último, en el Capítulo 12, Judith Erazo reflexiona sobre su
experiencia entrevistando y acompañando a mujeres q’eqchi’es
víctimas de violencia sexual durante la guerra civil en Guatemala.
Basándose en su carrera como psicóloga, Erazo nos habla del trauma vicario, una condición en la que los investigadores que trabajan
el tema de la violencia comienzan a padecer síntomas similares a
los que padecen las víctimas de violencia, especialmente cuando
18
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
ellos mismos han sido víctimas de violencia en el pasado. Erazo utiliza su conocimiento de la investigación social y de la clínica para
relatar algunas experiencias personales que sufrió cuando trabajó
con las mujeres q’eqchi’es, y recomienda algunas medidas que
los profesionales de la investigación que sufren de esta condición
pueden tomar para evitarla o prevenir que empeore. El capítulo de
Erazo es importante porque muestra que estudiar la violencia es
una tarea delicada que puede afectar la fragilidad humana de las
personas que llevan a cabo procesos de investigación, tanto como
la violencia misma.
Aunque los autores de este libro difieren en cuanto a sus acercamientos teóricos, metodológicos y prácticos a la investigación, hay
al menos tres preocupaciones éticas que en mayor o menor medida
aparecen reflejadas en todos los capítulos. La primera es una preocupación por la precisión; por que los conceptos que utilizamos
para analizar el mundo social concuerden con lo que observamos
y sentimos. Esta preocupación se ve reflejada, por ejemplo, en los
capítulos de Isabel Aguilar, Lirio Gutiérrez, Julie López y mi persona. En todos estos capítulos hay una preocupación palpable por
que los conceptos, categorías o, en términos más sencillos, palabras que utilizamos (“jóvenes”, “raza”, “racismo”, “linchamiento”,
“violencia homicida” o “violencia” a secas) concuerden con lo que
estudiamos. La preocupación no es una simple expresión de un
esnobismo intelectual o de un academicismo estéril; es una preocupación genuina por reflejar o traducir de forma precisa los fenómenos sociales que pretendemos explicar. Los capítulos sugieren
que esta preocupación puede ser en parte aplacada por la reconstrucción de la historia de las palabras que utilizamos, pero también
por el simple hecho de reconocer que toda palabra tiene un límite
impuesto por el objeto que representa y por el espacio insalvable
que existirá siempre entre él y el lenguaje.
La segunda preocupación que se ve reflejada en los capítulos es
una preocupación por la falsa objetividad; por mostrar que el proceso de investigación social no es algo que ocurre en el vacío, sino
que involucra interacciones entre seres humanos con emociones
y marcadores culturales que denotan distintas posiciones étnicas/
raciales, de género y de clase que pueden tener un impacto significativo en el proceso de investigación e incluso en los investigadores
INTRODUCCIÓN
19
mismos. Esta preocupación es muy clara en los capítulos de José
Luis Rocha, Robert Brenneman, Mónica Salazar y Judith Erazo, por
ejemplo, quienes muestran que las interacciones que tenemos con
las personas que participan de nuestros estudios no son estériles,
sino más bien instantes productivos que nos generan nuevas ideas y
reflexiones que pueden llevarnos a caminos analíticos inesperados,
pero también a dudar de nuestra posición de supuestos expertos o
incluso a amenazar nuestro propio bienestar físico y psicológico.
Este no es un descubrimiento nuevo y el libro no pretende presentarlo como tal. La objetividad en la investigación social es un tema
de debate desde hace muchos años, y decir que la afirmación es un
resultado de nuestras reflexiones sería una clarísima falsedad. Sin
embargo, nunca está de más recalcarlo en un medio como el nuestro, en donde abundan los estudios que aseguran ser un reflejo fiel
y objetivo del fenómeno que estudian, ignorando las discusiones
que han surgido en otros lares y asumiendo que las convicciones
propias no influyen para nada en los resultados finales.
Por último, una tercera preocupación que aparece en repetidas
ocasiones en varios capítulos es una preocupación por el compromiso. ¿Qué hacemos con la información que tenemos cuando terminamos una investigación? ¿Cómo puede nuestro trabajo afectar
a las personas que participaron en el proceso investigativo? ¿Cómo
podemos utilizarlo para mejorar sus vidas? Todas estas preguntas están implícitamente presentes en todos los capítulos de este libro, ya
que el simple acto de escribir una pieza refleja cierto compromiso
con la problemática que el escrito pretende representar. Sin embargo, en algunos capítulos –como los de Sonja Wolf, Daniel Burridge
y Walda Barrios-Klee, por ejemplo–, la preocupación se manifiesta
de forma más explícita. ¿Cómo congeniamos nuestras convicciones
morales con las de nuestros interlocutores sin caer en la simple descalificación o denuncia? ¿Cómo podemos trascender las ideas que
tenemos de nosotros mismos y de nuestros interlocutores para acercarnos más a ellos y quizás incluso participar en procesos genuinos
de cambio? ¿Qué acercamiento teórico o metodológico es el más
adecuado para luchar en contra de las representaciones inhumanas
dominantes del fenómeno o grupo de personas que estudiamos? Todas estas son preguntas a las que cualquier persona comprometida
interesada en investigar la violencia podría enfrentarse en cualquier
20
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
momento. Existen muchas otras preguntas, y sin lugar a dudas muchas respuestas más que las que nos ofrecen los autores de este
libro. Lo importante aquí es notar que cada uno de ellos describe
el camino que tomó basándose en una reflexión crítica sobre sus
convicciones personales e historia de vida. Cualquier investigador
que se enfrente a estas preguntas en el futuro debería intentar hacer
lo mismo.
Este libro representa el esfuerzo sostenido del editor y de los
autores por varios meses, pero el taller en el que se basaron los
primeros borradores de los capítulos y la publicación no serían posibles sin el apoyo financiero de usaid y Mercy Corps, a quienes
agradecemos su confianza. De forma personal, yo quiero agradecer
a Virgilio Reyes, actual director de la flacso en Guatemala, por haber puesto su confianza en mí y por estar abierto a escuchar nuevas ideas. También quiero agradecer a Claudia Donis, por su apoyo
durante el proyecto y por escuchar mis preocupaciones en los momentos difíciles, y a Paula Flores, por habernos apoyado durante la
primera fase de este trabajo en 2017. Además, quiero agradecer a la
Fundación Paiz, en especial a su Directora Ejecutiva, Itziar Sagone,
por poner a nuestra disposición las obras de arte que incluimos en
este volumen. Finalmente, quiero agradecer a todos los autores por
haberse tomado el proyecto en serio y por compartir sus valiosas
experiencias con nosotros.
DANIEL NÚÑEZ
Tema: Paro de autobuses
Nombre de artista: Juan Manuel Rivas del Cid
Concurso: Pintura Categoría libre
Técnica: Esmalte, tela
Premio: Glifo de Oro
II Bienal, 1980
Capítulo 1
Violencia criminal y democratización
en Centroamérica: la supervivencia del
Estado violento
José miguel cruz
¿
P
Resumen
or qué Nicaragua tiene niveles de violencia criminal más bajos
que Guatemala, El Salvador y Honduras? Todos estos países
pasaron por transiciones políticas en los años noventa. Las explicaciones por lo general apuntan a los legados de las guerras, al
subdesarrollo socioeconómico y a las reformas estructurales neoliberales. Sin embargo, estos argumentos no explican por completo
por qué, a pesar de las reformas económicas implementadas en la
región, Honduras (país que no pasó por una guerra civil), Guatemala y El Salvador exhiben niveles de violencia criminal más altos que
Nicaragua. Este capítulo argumenta que las reformas relacionadas
con la seguridad pública que se llevaron a cabo durante las transiciones políticas de los años noventa moldearon la habilidad de
los nuevos regímenes para controlar la violencia producida por sus
propias instituciones y sus propios colaboradores. En el análisis de
la crisis de seguridad pública centroamericana, es importante que
retomemos el tema del Estado. La supervivencia de actores violentos en los nuevos aparatos de seguridad y su relación con las nuevas
élites gobernantes generaron las condiciones para que la violencia
escalara en el norte de Centroamérica.
23
24
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Introducción
En Centroamérica aún reina la violencia. Según la Oficina de las
Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito (unodc), las naciones
de América Central, en particular El Salvador, Guatemala y Honduras, “están por encima de los líderes tradicionales en cuanto a las
tasas de homicidios por cada 100,000 habitantes” (unodc, 2013:
53).3 No obstante, esta violencia es distinta de la que reinaba en el
pasado, cuando la región estaba inmersa en guerras civiles e inestabilidad política.
Comenzando con el triunfo de la Revolución Sandinista, la
mayoría de los países de la región experimentaron un proceso de
amplio alcance que derrocó a los gobiernos autoritarios que gobernaron por décadas en Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua (Torres-Rivas, 2001). Para 1996, todos estos países habían
desarrollado nuevas instituciones electorales, habían concluido los
conflictos militares que los arrasaron en los ochenta, y habían creado instituciones para asegurar el cumplimiento de la ley y el respeto
de los derechos humanos.
Sin embargo, las transiciones desde el autoritarismo también
estuvieron acompañadas por otro tipo de ola: la violencia delincuencial. Más de veinte años después de las transiciones políticas,
esta ola delincuencial ha transformado a algunos de estos países
en los más violentos del mundo, lo cual ha creado una paradoja:
regímenes que funcionan como democracias electorales, pero que
viven bajo un estado de sitio casi permanente producido por la
delincuencia. Guatemala, Honduras y El Salvador tienen tasas de
homicidios que duplican o triplican el promedio de los países de
América Latina (pnud, 2009).
No todas las naciones centroamericanas que experimentaron
transiciones desde regímenes autoritarios han resultado tan violentas. Nicaragua es un caso especial debido a sus bajos niveles de
delincuencia en comparación con los países de la región norte de
Centroamérica (pnud, 2009). Aunque Nicaragua tiene serios problemas de seguridad pública, cualquier comparación con Guatemala,
El Salvador y Honduras muestra una diferencia notable en cuanto a
la prevalencia de la delincuencia. Es más, el gobierno nicaragüense
3
Mi traducción del inglés. De aquí en adelante todas las traducciones del inglés son mías.
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
25
publicita al país como el más seguro de Centroamérica (Meléndez
et al., 2010). De hecho, los niveles de violencia en Nicaragua son
más comparables con Costa Rica, una democracia de larga data,
que con los otros países que experimentaron una transición (pnud,
2013).
¿Por qué es Nicaragua distinta? ¿Por qué la sociedad nicaragüense no ha producido niveles graves de violencia, como los de
Guatemala, El Salvador y Honduras? ¿Por qué, a pesar de la guerra
prolongada que sufrió Nicaragua, de la inestabilidad social de los
primeros años después de la transición y de la pobreza y la desigualdad generalizadas, esta nación se ha mantenido generalmente
menos violenta que sus vecinos? Para responder a estas preguntas,
necesitamos examinar tres temas. Primero, las condiciones políticas
que convirtieron al Triángulo Norte de Centroamérica en una región
extremadamente violenta; segundo, la importancia de transformar
las instituciones de seguridad en instituciones diseñadas para cumplir el Estado de derecho; y, tercero, el papel de las instituciones del
Estado y los agentes asociados con ellas en la reproducción de la
violencia criminal.
Este capítulo presenta un marco conceptual que enfatiza el papel del Estado y la persistencia de agentes informales vinculados al
mismo en el manejo de la seguridad pública y la reproducción de la
violencia. Sin lugar a dudas, estos agentes afectan el funcionamiento de las instituciones de seguridad porque las utilizan para obtener
protección e impunidad. Considero que la presencia o ausencia
de estos grupos es en gran parte una función de la forma en que
las transiciones políticas fueron llevadas a cabo en cada país. En
algunos casos, los pactos políticos fueron reorientados o ignorados,
lo cual condujo a un debilitamiento de las instituciones de seguridad para privilegiar a los actores e instituciones sobrevivientes de
los viejos regímenes. Para demostrar este punto, este capítulo se
concentra en cuatro aspectos de los procesos de transición: 1) la
persistencia de agentes violentos que sobrevivieron las transiciones;
2) la relación entre estos agentes y las nuevas élites gobernantes; 3)
el variado papel de la sociedad civil en los procesos de transición;
y 4) el papel de poderosos actores extranjeros, en particular el de
los Estados Unidos. Al adoptar este marco teórico, este trabajo no
niega en absoluto la importancia de otros factores en la prevalencia
26
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
del crimen en Centroamérica. Solo busca poner sobre la mesa el
enorme papel que aún juegan los Estados en la violencia homicida,
a pesar de las reformas conducidas durante las transiciones.
En Nicaragua, a pesar del ritmo incierto de las transformaciones
políticas, el largo proceso que empezó con la Revolución Sandinista erosionó las características determinantes del régimen autoritario y creó las condiciones para la desmovilización de los agentes
violentos que actuaban en nombre del Estado. En contraste, en el
norte de Centroamérica, a pesar del cambio en las instituciones de
seguridad, la característica principal del antiguo aparato de seguridad, es decir, la fuerte vinculación entre el Estado y grupos privados
para imponer el orden (Holden, 1996), ha sobrevivido por mucho
tiempo después de la transición. En otras palabras, en estos países,
las instituciones del Estado siguen siendo una de las fuentes principales de violencia.
Violencia criminal en Centroamérica
La violencia criminal que hoy en día afecta a Centroamérica es
la más compleja que ha enfrentado la región en periodos de paz.
unodc (2007) identifica ocho áreas en donde el problema de la violencia es especialmente grave: tráfico de drogas, los homicidios, las
pandillas juveniles, la violencia doméstica, el comercio ilícito de
armas de fuego, los secuestros, el lavado de dinero y la corrupción.
Sin subestimar todos esos problemas, este capítulo se enfoca en el
problema de los homicidios debido a que las estadísticas de asesinatos son por lo general los indicadores de violencia más fiables
(aunque pueden presentar serios problemas, como lo muestra el
capítulo de Julie López en el presente volumen).
El Cuadro No. 1 muestra algunos indicadores de la violencia
en Centroamérica entre 2010 y 2015: las tasas de homicidios, el
porcentaje de víctimas de delincuencia callejera, y la membresía
de pandillas por cada 100,000 habitantes. Como se puede ver,
el Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, Honduras, y El
Salvador) muestra tasas de homicidios que superan con creces las
de Nicaragua y Costa Rica. Las diferencias entre las tasas de homicidios son especialmente sorprendentes. Estas diferencias han
sido documentadas por diversas organizaciones (pnud, 2013), y de
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
27
hecho el Informe sobre desarrollo humano para América Central
2009-2010 del pnud divide a la región en dos, según los niveles de
delincuencia: una de alta criminalidad, que incluye Belice, El Salvador, Guatemala y Honduras; y otra de baja criminalidad, constituida por Costa Rica, Nicaragua y Panamá (pnud, 2009: 85-86). Esto
no significa que en Nicaragua y Costa Rica no exista delincuencia.
Diversas investigaciones han mostrado que la inseguridad pública
también es una preocupación en esos países (Cuadra, 2002; pnud,
2005). Sin embargo, Nicaragua parece estar posicionada significativamente por debajo del Triángulo Norte en términos de la violencia
criminal, a pesar de que también ha pasado por la dictadura y la
guerra civil, y de que padece de profundos problemas económicos.
Cuadro 1
Algunos indicadores de violencia en Centroamérica, 2010-2015
País
Tasa de homicidios
2015
(por cada 100,000
habitantes)
Víctimas de la
delincuencia
callejera 2010
(%)
Membresía
en pandillas
callejeras (por
cada 100,000
habitantes)
Guatemala
33.8
17.0
111
El Salvador
102.1
18.6
153
Honduras
58.0
18.3
500
Nicaragua
8.0
17.2
81
Costa Rica
11.1
12.5
62
Fuentes: Seelke (2016) y la base de datos del Barómetro de las Américas (2014).
Esta brecha entre Nicaragua y el Triángulo Norte aumentó en la
primera década después de los conflictos y se ha mantenido amplia a lo largo de los años. La tendencia de las tasas de homicidios
desde 1999 hasta 2015 muestra que estos han aumentado en todos
los países centroamericanos, pero que los niveles en el Triángulo
Norte ascendieron a finales de los noventa y han alcanzado niveles
altísimos en las dos últimas décadas (véase: Figura 1). Nicaragua
revela una historia muy diferente, con una tasa de homicidios baja
28
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
en el período inmediato a la posguerra, un incremento breve a comienzos de los noventa, y luego una lenta disminución hasta 2001,
seguida por una estabilidad relativa.4 El nivel de violencia relativamente bajo de Nicaragua se puede rastrear a partir de los años noventa y es posible que llegue más atrás, hasta los años ochenta. Sin
embargo, el período posterior a las transiciones solo ha ampliado la
brecha entre Nicaragua y el Triángulo Norte, lo cual sugiere que detrás de la tendencia hay distintos mecanismos sociopolíticos (Moser
y Winton, 2002). Además, Guatemala, Honduras y El Salvador se
distinguen de Nicaragua no solo por sus homicidios, sino también
porque sufren problemas más graves de delincuencia organizada y
pandillas callejeras (pnud, 2009).
En Guatemala, la violencia directa patrocinada por el Estado,
aunque se ha reducido desde los acuerdos de paz, continúa
siendo una fuente importante de inseguridad pública, junto con la
delincuencia organizada, las pandillas juveniles, el crimen común
y los linchamientos (Godoy, 2004; Beltrán, 2007). En El Salvador de
la posguerra, la violencia patrocinada por el Estado, aunque está
presente (Amnesty International, 2008), no ha sido tan evidente como
en Guatemala. Sin embargo, en este país, el crimen organizado, las
pandillas juveniles, la delincuencia y la violencia social rutinaria,
encarnada en grupos de “limpieza” y en el asesinato sin motivo
aparente de hombres jóvenes, son fuentes significativas de violencia
(The World Bank, 2011). En Honduras, las pandillas juveniles, los
grupos de crimen organizado y los carteles de narcotráfico han
estado acompañados por violencia sistémica contra niños y jóvenes
callejeros, perpetrada por escuadrones de la muerte vinculados al
Estado (Amnesty International, 2003). Finalmente, Nicaragua, el
país de posguerra menos violento de todos, tuvo que lidiar con
bandas armadas de excombatientes durante los años inmediatos al
período de la posguerra, y luego con un aumento de la delincuencia
común, de delitos asociados con drogas, y del tráfico de drogas en
la costa Atlántica (Moser y Winton, 2002; unodc, 2007).
4
Algunos autores han expresado fuertes dudas sobre la fiabilidad de los datos nicaragüenses, argumentando que la violencia es más alta de lo que normalmente se informa
debido a la falta de denuncias y la injerencia política (Godnick et al., 2002; Rodgers,
2009). Sin embargo, las mismas advertencias son relevantes con relación a Guatemala,
El Salvador y Honduras, donde los problemas con los datos son endémicos y los gobiernos han intentado limitar estadísticas negativas (véase también: Estado de la Región,
2008). Además, en un informe sobre la violencia en la región, el pnud considera que el
sistema de registro de Nicaragua es más fiable que el resto (pnud, 2009: 79).
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
29
Figura 1
Tasas de Homicidios desde 1990 hasta 2015 en la Centroamérica de posguerra
(por cada 100,000 habitantes)
Fuente: Chinchilla (2003);
Seelke (2016).
pnud
(2009); Raudales (2006);
unodc
(2007);
lpg
Datos (2011);
¿Qué circunstancias explican los distintos niveles de violencia homicida en Centroamérica? La literatura sugiere que existen diversos
factores detrás de la ola de crímenes en la región. Por ejemplo, estudios han señalado con frecuencia que la pobreza y la desigualdad
son las variables claves para entender la delincuencia (Moser y Winton, 2002; Chinchilla, 2003; pnud, 2009; International Crisis Group,
2017). Otros han afirmado que la globalización económica y la
implementación de reformas neoliberales en los años noventa han
exacerbado los efectos de esas variables (Benson et al., 2008; Garni
y Weyher, 2013). Y otros han dicho que estos mismos procesos han
generado además niveles perjudiciales de desempleo y migración
(Rocha, 2006; Zinecker, 2007), dinámicas de translocación y segregación de espacios urbanos (Martel y Baires, 2007; Rodgers, 2009),
y las condiciones para el aumento de las compañías privadas de
seguridad (Ungar, 2007). Otros factores citados con frecuencia son
los legados de las guerras civiles. Estos van desde la desmovilización
de excombatientes (Cruz, 1997; Cuadra, 2002; Chinchilla, 2003),
30
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
pasando por la proliferación de armas (Godnick et al., 2002; Moser
y Winton, 2002), hasta la persistencia de una especie de cultura de
violencia (Cruz, 1997; Godoy, 2006). El incremento de economías
criminales alrededor del negocio transnacional de drogas, la debilidad estatal y la existencia de una población predominantemente
joven también han sido identificados como factores que han contribuido a la violencia centroamericana (The World Bank, 2011).
Todos estos factores son importantes, como lo han demostrado
las varias agendas de investigación, pero en realidad no explican las
diferencias entre Nicaragua y el Triángulo Norte. Después de todo,
Honduras no experimentó un conflicto interno, pero tiene niveles
más altos de violencia que Nicaragua, el cual sufrió una década de
guerra civil. Nicaragua también es uno de los países más pobres
de la región, y al igual que sus países vecinos, tiene problemas
relacionados con la transformación económica, la urbanización
excluyente, la privatización de la seguridad pública, la disponibilidad de armas y una población eminentemente joven (Booth et al.,
2015). Ninguno de esos factores –ni siquiera los enclaves de narcotraficantes que operan a lo largo de la costa Atlántica de Nicaragua
(Orozco, 2007)– ha hecho que Nicaragua sea tan violento como
el norte de Centroamérica. Ciertamente, hay procesos específicos
que pueden intensificar ciertas variables en algunos países más que
en otros, pero ninguno de los factores citados explica concluyentemente la brecha que existe entre Nicaragua y los demás países.
Una teoría que se ha popularizado y que específicamente explora las diferencias entre Nicaragua y el Triángulo Norte se enfoca
en el desarrollo de las pandillas callejeras, conocidas localmente
como maras. Según este argumento, las maras son responsables en
gran medida del vertiginoso aumento del nivel de violencia en la región norte de Centroamérica (Arana, 2005), y sus actividades pueden explicar las diferencias marcadas entre los países de esta región
y Nicaragua, donde dichos grupos no han logrado afianzarse. En
2007, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito
estimó que 70,000 pandilleros deambulaban por las calles de Guatemala, El Salvador y Honduras (unodc, 2007). Estos grupos, que
componen dos redes grandes pandilleriles –la Mara Salvatrucha 13
(ms-13) y el Barrio Dieciocho (la Dieciocho)–, se han convertido
en las pandillas juveniles más poderosas y peligrosas de la región.
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
31
Sin embargo, su papel en el incremento de los niveles de violencia
es aún un tema de debate.
Dejando de lado la discusión sobre las cifras, cualquier comparación entre las maras en el norte y las pandillas nicaragüenses
revela una diferencia clara, no solo en términos de su tamaño, sino
también de la violencia que perpetran. Algunos autores (Rocha y Rodgers, 2008) han atribuido el crecimiento diferenciado de estas bandas a los distintos flujos de migración y deportación desde Estados
Unidos. De acuerdo con este argumento, la ms-13 y la Dieciocho
han florecido en el Triángulo Norte debido a la deportación y regreso voluntario de migrantes jóvenes de Estados Unidos a sus países de
nacimiento, en donde han formado nuevas clicas y han propagado
la cultura pandilleril estadounidense. En Nicaragua, en contraste,
las pandillas no han sido afectadas por la deportación juvenil desde
Estados Unidos, debido a que la mayoría de migrantes pobres se han
establecido en Costa Rica y, en menor medida, en el sur de Florida,
en donde no se han unido a pandillas callejeras (Rocha, 2007b).
Aunque sin lugar a dudas la migración de retorno ha jugado
un papel en el desarrollo de las pandillas en el norte de Centroamérica, es erróneo atribuir el crecimiento de estos grupos y la prevalencia de la violencia en esa región solamente a la migración.
Si aceptáramos este argumento como se expresa generalmente, no
podríamos explicar por qué, después de años de migración circular y de deportaciones de mexicanos desde los Estados Unidos, las
maras –y particularmente el Barrio Dieciocho, que fue formado por
inmigrantes mexicanos desde los años setenta (Vigil, 2002)– no han
logrado establecerse en México de la forma en que lo han hecho
en Centroamérica.5 Como argumento en otro trabajo (Cruz, 2010a),
es importante considerar las condiciones internas que convirtieron
a Guatemala, El Salvador y Honduras en terrenos fértiles para el
surgimiento y desarrollo de poderosas pandillas, pero no a México
ni a Nicaragua.
5
Un proyecto de investigación realizado por itam en México encontró que, a pesar del
despliegue publicitario mediático, no hay presencia significativa de las maras centroamericanas en México. Según uno de los investigadores principales, las condiciones
locales, tales como un tejido social más fuerte en comunidades mexicanas, en conjunto
con un rechazo de las pandillas a recurrir a violencia extrema, han impedido el desarrollo importante de maras (Perea Restrepo, 2008; véase también: Barnes, 2007).
32
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
De igual forma, el problema de atribuir a las pandillas juveniles
los niveles crecientes de violencia delincuencial es que ignora las
características institucionales que están detrás del aumento de estos
grupos y la reproducción de la violencia. Sin lugar a dudas, las pandillas generan violencia, pero su ascenso no es el factor principal
detrás del incremento de la violencia, porque las mismas condiciones que permitieron el crecimiento de las pandillas han facilitado
también la proliferación de la violencia en general. En el análisis de
la violencia, es necesario considerar otra variable: las instituciones
del Estado.
En lugar de la guerra interna o la pobreza, una de las diferencias
subyacentes entre los Estados de la región norte de Centroamérica
y Nicaragua es la manera en que ambos han abordado la seguridad
pública y han respondido a los problemas del crimen violento. La
violencia y las maras son en parte consecuencias de estas diferentes gestiones, las cuales incluyen no solo las políticas planteadas y
ejecutadas por los Estados, sino también la participación de agentes
informales violentos y colaboradores civiles para enfrentar el crimen y el desorden. Las diferentes respuestas son resultados del tipo
de transición que experimentó cada país. En los países del norte
de Centroamérica, los agentes de seguridad paralelos y las élites
que los apoyaron sobrevivieron las transiciones y han continuado
operando por mucho tiempo. Nicaragua es un caso distinto debido
a que la compleja interacción de factores generados por su proceso
político, empezando con la Revolución de 1979, lo llevaron por
una vía distinta en la construcción de instituciones de seguridad,
una vía que, hasta cierto punto, lo protegió de la penetración de
organizaciones criminales y le permitió construir una relación diferente con la población.
Transiciones y la creación de instituciones de seguridad
Seis ideas son fundamentales para comprender la importancia que
tuvieron las transiciones en la conformación de la seguridad pública en Centroamérica. La primera es que el desarrollo de la democracia conlleva no solo la construcción de instituciones para llevar
a cabo procesos electorales transparentes, sino también la creación
de instituciones para promover el Estado derecho y la observancia de los derechos básicos de los ciudadanos (O’Donnell, 2004).
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
33
Como afirma Diamond (2008: 46), una democracia efectiva necesita instituciones que hagan cumplir la ley y los derechos de todos
los ciudadanos.
En segundo lugar, las instituciones de seguridad y justicia son
fundamentales para el desarrollo de la gobernanza democrática
(Karstedt y Lafree, 2006), particularmente en sociedades que vienen
de gobiernos autoritarios, porque ayudan a generar las condiciones
básicas que hacen posible la gobernanza. Según Koonings (2001),
los desafíos más grandes para un gobierno que intenta escapar de
su pasado autoritario no solo tienen que ver con la subordinación
de las fuerzas de seguridad al gobierno civil, sino también con el
establecimiento del monopolio de la fuerza legal para garantizar el
orden y los derechos de la ciudadanía basados en procedimientos
claramente establecidos.
Tercero, como apunta Karl (1990) sobre los modelos de transiciones democráticas, los acuerdos formales son negociados por las
élites que ejercen el poder, ya sea formal o informalmente. Estos
acuerdos son condicionados por los intereses organizados (Haggard y Kaufman, 1997), pero también por el contexto de interacciones políticas producidas por las transiciones, las cuales pueden
moldear nuevas nociones de ciudadanía y de lo que significa el
Estado (Yashar, 1999), además de los pactos futuros y sus efectos
sobre los aparatos de seguridad. En otras palabras, las formas en
que operarán la policía y el sistema de justicia dependerán de esas
interacciones. La movilización popular y las influencias externas
también forman parte de estas interacciones, reforzando o erosionando previos modelos institucionales (Stepan, 1988).
Cuarto, de Charles Tilly (2003) sabemos que todos los regímenes deben lidiar y negociar con lo que él llama emprendedores (o
agentes) de la violencia. Los pactos hechos durante una transición e
inmediatamente después son condicionados por dichos agentes, ya
que mantienen poder derivado de sus capacidades para usar la fuerza (comandantes del ejército, jefes policiales, paramilitares, etc.),
de sus nexos con redes de interés mediático y masivo, y de su relación con otros Estados. Algunos de estos agentes sobreviven a las
transiciones y se constituyen en actores legales en el nuevo ambiente institucional, pero otros no tienen el mismo éxito. Sin embargo,
algunos agentes violentos maniobran y utilizan sus contactos para
34
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
ocupar áreas grises dentro de las nuevas instituciones y dentro de la
burocracia estatal, desde donde se mantienen activos (Cruz, 2007).
Quinto, la supervivencia de agentes autoritarios y violentos que
establecen lazos con el nuevo régimen significa que la participación del Estado en la gestión de seguridad puede incluir no solo
a instituciones formales, sino también a actores armados ilegales,
es decir, a agentes privados e informales que, en algunos casos,
pueden recurrir a acciones criminales y utilizar las instituciones estatales como fachada (Davis, 2009). Los paramilitares, grupos de
vigilantes, escuadrones de la muerte y turbas partidarias conectadas
al aparato estatal son algunos de estos grupos. Estos actores, que no
respetan completamente las reglas democráticas, forman parte de
lo que O’Donnell (2004) llama las “áreas marrones” (brown areas,
en inglés) de la gobernanza.
Finalmente, la utilización de colaboradores informales por el
Estado para enfrentar la violencia es una práctica arraigada en la
historia de las relaciones entre los gobiernos centroamericanos y
sus poblaciones. Como afirma Robert Holden (1996: 459), los aparatos de seguridad que existían antes de las transiciones lograron
una autonomía extraordinaria en el uso de la violencia “a través de
una fuerte colaboración y un alto nivel de tolerancia hacia los agentes de represión estatal, hacia actores informales, y hacia actores
dentro de la sociedad civil en sí misma”. En otras palabras, es imposible entender la violencia estatal centroamericana del pasado sin
reconocer que fue ejercida no solo por las instituciones oficiales,
sino también por grupos informales actuando en nombre del Estado
(Alvarenga, 1996). Como mostraré, las transiciones democráticas
no eliminaron esas prácticas en algunos países, y grupos ilegales y
agentes corruptos vinculados al Estado han continuado contribuyendo a las dinámicas de violencia desde ese entonces.
El cambio de régimen en Centroamérica: las tres transiciones
fundacionales
La característica más llamativa de la historia reciente de Centroamérica tiene que ver con las guerras internas y los procesos de paz
de Guatemala, El Salvador y Nicaragua. En contraste con la mayoría
de países de la región latinoamericana, el istmo centroamericano
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
35
fue ampliamente afectado por guerras civiles. Durante la mayor
parte de su historia, Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua
habían sido gobernados por regímenes autoritarios. A finales de los
años setenta, el malestar político intensificó los conflictos armados entre los grupos guerrilleros y los gobiernos militares de los
tres países. En Nicaragua, sin embargo, la victoria de la Revolución
Sandinista fue seguida por una guerra contrarrevolucionaria (Booth
et al., 2010). La democracia liberal para todos llegó no solo con la
celebración de elecciones relativamente libres e imparciales, sino
con el fin de los conflictos armados en los años noventa.
Es posible analizar las transiciones a través de tres tipos de procesos: a) la ruptura del autoritarismo debido a golpes de Estado,
levantamientos civiles o elecciones; b) los procesos electorales que
siguieron a las rupturas, y c) las reformas institucionales destinadas
a transformar el aparato de seguridad. Esta clasificación facilita la
comparación y ayuda a subrayar la importancia de dos dimensiones de las transiciones democráticas: las elecciones y el Estado de
derecho. Estas dimensiones no siempre concurren y su separación
tiene consecuencias importantes para la creación de lo que algunos
han llamado la “democratización en reversa”, es decir, democracias que introducen elecciones libres antes de establecer las instituciones básicas para el Estado de derecho (Rose y Shin, 2001).
Las transiciones centroamericanas se llevaron a cabo bajo las
fuertes limitaciones políticas generadas por las guerras internas y la
supervisión militar (Karl, 1995). Eventualmente, las elecciones llevaron a la alternancia en el poder en los años ochenta, pero las reformas diseñadas para garantizar el respeto total de los derechos humanos se implementaron hasta en los años noventa, como resultado de
acuerdos políticos. El Cuadro 2 muestra el camino hacia la democracia de cada país, subrayando los eventos clave y las complejidades del cambio de régimen. Algunos autores han argumentado que
estos cambios de regímenes pueden verse como tres transiciones
paralelas: de la guerra a la paz, del gobierno militar a la gobernanza
civil, y del autoritarismo a la democracia (Torres-Rivas, 2001).
36
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Cuadro 2
El camino hacia la democracia liberal en Centroamérica
Régimen
anterior6
Guatemala
El Salvador
Punto de
inicio
Autoritarismo
Golpe de
militar
Estado (1983)
Autoritarismo
Golpe de
militar
Estado (1979)
Primeras
elecciones
Punto de
cierre
Tratados
de Paz
1984
Reformas de
Régimen
(1996)
Tratados de
Paz
1982
Reformas de
Régimen
(1992)
Honduras
Autoritarismo
militar
Elecciones
(1980)
Nicaragua
Dictadura
tradicional
Revolución
(1979)
1980
Reformas de
seguridad
pública
(1995-1999)
1984
Reformas
debido a las
elecciones de
1990
Fuente: elaboración propia.
De la guerra a la paz6
La característica más obvia de las transiciones centroamericanas es
el paso de guerras internas hacia la paz política. En Guatemala y El
Salvador la paz se vinculó con las reformas incluidas en los tratados
oficiales, mientras que en Nicaragua el Tratado de Sapoá de 1988
estableció las condiciones que llevaron a las elecciones de 1990
(Torres-Rivas, 2001).
6
Con la excepción de Honduras, la caracterización del régimen anterior proviene de
Mahoney (2001).
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
37
En Guatemala, el fin de la guerra llegó en 1996 con una serie
de acuerdos de paz entre el gobierno y la guerrilla de la Unidad
Revolucionaria Nacional Guatemalteca (urng). Sin embargo, dado
que los militares prácticamente habían derrotado a los guerrilleros
a mediados de los años ochenta a través de una campaña dirigida
contra las comunidades indígenas (Schirmer, 1998), el resultado fue
un tratado que no disminuyó el poder real ejercido por las fuerzas
militares y las élites políticas asociadas con ellas.
La resolución de la guerra en El Salvador se describe mejor
como un impasse militar y político. A pesar del apoyo de los Estados
Unidos, el gobierno salvadoreño nunca pudo vencer a las fuerzas
guerrilleras del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional
(fmln). El contexto internacional y la presión generaron condiciones
que resultaron en los acuerdos de Chapultepec de 1992. Debido al
virtual estancamiento, el tratado salvadoreño de paz fue el más ambicioso de todos en términos de reforma estatal y democratización
(Karl, 1995).
Por su parte, la guerra civil nicaragüense fue el producto de un
esfuerzo contrarrevolucionario promovido fuertemente por los Estados Unidos. Después del derrocamiento de la dictadura de Somoza
por los Sandinistas en 1979, Estados Unidos ayudó a organizar la
Resistencia Nacional, una fuerza integrada por antiguos Guardias
Nacionales, Misquitos (indígenas de la costa Atlántica) y campesinos. Aunque los Sandinistas habían ganado la guerra para finales
de 1988, el bloqueo permanente de los Estados Unidos, el enorme
costo humano y una economía en quiebra forzaron al régimen a
negociar la paz en 1988. La oposición ganó las elecciones de 1990
y comenzó un largo proceso de pacificación (Booth et al., 2015).
Para 1996, la paz política era la característica común en Centroamérica. Sin embargo, las guerras habían moldeado las condiciones bajo las cuales las élites políticas negociaron los cambios y
afectaron la calidad y la profundidad de los acuerdos de paz. Los
aparatos estatales de seguridad, el ejército y la policía habían sido
sustancialmente reforzados durante los conflictos. Las instituciones
represivas contaban con apoyo político, dado sus papeles de protección de los regímenes. Incluso a Honduras, que no experimentó
una guerra, los estadounidenses lo utilizaron como una plataforma
38
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
para enviar ayuda militar al resto de la región, lo cual incrementó
enormemente la influencia de los militares. Paradójicamente, todo
esto sucedió en una época en la que los procesos electorales eran
presentados como evidencia de democratización. Consiguientemente, el fin de las guerras estuvo intrínsecamente vinculado con
la necesidad de enfrentar la influencia militar (Torres-Rivas, 2001).
Del gobierno militar al gobierno civil
Ya sea por las guerras internas o por las características autoritarias
de los regímenes, los ejércitos siempre habían desempeñado un papel central en la conducción de los países centroamericanos. El
retiro inicial de los militares de posiciones ejecutivas a inicios de
los ochenta no redujo su poder político. Al contrario, para finales de
esa década, las fuerzas armadas centroamericanas eran más poderosas y más autónomas que nunca antes. Por esa razón, las transiciones políticas implicaron la desmilitarización del aparato interno
de seguridad. Aún en Nicaragua, el ejército visiblemente partidista
que emergió de la Revolución era tan poderoso o incluso más poderoso que la antigua Guardia Nacional. Como ha argumentado
Kruijt (2008: 123), las campañas de contrainsurgencia del Ejército
Sandinista durante la guerra lo dotaron con suficiente poder para
operar “como una entidad autónoma, evitando cualquier control
directo de la Dirección Nacional y del partido”.
Honduras es un caso ilustrativo. Presionado interna y externamente para democratizarse a finales de los años setenta, el ejército
hondureño renunció a la presidencia y permitió las elecciones en
1980. Sin embargo, mantuvo el control del aparato de seguridad y
desarrolló sus propias operaciones represivas (Kincaid y Gamarra,
1996). Aunque la represión militar no alcanzó los niveles que alcanzó en los países vecinos, el ejército fue responsable de varios
abusos. Los tratados de paz en El Salvador y Nicaragua motivaron que algunos actores políticos, incluyendo a Estados Unidos,
cambiaran sus estrategias para demandar reformas en el ámbito de
seguridad. Para 1992, el entonces presidente de Honduras, Rafael
Callejas, había encomendado a la Comisión Especial para la Reforma Institucional que examinara el papel de la Dirección Nacional de Investigaciones (dni). La dni era el cuerpo investigador del
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
39
aparato de seguridad que fue responsable de más de cien muertes y
desapariciones durante los años ochenta. El informe de la comisión
inició un proceso largo y difícil de purgas y reformas que terminó
en 1998, cuando una reforma constitucional subordinó a las fuerzas armadas al control directo del presidente. Para 1999, las instituciones de seguridad hondureñas estaban controladas por civiles
(Meza, 2004).
En Guatemala y El Salvador, donde el ejército controlaba directamente al Estado antes de los años ochenta, las guerras dieron a
las fuerzas armadas autonomía y poder político sobre los civiles a
través del control exclusivo del aparato de seguridad. Esto ocurrió
en dos niveles: a través del control directo de la policía y de los
departamentos de inteligencia, y a través de las redes de colaboradores civiles, quienes trabajaban como fuentes de contrainteligencia y agentes de represión. En El Salvador, estas redes se conocían
como defensas civiles, organizaciones cuyas raíces se remontan a
comienzos del siglo xx (Holden, 1996; Stanley, 1996). Durante la
guerra civil, estas redes reclutaron hasta 300,000 miembros, más
que todo en las áreas rurales (Stanley, 1996). En Guatemala, las
Patrullas de Autodefensa Civil (pac) tuvieron un impacto enorme,
tanto en el curso de la guerra como en las dinámicas comunitarias.
Con casi un millón de miembros, las pac involucraron aproximadamente al 20 por ciento de la población guatemalteca en tareas de
guerra sucia (Schirmer, 1998; Torres-Rivas, 2001). Sin embargo, en
ambos países, los acuerdos de paz separaron a los ejércitos del ámbito de la seguridad, y los forzaron a renunciar a las instituciones
internas de la misma y a disolver las redes civiles de colaboradores
(Sieder, 2001).
En Nicaragua, el proceso de desmilitarización y reducción del
Ejército Popular Sandinista (eps) ocurrió como consecuencia de negociaciones entre la Presidente Violeta Chamorro y el fsln después
de la derrota electoral del último en 1990. El sistema interno de
seguridad se desmontó con la clausura del departamento de inteligencia del Ministerio de Gobernación, con la disolución de las
Milicias Populares Sandinistas (mps), y con la reducción y renombramiento de la Policía Sandinista y el eps. Aunque los Sandinistas
convirtieron a las mps en una red de defensa civil, esta organización
no tuvo el carácter violento de sus homólogos en los países en el
40
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
norte. El abuso sistemático de derechos humanos nunca fue una característica del ejército nicaragüense después de 1979 (Dunkerley
y Sieder, 1996).
Del autoritarismo a los regímenes democráticos
Antes de las transiciones políticas, ninguno de los países centroamericanos examinados aquí había tenido un régimen democrático.
Las transiciones de la “tercera ola” en Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua llevaron al primer intento sostenido de construir
democracia (Sieder, 2001). Este tipo de democracias son las que
Torres-Rivas (2001) llama “democracias fundacionales”. Las transiciones políticas requirieron reemplazar los regímenes militares-oligárquicos por las democracias electorales que emergieron durante
las guerras civiles. Esta novedad representó un desafío adicional: los
países tuvieron que crear nuevas instituciones, lo cual demandó no
solo nuevos marcos legales, sino las estructuras sociales y agentes
políticos para facilitar su funcionamiento.
La transición salvadoreña ha sido considerada la más exitosa
desde una perspectiva institucional. El ejército fue removido de la
política, las instituciones de seguridad fueron reformadas y puestas
bajo el control de civiles, y se crearon reglas para elecciones libres
e imparciales (Call, 2003). Por otro lado, la transición hondureña se
considera menos exitosa que la salvadoreña. Incluso sin una guerra
interna, el ejército hondureño mantuvo poder y control considerables sobre algunas instituciones, a pesar de que estaban bajo el control formal de civiles (Meza, 2004). El golpe de Estado de 2009 es
evidencia de los defectos de la transición. El caso de Guatemala es
considerado el menos exitoso. Allí, a pesar de la “civilización” del
aparato de seguridad, el ejército siguió ejerciendo el poder, el cual
de hecho usó para supervisar los acuerdos de paz y para influenciar
la dinámica política al nivel local en comunidades indígenas y rurales (Schirmer, 1998; Sieder, 2001).
Nicaragua es un caso particular. Las trasformaciones institucionales más importantes en ese país ocurrieron luego del triunfo de
la Revolución y durante los primeros cinco años del gobierno Sandinista. Para Philip Williams (1994), el derrocamiento de Anastasio
Somoza y la victoria de los Sandinistas generaron las condiciones
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
41
para una apertura en el régimen político y una especie de ejercicio
democrático de abajo hacia arriba. Pero la guerra de la Contra y
la cooptación de las instituciones estatales por el fsln limitaron el
alcance de la “democracia popular”. El resultado de las elecciones
de 1990 no generó nuevas instituciones, pero sí produjo suficientes reformas sustanciales para crear una “democracia liberal” más
tradicional.
¿Cómo se explican entonces los distintos niveles de violencia
actual en Centroamérica? Además de los factores ligados a temas
sociales como los legados de la guerra, los ajustes económicos o
el comportamiento de las pandillas, es importante considerar también los procesos políticos que hicieron que ciertas instituciones y
ciertos grupos continuaran reproduciendo la violencia estatal. Es
crucial considerar específicamente las dinámicas que permitieron
que agentes políticos violentos que operaban en los antiguos regímenes sobrevivieran las transiciones, que se convirtieran en grupos
armados ilegales, y que integraran a las nuevas instituciones con el
objetivo de mantener cierto control sobre la agenda de seguridad.
El proceso retorcido
Los altos niveles de violencia que enfrentan los países en el norte
de Centroamérica muestran que algo falló luego de las transiciones.
Guatemala, El Salvador y Honduras tienen problemas graves de violencia organizada y común pero Nicaragua, aun con sus problemas
de seguridad, ha emergido como el país de posguerra menos violento. ¿Por qué?
Se puede argumentar que, en el Triángulo Norte, los papeles
desempeñados por los diferentes actores en los acuerdos políticos
crearon las condiciones que permitieron que agentes de los antiguos regímenes limitaran el alcance y la implementación de las
reformas. De forma particularmente importante, las nuevas instituciones de seguridad fueron debilitadas y, en algunos casos, fueron
“re-corrompidas” rápidamente porque algunos agentes de los antiguos regímenes permanecieron en el poder, otros se transformaron
en actores criminales, y otros formaron grupos armados ilegales que
comenzaron a actuar con el consentimiento de los gobernantes. Por
lo tanto, en el Triángulo Norte las instituciones del Estado siguieron
42
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
siendo una fuente significativa de violencia criminal. En contraste,
la transición de Nicaragua, que consistió al principio en una revolución popular y posteriormente en una liberalización del régimen
político, transformó las instituciones de tal forma que redujo la participación de antiguos agentes del Estado y eliminó la utilización
de colaboradores civiles en la reproducción de la violencia ilícita.
La participación activa de los Estados Unidos para remover a los
Sandinistas y la participación activa de organizaciones civiles limitó a los agentes del antiguo régimen. Aquellos con potencial para
transformarse en agentes criminales utilizando las instituciones del
Estado como fachada fueron removidos y controlados con más eficacia que en los países del norte.
Los reveses en el norte de Centroamérica
Cuatro factores caracterizaron el fracaso de los esfuerzos para reformar el aparato de seguridad en Guatemala, El Salvador y Honduras.
Primero, en todos estos países, las élites permitieron que algunos
militares, convertidos en civiles, se quedaran en la policía y continuasen con prácticas autoritarias. Segundo, los grupos paramilitares, escuadrones de la muerte y grupos civiles de autodefensa
no fueron completamente desmontados. Algunos grupos armados
siguieron operando de forma encubierta, resucitando previas operaciones criminales o iniciando nuevas como manera de subsistir
en el vacío ideológico de la posguerra. Más aún, esos grupos mantuvieron sus vínculos con instituciones del Estado, a veces incluso
con agentes de los niveles más altos del gobierno (Beltrán, 2007).
Con relación a esto último, en estos países se crearon nuevas instituciones que emplearon a antiguos militares o personal de seguridad con antecedentes de violaciones a los derechos humanos pero
que evitaron asumir la responsabilidad de sus actos. Además, leyes
de amnistía protegieron a estos y a otros violadores de derechos
humanos (Sieder, 2001), y algunos de ellos se convirtieron en empresarios criminales que utilizaron las instituciones del Estado para
garantizar la impunidad (Gavigan, 2009). Finalmente, muchas de
las transformaciones institucionales fueron consecuencias de complejas negociaciones políticas. Por eso, las instituciones evitaron
rendir cuentas a la población y anularon mecanismos de auditoría
y control. En los siguientes párrafos se detalla brevemente cómo se
desarrollaron estos eventos en cada país.
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
43
Guatemala. Argumentando la necesidad de prevenir una ola
criminal de posguerra, los líderes políticos guatemaltecos decidieron que la nueva Policía Nacional Civil debía incluir a casi 60 por
ciento de los miembros de la antigua Policía Nacional (Spence,
2004). Estos oficiales cambiaron sus uniformes de militares por los
de policías civiles, y transfirieron sus tácticas, su doctrina y su cultura institucional a la nueva corporación. No obstante, los errores
de las reformas de seguridad en Guatemala no solo ocurrieron con
la policía. Según el informe Guatemala: nunca más (odhag, 1998),
después de los acuerdos de paz, los responsables de abusos de derechos humanos continuaron atemorizando a las poblaciones dado
que mantuvieron posiciones de poder en el gobierno nacional y en
los gobiernos locales. Algunos de estos actores integraron redes informales, llamadas “poderes ocultos”, que forman o formaron parte
de las estructuras estatales y utilizaron “sus contactos y posiciones
en los sectores públicos y privados para enriquecerse de actividades
ilegales y para protegerse del enjuiciamiento por los crímenes que
cometieron” (Peacock y Beltrán, 2003: 5).
Peacock y Beltrán (2003) identificaron tres tipos de estos grupos.
Uno estaba compuesto por oficiales militares activos y retirados,
quienes ejercían poder sobre algunas estructuras gubernamentales
y cuyo liderazgo fue acusado de estar involucrado en la delincuencia organizada en el período después de la transición. Dos grupos
de este tipo, separados pero bien conocidos en Guatemala, eran La
Cofradía y El Sindicato (Hernández-Pico, 2002). El segundo grupo
ocupaba el puesto ejecutivo más alto: el Estado Mayor Presidencial
(emp), una unidad de inteligencia que proporcionaba protección y
aporte logístico al presidente y sirvió como centro clandestino para
el lanzamiento de operaciones criminales, como el asesinato del
obispo Juan José Gerardi en el año 1998 (Peacock y Beltrán, 2003).
El emp fue oficialmente desmontado en noviembre de 2003, pero
muchos de sus miembros permanecieron en oficinas gubernamentales, donde reanudaron sus actividades. Uno de sus líderes, el general
Otto Pérez Molina, llegó a ser presidente de la república en 2012.
El tercer tipo de grupo que sobrevivió la transición y que continuó ejerciendo un nivel significativo de poder local son las pac.
Aunque estos grupos paramilitares fueron desbandados formalmente, continuaron operando independientemente para atemorizar a
44
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
sectores de la población, en algunos casos con la aprobación de
comandantes militares regionales (Godoy, 2006). Dichos grupos
han participado en linchamientos y en ejecuciones públicas. El uso
de estos grupos como manera de combatir a los criminales tiene
su historia en los años del conflicto militar interno, cuando la estrategia consistía en la infiltración de informantes indígenas para
controlar la vida comunitaria y para reprimir a personas que eran
consideradas peligrosas. A pesar del fin de la guerra, la utilización
de informantes parece continuar en algunas áreas rurales indígenas,
en donde incitan a comunidades a “aplicar la ley del pueblo” contra presuntos criminales (Godoy, 2006).
La impunidad que disfrutaron algunos de los oficiales militares
se vio reflejada de forma más clara en la ley de amnistía que protegía
tanto a militares como a miembros de la guerrilla de ser procesados
por crímenes de guerra. Aunque algunos militares fueron eventualmente procesados por algunos crímenes, el gobierno guatemalteco
colocó a otros con pasados dudosos en posiciones clave dentro de
la policía, el Ministerio Público y el emp. Todo lo anterior fue posible en parte porque Guatemala no contó con una oposición eficaz.
Salvo algunas excepciones, ni la urng ni las Naciones Unidas ni la
sociedad civil guatemalteca pudieron contrarrestar los movimientos
de los militares y sus colaboradores (Gavigan, 2009). Más aun, en
el ámbito electoral, la transición se desarrolló con una población
desconfiada y apática. La única fuerza política que construyó una
conexión importante con segmentos populares fue, paradójicamente, un sector del ejército a través de las pac y el partido Frente Republicano Guatemalteco (frg). Esto eliminó la posibilidad de que las
bases presionaran para promover las reformas de seguridad.
El Salvador. En el proceso de implementación de reformas, el
gobierno primero se opuso a la disolución de las instituciones internas de seguridad. Cuando la presión del fmln y las Naciones Unidas
lo obligó a desmantelarlas, el gobierno intentó incorporar a personajes de los antiguos cuerpos de seguridad en la nueva policía. Una
táctica fue incluirlos en las cuotas acordadas para la integración
de la nueva institución. Otra fue posicionar a personas confiables
de las instituciones anteriores en puestos clave para controlar las
nuevas estructuras, excluyendo a civiles independientes (Stanley,
1993). A pesar de la presencia de fuertes partidos de oposición y
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
45
del papel activo de las Naciones Unidas, algunas de estas tácticas tuvieron éxito porque el liderazgo guerrillero negoció con el
gobierno para permitir estas irregularidades a cambio de la aceleración del proceso de legalización del fmln como partido político
(Spence, 2004).
Aunque los militares renunciaron oficialmente al control del
aparato de seguridad interna, ninguno de los oficiales mencionados en el informe de la Comisión de la Verdad sobre los mayores
crímenes de guerra enfrentaron algún proceso judicial.7 El informe nombró a varios oficiales como responsables de la mayoría de
violaciones de derechos humanos perpetradas durante la guerra
(Comisión de la Verdad, 1993). En respuesta, el gobierno aprobó
una amplia amnistía que impidió el enjuiciamiento de oficiales militares. Ese nivel de impunidad se extendió a todos los rangos del
ejército y colaboradores civiles, algunos de los cuales formaron la
nueva policía (Spence, 2004). Durante los primeros años del período de posguerra, el asesinato de exlíderes guerrilleros provocó la
creación de otra comisión independiente, llamada Grupo Conjunto
para la Investigación de Grupos Armados Ilegales con Motivación
Política en El Salvador. El Grupo Conjunto descubrió que algunos
de los escuadrones de la muerte seguían operando, y también notó
que tales grupos llevaban a cabo actividades delincuenciales, y que
mantenían vínculos cercanos con estructuras estatales, incluyendo
la nueva Policía Nacional Civil (Joint Group, 1994).8
Según el informe del Grupo Conjunto, en las áreas rurales,
grupos armados informales, vinculados anteriormente con los militares, continuaron protegiendo estructuras tradicionales de poder
(Beltrán, 2007). Estos grupos también formaron parte de mecanismos electorales del partido arena, el cual era afín a los militares.
Sin embargo, nunca se detuvo ni se enjuició a ningún miembro de
estos grupos, en parte porque arena –el partido gobernante en ese
entonces–, había estado asociado con los escuadrones de la muerte
7
8
La única excepción fue el coronel Guillermo Benavides, declarado culpable por el asesinato de seis jesuitas y dos colaboradoras en 1989. Fue perdonado más tarde bajo las
leyes de la amnistía.
Un documento confidencial de trabajo del Grupo Conjunto, basado en los archivos de
la Comisión de la Verdad, incluye los nombres de varios miembros de los escuadrones
de la muerte que han ocupado puestos altos en el gobierno desde la transición política.
El documento, que apoya las conclusiones del informe de la Comisión de la Verdad
(Comisión de la Verdad, 1993), fue obtenido por un colaborador de la Comisión.
46
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
a principios de los años ochenta, y también porque las élites nacionales resistieron con éxito las presiones de las Naciones Unidas. Algunos de estos grupos se convirtieron luego en grupos de limpieza
social, como la Sombra Negra, la cual llevó a cabo campañas de
exterminio contra pandillas a lo largo de los años noventa e incluso
durante los primeros años del siglo veintiuno (Tutela Legal del Arzobispado, 2007). Además, la sociedad civil, en su mayoría desconectada de la política partidaria al inicio del período de la posguerra,
no exigió mucho en cuanto a justicia (Wood, 2005).
Honduras. A pesar de la ausencia de un conflicto militar interno, la consolidación institucional del aparato de seguridad no
fue menos problemática en Honduras. Para mediados de los años
ochenta, varios militares eran no solo responsables de abusos de
derechos humanos, sino que participaban en los nacientes grupos
de tráfico de drogas en la costa Atlántica (Ruhl, 2000). Las reformas
en el aparato de seguridad llegaron como resultado de presiones
internas y externas. Internamente, llegaron del sector privado, de
organizaciones de derechos humanos, de grupos estudiantiles y de
la Iglesia católica; externamente, de Estados Unidos, que ya no temía la expansión comunista en la región.
El informe de la Comisión Ad Hoc, publicado en marzo de
1993 (Kincaid y Gamarra, 1996), estimuló reformas orientadas a
crear nuevas instituciones policiales y el enjuiciamiento de oficiales
militares que habían participado en abusos de derechos humanos
y actividades criminales. A pesar de estos esfuerzos, los miembros
de las nuevas instituciones provinieron fundamentalmente de las
antiguas; miembros de la policía anteriormente controlada por
los militares fueron simplemente trasladados a una institución
con un nombre nuevo (Neild, 2002; Meza, 2004;). Las funciones
de la policía fueron separadas en dos cuerpos diferentes: el
Departamento de Investigación Criminal (dic), que era responsable
de la investigación, y la policía preventiva, que llevaría a cabo
operaciones de prevención y vigilancia. Aunque la dic logró avances
significativos en técnicas de investigación y estableció mecanismos
de supervisión que incorporaban a organizaciones de la sociedad
civil (Castellanos y Salomón, 2002), las fuerzas policiales fueron
rápidamente debilitadas por la tendencia de la Secretaría de
Seguridad de favorecer a algunas unidades y a algunos oficiales
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
47
según criterios políticos. De hecho, un intento de profundizar el
proceso de reforma en 1998 fue interrumpido por la ministra de
Seguridad de ese entonces, quien impidió la despedida de oficiales
policiales indisciplinados e intervino en las investigaciones
internas. Como resultado, las unidades del anterior cuerpo policial
implicadas en abusos de derechos humanos quedaron impunes
(Neild, 2002; Beltrán, 2009).
En el ejército, oficiales evadieron el enjuiciamiento refugiándose en bases militares que los escudaron de las autoridades civiles.
Mientras tanto, grupos paramilitares vinculados al ejército eligieron
como blanco a algunos líderes civiles e, incluso, al entonces presidente, Carlos Reina, quien nunca pudo subordinar al ejército por
completo. Su sucesor, Carlos Flores-Facussé, logró hacerlo en 1998
solo con el fuerte apoyo de la embajada estadounidense y después
de conceder una amnistía a los militares acusados de abusos en los
años ochenta (Ruhl, 2000). Durante las reformas de 1994, el gobierno hondureño anunció la creación de grupos civiles comunitarios
de vigilancia con el propósito de prevenir la delincuencia y ayudar
a la policía. Estos grupos se transformaron rápidamente en grupos
de vigilantes, algunos armados con equipo policial. Confrontados
por una protesta general, estos grupos fueron desbandados oficialmente, pero algunas organizaciones hondureñas de derechos humanos indicaron que no fueron eliminados por completo (Kincaid
y Gamarra, 1996).
Nicaragua. Hay dos momentos críticos en el caso nicaragüense.
El primer conjunto de transformaciones se originó con el triunfo
de la Revolución Sandinista de 1979. La Revolución derrumbó la
dinastía de los Somoza y generó cambios radicales dentro de la
sociedad y en las instituciones políticas. Un cambio fundamental
fue la erradicación de todos los vestigios del aparato de seguridad
del régimen anterior, la creación de un nuevo ejército (el eps), una
fuerza policial nueva (la Policía Sandinista), y un nuevo servicio de
inteligencia bajo el control del Ministerio de Gobernación. El otro
cambio fundamental fue la movilización de organizaciones masivas que desempeñarían un rol activo en la sociedad nicaragüense
(Williams, 1994).
48
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Cuando los Sandinistas fueron derrotados en las elecciones de
1990, las instituciones y los agentes de la dictadura somocista ya habían desaparecido. El aparato Sandinista de seguridad no era necesariamente democrático, ya que respondía al fsln, pero la relación que
había desarrollado con la población, en particular con los sectores
urbanos, era significativamente menos represiva que la del régimen
de Somoza o la de sus vecinos en el norte (Booth et al., 2015). Gran
parte de la base para el desarrollo pos-transicional de las fuerzas policiales fue establecida entre 1979 y 1990 (Orozco, 2009).
El segundo momento crítico en la transición nicaragüense
tuvo lugar alrededor de las elecciones de 1990. El resultado de
las elecciones provocó otra ola de transformaciones en el ámbito
de la seguridad. El propósito clave de estos cambios era separar
a los Sandinistas de las instituciones de seguridad y someterlos a
las autoridades electas. El nuevo gobierno electo, una amplia y
débil alianza de diferentes grupos de oposición encabezada por
Violeta Chamorro, enfrentó el desafío de negociar con un partido (el flsn) que era más fuerte y que controlaba los puestos clave
del aparato de seguridad (Spalding, 1999). El 80 por ciento de los
militares, por ejemplo, eran militantes activos del fsln. Chamorro
aceptó que Humberto Ortega, jefe del Ejército Sandinista, se mantuviera al frente del ejército, pero a cambio tuvo que renunciar al
fsln y aceptar una disminución drástica en el tamaño del ejército.
Chamorro también estuvo de acuerdo con preservar la mayor parte
de la estructura policial (Spence, 2004), pero a cambio destituyó a
algunos oficiales de alto rango y estableció nuevas reglas para su
funcionamiento interno. Estos acuerdos generaron fuertes conflictos
dentro de la coalición dirigida por Chamorro y generaron mucha
presión de Estados Unidos por reducir la influencia Sandinista. En
respuesta, el ejército y la policía tomaron varias medidas para demostrar su autonomía del fsln y su lealtad al gobierno, tales como
reprimir a los veteranos del anterior Ejército Sandinista, quienes se
habían rebelado para demandar tierra y beneficios (Cajina, 1996).
El fin de la guerra dejó a muchos antiguos combatientes de
ambos lados sin un plan para reintegrarse a la sociedad. Algunos
exsandinistas y excontras formaron grupos armados llamados Recompas y Recontras, los cuales buscaron presionar al gobierno
para responder a sus demandas. Tales grupos fueron responsables
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
49
del incremento inicial en los niveles de violencia (véase: Figura 1)
(Cuadra, 2002). El gobierno de Chamorro participó en múltiples negociaciones con estos grupos armados y élites locales para llegar a
acuerdos sobre los beneficios relacionados con los reasentamientos
(Spalding, 1999). Cuando estas negociaciones fracasaron, el ejército lanzó operaciones militares, incluso contra los exsandinistas. El
ejército y la policía no solo se propusieron parar la consolidación
de grupos armados irregulares, sino además enviar el mensaje de
que el Estado no toleraría grupos armados paralelos, incluso aquellos con conexiones a las instituciones estatales (Vivas Lugo, 2009).
Mientras tanto, la influencia de los Sandinistas en el gobierno
fue contrarrestada por la intervención de actores externos. El Senado de los Estados Unidos cortó casi cien millones de dólares en
ayuda a Nicaragua después de que se filtró información que sugería que los servicios de inteligencia controlados por los Sandinistas
habían permitido que organizaciones criminales operaran en Managua. Dos meses después, Chamorro anunció la remoción de Ortega como comandante del ejército (Cajina, 1996). El esfuerzo por
profesionalizar y separar a la policía y al ejército del partido fsln se
logró porque los Sandinistas consideraron que la institucionalización era la única estrategia viable para su supervivencia después de
la derrota electoral (Orozco, 2009; Vivas Lugo, 2009).9
Al igual que en los países vecinos, las instituciones de seguridad
en Nicaragua enfrentaron problemas de corrupción e infiltración
criminal a principios de los años noventa. No obstante, la enorme
presión de los Estados Unidos sobre un país que tenía una economía devastada, a través de diversas agencias gubernamentales
y organizaciones multilaterales como el fmi y el Banco Mundial,
ayudó a asegurar que las instituciones nicaragüenses no incluyeran
elementos corruptos y que el país se comprometiera con un proceso transformativo de institucionalización.10 Los Estados Unidos, sin
embargo, no fue la única fuerza que influyó en la decisión de los
9
10
La misma perspectiva sobre la necesidad de sobrevivir fue expresada por los comisionados policiales Francisco Bautista y Eduardo Cuadra Ferrey en entrevistas separadas con
el autor en Managua en julio de 2009.
En Guatemala, El Salvador y Honduras, esta presión estuvo ausente porque Estados
Unidos había apoyado las fuerzas gubernamentales en el pasado y los miembros del
Congreso estadounidense no temían ninguna influencia marxista por parte de las fuerzas de seguridad, como fue el caso con Nicaragua (Spence, 2004).
50
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Sandinistas de institucionalizar las instituciones de seguridad. De
hecho, presiones provenientes de la sociedad civil, del gobierno
de Chamorro, y del propio partido también facilitaron las transformaciones. Por ejemplo, organizaciones populares, legado del experimento revolucionario, canalizaron las demandas del público a
través de dos tipos de mecanismos. Uno, a través de organizaciones
populares que apoyaron a los Sandinistas al inicio, las cuales dirigieron las demandas a oficiales Sandinistas en el nuevo gobierno;
y dos, a través de grupos populares que manifestaron en las calles.
En este contexto, la policía tuvo que mantener un balance delicado
al aplicar la ley. Por un lado, tuvieron que cumplir con las leyes y
decisiones del nuevo régimen, pero actuaron con precaución para
evitar reprimir en exceso a la antigua base Sandinista.11 La profundización institucional y las políticas imparciales eran las únicas opciones. Según Orozco (2009), durante un periodo importante, la
institucionalización de la policía impidió que varias administraciones, especialmente la del presidente Arnoldo Alemán, utilizaran a
la policía para propósitos partidarios o personales.12
En resumen, el modo de transición en Nicaragua fue significativamente diferente al de las transiciones que ocurrieron en el norte
de Centroamérica, en particular con respecto a la seguridad pública. En el norte, los elementos de los antiguos regímenes bloquearon
o subvirtieron algunas de las nuevas instituciones. Esto fue posible
en parte porque los operadores políticos sobrevivientes de los antiguos regímenes nunca fueron confrontados por oposiciones fuertes.
En los tres países, la presión externa para las reformas fue errática,
inconsistente y no sostenida. Solamente en El Salvador la misión
observadora de las Naciones Unidas, llamada onusal, desempeñó
un papel crucial para hacer cumplir con partes del tratado, pero
en algunos casos los antiguos rivales acordaron descartar algunos
pactos previos. En esas situaciones, onusal quedó sin autoridad. Por
el contrario, en Nicaragua, la Revolución desmontó al régimen somocista y todos sus agentes violentos fueron removidos de las posiciones de poder. Luego, los Sandinistas crearon una base popular
11
12
Existe otra dimensión de la experiencia nicaragüense que tiene que ver con la formación de una cultura de participación comunitaria a partir de la Revolución (véase Williams, 1994). Esa dimensión, aunque muy importante, no es explorada en este capítulo.
Según algunos observadores nicaragüenses (Salinas Maldonado, 2010), eso está cambiando bajo la administración actual de Daniel Ortega.
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
51
importante que apoyó el papel de las instituciones de seguridad.
Cuando el fsln perdió las elecciones en 1990, los Sandinistas fortalecieron las instituciones de seguridad para legitimar su papel. A
la vez, el gobierno de la Unión Nacional Opositora (uno) tuvo que
negociar con el fsln para prevenir el colapso. Pero aún después de
la derrota electoral, los Sandinistas mantuvieron la base social más
grande y activa entre la población. La integración de algunos de los
líderes Sandinistas a la élite posrevolucionaria también apuntaló
este proceso (Rodgers, 2006b). Sin embargo, la necesidad de sobrevivir de algunos operadores ayudó a crear las instituciones que
impidieron que los agentes violentos del antiguo régimen desarrollaran estructuras paralelas y promovieran la violencia extralegal.
El resultado
Los procesos descritos generaron instituciones que en Nicaragua,
en comparación con el Triángulo Norte, han seguido enfoques completamente distintos en cuanto a la seguridad pública. En particular,
estos procesos han determinado el grado en que las instituciones
estatales han estado involucradas en la reproducción directa de
la violencia. Este involucramiento se puede clasificar en tres tipos
diferentes: la violencia legal, la violencia extralegal y la violencia
criminal.
La violencia legal se refiere al uso legítimo de la fuerza por parte
del Estado y su capacidad de expandir sus límites para combatir la
delincuencia. Esta violencia puede incluir la modificación de leyes
para dotar de poderes discrecionales a las instituciones estatales. La
promulgación de políticas de mano dura en el norte de Centroamérica ejemplifica este tipo de expansión. En El Salvador y Honduras
en particular, las leyes de mano dura dictaron la criminalización de
jóvenes a través de la prohibición de “grupos de jóvenes callejeros”
en general, de la expansión del poder discrecional de la policía, y
de la limitación de los derechos civiles (Ungar, 2009).13 Esto resultó
en hacinamiento carcelario y en un aumento significativo de los
homicidios. Al cierre de los programas de tolerancia cero, los homicidios en el norte de Centroamérica habían aumentado en más
del 70 por ciento (pnud, 2009). En contraste, salvo algunas medidas
13
Guatemala fue el primer país en perseguir un enfoque de cero tolerancia con la promulgación del Plan Escoba en 2001 (Cruz, 2011).
52
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
severas intentadas a finales de los años noventa, las autoridades nicaragüenses han seguido un camino preventivo. Según varias agencias, esto se puede explicar porque la policía desarrolló una cultura
institucional basada más en las necesidades comunitarias y enfatiza
la necesidad de llevar a cabo investigación e inteligencia criminal
al nivel de las comunidades (pnud, 2009).
En un análisis crítico de la policía nicaragüense, Rocha (2007a)
argumenta que las operaciones policiales en realidad son más represivas que lo que normalmente se acepta, y que la imagen de
una institución profesional oscurece la economía política de una
policía llena de conflictos. Este análisis, sin embargo, no contradice
la información que retrata a la policía nicaragüense como menos
tolerante de la fuerza excesiva que sus instituciones pares en el norte. Tampoco descarta la aprobación que la policía nicaragüense ha
recibido por sus reformas y sus enfoques sobre el uso de la fuerza.
Los análisis de las instituciones policiales en el Triángulo Norte también han revelado divisiones profundas y contradictorias dentro de
los cuerpos policiales (Meza, 2004; Amaya, 2006). Pero en estos casos, las dinámicas internas, influenciadas por los operadores de los
antiguos regímenes, han llevado a las instituciones hacia medidas
más militarizadas y represivas que en Nicaragua.
La violencia extralegal se refiere a las actividades llevadas a cabo
por operadores estatales o grupos armados ilegales vinculados con
instituciones estatales que claramente exceden cualquier marco legal
en la lucha contra la delincuencia. Este tipo de actividades puede
incluir ejecuciones extrajudiciales perpetradas por la policía o el ejército y la formación de escuadrones de la muerte, grupos de vigilantes
y grupos de limpieza social asociados con las instituciones gubernamentales. En el norte de Centroamérica, la prevalencia de estos tipos
de grupos y actividades ha sido documentada ampliamente. En El
Salvador, investigaciones realizadas por la Clínica Internacional de
Derechos Humanos de la Universidad de Harvard (2007) encontró
que grupos de limpieza que consistían en oficiales policiales y civiles
fueron responsables de las ejecuciones de muchos pandilleros. La
existencia de estos grupos dentro de la nueva policía civil se remonta
a las actividades del escuadrón de la muerte llamado Sombra Negra a
mediados de los años noventa, una organización que continúa operando en el presente (Tutela Legal del Arzobispado, 2007).
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
53
En Honduras, la exjefa de la Unidad de Asuntos Internos Policiales reveló la existencia de escuadrones de la muerte dentro de
la policía en 2002 y señaló su participación en muchas de las ejecuciones extrajudiciales de niños y jóvenes (Ungar, 2009). Según
varios informes sobre derechos humanos, desde 1998, grupos de
limpieza asociados con la policía han asesinado a cientos de niños
callejeros y a presuntos miembros de pandillas (Amnesty International, 2003). En Guatemala, no menos de 80 ejecuciones extrajudiciales fueron denunciadas en la oficina del Ombudsman de
Derechos Humanos entre 2004 y 2005 (Samayoa, 2007), y el Alto
Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos
ha informado en múltiples ocasiones de la participación de agentes
del Estado en ejecuciones extrajudiciales (unhrc, 2009).
En contraste, las organizaciones de derechos humanos en Nicaragua no reportan la existencia de escuadrones de la muerte o de
grupos de limpieza arraigados en las instituciones estatales. Según
un informe de un consorcio de derechos humanos, entre 2005 y
2008 ocho homicidios fueron cometidos por oficiales del Estado,
y todos fueron atribuidos al uso excesivo de la fuerza por policías
o soldados. En todos los casos, los responsables fueron identificados y, en la mayoría de ellos, fueron procesados judicialmente. El
informe señala la ausencia de una cultura institucional de abuso
y tortura dentro de la policía nicaragüense, pero expresa preocupación sobre algunos casos de “uso desproporcional de la fuerza
por parte de la policía cuando se detiene a sospechosos”. (Centro
Nicaragüense de Derechos Humanos et al., 2008: 29)
Una revisión de los informes de Amnistía Internacional (AI) que
compara los cuatro países ilustra bien las diferencias entre Nicaragua y el resto de países (Amnistía Internacional, 1991-2009). El
Cuadro 3 muestra, para cada país, el porcentaje de informes anuales de AI que mencionaron la ocurrencia de ejecuciones extrajudiciales o ejecuciones cometidas por grupos armados asociados con
el Estado en base al número total de informes desde la transición de
cada país. Por ejemplo, en Nicaragua, ha habido diecinueve informes anuales desde las elecciones de 1990. Siete de esos diecinueve informes, es decir, 37 por ciento del total de los informes, han
afirmado que ejecuciones extrajudiciales ocurren en Nicaragua. En
contraste, en Honduras, 64 por ciento de los informes anuales de
54
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
AI han denunciado ejecuciones por parte de las fuerzas estatales
desde 1998, año en el cual concluyeron las reformas de seguridad
en ese país.
Es importante notar que, en el caso de Nicaragua, la mayoría
de ejecuciones extrajudiciales perpetradas por el Estado o fuerzas
asociadas con el Estado ocurrieron durante los primeros seis años
después de la derrota de los Sandinistas, mientras que en el norte
de Centroamérica, es posible encontrar denuncias de ejecuciones
extrajudiciales y actividades de los escuadrones de la muerte después de 2006. En otras palabras, aunque varios problemas afectan
a Nicaragua y el uso excesivo de la fuerza por parte de la policía es
común, la magnitud de la violencia extralegal del Estado y sus colaboradores ha sido mucho más baja que en Guatemala, El Salvador
y Honduras.
Cuadro 3
Porcentaje de informes sobre ejecuciones extrajudiciales en Centroamérica
Número de
informes anuales
examinados
Porcentaje de informes que
mencionan ejecuciones
extrajudiciales, escuadrones
de la muerte o grupos ilegales
asociados al Estado
Nicaragua
19
(1991-2009)
37
El Salvador
17
(1993-2009)
59
Honduras
11
(1999-2009)
64
Guatemala
13
(1997-2009)
77
País
Fuentes: Informes anuales de Amnistía Internacional sobre los Derechos Humanos 19912009.
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
55
En febrero de 2007, miembros de la policía guatemalteca asesinaron y quemaron los cuerpos de cuatro salvadoreños en un área
rural al este de Guatemala. Tres de las víctimas eran miembros del
Parlamento Centroamericano. Investigaciones revelaron que los
responsables eran oficiales de la División de Investigaciones Criminales vinculadas con una banda criminal que operaba dentro de la
policía. Los acusados fueron detenidos y enviados a una cárcel de
máxima seguridad. Algunos días después, una unidad de comando
tomó la cárcel por asalto y los asesinaron. Investigaciones adicionales revelaron vínculos con un miembro del Congreso guatemalteco
y algunos reportes señalaron que las víctimas eran miembros de
grupos traficantes de drogas (McKinley, 2007).
Este caso demuestra el alcance de la infiltración de redes criminales en las instituciones de seguridad en Guatemala. Fenómenos
semejantes también ocurren en El Salvador y Honduras con regularidad. Desde mediados de los años noventa, reportes de prensa y
declaraciones de organizaciones de derechos humanos han señalado que la delincuencia organizada ha infiltrado las instituciones
de seguridad en el norte de Centroamérica. Dichas redes criminales
han contribuido desde las instituciones de seguridad a las tasas de
homicidio, a la inseguridad pública en general, y al aumento en el
nivel de desconfianza en las instituciones en la región. Esto se puede ver en los resultados del Barómetro de las Américas de 2008. Al
preguntarles si la policía protege al pueblo de la delincuencia o si,
alternativamente, la policía participa en la delincuencia, 65.9 por
ciento de guatemaltecos, 48.8 por ciento de salvadoreños y 47.2
por ciento de hondureños dijeron que su policía estaba implicada
en actividades criminales. En Nicaragua, en contraste, solo 25.1 por
ciento de la población afirmó que la policía estaba involucrada en
la delincuencia (Cruz, 2010b).
Conclusiones
La violencia en Centroamérica es la consecuencia de varios factores. Este capítulo argumenta que además de los factores sociales
citados con frecuencia, una causa importante es el Estado. Las instituciones estatales han desempeñado un papel significativo en la reproducción de la violencia delincuencial y en el desarrollo de grupos responsables de la misma. En los países centroamericanos que
56
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
pasaron por una transición en los años noventa, lo anterior significa
que debemos examinar la forma en que las instituciones han empleado la fuerza en colaboración con agentes ilegales de violencia.
Sin negar la importancia de factores económicos y sociales, el argumento es que los elevados índices de violencia en Centroamérica
son en parte producto de las instituciones de seguridad, las cuales
han fracasado en términos de eficiencia y transparencia. Estas instituciones y algunas personas asociadas con ellas han continuado
tolerando, promoviendo e incluso participando en la generación de
violencia criminal.
Las instituciones de los Estados centroamericanos fueron deformadas por decisiones, acuerdos y acciones tomadas durante los
largos procesos de transición. En el norte de Centroamérica, las transiciones no impidieron la supervivencia de operadores del antiguo
régimen, los cuales han mantenido su habilidad para evitar responsabilidades del pasado y para reproducir la violencia desde posiciones clave en el Estado. En contraste, en Nicaragua, una combinación
de factores relacionados con la transición permitieron que el país
creara instituciones de seguridad que, aunque imperfectas, han sido
más eficientes en el control de sus propios agentes violentos.
Sin lugar a dudas, Nicaragua también tiene problemas de criminalidad. Los grupos delincuenciales, el crimen común y la violencia interpersonal también amenazan el tejido social nicaragüense.
No obstante, el punto fundamental es que, en ese país, el Estado no
ha sido la fuente principal de la violencia, como sí lo ha sido en los
otros países centroamericanos. En Nicaragua, la desigualdad social,
la pobreza, el desmantelamiento de programas de asistencia social
y los legados de la guerra son factores que están detrás de la violencia criminal. Pero estos mismos factores están también detrás de la
violencia criminal en Guatemala, El Salvador y –con la excepción
de los legados de la guerra– en Honduras. La característica distintiva en estos países es que, además de los factores mencionados
anteriormente, tenemos que considerar al Estado, a sus actores y
a sus relaciones particulares con colaboradores civiles. Estas circunstancias han contribuido a la violencia y han exacerbado las
condiciones sociales subyacentes.
Esta explicación no significa que las instituciones estatales y
los grupos que operan en secreto dentro de ellas son los únicos
Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
la supervivencia del Estado violento
57
responsables de la violencia criminal. Son, sin embargo, un factor
clave que no podemos descartar si queremos explicar la brecha en
las cifras de violencia entre Nicaragua y el resto de países. Desafortunadamente, las referencias a las maras y a la migración han
oscurecido estas explicaciones hasta ahora. Las pandillas se han
convertido en el chivo expiatorio para la inseguridad y han justificado respuestas draconianas por parte del Estado. Las políticas
de mano dura en el norte de Centroamérica ejemplifican bien este
punto. Estas políticas, dirigidas por los operadores de los regímenes
anteriores, extendieron los límites de la violencia gubernamental y
desataron a actores violentos ilegales. Más aun, en una guerra contra las pandillas aprobada por la población, las medidas de represión desviaron la atención de la violencia criminal perpetrada por
funcionarios corruptos. Paradójicamente, las pandillas han emergido más poderosas y brutales que antes.
Este capítulo subraya la importancia del Estado en el análisis de
la violencia contemporánea en Latinoamérica y los procesos que
moldean las instituciones de seguridad en la región. El análisis puede ser útil para comprender la violencia en otros países, tales como
Brasil, Colombia, Jamaica y México. En la mayoría de estos lugares,
las instituciones estatales no han sido capaces de abordar el problema de la violencia de modo eficiente a causa de su propio papel en
la reproducción del crimen.
Este capítulo cuestiona también la idea de que las transiciones
por lo general deben depender del antiguo aparato de seguridad
durante las primeras etapas de democratización para prevenir un
aumento de la delincuencia. La supervivencia de instituciones de
carácter autoritario ha sido precisamente parte del problema. El
agravamiento de la delincuencia después de las transiciones ha sido
menos devastador en Nicaragua, país que desactivó y restringió a
los actores del antiguo régimen a través de compromisos políticos y
mecanismos de rendición de cuentas.
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Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Notas
Este capítulo es una traducción del original en inglés publicado por
Latin American Politics and Society, volumen 53. Gracias a Melissa
Boissiere por la traducción, y a Paul Almeida, John Bailey, William
Barnes, Jonathan Hartlyn, Jonathan Hiskey, Mo Hume, Terry Karl,
Dennis Rodgers, Mitchell Seligson y evaluadores por sus comentarios en versiones previas del artículo original.
Publicado originalmente como “Criminal Violence and Democratization in Central America: The Survival of the Violent State.” Latin
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Violencia criminal y democratización en Centroamérica:
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Capítulo 2
Jóvenes en los márgenes: entre
ausencias y dicotomías esencializadas
isabel aguilar umaña
“Los sicópatas cada vez son más jóvenes…”
Robin, en El hijo de Batman
Resumen
L
a conformación social de las ideas de juventud y lo juvenil que
han ido construyéndose históricamente muestra una tendencia
dicotómica y esencializadora que ubica a los jóvenes como
permitidos o no permitidos. Desde la visión hegemónica estatal,
las figuras del estudiante, el joven delincuente, el nini, o los procesos de incorporación laboral desde la concepción de la ventana
de oportunidad que representa el bono demográfico, configuran
representaciones del joven permitido/no permitido desde las cuales se legitiman y naturalizan la dominación y la estigmatización
de millares de personas jóvenes en el país. Estos últimos, los no
permitidos, se encarnan en la figura del desviado, el delincuente,
entre quienes ocupan un lugar señero las temidas pandillas. Las
representaciones esencializadoras y dicotómicas sobre las personas
jóvenes impiden ver la complejidad de la realidad y diversidad de
las identidades y condiciones juveniles en el país, debilitando consecuentemente los distintos abordajes (conceptuales, pero también
programáticos) sobre el tema. Sin embargo —y lo que es aun más
delicado— este etiquetamiento también funciona como una suerte
de profecía autocumplida en la que se corre el riesgo de crear más
de aquello que se teme y estigmatiza.
69
70
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Juventudes en escena: una construcción social e histórica
Los jóvenes, en tanto sujeto social –y, por consiguiente, sujeto individual y colectivo a la vez–, configuran una realidad que discurre entre presencias ubicuas y, por lo tanto, inevitables. Ello obedece a la cantidad masiva de personas a quienes las sociedades
y las distintas legislaciones consideran jóvenes,14 pero también se
explica por la centralidad que los mecanismos de promoción del
consumo confieren al look joven, que consecuentemente se empaqueta y comercializa de maneras profusas (juvenilizando,15 así, esta
comparecencia). Otra razón es que en la actualidad este segmento
poblacional experimenta una problemática aguda y diferenciada
(en términos de acceso a la educación, salud integral, trabajo, seguridad, recreación) que a menudo ocasiona episodios de alarma
y, por consiguiente, genera preocupación pública. Ello es particularmente relevante en los temas de inseguridad y violencia, flagelos
asociados acrítica y apriorísticamente con el accionar de jóvenes
“descarriados”, “vándalos”, “desviados”, “malos”, “bandidos” o
“antisociales”. Tal asociación se ve favorecida por los medios de
comunicación tradicionales y alternativos:
Los jóvenes cuando están presentes en los medios es para llenar la
sección de crónica roja o, en el mejor de los casos, la de deportes.
[…] La de la mayoría de los medios es una mirada alarmista, escan14
15
En Guatemala, un 66.5 por ciento de la población cuenta con menos de 30 años de
edad. Datos de la Primera encuesta nacional de juventud en Guatemala (enju 2011)
indican que, para 2011, de un total de 14,713,763 personas, unas 4,152,411 estarían
comprendidas entre los 15 y los 29 años de edad, lo cual significa que el 28.2 por ciento de la población estaría conformado por personas en ese rango etario (Guatemala,
Conjuve, ine, sesc, 2011). Por su parte, si se amplía el rango de acuerdo con los parámetros de la Política nacional de juventud 2012-2020 (que considera jóvenes adolescentes
a las personas entre los 13 y los 18 años, y jóvenes adultos a los mayores de 18 y menores de 30 años de edad) cabe indicar que el 33 por ciento de los habitantes del país
estaría conformado por personas de entre 13 y 29 años de edad (4,846,141 personas
jóvenes) (Guatemala, Mides, Segeplán y Conjuve, 2012).
Margulis y Urresti (s/f) se refieren con el término ‘juvenilización’ a aquellos que no son
tan jóvenes pero buscan, por diversos medios, aparentar que lo son. Por lo general, se
trata de personas de clases medias y altas que consumen productos asociados en el
mercado con lo juvenil. La juvenilización, así entendida, es la «extensión del consumo
de los signos juveniles» a partir de las convenciones estéticas que sobre el cuerpo van
construyéndose social e históricamente, en las cuales prima la idea del cuerpo joven
como ideal de belleza. Si bien esta concepción data de siglos en el pasado, Margulis
y Urresti subrayan que en la actualidad el avance de los medios de comunicación y la
entronización desmedida de la sociedad de consumo confieren características novedosas a la juvenilización. Es decir, de forma masiva y, ahora, globalizada, se compran los
rasgos corporales juveniles y, a la vez, la imagen juvenil se vende.
Jóvenes en los márgenes:
entre ausencias y dicotomías esencializadas
71
dalosa, que reproduce o contribuye a crear estereotipos y lugares
comunes al servicio de unas ‘verdades oficiales’ que sancionan y
estigmatizan sin cuestionar. Los medios tienden a exagerar y ‘espectacularizar’ el ‘mal’ a la manera de una novela policial, en donde
de antemano sean reconocibles los personajes malos y los buenos y
los ingredientes ‘justos’ para que el televidente o el lector no tenga
que hacer ningún esfuerzo para activar un pensamiento crítico y
analítico (Cerbino, 2002: 408).
No es difícil constatar estos extremos. Basta con recordar o reconocer las imágenes de pandilleros centroamericanos esgrimiendo
con alarde ante las cámaras sus gestos desafiantes, mostrando con
intenso orgullo sus rostros tatuados que inspiran tanto miedo como
desprecio, y que a la vez despiertan un morbo visceral que quizás
debiéramos confrontar con las razones que motivan nuestras necesidades íntimas de tener miedo, o nuestras necesidades de contrastar la miseria de los demás con la experiencia personal, en un
intento banal de aliviar las propias frustraciones.
La tendencia a ver en el joven la figura del desviado o del agente del mal no es, sin embargo, privativa de la llamada era mediática.
Es más, el nacimiento de los denominados estudios de juventud
se marca, por lo general, hacia los años veinte del siglo pasado,
cuando la Escuela de Chicago16 comienza a prestar atención a los
jóvenes urbanos pobres que, con el auge de la industrialización y
el crecimiento de las ciudades, estaban representando un problema
social debido a su involucramiento en actividades delincuenciales.
Es decir, las personas jóvenes llegan a la escena académica en tanto
objeto de estudio porque se les considera protagonistas de un creciente problema social.
Si se lleva la mirada un poco más atrás y se echa un somero
vistazo al siglo xix, cabe indicar que las personas jóvenes se consideraban parte de la niñez que, por lo general, culminaba con la
pubertad. Preciso es recordar –aunque en la actualidad parezca
una suerte de lugar común– que la juventud es un invento de la
16
Con este nombre se conoce la corriente desarrollada por el Departamento de Sociología
de la Universidad de Chicago, fundado por Albion Woodbury Small en 1892. Alrededor
de este centro se reunieron quienes conformaron la primera gran “escuela” de Sociología de Estados Unidos, caracterizada por sus investigaciones empíricas relacionadas
con la rápida expansión urbana que en ese momento experimentaba el centro de la
ciudad de Chicago, y los problemas que ello trajo aparejado (Pérez Islas, 2008).
72
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
modernidad.17 Esa época se caracterizó, entre otros, porque las necesidades de mano de obra calificada que fueron creciendo con el
auge y desarrollo de la Revolución Industrial impulsaron transformaciones en la escuela (Dubet, 2011), de manera que comenzó a
relevarse la figura del estudiante, aun antes de que se pensara en la
categoría juventud (Levenson, 2013).
El surgimiento de la juventud está especialmente relacionado con el
desarrollo del sistema educativo (Morch, 1996). Debidamente formulada para todos, la condición juvenil se fundó únicamente sobre
la condición de estudiante […]. El novísimo sistema escolar, el sistema jurídico, la legislación social y la familia construyen y delimitan los campos de acción y de posibilidades de esta nueva creatura
social, instaurando normas y leyes para definir sus obligaciones y
derechos, inclusive sus expectativas (matrimonio, trabajo); modelan
también sus conductas y los hacen distintos de “otros” segmentos
de edad. Es aquí donde se puede detectar la construcción de una representación de joven relacionada estrechamente con su condición
estudiantil. La imagen estudiantil expresa un deber ser juvenil que
se impondrá a los jóvenes como el único derrotero a seguir. Los que
no son estudiantes tampoco son jóvenes (Urteaga, 2011: 57 y 60).
Así las cosas, a inicios del siglo xx los denominados intelectuales
“nacionalistas latinoamericanos” preconizaron la figura de una
juventud “[…] entendida como un reservorio moral, tanto para la
construcción de un ‘nuevo’ y ‘joven’ proyecto civilizatorio en la refundación de la nación y la identidad latinoamericana, como [para]
la encarnación de la modernidad cultural, ‘civil’ […] y estética
(vanguardias artísticas)” (Feixa y González, 2006: 175).
Con base en la consciencia sobre los procesos de sucesión generacional, se consolidó la idea de que en las personas jóvenes
descansa el futuro de la sociedad. Tras esta representación del joven
como una especie de aspirante que todavía-no-es y que está exclusivamente preparándose para el futuro (moratoria social), el presente de las generaciones y las personas jóvenes en tanto jóvenes
ha permanecido como un tiempo de tutela ejercida por el mundo
adulto y sus instituciones, tanto formales como informales.
17
De acuerdo con Pérez Islas (2008), fue Rousseau, en el Emilio (1762), el primero en establecer diferenciaciones entre la niñez y la adolescencia, por un lado, y los adultos, por el
otro, contribuyendo así al concepto de juventud que fue cobrando vida desde entonces.
Jóvenes en los márgenes:
entre ausencias y dicotomías esencializadas
73
Los discursos de las instituciones sociales han definido a los jóvenes
como sujetos pasivos y los han clasificado en función de las competencias y atributos que la sociedad considera deseables para las
generaciones de relevo que le darán continuidad; de tal manera se
tiende a “cerrar” el espectro de posibilidades de la categoría joven,
y a fijar en una rígida normatividad los límites de la acción de este
sujeto social (Reguillo, 2000: 51). En ese sentido, el papel asignado
por las instituciones adultas a los jóvenes es el de prepararse-calificarse para acceder (en el futuro) a la esfera adulta, lugar futuro que
en el presente los invisibiliza como jóvenes (Urteaga, 2011: 36).
Debido a su carácter excluyente, este adultocentrismo constituye
una forma de violencia simbólica que además soslaya la responsabilidad que todas las generaciones, incluyendo las adultas y las
que les preceden, tienen en la construcción de la historia. El ropaje
de ser en ciernes que muchos adultos ven en las generaciones más
jóvenes, incluyendo en ellas a niños y niñas, está en la base de
numerosas violaciones a los derechos específicos de este grupo poblacional: se trata de la violencia simbólica nutriendo y legitimando
otras formas de violencia.
Estas representaciones modélicas implican, en la práctica, mandatos sobre conductas y valores, formas de ser que se derraman
en la cotidianidad y se asumen por lo general inconscientemente.
Durante el proceso de desarrollo del capitalismo conllevaron a la
construcción de un sujeto social juvenil hegemónico que debía ser
educado no por el valor en sí mismo de la educación, sino porque
esta permitiría la modernización de los procesos productivos. Pero
el acceso a la escuela no corrió parejo para todos, pues mientras
unos eran educados para abanderar tal proceso de modernización,
convirtiéndose en adalides del progreso, miles de jóvenes debían
participar en los procesos de acumulación de capital únicamente
mediante la venta de su fuerza de trabajo no calificada. Estos jóvenes eran prácticamente inexistentes o invisibles para el imaginario
social, a menos de que asumieran conductas “impropias” y se convirtieran en delincuentes, nutriendo así la representación sobre la
desviación juvenil.
De esta manera fue configurándose un enfoque dual sobre la
juventud que se decanta por las clásicas visiones sobre el joven
74
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
bueno, “permitido”18 o “incorporado”,19 por un lado, y el joven desviado, delincuente o antisocial, por el otro.
En el caso de Guatemala, “Los intelectuales que dirigieron a la
nación durante su independencia tenían claro que la educación,
que hacía que los jóvenes se constituyeran en La Juventud, era el
requisito sine qua non de la producción de una ciudadanía moderna” (Levenson, 2013: 7). Para la gran mayoría de jóvenes pobres,
campesinos, indígenas y mujeres, el acceso a la educación estaba
prácticamente vedado. Esas mayorías se hicieron visibles solamente
cuando, tras la promulgación de códigos penales para menores (hacia la segunda mitad del siglo xix), se fijó en el imaginario la categoría de delincuente juvenil. Así, como anota Levenson, “[…] desde el
punto de vista del discurso soberano y los imaginarios, la primera
categoría de ‘edad’ usada para aquellos que formaban parte de las
mayorías era una de criminalización” (2013: 18). Desde entonces
puede rastrearse una cierta predisposición social a considerar que
los jóvenes con acceso a recursos son los “buenos” (“de buena familia”, “bien educados”, “que saben comportarse”), mientras que
las desviaciones y los comportamientos violentos y delictivos tienden a imputarse a los pobres. Para las mujeres pobres la desviación
consistió –y ha seguido consistiendo, en gran medida– en el ejercicio de la prostitución. Solo que esta, desde la doble moral y la mojigatería de una sociedad conservadora, tal como la guatemalteca,
constituye un mal necesario porque, como bien anota Levenson,
“[…] protege a las mujeres decentes, de clase alta, ‘morales’, que
son madres, de su propia sensualidad (maligna para esa clase social
de madres/mujeres acomodadas) y de los gustos más lascivos de sus
esposos. [En ese sentido, la] prostitución es necesaria y ‘buena’ para
los hombres porque estos –según esa lógica– necesitan alivio físico
y deberían indudablemente tener el derecho natural de hacer todo
lo que quieran en la cama” (2013: 23).
Los “jóvenes problema” por lo general se encarnan en la figura
del delincuente juvenil (en la cual prima la imagen de las temidas
18
19
Parafraseando la expresión empleada por Charles Hale al hacer referencia al “indio permitido” (véase en https://nacla.org/article/rethinking-indigenous-politics-era-indio-permitido).
Según la distinción de Rossana Reguillo al hacer referencia a aquellos jóvenes que se
analizan desde su pertenencia o adscripción institucional “positiva”, alineada con los
mandatos hegemónicos (estudiantes, activistas religiosos, trabajadores o consumidores
de los productos de la industria cultural) (2013: 27).
Jóvenes en los márgenes:
entre ausencias y dicotomías esencializadas
75
pandillas juveniles), mientras que los otros, los “permitidos”, adquieren corporeidad en la figura del estudiante cuya representación
ha dado pie, desde el siglo xix, a un amplio repertorio en el imaginario social. Tras considerárseles “el futuro del país”, la “esperanza
de progreso y de desarrollo social” (Levenson, 2013), se les ve, desde un lenguaje aggiornado, como protagonistas de la ventana de
oportunidad que configura el bono demográfico, entendido como el
fenómeno de transición demográfica20 que ocurre cuando el grueso
de la población se encuentra en edad de laborar (población económicamente activa), mientras que la población dependiente, es decir
la niñez y las personas de la tercera edad, constituyen una minoría.
Evidentemente, esta última visión instrumentaliza a las personas jóvenes, ubicándolas como medios, en lugar de como fines en
sí mismos –para usar una expresión de evidente cuño kantiano–.
Razón llevan Feixa y González (2006) cuando hablan de colectivos juveniles que en la actualidad se perciben como “promesas
demográficas” que deben asegurar la reproducción social y la continuidad del sistema. Los enfoques mediatizadores de esta índole
escasamente consideran a los jóvenes en su capacidad de agencia
individual, mucho menos en su capacidad y aun en su derecho de
cuestionar el sistema y oponerse a él.
Debido a que en las últimas décadas la educación ha visto
erosionada su capacidad de constituir un factor de movilidad social
(lo cual se observa, por ejemplo, en que existe una significativa
cantidad de profesionales graduados de la universidad desempleados
o con empleos muy precarios, en contraste con la difundida
presencia mediática de historias de individuos aislados que aun
sin contar con educación formal lograron insertarse en el mundo
productivo neoliberal, amasando grandes fortunas), la figura del
estudiante como representación del joven permitido ha ido cediendo
20
La transición demográfica dio inicio hacia mediados de los años sesenta del siglo XX y
se caracteriza por una disminución en el índice de fecundidad, aparejada con aumentos
en la esperanza de vida. Como podrá colegirse, esto ha dado como resultado el progresivo envejecimiento de la población (Saad, et al., 2012). De acuerdo con la Comisión
Económica para América Latina (Cepal) (en Saad, et al., 2012: 22-23), los países de la
región latinoamericana atraviesan transiciones demográficas que se clasifican de acuerdo con su grado: muy avanzado, avanzado, pleno y moderado. Según esta misma fuente, Guatemala presenta una transición moderada debido a que la tasa de fecundidad ha
disminuido muy poco y sigue siendo la más alta de la región (4.2 hijos por mujer), al
igual que la tasa de crecimiento poblacional, que es de 2.8 por ciento.
76
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
espacio a la imagen del joven emprendedor. Esta última ha cobrado
auge porque, en el marco del capitalismo neoliberal globalizado se
asiste a sociedades en las que prima el valor del dinero por encima
del valor de la educación. Así las cosas, la representación del joven
emprendedor, creativo, exitoso, portador de ideas innovadoras y que
o bien representan una solución frente a distintos problemas, o bien
tienen una positiva acogida comercial, va ocupando su espacio en
el imaginario social sobre el joven permitido.
Para completar estas visiones esencialistas y parcializadas que
funcionan como una etiqueta social, cabe indicar que aproximadamente desde los años sesenta del siglo xx se alzó en Latinoamérica
la consideración del joven como un ser rebelde por naturaleza. En
parte, esta representación se alimentó de la célebre película Rebelde sin causa (1955), protagonizada, entre otros, por el célebre James Dean, quien desde entonces encarnó la figura del adolescente
desafiante y desobediente que, como icónico portador del conflicto
generacional, pone en constante jaque a la autoridad. Otro ingrediente nutricio en este mismo sentido fue la Revolución Cubana,
que permitió afianzar la imagen del joven revolucionario, portador
del cambio social, hacedor de sueños y constructor por excelencia
de mundos mejores.
La valoración de estas versiones pasó a depender de visiones
ideológicas opuestas. Así, este joven rebelde podía ser el inconforme iconoclasta, el constructor de utopías, el estudiante organizado,
el guerrillero. A este último podría valorársele desde la perspectiva
del héroe –trágico o no–, o desde la visión del delincuente desviado, antisocial. Las versiones actuales de estas representaciones
serían el joven alternativo, de vanguardia o, como suele decirse, el
“pro”, versus el joven criminal delincuente (por lo general, pandillero, marero o, incluso, “terrorista”).
Para el caso de Guatemala, Deborah Levenson (2013) señala
que en el período que va de 1954 a 1980 se mantuvo constante la
importancia que las élites daban a la juventud educada. No obstante, lo que caracterizó a esa época fue que en ella se dio el inicio de
las organizaciones insurgentes y revolucionarias que se opusieron
a los sucesivos gobiernos militares y antidemocráticos que gobernaron al país. Muchos jóvenes estudiantes pasaron entonces a ser
Jóvenes en los márgenes:
entre ausencias y dicotomías esencializadas
77
revolucionarios y, por consiguiente, fueron perseguidos por el Estado contrainsurgente.
Cientos de dichos jóvenes estudiantes actuaban con espíritu
crítico y cuestionaban las visiones tanto del Gobierno como de las
élites adultas en él encarnadas. Esto desató una nueva manera de
considerar quiénes eran los jóvenes “buenos” y quiénes los “malos”. Contra estos últimos, los revolucionarios, el Estado desató una
ola de represión que se expresó de diversas maneras, pero que “[…]
dirigida hacia los estudiantes urbanos tuvo su propia especificidad”
(Levenson, 2013: 40). Por ejemplo, se promulgó una Ley de Orden
Público que buscaba controlar la manifestación de estilos juveniles.
Así, “[…] la Policía Nacional empezó a cortar el cabello de los jóvenes y a hostigar a las jovencitas que no estuvieran vestidas ‘con
modestia’” (Ibid., 41).
La represión –particularmente urbana– fue brutal, de manera
que hacia 1972, según Levenson (2013), unos 30 mil guatemaltecos habían caído asesinados o habían sido desaparecidos. Fue en
ese contexto cuando aparece en la escena institucional del Estado
el sujeto social “joven”. Mario Castañeda (2013: 63) refiere que
durante el gobierno de Carlos Arana Osorio (1970-1974) vio la luz
el Informe nacional sobre la situación de la familia, la infancia y la
juventud, que data de abril de 1971. El sujeto social juvenil también
se menciona en el Plan Nacional de Desarrollo presentado por el
presidente Kjell Laugerud (1974-1978); en 1977 surge el Instituto
Nacional de la Juventud (Inajú) y, años más tarde, durante el gobierno de la Democracia Cristiana (1986-1991), se crea el Consejo
Nacional de la Juventud. Este último sería el ente encargado de
impulsar el Plan Nacional de Juventud que estaría vigente durante
los años de la referida administración gubernamental.
Pese a que en Guatemala se había comenzado ya una línea institucional en la que el sujeto social juvenil tenía alguna presencia,
las juventudes como grupo social heterogéneo y con características
diferenciadas (más que demográfica, identitariamente hablando)
permanecieron invisibilizadas durante el proceso de paz, de manera que en los acuerdos que pusieron fin al enfrentamiento armado
interno constituyen una significativa ausencia.
78
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
En su oportunidad, el proceso de paz guatemalteco fue considerado por la comunidad internacional como ejemplar, sobre todo
por su profunda mirada hacia las causas estructurales del conflicto
armado interno, que pretendían abordarse mediante un ambicioso
programa de reformas contenido en los denominados acuerdos sustantivos. En ellos se incluyeron compromisos tendentes a la reforma
del Estado, base sobre la cual se pretendía abordar desde problemas
socioeconómicos de larga data –incluyendo cuestiones en torno a
la propiedad, uso y tenencia de la tierra, o el racismo y la exclusión
sociocultural– hasta la reforma educativa y la del sector seguridad
y justicia. Otro hecho que también fue considerado como muy positivo fue que en el proceso de negociaciones de paz participaran
diversos grupos representativos de la sociedad civil, destacando la
presencia organizada de los pueblos originarios y las mujeres.
Desde ambas perspectivas, contenido de los acuerdos y proceso desde el cual estos fueron consensuados, la juventud se mantuvo
ausente. Ausente como actor político y como sujeto social diferenciado cuyas demandas y necesidades debían también ser atendidas
diferenciadamente.
En efecto, los acuerdos sustantivos no adoptan una perspectiva intergeneracional o de ciclo de vida, ni toman en cuenta información demográfica para diseñar cambios y transformaciones a la
medida de los desafíos poblacionales del presente y las décadas
siguientes. Obviaron la condición juvenil desde la cual un significativo segmento de la población, con necesidades y aspiraciones
particulares, estaba siendo excluida y aun discriminada. Ocioso
es decir que tampoco toman en cuenta elementos configuradores
de las identidades juveniles diversas de los jóvenes en tanto sujeto
político que, de alguna forma, había tenido un papel protagónico
durante el enfrentamiento y las luchas revolucionarias.
Olvidar esas perspectivas no permitió vislumbrar problemáticas
que, en el posconflicto, emergerían con nuevos y devastadores
potenciales. Este es el caso del rol central que los jóvenes tienen en
dinámicas que veinte años después resultarían ser las más sensibles
para el país, comportando renovados desafíos para la paz. Entre
ellas, la inseguridad y la violencia asociadas con la criminalidad
común y con el auge del crimen organizado (Mackenbach y
Jóvenes en los márgenes:
entre ausencias y dicotomías esencializadas
79
Maihold, 2015); la emigración en condiciones de precariedad (pues
el derecho a quedarse es prácticamente inexistente); la amenaza que
representa un numeroso contingente de jóvenes urbanos hombres
desocupados y la falta de oportunidades, en particular, de acceso a
educación y trabajo.
En un ciclo que evidentemente se retroalimenta, han corrido
similar suerte los estudios de juventud en Guatemala. Mario Castañeda (2013) advierte que no es sino hasta 1970 cuando surgen los
primeros escritos que podrían ser clasificados como parte de lo que
hoy se conoce como Sociología de la Juventud. Una década más
tarde, la producción sobre la temática se amplía, para proliferar en
lo que va del siglo xxi a partir del apoyo que el tema ha recibido de
parte de la cooperación internacional.
No obstante, vale la pena subrayar que las líneas de investigación sobre juventud no logran continuidad, de manera que no
alcanzan a configurar una tradición académica. La escasa producción investigativa por lo general se lleva a cabo en el marco de
consultorías que se quedan en el nivel del diagnóstico sobre la situación de las personas jóvenes y los marcos institucionales encargados de darle seguimiento, eludiendo un entendimiento complejo
sobre qué significa ser un joven concreto en Guatemala y cuáles
son las diversas identidades juveniles que ellos y ellas expresan. Estos entendimientos podrían tener el potencial de ofrecer soluciones
más eficaces a la problemática que las juventudes enfrentan.
En la magra producción existe un significativo vacío de conocimiento sobre las mujeres jóvenes e indígenas; se advierte “[…]
poca presencia desde las voces de las y los sujetos en estudio, y se
perciben más diagnósticos y propuestas de acción sobre aspectos
referidos a capacitación, educación sexual y salud reproductiva,
seguridad y prevención de violencia, por mencionar algunos” (Castañeda, 2013: 54-55). Además de que se sobredimensiona la visión
del joven como protagonista de una problemática social, se habla
de, pero no con, de manera que “[…] la juventud aparece como
objeto de deseo y objeto del discurso social, pero siempre del discurso de otro: los jóvenes nunca hablan, no son sujetos del discurso
social sino su espectáculo” (Urteaga, 2011: 37).
80
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Las personas jóvenes y las violencias (simbólicas, estructurales
y directas)
Hasta hace muy poco tiempo, los mayores podían decir:
“¿Sabes una cosa? Yo he sido joven y tú nunca has sido viejo”.
Pero los jóvenes de hoy pueden responder: “Tú nunca has sido joven
en el mundo en el que yo lo soy, y jamás podrás serlo”.
Margaret Mead (1970)
Una visión profunda sobre lo que es ser joven en determinado contexto específico, cuáles son las distintas identidades juveniles que
se asumen a determinadas edades, cómo se construye la identidad
juvenil y en relación a qué o a quiénes, apela a preguntas complejas que en Guatemala parecen no ser importantes cuando se
trata de abordar la “problemática juvenil”, asociada hoy en día sobre todo con ese lado oscuro de jóvenes no contenidos porque no
han sido docilitados; no vulnerables, sino vulnerabilizados por toda
suerte de exclusiones (de quienes los mal llamados ninis vendrían
a ser una clara muestra); y “no bien logrados” porque asumen conductas desviadas entre las cuales el consumo de drogas, el abuso
del alcohol, la precocidad sexual, el comportamiento promiscuo,
la adscripción a una cultura juvenil21 y la participación en un grupo
considerado criminal ocupan un lugar protagónico.
Esta falencia sugiere, en principio, que se da por sentado un
conocimiento (¿adulto?) de las identidades y los mundos juveniles,
o bien que estas cuestiones no son relevantes a la hora de plantear
soluciones “integrales” frente a la problemática; asimismo, resulta
indicativo de una postura metodológica en la que se prescinde de
la voz juvenil al momento de abordar estos temas.
Pero también da idea de las dificultades epistémicas que implica
acercarse a las juventudes (en plural, pues así se reconoce la diversidad
21
Se refiere a jóvenes que, identificados con una cierta estética, práctica o discurso, es decir, adscritos identitariamente, asumen grupalidades específicas (emos, punks, góticos,
rastas, skinheads o, incluso, pandillas). Según Feixa y González (2006: 183), se trata de
los “[…] jóvenes aglutinados en micro-sociedades, como las bandas, las pandillas o las
tribus, con estilos “espectaculares” surgidos en las urbes metropolitanas, que, corporeizados por la clase, la etnicidad, el territorio y la estética, son creados y recreados por
los medios de comunicación masiva y el mercado”.
Jóvenes en los márgenes:
entre ausencias y dicotomías esencializadas
81
que caracteriza a este segmento poblacional) porque ellas arrojan
una imagen especular que, tras una mirada atenta, puede mostrarnos un autorretrato que quizás queremos negar o, en alguna
medida, nos empeñamos en opacar. Es en los jóvenes en donde
confluyen y se acrisolan los principales rasgos caracterizadores de
una sociedad, lo cual obedece a los procesos de transmisión intergeneracional de la cultura, una cultura de la que ellos abrevan y,
por el momento del ciclo de vida en el que se encuentran, internalizan, reflejan, reproducen y, a menudo, dramatizan (en el sentido
de que moldean, amplifican y exacerban sus caracteres como rasgo
distintivo de su propia identidad etaria, en la cual se imbrican identidades de género, sexo, clase, étnico-raciales, entre otras). Es decir,
las personas jóvenes son lo que son –nos guste o no– porque así
les hemos enseñado a ser, directa o indirectamente. Estas muestras
de lo que hemos sido y somos a menudo son incómodas, sobre
todo cuando provienen de aquellos jóvenes cuya “desviación” nos
negamos a asumir como producto de las condiciones sociales, económicas y políticas que las generaciones adultas –y aun las generaciones anteriores a las hoy adultas, en un continuo histórico que no
cesa– hemos creado.
Las personas jóvenes de hoy muestran los rasgos de una sociedad cuyas principales instituciones se encuentran en crisis (Duschatzky y Corea, 2004; Castro Santander, 2012; Reguillo, 2013). Como
señala Paula Sibilia, “Las sólidas paredes de aquellos edificios que
vertebraron la sociedad industrial están agrietándose: tanto los colegios como las fábricas, los hospitales, las cárceles y otras instituciones semejantes están en crisis en todo el mundo” (2005: 26).
La familia ha perdido su unidad funcional como transmisora
de valores «valorables» en el mundo actual; ha visto erosionada
su capacidad de brindar protección y constituir un espacio de socialización intergeneracional armónica. En escenarios de discusión
con respecto a la actual crisis de violencia e inseguridad suele ser
frecuente escuchar que la “violencia juvenil” obedece a la desintegración familiar, principal semillero de jóvenes “desviados” que
no reciben una educación adecuada de parte de sus padres. Desde
esta visión nuclear –y por lo tanto patriarcal y conservadora– se
reducen y privatizan las responsabilidades, y se olvidan las circunstancias socioeconómicas y políticas que a menudo impiden a las
82
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
familias, en su diversidad de formas (nuclear, ampliada o extendida,
monoparental), cumplir de mejor manera su rol protector y socializador. Estas circunstancias son, en todo caso, responsabilidad del
Estado y de las élites políticas y económicas que tienen y han tenido
injerencia histórica en su formación y funcionamiento real.
Desde una perspectiva tradicional, como institución creada al
tenor de los ideales de la modernidad, cabe indicar que la escuela
hoy en día apenas puede consigo misma, con resultados que, en
países como Guatemala, se traducen en magros indicadores de calidad y cobertura educativa, entre otros. La escuela muestra limitadas
disposiciones de adaptación a esa modernidad líquida (Bauman,
2000/2004) actual en la que tambalean las certezas sobre los contenidos y las formas de las instituciones; en ella escasea la capacidad
de ser referente de un mundo científico-tecnológico que se desarrolla a una velocidad de vértigo, y existe poca voluntad para que se
generen las condiciones que permitan a los estudiantes aprender a
aprender (por no decir aprender a ser libres y a ser felices, lo cual
evitaría caer en la primacía del conocimiento instrumental, por demás cuestionable si es el único que las sociedades y los colectivos
humanos consideran valioso).
Y el Estado-nación, como espacio de contiendas y conjunto heterogéneo de instituciones, atraviesa por una profunda crisis de legitimidad porque, entre otros, no se muestra capaz de dar respuesta
a las diversas necesidades de la población, tal como evidencian las
distintas encuestas nacionales de condiciones de vida (Encovi), los
informes de desarrollo humano que elabora el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud) y los informes sobre el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (odm), entre
otros muchos diagnósticos, monografías y reportajes periodísticos
de distintas épocas históricas y procedencias. En países como Guatemala, el Estado tiene un marcado carácter racista, monocultural,
patriarcal, adultocéntrico y excluyente, lo cual no solo atenta contra
los derechos humanos, sino le resta credibilidad y eficacia en cuanto
a su pretendido rol como garante del bienestar ciudadano.
En ese escenario, para el caso de Guatemala, hay tres problemáticas que son particularmente significativas para las personas jóvenes: la educación, el trabajo y la violencia.
Jóvenes en los márgenes:
entre ausencias y dicotomías esencializadas
83
Un breve vistazo al acceso a la educación permite indicar que,
de acuerdo con el Ministerio de Educación y la Unesco (2014),
unas 800,000 personas entre los 13 y los 18 años de edad se encontraban fuera del sistema educativo nacional hacia el año 2011
(de este grupo, 54 por ciento aproximadamente estaba conformado
por mujeres). Si se amplía el rango de edad, siguiendo a la Política
nacional de juventud 2012-2020, cabe señalar que 1.8 millones
de niñas, niños y jóvenes entre los 10 y los 19 años de edad se encontraban fuera del sistema educativo en 2012 (Guatemala, Mides,
Segeplán y Conjuve, 2012). En esa fecha, solo un 13.7 por ciento
de personas entre los 15 y los 29 años de edad había concluido el
tercer grado del ciclo básico, mientras que el 10.6 por ciento había
culminado el diversificado. Todo esto se traduce en el hecho de que
el promedio de escolaridad de jóvenes entre 15 y 24 años sea de
7.2 años, cuando estudios de la Comisión Económica para América
Latina y el Caribe (Cepal) afirman que para romper el ciclo de la
pobreza se necesitan al menos diez años de escolaridad (en Guatemala, Conadur/Segeplán, 2014). Y apenas un 7.8 por ciento de la
población comprendida entre los 18 y los 30 años cuenta con estudios universitarios (Guatemala, Mides, Segeplán y Conjuve, 2012).
A los déficits de cobertura cabe agregar los bajos niveles de calidad
educativa que persisten en el país, los cuales se agudizan en la medida en que se avanza hacia el nivel medio de la educación (que es,
justamente, el que atiende a jóvenes). Así, por ejemplo, hacia 2013
solo el 14.58 por ciento y el 18.35 por ciento de estudiantes del
ciclo básico alcanzaba el logro en Lectura y Matemáticas, respectivamente (Mineduc y Unesco, 2014).
En el caso de los jóvenes, el inicio de la vida laboral se asocia
con las primeras manifestaciones de una vida independiente, es
decir, se asocia con la ganancia de mayor autonomía. Sea generado
a partir de un empleo o de una actividad por cuenta propia
(autoempleo), el trabajo dignifica decididamente a la persona
humana. Va más allá de una actividad que se realiza en aras de
agenciarse recursos económicos para sobrevivir, pues tiene que
ver con la puesta en marcha de una serie de capacidades para
construir y ser agente del propio desarrollo y la transformación del
entorno. De ahí que se considere que el trabajo es clave para la
realización plena de la persona, permitiéndole ser parte activa y
84
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
constructiva de la comunidad en la que vive. Es por ello, por esta
multidimensionalidad por la cual el trabajo es relevante, que flagelos
como el desempleo y el empleo precario no tienen solamente
“[…] una dimensión económica, sino también una sociológica, de
autoestima y satisfacción personal […]” (pnud, 2012: 108).
En Guatemala, tanto para adultos como para jóvenes, el acceso
a un empleo decente22 es problemático. Ello obedece a dos motivos:
primero, la globalización económica ha hecho que el mercado de
trabajo sea más competitivo, demandando a las personas más años
de educación y mayores competencias vinculadas con los recientes
avances tecnológicos; segundo, la debilidad macroeconómica del
país, que continúa ofreciendo empleos en el sector primario de la
economía o en el sector informal, o bien, que depende significativamente de las remesas familiares (Guatemala, Conjuve, sesc e ine,
2011). De esa cuenta, en los últimos cinco años de la década de
2000, una mayor actividad económica no ha motivado un aumento
de más y mejor empleo juvenil. En efecto, “El empleo total de las y
los jóvenes de 15 a 24 años cayó una quinta parte (20 por ciento) de
lo que creció el PIB, es decir que por cada 100 unidades adicionales de bienes y servicios producidos se perdieron veinte empleos en
promedio, situación que se agrava al develar el comportamiento del
empleo formal e informal. La lectura muestra que por cada 100 unidades adicionales de bienes y servicios generados se perdieron 307
empleos formales, pero se ganaron 103 empleos informales” (pnud,
2012: 114-115). Y es que, en efecto, la principal problemática del
país, más que el desempleo, son el empleo precario23 y la baja productividad laboral (PIB por persona ocupada). Esta última ha sido,
históricamente, la más baja de Centroamérica (pnud, 2012).
Ello no significa que el desempleo no afecte: según la enju
2011, más de dos millones de jóvenes se encontraban inactivos
22
23
De acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo (oit), se define como empleo
decente uno que “[…] sea productivo y que produzca un ingreso digno, seguridad en el
lugar de trabajo y protección social para las familias, mejores perspectivas de desarrollo
personal e integración a la sociedad, libertad para que la gente exprese sus opiniones,
organización y participación en las decisiones que afectan sus vidas, e igualdad de
oportunidades y trato para todas las mujeres y hombres”. Véase en http://www.ilo.org/
global/topics/decent-work/lang--es/index.htm
Datos de la Encuesta nacional de condiciones de vida de 2011 (Encovi 2011) señalan
que de la totalidad de jóvenes empleados entre 15 y 24 años de edad, tres cuartas partes
tenían empleos informales (en pnud, 2012).
Jóvenes en los márgenes:
entre ausencias y dicotomías esencializadas
85
laboralmente en el año en que se levantó la información de
esta encuesta (lo cual representa un 49.4 por ciento del total
de población comprendida entre los 15 y los 29 años). Entre la
población económicamente activa (pea) del país, ocho de cada diez
personas desocupadas eran jóvenes. La situación se agrava en el caso
de las mujeres, pues según la misma fuente, un 51.8 por ciento de
los hombres encuestados reportó estar trabajando, mientras solo lo
hizo un 21.9 por ciento de las mujeres entrevistadas. Esta diferencia
significativa debe analizarse a la luz de los modelos patriarcales y el
machismo que caracterizan las relaciones de género en la sociedad.24
La pertenencia étnica también influye, puesto que un 41.6 por
ciento de jóvenes indígenas refirió estar trabajando en el momento
en el que se levantó la enju 2011, en contraposición al 32.1 por
ciento de no indígenas. Esto se explica por razones tanto culturales
como económicas que, evidentemente, se realimentan entre sí; ello
porque los hogares indígenas del país han mostrado históricamente
los niveles más altos de pobreza y pobreza extrema, de manera que
desde muy tempranas edades se ven en la necesidad de involucrar
a sus hijos e hijas en actividades productivas y reproductivas para
ampliar, en un denodado esfuerzo, los ingresos del núcleo familiar.25
Otra problemática que aqueja particularmente a los jóvenes es
el auge de la criminalidad y la violencia. La inseguridad que se vive
en Centroamérica –particularmente en el denominado Triángulo
Norte, conformado por El Salvador, Guatemala y Honduras– afecta
en su mayoría a los hombres jóvenes que viven en las áreas urbanas
y que además pertenecen a los estratos con menos oportunidades
socioeconómicas. Así, en 2008, en Guatemala, un 58 por ciento de
los homicidios fue cometido por jóvenes y, de acuerdo con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud), la tasa de
homicidios de personas comprendidas entre los 15 y los 24 años
24
25
Como se sabe, a partir de los modelos tradicionales de género se asignan roles diferentes a las personas, de acuerdo con su identidad sexual (división sexual del trabajo).
Así, culturalmente se restringe el trabajo de las mujeres al ámbito doméstico (privado),
circunscribiéndolo en buena medida al rol reproductor que a ellas se asigna. Cabe subrayar que, por lo general, el trabajo doméstico no se considera un “verdadero trabajo”,
tiende a no ser tasado económicamente (pues aún no se le cataloga entre las actividades
productivas) y suele no ser remunerado.
Por lo general, para el caso de los pueblos indígenas, las actividades productivas se
refieren a la agricultura o el comercio informal (y, como se sabe, las reproductivas, para
todos los grupos étnicos, hacen referencia a las tareas domésticas y del cuido que, casi
en su totalidad, se vuelven responsabilidad de las niñas y jóvenes mujeres).
86
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
de edad era, en el país, la cuarta más alta del mundo en 2011 (en
Alvarado Mendoza, 2014: 420 y ss.). Si bien la tasa de homicidios
ha disminuido en el último quinquenio, pasando de 34.20 por cada
100,000 habitantes, en 2012, a 27.31, en 2016, los hombres jóvenes
siguen siendo la mayoría de las víctimas; en efecto, el 89 por ciento
de muertes violentas de 2016 obedece a hombres, mientras que la
mayoría del total de víctimas oscila entre los 21 y los 30 años de edad
(Guatemala, Secretaría Técnica del Consejo de Seguridad, 2017).
Las vidas humanas que se pierden son, como se sabe, incalculables. Pero a esos costos cabe agregar los impactos que la violencia y la criminalidad tienen en la economía de los países, con
estimados que en 2011 el Banco Mundial ubicó en un 8 por ciento
del pib, y que en 2013 el Instituto para la Paz y la Economía (iep,
por su sigla en inglés), con sede en Australia, calculó en un 9 por
ciento para el caso de Guatemala (en Aguilar, Rubén, 2014). A este
monto cabe añadir que la violencia y la delincuencia ralentizan el
desarrollo, desestimulan la inversión y hacen que tanto el Estado
como la iniciativa privada inviertan sumas cuantiosas en seguridad,
en desmedro de otras inversiones con mayor potencial de transformar la vida de las personas. El flagelo trastoca todas las relaciones
sociales, afectando, entre otros, los procesos de socialización, “[…]
entendidos como las formas de acompañamiento que diversas instituciones sociales generan para moldear los procesos de continuidad-cambio-ruptura que se suceden entre generaciones” (Aguilar
Umaña, 2017).
Niños, niñas y jóvenes se encuentran entre los grupos
poblacionales más afectados por esta espiral de violencia que
no solo está cobrando vidas y produciendo daños físicos que
están a la vista y nutren las estadísticas sobre criminalidad, sino
también está generando trastornos psicológicos que apenas se han
comenzado a advertir. En efecto, la salud mental de las personas
se ve comprometida ante la permanente crisis de inseguridad,
produciendo traumas individuales y colectivos que inciden en los
niveles de confianza interpersonal, modifican la manera como se
elaboran vínculos afectivos diversos, generan incertidumbre frente
al futuro y comprometen la alegría de vivir y de ver, en el porvenir,
algo promisorio.
Jóvenes en los márgenes:
entre ausencias y dicotomías esencializadas
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Dicotomías actuales
En el caso de las personas jóvenes, las dicotomías esencializadas
expresadas en el binomio joven permitido/desviado se inclinan hoy
en día hacia este último extremo. Es decir, puede considerarse que
en la actualidad es más fuerte la tendencia a valorar negativamente
a los jóvenes, lo cual produce mayor estigmatización juvenil. En
principio, porque hay una notable presencia de millares de jóvenes
sin acceso a la educación y al trabajo, engrosando las filas de los famosos ninis, neologismo que si bien expresa una condición social,
también designa una etiqueta de reciente cuño que se ha ido amplificando gracias a los medios masivos de comunicación, y que ha
sido asumida acríticamente por políticos, tomadores de decisión,
funcionarios de organismos internacionales, diseñadores de políticas públicas y operadores de oenegés, entre otros actores diversos.
Este fenómeno ha cobrado creciente preocupación alrededor del
mundo (de Hoyos, Rogers y Székely, 2016; Tornarolli, 2016) porque
se relaciona con el bienestar social y con ambientes —sobre todo
urbanos— más seguros. En América Latina, son los países de la región centroamericana los que presentan mayor cantidad de ninis,
pero Guatemala es el que ostenta un porcentaje más alto, con un
27.7 por ciento de la población joven bajo esta categoría (Tornarolli, 2016: 8); de hecho, en el país se calculan alrededor de 800,000
jóvenes fuera del sistema educativo y sin empleo (Guatemala, Mides, Segeplán y Conjuve, 2012).
Al oír hablar de los ninis suele despertarse la concepción de un
grupo de jóvenes descreídos, sin estímulo alguno, apáticos, “buenos para nada” y quizás holgazanes, que no realizan el más mínimo
esfuerzo por salir adelante; al escuchar la palabra casi puede uno
imaginarse a un joven desgreñado conectado permanentemente a
los videojuegos o a la televisión, “sin oficio ni beneficio”, sobre
todo si su situación económica es holgada, pues si no lo es, los ninis
resultan ser el clásico vago de la calle, casi con un pie adentro de la
pandilla. En el peor de los casos, desde una relación muy simplista
se tiende a asociar desocupación con violencia,26 de manera que en
26
Resulta interesante anotar que uno de los hallazgos de un reciente estudio sobre centros
de privación de libertad en El Salvador advierte que el 85.5 por ciento de internos tenía
trabajo un mes antes de ser detenido (Villalta et al., 2015). Al señalar este dato no se
quiere indicar que no es importante considerar la desocupación juvenil como un factor
de riesgo de la violencia, pero el dato claramente sugiere que la relación entre desocupación y criminalidad no es directa ni automática. Este es, en todo caso, un tema para
futuros y más complejos análisis.
88
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
el imaginario se relaciona a estos jóvenes “vagos” con la mayoría
de hechos violentos y delictivos que tanto están comprometiendo la
seguridad de las personas en el país y en la región.
Es preciso observar, sin embargo, que la categoría nini obedece
a un dato que proviene de las encuestas de hogares de los países
(Tornarolli, 2016) y se obtiene a partir de la respuesta a preguntas sobre qué ocupación tienen los jóvenes en determinado momento. Las respuestas obedecen, por consiguiente, a una situación
que puede muy bien ser solo temporal (situación que de tiempo en
tiempo también aqueja a los adultos), y a menudo invisibilizan la
contribución de los jóvenes al trabajo doméstico (sobre todo, de las
mujeres jóvenes), o a las tareas reproductivas y del cuido (que también recaen mayoritariamente en las mujeres). Como podrá colegirse, los ninis provienen de los estratos de bajos ingresos, de manera
que esta constituye una categoría analítica evidentemente clasista.
Hablar de ninis, por consiguiente, configura una nueva etiqueta
esencializadora que, en una sociedad adultocéntrica, patriarcal, racista y clasista corre más el riesgo de contribuir a la estigmatización
que a la explicación congruente de fenómenos sociales complejos.
En el imaginario social, la inclinación hacia la consideración
de las personas jóvenes como desviadas también se acrecienta por
la participación de jóvenes en terribles y execrables hechos de violencia. Su presencia en estos casos es tan concreta y avasalladora
que no resulta difícil entender por qué una ciudadanía indefensa y
en extremo desconfiada de las capacidades del Estado para brindar seguridad pública ha ido enriqueciendo el imaginario sobre el
joven desviado; aumentando los niveles de estigmatización y consolidando las distancias que impiden un más fluido y constructivo
relacionamiento intergeneracional. Los medios de comunicación,
sin embargo, amplifican con creces esta situación, contribuyendo
de manera decidida a la estigmatización de los mundos juveniles:
Tanto la ciudadanía angustiada por un crimen que percibe a cada
momento como más amenazante, como los medios de comunicación empeñados en abultar su sintonía, convierten a los jóvenes en
general y a los pandilleros en particular en la encarnación viva del
crimen urbano. El estigma se endurece una vez se mira hacia los
sectores populares, sus jóvenes se tachan sin miramiento de pandilleros y violentos desalmados (Perea Restrepo, 2007: 37).
Jóvenes en los márgenes:
entre ausencias y dicotomías esencializadas
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La experiencia de vivir en una urbe centroamericana atestigua
cómo los jóvenes, en particular los hombres pobres, cuya piel morena no puede ocultar el ascendiente indígena o afro, que transitan
a pie, y que adicionalmente utilizan una vestimenta, accesorios y
peinados propios de la expresividad de los mundos y las culturas
juveniles, son rechazados, discriminados y, a priori, considerados
delincuentes.27 Si además fuman, se cree que consumen alguna
droga, o se mueven en pequeños grupos, la animadversión es total
y la sentencia es definitiva: “son pandilleros”, que es tanto como
decir “son criminales”, “asesinos desalmados”, “extorsionadores”,
entre otros.28 Como ilustra la significativa experiencia descrita por
Mónica Salazar en este mismo volumen, el etiquetamiento negativo
es tan fuerte que permea aún las visiones profesionales sobre la
desviación, e influencia la proyección de emociones corporeizadas que parecen instalar una barrera que a menudo se antoja infranqueable, pero que en todo caso constituye una “comunicación
emocional” de claras distinciones: ellos/nosotros.
El fenómeno parece común a la región latinoamericana, pues
como señala Romina Bustos para el caso de jóvenes argentinos,
“[…] la figura del delincuente que asociamos con la de ‘pibe chorro’ adquiere algunos matices en tanto a algunos jóvenes se los perseguirá y asesinará por su vinculación con el delito; y a muchos
otros por pertenecer a sectores de bajos recursos económicos, vivir
27
28
Al momento de escribir estas líneas, en abril de 2017, un joven guatemalteco de 25 años
de edad compartió conmigo que, debido a su pelo largo, los adultos con quienes convive
en la universidad consideran que consume marihuana. Unos días más tarde, este mismo
joven me comentó cómo en una ocasión la policía lo detuvo a él y a sus compañeros de
banda, considerando que ellos se habían robado los instrumentos musicales que portaban, pues por su aspecto físico «no parecían músicos que supieran tocar los instrumentos». También me comentó cómo la policía solía revisarles “hasta los panes por dentro y
los dulces” en busca de drogas. Resulta obvio que no existen rasgos físicos propios de un
músico de banda o no, de manera que el accionar policial en este y en millares de casos
similares resulta evidentemente prejuicioso, discriminador y estigmatizador.
Lo cual es particularmente válido para países de la región centroamericana, como Honduras y El Salvador, en donde la pertenencia a una pandilla forma parte del catálogo de
tipos penales. En el primero de estos países se aprobó, en agosto de 2002, la llamada
Ley Antimaras. En El Salvador, por su parte, se aprobó en septiembre de 2010 la Ley
de Proscripción de Maras, Pandillas, Agrupaciones, Asociaciones y Organizaciones de
Naturaleza Criminal, Decreto No. 458. En ambos casos, organizaciones de derechos
humanos han reclamado que la ley haga punible la mera pertenencia a un grupo, en
lugar de criminalizar el hecho delictivo en sí (para lo cual los entramados jurídicos de
ambos países ya eran suficientemente abarcadores).
90
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
en villas o sólo [sic] por “portación de rostro”, propiciando el surgimiento de la teoría lombrosiana”29 (2015: 41).
El relacionamiento entre las fuerzas de seguridad pública y estos jóvenes pobres acumula incontables episodios de abuso y discriminación. Llega a mi memoria el testimonio de un joven salvadoreño aprehendido en varias ocasiones por la policía que, al solo ver
a un guardia de seguridad uniformado, entraba en crisis: recuerdo
indeleble de los episodios de tortura que sufrió durante capturas
oficiosas que no llegaron a nada, pues nunca se presentaron pruebas en su contra; o la historia de skaters y breiqueros expulsados
por las autoridades ediles del parque San Sebastián y de la Escuela
Municipal de Arte, ubicada en el conocido “Edificio de Correos”
en la ciudad de Guatemala, solo porque “ocupaban espacio” y su
presencia resultaba ofensiva a las “personas de bien”.
Además de alimentar un imaginario ciudadano en el que los
aparatos de seguridad y justicia del Estado se posicionan en oposición a las grandes mayorías de la población (y como correlato de
ello, a favor de las clases económicamente poderosas) y de tensionar innecesariamente las relaciones entre jóvenes y policías,
muchos mecanismos de persecución y acoso contra los jóvenes
reproducen hechos criminales y violaciones a los derechos humanos entre las cuales el encarcelamiento masivo a partir de redadas
indiscriminadas y las ejecuciones extrajudiciales son quizás los más
significativos. La discriminación y estigmatización de las fuerzas de
seguridad pública hacia los hombres jóvenes pobres también desvía la atención pública y mediática, de manera que se invisibilizan
otras problemáticas sociales como la corrupción, la inequidad, el
deterioro ambiental o, incluso, la existencia de pandillas y otros
grupos criminales conformados por hombres jóvenes de clase alta.
El rechazo hacia las formas de agregación juvenil –sobre todo
si los miembros del grupo son hombres de estratos de bajo ingreso– hace caso omiso de que en la etapa de socialización en la que
29
En referencia a las teorías del criminólogo italiano Ezechia Marco Lombroso (18351909), quien creía que las causas de la criminalidad estaban determinadas por la genética y, por consiguiente, eran observables en ciertos rasgos físicos o fisionómicos de
las personas. Otros elementos de esta teoría –desestimada por la criminología moderna– refieren que el clima y la ubicación geográfica de los países también influían en la
comisión de hechos delictivos.
Jóvenes en los márgenes:
entre ausencias y dicotomías esencializadas
91
se encuentran los jóvenes la convivencia entre pares resulta fundamental.
Se puede decir, por tanto, que la mayoría de los jóvenes forma grupos no violentos cuyo interés fundamental es relacionarse entre
ellos, vivir su estética y disfrutar de sus grupos musicales o de las actividades que habitualmente protagonicen su ocio. Estas vivencias
identificatorias les ayudan a definirse y a diferenciarse de otros grupos o ideologías dentro de los jóvenes. Ambos procesos de identificación y diferenciación están estrechamente relacionados en [sic]
la construcción de su identidad social. Por ello la mayor parte de
los jóvenes urbanos están simplemente mostrando a la sociedad su
presencia diferenciándose de los adultos y de otros jóvenes, lo cual
es un objetivo bien distinto de la violencia (Fernández Villanueva,
1998: 26-27).
Esta repelencia hacia los jóvenes agrupados también pone en evidencia ciertos niveles de resistencia al cambio y, quizás, hasta de
ceguera e incomprensión acerca de las sociedades y los mecanismos de evolución y transformación social. En este sentido, conviene traer a colación los ahora clásicos análisis de la antropóloga
Margaret Mead (1901-1978), quien al clasificar a las culturas en
postfigurativas, cofigurativas y prefigurativas señalaba con claridad
que los procesos de socialización se han venido produciendo de
diferentes maneras, y que ello tiene indudable relación con la evolución y el futuro de la humanidad.
Las sociedades primitivas y los pequeños reductos religiosos e ideológicos son principalmente postfigurativos y extraen su autoridad
del pasado. Las grandes civilizaciones, que necesariamente han
desarrollado técnicas para la incorporación del cambio, recurren
típicamente a alguna forma de aprendizaje cofigurativo a partir de
los pares, los compañeros de juegos, los condiscípulos y los compañeros aprendices. Ahora ingresamos en un período, sin precedentes
en la historia, en el que los jóvenes asumen una nueva autoridad
mediante su captación prefigurativa del futuro aún desconocido
(Mead, 1970/2006: 35).
Cuando Mead escribió Cultura y compromiso, en 1970, lejos estaba
de verificarse la masificación inusitada que en los últimos veinte
años han tenido las tecnologías digitales de información y comunicación, las cuales constituyen un elemento central y definitorio de
una nueva forma de organización social, la sociedad red (Castells,
2006/2013). Las personas jóvenes ocupan un lugar central en este
92
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
nuevo orden social, pues se mueven en las redes de comunicación
digital de manera natural, en calidad de nativos. Esto influye en la
configuración de identidades que, como podrá colegirse, se desarrollan en el decurso de un tránsito generacional que solo se explica
desde un telón de fondo histórico, pues desde ahí se pueden precisar y diferenciar aquellos de sus rasgos constitutivos que operan
como distintivos entre una generación y otra.
Ese discurrir histórico se parangona, según Carles Feixa (2014),
con la metáfora del reloj de arena que da paso al reloj análogo y,
luego, al digital. El primero de estos relojes representa la visión del
ciclo vital que se repite de generación en generación (lo que en
el lenguaje de Mead sería una cultura postfigurativa); se trata de
la visión que nos ubica en procesos de socialización que se dan a
partir de la misma secuencia porque milenariamente así ha sido.
De acuerdo con Feixa, “En nuestra sociedad, esta modalidad de
transmisión generacional persiste en aquellas instituciones como
la escuela, el ejército, la iglesia o el mundo laboral, en las que las
estructuras de autoridad están muy asentadas y en las que la edad
o veteranía siguen siendo uno de los pilares del poder y del saber”
(2014: 105). Se trata, por consiguiente, de la visión hegemónica que
consiste en la transmisión, desde los espacios sociales de autoridad
(por excelencia, la familia, la escuela, la iglesia y las estructuras de
poder), de valores y visiones de mundo que preestablecen lo deseable como parámetro de ser joven (lo que he venido denominando
“el joven permitido”).
En la metáfora feixiana, el reloj análogo alude a una idea de medición del tiempo lineal, que discurre hacia el futuro y que, por consiguiente, trae sucesiones generacionales marcadas por la diferencia
y el conflicto transicional. “En nuestra sociedad, esta modalidad de
transmisión generacional persiste en aquellas instituciones en las que
las estructuras de autoridad están repartidas y en las que las jerarquías de edad se difuminan, pero la edad como un todo sigue siendo
un referente de clasificación social, como sucede en el tiempo libre,
las asociaciones juveniles y el mercado” (Feixa, 2014: 109). Esta, la
del reloj análogo, es una metáfora para describir una concepción
mecánica de la juventud, con la cual se identifica el paso del tiempo, la sucesión generacional no exenta de tensiones y conflictos y,
diría, de mi parte, también el desarrollo, visto como progreso lineal
Jóvenes en los márgenes:
entre ausencias y dicotomías esencializadas
93
(aunque no se cuestione hacia qué dirección este se dirige, o a quién
o quiénes beneficia).
Finalmente, el reloj digital emerge en la sociedad posmoderna.
Aquí se invierten los términos pues, con el auge del mundo digital
y las tecnologías de información y comunicación se subvierte la
visión sobre el tiempo, que deja de ser lineal para convertirse en simultáneo, con las comunicaciones distantes en “tiempo real” como
la mejor expresión de ello. Pero también cambian los términos de
autoridad pues, según Mead (citada en Feixa), “[…] son los padres
los que empiezan a aprender de sus hijos, que constituyen un nuevo
referente de autoridad, y dislocan de manera posfigurativa, las fases
y condiciones biográficas que definen el ciclo vital, suprimiendo la
mayor parte de ritos de paso que las dividen” (2014: 113).
Ya en 1970 Margaret Mead advertía:
Ninguna otra generación ha conocido ni ha experimentado jamás
un cambio tan masivo y rápido, ni se ha desvelado por asimilarlo,
ni ha visto cómo las fuentes de energía, los medios de comunicación, las certidumbres de un mundo conocido, los límites del
universo explorable, la definición de humanidad, y los imperativos
fundamentales de la vida y la muerte, cambiaban delante de sus
ojos. Hoy los adultos saben más que cualquier generación acerca
del cambio. En consecuencia estamos igualmente alienados de las
generaciones anteriores y de los jóvenes que han rechazado el pasado y todo lo que sus mayores hacen por el presente (1970/2006:
108-109).
En aquel tiempo no eran tan evidentes como ahora las diferencias
entre los nativos y los inmigrantes digitales. Los jóvenes de hoy –
nativos digitales puesto que el lenguaje de las tecnologías informáticas les es completamente familiar y están ya condicionados a la
innovación y al cambio permanentes– poseen destrezas que son
consideradas centrales por la sociedad de consumo y el mundo
laboral globalizado. Ello les confiere un poder que Mead aún no
alcanzaba a vislumbrar, aunque tuvo una agudeza notable de análisis para preverlo.
La situación ha configurado una nueva tensión que matiza el
binomio joven permitido/desviado, puesto que los jóvenes siguen
siendo clasificados en dependencia de cómo usan las tecnologías
de información y comunicación, cuánto tiempo lo hacen, cómo
94
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
combinan esto con otras actividades, qué de “productivo” hay en
todo ello, entre otros cuestionamientos. Esto es, el despliegue de las
potencialidades que conlleva el uso de recursos digitales debe ser
validado por los adultos, de acuerdo con sus prioridades.
En todo caso, aun cuando en muchos países existan brechas
digitales significativas, el alcance de las nuevas tecnologías tiene un
carácter globalizador que influye de manera decidida en las relaciones intergeneracionales, lo cual configura un rasgo constitutivo
de la nueva sociedad red. Desde esa perspectiva, interesa relevar
que las diferencias entre nativos e inmigrantes digitales –que en
alguna medida pueden equipararse a diferencias entre adultos y
jóvenes– conllevan a un cambio civilizatorio porque son comunes
a todas las culturas y porque dislocan los términos de autoridad
por completo. Señalo esto porque por primera vez en la historia de
la humanidad se generaliza el hecho de que las personas jóvenes
superan las destrezas de los adultos en un tipo de saber que es, además, toral para las sociedades actuales globalizadas. Esta situación
alimenta un conflicto intergeneracional cuyas consecuencias aún
no somos capaces de describir en toda su complejidad.
Jóvenes en los márgenes:
entre ausencias y dicotomías esencializadas
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Reflexiones finales
[…] las generaciones nacen unas de otras, de suerte que la nueva se
encuentra ya con las formas que a la existencia ha dado la anterior. Para
cada generación, vivir es, pues, una faena de dos dimensiones, una de
las cuales consiste en recibir lo vivido –ideas, valoraciones, instituciones,
etc.– por la antecedente; la otra, dejar fluir su propia espontaneidad.
José Ortega y Gasset
Entre las etiquetas esencializadoras de los ninis y los delincuentes
juveniles –expresiones distintas del mismo fenómeno del joven no
permitido– se obvia la consideración de que, por la misma etapa del
ciclo de vida en la que se encuentran, las personas jóvenes están
edificando sus identidades y ubicando su lugar propio en el mundo
a partir de las pautas y oportunidades que las instituciones sociales
–formales y no formales– les dan. Es decir, se obvia la corresponsabilidad de las generaciones antecedentes en cuanto a la construcción de las condiciones sociales, políticas, económicas y culturales
en las que viven las generaciones jóvenes actuales, condiciones del
ambiente social que evidentemente influyen en las actuaciones de
las personas día tras día, sus motivaciones y resultados. Se quiere
señalar, entonces, que el desarrollo de las personas transita por espacios sociales en donde, si bien se toman decisiones personales,
estas no están aisladas precisamente de dichos espacios. La agencia
personal se ve influida por las competencias para actuar, las cuales
son construidas o acuñadas dese el entorno.
Sin embargo, pese a que señalar que “[…] el desarrollo humano
es producto de la interacción del organismo humano en desarrollo
con su ambiente, [sic] [sea] casi un lugar común en las ciencias de
la conducta” (Bronfenbrenner, 1979/1987: 35), se trata de una aseveración casi axiomática que no ha calado en las élites generadoras
de opinión pública, ni en quienes toman decisiones que afectan a
las personas jóvenes. La academia guatemalteca también ha permanecido al margen de mecanismos explicativos, estudiando sobre
todo los efectos y no las causas, o bien olvidando que la categoría
joven es una categoría relacional.
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Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
El binomio joven permitido/joven desviado, por esencialista,
no solo resulta irreal, sino sobre todo conlleva la construcción de
jerarquías sociales que, como tales, funcionan como dispositivos
discriminadores y excluyentes. Hay ninis “bien portados” y que no
solo no delinquen, sino que contribuyen a la economía familiar de
maneras muchas veces invisibilizadas. De otra manera no se explica cómo, al ser consultados, millares de jóvenes guatemaltecos manifiestan que les apremia encontrar trabajo porque quieren “ayudar
a su familia”; es decir, a contrapelo del normalizado individualismo
neolibera, muchos jóvenes pobres están buscando superarse y salir
adelante por razones altruistas y solidarias. También hay jóvenes
que pertenecen a una organización criminal y estudian con mucha responsabilidad y con el sentido de “lograr hacer una carrera
profesional”. Por algunas conversaciones con jóvenes pandilleros
sé que, en ocasiones, la misma dirigencia de la organización envía a estudiar a “los más listos”, pues ello les garantiza contar con
profesionales (abogados, auditores e, incluso, ingenieros) que puedan estar a su servicio con mayor lealtad. De la misma manera,
hay jóvenes permitidos, aceptados orgullosamente por el sistema,
que pueden esconder adicciones o manifiestan un comportamiento
agresor contra las mujeres.
Adicional al tema de los ninis, conviene mencionar que el peso
extremo que en la opinión pública y en el imaginario social cobra
la violencia asociada con jóvenes –la que tradicional y también
excluyentemente se denomina violencia juvenil– (Aguilar Umaña
y Gottsbacher, 2015) está contribuyendo a invisibilizar a otros segmentos juveniles. En principio, deja de lado a jóvenes urbanos pobres que, incluso, son mayoría:
La pandilla convoca, no cabe duda, pero no es la única agregación
colectiva del barrio popular, es necesario repetirlo. En abierta contradicción con el prejuicio clasista que convierte a todo joven de
la barriada en pandillero, la incursión en sus calles evidencia que
otras expresiones, y no la pandilla, poseen la mayor capacidad de
convocatoria. Multitud de otros intereses los mueven, abundan los
comprometidos en búsquedas culturales de la más diversa laya, del
rap al rock pasando por la pinta en la pared; proliferan los metidos
en la participación comunal, en un contexto donde la organización comunitaria es una práctica de enorme valía; hormiguean los
entregados a las prácticas deportivas, los actos de resistencia, las
exploraciones religiosas (Perea Restrepo, 2007: 56-57).
Jóvenes en los márgenes:
entre ausencias y dicotomías esencializadas
97
También se borran del mapa los jóvenes rurales e indígenas, olvidados tanto por las políticas públicas como por la academia (Feixa y
González, 2006), y el abordaje de las diferencias y particularidades
de las mujeres jóvenes es, de la misma manera, un terreno yermo,
escasísimamente transitado.
Si ya el prototipo del joven estudiante focalizado por los afanes
hegemónicos de construcción de la nacionalidad “[…] escondió,
incluso para los investigadores sociales, las alteridades culturales
que se encuentran presentes en el interior de los propios estados nacionales latinoamericanos, fundamentalmente de los pueblos originarios y las sociedades rurales” (Feixa y González, 2006: 177), la
primacía de esa visión sobre el joven delincuente ha permitido que
el tema de juventud se circunscriba casi en su totalidad a las políticas de prevención de la violencia, con las cuales suelen asociarse
de manera simplista las políticas y programas de empleabilidad juvenil, entre otros. Estas mismas políticas se elaboran desde el mundo adulto, obviando el tema de las identidades y de la participación
juvenil en la búsqueda de mínimos entendimientos. Se olvidan,
con ello, aristas del tema juventud que quizás sería más importante
abordar desde las políticas públicas, como las relaciones intergeneracionales en su conjunto; la funcionalidad de los mecanismos de
socialización (entre los cuales la familia y la escuela ocupan un rol
primordial); el permanente e incontrolado bombardeo mediático y
las afectaciones que a la identidad juvenil producen los consumos
exacerbados; el fácil acceso a las armas, las drogas y el alcohol; el
uso real de tecnologías digitales, o el machismo y el patriarcado, en
la base de todas las violencias que se producen en la actualidad en
tanto reproducen maneras de ejercer el poder mediante la fuerza
sobre los demás.
Desde los mecanismos profundos a partir de los cuales se reproducen y normalizan las relaciones sociales de toda índole, estas
dicotomías esencializadoras y jerarquizantes se convierten en un
dispositivo para la estigmatización juvenil. Esta se expresa en múltiples episodios de discriminación, exclusión y minusvaloración de
lo joven (como sinónimo de inexperto, rebelde, ser incompleto,
inacabado, en ciernes, inmaduro y, en todo caso, desviable). Las
dicotomías funcionan, en otras palabras, como una expresión de la
violencia simbólica desde la cual se legitiman la violencia directa
98
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
y la estructural. La violencia simbólica constituye un ropaje desde
el cual se afianzan las percepciones y las autopercepciones de los
sujetos sociales.
Es particularmente importante destacar que, en el caso de las
personas jóvenes, una generalizada y difundida imagen del joven
como problema tiende a construir una especie de profecía autocumplida. Como señala Salazar en su texto recogido en este mismo
volumen, incluso las actividades de investigación están a menudo
permeadas por ese enfoque esencializador, lo que no solo les resta imparcialidad y no refleja la complejidad de la realidad que se
quiere comprender, sino que corre el riesgo de contribuir a nuevos etiquetamientos que profundicen los alcances de este espejo
negativo para verse a sí mismo. En esta línea se inscribirían, por
ejemplo, una serie de herramientas estadísticas y encuestas que institutos de investigación, agencias de cooperación y oenegés están
queriendo impulsar para medir grados de exposición a factores de
riesgo de violencia, lo cual no solo elude o invisibiliza el análisis
de las circunstancias sociales en que se produce dicho riesgo, sino
que genera resultados que se utilizan para clasificar a los jóvenes
en procesos que más bien parecen segregacionistas, y conlleva a
riesgos relacionados con el manejo de la información resultante
(por ejemplo, en términos de seguridad de los sujetos analizados).
A partir de ello puede considerarse que las sociedades se arriesgan a construir seres verdaderamente desviados si eso es lo que
anuncian y creen que se producirá. Al escuchar historias de vida de
jóvenes violentos es fácil advertir, en su caso, cómo episodios de
violencia psicológica, castigos físicos e insultos propinados por parte de los adultos de la familia les fueron destruyendo la autoestima y
la autoimagen, afianzando en ellos y ellas un carácter antisocial. En
un taller con jóvenes pandilleros de Granada, Nicaragua, este extremo fue una y otra vez constatado a través de historias de vida con
sensibles episodios de agresiones, mutilaciones afectivas y falta de
protección. De esa manera, se da con jóvenes lo que Pierre Bourdieu señala para el caso de las mujeres “[…] condenadas a aportar,
hagan lo que hagan, la prueba de su malignidad y a justificar los
tabús y los prejuicios que les atribuyen una esencia maléfica […].
Esta lógica es la de la maldición, en el sentido estricto de la pesimista self-fulfilling prophecy, que busca su propia verificación y que
Jóvenes en los márgenes:
entre ausencias y dicotomías esencializadas
99
pretende el cumplimiento exacto de lo que pronostica” (Bourdieu,
1998/2005: 48). Luchar contra la discriminación y la estigmatización hacia los jóvenes sería, por consiguiente, otro tema pendiente
si verdaderamente se quiere contribuir a prevenir la violencia en la
que ellos podrían verse involucrados.
En la medida en que exista el atrevimiento por explorar nuevas
avenidas de entendimiento, diálogo e interrelación con y desde las
juventudes estaremos en mejores posibilidades de dar cabida a la
sucesión generacional con mayor responsabilidad por el presente y
el futuro. Pero para ser integral, tal responsabilidad evidentemente
voltea la mirada hacia el pasado. En cuestión del tránsito entre generaciones “Es inútil intentar volver a tierra firme, porque estamos
irremediablemente en medio del agua: estamos historizados” (Marías, 1989: 27). Por ello es que si el futuro depende del encuentro
fecundo de los tiempos, tal futuro, para existir, deberá asumir una
mecánica más saludable de relacionamiento intergeneracional.
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Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
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Sin nombre
Programa Acción Joven Fundación Paiz
Segunda Generación
Capítulo 3
Luces y sombras en los datos
oficiales: explorando la violencia en un
departamento del Oriente de Guatemala
Julie lópez
Resumen
E
l propósito de este capítulo es explorar las luces y sombras en
los datos oficiales de violencia que divulgan las autoridades
gubernamentales en Guatemala. El capítulo se enfoca en los
datos a nivel nacional poniendo especial énfasis en Chiquimula, un
departamento en el oriente de Guatemala clasificado como uno de
los más violentos del país, según reportes oficiales gubernamentales. El análisis sugiere que algunos datos oficiales se basan en muy
poca evidencia, o en evidencia confusa o incompleta, que utilizan
términos que distorsionan e invisibilizan ciertas características de
las dinámicas que pretenden identificar, y que pueden llevar a generar conclusiones incorrectas y hasta contradictorias. Identificar
estos problemas es importante porque los datos oficiales contribuyen a moldear la percepción pública de la violencia y las políticas
públicas destinadas a prevenir la misma. El capítulo está basado en
una investigación que se realizó para la revista electrónica Plaza
Pública respecto de los móviles de la violencia homicida y el narcotráfico en Chiquimula.
Introducción
En Guatemala, las cifras oficiales moldean en alguna medida qué lugar es considerado más violento que otro por el público y las autoridades gubernamentales, pero a la vez generan distorsiones significativas sobre las dinámicas locales en las que se enmarca la violencia.
Por ejemplo, datos de la Policía Nacional Civil (de aquí en adelante,
107
108
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
pnc)
divulgan que, durante el primer semestre de 2017, la cabecera
de Chiquimula fue uno de los municipios en donde se incrementó
el número de homicidios significativamente. Sin embargo, estos datos no revelan que un número no determinado de las personas que
murieron en ese lugar violentamente fueron atacadas en otros municipios y llevadas a la cabecera de Chiquimula, porque allí está el
único hospital público del departamento (López, 2017b). Este tipo de
distorsiones puede tener un impacto significativo en la orientación de
las estrategias locales de seguridad a largo plazo y en la continuidad
de la violencia en algunos municipios. Además, seguramente tiene
un impacto importante en la percepción pública de la violencia.
Las distorsiones también pueden ser generadas por las categorías oficiales con las que las autoridades gubernamentales clasifican
los actos de violencia. Por ejemplo, la pnc clasifica como “homicidio” las muertes por arma de fuego, por arma blanca, por arma
contundente, por artefacto explosivo, por estrangulación y por linchamiento, mientras que el Instituto Nacional de Ciencias Forenses
(de aquí en adelante, inacif) clasifica como muertes por “causas asociadas a hechos criminales-en investigación” las muertes por herida
por proyectil de arma de fuego, por heridas producidas por arma
blanca, por asfixia por suspensión, por asfixia por estrangulación,
por asfixia por sofocación, por asfixia por sumersión, por asfixia
por compresión torácico abdominal, y por seccionamiento corporal
(decapitación o desmembramiento). El inacif, además, registra otras
muertes por “causas asociadas a accidentes de tránsito, enfermedad
común y sus complicaciones, intoxicaciones y causas en estudio
–en investigación–”, dentro de las cuales algunas ocurrieron por algún hecho criminal y otras por accidentes. Sin embargo, el inacif no
tiene un registro público que ayude a determinar cuántas muertes
podrían ser consideradas crímenes durante un período determinado. Este problema revela la importancia de un análisis crítico de las
categorías y estadísticas oficiales de la violencia, como lo muestra
el capítulo de Daniel Núñez en el presente volumen en relación
con los linchamientos en Guatemala.
Asimismo, es importante resaltar la falta de información que
parece existir acerca de algunos casos de violencia homicida. En
Chiquimula, como en otros departamentos, los policías que llegan
primero a la escena del crimen no protegen adecuadamente la
información básica que recaban porque carecen de los recursos
Luces y sombras en los datos oficiales: explorando la violencia
en un departamento del Oriente de Guatemala
109
necesarios para hacerlo, lo cual dificulta su consulta a mediano
y largo plazo (cuando ya de por sí, en algunos casos, dicha
información es bastante escueta). Los reportes que la policía genera
durante esta primera fase de la investigación contienen información
importante que podría ayudarnos a entender mejor la violencia al
observarlos en forma conjunta, pero en Chiquimula esta posibilidad
se pierde por dos razones: 1) la información original permanece
en la Comisaría 23 (la única comisaría en el departamento), pero
sólo en formato impreso, el cual no es conservado en condiciones
óptimas; además, puede ser difícil ubicar los casos con más de
dos años de antigüedad, y 2) en el Ministerio Público (de aquí
en adelante, mp), los casos son reclasificados y separados en dos
grupos: los que serán investigados por el mp para intentar llevarlos
a un juicio, y los que no. En los casos en los que el mp decide que
hay suficiente información para llegar a un juicio, los expedientes
pueden acabar en una fiscalía en otro municipio o incluso en otro
departamento, según el perfil del caso. Así, el único lugar donde
podemos consultar los reportes originales de todas las muertes
registradas por año es en la comisaría de la pnc, pero por lo general
durante un período de dos años y con las dificultades mencionadas.
Estas condiciones también se observan en las comisarías de otros
departamentos.
Además, algunos datos oficiales de violencia parecen estar basados en información poco certera que impide explorar los factores
asociados con la misma. En Chiquimula, y en toda la República, los
factores con los que la pnc asocia los homicidios en sus estadísticas
oficiales son el resultado de pesquisas preliminares obtenidas en la
escena del crimen, a pocas horas o minutos del hecho, antes de una
investigación criminal, y por lo general surgen de declaraciones de
testigos o familiares de la víctima. Una conclusión que se desprende de esta dinámica es que si no tenemos información certera sobre
los homicidios en Guatemala, no se podrán generar herramientas
para prevenirlos o reducirlos en los lugares en donde ocurren con
más frecuencia.
Sin embargo, es necesario notar que la percepción pública de la
violencia no solo es moldeada por los datos oficiales, sino también
por el silencio de la población. En Chiquimula, alguna evidencia
testimonial apunta a casos en los cuales la gente simplemente no
110
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
denuncia las muertes violentas por miedo a represalias, y estos jamás son publicados por la prensa ni registrados en las estadísticas
oficiales. Esta omisión puede contribuir a normalizar la muerte violenta en sí, y el silencio respecto a la misma, como lo explica la
politóloga Jenny Pearce:
El efecto perverso de este tipo de violencias en las que el Estado no
hace nada, o es actor (a veces es actor por simplemente no hacer
nada ante actores privados, paramilitares, narcotraficantes, o pandillas), es que la gente empieza a pensar que no hay nada en qué confiar y acepta las violencias como una respuesta a las violencias; esto
constituye lo que llamo “ciudadanía autoritaria” (López, 2017c).
El concepto de “ciudadanía autoritaria” de Pearce es una consecuencia del silencio y la impunidad, fenómenos con los cuales una
comunidad se vuelve “resiliente” o aprende a convivir con la violencia en sus diferentes manifestaciones, más no de forma constructiva, sino en ausencia de programas de prevención. Mientras más
impunidad haya, mayores serán las condiciones para que emerja
una ciudadanía autoritaria “que acepta las violencias como una
respuesta a las violencias”. Este capítulo plantea que los problemas
con las cifras oficiales de violencia generan una imagen distorsionada de la realidad. Esa distorsión impide la elaboración de planes
adecuados de prevención y contribuye a perpetuar los patrones de
violencia y la resiliencia negativa hacia los mismos.
Este capítulo está basado en una investigación que realicé para
la revista electrónica Plaza Pública (un conocido medio digital de
investigación periodística en Guatemala) en 2017, así como en
otras investigaciones en 2015 y 2016. El trabajo de campo consistió
en 21 entrevistas realizadas en la capital de Guatemala, y en cinco
visitas a Chiquimula y una a Jalapa. En total, el trabajo duró tres
meses distribuidos en esos años. El capítulo comienza discutiendo
las dificultades que existen con los informes iniciales que genera
la pnc en las escenas del crimen. Luego discute los contrastes que
existen entre las cifras oficiales de la pncy del inacif, y en un tercer apartado las pistas que las autoridades usualmente utilizan para
asociar la violencia homicida con ciertos factores. En la cuarta sección, el capítulo discute los problemas que puede acarrear para los
investigadores y tomadores de decisiones la utilización de las tasas
Luces y sombras en los datos oficiales: explorando la violencia
en un departamento del Oriente de Guatemala
111
de homicidio. En las secciones quinta y sexta, el capítulo discute
el silencio que existe alrededor de algunas muertes en Chiquimula,
y cómo este silencio lleva a normalizar el uso de la violencia. El
capítulo termina con algunas conclusiones generales.
Dificultades con los informes iniciales sobre crímenes
Un primer problema que encuentran los investigadores de la violencia en Guatemala está relacionado con los informes iniciales
que dan cuenta de las escenas de un crimen. En Chiquimula (como
en otros departamentos del país), cuando ocurre un suceso de esta
naturaleza, los miembros de la pnc que llegan de primero a la escena generan una serie de informes iniciales a los cuales se refieren
como “los partes”. Para los investigadores, el acceso a estos partes
puede representar un reto debido a las condiciones precarias en
que la policía elabora y archiva estos documentos. Por lo general,
los agentes que acuden a la escena del crimen guardan una copia
del documento original en una unidad de almacenamiento portátil
(Dudley, 2017a), y si deben hacer una ampliación posterior al primer informe, utilizan la misma copia para agregar datos. La pnc en
Chiquimula no tiene un archivo electrónico que aglutine estos documentos, por lo que ubicar una copia electrónica requeriría ubicar
al agente que escribió el informe, si es que todavía tiene la unidad
donde guardó el documento y si no lo ha borrado para habilitar
espacio para nuevos reportes.
La pnc en Chiquimula sí tiene un archivo base en papel en la
Comisaría 23, pero ubicar en él reportes iniciales puede requerir de
un esfuerzo casi milagroso. Primero, la comisaría por lo general sólo
tiene a mano los documentos para el año en curso y el anterior. Si
uno quiere buscar documentos de otros años, debe hurgar manualmente entre fajos de carpetas organizadas por semestres, los cuales
se encuentran en una bodega aparte. En algunos casos, estas carpetas contienen copias legibles de los documentos, impresas en una
impresora de computadora, pero en otros, los documentos están en
mal estado y contienen textos poco legibles que parecen ser copias
en papel pasante de partes escritos a máquina o impresos en papel
de fax. Aunque estos reportes permitirían establecer tendencias que
nos ayudarían a entender mejor la violencia, muchos se han perdido
para siempre debido a las condiciones en que han sido archivados.
112
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
La forma en que la pnc archiva sus documentos explica por qué,
si uno solicita datos estadísticos previos al año 2000 (y, en algunos casos, información de años más recientes), la Unidad de Información Pública en el Ministerio de Gobernación responde que
los datos no están disponibles. En realidad, lo están, pero la pnc no
tiene personal disponible para hacer búsquedas prolongadas en los
archivos de documentos impresos en las comisarías de la capital, y
menos aún en las del interior del país. Usualmente se requeriría de
una visita personal a la comisaría en cuestión, donde las probabilidades de que le permitan a uno consultar el archivo personalmente
dependen de un salvoconducto de alguna jefatura en la pnc o en el
Ministerio de Gobernación. En Chiquimula (y en otros departamentos del Oriente del país) es difícil tener acceso a los expedientes con
más de dos o tres años de antigüedad, pero debido a que los archivos de estos lugares por lo general contienen un volumen menor de
casos (cuando se comparan con los de la capital, por ejemplo), la
búsqueda de casos recientes puede resultar fructuosa.
Un caso ajeno a homicidios, pero que ilustra el tema, ocurrió
cuando, como parte de una investigación para el portal digital Plaza
Pública, solicité el número de capturas, decomisos, robos y casos
de tráfico ilícito que involucraran piezas del patrimonio cultural
(prehispánicas o coloniales) entre 2008 y 2016 (López, 2016). Por
reportajes y comunicados de prensa de la pnc, yo sabía que la policía había capturado a personas por estos delitos, y que había decomisado este tipo de piezas. Sin embargo, al requerir la información,
la Unidad de Información Pública me respondió que esa información no existía. Un funcionario de la pnc que entrevisté después
admitió que la información sí existía, pero que la única forma de
obtenerla era solicitando un permiso para hacer la búsqueda personalmente en los cientos de archivos en todas las jurisdicciones
donde se habían registrado esos casos (entrevista confidencial, 25
de noviembre de 2016).
Contrastes entre las cifras oficiales
Una segunda dificultad que encuentran los investigadores de la violencia en Guatemala radica en las discrepancias que existen entre
distintas bases de datos. Las dos fuentes de datos de violencia más
Luces y sombras en los datos oficiales: explorando la violencia
en un departamento del Oriente de Guatemala
113
confiables en Guatemala son la pnc y el inacif, pero ambas mantienen registros distintos que merecen un análisis detallado. En general,
la pnc clasifica como “homicidio” las muertes por arma de fuego,
por arma blanca, por arma contundente, por artefacto explosivo, por
estrangulación y por linchamiento. El inacif, por su parte, clasifica
como muertes por “causas asociadas a hechos criminales-en investigación” las muertes por herida por proyectil de arma de fuego, por
heridas producidas por arma blanca, por asfixia por suspensión, por
asfixia por estrangulación, por asfixia por sofocación, por asfixia por
sumersión, por asfixia por compresión torácico abdominal, y por
seccionamiento corporal (decapitación o desmembramiento).
De entrada, un problema que se observa en las cifras del inacif
es que no distinguen entre los suicidios y las muertes causadas por
una segunda persona. No sabemos, por ejemplo, si las muertes por
asfixia por suspensión o incluso las muertes por herida por proyectil
de arma de fuego fueron infligidas por una segunda persona o autoinfligidas por las víctimas. Otro problema es que las cifras de la pnc
no registran todos los casos en los que la muerte ocurre después del
hecho criminal. Algunas personas, por ejemplo, se encuentran heridas en la escena del crimen pero mueren más tarde en el hospital.
Un jefe regional del inacif (cuyo puesto cubre a los departamentos
de Jalapa, Jutiapa, Santa Rosa, Zacapa, Chiquimula y El Progreso)
afirma que las diferencias entre las cifras de ambas instituciones
obedecen a esta causa, y sostiene que no hay margen de error en el
inacif porque sustenta sus datos exclusivamente en el número de cadáveres que recibe en la morgue (entrevista con Luis Herrera, 18 de
mayo de 2017). Aunque la diferencia puede ser mínima en algunos
casos, en otros puede ser significativa y quizás hasta pueda alterar
la percepción pública de la violencia en momentos determinados,
aun cuando las tendencias reflejadas por ambas bases a lo largo del
tiempo sean similares.30 La Tabla 1 muestra la diferencia entre las
cifras de ambas instituciones de 2012 a 2016.31 Como puede verse,
el inacif tiende a registrar más muertes que la pnc.
30
31
Carlos Mendoza ha enfatizado en repetidas ocasiones que aun cuando el inacif y la
pnc mantienen registros distintos, las tendencias reflejadas por ambas bases no varían
significativamente.
La forma en que el inacif organizó sus datos en las tablas que tiene disponibles en línea
no permite comparar sus cifras con las cifras de la pnc de 2008 a 2011. Véase “Datos
numéricos” y luego “Información anual” disponible en www.inacif.gob.gt.
114
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Tabla 1
Homicidios reportados por la pnc y muertes asociadas a hechos criminales
reportadas por el inacif en toda la República de 2012 a 2016
Año
Homicidios
(pnc)
Muertes asociadas
a hechos criminales
(inacif)
Porcentaje de
variación
2012
5,155
6,025
+16.88
2013
5,252
6,072
+15.61
2014
5,000
5,924
+18.48
2015
4,778
5,718
+19.67
2016
4,520
5,459
+20.77
Fuente: Mendoza, 2017a; INACIF, 2008-2016.
El problema se agudiza al considerar que las estadísticas del inacif también contienen otro apartado titulado “causas asociadas a
accidentes de tránsito, enfermedad común y sus complicaciones,
intoxicaciones y causas en estudio –en investigación–”, dentro del
cual se incluyen muertes que no sabemos si estuvieron relacionadas con algún hecho criminal.32 Por ejemplo, en 2016, el inacif
registró un total de 259 necropsias asociadas a hechos criminales
en Chiquimula, pero también otras 202 asociadas a accidentes de
tránsito, enfermedad común y sus complicaciones, intoxicaciones y
causas en estudio (inacif, 2008-2016). De estas últimas, 118 obedecen a “traumatismos”, pero no hay forma de saber si estas estuvieron relacionadas con hechos criminales. Evidencia anecdótica de
reportes periodísticos sugiere que al menos algunos de estos “traumatismos” pueden haber ocurrido por lapidación o golpes provocados por alguna otra persona (véase Morales, 2017a y 2017 b). De
igual forma, 37 de las citadas 202 necropsias obedecen a muertes
por intoxicación, pero, de nuevo, no podemos saber si estos casos
estuvieron asociados a algún hecho criminal, como el envenenamiento, por ejemplo.33 En total, a nivel nacional, el inacif registró
32
33
El inacif realiza necropsias por orden judicial, ante la sospecha de que detrás hay un
hecho criminal. Luego entrega las conclusiones de sus análisis forenses al mp, el cual las
presenta al juez para que determine si la muerte reportada constituye un crimen o no.
Véase Mi Chiquimula (2015) para un caso de envenenamiento con un refresco en Chiquimula.
Luces y sombras en los datos oficiales: explorando la violencia
en un departamento del Oriente de Guatemala
115
un total de 6,720 muertes asociadas a accidentes de tránsito, enfermedad común y sus complicaciones, intoxicaciones y causas en
estudio en 2016, adicionales a las 5,459 que registró asociadas a
hechos criminales ese mismo año. La Tabla 2 muestra la diferencia
entre las cifras de la pnc y el inacif, de 2008 a 2016. Como se puede
ver, al considerar tanto las muertes asociadas a hechos criminales
como las muertes asociadas a otras causas reportadas por el inacif,
la diferencia en las cifras de ambas instituciones es bastante considerable. Aunque seguramente muchas de estas muertes no estuvieron relacionadas con hechos criminales, otras posiblemente sí lo
estuvieron. Desafortunadamente, la institución no produce datos
públicos que permitan investigar más a fondo este fenómeno. Sería
necesario hacer un análisis más profundo y sistemático de los datos
disponibles para poder determinar su importancia y magnitud.34
Tabla 2
Homicidios reportados por la pnc y total de muertes reportadas por el inacif de
2008 a 2016 en toda la República34
Año
Homicidios
(pnc)
Total de muertes
(inacif)
Porcentaje de
variación
2008
6,292
12,252
+94.72
2009
6,498
13,926
+114.31
2010
5,960
13,273
+122.70
2011
5,681
12,334
+117.11
2012
5,155
11,490
+122.89
2013
5,252
12,053
+129.49
2014
5,000
12,025
+140.50
2015
4,778
12,063
+152.47
2016
4,520
12,179
+169.45
Fuente: Mendoza, 2017a; inacif, 2008-2016.
34
Los datos del inacif incluyen las muertes asociadas a hechos criminales y las muertes por
causas asociadas a accidentes de tránsito, enfermedad común y sus complicaciones,
intoxicaciones y causas en estudio.
116
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Pistas elusivas
Una tercera dificultad que los investigadores enfrentan en Guatemala radica en la falta de evidencia o elusividad de las pistas, para determinar los factores asociados con la violencia. En general, es muy
difícil establecer, por ejemplo, qué porcentaje de los homicidios
en un lugar determinado puede atribuirse al crimen organizado o a
algún otro fenómeno, aún en los casos en que existe información de
primera mano. Un estudio de la violencia homicida en Chiquimula
(Dudley, 2017b), basado en los datos que la pnc registró durante
2014 y 2015, muestra que 28 por ciento de los homicidios en ese
departamento durante esos años estuvieron relacionados con el crimen organizado, que 34 por ciento no lo estuvieron, y que en un
38 por ciento de los casos se desconoce si lo estuvieron o no. Para
ese estudio, los investigadores tabularon los porcentajes con base
en los partes que elaboran los agentes de policía que asisten de
primero a la escena del crimen.
La relación con el crimen organizado usualmente la establecen
los agentes policiales que llegan de primero a la escena del crimen con base en alguna pista que vincula el caso a este fenómeno,
como algún herido o detenido identificado con una red criminal,
por ejemplo, o alguna entrevista con algún testigo o familiar que
identifica a la víctima o al victimario con el crimen organizado –
extremos que quedan sujetos a ser comprobados durante la investigación del mp.
Otra pista que la policía a veces utiliza para determinar si el
crimen estuvo relacionado con el crimen organizado es el tipo de
arma utilizada, pero este dato también puede presentar serias dificultades para los investigadores interesados en el tema. Por ejemplo, en el estudio de Chiquimula citado, el arma usada en 51.4 por
ciento de los casos de homicidio fue de fuego, mientras que en el
6.9 por ciento fue punzocortante (por ejemplo, machete o cuchillo).
Sin embargo, en el 38 por ciento de los casos, la policía no pudo
identificar el tipo de objeto utilizado. En general, en estos casos el
tipo de heridas que causaron la muerte no eran visibles y la policía
no encontró ningún arma en la escena del crimen (Dudley, 2017b).
Las armas pueden ser importantes para establecer algunas pautas sobre las características de los crímenes, pero las instituciones
Luces y sombras en los datos oficiales: explorando la violencia
en un departamento del Oriente de Guatemala
117
gubernamentales por lo general no mantienen datos confiables y
sistemáticos sobre ellas. Para los investigadores, esto hace que explorar los factores asociados con las muertes sea una tarea muy difícil. Por ejemplo, el inacif no tiene un registro público del número de
muertes por arma de fuego que involucra munición de alto calibre,
como la que se utiliza con un fusil de asalto –usado con frecuencia por el crimen organizado (aunque no siempre, porque en las
incautaciones es común encontrar fusiles de asalto pero también
armas cortas). Por lo general, los datos agregados que sí proporcionan las entidades públicas son bastante escuetos y no ayudan mucho a explorar los factores asociados con las muertes. Entre enero y
noviembre de 2017, por ejemplo, cifras oficiales de la pnc en toda
la República permitieron establecer que 75 por ciento de las incautaciones hechas por la policía fueron armas cortas, y que 1.5 por
ciento fueron fusiles de asalto.35 Sin una explicación más detallada
del contexto y sin un análisis estadístico más elaborado que incluya
otros datos, estas cifras no sirven de mucho. No sabemos, por ejemplo, si estos fusiles fueron utilizados por delincuentes comunes o
individuos ligados al crimen organizado, y por lo tanto no podemos
explorar nada más a nivel nacional. Pero aún si tuviésemos registros del número de muertes por tipo de arma de fuego, para cada
uno de los departamentos del país, lo único que podríamos hacer
es establecer patrones departamentales de porcentajes de personas
muertas por tipo de calibre. Sin embargo, como se mencionó, el
inacif no tiene ni siquiera este tipo de registro, ya que construirlo
requeriría revisar caso por caso.
Lo que ocurre en Chiquimula ilustra las dificultades discutidas
arriba. Entre el 1 de enero y el 14 de mayo de 2017, la pnc decomisó
un promedio de un arma de fuego cada dos días en ese departamento, llegando a decomisar 70 en total: 55 cortas y quince largas
(de las cuales una era un fusil de asalto y el resto eran escopetas y
Uzis) (entrevista con Yuri Ramírez, 15 de mayo de 2017). Como se
indicó, en los casos de incautación al crimen organizado, por lo
general se encuentran fusiles de asalto y armas cortas, pero no son
tan frecuentes las escopetas. Además, entre enero de 2014 y abril
de 2015, la policía incautó más armas de fuego en Chiquimula (303
35
Datos proporcionados por la Unidad de Información Pública del Ministerio de Gobernación a la autora en diciembre de 2017.
118
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
en total) que en Izabal y Zacapa juntos.36 En ausencia de datos más
detallados, estos porcentajes no nos permiten inferir nada, ya que
ni siquiera podemos establecer si éstas pertenecían a grupos del crimen organizado, a grupos de delincuentes comunes o a ciudadanos
de a pie. Además, el hecho de que las autoridades hayan incautado
más armas en Chiquimula que en Izabal y Zacapa juntos de 2014 a
2015 puede deberse más a que esas mismas autoridades mejoraron
su capacidad para decomisarlas, y no necesariamente a que haya
habido una mayor cantidad de ellas en el departamento durante
ese período. Con la información que tenemos, simplemente es muy
difícil llegar a cualquier tipo de conclusiones.
Otra pista que la policía y el mp usualmente registran son las
características de las heridas en los homicidios. Sin embargo, estas tampoco permiten que los investigadores establezcan mucho
en cuanto a los factores asociados con la violencia. En Chiquimula,
por ejemplo, un funcionario del inacif afirmó durante una entrevista
que es común observar cadáveres con 17 o 20 disparos, o con 20 a
30 lesiones purnzocortantes (entrevista con José Galdámez, 22 de
mayo de 2017). Por su parte, el jefe regional del inacif mencionado
anteriormente afirmó que, entre 2016 y 2017, llamaron su atención los casos de cadáveres con una sola herida de proyectil en el
oriente del país: la posible huella de un victimario con experiencia
en matar con armas de fuego, según este especialista (entrevista
con Luis Herrera, 18 de mayo de 2017). De nuevo, en ausencia de
más información, estos datos no nos permiten establecer mucho.
Varios balazos podrían indicar la falta de experiencia en matar con
arma de fuego, pero también podrían reflejar la ira del momento: la intención de destruir el cuerpo del otro y dejar un mensaje,
especialmente si el cuerpo aparece en la vía pública. En ambos
casos, los victimarios podrían ser miembros del crimen organizado,
delincuentes comunes o ciudadanos de a pie. De igual forma, un
solo balazo podría ser la huella de un especialista que trabaja para
algún grupo del crimen organizado, pero también la de un simple
aficionado que ha acumulado experiencia en disparar. Los datos
simplemente no permiten establecer más que posibilidades.
36
Datos proporcionados por la Unidad de Información Pública del Ministerio de Gobernación a la autora en diciembre de 2017.
Luces y sombras en los datos oficiales: explorando la violencia
en un departamento del Oriente de Guatemala
119
Algo similar ocurre con los desmembramientos. A pesar de que
estos casos exhiben mucha saña, varios permanecen sin resolver y
es difícil establecer conclusiones con base en sus características.
Según algunos de mis entrevistados, tan solo en el primer semestre
de 2017, hubo dos casos en Chiquimula que involucraron a tres
víctimas: el primero involucró a dos hombres, padre e hijo, decapitados en la aldea Guaraquiche, en Jocotán. Uno de los cadáveres
tenía la cabeza colocada sobre el pecho. La cabeza del otro cadáver
nunca apareció. Los cuerpos también tenían heridas de bala. La pnc
presume que les dispararon primero, pero desconoce si los balazos
les causaron la muerte. El segundo caso involucró a un hombre que
apareció en Altamira, en las afueras de la cabecera de Chiquimula,
con los genitales mutilados. Para mayo de ese año, el mp todavía no
había identificado un móvil (entrevista con Hugo Rosales, 15 de
mayo de 2017; entrevista con Yuri Ramírez, 15 de mayo de 2017).
De forma similar, en 2010 y 2015, uno de mis entrevistados aseguró
que dos mujeres aparecieron desmembradas en Chiquimula. En el
caso de 2010, afirmó que había indicios de que el crimen estaba
relacionado con el narcotráfico, pero en el segundo no había indicios de nada. Para mayo de 2017, ninguno de los dos casos había
sido resuelto (entrevista con Hugo Rosales, 15 de mayo de 2017).
Aparte de todas estas dificultades, la información que la policía
recaba acerca de las víctimas también es elusiva. La policía, por
lo general, no identifica la ocupación de casi una tercera parte de
las víctimas en los partes policiales. Entre los años 2012 y 2015,
por ejemplo, el 25 por ciento de las víctimas que sí fueron identificadas fueron clasificadas como “campesinos”, seguido de “amas
de casa”, “estudiantes” y “comerciantes” (Dudley, 2017b). Además,
para organizar la información que recopila, la policía utiliza categorías que a veces cambian con el tiempo, cuando la investigación criminal revela algo diferente, por ejemplo (véase: “móviles”
en Dudley, 2017a). Aunque la información que la pnc recaba en la
escena de un crimen podría ser muy útil para dilucidar los factores
asociados con la violencia, la forma que utiliza para organizar y
clasificar muchos de sus datos dificulta más la tarea.
Si algo podemos concluir de todo esto es que hay un vacío
de información tremendo que por lo general dificulta la labor de
los investigadores sociales, y no respalda las declaraciones de
120
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
funcionarios públicos que atribuyen grandes porcentajes de la
violencia homicida a determinados grupos criminales. En febrero
de 2012, por ejemplo, el entonces Ministro de Gobernación,
Mauricio López Bonilla, afirmó que entre el 50 y 60 por ciento
de los homicidios a nivel nacional era atribuible a las pandillas, y
que la mitad de las víctimas eran inocentes, mientras que la otra
mitad eran pandilleros o personas vinculadas a las pandillas (Sanz
y Martínez, 2012). La pnc no tiene ningún respaldo documental de
estos datos, por lo que no sabemos de dónde sacó las cifras el señor
López Bonilla.
Problemas con las tasas de homicidios
La tasa de homicidios permite que los investigadores puedan comparar los niveles de violencia homicida en diferentes lugares y ayuda a diseñar políticas públicas, pero su utilización también presenta
algunos desafíos. Para empezar, esta medida es una herramienta
estadística recientemente introducida en Guatemala, por lo cual las
autoridades gubernamentales todavía no la utilizan con regularidad. Por ejemplo, según los datos de la pnc, Chiquimula registró la
cuarta tasa de homicidios departamental más alta del país en 2016
(Mendoza, 2017a), pero ese mismo año, el jefe de la fiscalía distrital
de Chiquimula afirmó que el departamento ocupaba el decimotercer lugar en homicidios en el país (entrevista con Hugo Rosales, 15
de mayo de 2017). Este funcionario es uno de los empleados públicos que mide la violencia en el departamento según el número de
casos reportados y no según la tasa de homicidios. Esto también lo
hace el jefe de operaciones de la pnc en Chiquimula. Como era de
esperarse, cuando les expliqué que los municipios más violentos
del departamento, según sus tasas de homicidios, eran Olopa, San
Juan Ermita e Ipala, la reacción de ambos fue de estupefacción. Para
ellos, los municipios más violentos eran la cabecera departamental,
Jocotán y Esquipulas, pues eran los que reportaban más muertes
violentas (entrevista con Yuri Ramírez, 15 de mayo de 2017; entrevista con Hugo Rosales, 15 de mayo de 2017). Aunque en la criminología está bien establecido que las percepciones de violencia
por lo general difieren con los datos oficiales de violencia, la inclinación local a clasificar a los municipios con base en el número de
muertes podría tener un impacto significativo en la orientación de
Luces y sombras en los datos oficiales: explorando la violencia
en un departamento del Oriente de Guatemala
121
estrategias locales de seguridad. Además, podría reproducir la violencia en los municipios que se consideran “no violentos” cuando
en realidad sí lo son (en los términos probabilísticos reflejados por
sus tasas de homicidios).
Aunque la tasa de homicidios es una medida valiosa, basar los
análisis y las decisiones públicas solamente en ella también puede generar algunos problemas. Por ejemplo, según los datos de la
pnc, la tasa de homicidios en Chiquimula bajó significativamente
de 2015 a 2016, pero este descenso oculta fuertes contrastes entre municipalidades y dinámicas de poder locales. Esquipulas, por
ejemplo, tenía una tasa de homicidios de 107.7 en 2015, la cual
bajó a 52.4 en 2016 (Mendoza, 2017b). En contraste, en San Juan
Ermita, la tasa de homicidios subió de 28.5 en 2015 a 70.2 en 2016,
llegando a ser la segunda más alta del departamento ese mismo año
(Mendoza, 2017b). En ambos casos, la variación en la tasa de homicidios parece ser importante, pero las autoridades gubernamentales desconocen las razones por las que se produjeron, y los datos
disponibles no permiten dilucidar mucho. Un activista de derechos
humanos entrevistado en Chiquimula afirmó que en Esquipulas se
hizo “limpieza social” durante ese período, cuando asesinaron extrajudicialmente al menos a 25 sicarios (entrevista confidencial, 22
de mayo de 2017). El activista también aseguró que estos sicarios
supuestamente fueron ejecutados a fuego cruzado, con disparos
desde diferentes direcciones (entrevista confidencial, 22 de mayo
de 2017). No obstante, en el inacif de Chiquimula aseguraron que
nunca recibieron ningún cadáver con ese tipo de heridas durante
ese período, solamente cadáveres con múltiples balazos, pero no
desde diferentes direcciones (entrevista con José Galdámez, 22 de
mayo de 2017).
Por su parte, San Juan Ermita fue identificado en 2014 como el
feudo de un sujeto a quien Estados Unidos perseguía por narcotráfico (José Manuel López Morales, alias “Che Manuel”),37 el cual fue
capturado en otro país no divulgado en agosto de 2017 y extraditado a Estados Unidos (López, 2017a). De hecho, el alcalde de San
Juan Ermita, Mario Rolando Lemus Martínez, es tío de López Morales, y el coliseo municipal lleva el nombre “Che Manuel López
37
Véase “José Manuel López Morales”, disponible en: https://www.personadeinteres.org/
personas/1501
122
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Morales” (elPeriódico, 2014). Sin embargo, debido a todas las dificultades mencionadas, es difícil determinar si el incremento en la
violencia de este municipio en 2016 se debió a alguna dinámica
ligada al crimen organizado o a algún otro fenómeno que desconocemos. Lo que sí podemos afirmar es que, más que clasificar a
los departamentos o municipios en “rankings” según sus tasas de
homicidios, lo que necesitamos es estudiar por qué las tasas de
homicidios varían en algunos lugares a través del tiempo con el fin
de entender mejor los factores asociados a la violencia homicida.
Los muertos invisibles y la autocensura
La labor de los investigadores en Guatemala también se dificulta
por el sub-registro que existe en las cifras oficiales de violencia. En
Chiquimula, por ejemplo, algunos homicidios no aparecen en las
estadísticas policiales, otros no son reportados por los medios de
comunicación, y algunos no aparecen ni en los registros policiales
ni en los medios de comunicación, y ni siquiera aparecen en los
registros del inacif. En el departamento existe un sub-registro al cual
se suma la sospechada colusión de algunas autoridades locales con
el narcotráfico, algo públicamente reconocido por el gobierno nacional (López, 2017b). Estas autoridades, en colusión con el crimen
organizado, tienen un poder significativo para moldear la narrativa
pública de la violencia en el departamento: hay autocensura en la
prensa y en la población. Algunos líderes de opinión locales quizás
cuestionan algunas de las muertes en ciertas ocasiones, pero la población por lo general se mantiene en silencio.
La autocensura tiene un impacto directo en el trabajo de los
investigadores que buscan dilucidar los factores asociados con la
violencia homicida en Guatemala. Por lo general, los periodistas locales tienen información no publicada acerca de hechos violentos,
que no revelan porque temen ser blanco de represalias por parte
de los victimarios. El desafío para los investigadores es cómo documentar esa información con el rigor que requiere una investigación
académica, o los cánones de ética periodística, sin arriesgar la vida
del periodista que la divulgó y la del investigador mismo.
Durante mi trabajo de campo en 2015, un periodista en Chiquimula afirmó que era común escuchar sobre casos de homicidios
Luces y sombras en los datos oficiales: explorando la violencia
en un departamento del Oriente de Guatemala
123
relacionados con bandas del crimen organizado (por lo regular, de
narcotráfico) que la pnc usualmente no reportaba. Además, afirmó
que los periodistas comúnmente recibían amenazas de algunos
agentes de la pnc y de supuestos miembros del crimen organizado,
y que en ocasiones, mientras esperaban la salida de un procesado
afuera de un juzgado, había hombres armados circulando en vehículos frente al lugar, que aceleraban los motores de sus vehículos o
motocicletas para que los escucharan, y que se aseguraban de que
vieran las armas que portaban (entrevista confidencial, 2 de junio
de 2015). Dinámicas similares han sido señaladas en otros departamentos de Guatemala.38 De hecho, durante una entrevista que
realicé en 2012, un ex gobernador de Huehuetenango afirmó que
ese año habían ocurrido matanzas entre grupos de narcotraficantes
en las cuales la policía y el MP del departamento no habían intervenido. Según él, los familiares de la víctima simplemente habían
recogido el cadáver y las autoridades locales no habían reportado
el hecho (entrevista confidencial, 13 junio 2012). La prensa reportó
un caso similar en Los Amates, Izabal, en 2017, cuando tres cadáveres fueron supuestamente retirados por supuestos familiares escoltados por hombres armados y trasladados a Honduras, antes de
que el mp y la pnc llegaran a la escena del crimen (Stewart, 2017).
Aunque es casi imposible verificar estos supuestos hechos y establecer la magnitud del problema en su totalidad, los casos descritos
ilustran las dificultades a las que muchos periodistas se enfrentan en
Guatemala en su trabajo diario, e iluminan los vacíos de información a los que generalmente se enfrentan los investigadores.
Del silencio a la normalización
El problema del silencio alrededor de los homicidios señalados,
se agudiza cuando la población comienza a percibir la violencia
como algo normal y esperado. La falta de denuncias, de registros
oficiales y de publicaciones en la prensa normalizan los homicidios y el silencio alrededor de los mismos. Este silencio contribuye
38
El mismo periodista afirmó que también reciben amenazas de familiares de las víctimas
o de los victimarios, incluso cuando simplemente se acercan a una escena de crimen
(Entrevista confidencial, 2 de junio de 2015). Otro periodista en el Oriente del país afirmó que ellos no sólo reciben amenazas cuando cubren acciones del narcotráfico, sino
cuando cubren un hecho relacionado con la municipalidad que afecta a alguno de los
funcionarios ediles (Entrevista confidencial, 3 de junio de 2015).
124
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
a perpetuar la violencia y la resiliencia negativa hacia ella. Según
Jenny Pearce, el silencio, junto con la impunidad, generan una
“ciudadanía autoritaria”, es decir, una ciudadanía “que acepta las
violencias como una respuesta a las violencias” (López, 2017c), la
cual hace que la gente se vuelva “resiliente” o aprenda a convivir
con la violencia en sus diferentes manifestaciones.
Durante mi trabajo de campo, recopilé alguna evidencia testimonial que sugiere que el silencio puede estar normalizado en Chiquimula. En una entrevista en 2015, un periodista afirmó que, después del secuestro de un niño de cinco años que fue rescatado con
vida en 2011 (véase: Prensa Libre, 2011), todos los secuestradores
aparecieron asesinados, que el hallazgo fue de conocimiento público y no fue cubierto por los medios de comunicación nacionales,
y que la pnc no lo relacionó públicamente con el secuestro (Mendoza, 2015). En entrevistas posteriores que realicé, otro periodista
y un activista de derechos humanos afirmaron que efectivamente
cinco secuestradores habían aparecido muertos ese año, y que el
niño secuestrado era familiar de un sujeto vinculado al narcotráfico
(entrevista confidencial, 22 de mayo de 2017; entrevista confidencial, 23 de mayo de 2017).
En otra entrevista en 2017, un testigo narró la desaparición de
tres mujeres jóvenes (menores de 24 años) en Chiquimula en 2013
o 2014. Según el entrevistado, las jóvenes vendían boletos de lotería
en una ruta de venta de otra lotería. El testigo afirmó que escuchó
que el dueño de boletos de la otra lotería era el principal sospechoso de la desaparición de las mujeres, y que la desaparición de las
jóvenes había significado el fin de su competencia. Al igual que en
los casos anteriores, el testigo afirmó que los medios de prensa no
publicaron el hecho y que el supuesto victimario tenía vínculos con
el crimen organizado (entrevista confidencial, 9 de mayo de 2017).
Durante un viaje en microbús desde la cabecera de Chiquimula
hacia Esquipulas en mayo de 2017, tuve la oportunidad de presenciar la siguiente escena: después de que el chofer había tenido una
fuerte discusión con un transeúnte, la cual había hecho que una
pasajera intentara huir del vehículo, otro pasajero trató de calmarla
contándole la siguiente historia: “Estos no hacen nada. A los que
hay que tenerles miedo es a los calladitos… El otro día llegó a la
casa uno bien calladito y acababa de matar a cuatro; a uno hasta lo
Luces y sombras en los datos oficiales: explorando la violencia
en un departamento del Oriente de Guatemala
125
fue a buscar a su casa… [Después] se tuvo que ir lejos para no tener
problemas”. Junto con el individuo que contó la historia, y la mujer
que había querido huir del autobús, viajaban otros cinco pasajeros.
Ninguno preguntó algo acerca de las cuatro muertes. Después de
unos minutos, la mujer cambió de tema y el asunto pareció olvidado.
Mi trabajo de campo también sugiere que el silencio quizás
se vea reflejado en las cifras oficiales de la pnc de Chiquimula. En
una entrevista en junio de 2016, un analista del MP afirmó que
sospechaba que en ese departamento la cifra de homicidios no era
más alta porque los narcotraficantes desaparecían a sus víctimas
(entrevista confidencial, 26 de junio de 2017). Las denuncias de
desapariciones sí son registradas por la pnc en ese departamento,
pero el Jefe de Operaciones afirmó durante una entrevista que no
las incluyen en sus estadísticas oficiales porque la desaparición no
es considerada un delito (entrevista con Yuri Ramírez, 15 de mayo
de 2015). Según él, entre el 1 de enero y el 14 de mayo de 2017,
la pnc había recibido 41 denuncias de personas desaparecidas, de
las cuales 19 eran personas adultas y el resto, en su mayoría, adolescentes “que se iban con el novio” (entrevista con Yuri Ramírez,
15 de mayo de 2017). Esta caracterización fue corroborada por un
investigador del mp, quien afirmó que ahí solo llevan un registro de
las desapariciones de menores de edad, que todos los casos corresponden a adolescentes que tienen entre 14 y 16 años de edad,
y que se reportan en promedio tres desapariciones por semana, la
mayoría de las cuales se resuelven al encontrar a la adolescente
supuestamente conviviendo con su pareja (entrevista con Hugo
Rosales, 15 de mayo de 2017). Al igual que el Jefe de Operaciones
de la pnc, el fiscal del mp afirmó que solamente los casos de desaparición que involucran agentes del Estado son considerados delitos
(entrevista con Hugo Rosales, 15 de mayo de 2017). Sin embargo,
el Código Penal refiere que este delito abarca a “los miembros o
integrantes de grupos o bandas organizadas con fines terroristas,
insurgentes, subversivos o con cualquier otro fin delictivo, cuando
cometan plagio o secuestro, participando como miembros o colaboradores de dichos grupos o bandas” (Código Penal de Guatemala, artículo 201).
Aunque, por lo general, las desapariciones son llevadas a
cabo silenciosa y clandestinamente, otros casos parecen ser
126
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
más sofisticados. En el año 2017, un asesor del Ministerio de
Gobernación afirmó en una entrevista que en Chiquimula han
encontrado restos de personas enterradas dentro de sus vehículos
(vehículos de lujo), y que mostraban quemaduras de alto grado
(entrevista confidencial, 11 de abril de 2017). Estos datos no fueron
corroborados por ninguna de las otras personas que entrevisté
durante mi investigación, y tampoco encontré registro alguno de
ellos en los archivos que revisé en las instancias oficiales. En la
prensa, el único caso con características similares que encontré
ocurrió en 2014 en el municipio de Amatitlán, Guatemala. El
reporte describe a víctimas enterradas con sus pertenencias en
varios vehículos, uno de los cuales contenía un cráneo. Las víctimas
habían sido reportadas como desaparecidas. Entre los victimarios,
según las pesquisas, había ex policías, policías y civiles (Alvarado,
2014). De forma similar, en julio de 2012, la prensa reportó que tres
personas habían sido secuestradas cuando viajaban de la capital
a Zacapa, y que las autoridades habían hallado los cadáveres en
enero de 2013, enterrados en El Progreso (Oliva, 2013). Una de las
víctimas era Mario Roberto Cruz Marroquín, hijo de la gobernadora
de ese departamento. Datos extraoficiales vinculaban el caso al
narcotráfico, pero las autoridades nunca lo confirmaron y hasta el
día de hoy permanecen en silencio.
Conclusiones
Comprender la violencia en Guatemala a partir de los datos oficiales conlleva importantes desafíos para los investigadores sociales. Es difícil establecer patrones o explorar los factores asociados
con la violencia cuando las autoridades ni siquiera han llegado a
un consenso sobre cómo organizar sus datos o incluso sobre qué
cuenta como un homicidio y qué categorías son las más apropiadas
para clasificar a los mismos. La información presentada en este capítulo sugiere que las autoridades en Guatemala utilizan distintos
métodos para clasificar y medir la violencia en diferentes lugares, y
que a menudo tienen diversas opiniones sobre los posibles factores
asociados con ella. El capítulo además sugiere que las fuentes oficiales tienen importantes vacíos de información, que en ocasiones
distorsionan dinámicas locales de poder en determinados lugares.
Las implicaciones que esto tiene para el país son importantes, ya
Luces y sombras en los datos oficiales: explorando la violencia
en un departamento del Oriente de Guatemala
127
que la falta de consensos, definiciones y medidas estandarizadas
impide que los investigadores evalúen certeramente las dimensiones de la violencia. Además, la información confusa resultante puede distorsionar la percepción pública de la violencia a nivel local y
nacional. El problema se agrava cuando uno confirma que, por lo
general, esta percepción se sustenta en información que divulgan
los medios de comunicación, los cuales a su vez sustentan sus contenidos en la información oficial que proporcionan las autoridades
gubernamentales.
El capítulo también sugiere que estudiar la violencia en Guatemala se dificulta aún más por el contexto en el que los investigadores desarrollan su trabajo de campo. Para los investigadores no sólo
es difícil obtener la información por la forma en que las autoridades
la organizan y archivan, sino porque el trabajo de campo representa en sí mismo un desafío cuando el silencio de la población,
de las autoridades y de los medios de comunicación contribuye a
normalizar la conducta violenta en un contexto de impunidad. En
el capítulo he sugerido que este silencio normaliza la violencia y
lleva a generar lo que Jenny Pearce llama “ciudadanía autoritaria”,
es decir, una ciudadanía que acepta la violencia como una respuesta normal a la violencia y por lo tanto se vuelve “resiliente” frente
a ella. Todos estos problemas con la información oficial disponible
impiden diseñar medidas preventivas eficaces y asignar recursos
públicos eficientemente. El Estado no puede prevenir cuanto desconoce, especialmente si reporta ciertos hechos en forma incompleta.
128
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
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Entrevista confidencial, 22 de mayo de 2017.
Entrevista confidencial, 23 de mayo de 2017.
Entrevista con Yuri Ramírez, 15 de mayo de 2017.
Entrevista con Hugo Rosales, 15 de mayo de 2017.
Entrevista con Luis Herrera, 18 de mayo de 2017.
Entrevista con José Galdámez, 22 de mayo de 2017.
Capítulo 4
Una mirada crítica a los datos oficiales de
los “linchamientos” en Guatemala39
daniel núñez
Resumen
E
ste capítulo insta a los investigadores a reflexionar críticamente
sobre los orígenes de las bases de datos y categorías de análisis
que emplean para analizar la violencia. En particular, el capítulo se enfoca en la base de datos de linchamientos construida por
la Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Guatemala
(minugua) y en la palabra linchamiento como categoría de análisis.
El capítulo muestra que la base de datos de la minugua tiene varios
problemas técnicos y que posiblemente está basada en una recopilación parcial de datos a nivel nacional, por lo que su uso para
el análisis estadístico debe ser cuestionado. Además, muestra que
la palabra linchamiento en sí genera varios problemas analíticos
debido a su ambigüedad y a las connotaciones que ha adquirido
en Guatemala, lo cual también pone en duda su utilización como
categoría de análisis.
Introducción
El 9 de marzo de 1994, el diario guatemalteco Prensa Libre publicó
una alarmante portada que decía en grandes letras negras: “Rebelión en Santa Lucía deja 50 capturados y 50 heridos” (Prensa Libre,
1994b: 1). La noticia se refería a un enfrentamiento entre la policía
y un grupo de pobladores de Santa Lucía Cotzumalguapa, un pueblo al sur de Guatemala, luego de la liberación de Melisa Carol
39
Este capítulo es una traducción de algunas secciones de la tesis doctoral, Violence and
the State in Postwar Guatemala, que presenté en el Departamento de Sociología de la
Universidad de Pittsburgh, Pennsylvania, en 2015. Todas las traducciones del inglés,
incluyendo las del texto original, son mías.
131
132
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Larsen, una ciudadana estadounidense a quien los pobladores habían acusado de robo de niños unos días antes. Según el periódico,
los pobladores de Santa Lucía llevaban ya algún tiempo de acusar
a algunos extranjeros y a las autoridades locales de formar parte de
una oscura red de criminales que se dedicaba a secuestrar niños
para traficar sus órganos. En uno de los testimonios recabados por
el diario, una persona de ese pueblo explicó que “desde hace varios
días han aparecido niños que fueron localizados abiertos y sin sus
órganos; en su lugar dejan cien dólares sobre los cuerpos” (Prensa
Libre, 1994a: 3). Según un reporte que el mismo diario publicó dos
días después, Larsen logró salir ilesa del tumultuoso incidente gracias a que dos policías la llevaron a la subestación, “para evitar que
fuera linchada por una turba enardecida” (Hernández, 1994: 2).
La infame “rebelión” en Santa Lucía fue la antesala de una aguda ola de violencia que cubrió a Guatemala a mediados de los
años noventa y principios de los años 2000. Tan solo tres semanas
después del mencionado ataque, Prensa Libre reportó que otra “turba de vecinos” en San Cristóbal Verapaz atacó a otra ciudadana
estadounidense, June Diane Weinstock, a quien también acusaron
de “intentar secuestrar a unos niños” y golpearon hasta dejarla inconsciente (Prensa Libre, 1994c: 59). Para finales de 1996, los “linchamientos” habían pasado a ser ya un elemento común del imaginario social de los guatemaltecos. Durante la siguiente década, los
periódicos publicaron cientos de reportes de “turbas enardecidas”
que atacaron a una persona o a un grupo de personas acusadas
de algún tipo de crimen, generalmente en alguna comunidad indígena del país o en la ciudad de Guatemala. No todos los casos
ocurrieron en contra de extranjeros acusados de robo de niños; de
hecho, los casos de Larsen y Weinstock resultaron ser excepciones
del patrón observado. Según datos oficiales, la mayoría de víctimas
que resultaron heridas o muertas por causa de estos incidentes entre
1996 y 2002 fueron hombres jóvenes que tenían entre 18 y 40 años
de edad que fueron acusados de algún tipo de crimen en contra de
la propiedad privada (minugua, 2002: párrafos 12-13). Para 2002,
la Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Guatemala
(minugua) había documentado 421 casos de linchamiento, en los
cuales 215 personas habían perdido la vida (minugua, 2002: párrafo
7). Hoy en día no existen datos confiables para estimar la magnitud del
fenómeno, pero los diarios continúan informando sobre casos similares
Una mirada crítica a los datos oficiales de los
“linchamientos” en Guatemala
133
en distintas regiones del país. Tan solo unas semanas antes de escribir este capítulo, elPeriódico reportó que tres hombres habían
muerto calcinados en una comunidad en San Miguel Ixtahuacán,
San Marcos, luego de que un grupo de personas los acusara de robo
(Herrera, 2017).
La escalada de violencia en contra de supuestos delincuentes
a mediados de los años noventa y principios de los años 2000 fue
acompañada por una serie de estudios que intentaron darle sentido
al fenómeno. Algunos se preguntaron si los linchamientos eran expresiones locales de “justicia popular” o si eran signos de la “barbarie” en la que había caído la sociedad guatemalteca (Mendoza y
Torres-Rivas, 2003). Otros se preguntaron sobre el papel de la militarización de las comunidades indígenas durante la guerra civil (19601996) y sobre las raíces históricas de la violencia observada en algunos casos de linchamiento (Gutiérrez y Kobrak, 2001). Algunos
enfatizaron más el aumento de la delincuencia en las áreas rurales de
Guatemala y señalaron ciertos factores que podrían estar relacionados, como el declive de los precios de algunos productos intercambiados en los mercados locales, por ejemplo (Handy, 2004). Otros se
preguntaron sobre las implicaciones que estos macabros incidentes
podrían tener en nuestra concepción de los derechos humanos (Godoy, 2002). Con el tiempo, algunos llegaron a ver el fenómeno de
los linchamientos como una de las tantas expresiones de la idea de
“mano dura” observadas en América Latina, y lo relacionaron con la
supuesta igualdad promulgada por las reformas neoliberales de algunas democracias relativamente jóvenes en las que desigualdades
de todo tipo persisten en la práctica (Godoy, 2006).
Ilustrando una tendencia que algunos han tildado de “motivología” (Krupa, 2009), en su momento la minugua se enfocó en las
causas del fenómeno y argumentó con tablas, gráficas y minuciosos análisis que los linchamientos eran legados de la guerra civil, y
que estaban relacionados a la desigualdad en el acceso a la justicia
estatal y a los patrones de desarrollo socioeconómico en las comunidades indígenas (minugua, 2000; 2002). La idea detrás de este
argumento era que las comunidades indígenas tendían a linchar a
supuestos delincuentes porque habían sido históricamente excluidas del sistema estatal en todas sus expresiones, y porque la guerra
había destruido sus propios sistemas de resolución de conflictos.
134
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
La tendencia a enfocarse en las causas del fenómeno fue reforzada por algunos estudios cuantitativos que se publicaron posteriormente. Cruzando una base de datos de linchamientos construida
por la minugua con datos estadísticos a nivel municipal extraídos de
diversas fuentes, Mendoza (2007: 36-37) argumentó que la misión
había enfatizado el papel de la guerra y la pobreza en detrimento de
lo que él llamó la “variable étnica” y la “ausencia del Estado”. Desde
su punto de vista, el hecho de que los linchamientos ocurrieran con
más frecuencia en comunidades indígenas no tenía tanto que ver
con la violencia durante la guerra o con las condiciones socioeconómicas en dichas comunidades, sino con su “sentido de pertenencia y fuerte identidad” y con una “cultura del honor” que emerge en
ausencia de un aparato estatal efectivo (Mendoza, 2007: 37). En un
estudio similar pero más reciente, Bateson (2012) argumenta haber
encontrado lo contrario: que es más probable que ocurran linchamientos en municipalidades que experimentaron altos grados de
violencia masiva durante la guerra civil. De hecho, según la autora,
en Guatemala existen dos “sistemas de vigilantismo”: uno en el este
y otro en el oeste del país, y la variación entre ambos puede ser explicada por los diferentes patrones de violencia que dichas regiones
experimentaron durante la guerra (Bateson, 2012: 42-43).
En lugar de resaltar esta o aquella causa o proponer una explicación alterna más sofisticada, el propósito de este capítulo es
simplemente analizar la base de datos sobre linchamientos construida por la minugua y reflexionar sobre la palabra linchamiento
como categoría de análisis. El argumento central es que algunos
analistas han utilizado esta base de datos y la categoría linchamiento de manera acrítica, sin pensar en los contextos históricos en los
que ambas fueron creadas y en las implicaciones que esto puede
tener para el análisis del fenómeno. Lejos de verlos como neutrales y objetivos, el capítulo considera que los actos aparentemente
técnicos de clasificar y “contar” incidentes en las llamadas ciencias
sociales son en realidad moldeados por el contexto social y político
en el que se llevan a cabo, y pueden afectar significativamente la
forma en que se entiende el fenómeno estudiado (véase: Martin y
Lynch, 2009; Seybolt, Aronson y Fischhoff, 2013). Como sugiere el
capítulo de Julie López en el presente volumen, esto ocurre con los
datos oficiales de homicidios en algunas regiones de Guatemala, y
Una mirada crítica a los datos oficiales de los
“linchamientos” en Guatemala
135
seguramente ocurre con otras cifras que por lo general consideramos
lo suficientemente fiables como para utilizarlas en nuestros análisis.
En el caso de los linchamientos, el capítulo muestra que la base
de datos de la minugua tiene varios problemas técnicos y que posiblemente está basada en una recopilación parcial de datos a nivel
nacional, por lo que su uso para el análisis estadístico debe ser cuestionada. Además, el capítulo muestra que la palabra linchamiento en
sí genera varios problemas analíticos debido a su ambigüedad y a
las connotaciones que ha adquirido en Guatemala, lo cual también
pone en duda su utilización como categoría de análisis.
Problemas con la base de datos de la minugua
La base de datos de linchamientos construida por la minugua consiste de dos archivos de Microsoft Excel: uno con una hoja para cada
año de 1996 a 2002, y otro con una hoja para cada departamento
en 2003. El primer archivo incluye tres hojas adicionales etiquetadas como “Casos por depto y año”, “Linch y víctimas por año”, y
“Linch y víctimas por depto”, cada una con tablas que resumen los
números correspondientes. El segundo archivo incluye tres hojas
similares con una serie de etiquetas confusas, y cuatro hojas adicionales con tablas incompletas y otra serie de etiquetas no muy claras. Para documentar cada caso, la misión intentó registrar la fecha
del incidente, la hora y el lugar en que ocurrió, el supuesto crimen
por el que fueron acusadas las víctimas, la presencia de testigos o
instigadores, el proceso legal contra los instigadores, la comunidad
involucrada, el número de víctimas, los nombres de las víctimas, su
estado de salud, y el papel de las autoridades nacionales y de minugua antes, durante y después de cada linchamiento. Sin embargo,
como suele ocurrir con algunas bases de datos, esta información no
está disponible en muchos casos, y en muchos otros la información
es bastante ambigua.
Basándonos en la información disponible, podemos decir que
482 linchamientos ocurrieron en Guatemala entre 1996 y 2002,
por los cuales 240 personas murieron y 703 resultaron heridas.40
40
Excluyo el archivo de Excel para el año 2003 porque parece estar basado en reportes
periodísticos y en general es de muy mala calidad. El archivo para el período 19962002 parece estar basado en reportes periodísticos pero también en testimonios de
gente local y del personal de la minugua.
136
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Más del 90 por ciento de estos linchamientos ocurrieron en los departamentos de Alta Verapaz, Quiché, Guatemala, Huehuetenango,
San Marcos, Petén, Totonicapán, Sololá, Chimaltenango y Quetzaltenango, aunque casi todos los departamentos del país experimentaron algún caso de este tipo de violencia durante el mencionado
período, con la excepción de Zacapa y Jutiapa, en donde no se
registró ni un solo incidente. En más del 50 por ciento de los linchamientos incluidos en la base de datos las víctimas fueron acusadas
de algún tipo de crimen en contra de la propiedad privada, mientras
que en alrededor del 9 por ciento fueron acusadas de asesinato.
En 58 por ciento de los incidentes la comunidad involucrada fue
“indígena” y en 14 por ciento fue “ladina”. El resto involucró a comunidades “mixtas”, “desconocidas”, o de etnicidad no registrada
(véase: Tabla 1). En ningún caso se documentó la etnicidad de las
víctimas (minugua, 2004).
Tabla 1
Etnicidad de las comunidades involucradas
en linchamientos de 1996 a 2002, según la minugua
Etnicidad
Porcentaje
Indígena
58
Ladina
14
Mixta
10
Desconocida
9
No reportada
9
Total
100
Fuente: minuguA (2004).
Aparte de la falta de información y ambigüedad de muchos casos,
la base de datos de la minugua tiene algunos problemas técnicos
que deben ser subrayados. Primero, la misión no especifica
nada sobre cómo recopiló sus datos. Al analizar los reportes
y la información contenida en la base de datos, hay indicios de
que el personal que trabajaba para la misión se enteraba de los
incidentes documentados a través de comunidades locales, actores
estatales o medios de comunicación antes, durante o después de
Una mirada crítica a los datos oficiales de los
“linchamientos” en Guatemala
137
que ocurrieran.41 Al parecer, las acciones de la misión también
dependían del siguiente esquema: si un incidente estaba a punto
de ocurrir o estaba ocurriendo en el momento, el personal de la
misión trataba de intervenir o negociar con la gente involucrada,
al menos en algunos casos.42 Si, por el otro lado, un incidente ya
había ocurrido, el personal de la misión parece haberse limitado
a verificar los detalles o a darle seguimiento al proceso judicial en
contra de los victimarios, en los casos en los que se abrió algún tipo
de proceso.43 Desafortunadamente, no sabemos cuántos incidentes
fueron verificados por la misión o incluso si verificó del todo algunos.
En muchos casos, la misión no detalla nada sobre este asunto, lo
cual hace imposible saber de dónde proviene la información que
presenta. En algunos casos la misión afirma que fueron “conocidos
por minugua” o que un “caso” con este u otro número “fue abierto”,
pero estas aseveraciones son bastante vagas y el documento no dice
nada más sobre ellas.
Un segundo problema importante con la base de datos es que
la misión no explica cómo decidió si las comunidades involucradas
en los linchamientos eran “indígenas”, “ladinas” o “mixtas”. No
sabemos si estas categorías étnicas son producto de la autoidentificación de la gente involucrada o si están basadas en la evaluación
externa del personal de la minugua. Este es un punto importante
porque las identidades étnicas en Guatemala pueden ser tremendamente complejas. Por ejemplo, una persona puede ser etiquetada
como “indígena” por un observador externo, pero esa misma persona puede identificarse como ladina dependiendo del contexto,
41
42
43
La base de datos contiene una columna etiquetada como “Información del caso en
minugua (no. de caso abierto, memoranda, fuente, etc...)”, en la que documenta la
fuente de la información para cada uno de los linchamientos. En algunos casos la misión simplemente indica que el incidente fue “conocido por minugua”, mientras que en
otros casos especifica la fuente. Por ejemplo, en 1998, la misión documentó un caso
en el cantón Nimapá, en Totonicapán, y especifica que la fuente fue “PL, 26Jun99”,
refiriéndose a un reporte periodístico que se publicó en Prensa Libre el 26 de junio de
1999. Véase minugua (2004: caso 175).
Por ejemplo, en 1999, la misión documentó un intento de linchamiento en Los Encuentros, Sololá, durante el cual personal de la misión intervino junto con algunas
autoridades estatales (minugua, 2004: caso 278). En contraste, ese mismo año, la misión
documentó un caso en La Ceiba, Petén, durante el cual el papel de las autoridades,
incluyendo al personal de la misión, fue “desconocido” (minugua, 2004: caso 284).
Por ejemplo, en 1996, la misión documentó un caso en Sacapulas, Quiché, e indicó
que su oficina regional en Quiché (“orqui”) verificó después del hecho que la gente
había organizado una “patrulla de seguridad” que estaba patrullando las calles por las
noches (minugua, 2004: caso 14).
138
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
situación o relación con el observador. Es más, una persona puede
ser etiquetada como “indígena” por alguien más, pero esa misma
persona puede autoidentificarse como parte de un grupo Maya
específico y rechazar la categoría “indígena” en su totalidad para
reafirmar una identidad política compleja.44 Existen muchos otros
ejemplos y matices que podríamos mencionar que simplemente
desaparecen con la clasificación simplista y sin fundamento explícito que hace la minugua.
Un tercer problema es que la base de datos no contiene casi
nada de información sobre las víctimas de los linchamientos, una
tendencia que se observa también en los reportes periodísticos de
estos sucesos.45 La base solamente establece el número de personas
que fueron atacadas y, en algunos casos, proporciona los nombres
de las mismas y su estado al final de los hechos (“ileso”, “herido” o
“muerto”). Esta omisión limita el análisis considerablemente, dado
que conocer algo de las víctimas podría cambiar nuestra concepción del fenómeno por completo. De hecho, esta es una de las
principales diferencias entre los estudios sobre los linchamientos
en Estados Unidos y los estudios en Guatemala: en Estados Unidos
es bien sabido que la mayoría de víctimas de linchamiento a finales
del siglo xix y principios del siglo xx eran afroamericanos y que la
mayoría de victimarios eran blancos, lo cual ha permitido relacionar el fenómeno al racismo e incluso a la economía de las plantaciones de algodón de esa época (véase Tolnay y Beck, 1995).46
Como una muestra de las dificultades que pueden surgir en el
análisis con la base de datos de la minugua, veamos el trabajo de
Stanley (2013) y sus especulaciones sobre lo que ocurrió a finales de
los años noventa. En 1999, la minugua documentó un incremento
44
45
46
Para una idea de la complejidad de las identidades locales en Guatemala, véase Little-Siebold (2001).
Para Krupa (2009: 34), las víctimas invisibles de los linchamientos representan al “ciudadano con derechos sin marca, una localidad vacía progresivamente llenada a medida
que incrementan las violaciones a los derechos a la libertad, a un juicio justo, a la
integridad del cuerpo, y a la vida”.
Un ejemplo ilustra cómo podría cambiar nuestra apreciación del fenómeno si supiéramos algo más de las víctimas: en Acal, una aldea en el departamento de Huehuetenango,
Gutiérrez y Kobrak (2001: 32) encontraron que expatrulleros civiles todavía operaban
en 1997 y que afirmaban que debían defender a su comunidad de la “guerrilla” cuando
ejercían violencia en contra de supuestos delincuentes. Si la violencia en Acal era de
hecho perpetrada por expatrulleros en contra de exguerrilleros, el uso de la palabra linchamiento para analizar ese tipo de incidentes en ese contexto sería al menos debatible.
Una mirada crítica a los datos oficiales de los
“linchamientos” en Guatemala
139
significativo en el número de linchamientos, mientras Guatemala llevaba a cabo elecciones presidenciales (minugua, 2004). Ese
año, los diarios publicaron algunas acusaciones en contra de oscuros grupos políticos que supuestamente estaban involucrados en
los linchamientos. Por ejemplo, en febrero, el Procurador de los
Derechos Humanos aseveró lo siguiente: “Por tratarse de un año
electoral, algunos grupos pueden estar interesados en promover
una política de desorden en las comunidades, pues en los últimos
hechos de violencia ocurridos hay alguien que insta a las masas
al desorden” (López y Acabal, 1999: 3). De forma similar, luego
de dos linchamientos en Totonicapán y Alta Verapaz, Prensa Libre
notó que los incidentes “habían perdido su carácter espontáneo”, y
citó a un representante de la minugua diciendo que “ahora parecen
actos previamente planificados” (Rodríguez y Valladares, 1999: 6).
Stanley (2013:170) ha especulado que estas acusaciones pueden haber tenido algo que ver con el Frente Republicano Guatemalteco (frg), un partido político de extrema derecha con vínculos
cercanos a militares y a expatrulleros civiles.47 El autor observa que
la mayoría de linchamientos que ocurrieron ese año se desencadenaron por robos menores (petty theft, en inglés) y no por crímenes
más serios, lo cual sugiere que los incidentes eran utilizados como
pretextos para generar caos y violencia. También observa que la
mayoría de casos ocurrió en áreas en donde las patrullas de autodefensa civil habían estado fuertemente organizadas, y que, una vez
que el frg llegó al poder en 2000, el número de linchamientos cayó
significativamente (Stanley, 2013: 170).
Desde un inicio, la clasificación que el autor hace de los crímenes es difícil de confirmar, dado que determinar si una acción constituyó de hecho un “robo menor” con base en la información limitada y ambigua que proporciona la minugua es casi imposible. La
misión sí muestra un incremento en el número de linchamientos en
1999, pero es imposible determinar si éste se debe a un aumento en
el número de incidentes propiamente dicho, o a una mejora en la
capacidad de la misión para recopilar datos. Asumiendo que lo que
ocurrió fue lo primero, es difícil determinar qué tipos de crímenes
47
Los expatrulleros civiles son los antiguos miembros de las Patrullas de Autodefensa Civil
(pac), milicias paramilitares de civiles que comenzaron a funcionar durante el gobierno
de Fernando Romeo Lucas García (1978-1982).
140
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
incrementaron simultáneamente a los linchamientos. Si analizamos
lo que la misión a veces llama “asalto”, observamos que en ningún
año fueron estos los detonantes mayoritarios de los linchamientos.
El único año donde se acercaron a serlo fue en 1998, no en 1999.
De hecho, en 1999 el porcentaje de linchamientos desencadenados
por asaltos disminuyó en relación con el año anterior.
Si analizamos lo que la misión a veces llama “robo”, vemos
que ocurre algo parecido. En ningún año fue este el factor desencadenante principal de los linchamientos, aunque en 1996 y 1997
estuvieron muy cerca de serlo. En 1999 sí vemos un incremento
con relación al año anterior, pero difícilmente podríamos decir que
ese año el robo constituyó el factor desencadenante mayoritario, ya
que solo 31 por ciento de los linchamientos registrados ocurrió por
ese motivo. Además, otro problema aquí es que no sabemos si estos
robos corresponden a los “robos menores” que menciona Stanley,
dado que también podríamos clasificar muchos asaltos como “robos menores” (algunos podrían incluso argumentar que la categoría
“asalto” se acerca más a la idea de “petty theft” que la categoría
“robo”). Es más, en algunos casos la misión clasificó muchos asaltos
como “robos” al mismo tiempo, y en otros no los clasificó de ninguna manera. Aunque en ocasiones uno puede decidir si se trató de
uno o del otro basándose en la descripción que la misión proporciona, en la mayoría de casos esta distinción resulta bastante difícil,
si no imposible de hacer.48
Si consideramos los “asaltos” y los “robos” en conjunto, sí vemos que en 1999 poco más del 50 por ciento de los linchamientos
ocurrió por esos motivos. Sin embargo, este es un patrón que se
observa (y con mayor intensidad) en casi todos los años, no solo en
1999. Durante los tres años anteriores, por ejemplo, más del 60 por
ciento de los linchamientos ocurrió por esos motivos. De hecho, en
1997, esa cifra casi alcanzó el 70 por ciento. Los únicos años donde
los asaltos y los robos no fueron los desencadenantes mayoritarios
fueron 2000 y 2002, con 42 y 39 por ciento de linchamientos registrados por esos motivos, respectivamente.
48
En algunos casos es muy difícil determinar si un acto fue un “asalto” o un “robo” porque
la misión no los clasificó de ninguna manera. En algunas ocasiones decidí que un acto
era un “asalto” o un “robo” basándome en la descripción del caso que proporciona la
misión, pero mi interpretación podría ser diferente a la de otras personas.
Una mirada crítica a los datos oficiales de los
“linchamientos” en Guatemala
141
En 1999, lo que vemos es que el número total de linchamientos desencadenados por asaltos y robos en realidad disminuyó con
relación al año anterior. En la Tabla 2, el factor desencadenante
que incrementa de 1998 a 1999 es “Por otro”, pero esta categoría
incluye un amplio rango de acciones que son excesivamente variadas, tales como la suplantación de identidad, los problemas por
tierra, la brujería, los atropellos, entre otros, ninguno de los cuales
constituye una forma de “robo menor”. Los datos recopilados por la
misión simplemente son demasiado ambiguos para llegar a alguna
conclusión satisfactoria sobre este tema.
Tabla 2
Número de linchamientos por porcentaje de incidente detonante
de 1996 al 2002, según la base de datos de la minugua
Año
Número de
linchamientos
Por
asalto
Por robo
Por
homicidio
Por
otro
1996
35
17
43
9
31
1997
78
22
46
5
27
1998
67
40
21
7
31
1999
105
21
31
3
45
2000
61
16
26
15
43
2001
75
29
28
7
36
2002
61
11
28
8
52
Fuente: minugua (2004).
El despliegue territorial de la minugua
Otro de los problemas con la base de datos de la minugua es que
no sabemos si refleja lo que estaba ocurriendo en todo el territorio nacional, o si solo refleja lo que estaba ocurriendo en algunas
regiones. De las 331 municipalidades que tenía Guatemala en ese
entonces,49 la misión documentó linchamientos en 155, es decir,
en poco menos de la mitad de municipalidades de todo el país (minugua, 2004). Esta ha sido la pregunta principal de varios estudios
49
Hoy el país cuenta con 340 municipalidades.
142
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
sobre el tema: ¿por qué son más frecuentes los linchamientos en
algunas regiones y no en otras?
Aunque los análisis que se han hecho sobre el tema han iluminado valiosos aspectos del fenómeno, una posibilidad que ha sido
pasada por alto por todos los analistas es que la minugua simplemente no tenía acceso a todas las municipalidades del país. Esto
significaría que los datos que contiene la base están sesgados y no
son representativos de la población a la que se refieren.
Para evaluar esta posibilidad, veamos el despliegue territorial de
las oficinas y suboficinas de la misión en Guatemala y cómo se relacionan con su base de datos. Según reportes oficiales, las oficinas
regionales de la minugua estaban ubicadas en los departamentos de
Quiché (Santa Cruz del Quiché), Huehuetenango, Alta Verapaz (Cobán), Quetzaltenango, Sololá, Zacapa, Petén (Flores/Santa Elena) y
en la Ciudad de Guatemala, mientras que sus suboficinas estaban
ubicadas en Quiché (Cantabal y Nebaj), San Marcos (San Marcos),
Huehuetenango (Barillas), y Escuintla (United Nations General Assembly, 1994: párrafo 29).50 En el año 2000, la misión observó que
los linchamientos ocurrían con más frecuencia en los departamentos de Quiché, Alta Verapaz, Guatemala, Huehuetenango, Sololá,
San Marcos, Petén, Chimaltenango, Totonicapán y Quetzaltenango
(minugua, 2000), y en 2002 aseguró que los linchamientos ocurrían
con más frecuencia en los departamentos de Alta Verapaz, Quiché,
Guatemala, Huehuetenango, San Marcos y Petén (minugua, 2002).
La misión tenía oficinas y suboficinas en todos estos departamentos,
excepto en Chimaltenango, que está a una hora de camino en carro
de la Ciudad de Guatemala y de Sololá, y en Totonicapán, que está
a media hora en carro de Quetzaltenango. El único departamento
que se aparta de este patrón es Zacapa, en donde la minugua tenía
una oficina pero no documentó ni un solo linchamiento. En general, el número de linchamientos y el despliegue territorial de la
minugua están significativamente correlacionadas (véase Tabla 3).
50
La misión consideró inicialmente establecer una oficina en Jutiapa, pero terminó estableciéndola en Escuintla. Véase Stanley (2013: 68).
Una mirada crítica a los datos oficiales de los
“linchamientos” en Guatemala
143
Tabla 3
Número de linchamientos y presencia regional de minugua
Oficinas de
Suboficinas de
minugua
minugua
90
1
0
Quiché
76
1
2
Guatemala
52
1
0
Huehuetenango
45
1
1
San Marcos
41
0
1
Petén
36
1
0
Totonicapán
26
0
0
Sololá
26
1
0
Chimaltenango
21
0
0
Quetzaltenango
22
1
0
Escuintla
8
0
1
Baja Verapaz
9
0
0
Sacatepéquez
5
0
0
Retalhuleu
6
0
0
Chiquimula
4
0
0
Suchitepéquez
7
0
0
Jalapa
3
0
0
Santa Rosa
3
0
0
El Progreso
1
0
0
Jutiapa
0
0
0
Izabal
1
0
0
Zacapa
0
1
0
Departamento
Linchamientos
Alta Verapaz
Fuentes: minugua (2004); Stanley (2013: 68); United Nations General Assembly (1994: párrafo 29).51
51
La correlación entre el número de linchamientos y el número de oficinas es de 0.65, y
entre el número de linchamientos y el número de suboficinas es de 0.48. La correlación
entre el número de linchamientos y el despliegue territorial (número de oficinas + número de suboficinas) es de 0.72.
144
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
La correlación entre el número de linchamientos y la presencia
regional de la minugua no es suficiente para llegar a alguna conclusión sólida. Sin embargo, puede al menos poner en duda las
explicaciones que hasta ahora tenemos sobre los linchamientos
en Guatemala. En general, la literatura, y en especial los estudios
cuantitativos, se han debatido entre los legados de la guerra y las
características de las comunidades indígenas para explicar los linchamientos. Una tercera opción es que los datos que recopiló la
minugua reflejan más que todo lo que ocurrió en las comunidades
indígenas, donde la violencia de la guerra civil fue más intensa,
porque la misión tenía presencia casi solo en esas regiones. En realidad, nada excluye la posibilidad de que la misión haya pasado
por alto actos de violencia extrajudicial que ocurrían en comunidades alejadas de sus oficinas y suboficinas regionales, o en los
departamentos y municipalidades en los que no tenía ningún tipo
de presencia. Es más, existe la posibilidad de que algunas personas
hayan activamente ocultado esta clase de actos en algunos lugares,
conscientes de que matar o herir a alguien públicamente podría
significar un enfrentamiento directo con la minugua. Después de
todo, la misión no era particularmente bienvenida en Guatemala.52
Los problemas mencionados arriba sugieren que la base de datos de la minugua no debería verse como una base de datos construida para el análisis estadístico, sino como una base construida
para el manejo de casos. Estas clases de bases por lo general son
construidas por las organizaciones de derechos humanos que trabajan en contextos violentos y difíciles de manejar, y reflejan más
que todo los patrones de las violaciones a los derechos humanos a
las que las organizaciones tienen acceso, pero no el universo completo de violaciones (véase: Seybolt, Aronson y Fischhoff, 2013).
Como lo explican algunos autores: “Las bases de datos de casos
reflejan patrones de reporte –no patrones de violencia– los cuales
son afectados por un sesgo de reporte (o sesgo de selección). ‘Sesgo
de reporte’ en este contexto significa que la probabilidad de que un
evento sea reportado varía con las características del evento en sí,
o con las características de la organización que recolecta los reportes” (Krüger, Ball, Price y Green, 2013: 249).
52
Jonas (2000: 49) señala que, durante su mandato, el personal de la minugua sufrió diversos ataques, “incluyendo un tiroteo a su oficina, así como amenazas continuas, acoso,
e incluso secuestros”.
Una mirada crítica a los datos oficiales de los
“linchamientos” en Guatemala
145
Lo anterior no significa que todos los estudios realizados hasta
ahora con esta base estén equivocados. Más bien significa que están
incompletos. Para construir teorías sobre la violencia extrajudicial
en contra de supuestos criminales en Guatemala, tendríamos que
tener una base de datos representativa de todos los actos violentos
en contra de estos individuos, no solo de los “linchamientos” entendidos como tales. Después de todo, como ha argumentado Godoy
(2006), los linchamientos son solo una de las manifestaciones de
la tendencia autoritaria en contra de supuestos delincuentes que se
observa hoy en varios países del continente americano.
La palabra linchamiento
Un problema adicional relacionado con el estudio de los linchamientos en Guatemala es el uso de la palabra linchamiento como
categoría de análisis. En general, los estudios que han abordado el
tema asumen que el significado de la categoría cae por su propio
peso, y que el tema no tiene ninguna relevancia analítica significativa. Sin embargo, cuando uno la analiza detenidamente, se da
cuenta que la cuestión no es tan sencilla. Para la minugua, por ejemplo, el linchamiento es “[un hecho] de violencia tumultuaria contra
las personas, independientemente de que se realice contra una o
más víctimas y que el resultado de los mismos conlleve o no a su
muerte, y de si ésta no se produce por el desistimiento de los ‘linchadores’ o porque fue impedido por autoridades u otras personas”
(minugua, 2000: párrafo 4). Según esta larga y ambigua definición,
un incidente en el que un grupo de personas le quita la vida a otra
por haber cometido un crimen sería un linchamiento, pero también
lo sería una pelea entre dos grupos de fanáticos del futbol o una
protesta en la que un alcalde de una municipalidad resulta herido.
Ambos incidentes encajarían perfectamente en la definición de la
minugua.53
Lo señalado nos lleva a preguntarnos sobre la naturaleza de un
linchamiento. ¿Qué es un linchamiento? ¿Qué características debe
tener un incidente para que sea considerado un linchamiento?
53
De hecho, en una ocasión, la minugua clasificó como linchamiento una manifestación
pública en contra del impuesto local en Santa María Chiquimula, Totonicapán, durante la
cual los protestantes quemaron la casa del alcalde (minugua, 2004: caso 139).
146
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
La definición de la minugua está basada en la definición de linchar de la Real Academia Española (rae), la cual a su vez está basada en la palabra lynch en inglés (rae, 1992). Tanto la misión como la
rae notan el supuesto origen de la palabra en las acciones de Charles Lynch, el infame juez independentista de Virginia del siglo xviii
que tomaba la justicia en sus manos, enjuiciaba y mataba a quienes
proclamaban su lealtad a la corona británica (minugua, 2000: párrafo 3). Sin embargo, a diferencia de la minugua, la rae especifica
que linchar significa “ejecutar sin proceso y tumultuariamente a un
sospechoso o a un reo” (rae, 1992, énfasis propio). Así, según esta
definición, nuestro caso hipotético del grupo de personas seguiría
siendo un linchamiento, pero no el de los fanáticos de futbol ni
el del alcalde herido. No obstante, queda abierta la pregunta del
“tumulto”. ¿Cuántas personas conforman un “tumulto” de gente?
¿Qué pasaría si un individuo mata a un supuesto ladrón en nombre
de la “justicia”? ¿Podría ser su acto considerado un linchamiento?
¿Y si en lugar de un individuo fueran dos los que matan a balazos a
un supuesto ladrón? ¿Podrían dos personas constituir un “tumulto”
de gente? Además, esta definición considera el asesinato de reos
como linchamiento. ¿Cuántos linchamientos podríamos contar en
Guatemala si consideramos el asesinato de reos como tales? ¿Cómo
cambiaría este hecho nuestra percepción del fenómeno?
Otra definición comúnmente utilizada en las ciencias sociales
es la llamada definición de la National Association for the Advancement of Colored People (naacp), una organización que en 1940
supuestamente estableció que, para que un incidente sea considerado un linchamiento, tres o más personas deben ejecutar a un individuo ilegalmente en nombre de la justicia o la tradición (Waldrep,
2002: 2). Siguiendo estos criterios, un “tumulto” de gente estaría
entonces conformado por tres o más personas. Sin embargo, los
problemas conceptuales persisten. ¿Qué pasaría si esas tres personas son policías o militares? ¿Podría ser el acto considerado todavía un linchamiento? Y si tres civiles actuaran clandestinamente y
“desaparecieran” a un supuesto ladrón, como ocurre en algunas
regiones del Oriente de Guatemala (Núñez, 2017), ¿podría su acto
ser considerado un linchamiento? ¿Debe un acto ser público para
que sea considerado un linchamiento? Y si estas personas tuvieran
Una mirada crítica a los datos oficiales de los
“linchamientos” en Guatemala
147
algún tipo de apoyo implícito o explícito de las autoridades locales,
¿podría el acto todavía ser clasificado como un linchamiento?
Aunque parezcan triviales, esta clase de preguntas han sido
sujetas a discusiones y debates en los Estados Unidos durante los
últimos 200 años (véase: Waldrep, 2002). Es más, algunos historiadores argumentan que nunca ha habido un acuerdo sobre el significado de la palabra linchamiento, y que en realidad diferentes
grupos la han utilizado para justificar o condenar ciertos actos de
violencia en momentos históricos determinados (Waldrep 2002;
Arellano, 2012). Uno de estos historiadores encontró que incluso
el supuesto acuerdo alrededor de la famosa definición de la naacp
carece de fundamento histórico. Como él lo explica: “De hecho, no
existe una ‘definición de linchamiento de la naacp’. Los documentos
de la naacp en la Librería del Congreso muestran debates, confusiones, desacuerdos, pero ningún consenso alrededor del significado
del linchamiento” (Waldrep, 2002: 2). Hoy, el término todavía se
utiliza en Estados Unidos, pero compite discursivamente con el término “crimen de odio” (hate crime, en inglés), el cual es cada vez
más utilizado para describir actos que en el pasado habrían sido
considerados linchamientos (Waldrep, 2002: 185-191).
El objetivo principal de traer a colación estos problemas con la
palabra linchamiento es instar a los investigadores a reflexionar sobre las categorías de análisis que emplean. Las categorías de análisis no nacen en el vacío; nacen en contextos históricos con dinámicas sociales y políticas particulares que moldean sus significados.
Con el tiempo, estas categorías y sus significados se normalizan, y
“los conteos y objetos contados [con ellas] adquieren una naturaleza que se da por sentada, después del hecho, como si los números
resultantes hubiesen estado ahí siempre” (Martin y Lynch, 2009:
246). Esta situación puede verse claramente en Guatemala, en donde la palabra linchamiento ha sido utilizada casi exclusivamente
para llevar un conteo y analizar los casos de violencia extrajudicial
en contra de supuestos criminales en las comunidades indígenas y
en la capital, pero no tanto en las regiones del oriente del país. Por
lo general, los analistas y formadores de opinión consideran que
la violencia extrajudicial en esas regiones representa un fenómeno
completamente diferente al que se observa en el occidente, y la
148
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
dejan fuera del análisis.54 En realidad, no sabemos mucho sobre la
magnitud o las características de la violencia extrajudicial en esas
regiones de Guatemala (véase Rodman, 2009), pero las altas tasas
de homicidios y algunos estudios sugieren que quizás sea más común que lo que imaginamos, y que sus diferencias con la violencia
que observamos en las comunidades de occidente son más circunstanciales que de fondo (véase: Núñez, 2017; Bateson, 2012).
Un problema quizás más grave es que a menudo las categorías
de análisis que utilizamos nacieron en contextos que difieren de
forma sustancial con los contextos en los que vivimos. En estos casos,
las categorías de análisis pueden no solo iluminar ciertas prácticas
o dinámicas en detrimento de otras, sino también distorsionar
significativamente los fenómenos que estudiamos. En el caso de la
palabra linchamiento, el problema es que al utilizarla como categoría
de análisis asumimos que existe un Estado que ha monopolizado
exitosamente el uso legítimo de la fuerza, parafraseando la famosa
definición del sociólogo Max Weber. La palabra asume que existe
un espacio “afuera del Estado” claramente delimitado, y que es ahí
donde opera este tipo de violencia extrajudicial. En realidad, en
contextos como el nuestro, el Estado jamás ha logrado establecer
lo que el sociólogo Michael Mann llama “poder infraestructural”,
es decir, “la capacidad […] de penetrar en la sociedad civil y de
implementar logísticamente sus decisiones políticas a través del
territorio” (Mann, 1984: 113). Por el contrario, en contextos como
el nuestro, agentes estatales a menudo han trabajado en conjunto
con agentes no estatales para controlar a la población e imponer
sus intereses. Como lo muestra el capítulo de José Miguel Cruz en el
presente volumen, esta situación es evidente en el llamado Triángulo
54
Esta idea se ve reflejada en las preguntas de una periodista a Carlos Mendoza en 2009:
“¿Cómo nos quitamos el estereotipo de que los linchamientos son exclusivos de los
pueblos indígenas? ¿Qué necesitamos entender para romper estos prejuicios?” (Mendoza, 2009). La misma periodista me hizo las mismas preguntas en 2012.
La idea también se ve reflejada en la respuesta que me dio un alto funcionario del Ministerio de Gobernación en 2011, cuando le pregunté por qué no ocurren tantos linchamientos en el oriente del país: “Porque ahí los matan a tiros. O sea, la cultura de oriente
es cultura de ganaderos, de gente armada, y ahora está bien posicionado el narcotráfico. Ahí no linchan; ahí te pegan un tiro y se acabó el problema. También eso tiene que
ver mucho con la cultura original. O sea, el área de occidente es más comunitaria, esas
comunidades son muchísimo más cerradas y por lo tanto reaccionan en comunidad. Es
muy difícil que ellos reaccionen de forma individual. En el área de oriente no, o sea, ahí
la gente anda armada, tiene un conflicto, se pega un tiro y se acabó el problema. No
busca a otros para que juntos vayan a resolver el problema” (Entrevista A8, 2011).
Una mirada crítica a los datos oficiales de los
“linchamientos” en Guatemala
149
Norte de Centroamérica, en donde agentes estatales violentos que
sobrevivieron las transiciones democráticas de los años noventa
han permanecido de alguna forma u otra en posiciones de poder
estatal que les han permitido continuar ejerciendo sus prácticas
represivas de guerra. Esta característica, común en otras partes de
América Latina, ha llevado a algunos analistas a asegurar que en
varios países de la región latinoamericana existe un “área gris” que
constituye parte “normal” de la esfera política (Auyero, 2007).
Para ilustrar esta “área gris” entre la violencia estatal y la violencia no estatal, veamos un último ejemplo. El 16 de septiembre
de 1996, cuando los linchamientos se estaban volviendo una sensación periodística y las negociaciones de la paz estaban en sus
últimas fases, el peso de la “justicia” cayó sobre dos hombres. En
1993, el Estado de Guatemala había condenado a Pedro Castillo y a
Roberto Girón, dos campesinos de Escuintla y Chiquimula, respectivamente, por haber violado y matado a una niña de cuatro años.
Algunas organizaciones de derechos humanos notaron varias violaciones al “debido proceso” en el caso, y apelaron a la administración del presidente de esa época, Álvaro Arzú, para que detuviera
la ejecución (Harrell, 1997). Incluso el papa Juan Pablo II pidió que
la ejecución no se llevara a cabo, sin ningún resultado.
Después de rechazar todas las peticiones en su contra, el gobierno procedió con la sentencia y ambos hombres fueron fusilados. Los reportes y las columnas de opinión en esa época fueron
sensacionalistas y en ocasiones hasta entusiastas, declarando que
el evento gozaba del apoyo de una gran mayoría de guatemaltecos.
En la televisión, ambos hombres fueron mostrados atados a postes,
vestidos con harapos, con sus manos amarradas en la espalda y
sus rostros cubiertos con pañuelos. Después de que un individuo
da la orden, un pelotón de oficiales armados que forma una línea
recta frente a los condenados dispara sus armas. Uno de ellos cae
inmediatamente al frente, mientras que el otro permanece de pie,
visiblemente adolorido. Un médico se acerca a este hombre, le retira el pañuelo del rostro, y revela su agonía. Luego de examinarlo,
el médico le da una señal a uno de los oficiales. El oficial toma su
arma y la coloca sobre la sien del hombre…
150
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
¿Fue este “fusilamiento” un acto de “justicia”, o fue simplemente un “linchamiento” apoyado por una gran parte de un país que
clamaba venganza, en el que el grupo de “linchadores” transfirió
su culpa a un ente abstracto (el “Estado”) y adornó la ejecución con
formalidades legales y rituales protocolarios para crear distancia y
la ilusión de civilidad?
Conclusiones
Este capítulo ha buscado exhortar a los investigadores a que reflexionen sobre los orígenes de las bases de datos y de las categorías de
análisis que utilizan para entender la violencia. En particular, el capítulo se ha enfocado en la base de datos sobre “linchamientos”
construida por la minugua durante los años noventa y principios de
los 2000 y en la palabra linchamiento como categoría de análisis.
A través de un análisis detallado, el capítulo ha mostrado que la
base de datos de la minugua tiene varios problemas técnicos y que
posiblemente está basada en una recopilación parcial de datos a
nivel nacional que refleja más el despliegue territorial de la misión
que la distribución de linchamientos durante esa época. El capítulo,
además, ha mostrado que la palabra linchamiento es muy ambigua
y que en Guatemala ha adquirido connotaciones raciales y territoriales que ponen en duda su utilización como categoría de análisis.
Los problemas señalados a lo largo del capítulo no buscan restarle mérito a los estudios que se han hecho sobre los linchamientos
en Guatemala hasta ahora ni echar por la borda las conclusiones
que se han desprendido de ellos. Al contrario, sobre la base construida por ellos, el capítulo busca de manera general avanzar nuestro conocimiento de la violencia en Guatemala, y en particular de
la violencia extrajudicial en contra de supuestos criminales. Lo que
los problemas señalados en el capítulo sugieren es que el tema de
la violencia extrajudicial en contra de supuestos delincuentes es
mucho más profundo de lo que pensamos, y que los linchamientos
son tan solo una manifestación de un fenómeno más amplio, como
algunos académicos han argumentado hasta el momento (véase:
Godoy, 2006). Para lograr explorar este fenómeno y entender mejor la violencia extrajudicial, debemos valorar lo que hemos hecho
hasta ahora, pero también detenernos y reflexionar para ampliar
nuestros horizontes analíticos y territoriales.
Una mirada crítica a los datos oficiales de los
“linchamientos” en Guatemala
151
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155
Capítulo 5
Perspectivas “desde adentro” y
“desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia
pandilleril en El Salvador
sonJa wolf
Resumen
L
a violencia de las pandillas callejeras se ha configurado como
uno de los asuntos de política pública más desafiantes en El
Salvador. Desde 2003, sucesivas administraciones han implementado planes altamente represivos, inspirados en fines político-electorales, que han terminado alimentando al crimen violento
y han hecho que las pandillas fortalezcan sus estructuras y su participación delictiva. Diversas organizaciones no gubernamentales
(ong) han denunciado las violaciones a los derechos humanos y
han criticado la ausencia de programas de prevención e intervención de pandillas. Sin embargo, la sociedad civil nunca ha logrado
que el gobierno abandone el enfoque de la mano dura a favor de
una política integral de pandillas.
La investigación que dio origen a este capítulo indagó cómo
el contexto y las características organizacionales influyeron en las
estrategias de incidencia de las organizaciones no gubernamentales
y en sus resultados en El Salvador a principios de los años 2000. El
proyecto estuvo basado en una etnografía de tres organizaciones
salvadoreñas para tener acceso de primera mano y estudiar durante
un período prolongado las dinámicas internas de cada organización. Este capítulo ofrece una serie de reflexiones sobre la metodología del estudio, así como los dilemas y retos que enfrentó la
investigadora. Principalmente, discute el acceso a las organizaciones y la creación de confianza con los participantes; la etnografía organizacional y la posibilidad de explorar la herramienta del
157
158
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
cuentacuentos; y la producción y la legitimidad del conocimiento
etnográfico. El capítulo cierra con algunas consideraciones sobre
el uso de la etnografía, la investigación sobre programas de intervención de pandillas, y las perspectivas para dichas iniciativas en
El Salvador.
Introducción
En El Salvador, décadas de implacable exclusión, y la violenta represión de intentos pacíficos por crear un sistema político incluyente, culminaron en una cruenta guerra civil de doce años. El conflicto armado ocasionó un enorme costo humano que ascendió a
unos 75 mil muertos, ocho mil desaparecidos, además de un millón
de desplazados que –en muchos casos– se refugiaron en Estados
Unidos. Al mismo tiempo, la violencia destruyó gran parte de la
infraestructura y acabó con la actividad económica. El impacto financiero y el empate militar entre la Fuerza Armada y el guerrillero
Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (fmln), más que
generar un interés en construir una auténtica democracia, impulsaron a las élites del país a apoyar una salida negociada de la guerra.
Los Acuerdos de Paz, firmados en 1992, se consideran un punto
de inflexión en la historia reciente de El Salvador. Pero si bien ese
pacto marcó el comienzo de una serie de reformas transcendentales, sólo algunas de ellas se completaron (constitucionales y electorales), mientras que otras quedaron inconclusas (institucionales y de
seguridad) o no se implementaron (socioeconómicas). Superficialmente, El Salvador parece ser un país transformado, pero las apariencias ocultan las continuidades históricas. A la par de elecciones
competitivas existen bolsones de prosperidad con frondosas zonas
residenciales, hoteles de lujo, centros comerciales y restaurantes de
comida rápida. Sin embargo, persisten los problemas estructurales,
como la desigualdad de ingresos y los déficits institucionales, la corrupción, la incipiente capacidad técnica y la poca transparencia.
La falta de empleos dignos y, cada vez más, el crimen violento, obligan a muchos salvadoreños a abandonar su país. La ubicuidad de
muros, rejas y guardias armados es un signo visible de una profunda
crisis de seguridad que se ha venido desarrollando en la posguerra.
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
159
Uno de los mayores desafíos de políticas públicas es el de las
pandillas callejeras, sobre todo las de origen californiano. El impacto de estos grupos se siente de forma aguda no sólo por su presencia
en todo el territorio nacional, sino también por la incapacidad del
Estado de hacerle frente a un problema con raíces sociales. En los
años sesenta, existían ya en El Salvador pequeños grupos de barrio
que reunían a jóvenes marginalizados, pero que tenían efectos insignificantes en la seguridad pública (Wolf, 2011: 44-45). Algunos
de estos grupos llegaron a disolverse, pero otros fueron absorbidos
por las pandillas hoy dominantes: la Mara Salvatrucha (ms-13) y la
Pandilla de la Calle Dieciocho. Ambas se formaron en vecindarios
de Los Ángeles donde muchos de los refugiados centroamericanos
se instalaron. Sin la posibilidad de obtener asilo político, las familias se vieron obligadas a vivir clandestinamente en zonas empobrecidas y hacinadas. Algunos jóvenes respondieron a la alienación
cultural, a los traumas personales y a la necesidad de protección
contra las pandillas uniéndose a un grupo existente o formando su
propia banda (Ward, 2013: 75).
En un intento inútil de deshacerse de las pandillas, Estados Unidos intensificó, a principios de los noventa, las expulsiones de personas sin ciudadanía que infringieran la ley. Lo que erróneamente
se consideraba un problema creado por los inmigrantes, terminó
por ser exportado al Triángulo Norte de Centroamérica. En aquel
entonces, los países de esta región estaban más preocupados por
reconstruir su infraestructura e instituciones que por atender una
latente crisis social. Desorientados en tierras ajenas, y sin las oportunidades imprescindibles para su inserción, los deportados angloparlantes y su romantizado estilo de vida cautivaron a adolescentes
locales que anhelaban pertenencia, respeto y estatus social. En las
comunidades urbanas marginales, la ms-13 y la Dieciocho se convirtieron rápidamente en una fuente de inseguridad. Durante una
década, la ausencia de una política de pandillas permitió que estos
grupos crecieran y se involucraran cada vez más en la violencia
(Cruz, 2005: 1157).
La transformación de estos grupos dio un salto significativo
cuando los gobiernos del norte de Centroamérica decidieron suprimirlos. En El Salvador, el gobierno del Presidente Francisco Flores
(1999-2004), de la derechista Alianza Republicana Nacionalista
160
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
(arena), lanzó en 2003 el Plan Mano Dura con el objetivo declarado
de desmantelar a las pandillas y reducir la elevada tasa de homicidios. Lo que en realidad fue una estrategia electoral, diseñada para
ganar los comicios presidenciales de 2004 (Aguilar, 2004: 439),
contribuyó a conferirle al partido gobernante cinco años más en el
poder. Antonio Saca, el nuevo mandatario (2004-2009), continuó la
iniciativa de su predecesor con el Plan Súper Mano Dura.
Ambas versiones incluyeron patrullajes policíaco/militares, la
remoción de grafitis, leyes antipandillas, así como barridas y arrestos masivos de supuestos pandilleros. Los principales medios de
comunicación distorsionaron la amenaza de las pandillas, describieron a sus integrantes como asesinos psicópatas y pintaron el manodurismo como la única respuesta factible (Wolf, 2017: 74-118).
La oposición política, entonces el fmln, y distintas ong de derechos humanos denunciaron los abusos ocasionados y la falta de
una política de pandillas genuinamente holística. Mientras la tasa
de homicidios se incrementó de manera incontrolada, las pandillas
fortalecieron sus estructuras internas y acrecentaron su accionar
delincuencial, sobre todo la extorsión (Aguilar, 2006). Los efectos
contraproducentes de la represión generaron un costo político difícil de ignorar y resultaron en el retiro del Plan Súper Mano Dura.
Desde su llegada al poder en 2009, el fmln ha retomado la ofensiva contra las pandillas, aunque siempre ha afirmado estar persiguiendo una política integral de seguridad, con énfasis en la prevención social. La administración de Mauricio Funes (2009-2014)
promovió en 2012 una tregua de pandillas a fin de disminuir el
número de asesinatos (Martínez et al., 2012). Si bien el promedio
de homicidios se redujo a la mitad, la tregua colapsó después de un
año debido a la falta de compromiso y de transparencia del gobierno. La administración de Salvador Sánchez Cerén (2014-2019) ha
visto no sólo más ataques contra policías, sino también un marcado
aumento en el número de enfrentamientos entre policías y pandilleros. Algunos de estos choques han enmascarado ejecuciones extrajudiciales (Chávez y Barrera, 2015; Valencia, Martínez y Valencia
Caravantes, 2015).
La persistencia del manodurismo, así como la contratación partidaria de las pandillas para la movilización de votantes (Martínez
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
161
y Valencia, 2016), ha hecho que estos grupos adquieran paulatinamente más poder. Con el tiempo, las pandillas han ganado más
miembros y se han extendido a zonas semirrurales. Además, han
ampliado sus actividades ilícitas y ahora amenazan a quienes se
oponen –o perciben que se oponen– a ellas. Quizás la evolución
más inquietante es la creciente influencia de las pandillas –por medio de la intimidación o la corrupción– en las instituciones del Estado, sobre todo en las alcaldías (Puerta, Silva y Dudley, 2017) y las
agencias de seguridad (García, 2017).
La investigación que sirve de base para este capítulo inició durante el período de implementación de los planes iniciales de mano
dura a mediados de los 2000. Su objetivo fue analizar las estrategias
de incidencia de tres ong salvadoreñas dirigidas a promover una
política de pandillas integral y respetuosa de los derechos humanos. Específicamente, el estudio buscó entender cómo el entorno
sociopolítico y las características organizacionales influyeron en la
selección y la ejecución de las distintas estrategias por parte de cada
ong. Dado que el manodurismo continuó siendo el enfoque predominante hacia las pandillas a pesar de estas estrategias, la investigación también indagó por qué la labor de las ong fue relativamente
inefectiva. Los hallazgos de la investigación sugieren que, por un
lado, la incidencia se vio constreñida por el contexto del país. Los
factores más notables fueron la resistencia de las élites económicas
a políticas sociales, el hecho de que arena defendiera los intereses
y privilegios de las familias más pudientes, y la concentración de
la propiedad de los medios de comunicación. Por otro lado, las estrategias de incidencia reflejaron las características y prioridades de
cada organización, y no llegaron a crear suficiente presión política.
Si bien el estudio hizo una crítica de la política de pandillas de
El Salvador, el objetivo subyacente era ofrecer una mirada distinta
sobre las ong. Gran parte de la literatura existente no sitúa a las ong
en su contexto y se acerca a ellas a través de entrevistas o documentos. Yo propuse llevar a cabo una etnografía de cada organización,
ya que esto me permitiría tener un acceso prolongado a ellas y tener
una perspectiva privilegiada de sus dinámicas internas. Seleccioné
El Salvador porque la comunidad internacional lo había etiquetado
como un caso exitoso en la resolución de conflictos. No obstante,
la multitud de problemas que el país ha estado experimentando en
162
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
la posguerra pone en duda esta calificación. Opté por el tema de las
pandillas porque la política de mano dura, y la cobertura mediática
que la convirtió en un espectáculo, lo habían colocado al frente de
la agenda pública. Quizás lo más llamativo para mí fue la doble
condición de los pandilleros como víctimas y victimarios, hecho
que provoca que muchos ciudadanos no les quieran reconocer sus
derechos humanos y reclamen su exterminio. Como muestra el capítulo de Robert Brenneman en el presente volumen, esta forma de
ver a los pandilleros dificulta el trabajo de las organizaciones que
trabajan con ellos, y puede incluso resultar sorprendente para algunos investigadores.
El trabajo de campo lo desarrollé principalmente en dos etapas:
una primera fase exploratoria de seis semanas en 2005, y un segundo ciclo de ocho meses en 2006. Luego hice visitas periódicas más
breves que me permitieron actualizar la información. La etnografía
implicó observación participante en cada ong, entrevistas y conversaciones, así como la recopilación de datos y documentación.
Excepto en las entrevistas formales, para alentar conversaciones ordinarias y sostener observaciones relativamente libres, en todo momento tomé notas mentales que posteriormente convertí en notas
escritas. Además, llevé a cabo más de 180 entrevistas semiestructuradas con personas que recluté mediante un muestreo intencional
y de bola de nieve, incluidos oficiales del gobierno, policías, defensores de derechos humanos, académicos, periodistas y ex pandilleros. Por último, hice un análisis de contenido de la cobertura
mediática sobre las pandillas y la política de mano dura, producida
entre 2003 y 2006 por La Prensa Gráfica y El Diario de Hoy. Ambos
son periódicos conservadores y en ese entonces eran considerados
los más influyentes de El Salvador.
Las ong las seleccioné a través de un muestreo intencional,
utilizando como principales criterios el perfil diferenciado de cada
organización y el tipo de incidencia que realizaba. La Fundación
de Estudios para la Aplicación del Derecho (fespad) es un grupo de
profesionales, muchos de ellos abogados, que fue formada en los
últimos años de la guerra para fomentar el Estado de derecho y los
derechos humanos. Respetada por su imparcialidad, y destacada
por sus publicaciones y pronunciamientos, durante el período de mi
investigación, fespad cuestionaba la política de mano dura mediante
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
163
el análisis, mediante una clínica de asistencia jurídica, y mediante
una propuesta para un programa local de prevención de pandillas.
Homies Unidos fue la organización más pequeña que estudié,
y la única en El Salvador fundada y liderada por pandilleros calmados.55 Esta organización buscaba empoderar a sus pares para vivir
una vida sin violencia y drogas, y además buscaba concebir soluciones para los problemas que enfrentaban los miembros activos de
pandillas. Los integrantes de Homies Unidos compartían sus testimonios, facilitaban el acceso a servicios, apoyaban la creación de
microempresas, y denunciaban los abusos policiales. En 2012 la
organización cerró sus puertas debido a la imposibilidad de obtener
nuevos financiamientos. La probabilidad de que resurja disminuyó
considerablemente en 2016, año en que falleció su antiguo director
en un accidente vehicular.
El Polígono Industrial Don Bosco, una organización de desarrollo dirigida por un sacerdote salesiano español, está ubicado en un
territorio de la ms-13 al oriente de la capital, San Salvador. Cuenta con un complejo residencial donde brinda educación y capacitación para microempresas a jóvenes en riesgo y pandilleros en
conflicto con la ley. Desde hacía ya algún tiempo, incluso antes
del período de mi investigación, el Polígono venía señalando sus
programas como alternativas replicables a la política de mano dura,
y había llegado a ser considerado un modelo de prevención y rehabilitación de pandillas.
Este capítulo ofrece algunas reflexiones sobre los aspectos metodológicos de la investigación, y sobre los desafíos y dilemas que
supuso. Sostengo que las características de la investigadora y el
contexto de seguridad determinan las posibilidades y obstáculos
para una investigación y deberían ser abordados de manera apropiada. El capítulo se divide en seis secciones e inicia por discutir el
acceso a las ong y la creación de confianza con los participantes.
Posteriormente considera la utilidad de la etnografía organizacional y la importancia de las historias que los mismos participantes
cuentan sobre sus propias organizaciones. Por último, examina
la producción de conocimiento sobre pandillas y programas de
55
Homies Unidos tiene otra oficina en Los Ángeles, que fue creada poco después que la
de El Salvador y sigue activa. Ambas han estado operando independientemente la una
de la otra.
164
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
intervención de pandillas, y la legitimidad que tienen las interpretaciones de los investigadores a los ojos de los participantes y terceros. El capítulo cierra con algunas consideraciones finales sobre
el uso de la etnografía, la investigación sobre programas de intervención de pandillas, y las perspectivas para dichas iniciativas en
El Salvador.
El acceso: negociaciones e incentivos
Una etnografía de una ong necesariamente requiere la autorización de la organización, ya que es un espacio cerrado al que los
investigadores no pueden acceder sin un consentimiento previo. La
negociación del acceso es un proceso en dos etapas que implica,
primero, la entrada a la organización y, segundo, la creación de una
relación con su plantilla. Este último paso es el que permite el acceso a la información y sin él, el primero es de poca utilidad. Lograr
la entrada generalmente requiere tratar con un “guardián de puerta”
(un “gatekeeper”, en inglés).56 Ese término se refiere a la persona
que puede conceder o denegar el acceso a la organización. Aprobar la presencia de una investigadora implica ciertos riesgos para la
institución, ya que la investigación podría alterar las rutinas cotidianas o incluso destapar situaciones desfavorables o sensibles para la
misma (Lee, 1995: 20). Superar esta barrera requiere del “manejo
de impresiones” (Berreman, 1962: 11) por parte de la investigadora, ya que ésta suele ser percibida como una intrusa inesperada e
indeseada. Generar una impresión positiva es fundamental para el
resultado de la investigación.
El primer acercamiento a las tres ong lo hice durante la visita
de campo exploratoria, sin ningún intermediario que facilitara mi
entrada. En esa ocasión, les expliqué a los directores los objetivos
de la investigación y precisé que ésta iniciaría dentro de algunos
meses. En aquel momento, todos los dirigentes mostraron su disposición a participar en el proyecto. Sin embargo, a mi regreso a
El Salvador, el encargado del Polígono, el Padre Moratalla, retiró el
permiso concedido inicialmente, argumentando que era un hombre
pragmático que prefería mitigar la situación de las pandillas más
56
Mi traducción del inglés. De aquí en adelante, todas las traducciones del inglés son mías.
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
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que perder el tiempo con estudios. Ante su negativa, decidí volver
al Polígono poco tiempo después y logré que revocara su decisión.
Al inicio de la segunda y principal visita de campo, opté por
incentivar la colaboración y ofrecer a las ong una ayuda simbólica
a cambio de que fueran mis anfitrionas. En caso de aceptar la oferta,
las organizaciones podían decidir en qué consistiría el apoyo. fespad me pidió que elaborara una propuesta para la prevención de la
violencia juvenil en El Salvador, un proyecto con el que ya se había
comprometido. El informe fue publicado en su momento, pero al final no facilitó mi investigación. Lo que al parecer motivó que fespad
me recibiera fue un interés genuino de sus miembros por maximizar
y reflexionar sobre el impacto social de su organización, algo que
venían haciendo desde hacía tiempo junto con ajustes relacionados
a cuestiones de imagen y financiamiento. En ese sentido, la organización consideró mi estudio como un elemento más en su proceso
de aprendizaje.
La situación fue distinta en el Polígono y Homies Unidos. El
Polígono me pidió sugerencias para captar fondos, y sólo después
de pasar algún tiempo en sus instalaciones, resultó evidente para
mí que la renuencia del Padre Moratalla quizás tenía otro origen.
Si bien el Polígono era ampliamente reconocido como un centro
modelo para la rehabilitación de pandillas, y seguía obteniendo
recursos para ese propósito, poco a poco había dejado de aceptar a pandilleros. La ubicación de las instalaciones en territorio de
la ms-13, así como algunas experiencias conflictivas, había hecho
que la organización endureciera sus reglas de conducta y criterios
de ingreso. Las nuevas normas garantizaban que la organización
aceptara jóvenes desfavorecidos y comprometidos, pero en la práctica ésta discriminaba contra los adolescentes problemáticos. La
organización maquillaba sus estadísticas internas para ocultar estas circunstancias, y en ausencia de evaluaciones independientes,
lograba mantener la apariencia de un centro modelo de rehabilitación. El descubrimiento de esa incómoda realidad podría haber
perjudicado la reputación y el financiamiento de la institución, y
probablemente desató cierta resistencia hacia la presencia prolongada de una investigadora externa.
166
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
En cambio, Homies Unidos podía beneficiarse de mi presencia, sobre todo en situaciones en que su legitimidad fuera puesta
en duda. Para apreciar la dificultad que tenía Homies Unidos para
construir su legitimidad, es indispensable entender la identidad social de sus integrantes. La creación de Homies Unidos fue impulsada por un activista chicano que, por su propia experiencia con
drogas y culturas callejeras, se sintió comprometido con los pandilleros deportados que conoció en El Salvador. Él propuso reunir a
miembros de distintas pandillas en una organización que atendiera
sus necesidades compartidas y velara por sus derechos. Esa misión
nunca cambió, aunque después de algunos años, miembros de la
Dieciocho tomaron las riendas de la ong. Ni la Mara Salvatrucha
ni la Dieciocho permiten que sus miembros abandonen el grupo.
Quienes quieren retirarse de la violencia y las drogas, pueden pedir
el pase para convertirse en pandilleros calmados. Ese estatus les
permite vivir una vida más convencional, siempre respetando al
grupo y aún identificándose con él, si así lo desean.
Reconociendo que muchas personas no entenderían el concepto de pandillero calmado, los integrantes de Homies Unidos
“montaron una actuación” (Goffman 1990 [1959]) para proyectar
características sociales más favorables. En actividades externas se
presentaban como ex pandilleros que habían cortado sus lazos con
el grupo. Pero los pandilleros, independientemente de su estatus
al interior del grupo, son personas que gran parte de la sociedad
salvadoreña etiqueta como “desviados” y “personas fuera del sistema” (Becker, 1991 [1963], 10). Debido a su disposición a usar la
violencia contra personas civiles y para fines no reivindicativos, la
gente suele desconocer su condición de víctimas y sus derechos.
No son escasos los ciudadanos que piden su exterminio (Martínez,
2011). A pesar de haber escogido una vida libre de violencia y drogas, los antecedentes penales y –en algunos casos– de deportación,
imposibilitaron que los miembros de Homies Unidos se quitaran
el estigma. Desde sus inicios, sus “identidades deterioradas” (Goffman, 1986 [1963]) generaron escepticismo, si no hostilidad, hacia
la organización, en especial (pero no exclusivamente) por parte de
la policía. Esas circunstancias hacían que la ong difícilmente pudiera ganar credibilidad y construir las alianzas necesarias para abogar
eficazmente por los derechos de los pandilleros.
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
167
Inicialmente, Homies Unidos no estableció parámetros para mi
investigación, pero pronto quedó claro que mi presencia era a veces desalentada, y a veces expresamente solicitada. Como persona
blanca destaco en un país con una población predominantemente
mestiza, y esa característica puede abrir puertas.57 La presencia de
una persona extranjera podía conferirle cierto grado de legitimidad
a Homies Unidos en algunas circunstancias, y facilitarle el acceso
a personas, lugares o ayuda cuando su personal se sintiera desamparado. Por ejemplo, cuando Heriberto, el director del programa de
rehabilitación, fue arrestado por el homicidio de un miembro de la
Dieciocho, me pidieron una referencia sobre su carácter. Durante
su detención preventiva, Luis, el director de Homies Unidos, necesitaba ir a verlo en la cárcel. Para entonces, a la ong se le había
revocado la autorización de ingresar a los centros penales. Luis me
invitó a acompañarlo, y me presentó a los guardias de la penitenciaria como una oficial de la Organización de los Estados Americanos
que pretendía ver a Heriberto como parte de una misión de verificación de los derechos humanos. La situación me estremeció, pero el
guardia miró mi pasaporte alemán sin notar la contradicción, y sin
mayores complicaciones, nos permitió a ambos pasar al pabellón
de celdas para conversar con Heriberto. Hasta cierto punto, una
investigadora puede cubrir el déficit de legitimidad organizacional.
Sin embargo, para estar en esa posición, primero necesita lograr
cierto grado de aceptación por parte de sus interlocutores.
La confianza: distancia social y emociones
Una etnografía requiere una constante negociación del acceso al
escenario de investigación. La autorización para entrar a una organización sería de poca utilidad si la investigadora no lograra persuadir al personal a compartir sus pensamientos y experiencias. El
acceso continuo a las personas –y a la información de que disponen– exige una buena relación de trabajo con ellas. Construir esa
57
El género no resultó ser una característica relevante en el trabajo con Homies Unidos,
pero sí en los intercambios con un oficial del gobierno, quien incurrió en acoso sexual.
La persona solicitó favores sexuales a cambio de información que era tan importante
para mi investigación, que accedí –a regañadientes– a una cena. Cuando posteriormente me propuso un fin de semana en un balneario, marqué el límite, y luego seguí insistiendo para que me proporcionara la información requerida, hasta que me la compartió
sin más presión indeseada.
168
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
relación requiere un acortamiento de la distancia social entre la
investigadora y sus participantes, así como un adecuado manejo de
las emociones. Ambos aspectos son imprescindibles para generar
aceptación y confianza, y alentar conversaciones y conductas ordinarias. Lograr esa aceptación y confianza puede ser complicado,
más cuando los participantes pertenecen a un grupo social vulnerable o perseguido, y nunca puede darse por sentado.
Un crudo ejemplo de esa realidad es la muerte del cineasta y fotógrafo Christian Poveda. El franco-español había documentado la
guerra civil de El Salvador, y eventualmente regresó al país para fotografiar a pandilleros y hacer un documental sobre una clica de la
Dieciocho. Poveda tuvo un acceso sin precedentes a sus miembros
y pasó un año filmándolos. Para que esto fuera posible, y porque
se sintió comprometido con estos jóvenes, el director se hizo amigo de algunos de ellos y los apoyó de diversas maneras. El cariño
que le tuvieron, permitió que Poveda captara escenas que habrían
sido imposibles de filmar en otras circunstancias. Su documental,
La Vida Loca, comenzó a proyectarse en 2008, y si bien ganó renombre internacional, desató una controversia en El Salvador por
humanizar a los pandilleros. Testimonio del inigualable acceso que
Poveda tuvo a la clica, la película presenta una crítica de la política de mano dura. Pero ante todo, ofrece un retrato íntimo de los
pandilleros, mostrándolos en situaciones tales como una sesión de
tatuaje o un striptease en una fiesta de cumpleaños, y destacando
sus relaciones de amor y paternidad. No obstante, su cercanía a los
protagonistas de la película no blindó a Poveda de la desconfianza
y el riesgo. En septiembre de 2009, integrantes de la Dieciocho lo
asesinaron (Valencia, 2009).
En la distancia social –real y percibida– entre la investigadora
y los participantes influyen características como la nacionalidad, la
raza, el sexo y el género, la religión, la ideología política, la educación, la profesión y el estatus social. La combinación e interrelación
de estas características, así como el grado de exposición a personas
con trayectorias y experiencias muy distintas de las propias, repercuten en nuestra forma de pensar, sentir y actuar hacia otros seres
humanos y viceversa. La índole y la extensión de la distancia social
pueden bajar o aumentar las barreras entre la investigadora y los
participantes, y afectan la habilidad de la primera para obtener la
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
169
confianza y la información de los segundos. Aunque es fundamental estar consciente de la distancia social, y buscar maneras de reducirla, no siempre alcanzamos ese objetivo. En ocasiones, incluso
exhibimos comportamientos que, involuntariamente, contribuyen a
mantener o profundizar esa distancia social.
Por mi parte, soy una mujer blanca europea, criada como católica, pero no practico la religión. Tuve una infancia protegida en
una familia de clase trabajadora, y financié mis estudios universitarios con becas y trabajos de medio tiempo. Nunca formé parte de
una pandilla callejera, ni estuve en conflicto con la ley, y me considero una persona comprometida con los derechos humanos. Estas
características me acercaron más a algunas ong que a otras. fespad
estaba integrada por profesionales, incluidas muchas mujeres, que
simpatizaban con la izquierda política y se identificaban con la lucha por la justicia social en El Salvador. El Polígono era socialmente
conservador e integraba tanto a profesionales como a trabajadores,
algunos con creencias religiosas firmes.
En el caso de Homies Unidos la distancia social fue más palpable, principalmente por el historial de pandillas de sus integrantes,
y resultó más difícil de recortar. Los miembros de la organización
eran, en su mayoría, hombres, socializados en la cultura machista que impera en las sociedades latinas y en las pandillas. Todos
contaban con una educación formal limitada y pocos antecedentes
legítimos de trabajo. Algunos habían sido marcados por los horrores de la guerra y habían sido deportados de Estados Unidos. Estas
experiencias moldearon las percepciones que tuvimos los unos de
los otros, y estructuraron nuestras interacciones.
Para la investigación de campo, busqué profundizar mis
conocimientos no sólo de El Salvador, sino también de la cultura
y el lenguaje de las pandillas. Estas preparaciones tuvieron la
finalidad de evitar errores de novata (Venkatesh, 2008: 1-26) que
podrían perjudicar mi seguridad. Además esperaba que estas
competencias culturales me ayudaran a reducir la distancia social
con algunos grupos. Una vez en el país, permití que los miembros
de Homies Unidos se hicieran una idea de mis investigaciones y
conocieran mis intenciones, al mismo tiempo que aprendí qué
preguntas podía hacer y cuándo tenía que dejar de curiosear. Para
170
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
una investigadora es tentador tratar de obtener la mayor cantidad de
información posible, a la mayor brevedad. Pero en mi experiencia
fue importante proceder con cautela y paciencia, ya que algunas
personas se extrañaban al ser bombardeadas con muchas preguntas
o al ser estudiadas como “animales exóticos en un zoológico”. Yo
tenía que respetar la preocupación de que la información obtenida,
por más inocua que pareciera, podía terminar en manos de la
policía y ser usada en contra de los pandilleros calmados. Convivir
con ellos, e intentar fomentar conversaciones ordinarias, fue, en
términos investigativos, lo más constructivo.
No obstante, ciertas acciones –algunas intencionales, otras
inconscientes– tuvieron el efecto de mantener la distancia social
inicial intacta. Por ejemplo, durante mis interacciones con los integrantes de Homies Unidos, decidí no llamarlos por sus apodos,
aunque ellos recordaban con nostalgia su vida en la pandilla y disfrutaban al ser llamados de ese modo. Si bien para ellos la pandilla
había sido como una familia, yo no quería terminar fortaleciendo
identidades que estaban vinculadas con la violencia. Me sentía más
cómoda hablándoles por sus nombres, a pesar de que ese nivel de
formalidad no me ayudaba a construir puentes con ellos. Por otro
lado, cada vez que iba a la oficina de Homies Unidos, siempre
llevaba mi bolsa conmigo, de sala en sala, en lugar de dejarla –desatendida– en el salón principal, donde todos los demás dejaban sus
mochilas. Así como nunca dejé mis pertenencias sin vigilancia en
las otras ong, tampoco lo hice en la oficina de Homies Unidos, pero
nunca imaginé que esta rutina podía ser desaprobada de alguna
manera. Un día, Miriam, una de las mujeres miembros de Homies
Unidos, hizo un comentario al respecto, preguntándome si no les
tenía confianza. Sin saber cómo responder, una sensación de culpa
me hizo pensar que quizá ella tenía razón. En retrospectiva, creo
que mi actuación pudo haber reflejado la ambivalencia que en ese
momento sentía por la organización.
El concepto de “manejo de emociones” (Copp, 2012: 250) se
refiere a la manera en que las personas buscan cambiar, suprimir o
manifestar emociones suyas o de otros. Como investigadores no podemos despojarnos de nuestras experiencias, opiniones y valores.
Pero sí deberíamos estar conscientes de ellos y dejar nuestros sesgos
de lado para crear una narración imparcial de los grupos sociales
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
171
que estudiamos, de sus acciones e interpretaciones de la realidad
social (Bernard, 2012: 328). Dejar de juzgar las conductas de las
personas o grupos que estudiamos no necesariamente implica que
eliminemos nuestras valoraciones al respecto. Ignorar nuestros prejuicios puede ser más difícil cuando nuestros interlocutores tienen
convicciones o defienden acciones que parecen incompatibles con
nuestros sistemas de creencias. Sin embargo, nuestra capacidad de
manejar sentimientos conflictivos, y de escuchar y observar con una
actitud abierta pero crítica, repercute en nuestras relaciones con los
participantes y, a fin de cuentas, en el éxito de la investigación.
Al inicio del proyecto, yo veía a Homies Unidos como a cualquier otra ong, pero con el paso del tiempo empecé a tener sentimientos encontrados sobre ella. La ambivalencia surgió a raíz de
dudas sobre la transición, o la falta de ella, de sus miembros a una
vida libre de violencia. Al principio, y según reconoció el fundador
de la organización, elementos criminales intentaron tomar el control de Homies Unidos. Años más tarde, uno de los directores fue
arrestado –y posteriormente condenado– por homicidio. Además,
corría el rumor –nunca comprobado– que el otro director estaba
implicado en crímenes. Sucesos de ese tipo afectaban las percepciones externas de la ong, pero también me hacían batallar por
contener una creciente resistencia interior y por no dejar que ésta
menoscabara la investigación. Un ejemplo específico concierne las
historias de violencia pandilleril y la responsabilidad por las acciones propias.
Miriam se mostró más que dispuesta a compartir anécdotas de
agresiones que había cometido durante su tiempo en la Dieciocho.
Según su código moral, uno no debía quitarle la vida a los niños,
pero los adultos que se involucraban con las pandillas eran blancos legítimos de violencia. Incluso siendo una pandillera calmada,
Miriam aplaudía cada vez que se enteraba del asesinato de algún
rival. Reflexionando sobre su reacción, manifestó, con lágrimas en
los ojos, que para ella la pandilla había sido como una familia, y
que la muerte de cada amigo le dolía en el corazón. Ese estallido
de emociones contrastaba con las descripciones gráficas que hacía
de sus pasados actos de violencia. Según recordó en una ocasión,
ella aprendió a usar cuchillos a los trece años. La primera vez que
acuchilló a un hombre, el acto en sí le provocó una sensación tan
172
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
seductora que siguió apuñalándolo una y otra vez. Esa muestra de
ferocidad le ganó respeto al interior de la pandilla, y fue cuando
empezó a especializarse en el uso de distintos tipos de cuchillos.
Al escuchar a Miriam describir con lujo de detalle algunas de las
navajas y el daño que infligen en el cuerpo humano, intenté ocultar
mi creciente náusea. Pero al final no pude disimular del todo la
alteración que su relato generaba en mí, y Miriam aparentemente
saboreó el impacto que había causado.
Mantener cierto escepticismo ante las opiniones expresadas por
los participantes en la investigación puede evitar que lleguemos a
conclusiones precipitadas. Sin embargo, en ocasiones los investigadores sienten desconfianza o incluso aversión hacia algunas personas, y consideran sus acciones y sistemas de creencias equivocados
o nocivos (Copp, 2012: 252). En mi trabajo, reconozco que la gente
compartirá conmigo la información que desee, y procuro no faltarle
el respeto a nadie. Aún así, para mí fue alienante escuchar cómo
Miriam celebraba la muerte de un ser humano y no se mostraba
arrepentida por el daño que había causado.
Si bien algunos jóvenes buscan apoyo y protección en las pandillas, al estar asociados al crimen y la violencia, estos grupos también son destructivos para sus integrantes y las comunidades afectadas por ellos. Los pandilleros calmados, razoné, deberían ver su
pasado con ojos críticos. La aparente falta de remordimiento parecía incompatible con los valores que Homies Unidos representaba,
y arrojaba una sombra sobre los procesos de transformación personal impulsados por la organización.
Escuchar de primera mano testimonios de violencia me hizo
sentir incómoda y, a veces, renuente a volver a conversar con los
integrantes de Homies Unidos. Esa ambivalencia puede atribuirse
al hecho de que si bien yo quería mantener una actitud acrítica,
nunca antes había estado frente a frente con perpetradores de violencia. No podía sentirme más que desconcertada al escucharlos
hablar tan despreocupadamente de sus hechos. Aunque sigo pensando que las personas deberían asumir la responsabilidad de sus
acciones, es importante entender la cadena de procesos y eventos
que llevan a estos individuos a cometer actos de agresión. Para un
estudio de seguimiento, conversé sobre el tema con Alex Sánchez,
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
173
el director de Homies Unidos en Los Ángeles. Alex manifestó que
se sentía apenado por el daño que había causado como miembro
de una pandilla. Precisamente esa sensación de remordimiento era
lo que lo impulsaba a él y a muchos ex integrantes de bandas a devolver algo a la comunidad, sobre todo mediante la defensa de los
derechos humanos o la prevención e intervención de pandillas. Aún
así, Alex insistía en que él no era el culpable de lo sucedido, sino
que él era el resultado de la historia social y geopolítica que vincula
a El Salvador con Estados Unidos. Las anécdotas que Miriam y Alex
compartieron conmigo sirven para recordar que los trabajadores de
ong, con sus distintas experiencias personales y profesionales, son
fundamentales para la agenda, las actividades y el impacto de las
organizaciones.
Organismos sociales: historias humanas y rutinas cotidianas
En lugar de limitarse a las acciones, discursos y declaraciones públicas de las ong salvadoreñas, mi investigación se enfocó en su
funcionamiento interno. Lo que desde afuera parece ser un actor
coherente y unificado, es más bien “un organismo social viviente,
con todas las intrincaciones, emociones y contradicciones que asociamos con las relaciones humanas” (Schwartzman, 1993: 18). Es
decir, en vez de analizar únicamente cómo y en qué condiciones
las tres ong buscaban promover una política alternativa de pandillas, yo estaba interesada en entender cómo las organizaciones
eran conformadas por su personal diariamente. Así, exploré las actividades cotidianas y los procesos sociales que acontecían en cada
escenario de investigación. ¿Qué motivaba a los trabajadores, qué
historias contaban y qué experiencias, talentos, valores e intereses
aportaban a su labor?
Ese interés académico implicó estudiar las características
tanto de las organizaciones como de su personal, ya que estos
atributos contribuyen a determinar la preferencia por una u otra
estrategia de incidencia. Las ong que son reconocidas como serias,
confiables y respetables, pueden recurrir a su credibilidad para
acceder con mayor facilidad al sistema político y a los medios de
comunicación. Los grupos que carecen de una reputación pública
positiva tendrán menos probabilidades de participar en el proceso
político y necesitarán usar otras estrategias para tener un impacto.
174
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
En términos ideológicos, las ong que estudié se diferenciaban en su
perspectiva sobre el tema de incidencia y en su manera de generar
cambios. Todas coincidían en la opinión de que deberían destinarse
más recursos públicos para la prevención e intervención de
pandillas. Pero había una división entre quienes consideraban que
las pandillas eran grupos esencialmente destructivos que deberían
desmantelarse, y quienes aceptaban que sus miembros deberían
abandonar la violencia pero no necesariamente a la pandilla, ya
que ésta podía tener funciones positivas.
Las ong también se diferenciaban por su enfoque de incidencia.
Algunas buscaban influir directamente en las políticas, otras perseguían cambios “sobre el terreno”. Iniciativas de ese tipo podían
suponer el empoderamiento de grupos vulnerables o la creación de
programas innovadores. Estos esfuerzos pueden transformar el contexto y el debate público, y pueden crear presión política para que
se generen cambios en políticas, leyes e instituciones. La ideología
organizacional determina, además, si las ong procuran mantener
una relación colaborativa o confrontativa con el Estado. La postura
que adoptan tiene implicaciones importantes para las fuentes y niveles de financiamiento. Los fondos que otorgan los gobiernos municipales y nacionales son un salvavidas para muchas organizaciones. Pero las que valoran su independencia, defienden los derechos
humanos o son críticas de las autoridades, difícilmente obtendrán
recursos oficiales.
Las decisiones estratégicas se aprecian más fácilmente a la luz
de los procesos de formación y mantenimiento de las ong. Las organizaciones a menudo surgen porque un individuo o un pequeño grupo identifica un problema y busca movilizar a personas y
recursos para abordarlo. Estos “emprendedores organizacionales”
(Ahmed y Potter, 2006: 25) dedican tiempo, energía y a veces fondos a la creación de una ong, definen su misión y la lideran en su
fase inicial. Una vez establecidas, las organizaciones tienen que
desarrollar la capacidad de realizar sus actividades sustantivas, al
tiempo que garantizan su sostenibilidad. Mantener a flote una ong
requiere compromiso, así como recursos humanos y materiales.
Para impulsar su agenda de incidencia, el equipo requiere ciertas
habilidades y conocimientos. Sus integrantes pueden haber vivido
el problema abordado, pero esta experiencia de primera mano no
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
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necesariamente significa que serán escuchados y tomados en cuenta. Un déficit de preparación, de fondos o incluso de trabajadores
(sean pagados o voluntarios), puede limitar seriamente la capacidad
de una ong para obtener becas, crear alianzas, o para formular y
presentar propuestas. Para muchas, la sobrevivencia organizacional
en sí misma se convierte en un reto.
La información etnográfica sobre la vida cotidiana de las ong
salvadoreñas la obtuve a través de una permanente observación y
escucha, incluso al margen de los escenarios y horarios de trabajo.
Es ahí donde los límites entre lo público y lo privado se vuelven
borrosos, ya que no es factible recordarles a los participantes en
todo momento que sus palabras podrían llegar a formar parte de
un estudio. Lo que para ellos puede ser una conversación insignificante, por ejemplo, a la hora del almuerzo o al tomar unos tragos
después del trabajo, puede producir información muy valiosa para
una investigación. No obstante, bajo ninguna circunstancia usaría
comentarios o revelaciones que pudieran poner en riesgo el empleo
y la vida personal o familiar de alguien. Esa inmersión implicaba
pasar el tiempo, asimilar impresiones y sucesos, y tomar notas en
papel o mentales para analizarlas posteriormente.
Este tipo de presencia resultó ser más útil en Homies Unidos,
donde el ambiente era informal y las actividades poco estructuradas. La organización siempre había luchado con una elevada rotación del personal, con los traumas de la guerra y con la violencia pandilleril, así como con bajos niveles de financiamiento. Sus
miembros anhelaban involucrarse en la prevención e intervención
de pandillas, pero sentían que muchas vías estaban vedadas para
ellos, tanto en el ámbito de la política como en el terreno. Mientras
otras ong, sin experiencia directa con la vida pandilleril, participaban frecuentemente en foros y eventos, Homies Unidos se tropezaba con dificultades para establecerse como un actor legítimo
en el proceso político, y para hacer que su voz se escuchara en los
medios de comunicación. Como sus integrantes se quedaron con
pocas actividades que realizar, gran parte de mi trabajo etnográfico
supuso pasar el tiempo con ellos, charlando con una comida o un
café, o dando una vuelta por la ciudad. Como se verá, pasar el rato
con los miembros de Homies Unidos contrastaba de manera significativa con las historias que compartían sobre su grupo.
176
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Cuentacuentos: narrativas y realidades
Las personas en todas las organizaciones e instituciones suelen contar historias para comprender su realidad y su vida profesional. Las
historias tienen múltiples propósitos. Por ejemplo, sirven para comunicar experiencias del pasado y relacionarlas con la actualidad;
para documentar éxitos y fracasos, y aprender lecciones de ellos;
para desmarcarse de otras organizaciones; y para conformar y sostener la imagen que tiene un trabajador de su agencia (Schwartzman,
1993: 44). Es decir, las historias ayudan a constituir una realidad
organizacional para su personal, pero también ayudan a moldear
las percepciones externas de la institución. Para los etnógrafos, las
historias que los participantes narran pueden ser una valiosa fuente
de información sobre la estructura y la cultura organizacional.
En mi investigación, fue notable cómo en entrevistas, documentos y datos institucionales, los trabajadores hacían un esfuerzo deliberado por retratar a sus ong de determinado modo. En cambio,
durante las conversaciones informales y las observaciones, las personas parecían más relajadas y bajaban la guardia. Esos momentos
ofrecían un vistazo diferente a las organizaciones y me permitieron llegar a un panorama más matizado. Contar historias era una
de las técnicas principales que utilizaba el Polígono, el cual era
considerado, quizás erróneamente, una institución modelo en la
prevención e intervención de pandillas. Mantener esa fachada era
crucial para que su prestigio y su financiamiento –mucho del cual
era público– no se vieran afectados negativamente. Al momento de
mi investigación, nadie había cuestionado nunca las afirmaciones
del Polígono, ya que no existían evaluaciones independientes de
sus programas. Es más, era poco conocido que para el Polígono la
capacitación y la inserción laboral y social de los pandilleros había
sido una lucha cuesta arriba.
El uso de narrativas era aún más llamativo en Homies Unidos.
La ong fue creada como una organización por y para pandilleros,
con el fin de ayudarlos a desistir de la violencia y las drogas. Fiel
a su misión, la ong buscaba ser un puente entre pandilleros y la
sociedad convencional, e implementaba una serie de programas
concebidos para defender los derechos humanos de los pandilleros
y facilitar su acceso a empleos y servicios. Homies Unidos quiso
reunir a antiguos rivales que trabajarían por un propósito común. La
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
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plantilla incluía exclusivamente a pandilleros calmados, ya que su
experiencia y su compromiso los colocaban en una posición quizás
única para ser parte de la solución. “La historia de Homies Unidos”
se compartía con periodistas, investigadores y estudiantes que visitaban la organización, y en foros públicos donde se reflexionaba
sobre temas de violencia y de juventud. Para muchas personas esa
historia era muy inspiradora, e incluso facilitó una que otra donación para la ong.
Si bien la idea detrás de Homies Unidos parecía magnífica en
las charlas motivacionales, en la práctica tenía sus defectos. Esa
doble realidad era ampliamente desconocida, incluso para los donantes extranjeros, quienes se resistían a verificar el contenido de
sus informes, ya que esto habría requerido hacer visitas de campo a
comunidades conflictivas. Como resultado de una temprana lucha
de poder, miembros de la Dieciocho habían tomado el control de la
organización, lo cual hacía que sus miembros no se pudieran acercar a sus adversarios ni a quienes se oponían a lo que intentaban
lograr. Además, la organización nunca incorporó a profesionales
sin experiencia con pandillas, a pesar de que estos podrían haber
ayudado a captar fondos o podrían haber actuado como interlocutores cuando los pandilleros calmados se toparan con puertas
cerradas. La organización no pidió este tipo de apoyo porque consideraba que los profesionales no iban a sobrellevar los tiempos de
crisis. Por una combinación de factores, los integrantes de Homies
Unidos llegaron a sentir que su trabajo era mucho más desafiante
de lo esperado, y terminaron cumpliendo pocos de sus objetivos.
Sus historias racionalizaban la política del personal y el cese de
la estrategia mediática. Pero fue “la historia de Homies Unidos”,
respaldada por un archivo de fotografías y recortes de prensa sobre
actividades pasadas, la que fue más llamativa para mí porque sostenía una imagen positiva global de la organización.
Más que ayudar a que pandilleros activos transitaran a una vida
libre de violencia y drogas, Homies Unidos era un salvavidas para
sus propios integrantes. Luis, uno de los miembros fundadores de la
ong, se quedó en ella hasta su cierre. Durante la guerra civil de El
Salvador, Luis se había ido a vivir con parientes en Estados Unidos,
a petición de su familia y para estar a salvo de la violencia. Sin embargo, una vez allá, encontró más calidez humana en la Dieciocho
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Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
que en sus parientes, y finalizado el conflicto armado, fue deportado a El Salvador. Entonces, su madre consideró que Homies Unidos
era la última esperanza para que recuperara su vida, y lo animó a
unirse a ella. Ya como director ejecutivo, Luis tenía el privilegio de
compartir la historia de Homies Unidos alrededor del mundo, pero
también la responsabilidad de mantener viva la organización, su
ilusión y sus ambiciones. Luis encontró en la ong una manera de
estar incluido en la sociedad salvadoreña, pero después de su cierre, ya no volvió a conseguir un trabajo estable.
El ejemplo más crudo de la discrepancia entre la realidad y la
historia de Homies Unidos fue el arresto y la posterior condena
de Heriberto, el director de rehabilitación. A mediados de 2006, a
mitad de mi estancia de investigación, la policía detuvo a Heriberto
por el homicidio de un palabrero de la Dieciocho. “El Cranky” fue
asesinado en una aparente lucha de poder al interior de la pandilla,
un suceso que desencadenó la ruptura de la Dieciocho en dos facciones rivales: los Sureños y los Revolucionarios (Martínez y Sanz,
2011). Los integrantes de Homies Unidos testificaron a favor de Heriberto, pero el tribunal puso en duda la credibilidad de los testigos
de la defensa, y las pruebas balísticas lo colocaron en la escena del
crimen. En 2007, Heriberto, quien siempre negó su participación
en el delito, fue condenado, junto con otro pandillero, a 16 años de
cárcel. El caso fue cubierto por la prensa nacional e internacional,
y mermó fuertemente la credibilidad de la organización. Los donantes y otras ong se mostraron alarmados al enterarse que Homies
Unidos El Salvador no era el paladín de cambio que parecía ser.
Preocupados por su propia legitimidad, los pocos aliados del grupo
se distanciaron de él.
El caso judicial de Heriberto también planteó interrogantes para
el manejo de la información y mi seguridad personal. ¿Cómo podía
documentar los hechos y sus implicaciones para la organización,
dado que constituían una verdad incómoda para Homies Unidos
y sus integrantes podían molestarse al verla difundida en un
estudio? Yo sentía cierta inquietud al respecto, pero pensaba que
el asunto ameritaba ser incluido en lo que yo escribiera sobre la
investigación, ya que mostraba el aislamiento social de Homies
Unidos y, además, parecía ser que era el principio del fin de la
organización. Entonces, decidí que la manera más prudente de
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
179
discutir el juicio, tal como fue relatado en el expediente judicial,
era dejar que los hechos hablaran por sí mismos y no emitir un
juicio de valor sobre ellos.
El conocimiento etnográfico me lleva ahora a considerar la identidad de quienes crean este conocimiento, y la recepción del mismo
por diferentes audiencias, incluyendo a nuestros interlocutores.
Pretensiones de conocimiento: los espabilados y los inmersos
La etnografía se refiere no sólo al proceso de investigación, sino
también al producto escrito al final de la investigación. La manera
en que este escrito es recibido por distintas audiencias está estrechamente ligada a la identidad de la investigadora y la base de sus
pretensiones de conocimiento. Se supone que los etnógrafos son
insiders (personas con información privilegiada), porque buscan
adquirir una comprensión profunda de las experiencias de grupos
sociales y la cultura de comunidades o instituciones. Los etnógrafos
intentan convertirse en insiders a través de la inmersión prolongada
en la vida de las personas y de su contexto, comunicándose con
ellas –de preferencia– en su propio idioma. En teoría, el ser un insider debería darnos una perspectiva más amplia y precisa de los
participantes de la investigación.
Cuando uno estudia a los miembros de pandillas, sean activos
o inactivos, uno difícilmente deja de ser un forastero o outsider. En
Centroamérica, la excepción ha sido quizás el antropólogo británico Dennis Rodgers, quien durante un año estuvo afiliado a una
pandilla nicaragüense, en un momento en que los grupos en el sur
del istmo eran mucho más inocuos que hoy (Rodgers, 2000). Las
“maras” conforman amplias redes, con presencia multinacional,
que tienen una mayor participación criminal y una estructura más
intricada que las ligeramente organizadas cuadrillas de barrio. Lo
más factible en investigaciones sobre sus integrantes y las personas
que trabajan con ellos, es buscar algún nivel de aceptación y entender la realidad social que ellos, por razones de confidencialidad y
seguridad, nos permiten ver. Por otro lado, podría ser más prudente
ser simplemente conocida como “una forastera curiosa, algo útil,
pero relativamente poco intrusiva” (Duck, 2015: 11) que no está
enterada de los asuntos privados o incluso ilícitos de una pandilla.
180
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
El estatus de un insider puede ser disputado cuando la investigadora intenta ver el mundo a través de los ojos de sus participantes,
pero nunca ha pasado por lo que han pasado ellos. Como argumenta José Luis Rocha en el presente volumen, los investigadores que
estudian la violencia pandilleril desde una perspectiva etnográfica
pueden encontrar límites que pueden ser difíciles, si no imposibles,
de sobrepasar. ¿Quién puede hablar de las pandillas y la reducción
de la violencia de pandillas desde una posición de legitimidad? ¿Son
especialistas en el tema las personas que conocen “el código de la
calle” (Anderson, 1999: 33)? ¿Qué contribución hacen quienes se
acercan al tema como activistas de justicia social o como investigadores de políticas? Las respuestas a estas interrogantes pueden ser
muy variadas, y el problema de la legitimidad puede verse agravado
por las actitudes oposicionales de los miembros de un determinado grupo social. Los integrantes de Homies Unidos identificaron a
una pandilla (a su pandilla) como el grupo interno, y percibieron
a “los otros” como el grupo externo. Esa categorización, basada
en la identidad social, significaba que los sentimientos de cariño y
confianza no se extendían hacia quienes eran vistos como diferentes. Homies Unidos mantenía tensas relaciones con la policía, pero
también con otras ong que podrían haber sido importantes aliados
en la lucha por los derechos humanos y la inserción social de los
pandilleros. Para la investigadora, también una persona ajena, el
reto residía en mostrar que podía hacer valiosos aportes al debate
sobre políticas de pandillas.
Homies Unidos Los Ángeles, decepcionado con el retrato de su
contraparte en El Salvador, cuestionó la validez de mis hallazgos.
Aludiendo a mi supuesto desconocimiento de las pandillas y la
intervención de pandillas, sus miembros razonaron que no podía
apreciar la trascendencia de su labor. No obstante, el hecho de que
el estudio no estuvo fundamentado en una experiencia concreta
con el estilo de vida pandilleril o un trabajo con pandilleros en
transición, no le resta mérito. Considero que más que la biografía
de una persona o la “escuela de la calle”, la investigación requiere
empatía. La investigación requiere ponernos en los zapatos de
otros para ver el mundo desde la perspectiva de los participantes y
comprender cómo es la vida para ellos, sin necesariamente respaldar
sus puntos de vista (Berg y Lune, 2012: 208). La empatía nos permite
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
181
entender no sólo las historias y traumas de los pandilleros, sino
también la vivencia de quienes se desempeñan en la incidencia o
la prevención e intervención de pandillas. Aunque es indispensable
aplicar la ley a quienes la incumplen, también es indispensable
crear alternativas a las pandillas. Indagar y documentar cómo las
ong intentan responder a ese desafío, aunque los hallazgos sean
incómodos, es parte de ese esfuerzo.
Verdades contrapuestas: compromisos e imparcialidad
Al concluir la investigación, la etnógrafa se enfrenta a la dificultad
de producir una fiel representación de las culturas y prácticas estudiadas. La mayoría de los investigadores cualitativos, reflexivos en
su enfoque, aceptan que sus antecedentes, intereses, habilidades y
sesgos determinan el diseño del estudio, así como la recopilación, el
análisis y la interpretación de la información. Dado el carácter subjetivo del trabajo, no puede existir una única verdad. Más bien, diversas personas tienen diferentes formas de mirar y entender la realidad. Cada etnografía, si bien se somete a estándares académicos,
es única porque cada investigador aporta sus propias perspectivas y
características a la investigación y su producto final. Como lo ilustra
el capítulo de Daniel Burridge en el presente volumen, cada investigador tiene su propio punto de vista sobre el fenómeno que estudia,
y si es reflexivo durante todo el proceso, puede construir una interpretación balanceada que toma en cuenta sus propios sesgos.
Contar una historia, y lograr su aceptación por distintas audiencias, es quizás más complicado cuando la realidad retratada no es
blanca y negra. Cuándo los “malos” pueden tener aspectos redimibles, y los “buenos” no son infalibles, como los policías salvadoreños que ejecutan a presuntos pandilleros y se creen héroes por
brindar seguridad en situaciones extremas.58 Dado que el enfoque
particular de cada cientista social repercute en sus interacciones
e interpretaciones, la objetividad no es una meta realista ni realizable. La imparcialidad sí lo es; el no tergiversar la información
para hacer afirmaciones que no están sustentadas por evidencias
58
El “complejo del héroe” queda reflejado en el contenido de ciertas cuentas en medios
sociales administradas, de forma anónima, por policías. En esas cuentas policías y militares intercambian datos de localización de presuntos pandilleros, claman –de manera
velada– por su exterminio, y publican fotos de personas recién asesinadas.
182
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
empíricas. La tarea de la investigadora es mostrar la complejidad
de los actores sociales, no plasmarlos de determinado modo para
complacerlos ni omitir detalles por miedo a represalias.
Los integrantes de Homies Unidos creen firmemente en su labor
y sienten que, a su manera, han contribuido a la reducción de la
violencia pandilleril. En una reciente conversación que sostuve con
Alex, él comentó que el éxito de la organización puede ser difícil
de medir. En un caso, Homies Unidos logró que un pandillero desistiera de la violencia, formara su propia familia, e incluso iniciara
a trabajar en los barrios sin tener más conflictos con sus antiguos
rivales. Pero la ong no le ayudó a tratar su trauma, y después de algún tiempo de medicarse, el “Poison” se murió de una sobredosis.
Según Alex, “algunas personas pueden decir: ‘¿Éxito? ¿Cuál éxito?
¡Si se murió!’ Pero después de entrar en contacto con nosotros, él ya
no le hizo daño a nadie. ¿Cómo puedes decir que eso no es un éxito?” Es más, para los miembros de Homies Unidos Los Ángeles, su
contraparte en El Salvador es una organización pionera que ha sido
atacada por todos lados. Aun así, pienso que las personas pueden
estar tan comprometidas con sus actividades y su base que pueden
perder su perspectiva crítica.
El caso judicial de Heriberto, quien vio su arresto como una
cacería de brujas, fue un suceso dramático en una larga historia de
altibajos para Homies Unidos El Salvador. Silvia, entonces la directora ejecutiva de Homies Unidos Los Ángeles, lo consideraba un
amigo y tenía problemas con aceptar que él podía haber cometido
el asesinato. Para ella y sus compañeros, la ong había hecho bien
las cosas. Sin embargo, tanto la reconstrucción histórica de la organización como mis observaciones en el terreno apuntan a otra
conclusión. Si bien siento que el contexto de país dificultó su trabajo, más que configurar el diálogo sobre la política de pandillas,
Homies Unidos se había convertido en un pequeño grupo de ayuda
para los miembros de la Dieciocho. A pesar de capacitaciones y
apoyos durante el proceso de creación de su personería jurídica, la
ong no había aprendido a funcionar adecuadamente, y el caso de
Heriberto mostró que quizás algunos de su plantilla no habían cambiado mucho. En efecto, mis observaciones reflejaron las de Julienne
Gage, una periodista y antropóloga estadounidense que realizó un
trabajo etnográfico de dos meses con Homies Unidos, cuando ésta
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
183
apenas había nacido. Su trabajo mostró que mientras la situación en
El Salvador no era nada fácil, la ong se tropezaba con otras barreras
en el camino. La agencia financiera no estaba abierta a la necesidad
de atender el trauma de los pandilleros deportados, y los líderes de
Homies Unidos no alentaban eficazmente que los miembros desistieran de la violencia y las drogas (Gage, 2000: 81-84).
Algunas personas reaccionaron a mis hallazgos de manera diferente. El Faro es un periódico digital salvadoreño dedicado a investigar la violencia, la corrupción y el crimen organizado. Se ha establecido como un referente en el tema de las pandillas y ha ganado
múltiples premios por sus reportajes y crónicas. Cuando empecé a
publicar avances de mi investigación en Plaza Pública (otro medio
digital de periodismo investigativo en Guatemala), algunos de los
periodistas de El Faro me escribieron, manifestando su indignación
por mi análisis sobre Homies Unidos. Uno de ellos incluso regañó
al periódico guatemalteco por haber divulgado el artículo. Para estos reporteros, Homies Unidos era la fachada de un grupo delictivo.
Verlo como una ong era ingenuo, y examinar su labor activista un
esfuerzo ocioso. Pero esa postura malinterpretaba la naturaleza y el
propósito de los estudios académicos. La idea no era, y no puede
ser, exponer una posible conducta criminal o corrupta, sino explicar
los obstáculos que enfrentan las ong en El Salvador. Las actividades
ilícitas pueden surgir en una investigación científica, pero deben
entenderse como un punto de partida para un análisis de relaciones
humanas y procesos institucionales, no como un fin en sí mismo.
El meollo del asunto es que la realidad social, con todas sus luces y sombras, debería representarse de una manera coherente. La
gente pueda discrepar con la narrativa de la investigadora, porque
prefiere no ver hechos que chocan con lo que ha llegado a creer.
Homies Unidos ha significado cosas distintas para distintas personas: un mecanismo viable para la intervención de pandillas, un
frente para ocultar prácticas ilícitas, y un programa imprescindible
para la inserción de pandilleros que se descarriló en una sociedad
reticente a dar segundas oportunidades. La existencia de diversas
interpretaciones de la realidad social, más que generar un conflicto
o una distracción, enriquece los debates y nos permite avanzar en
la búsqueda de políticas públicas más justas y efectivas.
184
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Conclusiones
A partir del lanzamiento de los planes mano dura, las pandillas en
El Salvador han sufrido cambios importantes. Esta evolución tiene
que considerarse para apreciar el alcance de pasadas y futuras investigaciones sobre pandillas y programas de prevención e intervención. La inmersión en las comunidades locales es fundamental,
pero el hermetismo y la desconfianza de las pandillas hacen que
investigaciones de ese tipo sean delicadas si no peligrosas. Para estudiar el impacto de estos grupos en instituciones del Estado y en
los barrios, se requerirán estrategias alternativas. La etnografía implica un involucramiento a largo plazo con la vida de las personas o
la cultura de organizaciones, transmitido a través de la “descripción
gruesa” (Geertz, 1973: 6). La publicación o difusión del producto
de la investigación, puede suponer ciertos riesgos. Los investigadores tienen la responsabilidad de no “arruinar el campo” (Hammersley y Atkinson, 1995: 27) a través de sus acciones. Sin embargo,
en la práctica ese principio puede ser más difícil de respetar. Aun
cuando durante el proceso de investigación no se haya hecho nada
para causarles daño a los participantes, ellos pueden llegar a discrepar con los hallazgos, sentirse lastimados o considerar que su imagen se ve afectada. Si esto sucede, las puertas se pueden cerrar para
futuros estudios propios o de otros investigadores. Los resultados de
mi etnografía, críticos de las ong, quizás hayan tenido ese efecto no
deseado. Un estudio de seguimiento con Homies Unidos Los Ángeles exigió que yo invirtiera más tiempo de lo esperado para generar
confianza, pero lo logré al explicar la finalidad del proyecto con
transparencia y seriedad. Divulgar un informe etnográfico acrítico,
a fin de evitar molestias, habría sido intelectualmente deshonesto,
y podría tener consecuencias trágicas para los destinatarios de la
labor de las ong.
Los programas de prevención e intervención de pandillas deberían estudiarse más a fondo, para que se comprenda mejor su eficacia y se puedan replicar las iniciativas más prometedoras. La disposición y los recursos para evaluar algunos programas existen en
Estados Unidos, pero raras veces existen fuera de ese país. Algunos
de los estudios más influyentes sugieren que los modelos tienen que
ajustarse a los contextos (Spergel, 2010); que las rotaciones de personal, los egos y la política suelen entorpecer la implementación de
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
185
iniciativas viables (Kennedy, 2011); y que la transición a una vida
libre de violencia requiere oportunidades socioeconómicas (Johnston, 2010). La posibilidad de aprender de iniciativas existentes requiere mayor transparencia presupuestaria y programática por parte
de los entes financieros y de las organizaciones implementadoras.
Por ejemplo, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (usaid) es un socio clave en la prevención e intervención
de pandillas en Centroamérica. No obstante, la información pública sobre sus actividades y su impacto en las comunidades locales
es escasa. Las agencias donantes deberían convertir el monitoreo
y la evaluación en requisitos de cualquier programa o proyecto de
prevención e intervención de pandillas. Además, podrían promover
la difusión de modelos y fortalecer la capacidad técnica para el trabajo con pandilleros, más que otorgar fondos a organizaciones con
poca experiencia y acceso limitado a las poblaciones meta.
En algún momento de su vida, muchos pandilleros se cansan
de la violencia y desean cambiar su vida (Cruz et al., 2017). En esa
transición, pueden necesitar trabajo y servicios sociales, pero sobre
todo el apoyo socioemocional que les ayude a sustituir la pandilla
por un estilo de vida más convencional. La aplicación de la ley
juega un papel importante en la reducción de la violencia de pandillas. De hecho, suele ser la respuesta dominante, cuando debería ser uno de varios componentes de una estrategia holística. Una
política integral de pandillas debería abordar las raíces sociales de
las pandillas, idealmente a través de transformaciones estructurales
que requieren tiempo y voluntad política. En su ausencia, se requiere mínimamente una serie de servicios sociales y una colaboración
interinstitucional que los brinde. De todos modos, la intervención
de pandillas requiere paciencia, compasión y un compromiso inquebrantable para que las personas superen los altibajos de su transición. Ese trabajo es exigente, peligroso y cobra un precio emocional (Boyle, 2010). Conseguir fondos para ello es difícil, incluso en
contextos en que la gente cree en segundas oportunidades y tiene
una vocación filantrópica (Leap, 2012).
El Salvador y otros países afectados por las pandillas tendrán
que reconocer que la inserción social y laboral de los perpetradores no es una pérdida de recursos, sino que contribuirá a que
haya menos víctimas en el futuro. Si, por conveniencia política, los
186
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
gobiernos siguen recurriendo a la mano dura y terminan agravando
el problema que pretenden combatir, los ciudadanos tendrán que
presionar más por la implementación de otra estrategia. En lugares
donde gran parte de la sociedad mantiene una actitud hostil hacia
las pandillas, la reducción de la violencia crearía un espacio político para el debate sobre respuestas alternativas. Al mismo tiempo,
es necesario fomentar la empatía con los pandilleros y crear más
apoyo para quienes estén listos para empezar un nuevo capítulo en
sus vidas.
Perspectivas “desde adentro” y “desde afuera” en la investigación
sobre la reducción de la violencia pandilleril en El Salvador
187
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Capítulo 6
Analizando el papel de la idea de “raza”
en las políticas de control de crimen y el
sistema penitenciario en Honduras
lirio gutiérrez rivera
Resumen
E
n las últimas décadas, las poblaciones penitenciarias en América Latina han crecido exponencialmente. Esto se debe en gran
parte a las políticas de “mano dura” de varios gobiernos latinoamericanos, las cuales han intentado combatir la violencia y el
crimen mediante el encarcelamiento de “criminales y delincuentes”. Este capítulo explora cómo las políticas de seguridad nacional
y el encarcelamiento están conectadas con la idea de “raza” en
Honduras. Aunque a primera vista la idea de “raza” no parece jugar
un papel importante en el encarcelamiento y en las dinámicas dentro de las cárceles, el capítulo sugiere que en el caso de Honduras
es importante en ambas. Basado en fuentes secundarias y en trabajo
de campo etnográfico en dos cárceles, el capítulo muestra que la
mayoría de la población penitenciaria en Honduras está conformada por hombres jóvenes de bajos recursos económicos que se auto-identifican como “mestizos”, una categoría que históricamente
ha connotado el “blanqueamiento” de la población hondureña. El
capítulo además describe algunas de las dinámicas raciales dentro
de las cárceles basadas en el color de la piel de los reos. En general,
el capítulo sugiere que estas dinámicas de “colorismo” entre personas que se identifican como parte de un mismo grupo deben ser
estudiadas con más detenimiento.
191
192
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Introducción
Desde finales del siglo xx, la población penitenciaria en Honduras
ha aumentado dramáticamente. Según datos oficiales, en los años
noventa había alrededor de nueve mil hombres y mujeres guardando prisión, pero para 2014 esa cifra se había duplicado a 16,331.59
Gran parte de la población penitenciaria en Honduras proviene de
entornos sociales y económicos desfavorecidos. La mayoría son
analfabetos o han tenido poco acceso a la educación.
El encarcelamiento de personas jóvenes que son pobres y/o con
poco acceso al mercado laboral se ha convertido en un rasgo característico de las prisiones de Honduras y de América Latina. Como
diría Wacquant (2010), desde hace unas décadas, en Honduras hay
una “penalización de la pobreza”. Una de las principales razones
que explican este fenómeno de la penalización de los pobres son
las políticas de seguridad conocidas como “mano dura”, las cuales
fueron introducidas por el gobierno hondureño hace quince años
como parte de una política global para controlar el crimen. La “cultura de control” (Garland, 2002) que promulga una libertad personal basada en el mercado, ha reconfigurado las actitudes y valores
culturales y las políticas diseñadas para controlar al crimen y a los
criminales. Los sectores pobres han sido los más afectados de este
régimen de control, ya que en general la población considera que
no se merecen nada y que la situación de pobreza en la que viven
es un efecto de la “falta de esfuerzo y de decisiones imprudentes”
(Garland, 2002: 196).
El encarcelamiento de los pobres hoy en día no es un efecto
exclusivo de la cultura de control. La criminalización y el
encarcelamiento de personas de bajos ingresos ha sido una constante
en la historia de América Latina. Varios estudios demuestran que, a
lo largo de la historia, el castigo de las personas en América Latina
ha estado ligado al género, raza y clase de estas mismas personas
(Aguirre, 2009; Salvatore y Aguirre, 1996). Los estudios que analizan
el impacto que tienen las políticas diseñadas para controlar el
crimen sobre el encarcelamiento y las dinámicas de las prisiones
se enfocan en aspectos relacionados con la extracción de clase,
sobre todo en los países industrializados, pero le prestan menos
59
Véase World Prison Brief, visita el 9 de febrero de 2018 en www.prisonstudies.org/
country/honduras
Analizando el papel de la idea de “raza” en las políticas
de control de crimen y el sistema penitenciario en Honduras
193
atención a la cuestión de la “raza” (Bosworth, 2004; Bosworth y
Flavin, 2008). Hace solo unos cuantos años han comenzado a surgir
algunos estudios que exploran el carácter racial de la vigilancia y
del encarcelamiento de las minorías raciales, particularmente de los
afrodescendientes en Brasil (Alves, 2013; 2016; Segato, 2007). Sin
embargo, todavía sabemos muy poco sobre la intersección entre las
políticas de control del crimen y las dinámicas raciales y de género.
Este capítulo trata sobre el encarcelamiento en Honduras. Examinando diferentes fuentes sobre la historia de la prisión, las construcciones histórico-raciales y las políticas de seguridad, el capítulo
sostiene que, a nivel nacional, Honduras tiende a encerrar a jóvenes adultos masculinos en desventaja social y económica que son
percibidos como racialmente inferiores. Esto se debe, en parte, a
las construcciones raciales que surgieron en la época colonial que
persisten hasta el día de hoy.
En Honduras, la idea de “raza” por lo general no aparece ni en
los informes ni en los censos de las prisiones. Tampoco aparece en
los estudios existentes sobre la prisión y las políticas de control del
crimen. En contraste con lo que ocurre en países como Brasil y Estados Unidos, las minorías étnicas en Honduras (como los Garífunas
o las comunidades indígenas, por ejemplo) no están sobrerrepresentadas en las prisiones. La mayoría de la población penitenciaria se
considera a sí misma “mestiza”, que es la categoría que la población
percibe como la mezcla entre indígenas y europeos. Sin embargo,
“mestizo” no es una categoría neutra ni monolítica. Como demuestra este capítulo, la noción de “mestizo” de las élites hondureñas ha
significado históricamente el blanqueamiento de la población.
Para analizar la intersección de las políticas de control del crimen con las dinámicas raciales, de género y de clase, este capítulo
recurre a la noción de “matriz colonial de poder” de Aníbal Quijano (2000), un concepto que permite analizar las construcciones
raciales y la categorización de grupos raciales como productos de
un proceso histórico que se originó en la colonia. En lo que sigue de
este capítulo, desarrollo mi argumento, contextualizo las políticas
de seguridad en Honduras y describo la población penitenciaria.
En la sección posterior a esta discuto la idea de “raza” y su relación
con el encarcelamiento en Honduras, y en la última proporciono
algunas conclusiones generales.
194
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Políticas de seguridad y población penitenciaria
En Honduras, las políticas de seguridad de mano dura fueron introducidas hace quince años con el propósito de combatir el crimen y
la violencia por medio de la represión. Como lo ilustran los capítulos de José Miguel Cruz y de Sonja Wolf en este volumen, el gobierno hondureño no ha sido el único país que ha utilizado este tipo
de políticas. En El Salvador comenzaron a utilizarse a principios de
los años 2000, y en Guatemala se pueden rastrear a principios de
los años noventa. En general, varios de los países de América Latina
que tienen altos niveles de violencia han implementado en algún
momento este tipo de políticas.
Las políticas de mano dura están vinculadas con políticas globales diseñadas para controlar el crimen, y en particular con la
“guerra contra las drogas” promovida por los Estados Unidos, una
política que busca controlar y castigar el consumo y la producción
de drogas ilícitas. Estas políticas globales de control del crimen están, a la vez, conectadas con las políticas neoliberales que, por un
lado, han reducido los beneficios sociales y la presencia del Estado
en varias regiones del mundo (Wacquant, 2010), y por el otro han
contribuido al establecimiento de la libertad basada en el mercado
libre, modificando las actitudes y valores políticos y culturales de
las poblaciones hacia el crimen y los criminales.
Las políticas de control del crimen se dirigen a los sectores sociales más afectados por las políticas neoliberales, esto es, a las
comunidades pobres y a las minorías comunitarias. Como observa
Garland, la población por lo general considera que los pobres no
se merecen nada y que su pobreza es el producto de “la falta de esfuerzo, de las decisiones insensatas, de su cultura distintiva, y de un
comportamiento que han elegido” (2002: 196). Subyacente a estas
actitudes se encuentra la noción personal e individual de libertad
que surge con el individualismo de mercado y con la sociedad de
finales del siglo xx, cuyo “placer de libertad personal depende del
control de grupos excluidos que no pueden ser confiados para que
gocen de esta libertad” (Garland, 2002: 198). Así, los pobres y los
grupos excluidos son considerados una cultura extranjera distintiva,
una clase aparte que no tiene nada en común con los valores de la
clase media o de las clases dominantes, y como una amenaza para
la libertad personal de estas mismas. En este sentido, los pobres no
Analizando el papel de la idea de “raza” en las políticas
de control de crimen y el sistema penitenciario en Honduras
195
solo son vistos como criminales en potencia, sino también en conjunto como un “otro” que es “intolerante, incontrolado e inmoral”
(Garland, 2002: 198).
En Honduras, las políticas de seguridad de mano dura fueron introducidas en 2002 bajo la administración del entonces presidente
Ricardo Maduro. Como parte de estas políticas represivas el Código
Penal sufrió algunas modificaciones, tales como el incremento en
las sentencias por posesión, consumo y producción de drogas ilícitas, y la penalización de la pertenencia a pandillas y a las llamadas
“maras”. La mano dura en Honduras también eliminó poderes discrecionales que tenían los jueces sobre la prisión preventiva. Como
en algún momento me explicó una juez del Tribunal Criminal, ahora todas las personas acusadas de un delito son enviadas a prisión.
Como resultado de estos cambios, las prisiones en el país han colapsado por la sobrepoblación.
Además de introducir cambios en el Código Penal, las políticas
de mano dura en Honduras han estado dirigidas a una población
específica: las personas de las clases bajas o de bajos ingresos. La
mayoría de las personas encarceladas son jóvenes adultos masculinos entre los 18 y 30 años de edad que han tenido poco acceso a la
educación y al mercado laboral. Una gran parte de ellos ha cursado
solo la primaria. En algunas prisiones, los reos pueden matricularse
en Educatodos, un programa de educación manejado por el Estado
para cursar primaria y secundaria. Sin embargo, muchos no participan o se retiran de este programa debido a los altos costos de los
materiales. La Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (usaid, por sus siglas en inglés) no sólo diseñó los libros
y materiales, sino que además se adueñó de los derechos de autor.
Cada estudiante matriculado en Educatodos debe pagar aproximadamente 60 dólares estadounidenses por los libros y materiales, la
cual es una cantidad imposible de alcanzar para las personas de
bajos ingresos. Los pocos recursos a los que tiene acceso un reo
son utilizados para pagar su “lugar” en la prisión, como comida,
entretenimiento y servicios controlados por otros reos.
Como ocurre en otros países de América Latina, las prisiones
en Honduras son en parte administradas por los reos. Esto se debe
a la ausencia de recursos y de personal para llevar a cabo estas
196
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
tareas. Como he mostrado en otros textos (Gutiérrez Rivera, 2013),
en Honduras el director de la prisión elige al reo que ha pasado más
tiempo encerrado para dirigir a los demás reos. Este reo “elegido”
es conocido como el “presidente” y selecciona a otros reos de su
confianza para dirigir las bartolinas.
Los reos no solo supervisan al resto de la población penitenciaria, sino que también regulan la economía de la prisión. El acceso a
los recursos –los cuales van desde servicios básicos como comida,
salud o un espacio dentro de las bartolinas, hasta tener acceso a
“lujos” como drogas y otras formas de entretenimiento–, depende de la capacidad económica de cada reo. Entre más pobre es el
reo, más difícil es que tenga acceso a los diferentes recursos de la
prisión que manejan otros reos. Para tener acceso a estos recursos,
los reos dependen de sus familias y de otros reos, quienes además
se convierten en un apoyo emocional y económico. Los reos con
familias demasiado pobres para ayudarlos económicamente o con
familias que los han abandonado por lo general están desprotegidos dentro de la cárcel. Lo opuesto le ocurre a reos cuyos niveles
económicos y sociales son más altos. Estos reos pagan sus propias
celdas y viven bajo la supervisión de los guardias, no bajo las reglas
de otros reos. Estos reos acaudalados son una minoría.
Además de cruzar los ejes de clase y género (el 95 por ciento de
la población penitenciaria en Honduras es masculina), las políticas
de seguridad en Honduras también cruzan el eje de la “raza”. La
mayoría de las personas encarceladas no solo vienen de las clases
bajas, sino que también son percibidas como racialmente inferiores. La relación entre la idea de “raza” y el encarcelamiento con
las políticas de seguridad ha sido poco explorada en Honduras. La
siguiente sección discute esta relación con más detalle.
La idea de “raza” y el encarcelamiento
Contrario a lo que ocurre en países como Brasil y Estados Unidos,
las minorías étnicas no están sobrerrepresentadas en las prisiones
de Honduras. El Estado hondureño reconoce oficialmente a siete
grupos étnicos: Lencas, Maya-Chortí, Pech, Tawahka, Miskitos,
Tolupanes y Garífuna. Todos estos grupos son considerados
indígenas, con la excepción de los Garífuna, que son considerados
Analizando el papel de la idea de “raza” en las políticas
de control de crimen y el sistema penitenciario en Honduras
197
afro-descendientes. El resto de la población (es decir, la mayoría)
se considera a sí misma “mestiza” –una mezcla entre indígenas y
europeos. Otras minorías étnicas, como los descendientes de chinos
o árabes (de Palestina o Siria), no son reconocidos oficialmente por
el Estado como grupos étnicos ni como grupos minoritarios, pese
a que no se identifican culturalmente con la identidad hegemónica
mestiza (Gutiérrez Rivera, 2014).
Si ningún grupo minoritario está sobrerrepresentado en la prisión, ¿por qué entonces discutir el tema de la “raza”? ¿Cómo están
conectadas las políticas de seguridad del gobierno hondureño con
la “raza” y el encarcelamiento? A primera vista, la idea de “raza”
no pareciera ser un tema importante en la población penitenciaria.
Para un ciudadano común, los reos en su mayoría parecen “mestizos”, es decir, parecen formar parte del grupo mayoritario de Honduras. Sin embargo, es importante tener en cuenta que la categoría
“mestizo” es también una categoría racial, y que además no es una
categoría monolítica, lo cual significa que existen diferencias entre
los mestizos que la población en general y los mestizos mismos
perciben como diferencias raciales. Estas distinciones o marcadores
raciales suelen ser aspectos físicos, como el color y/o el tono de la
piel, o el parecido físico que tienen con algún grupo racial minoritario. Esta ideología construida alrededor de los tonos de la piel, conocida como “colorismo” (Hunter, 2007), establece una jerarquía
social y económica en donde las personas con tonos de piel más
oscura tienden a estar en la base de la pirámide.
La mayoría de personas encarceladas en las prisiones hondureñas se consideran a sí mismas mestizas, pero casi todas tienen tonos
de piel oscuros o rasgos físicos que las acercan a los grupos indígenas o a los descendientes africanos. Esto sugiere que los mestizos
con tonos de piel oscura, que están en la base piramidal social y
económica, están sobrerrepresentados en las cárceles hondureñas.
Lo que sigue es una discusión sobre la relación entre el encarcelamiento de jóvenes masculinos, en su mayoría con color de piel oscura, y las construcciones raciales del “otro” que nacieron durante
la colonia.
198
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
La idea de “raza” en América Latina y la colonialidad del
poder
En América Latina, las construcciones raciales del “otro” han sido
moldeadas profundamente por la experiencia colonial. Wade (2008)
observa que la experiencia colonial modificó la noción original de
“raza” que había aparecido en Europa Occidental en el siglo XIV, y
que comenzó a basarse en los aspectos físicos de las personas. Por
ejemplo, en las colonias portuguesas y españolas, se estableció una
sociedad de castas en donde el “blanco” europeo estaba en la cumbre de la pirámide social, mientras que los africanos, llamados “negros”, y los “indios” (comunidades indígenas) estaban en la base.
En la América Latina postcolonial del siglo xix, las élites desmantelaron las nociones oficiales de “indio” y de esclavo. Sin embargo, las comunidades indígenas y africanas nunca dejaron de ser
consideradas inferiores. Como parte de los proyectos de nación,
las élites latinoamericanas comenzaron a describir la identidad nacional como racialmente mixta, esto es, como una mezcla entre
indígenas y europeos, una ideología conocida como “mestizaje”.
Sin embargo, algunos autores han argumentado que la nación mestiza era en realidad parte de un proceso de blanqueamiento, especialmente para las poblaciones de piel de tonos oscuros y para
los indígenas y descendientes de africanos. Como lo explica Wade:
“Las poblaciones negras e indígenas serían integradas a la nación
mestiza que se dirigía hacia una nación blanca” (2010: 181).
Las sociedades mestizas en los países latinoamericanos han
construido sus identidades e imaginarios nacionales a favor de la
categoría racial “blanco”. Hoy, las ideas de “raza” tienden a estar
influenciadas por el contexto y a construirse sobre nuevos marcadores raciales como la vestimenta de una persona, su comportamiento, su apariencia o su estatus social (Wade, 2010: 182). En este
sentido, las personas con tonos oscuros de piel o pertenecientes a
comunidades indígenas o afrodescendientes estarían, según el contexto, asociadas con las clases bajas.
La idea de “raza” en la América Latina actual continúa estableciendo jerarquías entre la población como lo hacía en la época
de la colonia. De hecho, la “raza” y las categorizaciones raciales
no son nociones neutrales que surgieron de la “naturaleza”, sino
Analizando el papel de la idea de “raza” en las políticas
de control de crimen y el sistema penitenciario en Honduras
199
categorías profundamente políticas que surgieron de estructuras coloniales desiguales. En un artículo clásico, Quijano (2000) sostiene
que históricamente las categorías raciales establecidas durante la
época colonial han contribuido a la constitución del modelo actual de poder global. Quijano se refiere a esta característica del
poder global actual como la “colonialidad del poder”. Como explica Quijano, la construcción de “raza” jerarquiza y naturaliza las
diferencias biológicas como diferencias raciales, estableciendo con
ello relaciones sociales dominantes y jerárquicas entre diferentes
“razas”. En esta jerarquía, algunas “razas” aparecen como naturalmente inferiores o superiores frente a otras “razas” (2000: 535).
Pese a los cambios que han ocurrido durante los últimos siglos
en América Latina, las categorías raciales continúan vigentes y siguen funcionando como instrumentos de dominación social sobre
algunas “razas”. Además de organizar el trabajo y las relaciones
de producción, este sistema racial de clasificación y dominación
social penetra incluso varios aspectos de los sistemas de gobierno, cobrando expresión en las políticas públicas, leyes, discursos
oficiales, etc. Este sistema ha llegado a convertirse no solo en la
forma legítima de imponer el orden social, sino también en la forma
legítima de justificar los métodos de control y castigo sobre ciertos
grupos sociales, en particular sobre grupos raciales que son percibidos como inferiores.
Las ideas de “raza” en Honduras
Como en muchos países de América Latina, las concepciones histórico-raciales en Honduras están basadas en el mestizaje, una
ideología que se ha convertido en la base de la construcción de la
identidad nacional y en la herencia cultural para las futuras generaciones. Sin embargo, como observa la antropóloga Lara Pinto, esta
noción de mestizaje también ha contribuido a “la sistemática ausencia de conciencia de la existencia de otras culturas” (2006: 15).
En el siglo xix y a comienzos del siglo xx, el gobierno hondureño vio el mestizaje como un proceso de blanqueamiento. Euraque
(1996) observa que los gobiernos de esa época intentaron atraer
a inmigrantes “blancos” (europeos, por ejemplo) al país para que
ayudaran a desarrollarlo. Las políticas migratorias de la primera mi-
200
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
tad del siglo xx reflejan la xenofobia y el racismo de los gobiernos
hacia los grupos no-blancos, como los inmigrantes provenientes
de África, Asia y el Medio Oriente, por ejemplo, a quienes los gobiernos impusieron altas tarifas de ingreso y barreras para obtener
la residencia (Euraque, 1996). Sin embargo, a diferencia de países
como Argentina y Brasil, Honduras no era considerado un destino atractivo por los inmigrantes europeos. En realidad, la costa del
Caribe, con su producción de banano, atrajo más a grupos raciales
“no deseados” provenientes de Siria, China y Palestina, y a afrodescendientes de otras islas del Caribe. La llegada de estos grupos
complicó la noción de mestizaje que quería construir el gobierno
hondureño.
Antes de la mitad del siglo xx, las élites y los intelectuales hondureños negaban la heterogeneidad racial que existía en Honduras, incluso antes de la llegada de los inmigrantes no-europeos, y
promovían una noción de mestizaje que favorecía a los blancos. A
mitad del siglo xx, el discurso cambió cuando los gobiernos comenzaron a incorporar elementos de la cultura Maya en la concepción
de mestizaje, al mismo tiempo que excluían a los otros grupos indígenas. Desde entonces, la construcción de una identidad nacional
en Honduras ha incluido fuertemente una noción “Mayanizada” de
mestizaje en los libros escolares e instituciones estatales (como el
Instituto Hondureño de Antropología e Historia, por ejemplo), en
los museos y en las Escuelas de Bellas Artes (Euraque, 2010). Ni los
movimientos indígenas no-Mayas ni los movimientos afrodescendientes han podido alterar esta noción Maya del mestizaje.
A pesar de la actitud un tanto más positiva hacia el mestizaje
que surgió en la segunda mitad del siglo xx, a lo largo de la historia,
las élites e intelectuales han temido a los grupos afrodescendientes
y a los indígenas, a quienes perciben como pobres, carentes de
educación e incivilizados. Euraque (2010) narra que, en los años
veinte y treinta, el Estado reprimió revueltas indígenas y que las
élites temían que las comunidades afro (los Garífuna y los afros
del Caribe que llegaron a trabajar en las plantaciones bananeras)
amenazaran el discurso oficial del mestizaje. Además, las élites e
intelectuales temían que las dos “razas inferiores” (las comunidades
afro y los indígenas) se mezclaran y sumaran al “peligro y temor”
(Euraque, 2003).
Analizando el papel de la idea de “raza” en las políticas
de control de crimen y el sistema penitenciario en Honduras
201
Las élites asociaban a las “razas inferiores”, así como a cualquier persona que físicamente se pareciera a estos grupos, con las
clases bajas. Su temor hacia estos grupos influenció ciertas leyes
para mantenerlos bajo control, las cuales naturalizaron jerarquías y
el sistema de dominación social sobre ellos. La institución de la prisión jugó un papel importante en mantener estas divisiones sociales
y raciales, así como en el control social de ciertos grupos.
La idea de “raza” y el encarcelamiento
La idea de “raza” y la discriminación están presentes en la agenda
de seguridad del Estado hondureño. Esta agenda busca controlar
y encarcelar a ciertos grupos sociales, en particular a los jóvenes
masculinos que provienen de una situación de precariedad social
y económica y que tienen tonos de piel oscura. La mayoría de los
privados de libertad en las prisiones han sido estructuralmente excluidos del mercado laboral formal y de la educación. Además, la
población en general los ha percibido durante toda su vida no sólo
como “criminales y delincuentes”, sino también como personas racialmente inferiores.
El control social y el encarcelamiento de las clases bajas no comenzó con las políticas de seguridad de “mano dura”. Estudios sobre la historia de la prisión moderna en América Latina demuestran
que, desde la colonia, las élites intentaron abolir formas tradicionales y coloniales de castigo mediante la introducción de nociones
modernas de crimen y tecnologías de control social. Sin embargo,
una vez establecida, la prisión moderna continuó reproduciendo
las divisiones raciales y de clase creadas en la colonia:
La preocupación mayor era mantener la diferencia social y de
clase, la segregación de maestro y esclavo, de blanco y el de color,
de “civilizado” y el “bárbaro”. Siendo en su mayoría de las clases
bajas y pobres, las personas con tonos de piel oscura, los indígenas
y los negros eran considerados ignorantes, holgazanes y viciosos.
La separación entre el ciudadano honrado y el elemento criminal
tuvo poco sentido para las élites (Salvatore y Aguirre, 1996: 20).
Para contener a los grupos sociales percibidos como inferiores,
las élites crearon o modificaron leyes mediante las cuales buscaron
202
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
mantener las divisiones raciales y coloniales. Por ejemplo, en Honduras, las leyes de vagabundeo y de servicio militar forzado por lo
general afectaron a personas de las clases bajas, a quienes el resto
de la población consideraba racialmente inferiores porque tenían la
piel oscura (a pesar de ser oficialmente consideradas como mestizas).
Como ha señalado Aguirre (2009), las leyes de vagabundeo
usualmente fueron acompañadas de un discurso moral diseñado
para reformar y controlar a las “masas incivilizadas”. En Honduras,
los gobiernos promovieron este discurso moralista hacia las clases
bajas mediante discursos oficiales, leyes, revistas y periódicos. Las
leyes y publicaciones en revistas ayudaron a cimentar la percepción de que las personas de las clases bajas eran más propensas
al crimen, a la delincuencia y a otras formas de comportamiento
“inmoral”, como apostar, vagabundear y dedicarse al trabajo sexual.
La Revista de Policía, publicada en Honduras de 1900-1965, contribuyó a establecer un discurso moralista sobre los pobres y las clases
bajas. La Figura No. 1 ilustra una nota en uno de los números de esta
revista en 1937, la cual habla sobre la captura de cuatro hombres.
Figura 1
Fuente: Revista de Policía, 1937, Año IV, No. 43. Archivo Nacional de Honduras.
Analizando el papel de la idea de “raza” en las políticas
de control de crimen y el sistema penitenciario en Honduras
203
Como se puede ver, la nota cuestiona si estas personas, cuya
“imagen causa repugnancia”, son humanos. Las personas son descritas como “criaturas” que imitan al dios Pan y que son gobernadas
por sus instintos, es decir, que no tienen capacidad racional. La
imagen de las “criaturas” muestra a cuatro hombres con tonos de
piel oscura. Además, no solo los representa como seres peligrosos
que exhiben un comportamiento animal y depravado, sino también
como criminales y delincuentes.
El uso de un discurso moral y la inferiorización racial de las personas de las clases bajas están presentes en las políticas de seguridad nacional. Los medios de comunicación han sido las principales
fuentes mediante las cuales se ha diseminado un discurso oficial de
las clases bajas como desordenadas, violentas, inmorales, criminales y delincuentes que deben ser encarceladas porque representan
una amenaza para la sociedad hondureña. Un ejemplo de esto es
la reforma del artículo 332 del Código Penal. En 2002, después
de una campaña mediática que representó a las pandillas como
una “amenaza” para la sociedad hondureña, el gobierno cambió
el artículo 332 para que incluyera una cláusula que incrementaba
las sentencias por ser miembro de una pandilla o “mara”. Debido a
que la pertenencia a una “mara” o pandilla es difícil de comprobar,
los agentes de seguridad y la policía terminaron arrestando y encarcelando a cualquier joven que pareciera un pandillero o “marero”,
es decir, a cualquier joven de clase baja con tono de piel oscura.
Aunque el tema de la “raza” parece no influir en las políticas de
seguridad nacional, definitivamente juega un papel en las acciones
de los agentes de policía que patrullan los barrios urbanos con presencia de pandillas y maras.
La influencia de la “raza” también es evidente al ingresar a las
cárceles de Honduras. En 2014 y 2015, hice trabajo de campo en
dos cárceles de Honduras: en la Penitenciaría General Marco Aurelio
Soto en Talanga, aproximadamente a 30 kilómetros de Tegucigalpa,
y en la Granja Penal, ubicada en la Ciudad de Comayagua. Si bien
los reos de ambas cárceles no se identificaban como pertenecientes
a alguno de los grupos étnicos reconocidos por el Estado hondureño,
la mayoría de ellos tenían tonos de piel oscura (trigueño o trigueño
oscuro). Como señalan estudios sobre la idea de “raza” en América
Latina, el color de la piel puede ser un marcador racial asociado
204
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
con el estatus socioeconómico de una persona, fenómeno que
conforma una ideología conocida como “colorismo” (Wade, 2010;
Hunter, 2007). Por lo general, las personas con tonos de piel oscura
tienen menos acceso a capital social, económico y cultural que las
personas con tonos de piel clara o “blancas” (Hunter, 2007; Bailey
et al., 2014). Además, las personas con tonos de piel oscura tienden
a ser criminalizadas y poco respetadas por personas con tonos de
piel clara o que se consideran “blancas” (Katerí Hernández, 2015).
El tono de la piel establece jerarquías raciales, ya que entre más
oscura es una persona más probabilidades hay de que se encuentre
en la base piramidal social y económica de una sociedad. Los reos
de las prisiones que visité en Honduras estaban muy conscientes
de estas diferencias en torno al tono de la piel. Aunque se consideraban “mestizos”, como la mayoría de la población hondureña,
las observaciones que hacían sobre sus tonos de piel reflejaban la
existencia de una jerarquía interna. Esto se puede ver en el caso de
“Wilmer”,60 un reo de la Granja Penal de Comayagua, quien me
explicó la diferencia entre los reos que tienen sus propias celdas y
los demás reos: “Para tener uno su propia celda hay que tener pisto
[dinero]. Aquí han llegado algunos cheles [blancos], con influencia,
palanca, dinero. Pagan su propia celda ahí, afuera de las bartolinas
generales. Ellos ni entran aquí, se mantienen allá con los guardas”.
Como se puede ver, “Wilmer” asocia la “blancura” con el tener dinero (“pisto”) y con el estatus social de una persona. Para él,
solo los “cheles” (las personas con tono de piel claro o “blancos”)
pueden pagar su propia celda, a diferencia de los demás, que no
tienen dinero, tienen la piel oscura y, por lo tanto, viven en las bartolinas generales. Esta división de celdas “al interior” (las bartolinas
generales) y “al exterior” (cerca de los guardas) sugiere que en esta
prisión de Honduras no sólo existe una división económica entre
los reos, sino que además existe una división racial basada en el
color de la piel.
Este “colorismo” opera también en otras cárceles del país. Por
ejemplo, en la Penitenciaría General Marco Aurelio Soto, existe una
división similar a la de la Granja Penal de Comayagua. En el interior
están las bartolinas controladas y administradas por los reos, mientras
60
Pseudónimo. Todos los nombres de los reos de aquí en adelante son pseudónimos.
Analizando el papel de la idea de “raza” en las políticas
de control de crimen y el sistema penitenciario en Honduras
205
que en el exterior se encuentran las celdas privadas controladas por
los guardas. Las bartolinas por lo general están pobladas por reos
pobres de piel oscura, mientras que las celdas privadas están generalmente pobladas por “cheles” con dinero.
Una diferencia de la Penitenciaría General Marco Aurelio Soto
con otras prisiones en Honduras es que tiene bartolinas exclusivas
para miembros de las dos pandillas principales: la Mara Salvatrucha
(ms-13) y la Dieciocho (m-18). Esta separación se debe a incidentes
violentos que han ocurrido entre los reos de las bartolinas y los
miembros de ambas pandillas. Al inicio, los miembros de ambas
pandillas estaban encarcelados en las bartolinas principales, junto
con los reos pobres de piel oscura, pero después de la división los
miembros de las pandillas quedaron en unas bartolinas separadas,
exclusivas para ellos. Al igual que las celdas privadas de los “cheles” con dinero, estas bartolinas exclusivas están “fuera” de las bartolinas principales.
Como en la Granja Penal de Comayagua, algunos reos de la
Penitenciaría General Marco Aurelio Soto reconocen que algunos
reos tienen privilegios no solo por su capacidad económica, sino
también por su aspecto físico. Así lo ilustra el caso de “Martín”, un
reo que me explicó la estructura interna de la cárcel: “En las celdas fuera de las bartolinas están los mareros o esos de familias con
pisto. Esos [los de familias con pisto] no son como uno. Se visten
distinto, comen distinto, hasta se ven físicamente diferentes, pues”.
Como puede verse, “Martín” asocia el aspecto físico de una
persona con su privilegio económico y su estatus social. Para él,
una persona que viene de una “familia con pisto” no solo tiene
costumbres y hábitos distintos a los de él, sino que los aspectos
físicos enteros de ambos difieren significativamente (“hasta se ven
físicamente diferentes, pues”). Esta división racial que hace Martín
se puede ver también en la forma en que habla de los miembros de
las pandillas. A pesar de que estos están “fuera” de las bartolinas
principales, como los “cheles” con dinero, Martín considera que
son más parecidos a él: “[Los pandilleros] son como uno, pues, usted sabe, vienen de los mismos lugares de uno. Ellos antes estaban
aquí en las bartolinas [principales], pero esa gente es muy violenta
y peligrosa. Era imposible estar con ellos. Así que la administración
206
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
decidió sacarlos, ponerlos en bartolinas aparte, si no nos mataban
o mataban a la otra mara que estaba también aquí [en las bartolinas
principales]”.
Los privilegios de ciertos reos también fueron asociados con
aspectos raciales por algunos de los miembros de las dos pandillas
que entrevisté. En la Penitenciaría General Marco Aurelio Soto, por
ejemplo, “Snoopy”, un reo miembro de la Dieciocho, describió no
solo las desventajas de no pertenecer a una pandilla, sino también
las de no pertenecer a las clases altas: “¿Usted cree que el gobierno
nos va dar una oportunidad? Este país es manejado por ricos, esos
nunca van a entrar a una prisión como esta. Mírelos, con sus abogados, casas, carros, dinero. Mire quiénes estamos en las cárceles
de este país: indios que al gobierno no le interesan; nunca le han
interesado los pobres”.
Como podemos ver, “Snoopy” considera que la sociedad hondureña no le daría una oportunidad no solo por el hecho de pertenecer a una pandilla, sino por el hecho de que él es un “indio” no
querido ni por el gobierno ni por los ricos. La categoría “indio” no
es una categoría étnica oficial en Honduras, pero la gente a veces
la utiliza para referirse a personas de niveles socioeconómicos muy
precarios de forma denigrante como seres racialmente inferiores. La
palabra, además, se asocia con una gama de tonos de piel oscuros.
Como sugieren estos ejemplos de mis entrevistas con reos, existe
una división racial dentro de las cárceles de Honduras. Esta división
se basa en marcadores raciales como el color de la piel, los cuales
son asociados con el estatus social y económico de una persona.
Así, más que instituciones sociales de rehabilitación, las prisiones
hondureñas parecen ser instituciones políticas para el control social
de las personas que las clases altas consideran peligrosas.
Conclusiones
Este capítulo explora cómo las políticas de seguridad nacional y el
encarcelamiento están conectadas a la idea de “raza” en Honduras. A
primera vista, la “raza” no es algo que afecta a las políticas de control
de crimen o a las prisiones. Sin embargo, como he argumentado
en este capítulo, la idea de “raza” juega un papel importante en
Analizando el papel de la idea de “raza” en las políticas
de control de crimen y el sistema penitenciario en Honduras
207
ambos casos. Como señalé, las personas de las clases bajas tienden
a estar sobrerrepresentadas en las prisiones de Honduras. Esto no es
una novedad. La historia de la prisión en América Latina demuestra
que las personas de clases bajas usualmente han sido encarceladas
con más frecuencia, debido al temor de las élites a las clases bajas
y a los pobres, pero también a las construcciones raciales que se
originaron en la colonia. Aunque el objetivo de la prisión moderna
era originalmente reformar a los individuos que infringían la ley,
con el tiempo esta se ha convertido en un aparato de control social
que reproduce las divisiones raciales y de clase que nacieron en la
colonia.
Algo importante de destacar es que no solo las políticas de control de crimen criminalizan a las personas de clase baja con tonos
de piel oscura; los mismos reos son conscientes de sus ventajas o
desventajas dependiendo de los atributos raciales que perciben en
otros y en ellos mismos. Esta dinámica sugiere que debemos poner
atención a los matices dentro de una categoría tan amplia como la
de “mestizo”, la cual tiende a ser tratada en estudios y documentos
oficiales como una categoría monolítica. En particular, en el capítulo he intentado resaltar el papel que juega el color de la piel como
un marcador que crea jerarquías raciales dentro de las prisiones.
Los reos en las cárceles que visité en Honduras asocian este marcador con el estatus social y económico de las personas, y perciben
claramente que ciertos tonos de piel son más propensos a generar
privilegios que otros.
Sin embargo, necesitamos llevar a cabo más estudios empíricos
para entender el tema de la “raza” y el encarcelamiento en América
Latina. Es importante que ampliemos nuestra noción de “raza” para
incluir categorías que han sido poco estudiadas, y que ampliemos
nuestros sujetos de estudio para incluir a personas que operan no
solo dentro de los sistemas penitenciarios, sino dentro de las cortes, estaciones policiales o juzgados. Este tipo de estudios podría
ayudarnos a entender mejor las instituciones y prácticas que reproducen y naturalizan la desigualdad social y el privilegio de unos a
costa de la exclusión de otros.
208
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
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Sin nombre
Programa Acción Joven Fundación Paiz
Segunda Generación
211
Capítulo 7
Conflictos metodológicos en una
zona roja: navegando el peligro,
lo político y lo personal
daniel burridge
Resumen
E
ste capítulo discute la importancia y complejidad de tratar de
asumir una perspectiva “desde abajo” o “profunda”61 cuando
pensamos e investigamos la violencia en Centroamérica. Esto
implica usar una metodología etnográfica que tome como punto de
partida la perspectiva de la “gente común” (desde no-pandilleros
y no-activistas, hasta activistas y pandilleros) de las comunidades
donde la violencia permea y estructura las relaciones sociales, con
el fin de poner sus perspectivas en diálogo con la academia y producir nuevo conocimiento.
Introducción: marcos académicos y marcadores personales
De 2009 a 2011, colaboré como “misionero voluntario” en la Parroquia María Madre de los Pobres ubicada en La Chacra, una zona
marginal clasificada como “roja” en San Salvador (en donde había
vivido desde 2006). En aquel entonces, dedicaba la mayor parte de
mi tiempo a un proyecto pequeño de prevención de violencia (tipo
after-school o después de la escuela) en esa misma parroquia. Las
amistades y confianza que adquirí durante ese tiempo me han permitido –de forma pública, privada, clandestina o inadvertida– que
hoy estudie al “Equipo de Paz”, una coalición de varias instituciones
61
Turid y Gonzáles-Fuente (2016) conceptualizan la política profunda (“deep politics”),
adaptada del “México profundo” de Guillermo Bonfil Batalla (1996) como las relaciones, entendimientos sociales y políticas que emanan de una “vida” (lifeworld, en inglés)
comunitaria específica, las cuales son difíciles de entender sin entrar en esa “vida” por
medio de una metodología etnográfica fundamentada que privilegie el contexto local.
213
214
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
de La Chacra que trabaja el tema de la prevención de violencia.62 En
la medida en que he intentado que el conocimiento producido sea
útil para los “sujetos” de mi investigación en sus luchas comunitarias, durante los últimos cuatro veranos me he comprometido con
elaborar una “investigación-acción participativa” (Fals-Borda, 1987).
Por un lado, mi acceso a La Chacra ha sido relativamente fácil
debido a las amistades que entablé durante el tiempo que viví “ahí
abajo”. Sin embargo, por el otro, el proceso de “lograr acceso” ha
sido largo, confuso, constante y bastante transformador. A través de
los años, he pasado de intentar “ayudar” a la gente a través de mi
trabajo social, a vivir ahí para “estar en solidaridad” con esa misma
gente, por lo general pobre y criminalizada. No sé si he logrado
realmente solidarizarme, pero estoy seguro que mi tiempo en La
Chacra –lleno de alegrías y tragedias humanas– me ha marcado
para toda la vida, y ha moldeado mi “posicionalidad social” como
sociólogo.
La posicionalidad de un investigador se deriva del grupo social
al que pertenece, pero también de las experiencias y “vivencias”
(Fals Borda, 1987) que marcan su vida. De esta forma, el investigador se enfrenta a dilemas y oportunidades al interpretar, analizar o
teorizar a “otros” grupos sociales, ya sea como miembro de estos o
como un observador externo privilegiado (como yo). En la práctica
académica, la posicionalidad moldea no solamente los sujetos de
estudio, posibles marcos analíticos y menú de conclusiones que el
investigador escoge, sino también la epistemología subyacente a
todas estas opciones: los valores normativos que moldean –muchas
veces inconscientemente– lo que el investigador considera que es
“natural”, “bueno”, “malo” o “correcto”. Estos valores normativos
estructuran la investigación de manera a priori.63
La etnografía puede desestabilizar estos sesgos epistemológicos, ya que trata de entender el mundo desde la perspectiva del
“otro”, independientemente de los criterios dominantes. Sin embargo, a la vez, puede ser que las creencias, ideas o intenciones del
62
63
Mi investigación en La Chacra es parte de mi proyecto de disertación sobre las relaciones entre movimientos e instituciones del Estado en El Salvador y Nicaragua.
Véase Hill Collins (1990) y Smith (1987) para las visiones fundamentales sobre la
epistemología del “punto de vista” desde un lente feminista afroamericano, y desde un
punto de vista feminista, respectivamente. Ríos (2011) aplica estas lecturas a jóvenes
urbanos de color en Oakland, California.
Conflictos metodológicos en una zona roja:
navegando el peligro, lo político y lo personal
215
etnógrafo distorsionen la investigación –especialmente en escenarios violentos y/o pobres donde un etnógrafo forastero (outsider, en
inglés) puede llegar a pintarse como el aventurero misericordioso
en medio de “salvajes”,64 o puede “acercase demasiado” a sus sujetos y adoptar su perspectiva sin problematizarla.65 Varios académicos han argumentado que la forma adecuada para lidiar con estos
problemas es “ser reflexivo”. Es decir, al observar y analizar la vida
cotidiana de otro grupo social, debemos analizarnos y preguntarnos
quiénes somos, por qué estamos ahí, qué lentes debemos utilizar
para observar, interpretar y analizar esta realidad, y cómo moldearán nuestras investigaciones ese tipo de reflexiones sobre nosotros
mismos. En lo personal, espero que abordar estas preguntas al reflexionar sobre mi investigación en La Chacra me ayude a alejarme
de las trampas de la etnografía y también a resaltarlas para que otros
investigadores las tomen en cuenta en el futuro.
Este volumen demuestra que hay varias formas de utilizar métodos cualitativos y etnográficos para estudiar de forma profunda
las dinámicas de la violencia en Centroamérica. Robert Brenneman, por ejemplo, se enfoca en la población de los pandilleros
en el Triángulo Norte –en el proceso de entrada y participación
de la violencia de los pandilleros, y posteriormente en la forma
que salen de la pandilla por medio de las iglesias pentecostales–,
y llega a conclusiones que matizan la semejanza sociológica entre
estos dos grupos, la importancia de las emociones en los métodos
cualitativos, y la complejidad que estas generan para “resolver” la
violencia pandilleril. José Luis Rocha, por su parte, argumenta contundentemente a favor de la validez e importancia de la inmersión
etnográfica en barrios controlados por pandillas como una herramienta fundamental para producir conocimiento sobre la violencia
en Centroamérica. A pesar de la dificultad y el relativo peligro de
tal apuesta (aunque quizás el peligro no haya sido un problema tan
grave en Nicaragua), Rocha demuestra que su experiencia fue fructífera y que produjo datos empíricos e ideas teóricas que conectan
lo particular con lo universal de la violencia cotidiana en los barrios
marginados de Managua.
64
65
Ríos (2011) acusa a Sudhir Venkatesh (2008) de querer protagonizar “el libro de la
selva” cuando se describe como alguien que se “volvió pícaro” (“going rogue”) en un
barrio controlado por pandillas en Chicago.
Varios sociólogos han criticado a Alice Goffman (2014) por adoptar una perspectiva de
esta naturaleza, al grado que oscurece sus propios sesgos hacia los sujetos que estudia.
216
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Estos estudios destacan una ventaja y una gran desventaja para
mí, metodológicamente hablando. Dado que mi trabajo se ha enfocado en un solo lugar en el transcurso de muchos años, he podido
captar y analizar muchos cambios importantes en la micro-sociedad de La Chacra. Sin embargo, debido al papel fundamental que
han jugado las redes que construí antes de llevar a cabo mi investigación en ese mismo contexto (Rocha, por ejemplo, no tenía un pasado cargado políticamente en el Reparto Schick cuando comenzó
su investigación), ahora tiendo irremediablemente a tomar posición
en los conflictos políticos que surgen en La Chacra, lo cual a menudo impide que tenga acceso a las voces que apoyan las posiciones
opuestas. Hasta el momento, esta dinámica ha sido una limitante
de mi estudio.
El resto del capítulo está dividido en dos partes: una primera en
donde abordo mi trayectoria en La Chacra, intercalada por una descripción de la coyuntura actual en la zona; y una segunda parte en
donde entretejo mis conflictos metodológicos con las perspectivas
y el trabajo de los integrantes del Equipo de Paz, un trabajo que ha
sido obstaculizado por conflictos abiertamente violentos, pero también por conflictos sutilmente políticos que son negociados, afirmados u orquestados de formas opacas en las “zonas grises” (Auyero,
2007) o espacios no públicos de las relaciones del poder.
“Hoy no vengás…”: intersecciones metodológicas del peligro
y lo personal
En la mañana del domingo 21 de junio de 2015, dos soldados del
ejército salvadoreño fueron asesinados mientras estaban de guardia
en las cercanías de la Terminal de Oriente, un mercado y terminal
de buses frenético que queda adyacente a la zona de La Chacra,
al extremo sureste de San Salvador. Según un reporte del medio
digital El Faro, dos supuestos pandilleros asesinaron a los soldados:
uno se habría disfrazado de indigente para acercarse lo suficiente
y ejecutar el atentado. Los pandilleros procedieron a abordar un
vehículo de escape que los llevó unos cientos de metros a un callejón estrecho e inclinado que conducía a La Chacra, una zona vasta
de comunidades marginales donde viven unas 30 000 personas,
y donde “manda” la pandilla 18 como autoridad de facto. En una
Conflictos metodológicos en una zona roja:
navegando el peligro, lo político y lo personal
217
hora, oficiales de seguridad de varios cuerpos represivos del Estado
habían cercado las comunidades de La Chacra. Unidades élites de
los Grupos de Reacción Policial y la Unidad de Mantenimiento del
Orden rompieron las puertas de las casas que consideraron sospechosas, treparon los techos buscando rutas de escape, detuvieron y
registraron violentamente a jóvenes en las calles, e incluso dispararon sus armas indiscriminadamente en varios momentos (Zablah,
2015). En el transcurso de las siguientes tres semanas, se registraron
un total de ocho homicidios adicionales en las comunidades de
La Chacra, acompañados por rumores de que varios habían sido
represalias de las fuerzas armadas contra los supuestos asesinos de
sus compañeros.
Estas expresiones de violencia se han vuelto aterradoramente
comunes en El Salvador, país que en 2015 registró la tasa de violencia más alta del mundo, con 103 homicidios por cada 100 000
habitantes (Beltran y Scorpio, 2016). De hecho, en agosto de 2015,
El Salvador registró un promedio de 30 homicidios al día (911 total), transformándolo en el mes más violento desde la brutal guerra
civil de los años ochenta.66 Aunque los niveles de violencia en El
Salvador ya habían alcanzado niveles epidémicos a principios de
2000 (Valencia, 2016), en los últimos años se han visto no solamente aumentos significativos en la violencia, sino también en el
uso de la violencia indiscriminada (véase Kalyvas, 2006), tanto por
parte de las fuerzas del Estado como por las maras y pandillas. Esto
sugiere un quiebre en los códigos y reglas tácitas que los dos lados habían acatado y que de alguna manera hacían predecibles y
estables los patrones de violencia en lugares como La Chacra. En
otras palabras, los últimos años han visto un quiebre gradual del
“consenso” alrededor de una soberanía compartida entre el Estado
66
Esta guerra de doce años, que fue librada entre el régimen autoritario del Estado salvadoreño y el ejército rebelde socialista Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional
(fmln), cesó con los Acuerdos de Paz de 1992. Este acuerdo histórico convirtió al fmln
en un partido político, abolió las fuerzas represivas estatales y empezó un proceso de
democratización a la par del atrincheramiento del modelo económico neoliberal. El
período de posguerra vio la deportación de muchos mareros y pandilleros salvadoreños
desde Estados Unidos hacia El Salvador, lo cual condujo a una proliferación de las actividades de estos grupos en ese país. Pero no solamente fue la llegada de estos criminales
a tierra salvadoreña la que desató el fenómeno pandilleril, sino también la convergencia
entre este proceso y otros dos procesos: el mantenimiento de actores violentos dentro
del Estado salvadoreño (como muestra José Miguel Cruz en este mismo volumen) y la
neoliberalización de la economía y sociedad salvadoreñas (Robinson, 2003).
218
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
y las pandillas sobre la regulación de la vida y la muerte (Denyer
Willis, 2015).67
En los días después del atentado contra los soldados, quise ir a
las comunidades de La Chacra. Le avisé a un par de amigos de la
zona a través de mensajes de texto, y de pronto recibí una llamada
de uno de ellos, Carlos, quien con una voz medio alterada, me dijo:
“Mirá, Daniel, hoy no vengás a la colonia, porque se ha puesto
algo heavy [peligroso], me entendés...”. Luego continuó hablando
y me explicó que, como resultado de los asesinatos de los soldados,
toda la zona estaba llena de militares, que los pandilleros estaban
nerviosos y podían ser fácilmente provocados, y que mucha gente
de la zona se había resguardado en sus casas por miedo a que los
alcanzara una bala perdida, dados los disparos que se oían con
frecuencia.
Aunque La Chacra siempre ha sido notoria por ser violenta y
peligrosa –especialmente para los desconocidos– tomé el consejo
de Carlos muy en serio. Nunca antes alguien me había dicho que
la zona estaba demasiado peligrosa para visitarla –incluso para mí,
un “compañero” con una “identidad sagrada” (Duck, 2015) debido
a mi posición como voluntario extranjero en la parroquia, la cual
incluso los pandilleros supuestamente respetaban. Pero el peligro
se había intensificado para todos, no solamente para mí.
En 2006 llegué a El Salvador para vivir y trabajar como “misionero” con una organización de solidaridad transnacional llamada
Fundación share. Mi posición en esa organización contemplaba
organizar visitas de educación experimental para grupos de ciudadanos estadounidenses de distintas iglesias, escuelas y universidades para generar solidaridad (apoyo económico y moral, incidencia
política en Estados Unidos, etc.) entre estos grupos y movimientos
sociales de izquierda y comunidades específicas en El Salvador.
67
Yo plantearía que a pesar de los discursos formales del Estado y de las pandillas en El
Salvador, que con frecuencia definen públicamente a ambos como enemigos mortales,
siempre ha habido acuerdos bajo la mesa entre pandilleros y agentes del Estado para
“compartir la soberanía”. Es decir, tanto fuerzas de seguridad del Estado como pandilleros han negociado para imponer reglas y sanciones en lugares geográficos específicos
para determinar a quién se puede matar y por qué, y de quién pueden extraer rentas y
por qué. Por ende, personas de los dos lados han asumido papeles tanto de “agentes de
seguridad” como de “criminales” en distintos momentos dependiendo de la perspectiva. Tal permeabilidad de papeles y conceptos constituye un ejemplo claro de las “zonas
grises” del poder que aborda Auyero (2007).
Conflictos metodológicos en una zona roja:
navegando el peligro, lo político y lo personal
219
Algunos de los grupos estadounidenses tenían “hermanamientos”
de largo plazo con la Parroquia María Madre de los Pobres en La
Chacra. Coordinar la logística e interpretar al inglés las reuniones
para estas delegaciones me permitió entrar en La Chacra y conocer
el trabajo social de la parroquia.
A Carlos lo conocí después de una misa y nos hicimos amigos
durante sus colaboraciones puntuales en el trabajo social de la parroquia. Éramos muy llevaderos y me compartía información sobre
la zona. Me hablaba de las historias de los pandilleros: sus acciones, sus rivalidades y las traiciones entre ellos, y también lo que tenía que hacer la gente común para evitar ser blanco de su violencia:
darles un saludo, o comida, o dinero si se lo pedían, o darles refugio
en la casa si venían huyendo de la policía.
Mis conversaciones con Carlos, junto con mis visitas esporádicas a La Chacra, no solamente me hicieron ver a la zona como un
lugar misterioso y seductor, sino también me tocaron el corazón
profundamente. La convergencia de la pobreza extrema, de los rumores constantes de violencia, y la “resiliencia” humana organizada generaron en mí una curiosidad compleja.
Después del trabajo con SHARE me decidí a conocer personas y
dinámicas comunitarias de una forma más profunda en La Chacra.
Mi plan inicial fue trabajar un año en la Parroquia María Madre de
los Pobres, pero después dispuse hacerme cargo de la reactivación
de un proyecto de prevención de violencia –la Escuela Abierta– y
me quedé en El Salvador por tres años adicionales.
La Parroquia María Madre de los Pobres como base de acceso
Un par de días después de la plática por teléfono con Carlos, me
dirigí a La Chacra. Bajé de la Ruta 9 Micro en la parada del Coro,
en el límite de la zona, como lo había hecho muchas veces antes.
Al descender a La Chacra desde el Coro, se puede ver la gran
extensión de sus colinas ocupadas por casas construidas por los
mismos habitantes (Holston, 2008), hechas de lámina, madera y
ladrillos de cemento. Esta construcción empezó en los años ochenta
y noventa, cuando la gente del campo que huía de la guerra civil
llegaba para asentarse informalmente en las afueras de las ciudades.
220
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Hoy, las casas se extienden desde las colinas hasta las orillas del río
Acelhuate, hasta el fondo de la cuenca natural que conforma la
zona.
Yo iba caminando hacia mi primer destino. Por suerte, y como
era común a las dos de la tarde, Don Tito, el patriarca de una familia grande extendida que ocupaba unas tres o cuatro casas, estaba
preparándose un cafecito en su patio. Al acercarme, me saludó:
“¡Hola, hombre! ¡Bienvenido! ¿Cuándo vino?”, y me dio un medio
abrazo. Me invitó a sentarme en una de sus dos sillas plásticas, me
dijo que iba a preparar otro café, y nos pusimos a platicar. Luego
validó lo que me había dicho Carlos: la muerte de los soldados y
los operativos militares en busca de los supuestos hechores pandilleros había “calentado” a toda la zona. “Estamos mal, Daniel…”,
me dijo, moviendo su cabeza lentamente de un lado a otro. Le pregunté por mi propia seguridad andando en la zona, y me respondió
que era mejor que no caminara por los pasajes en ese momento:
“Ahí están los ‘bichos’ [pandilleros] escondidos. Mejor quédate por
la calle principal por ahora”. Me decepcioné al escuchar su sabio
consejo de no entrar en los callejones. ¿Cómo iba a visitar a toda
la gente que quería ver? Cómo iba a observar lo que pasaba en lo
más recóndito de la zona en este momento clave? Pero sabía que
era mejor no cuestionar su valoración: estos eran los consejos que
siempre me habían mantenido seguro en La Chacra.
Yo había conocido a Don Tito y a su familia extendida por mi
trabajo en la parroquia. Todos los miembros de su familia estaban
muy involucrados en diferentes facetas del trabajo pastoral y social.
Al principio, solo conocí a gente como ellos, y pensé que era más
o menos representativa de la zona: de “conciencia social crítica”
(simpatizantes del fmln), de casas abiertas para extranjeros. Por tal
motivo, yo mantenía una evaluación muy positiva respecto al trabajo de la parroquia y sus comunidades de base –era un trabajo difícil,
claro, pero muy bueno e inspirador.
Cuando empecé a pasar más tiempo en La Chacra, me di cuenta
de muchos problemas y críticas a la parroquia, especialmente al
visitar familias y niños como parte del trabajo en la Escuela Abierta.
Conocí familias que no eran de “las históricas” (como la familia de
Don Tito) y no validaban la narrativa de que la parroquia era la institución más importante y benévola de la zona. Había familias cató-
Conflictos metodológicos en una zona roja:
navegando el peligro, lo político y lo personal
221
licas “disidentes” que criticaban la “burguesía de la parroquia” que
“se quedaba con todas las ayudas del extranjero”; gente evangélica
que solo se movía dentro de sus propias redes religiosas y de parentesco, salvo algunas pocas excepciones; e incluso algunas personas
afines al partido de derecha Alianza Republicana Nacional (arena),
que coincidían en el deseo de trabajar a favor de la prevención de
la violencia, por ejemplo, pero que rechazaban la “ideología roja”
de la parroquia.
Si las críticas y problemas externos de la parroquia no eran suficientes, al trabajar de lleno en la Escuela Abierta me di cuenta de
muchos conflictos entre el personal mismo de la parroquia: por liderazgo y protagonismo, por recursos económicos canalizados desde la cooperación internacional, y por algunas pugnas que arrastraban desde hacía años o décadas. A veces algunas personas se
me acercaban para hablar mal de otra, esperando que yo ejerciera
algún poder o emitiera un juicio a su favor. Rápidamente aprendí a
dudar (de una forma saludable, pero no cínica) de las cosas que la
gente me decía, especialmente cuando sus declaraciones ponían en
mal a alguien más. En términos metodológicos, desde muy temprano en La Chacra (y muy antes de ser sociólogo), yo buscaba triangular cualquier información, ya que no siempre podía confiar en
las intenciones de mis colegas. Así que siempre buscaba el balance
entre tenerle confianza a “todo el mundo” y tener prudencia en lo
que yo decía: prácticas que siguen guiando mi investigación en La
Chacra hoy, aunque todavía me está costando extenderme más allá
del “mundo” de la parroquia.
Después de tocar el tema de la seguridad, Tito me dijo con una
mirada furtiva: “Mira, Daniel, tenemos que platicar bien”. “Ah, ¿de
veras? ¿Por qué?”, le contesté. Yo había estado muy interesado en
las secuelas de la violencia, pero la oportunidad de escuchar otras
cosas “jugosas” también me emocionaba. “De todo lo que está pasando en el Equipo de Paz…”, me dijo, pero terminó de hablar
dramáticamente, con un aire de precaución marcado: “Pero ahorita
no, sino cuando tenga tiempo… “. Yo ya le había dicho que tenía
que ir a ver a Yanira (una amiga de La Chacra) a las dos de la tarde.
Nos despedimos diciendo que nos veríamos en la próxima reunión
del Equipo de Paz.
222
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Las nuevas dinámicas entre actores violentos
Seguí bajando por la calle principal hacia el puente que pasa sobre
el río. Después de unos minutos, pasé al lado de mi vieja comunidad, la San Martín, donde tuve mi “champa” (una casita de un
cuarto con techo de lámina) por una buena parte de 2011. La San
Martín era de los territorios más estratégicos para las clicas locales
de la 18, dado que la parte interior de la comunidad quedaba relativamente lejos de la calle principal donde pasaba la policía. Además, tenía muchos pasajes enredados que facilitaban la fuga. Ahí
“adentro” se veía frecuentemente a los bichos fumando, jodiendo
o saliendo rapidito a la calle para pedirle la renta a las camionetas
que pasaban a traer productos a las tienditas.
De vez en cuando ocurrían cosas que me daban miedo –disparos o ráfagas inexplicadas, soldados golpeando fuertemente a los
pandilleros o hasta a jóvenes “civiles”. Incluso, una mañana abrí
la puerta de mi casa y me encontré con cintas amarillas, las cuales
significaban que muy cerca había ocurrido un asesinato durante la
noche. Pero en términos analíticos, lo más importante era que los
hechos violentos eran relativamente raros cuando yo vivía en la San
Martín. En esos años había también un “consenso” bastante estable
sobre las fronteras entre la 18 y su principal rival, la Mara Salvatrucha 13 (MS),68 y una gran parte de La Chacra era de la 18, así
que tanto sus pandilleros como la gente conocida (como yo) podía
andar sin miedo por todo su territorio.
Ahora veía el camino que llevaba a mi vieja champa y me sentía frustrado por el consejo de Don Tito de no entrar. Pero él tenía
razón. Muchos de los pandilleros que yo había conocido en años
anteriores ya estaban muertos o presos, y la pandilla había traído
pandilleros de otros lados para reemplazar a los veteranos perdidos,
o para que se refugiaran de la persecución del Estado o de sus rivales. Ellos no me iban a reconocer. Pero a la vez, pensé que quizás
podría conocer a algunos de los pandilleros nuevos que eran de las
mismas comunidades.
68
Sin embargo, plantear que había un consenso entre la pandilla y la mara tal vez exagere
la solidez y transversalidad de los posibles acuerdos que existían. Lo que se sabe a ciencia cierta es que, en esos años, en La Chacra, pocas veces los mareros y pandilleros se
atrevían a incursionar en los territorios del otro.
Conflictos metodológicos en una zona roja:
navegando el peligro, lo político y lo personal
223
Seguí caminando por la calle principal, ya casi llegando al río,
mientras analizaba todo de manera más amplia. Pensé que todo
el contexto había cambiado desde que había vivido ahí. Los consensos sobre la soberanía que habían existido antes entre actores
violentos se habían roto de múltiples formas. Primero, a finales de
2012, el gobierno de Funes había negociado una tregua con los
líderes de las dos principales pandillas: la 18 y la ms. A cambio
de mejores condiciones carcelarias, y supuestamente de pagos en
efectivo, las pandillas iban a dejar de cometer homicidios. Por quince meses, la tasa de homicidios bajó dos tercios. No se sabe públicamente por qué ni cómo se rompió la tregua. Algunos sospechan
que fue porque el gobierno no cumplió con su parte de invertir en
proyectos lícitos de largo plazo para los pandilleros. Otros sugieren
que fueron las divisiones entre las pandillas mismas: entre los líderes presos y los “ranflas libres”, o entre los que simplemente estaban
a favor de la tregua y los que no. Lo que es innegable es que a partir
de 2014, la nueva administración de Sánchez Cerén (también del
fmln) rechazó la posibilidad de que hubiera tregua o negociación
alguna con las maras y pandillas, y en su lugar declaró una “guerra”69 implícita en contra de ellas.
Segundo, la 18 ya estaba irremediablemente dividida en dos.
Siempre habían existido dos facciones dentro de la 18: los sureños
y los revolucionarios, pero desde 2012 (supuestamente antes de la
tregua), éstas habían roto relaciones y se habían convertido en enemigas. Para la vida cotidiana en La Chacra, esta ruptura significaba
que si antes había divisiones territoriales a muerte entre dos pandillas rivales (la 18 y ms-13), ahora había tres pandillas rivales que
manejaban territorios más pequeños con fronteras más enredadas.
Para contextualizar con el ejemplo de mi caminata del Coro hacia
la casa de Yanira: en diez minutos de camino, tenía que atravesar
las fronteras de cuatro diferentes clicas conformadas por individuos
69
Es muy controversial utilizar la palabra “guerra” para describir el conflicto entre las
pandillas y el Estado salvadoreño debido a las secuelas frescas de la guerra civil de los
años ochenta, y a las grandes diferencias entre ese conflicto y el actual (véase Valencia y
Peña, 2017). Yo utilizo la palabra dadas las declaraciones del Estado, que ha clasificado
a las pandillas y a sus asociados como “terroristas” desde 2010, y especialmente por las
declaraciones del presidente actual, quien ha asegurado que los policías y militares no
serán enjuiciados por matar a supuestos pandilleros “en defensa propia”, y ha declarado que su objetivo es “ganar territorio” de las maras y pandillas (Zablah, 2015). Para
evidencias concretas de las ejecuciones extrajudiciales hechas por fuerzas del Estado,
véase Beltrán y Scorpio (2016).
224
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
dispuestos a matar a sus rivales o a las personas que traspasaran las
fronteras de una forma sospechosa.
Según mi investigación territorial con la gente en La Chacra, la
división en la 18 ha sido mucho más problemática para la seguridad
local que la disolución de la tregua.70 Esta era la situación por lo
menos hasta que el Estado anunció la guerra en contra de todas las
maras y pandillas por igual en el transcurso de 2014 y 2015.
Entrando al “Equipo de Paz”: la idea de mi comadre
Pasé por el puente encima del río Acelhuate –con aguas cubiertas por una espuma blanca y marrón producida por desperdicios
humanos e industriales que lo convierten en un símbolo de precariedad socio-ambiental– que funciona como una división natural
entre sureños y revolucionarios.
Llegué a la comunidad San Luis II y entré al patio de la casa de
Yanira. Al llegar a su casa, volteé antes de que me viera: ella trabajaba en su computadora portátil, y su hija de cinco años estaba en
el piso con unos juguetes. “¿Buena tardes?”, dije, inquisitivamente,
pero fingiendo que no conocía a la gente que vivía ahí.
“Ajá…”, me dijo Yanira, levantando su cabeza con una sonrisa.
“Pensé que ya no venías…”, y nos dimos un fuerte abrazo.
Yanira es mi comadre por decisión de su hijo, quien me escogió
para ser su padrino de confirmación en 2010. Desde ese entonces
he intentado pasar más tiempo con él, y por extensión con Yanira
y su esposo. Ellos dos trabajan en la parroquia, en buenos puestos,
por lo que han podido mejorar su nivel de vida y el de sus hijos.
Por eso, hay algunos que los ven como parte de la “burguesía” de la
parroquia. Por mi parte, ahora que soy más que nunca un observador externo, tengo que depender más de los contactos principales
con quienes he desarrollado relaciones de confianza a través del
tiempo. Yanira es una de esas personas.
70
El accionar de las maras y pandillas y sus relaciones y negociaciones con fuerzas de
seguridad locales varían por clica, pandilla y por el territorio en que se encuentran: en
otros contextos y en otros lugares, al parecer, la disolución de la tregua desató mucha
violencia.
Conflictos metodológicos en una zona roja:
navegando el peligro, lo político y lo personal
225
Por esas razones, Yanira es también uno de mis principales contactos en el Equipo de Paz, donde participa como presidenta de su
comunidad, San Luis II. A estas alturas, conozco bien a varias personas que están en el equipo, pero conozco mucho más, y mejor,
a los del fmln y a los de la parroquia. De hecho, Yanira me sugirió
que estudiara el Equipo de Paz en primer lugar, cuando quería convertir mi conocimiento sobre La Chacra en un estudio sobre las
relaciones entre movimientos sociales e instituciones del Estado.
Yo había pensado estudiar la Intercomunal, el organismo comunitario que emergió cuando las comunidades de La Chacra lograron
su personería jurídica a finales de los años ochenta y principios de
los años noventa, el cual aglutina todas las directivas comunales
de las 23 comunidades de la zona. Pero creo que Yanira esperaba
que pudiera ayudar con el desarrollo del Equipo de Paz, y yo estaba
dispuesto a intentarlo.
Así, mientras he ido perdiendo contacto con varios amigos que
hice cuando viví en La Chacra, he ido profundizando o cultivando
nuevas relaciones con personas como Yanira, quienes me han facilitado la investigación, y que, casual o contradictoriamente, dependiendo de la perspectiva metodológica, forman parte de mi familia
salvadoreña.
Navegando lo político profundo en una zona roja
En julio de 2017, hice mi cuarta visita investigativa a La Chacra y
participé en la reunión del Equipo de Paz. Las discusiones y personajes que se presentaron (o que se ausentaron) en ese momento
son buenos ejemplos de las dinámicas entre diversos actores en La
Chacra y también de la “política profunda” que queda “por debajo”
de los discursos y acciones superficiales.
Llegué tarde al complejo recreativo del Coro, en donde ahora hacen las reuniones del equipo. Observé alrededor del aula y
encontré muchas caras conocidas: Yanira, Tito y Deysi –con quien
había trabajado en la Escuela Abierta por un año; algunas personas que ya conocía por haber participado antes en este tipo de
reuniones; y algunos (especialmente jóvenes) que no había visto
jamás. También estaba presente Marta, una técnica del Instituto Nacional de la Juventud (inJuve), una institución benévola del “brazo
226
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
izquierdo” (Ríos, 2011) del Estado que, por el compromiso de Marta
misma, había apoyado el trabajo del Equipo de Paz desde hacía tres
años. Sin ella, la “responsabilidad institucional” del inJuve –término
utilizado inicialmente en el contexto de la visita a La Chacra del
Presidente Sánchez Cerén en agosto de 2014 como parte de su programa “Gobernando con la Gente”– hubiera quedado nada más en
papel, como en los casos del Ministerio de Salud y el Ministerio de
Educación, cuyos representantes llegaron también a La Chacra en
esa época, pero a la fecha no han cumplido con el compromiso de
apoyar al Equipo de Paz. Hoy, Marta es parte integral del equipo, y
todos los miembros agradecen con entusiasmo su apoyo.
Marcos históricos y teóricos del entorno de La Chacra y del
Equipo de Paz
A principios de 2013, el Equipo de Paz se conformó con representantes de la Parroquia María Madre de los Pobres, directores de
las escuelas locales –especialmente de Fe y Alegría, una escuela
católica fundada por el jesuita mártir Joaquín López y López– y los
líderes de las directivas comunitarias de La Chacra aglutinadas en la
Intercomunal. El equipo hizo intentos por acceder a fondos públicos y privados para apoyar iniciativas de organización comunitaria
que “fortalecerían el tejido social”. Su enfoque en el trabajo social
comunitario tuvo como punto de partida el conocimiento local de
la gente: sus comunidades, instituciones y redes sociales –incluyendo a las maras y pandillas. El equipo sintió que podía constituir
“la goma” que uniría todo el trabajo social en la zona, siempre y
cuando su esfuerzo recibiera el debido apoyo técnico y financiero.
En las palabras del plan estratégico del equipo, elaborado en 2014,
su esfuerzo refleja “un sueño… donde a través del emprendimiento, la formación espiritual, el fortalecimiento del tejido social y el
acompañamiento de jóvenes, las personas de la zona aportarán verdaderamente al bien de la sociedad”.
La gestación del Equipo de Paz es en parte resultado de la influencia, desde los años setenta y ochenta, de la teología de liberación71 (la cual también fue clave en la formación de la parroquia y
71
Véase Mackin (2015) para un recuento de la importancia de la teología de la liberación
en los movimientos sociales revolucionarios en América Latina en los años setenta y
ochenta, con El Salvador como ejemplo primario.
Conflictos metodológicos en una zona roja:
navegando el peligro, lo político y lo personal
227
de Fe y Alegría), y también de las fuerzas de izquierda del fmln que
habían ayudado en la formación de la Intercomunal. Pero el surgimiento del Equipo de Paz se deriva también de las oportunidades
políticas (Tarrow, 2011) que abrieron los gobiernos del fmln durante
los años 2000. De 2009 a 2014, el entonces presidente Funes enfocó su discurso en la prevención de la violencia, al mismo tiempo
que la idea generaba toda una “industria” para las organizaciones
no gubernamentales del país. Desde 2014, Sánchez Cerén ha destinado cada vez más fondos y personal a programas de prevención
a través del Plan El Salvador Seguro (pess). Sin embargo, tales esfuerzos se han visto eclipsados por el énfasis gubernamental, tanto
financiera como discursivamente, en la represión violenta de los
supuestos delincuentes.
El hecho de que el Estado se esmere en ejercer violencia cuando otro actor violento lo desafía en su pretensión a la soberanía tiene sentido si vemos al Estado como una constelación de instituciones y actores que operan según su propia lógica. A grandes rasgos,
el Estado intenta centralizar el poder, extraer rentas (impuestos),
controlar y mantener la legitimidad de dicho control sobre sus poblaciones, y monopolizar la violencia (Tilly, 1975; Bamyeh, 2009).
Pero en la historia de América Latina, el Estado nunca ha logrado
consolidar tales funciones e ideales (Centeno, 2002). Siempre ha
tenido que competir con otros actores por el control de la violencia,
por los recursos y por las lealtades de sus poblaciones.72 Hoy, los
competidores más fuertes para el Estado salvadoreño son las pandillas y las maras.
En contraste, otra opción es seguir a Tilly (1985) y ver al Estado
como una forma avanzada de crimen organizado en la cual organizaciones “informales” (no estatales) que cobran rentas a cambio de
protección (como las maras y pandillas) se encuentran simplemente
del lado “primitivo” de un espectro de gobernanza, mientras los
Estados formales se encuentran en el extremo “avanzado”. Es decir,
las maras y pandillas no tienen un nivel avanzado en su administración de aparatos de extracción (extorsión) y coerción tales como
los del Estado, ni tampoco en sus aparatos ideológicos –no gozan
de legitimidad política en la mayoría de los casos. Pero estos grupos
72
Véase el capítulo de Daniel Núñez en este volumen para las implicaciones que esto
tiene para el análisis de los “linchamientos” en Guatemala.
228
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
se han vuelto enormemente poderosos en El Salvador y en todo el
Triángulo Norte, y más que nada han incrementado su afán de disputar o “compartir” la soberanía –el derecho a matar y de regular la
vida (Denyer Willis, 2015)– con el Estado.
Sin embargo, si seguimos ciegamente el análisis de Tilly, obviamos lo que la gente común está haciendo: la gente no solamente
consume ofertas de seguridad o es víctima pasiva en medio de una
guerra entre pandillas y fuerzas del Estado, sino que también lucha
por el control de su vida cotidiana. En La Chacra, la violencia condiciona fuertemente la vida cotidiana de la gente común y las redes
comunitarias como el Equipo de Paz: todos se sienten “en medio”
de los conflictos violentos. No obstante, las fuerzas comunitarias
tienen su propia lógica, al igual que el Estado y las pandillas, aunque las comunidades no compitan por el ejercicio de la violencia,
sino que se resistan a ella, por lo menos públicamente. Quizás por
eso mismo, la lógica comunitaria es la más débil en el contexto actual. Personas que participan en espacios comunitarios son muchas
veces excluidas, cooptadas o “ilegalizadas” (outlawed, en inglés)
(Goldstein, 2012) por las instituciones del Estado, explotadas por
circuitos capitalistas, y frecuentemente amenazadas por las maras
y pandillas mismas.
A pesar de estos obstáculos, los esfuerzos comunitarios a favor de la paz –promovidos por el Equipo de Paz, pero también por
otros actores como las congregaciones evangélicas–tienen la mayor
capacidad de combatir la violencia a través del despliegue de una
lógica comunitaria que promueve la dispersión del poder entre las
personas, y mecanismos de control social colectivamente ejercidos por redes locales inmediatas de “compañer@s”, “herman@s”,
vecinos o redes de parentesco. Dentro de una lógica comunitaria,
incluso la utilización de la violencia para ganar conflictos sería
menos factible, dado que, idealmente, el poder (tanto físico como
simbólico) no se concentraría demasiado, y además la violencia
sería condenada moralmente. En términos más prácticos, entidades
organizadas según una lógica comunitaria podrían funcionar como
movimientos sociales que obligan a las instituciones del Estado a
gobernar de forma más pacífica, inclusiva y democrática.
Conflictos metodológicos en una zona roja:
navegando el peligro, lo político y lo personal
229
Identificar tres lógicas sociales en La Chacra (la del Estado, la de
las pandillas y la de las comunidades) es un ejercicio heurístico que
nos permite entender un entorno complejo. En la práctica, no es
tan fácil separar y analizar estas lógicas (si es que existen). Es más,
los principios abstractos, características organizativas y afiliaciones
concretas asociadas con ellas a menudo se constituyen mutuamente y se traslapan, conformando unas zonas grises muy amplias en
las relaciones de poder. El ejemplo más concreto de estas zonas grises es la forma híbrida de las pandillas: sus estructuras combinan las
tendencias jerárquicas, extractivas y coercitivas del Estado, con un
arraigamiento local bastante profundo (que típicamente se asociaría
con una lógica comunitaria): una combinación de factores que impiden una teorización fácil. De igual forma, en las entidades comunitarias, siempre hay jerarquías y coerción, pero a la vez, personas
solidarias –como Marta– dispuestas a bajar de las esferas del Estado
para trabajar de la mano con ellas. Asimismo, representantes de
diferentes organizaciones a veces negocian clandestinamente entre ellos, de manera que desestabilizan sus características formales,
como ocurrió en la tregua de 2012-13.
Aunque estas consideraciones son importantes, podemos decir
que las relaciones entre distintos actores (sean conflictos violentos o
negociaciones consensuadas) y sus lógicas entretejidas conforman
un solo “orden de interacciones” (Duck, 2015) en la zona de La
Chacra, el cual establece reglas y códigos transversales que determinan las formas en que interactúan las personas. En ese sentido,
el orden de interacciones configura las estrategias de supervivencia
que la gente utiliza para protegerse, acatando las reglas y códigos
de los actores dominantes en distintos momentos o espacios. Por
ende, y siguiendo a Denyer Willis (2015: 41), las personas siempre
toman sus propias decisiones, pero con un menú de opciones que
se basa en las estructuras sociales en las que se encuentran. En las
zonas rojas, muchas de estas se definen por la violencia.
El orden de interacciones y las amenazas benévolas del Estado
Cuando empecé a escuchar y a tomar nota en la reunión del Equipo
de Paz en julio de 2017, los y las participantes hablaban sobre la
organización de la “Marcha por la Paz” para ese año. Siguiendo su
230
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
objetivo de “fortalecer el tejido social”, el equipo había promovido
una marcha anual para llamar a la paz y para que la gente perdiera
el miedo de exigirla en sus propias comunidades. Según esta idea,
ver a la gente marchando en la calle, cantando lemas de paz y dando
ponencias en lugares estratégicos podría paliar la desesperación, ansiedad y aislamiento por la violencia que permea las comunidades.
Ese día, cada comité (comunicación, gestión, hidratación, adornos, etc.) estaba dando información sobre sus actividades y, en general, todo sonaba tan bien organizado y consensuado al inicio de
la reunión, que fácilmente opacaba lo subyacente a los discursos
públicos.
En el transcurso de los cuatro años de mi investigación, el orden
de interacciones de la zona de La Chacra ha hecho que el Equipo
de Paz se enfrente a muchos problemas debido a los conflictos entre actores violentos. Durante su primer año, en 2013, líderes de
varias comunidades recibieron amenazas por parte de pandilleros
locales para que no participaran en el equipo, ya que iniciativas de
prevención de violencia “exitosas” podrían perjudicar los ingresos
que recibían de las extorsiones. En años posteriores, la participación de líderes comunitarios de ciertas comunidades se eliminó
completamente, no por amenazas, sino por la agudización de los
conflictos entre las clicas revolucionarias y sureñas, por los cuales
los pandilleros negaban el traslado de líderes comunitarios a comunidades adyacentes. Después de eso, a principios de 2015, los
ciclos de violencia y represalias (“guerra”) entre pandillas y fuerzas
del Estado –ilustrados con la historia del asesinato de los soldados
en la Terminal de Oriente– se agudizaron tanto que comunidades
enteras casi desaparecieron debido a la migración. Marta recuerda
una caminata que hizo con Deysi en 2015, en la cual la segunda se
detuvo y cayó presa de las lágrimas al ver tantas casas abandonadas
por gente que, desesperada por tanta violencia, había decidido huir
hacia lugares rurales o a otros países, como Estados Unidos.73
El trabajo del Equipo de Paz no solamente ha sido obstaculizado
por los conflictos violentos, sino por las formas de ayuda que
Marta consigue. Marta ha logrado canalizar financiamiento para
aspectos específicos del Plan Estratégico del equipo, como talleres
73
Véase Martínez (2015) para historias concretas de huidas a Estados Unidos por la
violencia en El Salvador.
Conflictos metodológicos en una zona roja:
navegando el peligro, lo político y lo personal
231
ocupacionales y deportivos para jóvenes y bonos financieros para
que los jóvenes miembros se capaciten en administración de
proyectos y elaboración de censos comunitarios. Informalmente,
Marta les da asesoría organizativa durante las reuniones del Equipo
de Paz, y los pone en contacto con personas de otras instituciones
del Estado. De hecho, Marta incluso utiliza su capital social para
canalizar fondos del pess al Equipo de Paz, a pesar de que la
municipalidad de San Salvador no fue incluida en las cincuenta
municipalidades beneficiarias del pess.
Pero el apoyo de Marta también puede ser entendido como una
forma problemática de “mediación política” (Auyero, 2000) en la
medida en que los beneficios financieros y técnicos de las instituciones del Estado desvían los esfuerzos organizativos hacia los
intereses y formas del Estado. Específicamente, circulan rumores
que dicen que algunos líderes y lideresas jóvenes y adultos solo
colaboran con el Equipo de Paz para recibir los bonos financieros
repartidos por Marta, la bróker (intermediaria) del inJuve, y no por
un compromiso con el trabajo del equipo en sí. El posible resultado
más problemático de esta dinámica, sorprendentemente destacado
por Marta durante una entrevista que le hice, es que las estructuras organizativas promovidas por medio de los incentivos financieros del inJuve podrían llegar a dividir a los miembros del equipo
o a desarticularlo en su totalidad, como había ocurrido en otras
comunidades en donde ella había colaborado en representación
del inJuve. De esta forma, las ayudas que provienen del Estado son
eminentemente ambiguas: fortalecen financiera y técnicamente los
proyectos de prevención, pero abren la posibilidad de que los procesos organizativos comunitarios se desarticulen por incentivos que
provienen de instituciones del Estado.
Pese a los bonos financieros divisores y el abandono del proyecto por parte de algunas lideresas y de muchos jóvenes, el Equipo de
Paz se ha mantenido bastante sólido: ha renovado liderazgos, mejorado su capacidad de gestión y administración, y mantenido sus
bases organizativas en la Intercomunal, la parroquia y las escuelas
locales.
El último comité en presentar su informe fue el de seguridad,
la temática que quizás genera más polémica cada año al momento
232
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
de organizar la marcha. En 2015, la Marcha para la Paz coincidió
con las secuelas tensas y violentas de los asesinatos de los soldados en la Terminal de Oriente. En ese contexto, el Equipo de Paz
tomó la decisión controversial –a petición de Marta– que la marcha
fuera acompañada por policías para garantizar la seguridad de los
marchantes y de los funcionarios públicos que Marta esperaba que
asistieran. Algunos miembros del equipo no estuvieron de acuerdo,
y plantearon que la presencia de los policías podía producir desconfianza en las comunidades y transformarlas en posibles blancos
de violencia por parte de los pandilleros. Los mismos temores surgieron en 2016, aunque en ambos años la policía terminó acompañando a las marchas y no hubo ningún problema con las pandillas.
En 2017, el dilema de invitar o no a la policía para brindar
seguridad provocó de nuevo una discusión parecida a la de años
anteriores. Yanira fue una de las personas que advirtió (indirectamente) sobre uno de los peligros de que la policía acompañara la
marcha: “Pues sí, si los policías se van después de la marcha, y
todos nosotros nos quedamos…” Pero Yanira representaba la voz
de la minoría. Al final, la mayoría decidió que llegara la policía, y
Yanira no opuso mucha resistencia.
Dentro del Equipo de Paz: conflictos, órdenes y zonas grises
Uno de los datos más sorprendentes de mi visita a La Chacra en
2016 fue que los pandilleros no solamente mantenían una vigilancia puntual de las marchas –saliendo de sus “casa destroyers” para
caminar en medio de la gente, o pasando el rato en las esquinas
mientras la marcha transitaba–, sino que ejercían una vigilancia
mucho más meticulosa y sistemática sobre el Equipo de Paz: supuestamente, había asociados clandestinos de las pandillas que
regularmente asistían a las reuniones del equipo para tener conocimiento de primera mano sobre su trabajo y funcionamiento.
Así que ahora, en la reunión del equipo, yo observaba detenidamente a cada persona, tratando de discernir si venía de alguna
de las dos facciones pandilleriles, e incluso dudaba de mis propios
amigos. Mientras evaluaba los posibles escenarios, comencé a sentirme un poco incómodo. Entonces recordé una pregunta que había
empezado a hacerle a las personas que les tenía mucha confianza
Conflictos metodológicos en una zona roja:
navegando el peligro, lo político y lo personal
233
en 2016: ¿qué porcentaje de la gente común de la zona se beneficiaba de las redes económicas (de las extorsiones) de la pandilla?
Una exdirectora de una escuela local estimaba que eran aproximadamente 60 por ciento de las familias de la zona, aunque otras
personas estimaban que el porcentaje estaba entre el 30 y 40 por
ciento. Yo no podía dejar de pensar en la posibilidad de que 60 por
ciento de la gente en la reunión del equipo quizás se beneficiaba
de la pandilla.
La situación era una zona gris que quizás nunca iba a poder
comprender por completo, y quizás por mi propia seguridad, no
era recomendable que supiera quién estaba asociado con la pandilla (ni quiénes exactamente se beneficiaban de las redes de extorsión). Pero en ese momento también recordé mi posicionalidad.
Por supuesto que yo no era un miembro del Equipo de Paz. Más
bien, como los policías, podía salir de La Chacra cuando quisiera.
No enfrentaba el mismo peligro que todos los demás si decía algo
equivocado, o si mostraba una afinidad que no cabía en el orden
de interacciones. Sin embargo, ¿cómo podía confiar en lo que las
personas decían si quizás algunas de ellas estaban ahí como “orejas” de las pandillas?
De pronto, volví al presente: Tito, sentado a mi lado, me estaba
murmurando al oído: “Se trata de todo esto, Daniel, imagínate…”
Ya estaban hablando del comité deportivo patrocinado por el equipo, y me di cuenta que era el asunto que Don Julio había querido
platicar conmigo desde 2015. Al parecer, había dos comités deportivos paralelos –uno manejado por la gente de arena con “sus
propios fondos”, y el otro directamente financiado por el equipo y
manejado por gente del fmln, como Tito y su joven amigo, Nelson.
Fernando era un vocero de facto de arena y el líder del comité
deportivo paralelo. Decía: “Pues el problema es que el comité
deportivo de Nelson no existe, no funciona. Nosotros estamos
intentando darles oportunidades a los niños como podamos”. Se
refería al hecho de que el comité deportivo formal, al parecer, no se
reunía, y no intentaba reclutar a niños para que participaran en las
actividades que debía estar facilitando. Fernando, como supuesto
receptor de fondos de arena, de alguna forma (no conozco esas
redes) entrenaba y organizaba torneos de futbol para niños con
234
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
quienes ya había trabajado, y muy probablemente también para
familias asociadas con arena.
Tito interrumpió a Fernando: “Miren, Fernando quiere dividir
este esfuerzo. En vez de trabajar junto con Nelson para ayudarle
–quien pasa muy ocupado con su trabajo– jala a los niños a otro
lado… Y no se sabe de dónde saca sus fondos. Yo tengo esa pregunta…” La conversación seguía escalando, con interrupciones, tonos
subidos y llamadas para que todas las frustraciones relacionadas al
comité deportivo se ventilaran en una sesión especial.
La rivalidad entre los dos comités deportivos refleja la disputa
nacional entre el fmln y arena, pero también el hecho de que las
ideologías y las redes clientelistas partidarias permean esfuerzos
comunitarios, como el Equipo de Paz, a pesar de que supuestamente constituyen un espacio y esfuerzo participativo “despolitizado”
(Álvarez et al., 2017). Los asuntos partidarios típicamente se notan
en las referencias indirectas, porque ya todos saben quién está de
qué lado, y todos saben que las disputas por el poder y el dinero
moldean sus esfuerzos: moldean la lógica comunitaria tanto como
la lógica del Estado y de las pandillas, y por ende también mis posibilidades metodológicas.
Mi trayectoria me ubica claramente del lado del fmln, algo que
me abre puertas, pero que también me las cierra. Fernando, por
ejemplo, es el papá de una niña de doce años a quien yo “apadrino” (envío 300 dólares estadounidenses al año para que vaya
a la escuela) a través de un proyecto de la parroquia. Y aunque he
tratado, nunca he logrado construir la confianza necesaria con Fernando para que hablemos abiertamente. Sospecho que él sospecha
que yo voy a desaprobar su afiliación política, lo cual quizás sea
cierto, pero yo quisiera superar esa barrera para entrevistarlo y conocer más sobre sus ideas políticas y su compromiso social con las
comunidades para ampliar mis datos, que hasta el momento están
muy sesgados hacia la izquierda. Además, quisiera tener una amistad con el papá de la niña a la que apoyo financieramente para que
estudie. Sin embargo, la figura de Fernando representa un agujero
metodológico grande en mi investigación en La Chacra, un agujero
que estoy intentando llenar.
Conflictos metodológicos en una zona roja:
navegando el peligro, lo político y lo personal
235
Cuando surgen estas conversaciones cargadas de partidismo,
mantengo el silencio. Todos presumen a qué lado apoyo, aunque
hoy, he cambiado algunos pensamientos a raíz de mis estudios.
Pero independientemente del hecho de que he llegado a ser muy
crítico de los partidos políticos como instituciones en un nivel teórico (y del Estado también), la realidad empírica de El Salvador demuestra que todos los partidos son corruptos, coaccionan la participación popular dentro de sus filas, y recurren al clientelismo y a
la compra de votos y voluntades, y no solamente a nivel local. Hay
mucha evidencia que muestra que los dos partidos políticos han
negociado con las maras y pandillas para que saquen a “su gente”
a votar a favor de su partido.74 En esta zona gris –de negociaciones
entre líderes nacionales de partidos políticos y pandillas– donde
difícilmente puede entrar un investigador, es donde buena parte de
las relaciones de poder que estructuran La Chacra y otras zonas
rojas se negocian.
Marta trataba de concluir el debate contencioso sobre el comité
deportivo, diciendo que Nelson tenía que empezar a llegar a las
reuniones del Equipo de Paz (porque, al parecer, nunca llegaba) a
rendir informes sobre su comité, y que todos y todas en el equipo
tenían que unirse en los esfuerzos. Con su intervención, los conflictos abiertos entre militantes de distintos partidos se apaciguaron por
un momento. Quizás todos y todas sabían que si no le hacían caso
a Marta, no habría fondos directos para el equipo, y entonces cada
grupito tendría que depender de los vaivenes de su partido.
Mientras los conflictos partidarios a nivel local son bastante
fáciles de discernir, intentar esclarecer otras zonas grises locales
requiere comparar los discursos públicos (durante reuniones del
Equipo de Paz, por ejemplo) con discursos privados. Pero, como
siempre, solo tengo ese nivel de confianza con militantes del fmln.
Sin embargo, se puede aseverar que las palabras, las acciones y las
estrategias de supervivencia de todos y todas los habitantes de La
Chacra, y también de los activistas del Equipo de Paz, varían dependiendo del momento o espacio en que se encuentren. Para ejemplificar, volvamos a las percepciones de la gente común y activistas
sobre la legitimidad de los actores violentos.
74
Véase Martínez, Martínez y Lemus (2017).
236
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
En 2015, percibí un alza en el apoyo a los pandilleros. Algunos
habían especulado que más personas de las comunidades estaban
acercándose a las pandillas por la ola de represión estatal indiscriminada. Parecía que los pandilleros eran más estables en sus reglas
y ejercicio de la violencia. En términos teóricos, cuando la coerción
pesa más que el consenso en la ecuación de gobernanza, el Estado
puede perder legitimidad. Pero para 2016, yo percibía lo contrario:
que muchas personas pensaban que los pandilleros eran los más
malos de la película, es decir, los menos legítimos.75
Ya en 2017, yo quería preguntarle a los contactos en los que
confiaba sobre esta dinámica. Yanira me había dicho que pensaba
que “era malo” que los militares y policías vinieran a reprimir a
jóvenes no pandilleros de la zona por la simple posibilidad de que
colaboraran con la pandilla. Pero, en un conflicto así, me había
dicho también que “siempre algunos inocentes van a morir, lastimosamente”. Su declaración me había sorprendido y decepcionado, especialmente debido a su advertencia durante la reunión del
Equipo de Paz sobre el peligro que la presencia de policías conllevaba para la gente común. Además, yo siempre la había visto a ella
como una inspiración política y moral para entender y actuar en La
Chacra. Mientras yo quería condenar la militarización de La Chacra
y la sociedad en general, Yanira no compartía mi perspectiva. Pero
la divergencia con mi comadre no me debería haber sorprendido.
Luego me daría cuenta de que, a lo mejor, la mayoría –si no
todas y todos los miembros del equipo– compartían la misma perspectiva: un apoyo pasivo o activo a la represión, a pesar de que esta
represión podría perjudicar a jóvenes inocentes y a sus seres queridos. Esto sugiere que la gente de La Chacra sufre mucho por las
pandillas, y prefiere sacrificar los derechos humanos de los jóvenes
de la zona y apostarle a la represión estatal para disminuir la violencia generalizada. Hoy, son los periodistas, estudiantes universitarios, defensores de derechos humanos y las personas que solo llegan de vez en cuando a La Chacra, como yo, las que más critican la
militarización. Parece que las únicas personas que la critican en La
Chacra –sin que llegue a oídos de los pandilleros y sus asociados,
por supuesto– es una minoría con una fuerte devoción religiosa.
75
Este punto estuvo clarísimo en un grupo focal que hice en 2016 con varias personas,
algunas de las cuales trabajaban en la parroquia.
Conflictos metodológicos en una zona roja:
navegando el peligro, lo político y lo personal
237
En la práctica cotidiana, la gente común de las zonas rojas se ve
obligada a prestar lealtad a los pandilleros porque no tiene otra opción si quiere sobrevivir. Es parte del orden de interacciones. La gente
tiene que “colaborar” con las pandillas –dándoles comida, dinero o
refugio en su casa; o tiene que denunciar los abusos de la policía y
de los soldados cuando los pandilleros o sus asociados se encuentran
cerca; y nunca puede colaborar en las investigaciones de los fiscales. Dadas las exigencias del orden de interacciones en las zonas rojas, mantengo que es contradictorio que el Estado y sus instituciones
quieran dividir a los residentes de las mismas entre los buenos, que
merecen ayuda preventiva o paliativa, y los malos, que merecen abuso, cárcel y muerte. En la mayoría de los casos, las instituciones benévolas del Estado “previenen” y prestan servicios o ayuda financiera
a la misma gente que las instituciones represivas de seguridad del
Estado persiguen por ser supuestos colaboradores de los pandilleros.
En Yanira, vemos una reproducción más humana del discurso
del Estado. Ella plantea que es posible separar a los “buenos” ciudadanos de los “malos” criminales, y tratarlos de acuerdo con sus atribuciones, pero en contraste al Estado, reconoce que esto conlleva
errores muy problemáticos. Creo que la sabiduría y el esfuerzo de
personas como Yanira y el Equipo de Paz podrían paliar las contradicciones del Estado en este sentido, pero requeriría una reconfiguración radical de las relaciones de poder.
Conclusiones: la colaboración crítica y la investigaciónacción participativa
En 2013, el primer año que estudié el Equipo de Paz en La Chacra,
le pregunté a Yanira qué era lo que más quería de los gobernantes
y de las instituciones políticas. Ella respondió sin titubear: “Que se
bajen… que no solamente vengan a pedir el voto… sino que vengan aquí a trabajar con nosotros”.
Por algún tiempo, he reflexionado sobre esta demanda para
considerar si es posible que un Estado –o sus funcionarios, o
su lógica, “se bajen”. Mi respuesta académica sería que no: el
Estado busca la centralización del poder para sí mismo (Bamyeh,
2009; Tilly, 1975), y generar información abstracta sobre sus
territorios y ciudadanos para aplicar políticas públicas genéricas
238
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
sobre sus poblaciones (Scott, 1998). Tales requisitos parecieran
contradecir el proceso de bajar a “co-gobernar” (Álvarez, et al.,
2017) con gente común según sus conocimientos y necesidades
locales, especialmente en materia de seguridad, donde el Estado
salvadoreño prioriza la represión masiva, aun en comunidades que
reciben apoyo en materia preventiva.
Sin embargo, demandar que las instituciones estatales “se bajen” exige una nueva relación entre el Estado y la sociedad civil,
algo que ya se está construyendo en otras regiones y sectores de
movimientos en El Salvador, como en el movimiento de mujeres
y feministas en Suchitoto, donde la gente mantiene una “colaboración crítica” con las instituciones del Estado: trabaja de la mano
como iguales con actores estatales en la formulación, implementación y seguimiento de políticas públicas en materia de igualdad
de género, violencia contra las mujeres y el fomento de normas
culturales en las escuelas públicas locales.
Dado que la colaboración crítica me pareció un horizonte hacia el cual el Equipo de Paz podía intentar caminar para comenzar
a construir una especie de co-gobernanza con las instituciones del
Estado que redujera la violencia en su zona, en 2016 di una presentación al Equipo de Paz sobre la investigación que llevaba hasta ese
momento. Al parecer, no les impactó mucho la idea de la colaboración crítica como herramienta para aportar a la democratización
del país y a los intentos de disminuir la violencia. De hecho, no me
hicieron ninguna pregunta ni emitieron comentarios al respecto,
más allá de mostrar sorpresa cuando mencioné que no deberían
dejar que Marta o el inJuve los hicieran dependientes de su ayuda.
Aunque “cumplí” con mi responsabilidad de informarles de algunos aspectos de mi investigación, y de intentar darles herramientas intelectuales para entender y mejorar su trabajo en el espíritu
de una investigación-acción participativa, el intento no fue muy
exitoso. Por un lado, reconozco que por mi trayectoria la mayoría me ve como alguien que debería estar proporcionándoles cosas
mucho más concretas: financiamiento, coordinación en las reuniones, contactos, materiales tangibles para sus talleres, etc., y que
solo observar y hablar de conceptos abstractos y procesos de largo
plazo no tiene mucho sentido. Además, el hecho de que hoy solo
llego ahí un par de veces al año, le resta cualquier credibilidad a
Conflictos metodológicos en una zona roja:
navegando el peligro, lo político y lo personal
239
la aseveración de que realmente estoy haciendo una investigación
que fundamenta y orienta la acción participativa.
Sin embargo, Fals Borda (1987; Karl, 2017: 63-94) plantea que
los esfuerzos comunitarios locales a favor de la paz deben predominar en escenarios violentos si realmente se quiere construir una paz
verdadera, que no sea impuesta desde arriba –desde los poderosos y
ricos, como lo fue la tregua de 2012 y 2013. Es decir, las organizaciones comunitarias –orientadas por una lógica comunitaria que negocia autónomamente con las instituciones del Estado– deben estar
en el primer plano de la creación de políticas públicas en materia de
seguridad dado su conocimiento local de la gente, redes, necesidades y organizaciones que forman sus comunidades. En un nivel más
simple, las redes comunitarias no quieren violencia –especialmente
de una forma indiscriminada– de ningún lado, y buscarán maneras
creativas para terminar con ella si tienen los recursos y la autoridad
para hacerlo. De esta manera, el horizonte de la colaboración crítica
podría iluminar un camino hacia la paz a través del fortalecimiento
de los actores pacíficos comunitarios: un proceso indispensable para
abordar los problemas estructurales que perpetúan la viabilidad de
las pandillas, al igual que la migración, la pobreza y la exclusión. Tales planteamientos son nada más extensiones lógicas de los valores
centrales que aprendí en mi tiempo en La Chacra –la cooperación,
la solidaridad y la gobernanza comunitaria.
Metodológicamente, tengo mucho que hacer en La Chacra todavía: continuar rompiendo con mi mentalidad de aventurero misericordioso, y seguir problematizando las perspectivas de mis amigos
y compañeros de lucha por medio de la construcción de relaciones
con gente de otras redes políticas y religiosas, como Fernando. Tales
esfuerzos me permitirán triangular mejor la información y acercarme más a una “objetividad fuerte” (Harding, 1992). Sin embargo, y
a pesar de ser pesimista en cuanto a las oportunidades actuales de
ejercer una investigación-acción participativa verdadera (no sé qué
traerá el futuro), creo que al llevar a cabo una investigación fundamentada, contundente y balanceada, podré aportar –junto con el
Equipo de Paz, las congregaciones evangélicas y la gente común
que lucha por controlar sus vidas en La Chacra y en todo el mundo– en la construcción de conocimientos que nos orienten hacia un
mundo de relaciones sociales con menos violencia y dominación.
240
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
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Capítulo 8
En el barrio está el método:
reflexiones sobre la investigación de las
pandillas juveniles
José luis rocha
…es muy difícil penetrar en el cuerpo social de una forma
dogmática, al estilo de un tratado de De Dalembert sobre el gusto,
puesto que se acaba por descubrir que para bajar a las prisiones
y a las profundidades donde se administra la justicia es preciso
ser conducido por un criminal o cualquier otro delincuente, de la
misma forma que el banquero nos conduce al centro de las intrigas
de la vida excepcional de las cortesanas.
honoré de balzac, Esplendores y miserias de las cortesanas (1973)
Resumen
E
l hilo conductor de estas reflexiones es una idea muy simple:
nada puede sustituir a la inmersión en la investigación de las
pandillas juveniles, pero esa inmersión tiene unos límites que
son muy difíciles de franquear. Espero que mi forma de argumentar
no sea una simpleza total. Al redactar este texto he tenido en cuenta
las preguntas que a lo largo de los años me han lanzado colegas
investigadores y estudiantes universitarios sobre cómo fue posible
hacer investigación entre jóvenes violentos. Esa es la cuestión que
más curiosidad suscita y creo que no por puro morbo, sino por la
intuición de que ahí residen la principal dificultad y el tuétano metodológico. He procurado responder a esas preguntas caminando
desde los temas más concretos hacia los más abstractos, sin soslayar críticas a otros enfoques metodológicos: no tanto en cuanto a
enfoques, a los que no regateo su pertinencia y penetración, sino
cuando se presentan como opciones que quieren arrogarse el pico
de la objetividad.
245
246
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Del microcrédito a la violencia
Mi irrupción en el tema de las pandillas juveniles no fue fruto de
una elección premeditada. Tampoco lo fue para Sudhir Venkatesh
y Dennis Rodgers. El primero pretendía aplicar una encuesta en el
gueto afroamericano de Chicago, y el segundo emprendió inicialmente un estudio sobre las estrategias cotidianas de sobrevivencia
en un barrio marginal de la Nicaragua de postguerra (Venkatesh,
2009: 4; Rodgers, 2001: 6). Las pandillas los alcanzaron ahí donde fueron. Se les impusieron como objeto a investigar porque eran
instituciones que controlaban el escenario de la investigación. No
había forma de soslayar su protagonismo: ni como factor que debía
ser explicado ni como actor que debía ser consultado para hacer de
su territorio un emplazamiento del trabajo de campo.
También para mí el peso absoluto de la pandilla fue una sorpresa. Pero entré a los barrios marginales con las pandillas en la
mira, aunque esa incursión fuera más bien fruto de una evasión y
no una elección. En 1997 empecé a formar parte de la planta de
investigadores del Instituto de Investigación y Desarrollo Nitlapán,
inserto en la Universidad Centroamericana (uca) de Managua. Su
especialidad era el microcrédito canalizado a través de una red de
bancos rurales y los estudios que sirvieran para ponderar los préstamos presentes y optimizar los futuros. No había margen alguno
para penetrar en otros elementos que no fueran la eficacia, riesgos y
equidad de la cartera crediticia. Con unos rudimentos de aritmética
y estadísticas básicas bastaba para responder a preguntas esencialmente prácticas. Dos años después, el director de investigación de
la universidad recibió de la Iglesia luterana sueca un fondo para
estudiar las pandillas y me propuso ser el investigador principal de
ese proyecto. Acepté de inmediato, sin la más ínfima idea de qué
se trataba ni de cómo empezar, pero con la certeza de que sería un
trabajo más exigente y ameno que las microfinanzas.
Así fue como migré de los bancos rurales a las pandillas, dos
instituciones muy distintas e incluso opuestas: una legal, otra ilegal;
una formal, otra informal; una constituida alrededor del dinero, otra
en torno a algo tan intangible como la identidad; y un largo etcétera de contrastes, dentro de los cuales el cambio más sustancial
fue pasar del mundo de lo cuantificable a un terreno pantanoso y
En el barrio está el método: reflexiones sobre
la investigación de las pandillas juveniles
247
sin asideros, donde había que improvisar desde los contactos y las
formas de acercamiento hasta los temas y variables a observar.
Los tanteos del inicio
Los directivos de la policía nos informaron que los dos barrios más
peligrosos y con mayor actividad pandilleril de Managua eran el
Jorge Dimitrov y el Reparto Schick. Nos decidimos por el segundo
porque, al ser un conglomerado de barrios con más de 40 000 habitantes, nos dejaba un amplio margen para elegir lugares y realizar
comparaciones dentro de un territorio que en algunas áreas parecía
el corazón de la selva urbana y en otros una aldea bucólica de la
Nicaragua profunda.
Busqué a otro sociólogo para hacer un equipo de dos. Pero
antes hice algunas incursiones en el barrio por mi propia cuenta,
acompañado por el jefe de los choferes de Nitlapán, un tipo robusto con rostro de pedernal y ceño fruncido. Íbamos a los billares,
donde probablemente no sólo nuestra condición de extraños sino
también mi palmaria impericia espantaban a los parroquianos. Si
no sabía jugar, ¿qué estaba haciendo ahí? Fue una mala decisión,
porque uno de los billares elegidos era el corazón de la pandilla
Los Billareros, entonces en pie de guerra a muerte con los Comemuertos y los Cancheros. Esas tres eran las más temibles entre las
más de 20 pandillas del Schick. Visitamos algunas cantinas, de esas
que tapizan el suelo con aserrín para absorber los escupitajos y algo
más. En esos oteaderos no hicimos grandes avances, pero las visitas
sirvieron para familiarizarme con el entorno y captar escenas del
ambiente que describí en el primer informe.
Hicimos complicados trámites con la burocracia penitenciaria
para visitar la cárcel Modelo todos los jueves. Los custodios nos sometieron en cada visita al mismo escrutinio y revisiones físicas de la
primera vez. El director del penal nos hacía sentarnos en su oficina
para sostener una mustia plática de presos que a veces nos comía la
tercera parte o más del tiempo disponible para la visita. Hacíamos
las entrevistas con los internos que accedían a regalarnos una pizca
de su tiempo “de sol” en el patio de la prisión. En promedio, fueron
pésimas entrevistas. Operaron en contra las nada apropiadas condiciones y el hecho de que los presos fueran seleccionados por los
248
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
cancerberos. Los centros de rehabilitación de drogadictos, donde
algunos presos estaban purgando sus condenas, fueron mejores espacios. Ahí sí tuvimos mayor control de las condiciones y contamos
con la colaboración de un personal que entendió nuestros objetivos
y nos permitió explicárselos a los pandilleros.
Mientras hacíamos esas pesquisas, como un regalo providencial, descubrimos que doña Julia, encargada de la limpieza de la
revista para la que yo escribía con regularidad, vivía en el corazón
del Schick: en el barrio Macaralí, también conocido como primera
etapa por ser la sede del primer grupo de pobladores que llegaron al
reparto cuando el presidente René Schick los reubicó en 1963 porque sus viviendas en el barrio de pescadores habían sido anegadas
por una repentina crecida del lago de Managua. Doña Julia es madre soltera de tres hijos que, al inicio de la investigación en 1999,
rondaban los treinta años. La menor era coetánea de los pandilleros activos. Con ellos había estudiado en la misma escuela, jugado
desde niña en la calle, bailado en discotecas y coqueteado. Era de
su entera confianza y se convirtió en nuestra puerta de ingreso a la
pandilla de su barrio y tres barrios fronterizos. Su capacidad de conseguir potenciables interlocutores superó nuestra disponibilidad de
tiempo para encontrarnos con ellos y sostener una plática fructífera.
El método se nos impone
Si el material de la vida es el tiempo, el material de un buen trabajo
de campo es mucho tiempo. Doña Julia nos deparó un trato exquisito. Las puertas de su casa, su arca de conocimientos y las ollas
de su cocina siempre estuvieron abiertas para nosotros. Podíamos
llegar muy temprano e irnos a altas horas de la noche (cosa que
pocas veces sucedió por razones de seguridad), visitarla los fines de
semana o en medio de un día muy ajetreado. No importaba: doña
Julia siempre tenía tiempo para charlar y preparar los guisos más
suculentos. En contrapartida, las visitas debían ser muy prolongadas. La información fluía y el tiempo también. Eso me preocupaba
porque en aquella época, como resabio de mi período en las microfinanzas, me movía el prurito de obtener la mayor cantidad posible
de entrevistas y percibía la socialización con la familia de doña
Julia como un rato indiscutiblemente grato, pero en sigilosa com-
En el barrio está el método: reflexiones sobre
la investigación de las pandillas juveniles
249
petencia con los propósitos y productividad de la investigación.
Faltaban cuatro años para que Terry Eagleton (2004: 3-4) señalara
cuán notorio es que los intelectuales se hayan comportado durante
siglos como si los hombres y mujeres carecieran de estómago. El
conocimiento está ligado al estómago de múltiples formas. Entre
otras: por la configuración cultural en la preparación y consumo de
los alimentos, por la comunión (la unión en común) de compartir
un platillo y por la cantidad (y sobre todo calidad) de información
que circula entre los comensales. Macaralí nos entró primero por
el estómago y por el afecto. Habida cuenta del poder de la gastronomía, no me sorprenden las numerosas ocasiones en que, sin
adobar con comentarios analíticos, pero como intuyendo que está
ante un nexo sensible, Venkatesh registre las muchas comidas que
disfrutó en casa de Ms. Mae, madre de J.T., un líder de los Black
Kings (Venkatesh, 2009: 40, 42, 43, 44, 54, 56, 68, 158, 178, 273
y 275). Venkatesh también da cuenta del comentario de Ms. Mae
cuando él pasó varias semanas sin visitar el edificio y ella le dijo:
“¿Has encontrado a alguien que cocina mejor que yo?” (Venkatesh,
2009: 200).76 Comer con ellos y tomar cervezas es lo que distinguía
a Ventatesh de los periodistas y otros extraños que sólo llegaban a
cazar historias (Venkatesh, 2009: 204).
Loïc Wacquant (2004) propone lo siguiente:
[L]a sociología debe intentar recoger y restituir esta dimensión carnal de la existencia […] mediante un trabajo metódico y minucioso
de detección y registro, de descifrado y escritura capaz de capturar
y transmitir el sabor y el dolor de la acción, el ruido y el furor de
la sociedad que los pasos establecidos por las ciencias humanas
ponen habitualmente en sordina, cuando no los suprimen completamente […] entonces es imperativo que el sociólogo se someta
al fuego de la acción in situ, que sitúe en la medida de lo posible
todo su organismo, su sensibilidad y su inteligencia en el centro del
haz de fuerzas materiales y simbólicas que pretende diseccionar…
(VIII).
En nuestra experiencia, esa inmersión in situ significó ante todo
adaptarnos a los ritmos y a las formas de socialización que nuestros contactos –luego amigos– nos iban imponiendo con exquisita
delicadeza.
76
Mi traducción del inglés.
250
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Entre nuestros arribos al barrio y cada entrevista se interponían
un banquete, dos meriendas, tres dilatadas conversaciones y las impecables pero innumerables imitaciones que el hijo de doña Julia
hacía de la monótona voz de Daniel Ortega. Pero así fue como insensiblemente la relación se estrechó y nos fuimos convirtiendo en
integrantes putativos del barrio. Diez años después, al frescor de las
cervezas, el hijo de doña Julia me confesó que durante varios meses
estuvo convencido de que mi investigación era el camuflaje para
ejecutar una avanzadilla amorosa con su hermana. Esa condición
quizás suscitó más confianza que la más inusitada de investigador. Habíamos dejado de ser dos sujetos extraños no identificados
y dedicados a sospechosas pesquisas. Llegamos a ser los amigos de
doña Julia, con licencia para movernos a nuestras anchas en ese
pequeño territorio. Esa metamorfosis tuvo un efecto directo sobre
nuestra seguridad: desde la calle principal del Schick hasta Macaralí sólo teníamos que atravesar el territorio de una pandilla rival,
con la que no tardamos en establecer relación. Cuando la curiosidad nos llevó a otras zonas y fuimos ostensiblemente identificados
como anomalías a la vista, e incluso espetados con amenazadoras
miradas de fornidos muchachotes, adquirimos plena conciencia de
que pertenecíamos a Macaralí. Dicho en los términos que Daniel
Burridge emplea en su artículo, también incluido en este volumen,
la “lógica” comunitaria se había impuesto sobre la “lógica” pandilleril: estábamos de alguna forma incorporados por la comunidad,
de modo que la lógica segregadora de la pandilla se tuvo que supeditar y admitirnos. Los límites saltan a la vista: pertenecíamos a una
comunidad específica, no a las demás.
Las relaciones entre investigadores y colaboradores suelen ser
muy asimétricas. Las que se establecieron entre nosotros y doña Julia
no fueron la excepción. La extracción social y el capital cultural
pesan. En este caso, con el agravante de que nuestro nexo original
–la revista– es un espacio jerarquizado donde ella era la limpiadora
y yo el investigador. Sin embargo, el desbalance en ese ámbito no
significa que todo el poder estaba de nuestro lado en el barrio.
Nosotros entrábamos y salíamos cuando queríamos. Teníamos
el poder de fijar el día y podíamos cancelar la visita por otros
compromisos profesionales. Pero una vez en el barrio, estábamos
en manos de la familia de doña Julia y de otras relaciones que
En el barrio está el método: reflexiones sobre
la investigación de las pandillas juveniles
251
fuimos construyendo. Ellos determinaban la duración de nuestras
visitas y el tiempo en blanco –que en realidad no lo era– entre
una entrevista y la siguiente, la multiplicación de los contactos,
el ritmo del acopio de información y su calidad, y las sorpresas
que encontraríamos tras desgajar cada capa de la cebolla. Si el
método de investigación empírica, en su definición más amplia,
son los procedimientos prácticos con los objetos y los medios de
la investigación, puedo decir con certeza que el método nos fue
en gran parte impuesto. Y también el objeto, que ya no fueron las
pandillas como unidad analítica, sino el barrio y las relaciones
de sus habitantes con las pandillas. Se cumplió así lo que Ortega
y Gasset (2016) dice glosando a Hegel: “es la materia o tema de
pensamiento quien, a la par, se constituye en su norma o principio.
En suma, pensamos con las cosas” (30). Y si esas cosas son personas
y relaciones, sus estudiosos están mucho más expuestos a que “las
cosas” los instruyan e incluso piensen y tomen decisiones por ellos.
La investigación fue un proceso colaborativo.
Nosotros sólo pudimos determinar los aspectos más superficiales del método: entrevistas, bola de nieve, etc. Pero ese nivel metodológico corresponde al que critica Ortega y Gasset:
Método es todo funcionamiento intelectual que no está exclusivamente determinado por el objeto mismo que se aspira a conocer. El método define cierto comportamiento de la mente con
anterioridad a su contacto con los objetos. Predetermina, pues,
la relación del sujeto con los fenómenos y mecaniza su labor
ante estos. De ahí que todo método, si se sustantiva y hace independiente, no es sino una receta dogmática que da por sabido
lo que se trata de averiguar (Ortega y Gasset, 2016: 25).
Pero hay un nivel donde el método no es independiente del objeto y
de lo que ocurre entre objetos e investigadores. En la mecánica más
profunda, no nos quedó otra opción que dejarnos llevar, a veces
impacientes, siempre conducidos por los expertos habitantes del
lugar, que eran a un tiempo medios y objetos de la investigación, y
que no tardaron en devenir también investigadores avezados, cada
vez más diestros en complementar nuestras preguntas y seleccionar
sujetos que añadían más facetas y nos hacían ver cuán lejos estábamos del punto de saturación.
252
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Tratándose de una investigación sobre la violencia, esta imposición fue aún más benigna. La seguridad de los investigadores es
esencial. Cuando el investigador es aniquilado (como ocurrió con
el documentalista Cristian Poveda en El Salvador), amedrentado
(como casi le ocurrió a Rodgers y a Venkatesh, y como de hecho
les ocurre a priori a muchos de los que optan por métodos cuantitativos y fuentes secundarias) o descalificado por los pandilleros
por sospechoso, se acaba la investigación. La seguridad es de doble
vía: el investigador está seguro si los pandilleros se sienten seguros.
También los pandilleros necesitan seguridad: la seguridad de saber
con quién están y a qué atenerse. Esto nos lleva al factor primordial
de la siguiente fase.
Con los muchachos: expresiones artísticas para producir
sentido
La casa de doña Julia siguió siendo mi centro de operaciones por
más de una década y los consejos de su familia no dejaron de ser
una brújula imprescindible. Pero después de algunos meses logramos cierta independencia. Mediante contactos con organizaciones
no gubernamentales y por el efecto de la bola de nieve, establecimos
otras relaciones que se fueron consolidando gradualmente. En 2002,
volví con mayor intensidad al Schick. A veces fui con la investigadora que ahora es mi esposa, a veces solo. En esta fase el Pacha –pseudónimo real, pues siempre quiso ser identificado así– fue el personaje clave. El Pacha es un converso, pandillero transmutado en líder
de paz por el Centro de Prevención de la Violencia (ceprev). “Dejé
a mi padrastro cagando en bolsa”, dijo en la primera conversación,
refiriéndose a la puñalada en el abdomen y a la colostomía. Era muy
afable, escuchimizado en extremo y un platicador infatigable. No
tardamos en hacernos muy amigos. Recorríamos el Schick de punta
a punta y juntos visitamos otros barrios de Managua. Viajábamos en
bus. Después de semanas de andar de la ceca a la meca, cuando
estaba sentado a mi lado en el asiento de un bus, se arremangó la
pernera del pantalón hasta la altura del tobillo para mostrarme el
machete que había garantizado nuestra seguridad durante las peligrosas giras. “Por si acaso”, me dijo. Creo que habíamos llegado a
un nivel de plena complicidad: su seguridad era la mía y viceversa.
En el barrio está el método: reflexiones sobre
la investigación de las pandillas juveniles
253
Con doña Julia habíamos aprendido que no hay barrios con
pandillas, sino barrios pandilleros: las pandillas sobrevivían entonces gracias a diversos niveles de involucramientos de casi todos los
habitantes del barrio y una compleja economía de favores que tejía
una red de obligaciones, prestaciones y contraprestaciones infinita.
Esta situación dio un giro de 180 grados con la propagación de la
venta y consumo de crack. En 2002, las pandillas habían dejado de
ser las defensoras de los habitantes del Schick: infringiendo su código ético, estaban robando dentro del barrio, sobre todo en los patios traseros de las viviendas, por lo cual se ganaron los infamantes
apodos de roba-patos y roba-ropa mojada, con los que sus vecinos
expresaban su desprecio y ruptura.
En ese contexto, el Pacha estaba luchando por limpiar la reputación de su pandilla eliminando los robos, prohibiendo las peleas y
concentrando los ímpetus en actividades típicas de los pandilleros
pero socialmente aceptables, como los tatuajes y grafitis. En la primera fase de la investigación no había prestado ni la más mínima
atención a estos “detalles”. La campaña del Pacha dirigió mi interés
hacia un inmenso universo de significados. Si la familia de doña
Julia me colocó sobre la senda para entender –de manera bastante
contraintuitiva– que los pandilleros eran productores de orden, el
Pacha me mostró que los pandilleros eran productores de sentido.
Llevaban sus historias en la piel y las proyectaban sobre los muros.
Una vez más, el objeto de investigación me impuso el método y los
temas. En otras palabras, el objeto de la investigación devino sujeto
que me obligó a “re-posicionarme”, lo que según Renato Rosaldo
(2000: 28) le ocurre a los etnógrafos que van entendiendo otras
culturas.
Años después, durante un extenso trabajo de campo en 2012,
otros pandilleros me mostraron los nexos entre las experiencias de
los pandilleros y la serie japonesa de dibujos animados conocida
como Dragon Ball, que fue originalmente un manga escrito e ilustrado por Akira Toriyama e inspirado en la novela china Viaje al
oeste, una de las cuatro obras más famosas y de mayor calidad
literaria de la literatura clásica china, publicada de forma anónima
en el año de 1590. El trasfondo es siempre la cultura religiosa china
y su sistema de valores. Viaje al oeste es una versión mitológica de
las aventuras del monje budista Xuanzang (602-664), que realizó
254
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
una peregrinación a la India para conseguir unos textos budistas. El
equivalente hispano de haber hecho un manga y luego un anime
basado en Viaje al oeste es hacer un cómic inspirado en El Quijote
de la Mancha, si nos atenemos a la relevancia literaria en China.
Pero sería equivalente a un cómic sobre La divina comedia de Dante debido a la riqueza de su simbología religiosa. Dragon Ball se
hizo famosa en Centroamérica por tres series de dibujos animados.
Su protagonista –Son Gokū– no busca textos religiosos, sino siete
objetos legendarios conocidos como las Dragon Balls, esferas que
al ser reunidas conjuran la aparición del dragón sagrado que concede cualquier deseo.
La saga se presentó durante diez años. Jóvenes que ahora tienen
entre 20 y 35 años crecieron junto con Son Gokū, cuyo entrenamiento para la vida intentaron emular y cuyo set de valores asimilaron y escenificaron en las calles del Reparto Schick: la aspiración
de ser los más fuertes, la convicción de pertenecer a una raza de
guerreros (ser un saiyajín), la posibilidad de múltiples vidas y conversiones, la protección de la tierra y el universo (el territorio, el
barrio), el entrenamiento en artes marciales, la división maniquea
entre un grupo de amigos que lo acuerpa y otro de enemigos que
lo amenaza, el rito de iniciación (Gokū tuvo que perder la cola), el
enfrentamiento con las fuerzas del mal, etc. Dragon Ball inculcaba
un conjunto de valores que se convirtieron en un soporte ideológico de las pandillas. Todavía hoy los pandilleros explican sus luchas,
sus venturas y desventuras, en términos de la saga de Dragon Ball,
y la transferencia de sus valores a las futuras generaciones es facilitada por la reiterada transmisión en la televisión de todos los episodios. El permanente combate –exterior e interior– entre las fuerzas
del mal y del bien y la entronización como valores supremos de “la
amistad, el esfuerzo y la victoria” hicieron que Dragon Ball tuviera
muchos de los elementos idóneos para convertirse en el soporte
mitológico de las pandillas. Profundizar en esta mitología me proporcionó pistas sobre los entresijos de la violencia juvenil, el enfrentamiento a la autoridad establecida y las utopías pandilleriles.
Haciendo memoria, descubro que desde 1999 los pandilleros
me mostraron –a mí y al colega con el que entonces realicé el trabajo de campo– muchos dibujos con motivos de Dragon Ball, algunos
de gran calidad. Entonces los pasé por alto como entretenimientos
En el barrio está el método: reflexiones sobre
la investigación de las pandillas juveniles
255
banales, ajenos a la investigación. No he sido el único con este tipo
de ceguera: Michael Taussig (2003) la había notado en lo que toca
a los paramilitares colombianos: “[E]s curiosa la poca atención que
los expertos en derechos humanos le prestan al arte y a la cultura
del terror paramilitar” (12).77 ¿Cómo se desliza al área de visión lo
que escapaba a su alcance? Quizás la paternidad –tenía en 2012
un hijo de cuatro años– me había entrenado a prestar más atención a las producciones artísticas como portadoras de mensajes o
al menos como dignas de unas palabras de condescendencia. Johnson-Hanks (2002: 878) habla de “coyunturas vitales” que producen
experiencias donde lo individual y lo social se funden y originan un
marco de aspiraciones posibles, plausibles o impensables. Esto no
sólo es válido para el objeto de investigación. También las personas
y los investigadores experimentamos coyunturas vitales que marcan no sólo las aspiraciones, sino también lo que podemos “ver”
y el peso que vamos a conceder a determinados datos. No estoy
diciendo que la paternidad asegura –o que sólo ella garantiza– este
tipo de acercamiento a la realidad. Sólo estoy proporcionando una
hipótesis explicativa de la ceguera/visión del investigador basado
en los cambios de la coyuntura vital.
En cualquier caso, el descubrimiento de las producciones artísticas de los pandilleros demolió el intento de explicar –como propone Bourdieu (2011)– “el apego por los valores de la virilidad, de
la fuerza física, poniendo de relieve, por ejemplo, el hecho de que
se da entre personas que apenas disponen de otra cosa que no sea
su fuerza de trabajo y, eventualmente, de combate” (15). Los pandilleros ciertamente no poseían sólo su fuerza de trabajo y batalla. La
rivalidad –no sólo expresada en peleas– ciertamente era el material
constituyente de las pandillas. Pero ésta no era la única actividad
mediante la cual expresaban y ejercían su identidad.
La elusiva violencia: “Cuando la abrazo, me encuentro; cuando me encuentro, se va”78
No obstante estos hallazgos, era imposible perder de vista que la
violencia seguía siendo un componente ineludible de la vida pan77
78
Mi traducción del inglés.
Casaldáliga (1984: 51). Casaldáliga se refiere a la soledad.
256
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
dilleril. Eventualmente me lo recordaban eventos políticos como
la instrumentalización de las pandillas en la represión de las manifestaciones de protesta contra el fraude electoral del 2008. Esa
práctica de comprar pandilleros no era nueva. El Frente Sandinista y
el Partido Liberal Constitucionalista habían recurrido a los pandilleros como fuerzas mercenarias urbanas en varias ocasiones. En esta
oportunidad hubo tal diseminación de armas –e impunidad– que
las rivalidades viejas y casi extintas resucitaron vigorosas y con más
recursos. La violencia estaba de nuevo sobre el tapete, remachando
su carácter impredecible e invasor (Arendt, 1969: 5).
Las armas fueron el foco de interés de una de las investigaciones
que conduje en el 2012, con fondos del Small Armas Survey. Sospecho que instituciones de este tipo favorecen investigaciones en
esta línea por la comodidad de trabajar con datos “duros”: número
de armas y usuarios, calibre y parque, tasa de homicidios, etc. Son
datos que producen la ilusión de aprehender la realidad y sobre los
cuales es posible establecer comparaciones, pronósticos y propuestas de políticas. Pero el mero corazón de la violencia se hurta a los
ojos matemáticos e incluso a los del etnógrafo. A este respecto me
viene a la memoria el caso del Negro Eddy, uno de los primeros
pandilleros que entrevisté en mi vida, miembro de la pandilla de
los Comemuertos, la más temida de todo el país, así llamada porque solían desenterrar muertos frescos del cementerio vecino para
robarles las pocas joyas con que sus deudos los habían sepultado.
El Negro Eddy purgaba una breve condena en un centro de rehabilitación de drogadictos –El Patriarca– por haber destrozado los
genitales a una niña de tres años con un mortero lanzado contra
un pandillero rival. Después de mi primera conversación con él estaba seguro de que no le calzaba la conclusión que Colin Turnbull
(1987) emitió sobre la tribu de los Ik: perdieron todos los valores básicos de la humanidad, indispensables tanto para la supervivencia
como para la sanidad mental (289). El Negro Eddy tenía unas maneras exquisitas y una historia personal muy conmovedora. Compartía los valores básicos socialmente aceptados en nuestra sociedad,
aunque de vez en cuando, en un arrebato de ira, tomara el cuchillo
parte-queso. La última vez lo hizo con la mejor de las intenciones:
arremetió contra un español compañero de cautiverio que vivía cagándose en Dios y al que supo que devolvió la fe cuando empezó a
En el barrio está el método: reflexiones sobre
la investigación de las pandillas juveniles
257
correr gritando “Dios, Dios…” Las luces y sombras del Negro Eddy
siguen mostrándome cuán impenetrable es la violencia.
Como la religión y el erotismo, la violencia es una constante
de la historia humana. Y como ellas, aunque sea ejercida por individuos, sigue ciertas pautas culturales en cada momento dado.
La castración, el empalamiento y la quema de brujas no fueron
prácticas institucionales y socialmente aceptadas en el siglo XX.
Eso no significa que hayamos “avanzado”: la violencia en aras de
la pureza racial era impensable en el imperio romano y ninguno
de los muchos genocidios registrados en los nueve libros de historia de Herodoto tuvieron esa motivación. Esta condición cultural
de la violencia permite explorar sus aspectos ritualizados, identificar los desenfrenos que desbordan lo socialmente aceptable en
un momento y lugar dados, y ubicar su lugar y funciones en una
estructura social.
Pero hay un núcleo duro y quizás impenetrable en la violencia
que es metodológico y al mismo tiempo existencial. Este trabajo de
campo tiene sus límites: puedo cosechar maíz para saber lo que se
siente ser un campesino, ir al culto en una iglesia neopentecostal,
palear nieve junto a los indocumentados en Virginia, pero no
puedo dar palizas o asesinar. Se pueden elegir algunas acciones de
inmersión, pero no se puede elegir la acción que te lanza al meollo
del asunto: la violencia. No se puede estudiar la violencia con el
mismo grado de involucramiento –compromiso, diría Norbert Elias–
que es posible con otros fenómenos: las implicaciones éticas y el
impacto psicológico de formar parte de una multitud que asiste a un
servicio religioso, un rezo o una procesión no son en modo alguno
semejantes a las de quienes se suman a una turba que ejecuta un
linchamiento. El investigador que participa en un culto religioso,
aunque parta de la actitud escéptica y del distanciamiento que se
presume típica del científico, puede incluso llegar a experimentar el
efecto de lo numinoso (Otto, 1996), como le ocurrió a una colega
italiana que se conmovió hasta las lágrimas y el temblor durante
una vigilia de los pentecostales cuyos rituales antes estimó como
absurdos e incluso hilarantes. Pero la mayoría de los investigadores
no pueden experimentar la violencia “de primera mano”, sea como
hechores o como víctimas. No pueden sentir la rabia ni el pánico
porque en sus entrañas no cargan las mismas experiencias ni están
258
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
expuestos al mismo nivel de indefensión. La violencia no se puede
mimetizar. Hay que rodearla. Puede ser observada. Puede ser
sondeada desde la periferia. Pero no se puede practicar y por eso
no se puede experimentar y conocer en toda su plenitud a voluntad.
En el estudio de la violencia la dificultad no es la que Norbert
Elias se plantea en Compromiso y distanciamiento: cómo mantener
separadas las funciones de participante y observador, habida cuenta
de que:
[E]l problema que se plantea a los científicos sociales no puede solucionarse mediante una sencilla renuncia a las funciones de miembro de grupo en favor de las de investigador. Los científicos sociales
no pueden dejar de tomar parte en los asuntos políticos y sociales
de su grupo y su época, ni pueden evitar que estos les afecten. Además, su participación personal, su compromiso, constituyen una de
las condiciones previas para comprender el problema que han de
resolver como científicos (Elias, 1990: 28).
Con la violencia el problema es que el científico no puede participar y comprometerse lo suficiente para alcanzar la comprensión: no
es la imposibilidad de separarse lo suficiente, sino la de sumergirse;
no la de tomar distancia, sino la de aproximarse hasta aprehender
las entretelas de esa experiencia.
Se puede ser un sociólogo-boxeador, como hizo Loïc Wacquant. Su experiencia no podía ser completa porque no tenía las
mismas limitaciones económicas, estatus social y aspiraciones que
sus compañeros de gimnasio. Desde el momento en que se acercó
al gimnasio para estudiar la marginación, el boxeo nunca tuvo el
mismo significado para él que para los otros luchadores. Sin embargo, Wacquant pudo experimentar las exigencias físicas, el agotamiento, el imperio de las reglas, el uso ritual de la fuerza y la
caballerosidad de ese deporte (Wacquant, 2004: 55, 68 y 91). No
rodeó el boxeo: se sumergió hasta un punto nada desdeñable.
Pero lo que Wacquant logró con el boxeo no es posible con la
violencia, a no ser que se tengan –de manera no deliberada– experiencias preparatorias, que al final son sólo aproximaciones a la experiencia que se quiere comprender. Renato Rosaldo menciona su
incapacidad para entender la ira de los ilongot cazadores de cabezas en Filipinas: “Mi experiencia no me había dado aún los medios
En el barrio está el método: reflexiones sobre
la investigación de las pandillas juveniles
259
para imaginar la ira que puede surgir de una pérdida devastadora”
(2000: 25). Cuando durante el trabajo de campo su esposa cayó de
un precipicio y murió, Rosaldo supo que en la aflicción hay ira y
que su ira y la de los ilongot eran experiencias parcialmente superpuestas. Pero también parcialmente separadas: “mis vivas fantasías
acerca de un agente de seguros de vida que rehusaba reconocer
la muerte de Michelle como un percance laboral no me llevaron
a matarlo, cortarle la cabeza y celebrar un ritual” (Rosaldo, 2000:
31). Y añade: “De esta manera, ilustro la precaución metodológica
de la disciplina, frente a una apresurada atribución de categorías
y experiencias propias a los miembros de otra cultura” (Rosaldo,
2000: 31). Rosaldo concluye abogando por un equilibrio entre el
reconocimiento de las diferencias y la suposición de que dos grupos humanos tienen algunos rasgos en común.
Aquí lo que me interesa subrayar es la tesis de Rosaldo de que
su duelo lo preparó para aproximarse mejor a la rabia de los ilongot. ¿Quién está preparado para entender la violencia que un grupo
humano practica sistemáticamente? Lo normal es que la vida no
nos depare las experiencias que nos pueden reposicionar lo suficiente para hacer de nosotros unos sujetos calificados para comprender los aspectos más lóbregos de la violencia. Hasta donde
tengo noticia, sólo sé de un antropólogo preparado para esta tarea:
Lurgio Gavilán Sánchez, que a los 12 años de edad se unió a las
filas de Sendero Luminoso, después fue cadete del ejército, luego novicio franciscano, y finalmente antropólogo (Gavilán, 2013).
Gavilán Sánchez nos dio uno de los testimonios más penetrantes
sobre un grupo terrorista. El camino inverso parece completamente
vedado. De hecho se necesitaría un itinerario inverso y circular: un
antropólogo que decida –no infiltrarse sino– integrarse a un grupo
terrorista y que después escriba una etnografía.
Ninguna de mis experiencias anteriores con la violencia me
preparó para entender la violencia pandilleril. Unas semanas en
la cárcel tutelar de menores en Panamá me permitieron estar a dos
pasos de distancia de algunas de las peleas más feroces que he visto
en mi vida. Pero sabía que, por muy encarnizadas que fueran, las
luchas tendrían un límite que no sería fruto de un pacto tácito de
caballerosidad, sino impuesto por las reglas de la prisión y un confinamiento que no facilitaba la impunidad. Cuando durante la guerra
260
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
civil en 1989 trabajé en un hospital de campaña en Juigalpa, pude
presenciar varias muertes por heridas de bala o bombas y cuerpos
deshechos que pendían de un hilo de vida. Nada de esto se parece a la violencia desenfrenada y desideologizada de las pandillas.
Sigo presa de la perplejidad: un cuerpo que recibe una treintena
de cuchilladas de un grupo de jóvenes, varios de los cuales compartieron sus historias de vida conmigo, me protegieron e hicieron
gala de unos modales de los que carecen muchos de mis colegas
académicos. ¿Cómo sucede esto? Intenté varias explicaciones, en
una especie de danza en torno a la muerte. No son más que aproximaciones desde distintos ángulos: por qué se organizan, qué violencias vivieron en su niñez, qué rabias los habitan, qué expresan
sus símbolos en tatuajes y grafitis, etc. Lo demás es silencio, como
dice Hamlet antes de morir. Lo demás es un núcleo impenetrable
porque la violencia es elusiva: nos muestra algo de lo que somos,
pero precisamente entonces notamos lo mucho que se nos escapa.
Contra hegelianos a medias, pitagóricos e investigadores al
servicio del diseño de políticas
La mayoría de los investigadores procuran no exponerse a las incertidumbres de la violencia. No pierden tiempo con los árboles porque presumen que pueden aprehender de un certero vistazo todo
el bosque. Procuran huir de las situaciones que describe Taussig:
una mistificación de la violencia donde sólo se conoce las formas
que adopta y sus efectos, o unas interpretaciones muy personales
que derivan en que no hay explicaciones, sólo notas (Taussig, 2003:
4). Estos investigadores no se desgastan en la fenomenología de
la violencia. Van al meollo del asunto: sus causas y/o su esencia
más profunda. El exponente más conspicuo de esta posición es el
siempre polémico –aunque no siempre consistente- filósofo esloveno Slavoj Žižek (2009: 5), para quien las formas visibles –subjetivas– de la violencia impiden ver sus formas objetivas –violencia
simbólica y violencia sistémica– porque su (pseudo)concreción es
la única que ocupa y preocupa al humanismo liberal de izquierda.
En parte tiene razón: los diseñadores de políticas –de izquierda y,
más comúnmente, de derecha– se enfocan en factores cosméticos
para despolitizar la violencia.
En el barrio está el método: reflexiones sobre
la investigación de las pandillas juveniles
261
Pero el enfoque de Žižek adolece de un hegelianismo a medias.
Quiere ir en busca de ese principio universal abstracto y parece
guiarse por la propuesta de Hegel:
Nuestro fin debe ser conocer esta sustancialidad, y para descubrirla,
hace falta la conciencia de la razón, no los ojos de la cara, ni un
intelecto finito, sino los ojos del concepto, de la razón, que atraviesan la superficie y penetran allende la intrincada maraña de los
acontecimientos (Hegel, 2016: 45).
Pero Žižek deja de lado que incluso el idealismo hegeliano reconoce que “lo universal debe realizarse mediante lo particular” (Hegel,
2016: 83) y, que en todo caso, sólo el despliegue de la historia –y
no el intelecto finito– puede decirnos lo que la violencia es. En
suma, el proceso del conocimiento no debe saltar por encima de las
manifestaciones particulares de la violencia como si fuera una broza que no nos permite acceder a la semilla. La afirmación de que
“el individuo existe en esta sustancia [lo universal, lo abstracto]”
(Hegel, 2016: 66) significa que podemos tomar a los protagonistas
de la violencia y los eventos violentos como nudos de conexiones
y expresiones de esa generalidad que es la explicación más abarcadora, “objetiva”, para usar el lenguaje que Žižek sustrajo de Hegel.
Existe por lo menos otra versión de este abordaje de la violencia
que pretende decir algo sustancial sobre la violencia remontándose
por encima de los detalles pedestres. Es la de los que llamaré pitagóricos porque se les aplica lo que Aristóteles escribió sobre los
primeros y genuinos pitagóricos: “creyeron que los principios de
las matemáticas eran los principios de todos los seres” y les pareció
“que estaban formadas todas las cosas a semejanza de los números”
(Aristóteles, 1983: 24). Esta suposición parece guiar a numerosas
publicaciones, programas, institutos e investigadores que dedican
sus más devotos esfuerzos a contabilizar víctimas y victimarios, armas y usuarios, asaltos y lesiones. Cuando se enfrentan a elementos
tan intangibles como la sensación de miedo y las aspiraciones, que
solían ser coto de la investigación cualitativa, les queda el recurso
de cuantificar percepciones: sobre la policía y los pandilleros, la
solidez de las instituciones, la corrupción, la sensación de seguridad. Estos esfuerzos no son enteramente inútiles. Sin embargo, pueden generar espejismos matemáticos cuando se presentan como la
aprehensión más precisa, objetiva e irrebatible de la violencia.
262
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Un segundo problema es que estas iniciativas –que aspiran a
medir todo y establecer múltiples correlaciones– han allanado el
camino hacia una polisemia caótica de la violencia. Desde hace
no muchos años algunos analistas, que producen para los agencias multilaterales y los diseñadores de políticas, han perseguido
con empecinamiento una expansión ad infinitum del concepto de
violencia. Sostienen que tenemos que percatarnos de sus innumerables manifestaciones: explotación, privación de bienes y servicios,
segregación racial, etc. Cuando toda forma de marginación es violencia, se pierde la eficacia explicativa del concepto. Es como si
el pansexualismo freudiano hubiera invadido las ciencias sociales
bajo la forma de un panviolentismo que, con el pretexto de hilar
cada vez más fino y develar nuevas modalidades de lo violento,
nos pone en situación de señalar aquí, allá y acullá una violencia
omnipresente y polimorfa. Pero esa expansión del significado acaba
por drenar el poder evocativo del significante.
La fase previa a esta asimilación de todo fenómeno de opresión social en el gran conglomerado de la violencia fue la etapa de
las correlaciones, que aún no termina, pese a que muchas de ellas
han probado ser espurias. Por ejemplo, los diseñadores de políticas
piensan que la mayoría de los pandilleros son “nini” (ni trabajan ni
estudian) y por eso proponen programas de capacitación y promoción del empleo. La mayoría de los pandilleros que entrevisté en
el Schick habían estudiado o incluso lo hacían cuando eran pandilleros activos. Varios de ellos encontraron en los semáforos o en
el comercio de droga al por menor fuentes de remuneración muy
superiores a las de los empleos que les ofrecieron municipalidades y organizaciones no gubernamentales. Como muestra de forma
contundente Isabel Aguilar Umaña en su texto incluido en este volumen, los diseñadores de políticas y muchos académicos conciben
sus investigaciones, redactan sus conclusiones y emiten sus propuestas desde una perspectiva confinada en un marco cognoscitivo
sobre juventud que nace en la modernidad y crea la dicotomía joven incorporado/desviado (bueno/malo, normal/antisocial, permitido/delincuente) para moralizar y con ello disciplinar y estigmatizar,
produciendo en definitiva profecías autocumplidas. Ese marco, en
mi opinión, pone lo que quiere ver: hallazgos ideologizados que no
tienen sustento empírico. Como muestra, repito un ejemplo al que
En el barrio está el método: reflexiones sobre
la investigación de las pandillas juveniles
263
Aguilar Umaña recurre: 85.5 por ciento de los reclusos en El Salvador declararon haber tenido trabajo el mes anterior a su detención.
El establecimiento de conexiones causales entre ciertas características de un grupo social y el ejercicio de la violencia suele montarse sobre presupuestos no explicitados y problemáticos:
1. nacionalismo metodológico (se asume que las causas y
efectos están contenidos en el territorio de un Estado-nación
y que, por consiguiente, las políticas que en ese territorio
se apliquen tendrán siempre un efecto directo, inmediato y
mensurable sobre la violencia);
2. individualismo metodológico: incluso cuando se presta
atención a los elementos estructurales y de mediano plazo,
se prioriza la atención al tiempo individual –los acontecimientos– sobre el tiempo social, y no se ven a los individuos
en su conexión con las cadenas de acciones e ideas, como
propuso Althusser. En ese enfoque nacionalista la atención
se centra en las acciones de los grupos violentos y las decisiones –o incluso la personalidad– de los jefes policiales,
mientras los elementos estructurales aparecen yuxtapuestos,
no integrados en el relato explicativo, lo cual se deriva de
un dualismo asimétrico en la comprensión de cómo se relacionan los elementos individuales y sociales: interesan los
individuos que practican la violencia porque la sumatoria
de sus acciones expresa la estructura, pero se desestima la
recíproca: cada individuo como portador de múltiples corrientes ideológicas que pueden esclarecer la cadena, cada
individuo en tanto manifestación de la estructura);
3. la premisa del pensamiento monolítico (se asume que organizaciones, grupos y personas son receptáculos –y emisores– de compuestos ideológicos coherentes, una presunción
que hace más cómodo el establecimiento de nexos entre
violencia y ciertas ideas, políticas y acciones, y que excusa
de ocuparse de las inconsistencias que revelan que en cada
individuo se intersectan varias corrientes ideológicas); y
4. principios normativos (la investigación inicia orientada
por la voluntad de asociar la violencia a causas negativas
264
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
porque se opera de modo intuitivo: el mal produce mal, la
exclusión produce baja autoestima, y ésta engendra individuos desadaptados que mal se acoplan y peor reaccionan
ante el torbellino de cambios de la globalización).
Algunas de estas conexiones causales pueden ser cuestionadas
desde la antropología social comparada que parte de una mirada
atenta a lo que ocurre en los barrios con pandillas. En ausencia
de esa mirada, esos presupuestos no explicitados sólo conseguirán
encontrar en los escenarios de la violencia lo que pusieron de antemano. Esto ocurre porque las investigaciones orientadas, ceñidas
y aconsejadas por estos presupuestos proceden a la inversa: buscan
determinar las causas de la violencia antes de conocer cómo se
intersectan y condicionan mutuamente sus manifestaciones, justificaciones, elaboraciones ideológicas e instrumentos.
No mencioné a Althusser para sugerir que sus teorías aportan
el punto de vista correcto, sino como un ejemplo de perspectivas
teóricas que estamos perdiendo. La perspectiva que no podemos
perder es la de mirar hacia donde señala el dedo de aquellos que
son objeto de la investigación: los jóvenes de las pandillas, casi
siempre observados con el lente macroscópico de las estadísticas
y los enfoques hegelianos a medias. En cierta ocasión uno de ellos
me dijo: “Nunca un policía va a ser más inteligente que un ladrón”.
Sospecho que también sostendrá: “Nunca un investigador va a entender más que un pandillero.”
En el barrio está el método: reflexiones sobre
la investigación de las pandillas juveniles
265
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Žižek, Slavoj (2009). Violence: Six Sideways Reflections. Londres:
Profile Books.
Tema: Santos Pecadores
Nombre artista: Álvaro del Cid Mazariegos
Concurso: Fotografía digital
Técnica: Color Impreso, Soporte papel
Premio: Glifo
XIII Bienal, 2002
267
Capítulo 9
La violencia como negación de la
historia de vida: un acercamiento a la
comunidad lgbtiq en Guatemala
walda barrios-Klee
Resumen
E
ste capítulo presenta un primer acercamiento a la comunidad
de personas lesbianas, gay, bisexuales, trans, intersex y queer
(lgbtiq) en Guatemala y a la violencia diaria que viven sus
miembros. El argumento central es que a las personas que sufren
disforia de género se les niega social y culturalmente construir su
propia historia de vida o biografía, por lo cual nuestra labor como
investigadores sociales debe ser sacar a luz estas historias. El capítulo está basado principalmente en una investigación llevada a
cabo por un equipo de investigadoras en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (flacso) en la Ciudad de Guatemala en el
año 2017.
Introducción
Las presentes reflexiones están ancladas en la experiencia del Programa de Estudios de Género y Feminismos de la flacso en Guatemala (al cual me referiré, de aquí en adelante, como el Programa),
que desde su fundación en 1996 ha tenido como uno de los ejes
de formación, incidencia e investigación estudiar los derechos sexuales y reproductivos de las y los guatemaltecos. Las reflexiones
también nacen de un diplomado sobre los derechos ciudadanos
de las personas lgbtiq organizado por flacso en 2016,79 el cual nos
impulsó a pensar más sobre la violencia específica que sufre este
79
Diplomado “Derechos humanos, diversidad sexual y gobernabilidad democrática”, febrero a junio, 2016, impartido en coordinación con Centroamérica Diferente, lambda y
Terra Nova.
269
270
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
grupo por su disidencia con respecto a la heteronormatividad obligatoria.80
Una de las características del Programa es que utiliza la metodología feminista, una estrategia heurística que toma como punto
de partida las experiencias de las personas sujetas a indagaciones.
Esta metodología cruza los aportes del interaccionismo simbólico y
la teoría fundamentada, así como el enfoque ecológico planteado
desde 1950 por la Escuela de Chicago, el cual continúa rindiendo
frutos en la investigación hasta el día de hoy. Por lo tanto, estas reflexiones y el sendero teórico de la investigación están integrados
por los aportes que han dado los feminismos, el enfoque de derechos humanos y la micro-sociología.
La investigación desde el feminismo justiprecia la situación y
experiencias de las personas en la sociedad, considerándolas como
sujetas centrales, sumadas a una teoría crítica y activista que reivindica derechos. En síntesis, la propuesta metodológica feminista
parte de rescatar el punto de vista de las personas, un abordaje que
es conocido también como “conocimiento situado” o “teoría del
punto de vista” (Bartra, 2000). A este tipo de abordaje, Mies (2000:
78-80) le llama de “investigación comprometida”, dado que los resultados de la investigación buscan transformar las condiciones de
vida de las personas.
En este texto se incluyen las consideraciones metodológicas y
algunos de los primeros hallazgos de una investigación que llevamos a cabo desde el Programa antes mencionado en el año 2017.81
La investigación busca dar cuenta de las violencias diferenciadas
que sufren las personas disidentes sexuales por salirse de la heteronormatividad en el caso concreto de la ciudad de Guatemala, y
el carácter disciplinario que asume la violencia en ese contexto. El
argumento central es que a las personas que sufren disforia de género se les niega social y culturalmente construir su propia historia
80
81
Significa el mandato patriarcal que todos los seres humanos debemos sentir atracción
sexo afectiva por el sexo contrario al que poseemos al nacer. Esto “debe” ser así para
que seamos consideradas personas “normales.”
Al momento de escribir este capítulo, la investigación estaba en curso y, por lo tanto,
los resultados eran preliminares. En la investigación participaron Patricia Vargas Galeano como coinvestigadora, Silvia Santay como responsable de bases de datos y análisis
cuantitativo, y Claudia Pivaral, Paula Rabanales Lau, Alejandrina Rodas y Karen Vargas
como equipo de campo.
La violencia como negación de la historia de vida:
un acercamiento a la comunidad lgbtiq en Guatemala
271
de vida o biografía, por lo cual nuestra labor como investigadores
sociales debe ser sacar a luz estas historias.
El capítulo comienza discutiendo algunos aspectos éticos que
hemos considerado en el Programa para llevar a cabo nuestra investigación. Luego presenta los hitos o parteaguas en la lucha por
los derechos humanos de este grupo de personas, en el mundo en
general y en Guatemala en particular. En la tercera sección ofrecen
algunos de los hallazgos preliminares de la investigación en curso,
y en la cuarta un vislumbre de la violencia como negación de la historia de vida por medio del caso de uno de nuestros entrevistados.
El capítulo finaliza con algunas reflexiones generales respecto a los
temas tratados y a las historias de vida como método de investigación humanizante.
Aspectos éticos de la investigación
Siguiendo la tradición de las ciencias sociales, toda persona que
participa en una investigación debe ser previamente informada de
los objetivos y alcances de la misma, del uso que se dará a su testimonio, y de la opción a que su nombre aparezca en la investigación o permanezca en la confidencialidad. Para cumplir con este
ideario, en el Programa les solicitamos a las personas que narraron
su historia de vida o proporcionaron su testimonio que firmaran
un consentimiento informado, del cual les entregamos una copia.
Nuestra propuesta se fundamenta en lo que Mies (2000) denomina
“investigación comprometida”, la cual la autora establece que tiene como objetivo principal cambiar las condiciones de vida de los
sujetos estudiados y, en este caso, sensibilizar a la población sobre
el derecho que todos tenemos a construir nuestra propia biografía y
a salir de la clandestinidad, como en la que viven muchas personas
lgbtiq.
Antes de empezar la investigación, les garantizamos a los participantes que así lo deseaban mantener su privacidad y resguardar
su información. Sin embargo, entre las personas que entrevistamos,
hay quienes le han dedicado gran parte de su vida a la defensa
de los derechos humanos, y ellos dieron su anuencia para que sus
nombres aparecieran en el texto y para que su información fuera
compartida. Este es el caso de Jorge López Sologaistoa (Jorge Solo),
272
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Claudia Acevedo, Alex Castillo y Fernando Us, figuras emblemáticas ya reconocidas en el campo de la defensa de los derechos
humanos en Guatemala.
Según Mies, para llevar a cabo una investigación comprometida, necesitamos de la “identificación parcial” con nuestros interlocutores, la cual solo podemos lograr “cuando [ambos] rechazamos
el reclamo que se hace sobre nuestras existencias como si fuesen
bienes o valores de cambio, cuando nos negamos a sublimar al nivel de las relaciones mercantiles aquellas partes nuestras en las que
experimentamos aflicción y en las que se nos afecta en tanto seres
humanos” (2000: 98).
Mies aporta dos ideas adicionales para llevar a cabo una investigación comprometida. Primero, la idea de que tanto los investigados como los investigadores deben reconocerse en su mutua
“afectación”, es decir, en su “estatus de víctima y de objeto que caracteriza a los seres oprimidos, humillados y explotados que están
sometidos a la violencia y a la represión” (Mies, 2000: 98). Además,
ambos deben reflexionar críticamente o generar un “interés” consciente sobre su situación que lleve al “sacudimiento, la rabia y la ira
ante ella” (Mies, 2000: 99).
Con estos dos conceptos, Mies intenta trascender la visión de
que las víctimas son solo los demás para asumir la perspectiva de
que la violencia, discriminación y agresión nos afectan a todas
las personas que convivimos en una determinada sociedad en un
determinado momento histórico, incluyendo a los investigadores.
Asimismo, los conceptos buscan que las personas que se reconocen como víctimas reflexionen críticamente sobre su situación y se
afirmen como sujetos activos en sus vidas. Como ella lo explica:
“Por tanto, la afectación y el interés comportan la reflexión de las
víctimas sobre su rabia y su resurgimiento como sujetos capaces de
acción” (Mies, 2000:100).82
82
María Mies llegó a estas reflexiones después de su trabajo con mujeres víctimas de violencia en un refugio en la ciudad alemana de Colonia, donde descubrió que “llegaban al
punto de ruptura cuando se percataban de que si no daban la espalda, por lo menos en su
fuero interno, a sus torturadores, perderían toda su autoestima como seres humanos” (Mies,
2000: 99). Esta situación es análoga a la que viven las personas sexualmente disidentes.
La violencia como negación de la historia de vida:
un acercamiento a la comunidad lgbtiq en Guatemala
273
El proceso descrito por Mies puede verse en el caso de Fernando Us, quien después de transitar por la depresión, las drogas y el
alcohol, se reconstruyó como “indígena, gay, feminista y defensor
de los derechos humanos” (Heredia, 2015). En su caso, la condición de víctima inicial fue alterada profundamente por un proceso
doloroso que lo llevó a generar una nueva conciencia. Como nos
dice Mies: “[E]l estado de afectación e interés, así como la perspectiva de la auto-reflexión crítica, suponen un cambio a favor de una
mayor conciencia” (2000: 100).
Las feministas que han trabajado con mujeres que han sufrido
violencia, han acuñado el término sobreviviente para mostrar la
capacidad de resiliencia ante las múltiples adversidades producto
de la discriminación; de la misma forma se puede pensar en sobrevivientes a quienes por su diversidad sexual y romper con la heteronormatividad sufren acoso y violencia.
Así, la ruta ética de la investigación comprometida pasa por la
identificación parcial, la afectación y el interés, los cuales conforman un proceso transitado tanto por las personas que investigan
como por las personas sujetas a investigación. Esta ruta trasciende
la clásica investigación/acción de los años 60 y la pedagogía del
oprimido de Paulo Freire, ya que parte de la premisa que todas las
personas estamos integradas en el sistema de dominación patriarcal
y, por ende, todas somos víctimas de la violencia y de las relaciones
desiguales y discriminatorias.
La ética de la investigación comprometida es una responsabilidad personal y colectiva que intenta modificar el statu quo, cuando
es posible, o al menos visibilizar las injusticias, alzar la voz y establecer una nueva relación entre la academia y los movimientos
sociales, cuando el cambio es difícil.
A continuación hacemos una breve reseña de los parteaguas en
la historia de los derechos de las personas lgbtiq en el mundo en general y en Guatemala en particular, para luego presentar algunos de
los patrones emergentes que han surgido de nuestra investigación.
274
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Los parteaguas en la lucha por los derechos de las personas
lgbtiq
Históricamente ha habido dos momentos que permiten visibilizar la
violación de los derechos humanos de las personas que no siguen
la heteronormatividad, los cuales han facilitado el avance de las
reivindicaciones de derechos en el mundo, en especial del derecho
a la identidad no heterosexual: los disturbios de Stonewall de 1969
y los principios de Yogyakarta de 2006.
Primer parteaguas: los disturbios de Stonewall de 1969
Los disturbios de Stonewall fueron una serie de manifestaciones espontáneas y violentas en protesta contra una redada policial que
tuvo lugar la madrugada del 28 de junio de 1969, en un bar conocido como Stonewall Inn ubicado en el barrio neoyorquino de
Greenwich Village. Estos disturbios constituyen el primer momento
en la historia de Estados Unidos en que la comunidad lgbtiq luchó contra un sistema que perseguía a los homosexuales con el
beneplácito del gobierno. Además, son reconocidos como el catalizador del movimiento moderno a favor de los derechos lgbtiq en
Estados Unidos y en todo el mundo. Por eso, la fecha actualmente
se conmemora como el “día del orgullo”.83
A partir de los disturbios de Stonewall, en plena época del movimiento hippie y de las manifestaciones pacifistas, se empieza a
incluir en la agenda de reivindicaciones de las feministas el derecho a la diversidad sexual. En este punto es necesario recordar que
el feminismo siempre se ha planteado como parte de sus luchas: la
lucha por el sufragio y por los derechos civiles y políticos, la lucha
por el derecho al trabajo en igualdad de condiciones, y la lucha por
constituir a las mujeres como sujetas sociales, la cual empieza en
1960 con la lucha por los derechos sexuales y reproductivos y por
desvincular la sexualidad de la procreación.
Otra lucha que surgió durante esta época es la defensa de los
derechos humanos, dentro de los cuales se incluye el derecho a la
libertad y a la diversidad sexuales. Esta lucha llevó al feminismo
a interactuar con comunidades diversas y a conocer sus reivindi83
En Guatemala, desde hace dieciocho años se lleva a cabo el desfile conmemorativo.
Jorge Sologaistoa fue uno de sus primeros organizadores.
La violencia como negación de la historia de vida:
un acercamiento a la comunidad lgbtiq en Guatemala
275
caciones. Este encuentro condujo a reflexiones sobre la violencia
específica que se ejerce para disciplinar los cuerpos y las mentes
con el fin de ubicarlos dentro de lo que socialmente se considera
“normal”.
Por último, en esa misma época tuvo lugar la Declaración de
la Colectiva de Río Combahee (1977), la cual planteó la interseccionalidad de las opresiones y la alterización basada en el sistema
sexo/género. Por eso, la década de los años 70 es considerada la
década del feminismo lésbico.
Segundo parteaguas: los Principios de Yogyakarta
Los Principios de Yogyakarta son un conjunto de normas mínimas
de derecho internacional que buscan garantizar los derechos humanos de las personas con diversa orientación sexual y de género.
Fueron elaborados a petición de Louise Arbor, ex alta Comisionada
de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (2004-2008),
y reciben su nombre por la ciudad de Yogyakarta, en Indonesia,
donde tuvo lugar la reunión para su redacción del 6 al 9 de noviembre de 2006. En total, los Principios contienen 29 derechos que
deben ser respetados como normas mínimas por todos los Estados
que los ratifiquen.
Aunque a la fecha no han sido ratificados por todos los Estados
del mundo, los Principios de Yogyakarta marcan un hito al visibilizar un problema humano de gravedad que debe ser atendido. Tanto
los avances teóricos como los esfuerzos por preservar los derechos
humanos de las personas diversas nos enfrentan a la responsabilidad colectiva de gestionar el control de la violencia que se ejerce
en contra de estas personas como resultado de sistemas de exclusión social fundados en las diferencias.
Se debe tener presente que los Principios de Yogyakarta se establecieron para que las personas con distinta orientación sexual
e identidad de género no fueran estigmatizadas y se respetaran sus
derechos humanos, enfatizando que “[l]a orientación sexual y la
identidad de género son esenciales para la dignidad y la humanidad
de toda persona y no deben ser motivo de discriminación o abuso”
(Principios de Yogyakarta, 2007). Por lo tanto, la aplicación de los
276
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
derechos humanos, tanto en las legislaciones nacionales como en el
derecho internacional, constituyen el horizonte de estos Principios.
Los Acuerdos de Paz de los años 90: un parteaguas
Históricamente, las personas gays, lesbianas y transgéneros en Guatemala han sido invisibilizadas y sus derechos han sido vulnerados.
Sin embargo, a partir de la firma de los Acuerdos de Paz en 1996 estas personas se han empezado a organizar y desde sus asociaciones
han comenzado a reivindicar sus derechos. Aunque en Guatemala
el hecho de ser gay, lesbiana o transgénero sigue siendo visto como
un problema personal y no como algo que concierne a toda la
sociedad, los Acuerdos de Paz constituyen un momento histórico
que permitió que algunos grupos plantearan un conjunto de vindicaciones que en tiempos del conflicto armado interno (1960-1996)
habrían sido impensables. En particular, el proceso permitió posicionar la reivindicación de la identidad sexual, ya que en los documentos de consenso del sector de mujeres aparecen las demandas
de las lesbianas feministas que posteriormente se diluyeron en la
Asamblea de la Sociedad Civil que influyó en los acuerdos.
Debido a que en el Programa consideramos a los Acuerdos de
Paz como un parteaguas en la historia reciente de Guatemala, en las
entrevistas a profundidad les hemos preguntado a las personas lgbtiq sobre el papel que los mismos han jugado en su condición, situación y posición en la sociedad guatemalteca. De las diez personas
que compartieron sus historias de vida, solamente Jorge Solo opina
que desde esa época “las violencias” han continuado y adquirido
características más selectivas. Desde su perspectiva, Guatemala es
“una sociedad heredera del colonialismo y del mestizaje violento,
por lo cual se inserta en una matriz conductual en la que predomina la violencia sexual como recurso de sometimiento, tanto de los
pueblos indígenas como de las personas por su diversidad sexual”.
Sin embargo, para el resto de personas entrevistadas, la firma de
la paz representa un momento crucial que ha facilitado la generación de alianzas, redes y reivindicaciones. Por ejemplo, para Claudia Acevedo, una de las fundadoras del grupo Lesbiradas (un “Colectivo de Lesbianas Liberadas” conformado en 2001), los Acuerdos
de Paz proporcionaron un contexto que favoreció la lucha por los
La violencia como negación de la historia de vida:
un acercamiento a la comunidad lgbtiq en Guatemala
277
derechos a la identidad de género. Este grupo fue el primero en
reivindicar la identidad lésbica en Guatemala, un paso importante
ya que, como establecen algunas autoras (Wittig, 1992; Rich, 1993;
Butler, 2001), la heterosexualidad obligatoria constituye todo un
régimen político que pone el acento en aspectos normativos, culturales y políticos incompatibles con las sexualidades no normativas.
Como lo explica Claudia: “Al estar bajo el dominio sexual masculino, las mujeres sin hombres somos seres que no existimos. Es
famosa la anécdota de un hombre que entra en un bar o lugar, y ve
a un grupo de mujeres y les dice: ‘¿Por qué tan solitas?’”.
Aunque Claudia considera que la lucha por la liberación sexual
es necesaria, también opina que la identidad lésbica en sí misma
no es transgresora, sino que tiene que vincularse a un horizonte
más amplio de transformación social para no reproducir el sistema
patriarcal. Con este fin, en 2011, Lesbiradas organizó un Encuentro Lésbico Feminista, el cual reunió a personas involucradas en la
lucha por la identidad lésbica y la identidad de género y marcó el
fin de una década de trabajo. Después de este logro, varias de sus
integrantes han continuado con sus luchas por medio de nuevos
proyectos personales y colectivos.
Lesbiradas surgió de un grupo llamado Mujer-es Somos conformado en 1995, el cual a su vez surgió de la Organización de
Atención de Salud Integral frente al Sida (oasis) establecido en 1993.
Dentro de las dinámicas de Mujer-es Somos, los procesos de formación y debate colectivo siempre estuvieron presentes. Entre 1995 y
1999, este grupo realizó varios talleres formativos a partir de la idea
de que solo a través de la formación se podían establecer procesos
de empoderamiento. Como lo explica Claudia en la página web de
Lesbiradas: “Hablábamos de seguridad, de defensa personal, hicimos talleres de defensa personal. Talleres de música, de percusión.
Era un poco informal, un espacio autónomo, hacíamos lo que nos
iba naciendo. Luego comenzamos a hacer foros, con el movimiento
de mujeres y con otra gente” (Acevedo, 2017). Las lesbianas feministas de este grupo fueron pioneras al colocar al cuerpo como
territorio que es expropiado y colonizado, al señalar que ningún
derecho se puede vivir fuera del cuerpo, y al establecer que el cuerpo es el territorio en donde la cultura afianza los significados de la
diferencia sexual.
278
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Aunque la firma de la paz facilitó el surgimiento de redes y
alianzas para las luchas de la comunidad lgbtiq en Guatemala, la
violencia estructural no ha dejado de afectar la vida de muchos de
sus miembros. En general, podemos decir que la comunidad lgbtiq
en Guatemala ha vivido tres grandes procesos de mortalidad: uno,
por la represión durante la guerra civil (un tema del cual sabemos
muy poco); dos, por la epidemia del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (sida) causado por el Virus de Inmunodeficiencia Humana (vih); y tres, por los ataques violentos por parte de los aparatos
de seguridad estatal hoy en día.
Según Jorge, fue en 1984 cuando se reconoció el primer caso
de sida en Guatemala: un hombre homosexual que había migrado
a Estados Unidos y que había regresado enfermo para morir en su
país natal. Por lo general, las autoridades de salud en Guatemala
ven al sida como un síndrome asociado a la comunidad lgbtiq y a
las trabajadoras sexuales. Lo que a menudo no reconocen es que el
vih también se transmite por medio de la violación a los derechos
humanos que representa la violencia sexual.
Los actos de violencia perpetrados por los aparatos estatales de
seguridad también han marcado a la comunidad lgbtiq en las últimas décadas. Para Jorge, por ejemplo, Guatemala tuvo su propio
Stonewall en octubre de 1997, cuando agentes policiacos asesinaron a María Conchita Alonso, una mujer transgénero, frente a las
instalaciones de oasis. Como respuesta, 24 personas, “los y las amigas de María Conchita”, decidieron romper el silencio y hacer una
manifestación pública en contra de la violencia. Luego, en el año
2001, la policía realizó una redada en las instalaciones de oasis, durante la cual capturó a 77 personas. Algunos de nuestros entrevistados afirman que la policía seguramente ejecutó extrajudicialmente
a siete de estas personas, ya que después del incidente nunca más
supieron de ellas.
Así como Stonewall significó romper el silencio en el caso de la
comunidad lgbtiq en Estados Unidos, el asesinato de María Conchita Alonso constituyó el inicio de la denuncia pública para el caso
de Guatemala. Desde el año 2000, Jorge ha organizado desfiles por
la diversidad desde oasis, de los cuales lleva un registro que permite
constatar que el número de participantes ha aumentado cada año.
La violencia como negación de la historia de vida:
un acercamiento a la comunidad lgbtiq en Guatemala
279
Desde la firma de la paz en los años 90, el feminismo lésbico
en Guatemala ha contribuido a enmarcar la heterosexualidad obligatoria como un sistema de control social basado en prejuicios y
en el miedo a las diferencias. Las últimas dos décadas han visto
el surgimiento de al menos una decena de organizaciones y esfuerzos colectivos importantes enfocados en este aspecto. En 2005,
por ejemplo, el grupo Qanil, un Centro de Sanación Transpersonal
Feminista, organizó y sistematizó una serie de encuentros llamados
Hablemos de Violencia Sexual, en los cuales hubo una gran riqueza
de debate y se “puso el cuerpo en la cosa pública”. Este tema ya había surgido en el Foro Social Américas, en donde los desnudos habían tenido todo un impacto transgresor porque demostraban que
al final todos somos cuerpos y el cuerpo es el vehículo de todas las
formas de expresión. El cuerpo apareció de nuevo como un protagonista en 2007, cuando Qanil organizó la Batucada Feminista para
participar en marchas y protestas, utilizando el cuerpo como principal medio de expresión. Diez años después, el 3 de octubre de
2017, tuvo lugar el Octavo Congreso Nacional de Derechos Humanos de gays, lesbianas, bisexuales, transgénero e intersexuales en
Guatemala, al cual acudieron cientos de personas. Estos ejemplos
sugieren que, aunque incipiente, la lucha de la comunidad lgbtiq
ha ido intensificándose con el pasar de los años, y que seguramente
lo seguirá haciendo en el futuro.
A continuación discutimos algunos de los hallazgos preliminares de la investigación en curso a partir de las historias de vida,
entrevistas y otras interacciones que hemos sostenido con personas
de la comunidad lgbtiq a través del Programa.
Algunos patrones emergentes
Lo primero que hemos observado con nuestra investigación es que,
como todas las comunidades humanas, las personas lgbtiq tienen
diferentes opiniones sobre sí mismas. Algunas rechazan el calificativo de “comunidad”, dado que no se perciben como un grupo homogéneo, sino solamente como personas que difieren en su
sexualidad, que en algunos casos se organizan para defender sus
derechos humanos, pero que en otros prefieren vivir su sexualidad
desde el anonimato. Otras, como Fernando, optan por hablar de
280
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
“disidencias sexuales” y evitan usar la “sopa de letras lgbtiq”, ya
que consideran que es demasiado larga y simplifica la diversidad
humana, pues existen otras identidades que no se encuentran “dentro” de esas siglas.84 Una discrepancia similar existe con relación al
uso de la expresión “salir del closet”, la cual se popularizó en Estados Unidos durante los años 80. Para Fernando, esta frase tiene un
carácter despectivo que no es de su agrado, pero algunas lesbianas
feministas la utilizan sin mayor inconveniente.85
Un segundo patrón emergente que hemos observado es que la
violencia que se ejerce en contra de las personas lgbtiq difiere con
frecuencia según se trate de mujeres lesbianas, hombres gay, mujeres u hombres transgénero. Por lo general, hemos encontrado que
las lesbianas sufren más violencia en el ámbito doméstico y familiar,
mientras que los hombres gay y las personas transgénero sufren más
violencia en los espacios públicos, en donde las agresiones verbales son frecuentes. Esta situación ha sido constatada por los distintos
grupos que trabajan en la defensa de los derechos humanos de las
personas con sexualidades no heteronormativas en otros países latinoamericanos,86 y fue reiterada en la presentación del Sistema de
información sobre homicidios de lesbianas, gay, bisexuales y trans
en América Latina y el Caribe.87 Según María Mercedes Gómez,
experta en el tema, esta situación es común en varios países de
América Latina, y se debe en parte a que hasta hace relativamente poco, la homosexualidad era considerada un trastorno mental
por las ciencias médicas y algunas organizaciones transnacionales
(véase: Gómez, 2008).88 Como ella lo explica:
[E]sos “errores históricos de la ciencia” aún tienen influencia en ciertos grupos sociales, y unidos a la reiterada resistencia de muchas
familias a aceptar, apoyar o reconocer las diferencias sexuales de
algunos de sus miembros, con frecuencia redundan en obstáculos
84
85
86
87
88
Las siglas lgbti fueron propuestas a partir de los Principios de Yogyakarta.
De hecho, en El Salvador existe una Colectiva Lésbica que se denomina Desclosetadas.
Estos grupos están organizados en la Red Regional de Información Sobre Violencias
Contra Personas lgbti, conformada por seis organizaciones: Colombia Diversa, cattrachas de Honduras, comcavis trans de El Salvador, la Red Nacional de Diversidad Sexual
y vih de Guatemala, Letra S, Sida, Cultura y Vida Cotidiana de México, y la Red Paraguaya de la Diversidad Sexual.
Esta presentación tuvo lugar el jueves 12 de octubre de 2017 en Guatemala.
La homosexualidad fue suprimida del Manual de Diagnóstico de los Trastornos Mentales (dsm) de la Asociación Americana de Psiquiatría (apa) en 1973, y en 1990 la Organización Mundial de la Salud la retiró de su lista de enfermedades mentales.
La violencia como negación de la historia de vida:
un acercamiento a la comunidad lgbtiq en Guatemala
281
para determinar con claridad las circunstancias de los incidentes de
violencia o se constituyen ellos mismos en fuentes de la misma (Gómez, 2008: 147).
En una sociedad como la guatemalteca, en donde la violencia se
ha normalizado (véase el capítulo de Julie López en el presente
volumen), las agresiones en contra de la comunidad lgbtiq pueden
tomar diversas formas, desde ataques en las redes sociales hasta la
violencia simbólica del Estado. En general, entre los miembros de
esta comunidad que hemos entrevistado, encontramos que las personas transgénero son las que sufren más violencia, especialmente
física y sexual. La magnitud de la violencia depende de la forma en
que estas personas consiguen “pasar desapercibidas”, lo cual nos
remite a la violación al derecho humano a una identidad propia.
Esta tendencia a “pasar desapercibido” y a mantener la identidad
sexual en el anonimato es una forma de protección que algunos
utilizan para no sufrir discriminación o violencia que no se observa
tanto en las personas dedicadas al activismo y a la reivindicación de
derechos. Con el abuso sexual ocurre algo similar. Aunque muchos
de los miembros de la comunidad lgbtiq sufren o han sufrido este
tipo de violencia, la misma difiere en la forma como se produce y
en los objetivos que persigue, aunque siempre busca desvalorizar
al otro. En el caso de las lesbianas, por ejemplo, la violación tiene
un carácter disciplinario, ya que los violadores recurren a ella bajo
el supuesto de que “así les van a gustar los hombres”.
Un tercer patrón importante que hemos encontrado corresponde al momento en que las personas afirman que descubrieron o
adquirieron consciencia de su orientación sexual, lo cual en la mayoría de personas entrevistadas ocurrió muy temprano en sus vidas. Fernando, por ejemplo, recuerda que adquirió esta consciencia
desde muy pequeño:
Yo siempre supe. Siendo un niño de siete u ocho años vivíamos en
un lugar en donde el arrendatario me decía ‘morralito’. Le pregunté
a mi hermano mayor, ¿por qué me dice morralito ese señor?, y él me
respondió que la próxima vez que me dijera, no me dejara. Pero no
lo hice, pues era un niño indefenso. Uno se da cuenta por la exclusión; la violencia que se ejerce, los insultos, el maltrato.
282
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Por último, un cuarto patrón emergente se refiere a las desigualdades que existen dentro de la misma comunidad lgbtiq, en especial
en lo concerniente al acceso a hormonas. En general, tener acceso
a los estrógenos es relativamente más fácil que tener acceso a la
testosterona, para la cual las personas necesitan tener una receta
médica válida o el dinero necesario para adquirirla en el mercado
negro (véase: Pivaral, 2017). En el Programa, hemos encontrado
esta situación con algunas personas. Uno de nuestros entrevistados,
por ejemplo, tiene una compañera que es médica y le ha facilitado
el acceso a la “hormona del poder”, es decir, a la testosterona, para
poder llevar a cabo su transición, pero sin ella probablemente no
habría podido ni siquiera iniciar su proceso. Esta situación muestra
que aun en comunidades en donde la identidad sexual y de género
constituyen el foco central de lucha, el patriarcado puede continuar
ejerciendo su poder estructuralmente desde afuera. De ahí la necesidad de ampliar las luchas señaladas. Como afirma Jorge: “Hay que
reconocer que el machismo es nocivo y debe llegarse a acuerdos
sociales para que se respete a todas las personas”.
En el siguiente apartado se discute la idea de la violencia como
negación de la historia de vida y el papel que han jugado las historias de vida en nuestra investigación.
Un vislumbre de la violencia como negación de la historia
de vida
Las historias de vida se han convertido en una herramienta clásica dentro de las ciencias sociales. Su utilización comenzó con
las pioneras investigaciones sobre migración llevadas a cabo por
los sociólogos Florian Znaniecki y William i. Thomas a principios
del siglo xx, las cuales se transformaron en clásicos dentro de la
investigación cualitativa.89 Después, a mediados de siglo, fueron
utilizadas por académicas feministas con el principal objetivo de
colocar a las personas en el centro de la investigación, no como
objetos de escrutinio sino como sujetas actuantes que influyen en
los resultados al intentar trasladar sus expectativas y experiencias
personales a sus interlocutores. Como señala Mies, el término
89
Florian Znaniecki (1882-1958) y William I. Thomas (1863-1947), sociólogos que trabajaron en la Escuela de Chicago y autores de la voluminosa obra El campesinado polaco
en Europa y América (1918-1920). Véase Thomas y Znaniecki (2004).
La violencia como negación de la historia de vida:
un acercamiento a la comunidad lgbtiq en Guatemala
283
experiencia personal “denota más que la mera participación particular, momentánea e individual; refiere a la suma de los procesos
por medio de los cuales los individuos y los grupos han pasado
durante la producción de sus vidas; refiere a la realidad entera, a su
historia […] Se trata de la experiencia que media entre los sucesos
internos y externos” (2000: 74). Hoy, la utilización de las historias
de vida y de las biografías es muy común en las ciencias sociales,
las cuales “se inclinan cada vez con mayor asiduidad hacia la voz
y el testimonio de los sujetos, dotando así de cuerpo la figura del
‘actor social’” (Arfuch, 2002: 17).
Paradójicamente, a través del uso de historias de vida, durante nuestra investigación hemos constatado que a algunas personas
que sufren disforia de género se les niega social y culturalmente
construir precisamente su propia historia de vida. Por eso creemos
que, para algunas personas, el simple hecho de dar su testimonio
frente a otra persona puede ser un acto liberador que genera una
especie de catarsis y establece un precedente identitario muy político frente a la sociedad que las rechaza. Este fenómeno es afín a la
experiencia con pandilleros calmados que describe Robert Brenneman en el presente volumen, la cual sugiere que, para algunos de
nuestros interlocutores, el hecho de hablar sobre actos por los que
sienten vergüenza frente a otro ser humano puede generar en ellos
una especie de liberación espiritual sobre la cual se afianza una
nueva identidad.
La violencia como negación de la historia de vida puede verse
en algunos de nuestros entrevistados, quienes han afirmado que
sienten odio y rechazo hacia sus cuerpos cuando se ven reflejados
en el espejo, y que sienten que la sociedad en conjunto impide
que cambien su situación libremente. Así, por ejemplo, tenemos
el caso de Alex Castillo, una persona que supo que su identidad
de género no correspondía con su cuerpo “desde que tuvo uso de
razón”. Él cuenta que su madre se enteró de esta disyuntiva en el
momento del alumbramiento, cuando la comadrona le indicó que
el bebé, a pesar de que “era niña”, “venía en posición masculina”.
Según Alex, este acontecimiento marcó su vida profundamente,
pues sirvió como base para que, a lo largo de los años, su familia
tratara de “corregirlo” por medio de todo tipo de violencia física y
psicológica.
284
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
La idea de “corregir” o “normalizar” el género y la sexualidad
de los seres humanos está relacionada con la teoría queer. La teoría
queer inicia con el trabajo de Monique Wittig (1978), pensadora
francesa que analiza la heteronormatividad como un régimen político que administra los cuerpos. La obra de Wittig da inicio a la
reflexión sobre la obligatoriedad de la heterosexualidad, por lo cual
se considera la obra fundacional del lesbofeminismo. Situándose
dentro del marxismo francés, Wittig señala que la categoría “sexo”
es también social (al igual que la categoría “género”), y que no está
determinada por la biología, lo cual sugiere que todos los humanos
somos seres socialmente construidos por los individuos que detentan el poder y por las estructuras que estos construyen.
La teoría queer encontró otro cauce con el trabajo de Judith Butler, El género en disputa, publicado originalmente en 1990, en la
cual considera al género como una variable fluida que cambia con
el tiempo y el contexto (véase: Butler, 2001). Butler propone desnaturalizar los conceptos de “sexo”, “género” y “deseo”, dado que son
construcciones culturales de normas que violentan a las personas
que no participan de las mismas. Diez años después, Beatriz Preciado publica su obra Manifiesto contra-sexual, en la cual propone
desmontar el sistema “heterocéntrico” y argumenta que el sexo y la
sexualidad deben comprenderse como tecnologías socio-políticas
complejas (véase: Preciado, 2002). Desde su punto de vista, la “contrasexualidad” debe recaer sobre un análisis crítico de las diferencias de género y sexuales que han producido las sociedades heterocéntricas. Preciado deconstruye sistemáticamente la naturalización
y la función reproductora de las prácticas sexuales y el sistema de
género.
Además de estos aportes, desde los años 80, varias mujeres
afrodescendientes y chicanas (Cherrie y Anzaldúa, 1981; Lugones,
1998; Crenshaw, 1989) han lanzado la apuesta por la “interseccionalidad”. Este enfoque sugiere que debemos analizar el género y el
sexo en su “intersección” con otras formas de poder que generan
opresiones o “ismos”, como la raza (el “racismo”), la clase (el “clasismo”) o la edad (que en inglés genera el ismo “ageism”). La interseccionalidad es parte de los feminismos de la tercera ola, llamados
también feminismos de color, y se aplica de manera acertada en el
análisis de las diversidades relacionadas con la orientación sexual.
La violencia como negación de la historia de vida:
un acercamiento a la comunidad lgbtiq en Guatemala
285
Hoy, Alex se refiere a sí mismo como “un alma de sol en cuerpo
de luna”, ya que se siente atrapado en su propio cuerpo. Al respecto
nos cuenta que, hace algún tiempo, cuando se veía en el espejo y
observaba su cuerpo femenino, sentía un profundo rechazo hacia sí
mismo. En esa época, Alex no sabía qué era la disforia de género,
y muchas personas le decían que en realidad él era “una mujer lesbiana” porque “le gustaban las mujeres”. Alex, sin embargo, no se
identificaba como tal; sí sentía atracción por las mujeres, pero no se
sentía como una “mujer lesbiana”.
Esa sensación de “estar atrapado” y una golpiza que casi le cuesta la vida motivaron a Alex a plantearse la posibilidad de someterse
a una transición; a “renacer a cero”, como él mismo le llama. Iniciar la transición es una decisión difícil para muchas personas lgbtiq, ya que por lo general no cuentan con el apoyo de sus familias y
con frecuencia son víctimas de la violencia que busca disciplinarlos
o “normalizarlos”. Sin embargo, esta decisión marcó la vida de Alex
de manera negativa, ya que hizo que perdiera todos sus antecedentes laborales en las empresas y bancos en donde había trabajado
anteriormente como contador. Alex cuenta que además de perder
todo esto, también perdió la relación sentimental que tenía en esa
época, ya que la mujer con la que vivía le dijo: “Ahora tú eres un
hombre, y a mí no me gustan los hombres”.
El inicio de la transición para Alex fue lento y difícil, en parte
porque había mucha ignorancia sobre el tema en todos los espacios. Según nos cuenta, su familia no tenía ni la menor idea de lo
que significaba el proceso de transición, y las ciencias médicas y la
psicología trataban el tema como una patología. “No había información, no había lectura”. Aunque hoy considera que se conoce y
se trabaja más al respecto, piensa que todavía falta mucho camino
por recorrer. “Sigue habiendo falta de conocimiento de la identidad”. Por eso Alex piensa que es importante el “crecimiento en
la temática, porque [la comunidad lgbtiq] es una comunidad muy
vulnerada y poco protegida”. Necesitamos “defender los derechos,
porque el silencio también es violencia”, nos dice. Lo grave de la
situación puede vislumbrarse en la situación laboral de las personas
lgbtiq que Alex conoce: de 40 hombres transgénero, solamente tres
tienen empleo. En un país en donde el empleo para la población
en general es escaso, la población lgbtiq probablemente sufre de
manera desmedida.
286
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Actualmente, Alex dirige un colectivo de hombres transgénero
que se llama Trans-formación, el cual parte del principio de que
la transición no debe ser solamente una cuestión mecánica hacia
el verdadero origen, sino que debe involucrar procesos formativos
que lleven a la generación de nuevos valores y nuevas formas de
ser hombres en una sociedad excluyente. A la fecha, Alex ha completado casi en su totalidad el proceso de transición, y ha logrado adquirir nuevos documentos con la identidad masculina que
ha construido. Respecto a esto, nos cuenta que la situación es un
poco más dura para muchas mujeres transgénero, ya que no consiguen documentos que las identifiquen como tales tan fácilmente.
Esta dificultad muestra lo poderoso que es el sistema patriarcal en
conjunción con el Estado en la sociedad guatemalteca: una persona
que se identifica como mujer, que tiene una identidad de género femenina, es clasificada oficialmente por todo el sistema estatal
(por medio de los documentos de identificación, de los títulos de
educación, etc.) como un hombre. La situación puede parecer trivial para algunos, pero para las personas que la sufren puede llegar
a ser traumática. Candelaria,90 por ejemplo, inició su proceso de
transición hace dos años. Actualmente luce como una mujer y se
siente como una mujer, pero todos sus documentos la identifican
como un hombre. Como no tiene recursos económicos para cambiar su nombre y modificar su identidad legalmente, ha recurrido a
un bufete popular con la esperanza de que la ayuden. Sin embargo,
cada vez que tiene que firmar algún documento oficial (como un
contrato laboral, por ejemplo), cuenta que se deprime hasta las lágrimas cuando escribe el nombre masculino que la sociedad le ha
impuesto.
90
Nombre ficticio.
La violencia como negación de la historia de vida:
un acercamiento a la comunidad lgbtiq en Guatemala
287
Conclusiones
Algunos de los hallazgos preliminares de la investigación que hemos llevado a cabo con personas lgbtiq en la Ciudad de Guatemala sugieren que estas experimentan una negación estructural de su
derecho a la identidad y, en consecuencia, a construir sus propios
proyectos de vida de forma libre e independiente. Esto permite afirmar que a pesar del marco construido por los Principios de Yogyakarta, los derechos humanos de estas personas se violan a diario
en todos los espacios domésticos, laborales e institucionales, y que
las instituciones del Estado que deberían ejercer un papel garante
de estos derechos lo ejercen de manera muy débil y sin un compromiso efectivo. Además, el hecho de que la comunidad lgbtiq en
Guatemala constituye un grupo minoritario que se sale de algo muy
afianzado culturalmente como lo es la heteronormatividad, hace
que este grupo sea de los más reprimidos y violentados dentro de
los grupos excluidos, lo cual conduce a que muchos de sus miembros se arropen bajo el manto de un silencio protector con el que
niegan su propia existencia.
Aunque algunas experiencias de trabajo con mujeres víctimas y
sobrevivientes de violencia han mostrado que estas establecen fácilmente empatía con las personas que las han considerado sujetas de
investigación, nuestra experiencia sugiere que es más difícil construir esta confianza con las personas lgbtiq, debido precisamente a
la hostilidad tan profunda que rodea sus vidas, la cual obstaculiza
que puedan percibir la simple posibilidad de generar alianzas con
personas fuera de sus grupos. No obstante, como hemos mostrado
en este capítulo, desde la firma de los Acuerdos de Paz estas personas se han organizado y han adquirido cada vez más visibilidad
como sujetas de derechos que luchan por afianzar sus reivindicaciones. Estas luchas se están dando tanto a nivel individual como a
nivel colectivo, y lo que buscan en el fondo es hacerle entender a
la sociedad guatemalteca que todas las personas tienen derecho a
construir su propia historia de vida, a vivir sin estigmatización, y a
optar por su propia identidad.
En todo esto, el gran ausente es el Estado. No existen políticas
públicas ni acciones concretas para contribuir a cambiar los imaginarios de exclusión o para atender las necesidades diversas dentro de los sistemas de salud, educativo e incluso penitenciario. Las
288
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
pocas iniciativas se quedan en el camino sin llegar a concretarse.
Los cursos de sensibilización que se han impartido por parte de la
cooperación internacional y algunas organizaciones de la sociedad civil, entre ellas flacso, constituyen un pequeño aporte ante la
magnitud del problema. Estas acciones deben multiplicarse para
cambiar los imaginarios e introducirnos en una cultura de respeto
por las diversidades.
La violencia como negación de la historia de vida:
un acercamiento a la comunidad lgbtiq en Guatemala
289
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Tema: Signos de amor
Nombre del artista: Noé Jocolt
Concurso: Jóvenes que pintan
Técnica: Acrílico sobre papel
Premio: Tercer lugar, 1991
Capítulo 10
Víctimas y victimarios: los retos de
estudiar las pandillas en Centroamérica
robert brenneman
Resumen
E
ste capítulo utiliza la experiencia de participar en una entrevista llena de emoción como punto de partida para reflexionar
sobre algunas ventajas y oportunidades –además de algunos
riesgos– que ofrece el método del estudio cualitativo de la violencia
juvenil a través de entrevistas cara a cara. El capítulo argumenta que
las emociones de nuestros interlocutores pueden ser fuentes fructíferas para la investigación social, ya que pueden guiar nuestras reflexiones e iluminar las dificultades a las que se enfrentan las personas que se dedican a diseñar programas para prevenir la violencia.
Introducción: el ranflero que lloraba
Fue hace diez años pero todavía lo recuerdo bien. Yo era un
estudiante de doctorado en sociología recién llegado de Estados
Unidos y mi intención era escribir una tesis sobre cómo se salen
las personas jóvenes de las pandillas centroamericanas. Delante de
mí estaba Camilo,91 un joven de 26 años de edad cuya historia de
entrada y posterior salida de la pandilla era el tema de la entrevista.
Conversábamos sobre cómo había llegado a la pandilla, sobre su
experiencia como pandillero, y sobre sus razones y luchas por
salir de ella varios años después. A pesar de la falta de tatuajes
visibles, no era difícil imaginar a Camilo como pandillero. Ya me
habían contado un poco de su vida. Las personas que habían
trabajado con él –personas que trabajaban en la reintegración y
que le habían ayudado a escaparse tanto de la pandilla como de los
“cazadores” de pandilleros– me contaron que Camilo había sido
91
Empleo pseudónimos para todos los expandilleros citados aquí para proteger su identidad.
293
294
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
un ranflero (líder) de una pandilla, que había pasado unos años en
la cárcel, y que había matado a varias personas durante su carrera
en la pandilla. Y a pesar de su nueva identidad como “hermano”
evangélico, todavía tenía la “pinta” de un homie (pandillero). Era
musculoso y tenía una barba en forma de candado. Pero a la vez,
me llamaba la atención que Camilo hablaba con una voz callada
y muy tranquila. A veces, dependiendo del tema, su voz bajaba
aún más, hasta el punto de que yo tenía que poner mucha atención
para entender lo que decía. Así fue cuando comenzó a hablar de
la ocasión de su “promoción” a ranflero en una clica grande de la
Mara Dieciocho en San Pedro Sula, Honduras. La pandilla le había
pedido, dijo Camilo, que matara a una familia entera. Esta petición
le causó un gran conflicto en sus adentros, pero a pesar de esto:
“Llegó el día [pausa larga; siguiendo con voz casi inaudible] y pasó
lo que tenía que pasar [pausa corta]”.
En estas pausas, Camilo estaba llorando. Lloraba con un estilo
muy varonil –en silencio, con la mirada al suelo, y con pocas lágrimas– pero le resultaba imposible esconder sus emociones. Esto
ocurrió en varios momentos de la entrevista: cuando contó cómo
aprendió, a los 12 años de edad, que las personas que lo cuidaban
no eran sus padres verdaderos, sino que lo habían recogido del
abandono. Lo mismo ocurrió cuando contaba lo difícil que era ver
a otros niños bien acompañados por sus padres. Y ocurrió cuando
contó la experiencia de haber sido secuestrado por sus enemigos,
golpeado hasta la inconciencia y dejado en una bolsa para morir en
el basurero. “Me decían el Gato”, me dijo, “porque no me moría”.
Estas experiencias, junto con la experiencia de haber practicado
la violencia, le habían dejado huellas emocionales tan profundas que,
aún años después, le causaban nuevas olas de dolor al recordarlas y
contarlas. Pero la experiencia de escuchar y conversar con Camilo
quedó grabada en mi mente no solo por los detalles tristes y hasta
horríficos de su vida. La experiencia se quedó en mi mente porque
me acuerdo bien de mi propio diálogo interno –y por mis propias
emociones. Mi diálogo interno era algo así: “Está llorando. ¡No estoy
preparado para esto! ¿Qué hago? ¿Cómo reacciono?” No era solo
una confusión o nerviosismo de mi parte. Como cualquier persona
que tiene corazón y emociones, yo quería ayudar a esta persona que
estaba llorando frente a mí. Esta persona estaba compartiendo de
Víctimas y victimarios: los retos de estudiar
las pandillas en Centroamérica
295
manera abierta y vulnerable algo muy personal y muy íntimo. Pero
yo no tenía, ni tengo el “don” natural para tratar con las emociones
de otros, y tampoco soy psicólogo con entrenamiento o experiencia
para tratar situaciones de este tipo. Sin embargo, mientras algunos
sociólogos han tomado la decisión de cerrar entrevistas cuando un
entrevistado comienza a llorar (Smilde, 2007), yo decidí quedarme
callado, decidí llenar el espacio de silencio, con la idea de seguir
solo si el participante estaba dispuesto a hacerlo. Le di su tiempo a
Camilo para que recobrara sus fuerzas. En algunas ocasiones, emití
algunas expresiones “normales”, aunque poco sofisticadas: “¡Qué
duro!” “Lo siento.” Y luego seguí.
La experiencia con Camilo, un ex pandillero que lloraba al recordar su pasado, no es representativa de todos los ex pandilleros
que entrevisté para mi tesis. Pero tampoco fue la única. Varios de
los 63 ex pandilleros que compartieron sus experiencias conmigo
a través de entrevistas semiestructuradas, lloraron en el transcurso de la entrevista. Y mi experiencia de presenciar –de compartir
estos momentos de dolor o tristeza profunda– me hizo reflexionar
sobre mi estudio y mis métodos. En este capítulo deseo utilizar la
experiencia de participar en una entrevista llena de emoción, como
punto de partida para reflexionar sobre algunas ventajas y oportunidades –además de algunos riesgos– que ofrece el método del estudio cualitativo de la violencia juvenil a través de entrevistas cara
a cara. Inicio con un breve resumen de mi investigación, seguido
por algunos de los hallazgos del proyecto, antes de regresar al tema
de las lágrimas de Camilo y las lecciones que éstas nos pueden dar
sobre las pandillas y el estudio de ellas desde las ciencias sociales.
Preguntas y métodos
Para estas fechas –en 2017– existen muchos estudios sobre las
pandillas de Centroamérica desde las ciencias sociales. Este no
era el caso en 2006, cuando comencé a preparar mi propuesta
de estudio. En ese momento existían relativamente pocos estudios
sobre el tema y, si bien es cierto que algunos de esos estudios eran
empíricos y de mucha ayuda (Aguilar y Miranda, 2006; Castro y
Carranza, 2005; Cruz 2006; Cruz y Carranza, 2006; Dammert 2005;
Giralt y Cruz, 2001; Loudis et al., 2006; Portillo, 2003; Ribando,
296
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
2005; Rodgers, 2006; Winton, 2004; Winton, 2005; Zilberg, 2004),
también es cierto que existían varios estudios que captaban mucha
atención pero cuyos métodos tendían a depender de conversaciones
con jefes de policía o con reporteros (Arana, 2005; Bruneau, 2005;
Fernández y Ronquillo, 2006; Manwaring, 2005; Sullivan, 2002).
Además, con pocas excepciones (Rodgers, 2006), la gran mayoría
de los estudios empíricos sobre las pandillas a mediados de los 2000
se basaban en encuestas, y muchas de esas encuestas se realizaban
en las cárceles, un detalle que daba razones para ser cautelosos
con la interpretación de los datos. En fin, al realizar un repaso de
la literatura hasta el año 2006, me quedaban por lo menos dos
inquietudes. Por un lado, el hecho de que la mayoría de los estudios
se basaba en encuestas limitaba su capacidad para iluminar procesos
de atracción e integración a la pandilla. A pesar de que algunos
estudios lograban identificar factores sociales que presentaban
correlaciones estadísticas significativas con la presencia de pandillas
a nivel comunitario, estos hallazgos parecían poco sorprendentes.
Los “sospechosos de siempre”, como la pobreza, casas precarias
y promedios de educación formal muy bajos se correlacionaban
con la presencia de pandillas, pero también se correlacionaban
con el número alto de iglesias evangélicas y con los “espacios de
social capital negativo” (Cruz, 2004).92 Dejando a un lado las dudas
sobre la causalidad, no me quedaba muy claro por qué ni cómo
estos factores podían influenciar las razones para decidir unirse a
una pandilla. Otra duda mía tenía que ver con el otro lado de la
experiencia en las pandillas –la salida. Mientras una buena cantidad
de estudios trataba de explicar por qué un joven se interesa en algo
tan “anti-social” como una pandilla, había muy pocos estudios que
exploraran la pregunta de qué hace un pandillero que ya no quiere
participar en la pandilla. En otras palabras, me interesaba entender
la afiliación y participación en la pandilla como proceso y quería
enfocar mi atención en particular en los posibles procesos de salida
de la pandilla.
92
Quizá lo más sorprendente de este mismo estudio de Cruz y asociados fue el hecho de
que el equipo no descubrió evidencia de una correlación significativa entre crimen (reportado) y presencia de pandillas. Es posible que la ausencia de niveles altos de crimen
reportado en los barrios con presencia de pandillas era simplemente un resultado del
miedo de los vecinos a reportar crímenes. Por otro lado, puede ser que las pandillas de ese
tiempo lograban cierta pax Romana a través de la vigilancia de sus propios vecindarios.
Víctimas y victimarios: los retos de estudiar
las pandillas en Centroamérica
297
Hubo otros factores que también influyeron en mi proceso de
preparación. Tenía un amigo colombiano que trabajaba con pandilleros hondureños y había logrado acompañar, sorprendente y exitosamente, a dos grupos de jóvenes a entregar sus armas y salir de
una pandilla. A la vez, algunos estudios afirmaban que una manera
aceptable de salir de una pandilla sin ser víctima de una “luz roja”
(muerte violenta por salir de la pandilla sin permiso) era meterse
de lleno a una iglesia evangélica (Gómez y Vásquez, 2001; López,
2004; Winton, 2005). Decidí armar mi propia investigación sociológica con dos preguntas principales:
1)
2)
¿Por qué cambiaría un pandillero su pistola por una biblia y la
vida estricta de un “hermano” evangélico?
¿Qué nos puede enseñar este fenómeno sobre la realidad de
las pandillas y las iglesias en Centroamérica?
Como sociólogo, yo me había especializado en la sociología de los
fenómenos religiosos, en la teoría social, y en los métodos cualitativos de investigación social. Por otro lado, había pasado la mayor
parte de mis años 20 viviendo y trabajando como voluntario en
Guatemala y viajando por el resto de Centroamérica. Este trasfondo, junto con las redes de contactos que había desarrollado en esos
años, me llevó a diseñar un proyecto de estudio basado en entrevistas con ex pandilleros en los tres países del Triángulo Norte, nutridas por algunas experiencias breves de “observación participativa”
acompañando a promotores en programas de “restauración” de jóvenes recién egresados de la pandilla.93 Al final, logré entrevistar a
63 jóvenes ex pandilleros –59 hombres y cuatro mujeres– y a 32
expertos en el estudio de las pandillas y en la transición de la vida
posterior a las pandillas. Realicé todas las entrevistas en persona, de
cara a cara, y con la ayuda de otros, las transcribí todas. Posteriormente analicé y codifiqué las entrevistas siguiendo los postulados
de la “teoría fundamentada” de Glaser y Strauss (1967) y utilizando
el programa de análisis cualitativo maxqdA. Esto lo hice con el fin de
acercarme más a los datos para poder notar cómo emergían ciertos
patrones en los testimonios.
93
Existen muchos términos para el trabajo entre jóvenes que son miembros, o que simpatizan con las pandillas. Se habla de la reconciliación, de la reinserción y de la rehabilitación. La “restauración” es el término que prefieren algunos ministerios que tratan de
abarcar el tema desde la perspectiva de “personas enteras”.
298
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Hallazgos
Las entrevistas cara a cara me abrieron la puerta a narrativas que revelaban procesos de integración e involucramiento en las pandillas
y me ayudaron a entender un poco más los beneficios y riesgos asociados a ser miembro de una pandilla. En lugar de hacer un montón
de preguntas con respuestas cerradas, pude arrancar con la pregunta: “Dígame cómo llegó a ser miembro de la pandilla”. Esa pregunta
le dio mucha libertad a las y los jóvenes para relatar sus propias
experiencias, las cuales, en muchos casos, revelaban un camino
hacia la pandilla en lugar de una decisión “racional” de un día para
otro. Este método también me ayudó a aprender mucho más sobre
las pandillas en sí. Un estudio clave en mi propia formación como
sociólogo cualitativo fue la investigación de la industria aérea por
Arlie Russell Hochschild llamado The Managed Heart (1983) (El
corazón manejado), en donde estudia los cambios que trae el crecimiento del sector de servicios, ejemplificado por las mujeres que
trabajan como aeromozas. Aunque Russell hizo trabajo de campo,
su fuente principal de datos vino de las entrevistas que hizo con aeromozas, quienes narran un trabajo duro en una industria que exige
la domesticación y la colonización de los sentimientos (de los “corazones”) de sus empleados y empleadas. En otras palabras, las aeromozas terminan proporcionándole a Hochschild una ventana que
nos permite ver los cambios importantísimos que ocurren cuando
una economía de industria pasa a ser una economía de servicios.
En mi propio estudio, uno de los primeros hallazgos que emergió durante la fase de análisis fue el papel que tenía la vergüenza
para las personas jóvenes de los barrios marginados como motivación para unirse a una pandilla. Una y otra vez, al igual que Camilo,
ex pandilleros y ex pandilleras respondían a la pregunta de “¿Cómo
llegaste a ser miembro de la pandilla?” con historias trágicas y duras, en las que describían sentirse profundamente avergonzados y
avergonzadas por experiencias como el abandono o el abuso de
sus familiares, el castigo público en la escuela, o el simple hecho
de vivir con poco en una sociedad desigual en donde abundaban
los símbolos del éxito a su alrededor. Basándome en la teoría del
sociólogo Thomas Scheff (Retzinger y Scheff, 1991; Scheff, 1997;
Scheff, 2004), elaboré una explicación del papel de la vergüenza, y
especialmente de lo que Scheff llama “la vergüenza crónica”, como
Víctimas y victimarios: los retos de estudiar
las pandillas en Centroamérica
299
motivación para buscar desesperadamente escapar de la vergüenza a través de caminos alcanzables hacia “el respeto”. Desde esta
perspectiva, las pandillas centroamericanas nacen y crecen porque
ofrecen caminos mucho más alcanzables hacia el respeto y la dignidad comparados con las escuelas públicas o los trabajos informales y mal pagados que se ofrecen en áreas marginadas. Así, la gran
desigualdad de oportunidades que enfrentan muchos de los jóvenes
de la explosión demográfica en Centroamérica hizo que la propuesta de las pandillas de conseguir poder y bienes a través de caminos
“innovadores” (y no legales) nutriera el crecimiento de las pandillas
en los años 90 y 2000.94 Ahora bien, los caminos que ofrecen las
pandillas son altamente peligrosos, y el “escape” que ofrecen –a
través de los pasatiempos de la “vida loca”, a través de las armas,
y a través de los ritos comunales de violencia como el “bautizo”
violento de los nuevos miembros– es un escape temporal que causa
daño, tanto a las personas jóvenes como a sus comunidades. Pero
la desesperación por alcanzar un poco de respeto, dignidad y “visibilidad” hace que estas “herramientas” que las pandillas ofrecen
sean muy atractivas.95
Es importante mencionar que, con la explicación de la atracción a las pandillas utilizando el concepto de la vergüenza crónica
(que, según la teoría de Scheff, nutre la violencia masculina, no solo
dentro de las pandillas), no intento obviar las causas estructurales
que contribuyen a la violencia juvenil. Más bien, mi intención es
dar una explicación un poco más detallada de cómo factores como
la desigualdad económica, la desintegración familiar, la falta de trabajos dignos, y la precariedad del sistema de educación pública
impactan en las vidas individuales de los jóvenes de barrios marginados, y cómo las pandillas llegan a ser una opción atractiva para
algunos. Además, esta explicación al nivel micro provee pistas para
entender por qué algunas intervenciones para prevenir la violencia
pandilleril funcionan mejor que otras.
94
95
Debido a que solo pude entrevistar a cuatro mujeres ex pandilleras, el libro se enfoca
en la experiencia de los ex pandilleros varones y en la elucidación de la atracción de la
pandilla para los varones. Sospecho que la huida de la vergüenza juega un papel con
las muchachas atraídas por la pandilla pero las experiencias de las mujeres tienden a ser
distintas.
Por supuesto, no todas las herramientas de escape de la vergüenza que las pandillas
ofrecen son dañinas. El juntarse con amigos en momentos de solidaridad, y el sentirse
apoyado por otras personas son “escapes de la vergüenza” muy saludables.
300
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Un segundo hallazgo, que no será noticia para las personas
que conocen de cerca la vida de la pandilla, es que la salida de la
pandilla es posible –pero muy difícil y requiere un camino largo
de acompañamiento por parte de una comunidad comprometida.
Al principio de mi investigación no estaba muy seguro de poder
encontrar a jóvenes ex pandilleros (y ex pandilleras) en los tres países del Triángulo Norte. Pero dondequiera que iba, al entrevistar
a miembros de ministerios, ong y centros de rehabilitación que
trabajaban a favor de la juventud, encontraba a personas que me
presentaban con jóvenes que habían salido de la pandilla y que estaban abriéndose camino en una nueva vida. En Honduras empecé
entrevistando a jóvenes de un programa de reconciliación entre dos
pandillas en una comunidad llamada “La López Arellana”, en las
afueras de San Pedro Sula. Después de entrevistarlas, estas personas me presentaron a otras, y así, al final, logré entrevistar a 33 ex
pandilleros hondureños. En Guatemala comencé mi trabajo en una
clínica de borrado de tatuajes patrocinada por la Pastoral Social de
la Iglesia católica. En ese lugar entrevisté a varios ex pandilleros, y
ellos, junto con algunos amigos míos, me presentaron a otros hasta
que terminé entrevistando a 22 ex pandilleros y ex pandilleras. En
El Salvador, en donde tenía menos contactos, visité a varias ong que
trabajaban con jóvenes y terminé haciendo ocho entrevistas. Todo
esto a pesar de que una respuesta común cuando la gente escuchaba sobre mi tema de estudio era: “Ya sabés que no se puede salir de
la pandilla. Es prohibido”.
Claro que salirse de una pandilla no es cosa fácil. Un refrán
común entre los miembros de la pandilla es: “¡Hasta la morgue!”.
Este eslogan empieza como un signo de solidaridad entre jóvenes
que recién se integran a una pandilla e idealizan su nueva identidad
como si fuera un pacto de compañeros de guerra. Pero se vuelve
una amenaza cuando alguno o alguna empieza a tener interés en
salirse de la pandilla. Un ex pandillero guatemalteco me contó que
al mencionarle a su jefe que estaba pensando en salirse de la pandilla, el mismo líder le recordó que la única manera de salir era “en
tu tacuche de madera”. Sin embargo, cuando empezó a asistir a
una iglesia evangélica en el barrio, su jefe le dio un “pase”, y en el
momento en que lo entrevisté, ya tenía más de dos años de haber
salido.
Víctimas y victimarios: los retos de estudiar
las pandillas en Centroamérica
301
Un tercer hallazgo del estudio fue el descubrimiento de que,
en los tres países, existían jefes de clicas que daban un “permiso”
para salir de la pandilla para las personas que querían convertirse
en cristianos evangélicos y participar en una iglesia. Es imposible
saber si existe una norma fija y universal –hay pocas normas de
este tipo en las pandillas, dado que las clicas tienden a variar un
poco de acuerdo a la personalidad del jefe local– pero mi estudio
proporciona bastante evidencia sobre la existencia de un fenómeno
que podría llamarse “la exención evangélica” a la pena de muerte
para los desertores de las pandillas.96 Beto, un ex pandillero de la
pandilla Dieciocho en Honduras, recordó cuando le contó a su jefe
sobre su intención (ya encaminada) de meterse en una iglesia:
Beto: [me dijo el jefe] “Bueno ya sabés que con el Colocho no
se juega, ni con el barrio tampoco. Si vas a cambiar, cambiá de un
solo”.
En ese momento, yo, como sociólogo norteamericano, no tenía
muy claro a quién se refería ni qué quería decir Beto con “el Colocho”, así que lo detuve y le pedí que lo aclarara:
Robert: ¿Ni con qué?
Beto: Con el Colocho, ellos le dicen el Colocho a Dios.
Robert: Sí, pero dijiste. . .
Beto: Ni con el Colocho, ni con el barrio.
En esta conversación relatada por Beto, el jefe de la región le estaba comunicando que tenía permiso de salir –pero solo si se metía
en la iglesia siguiendo de lleno los requisitos de ser un “hermano”
evangélico. Otras personas que habían salido de la pandilla me
fueron explicando el porqué de la política de no matar a los desertores que “buscan los caminos de Dios”. Por un lado, los jefes de la
pandilla razonaban que no era probable que un genuino converso
comenzara a extorsionar o a vender drogas por su propia cuenta,
sin pasar una porción de las ganancias a la pandilla. Este fue el
principal problema que encontraba la pandilla con los pandilleros
“retirados” o “calmados”. Cuando no encontraban trabajo, era muy
96
En este párrafo hago referencia a la experiencia de los pandilleros varones exclusivamente. Entre las muchachas que buscan salir de la pandilla, las reglas tienden a ser distintas.
302
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
tentador seguir cobrando “renta” o vendiendo drogas por su lado,
y estas actividades representaban una amenaza clara para la pandilla. Pero con los pandilleros conversos, la misma iglesia, con sus
requisitos de no fumar, no tomar, y de no frecuentar las discotecas
ni los bares, ayuda a que el cambio de hacerse cristiano evangélico
sea un cambio más “público” en el contexto de un barrio popular.
Claro que no todas las conversiones “pegaban”. A pesar de la sinceridad de sus conversiones, y de sus intenciones de cambiar su estilo
de vida, había ex pandilleros que no lograban mantener el régimen
estricto de los hermanos evangélicos. Por ejemplo, Antonio confesó en su entrevista que había experimentado una conversión muy
emotiva en una iglesia evangélica en la zona 6 de Guatemala. Pero
también que le resultaba muy difícil resistir la tentación de fumar
mariguana, especialmente cuando estaba sin trabajo, aunque trataba de no fumar “mota” cuando iba a la iglesia. “No quiero ser cínico”, me explicó. Hacer semejante cosa sería una ofensa a Dios y a
sí mismo. Pero la tentación era grande y había optado por dejar de
frecuentar el templo y los cultos. Antonio me contó estas experiencias en julio de 2007. En septiembre del mismo año, fue víctima de
un asesinato en pleno día mientras caminaba con su cónyuge por
La Terminal.97 Los ex pandilleros y las ex pandilleras que entrevisté
me contaron de varios acontecimientos similares en donde un ex
pandillero que se metía en la iglesia, pero no llevaba el estilo de
vida prescrito por los hermanos, había sido víctima más tarde de un
“ajuste de cuentas” fatal.
Claro que la pandilla no puede garantizar la seguridad de los
ex pandilleros y ex pandilleras que hacen el “pacto con Dios”. Hay
muchos otros factores y actores que ponen en peligro la vida de
cualquier muchacho o muchacha que se sale de una pandilla. Muchos y muchas tienen enemigos como resultado de la violencia que
ejercieron en el pasado en contra de otros. Y las olas frecuentes de
“limpieza social” que tienden a coincidir con cada nueva política
de “mano dura” (Alianza, 2009; Hurtado, Méndez y Valdés, 2007;
McKinley, 2007; Moser, 2002; Payne, 1999) hacen que los ex pandilleros tengan que mantener un perfil bastante bajo.
97
Es imposible saber con certeza el motivo de esta muerte violenta. Al hermano de Antonio lo habían matado tres meses antes de nuestra entrevista, y Antonio ya presentía que
su futuro era bastante inseguro.
Víctimas y victimarios: los retos de estudiar
las pandillas en Centroamérica
303
Más allá de la seguridad, surgieron otras razones por las cuales
muchas personas que salieron de la pandilla buscaron la Iglesia y
la fe evangélica (y el comportamiento evangélico) para pavimentar
su camino hacia afuera. Por un lado, la pequeña iglesia evangélica
del barrio –cuyo culto, si no su denominación, tiende a ser de corte pentecostal– comparte muchas características sociales con una
pandilla. Ambas son grupos de personas que se reúnen con mucha frecuencia, se apoyan mutuamente y mantienen reglas claras
de comportamiento que establecen visiblemente las fronteras entre quiénes pertenecen y quiénes no. En los barrios marginados de
Centroamérica, tanto los miembros de la pandilla, como los “hermanos” evangélicos, se conocen por su manera de hablar (incluyendo saludos propios entre ellos), su manera de actuar y su manera de vestir. Las pandillas y las Iglesias son fenómenos que generan
altos niveles de capital social (dentro de sí), como resultado en gran
medida de las altas expectativas que ponen en sus miembros. El sociólogo americano Lewis Coser (1974) llamaba a los grupos con estas características “instituciones codiciosas”, debido a su tendencia
a acaparar el tiempo y la energía de sus miembros. En el lenguaje
de economistas, es la prohibición a los free riders (“oportunistas”)
lo que hace posible que organizaciones estrictas, como una pandilla o una pequeña iglesia evangélica, puedan ofrecer mucho a sus
miembros (Iannaccone, 1994).
Pero aparte de pertenecer a una comunidad que tiene la misma
forma sociológica (y por ende, un sentido conocido para el ex pandillero o ex pandillera), las iglesias evangélicas ofrecen otros bienes
muy buscados y necesarios para los que alguna vez fueron miembros de una pandilla. Uno de ellos es la posibilidad de relacionarse
con personas de su propio barrio, cuyas mismas fe y teología les
motivan a creer en la posibilidad de la transformación personal.
De hecho, parte del “adn teológico” de esta tradición protestante
es que “cualquier persona puede cambiar con la ayuda de Dios”.
Por supuesto, no todas las iglesias evangélicas practican con sinceridad esta creencia, a pesar de que la repiten constantemente en
los cultos. Varias personas jóvenes me contaron de experiencias de
rechazo dentro de las iglesias evangélicas a causa de su apariencia
o asociación con una pandilla. Pero la misma fe profesada de estas
iglesias hace que muchas personas jóvenes con experiencia en una
304
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
pandilla busquen allí el apoyo que les ha costado mucho encontrar
en la sociedad en general, en donde la gran mayoría de personas
prefiere no correr el riesgo de relacionarse –ni mucho menos de
ofrecerle trabajo o darle alguna referencia– a un joven que tiene la
reputación de haber participado en una pandilla.
Otra característica de las iglesias evangélicas que atrae a los
jóvenes ex pandilleros es su tendencia a celebrar cultos largos, frecuentes y muy emotivos. Como mencioné, la gran mayoría de iglesias evangélicas de barrio practican un culto “pentecostalizado”.
Estas iglesias son espacios en donde la expresión de las emociones
de todo tipo no solo es permitida, sino bienvenida y hasta celebrada. Al escuchar los testimonios de jóvenes recién salidos de la
pandilla –incluyendo a personas que no se habían convertido– me
di cuenta de que un gran reto para el joven que está tratando de
salir de la pandilla y de su “vida loca” es tener cómo, dónde y con
quién pasar el tiempo, especialmente durante los fines de semana.
Resulta que las personas evangélicas no solo se reúnen con gran
frecuencia, sino que sus cultos más concurridos y más emotivos son
los que se realizan los viernes y los sábados por las noches. De esta
forma, la iglesia le da al ex pandillero un lugar para estar entretenido y acompañado en los momentos que más lo necesita.
Además, según los testimonios de varios ex pandilleros conversos los incentivos para la expresión de emociones profundas en
el culto evangélico-pentecostal les ayuda a encontrar un espacio
para expresar sentimientos de dolor y lamento. Las descripciones
de estas experiencias se parecían a un fenómeno que el sociólogo
Scheff (1988) y el psiquiatra James Gilligan (1996) han llamado la
“descarga de la vergüenza”. Para estos estudiosos, el “descargar
la vergüenza” facilita mucho la salida del espiral de “violencia y
rabia”, en el que la vergüenza genera rabia, y la rabia genera más
violencia, llevando al hombre a sentir más vergüenza.
Emerson, un ex-miembro de la pandilla m-18 en El Mezquital,
en la Ciudad de Guatemala, me contó una experiencia que ilustra
este proceso con claridad. Él me contó que unas mujeres de una
iglesia pentecostal del barrio habían empezado a buscarlo con la
intención de persuadirlo de que dejara la pandilla y buscara a Dios:
Víctimas y victimarios: los retos de estudiar
las pandillas en Centroamérica
305
Una vez llegaron a la casa vos, y empezaron a hablarme, ¿va? Pero
ese día, saber qué onda, pero empezaron a orar por mí y me pusieron manos y me empezaron a imponer manos y yo sentí así como
que el cuerpo se me empezó a calentar todo por dentro, mano, y
vieras en ese ratito yo empecé. Yo tenía años de no llorar vos. Tenía
tal vez como unos seis o siete años de no llorar y yo solo — tal vez,
o sea, no lloraba sino que yo hacía cosas con tal de sacar todo lo
que tenía adentro, ¿va? O sea que buscaba algo así para hacer, una
fechoría, algo malo así para sacar todo lo que yo sentía por dentro.
Pero no lloraba vos, y en ese tiempo fijate que yo me quedé así [tapándose la cara con las manos], ¿va? Y cerré los ojos y me dijeron:
“Cerrá los ojos y pedile a Dios que te ayude”, me dicen, y yo cerré
los ojos y sentí que me pusieron manos, ¿va? Y empecé a sentir algo
por dentro que me empezó a calentar así todo, mano. Y qué si de
repente empecé a llorar vos, empecé a llorar, ¿va? Algo que nunca,
¿va? O sea que ya tenía tiempo que no había hecho, ni en la pandilla vos, ni en nada porque la pandilla te hace sentir más fuerte.
Como que te hace sentir más así como que nadie se mete conmigo,
¿va? Y si sentís que te lastiman vos, hacés más daño todavía pues.
Así que de plano, ¿va? Pero imaginate que nunca había llorado en
ese tiempo, ¿va? Y eran chavas las que estaban orando por mí vos,
y yo todo chiquiado [abochornado, avergonzado] y yo así. Mirá, yo
me tapaba la cara, ¿va? Y yo hasta puro chavito le hacía, porque “hu
ha hu hum ja hum ja” [demostrando como sollozaba] le hacía, ¿va?
Porque sentía que todo así. Mirá vos, hubieras visto. Y yo me quería
parar porque como te digo que se pone chiva [chiviado, abochornado, avergonzado] uno, ¿va? Que otras chavas lo miren chillar a uno,
¿va? Como que no. Después de que te han visto así con la frente
levantada y que después te miren chillando. Yo me quería parar y
no podía, mano.
Interesantemente, Emerson me explicó en el transcurso de la entrevista que durante algunas semanas antes de la visita de las mujeres,
él mismo había estado pensando en la posibilidad de salirse de la
pandilla para “buscar los caminos de Dios”. Pero no se sentía capaz
de hacerlo y tampoco estaba seguro de querer dejar a sus compañeros en la pandilla. Todo eso cambió el día que llegaron las mujeres
a su casa para “imponer” sus manos sobre él. Para Emerson, ese día
representa la ruptura que trajo consigo un cambio de camino. No
aprendió nada nuevo. No le dieron información nueva ni le mostraron opciones adicionales. Estas mujeres (sin la presencia de un pastor o algún clero), a través de sus palabras directas, su presencia y el
306
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
contacto físico crearon una especie de ritual interactivo muy intenso y cargado de emoción. En el contexto de ese espacio, Emerson
sintió que no podía hacer más que entregarse a las emociones que
sentía y expresar la ola de dolor, cansancio y tensión que él mismo
decía que había reprimido durante años. Porque en la pandilla, “si
sentís que te lastiman vos hacés más daño todavía pues”. En esa frase está el concepto de “disfrazar la vergüenza” –una práctica que,
según Scheff, contribuye a muchas formas de violencia masculina:
La vergüenza en sí es inofensiva, y aún necesaria. Es un componente principal de la conciencia, la modestia y la moralidad. Se
vuelve problema solo si se tapa. Se puede decir que un ingrediente
de la violencia, y de su energía increíble, es producido por la práctica de disfrazar la vergüenza con un vacío o con enojo (Scheff,
2004:120).98
Para Scheff, al igual que otros como Braithwaite (1989) y Gilligan (1996), un motivo muy común para ejercer la violencia, especialmente para los hombres, es la intención de tapar o disfrazar
la vergüenza. En algunos contextos y algunas culturas, existen espacios y rituales para quitarse o “descargar” la violencia y de esa
forma ponerle fin a la peligrosa costumbre de taparla. Quitarle el
“disfraz” a la vergüenza es un acto que puede tomar una variedad
de formas pero se necesita un “público” porque es un acto social.
La experiencia de Emerson demuestra cómo la presencia de otras
personas contribuyó a su propia interpretación de los eventos y a
su propio comportamiento después. Otras personas –chavas [muchachas], en este caso– lo observaron llorando fuertemente. Finalmente, Emerson parece haber interpretado además que el hecho
de haber llorado abiertamente, a pesar de sus intenciones de no
llorar, demuestra la autenticidad de la emoción y del comienzo de
la transformación de su vida. La socióloga Arlie Hochschild (1983)
diría que esto es un ejemplo del poder simbólico de las emociones,
aun para el individuo que lo experimenta. En momentos de dificultad, cuando nos cuesta tomar una decisión, miramos hacia adentro,
tomando la temperatura emocional en busca de una “pista” que
nos pueda guiar. Cuando Emerson reflexionó sobre su propia experiencia de llorar en la presencia de “chavas”, llegó a la conclusión
98
Mi traducción del inglés.
Víctimas y victimarios: los retos de estudiar
las pandillas en Centroamérica
307
de que solo Dios pudo lograr semejante obra. Su transformación ya
estaba en camino.
Las lágrimas de Camilo
Comencé este capítulo con la anécdota de estar en la presencia de
un ex pandillero que no lograba esconder sus emociones al recordar uno de los hechos más violentos de su triste y violento pasado.
Pienso, aunque no tengo manera de confirmar mi interpretación,
que estos momentos también sirvieron como catarsis para que mis
interlocutores “descargaran la vergüenza” de una manera similar a
cuando uno da su testimonio en una iglesia o confiesa sus crímenes en un contexto de justicia restaurativa (Braithwaite, 1989). En
otros estudios cualitativos de personas con un pasado de violencia
y crimen, se ha descubierto que la entrevista personal cara a cara
puede contribuir a la reconstrucción de la identidad y a la creación
de un “nuevo ser moral” (Presser, 2004). Lo que sí pude comprobar
es que unos seis años después, en 2013, cuando realicé un estudio
de reencuentro con aproximadamente la mitad de ex pandilleros y
ex pandilleras que había entrevistado en 2007 y 2008, todos estaban muy dispuestos a hablar conmigo y a contarme de las nuevas
experiencias que habían vivido hasta ese momento.99
Pero aparte de la posibilidad de que contar su historia personal,
saturada de emociones fuertes, haya sido de ayuda a los jóvenes
que lloraron en presencia de un sociólogo gringo –cosa que no
es posible comprobar ni desestimar– la experiencia me dio varias
lecciones importantes, y creo que vale la pena recordarlas para que
sean útiles a otras personas que están considerando estudiar grupos
de personas que hayan estado involucradas en la comisión de actos
violentos.
En primer lugar, escuchar y acompañar a Camilo en los momentos en los que contaba sus duros y vergonzosos recuerdos me ayudó
a entender que las entrevistas semiestructuradas, en las cuales el
99
Desafortunadamente, no todos los jóvenes estaban vivos en 2013. Entre los 30 que
pude contactar, seis habían fallecido de manera violenta y otros dos habían muerto
por complicaciones de salud. Entre el resto de los jóvenes, había chicos que estaban
experimentando éxito en labores legales –uno trabajaba en un banco y estaba sacando
su licenciatura en administración de empresas– y otros que todavía estaban luchando
con los fantasmas de la vida loca como el alcoholismo.
308
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
entrevistado o la entrevistada tiene cierto control sobre el rumbo
y el tono de la conversación, es una especie de rito interactivo. La
entrevista no es solo una técnica para “obtener información” de
un miembro de “la población de estudio”. Como entrevistadores,
participamos en ese proceso y nuestro comportamiento, queramos
admitirlo o no, afectará la entrevista porque causará un impacto
en la persona entrevistada. Un muy buen consejo que recibí de mi
supervisor de tesis cuando vio mi primer borrador de protocolos
fue que comenzara las entrevistas con preguntas abiertas que dieran al ex pandillero o a la ex pandillera la libertad de contar “su
propia historia” y de esa forma humanizarse. Como lo muestra el
capítulo de Walda Barrios en el presente volumen, algunos grupos
marginados viven en una opresión estructural de tal grado, que el
simple hecho de contar sus vidas a alguien puede resultar liberador
e incluso transformarse en una declaración pública y muy política
de su valor como seres humanos.
A raíz del consejo de mi supervisor, eliminé las preguntas generales que había pensado que servirían para empezar la entrevista.
En lugar de comenzar con preguntas como “Dígame su nombre
completo, su edad y en dónde nació” y otras preguntas de ese tipo,
busqué arrancar (después de firmar la hoja de acuerdo y de conversar sobre quién era yo y cómo había llegado a Centroamérica) con
la pregunta: “Dígame, ¿cómo llegó a ser miembro de la pandilla?”.
En la gran mayoría de casos, esta pregunta abrió la puerta a una
conversación larga porque tenía la ventaja de que se asemejaba a
una pregunta auténtica. No era una pregunta “de caja” o prediseñada. Y creo que una gran prioridad de cualquier científico social que
utiliza métodos cualitativos debe ser la de establecer un ambiente
natural y auténtico –es decir, un ritual en donde los participantes
se sientan cómodos y en confianza porque entienden las normas y
las expectativas– porque de esa forma es más probable que compartan de una forma sincera y sin deseos de aparentar o repetir
“las respuestas correctas”. En suma, mi experiencia con personas
que alguna vez pertenecieron a una pandilla me enseñó la importancia de diseñar protocolos de entrevistas en donde abunden las
preguntas auténticas que ofrezcan al entrevistado o la entrevistada
la oportunidad de dignificarse por medio del relato de su experiencia personal –aún cuando esa experiencia no sea del todo loable.
Víctimas y victimarios: los retos de estudiar
las pandillas en Centroamérica
309
El hecho de que varias personas, al igual que Camilo, relataron,
sin que les preguntara, hechos de su pasado que no hablaban muy
bien de ellas mismas, sirve como evidencia de que, el darles esa
“libertad” de relatar de manera abierta su pasado, no dio paso a un
monólogo de logros o una lista de crímenes y actos violentos. Dada
la oportunidad y en un espacio de confianza, aun las personas con
un pasado violento están abiertas a confesar sus propias faltas y
hasta sus propios crímenes.
El capítulo de Mónica Salazar, en este mismo libro, demuestra
también la importancia de establecer un ambiente de confianza,
respeto y libertad entre el entrevistador y el “sujeto”. Salazar describe con sinceridad y transparencia su propia experiencia de miedo
al darse cuenta que jóvenes de la escuela pública en donde sus
supervisores la habían enviado a “aplicar unos instrumentos” no
estaban conformes con la actividad. Estos jóvenes veían en ella el
poder del aparato del Estado que pretendía “sacarles información”
a través de una herramienta “larguísima” con preguntas diseñadas
para identificar el núcleo de la violencia entre ellos. Este tipo de
“extracción de información” a través de una encuesta con respuestas cerradas, a mi parecer, lleva consigo un riesgo especial cuando se utiliza entre poblaciones marginadas. El gran riesgo es que
demos a estas personas el mensaje implícito de que tienen algún
problema, debilidad o vicio que requiere la observación de “expertos”. Y este mensaje, aunque no sea intencional, tiene el potencial
de crear un ambiente hostil. Los entrevistados y las entrevistadas se
sienten como especímenes bajo la lupa. En lugar de aproximarse a
un ritual interactivo cordial y auténtico, como una conversación, o
de brindarles la oportunidad de dignificarse a través del relato de su
propio testimonio, la “aplicación” de encuestas en estos contextos
puede parecer algo extraño y forzado. Salazar describe con claridad y elocuencia la experiencia de sentirse retada por unos jóvenes
de un instituto público que deciden aprovechar la oportunidad para
tratar de avergonzar y humillar a alguien que creen que viene “de
arriba”. Reconociendo el miedo corporal de una mujer joven de
clase media, deciden mandar su propio mensaje tirándole la boleta
en la cara. Al igual que la entrevista semiestructurada, la encuesta
es un rito interactivo, pero se aproxima más a una transacción que
a un acto humano que dignifica al sujeto. En el caso de Salazar, la
310
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
“aplicación” terminó generando aún más distancia social entre la
investigadora y la comunidad de interés.
Una segunda lección que aprendí de las lágrimas de Camilo y
otros fue la de poner atención a las emociones de las personas que
forman parte del grupo que uno estudia. Fue en parte por la experiencia con Camilo que tomé la decisión de incluir, en las transcripciones, notas sobre las expresiones de emoción, como risas,
sollozos profundos, pausas largas y llantos. A raíz de esto, tuve que
enfrentar de nuevo las expresiones de emoción a la hora de realizar
el análisis cualitativo de los datos, y esto me obligó a leer más de
cerca la literatura de la sociología de las emociones, con el fin de
encontrar pistas para interpretar y explicar el papel de las emociones en la vida de jóvenes que se relacionan con una pandilla. Los
comentarios a mi libro, Homies and Hermanos: God and Gangs in
Central America (2012) (Homies y Hermanos: Dios y las pandillas
en Centroamérica), en donde incorporo una larga discusión sobre
las emociones, específicamente sobre el enojo y la vergüenza en
relación con la violencia juvenil, me han convencido de que valió
la pena tomar en serio el fenómeno de las emociones.
La última lección que pude rescatar de las lágrimas de Camilo
llevó más tiempo y no es una lección que informe solo al trabajo
de campo o a las entrevistas. De hecho, fue hasta después de la
publicación del libro, en una conferencia en Washington d.c. sobre
la juventud y la violencia, que comencé a pensar en la ironía y la
profunda complejidad que presenta el cuadro de las pandillas en
Centroamérica. El evento fue uno de los pocos congresos en donde
participan personas del lado de “la justicia profesional” junto a los
que prestan “servicios sociales” (además de unos pocos académicos), y quizás ya era de esperarse que en algún momento el discurso
llegaría al antiguo debate sobre qué hacer con la violencia pandilleril –el de si el asunto requiere más policías o más inversión social,
más justicia o más prevención. Parecía que cada vez que alguien
del lado de las ong de “prevención” hablaba de los y las jóvenes
como víctimas de la violencia, alguien más respondía que no estábamos prestando suficiente atención a los estragos que dejan estos
muchachos en sus comunidades. En ese momento me pareció ver
por primera vez con claridad la dificultad que presenta el tema de
las pandillas justamente por el hecho de que la gran mayoría de los
Víctimas y victimarios: los retos de estudiar
las pandillas en Centroamérica
311
pandilleros y pandilleras han sido víctimas de grandes abusos a la
vez que han sido victimarios terribles con sus actos de violencia y
con sus crímenes.100 En cierta forma, esta doble realidad debiera
haber sido obvia desde el momento en que entrevisté a Camilo, el
ex ranflero que lloraba. Sin embargo, me llevó varios años percibir
la ironía de esta situación y lo mucho que dificulta el trabajo de la
reducción de la violencia juvenil en Centroamérica. Los partidarios de ambos lados del argumento tenían razón –los pandilleros
y las pandilleras son víctimas y victimarios, y esta situación tiende
a complicar en gran medida tanto el debate como las políticas de
respuesta a la violencia juvenil. Esto no significa que sea un fenómeno imposible de reducir. Pero lo hace mucho más complicado
por el hecho de que no podemos separar de manera sencilla a “las
personas malas” que merecen el castigo de una justicia pronta de
“las personas buenas” que merecen protección.
Conclusiones
Las entrevistas semi-estructuradas cara a cara con personas involucradas en la violencia no solo son buenas herramientas para investigar la violencia. También sirven como espacios humanizadores
para personas cuyos pasados y acciones propias han dejado deshumanizadas y marginadas. Pero las entrevistas tienen sus riesgos.
Requieren que el investigador considere de antemano su propio
nivel de aceptación de riesgo y su capacidad para construir confianza con personas que están acostumbradas a desconfiar de todo
el mundo. En mi caso, tuve la oportunidad de mantener la confianza que ya habían ganado algunos amigos y amigas “promotores”
de la reinserción en la sociedad de jóvenes ex pandilleros. En otros
casos, los mismos jóvenes se mostraban intrigados por mi estudio y
me querían apoyar compartiendo su propia historia y conectándome con otras personas que también se habían salido de la pandilla.
Nunca experimenté amenazas y, si en algún momento estuve en peligro, nunca me enteré de ello. Al contrario, mientras más entré en
el proceso de investigar, más sentido encontré en el proyecto y más
100 Es imposible saber con exactitud la proporción de miembros de las pandillas que han
cometido actos criminales y de violencia, pero tanto en mi propia investigación como
en las investigaciones de Giralt y Cruz en 2001, hay bastante evidencia que muestra
que una gran mayoría de pandilleros ha violado la ley de manera muy grave y con consecuencias serias a la integridad física de otras personas.
312
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
satisfacción me daba saber que tendría el privilegio de participar en
la amplificación de las voces de unas personas muy marginadas y
aisladas y contribuir con pautas para orientar el trabajo de prevención de la violencia juvenil. La voz de Camilo, y sus lágrimas, nos
siguen hablando.
Víctimas y victimarios: los retos de estudiar
las pandillas en Centroamérica
313
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Capítulo 11
Corporalidades del poder:
reflexiones sobre el estudio de la
violencia desde la psicología
mónica e. salazar vides
Mi dolor
Conozco perfectamente mi dolor:
viene conmigo disfrazado en la sangre
y se ha construido una risa especial
para que no pregunten por su sombra.
(…) Mi dolor tiene cara de rosa,
de primavera personal que ha venido cantando.
Tras ella esconde su violento cuchillo,
su desatado tigre que me rompió las venas desde antes de nacer
y que trazó los días
de lluvia y de ceniza que mantengo.
Amo profundamente mi dolor,
como a un hijo malo.
[…] Pero ya no habrá tiempo de llorar.
Ha terminado
la hora de la ceniza para mi corazón.
Hace frío sin ti,
pero se vive
(Roque Dalton, “Hora de las cenizas”).
Resumen
E
n este texto se discute la influencia del poder y de las representaciones sociales en procesos de investigación sobre
violencia delincuencial y escolar por medio de tres secciones.
Cada una constituye un cuento breve que reconstruye reflexivamente
“fotografías” de momentos que he vivido como investigadora. En el
primero, relato una experiencia en un aula escolar de una escuela
de El Salvador, donde el género y los instrumentos de investigación,
317
318
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
como mecanismos de poder, condicionaron la relación entre
investigador e investigados. En el segundo, describo un encuentro
con jóvenes estudiantes de un centro escolar de un área marginal de
Guatemala, donde los cuerpos de la investigadora y los investigados
en tanto símbolos socioculturales, condicionaron la percepción
del otro debido a las representaciones dominantes de género,
pero sobre todo de clase y raza. Finalmente en el tercero, analizo
cómo intervienen en la mirada de los psicólogos-investigadores
las formas dominantes de diagnosticar patologías relacionadas al
comportamiento violento, y cómo éstas fomentan representaciones
de la desviación social y de la salud mental poco cuestionadas
y justificadas en nombre de la ciencia. A manera de conclusión,
muestro cómo la autorreflexión de los procesos de socialización del
investigador en tanto clase, raza, género y formación académica,
pueden aportar a la humanización de la relación entre investigador
e investigados en contextos de violencia.
Relaciones de poder entre investigador e investigados: la
masculinidad y los instrumentos cuantitativos de investigación
como mecanismos de poder
Año 2010. Debía aplicar unos instrumentos a jóvenes de institutos
públicos de educación secundaria en San Salvador y áreas metropolitanas circundantes. Pretendíamos conocer a través de una herramienta larguísima, el ámbito familiar de estos jóvenes, el barrio
en el que vivían, cómo era su círculo de amigos y, sobre todo, sus
conductas disruptivas. Conductas que podían transitar desde fumarse un cigarro hasta matar a alguien para brincar a una mara o a una
pandilla. En ese momento yo era la coordinadora del trabajo de
campo del proyecto y, honestamente, temía cada vez que iba a una
de esas escuelas por dos motivos: por mi condición de mujer y, por
el instrumento de investigación que debía aplicar. (¿Estaba a punto
de entrar a otra “perrera de caninos callejeros”?).
Durante ese año los asesinatos a docentes iban en aumento. Las
paredes escolares no te protegían. Ya era sabido que esos jóvenes
tenían poder sobre sus maestros, directores y compañeros no organizados. El espacio escolar como campo en disputa. Las escuelas
salvadoreñas se habían convertido en puntos clave donde jóvenes
de las maras y las pandillas reclutaban a otros que, como ellos,
Corporalidades del poder: reflexiones sobre el estudio
de la violencia desde la psicología
319
veían en esas agrupaciones “algo”: ese algo que puede saciar algún vacío, acallar el ruido en sus cabezas, o irrumpir en el silencio
de explicaciones del porqué sienten lo que sienten, actúan como
actúan, viven como viven, les tocó nacer en esas condiciones, por
qué son como son, por qué es así El Salvador, ese El Salvador. (¿Qué
hacía sola en esa “perrera”?).101
Las preguntas del instrumento que aplicábamos eran demasiado directas, demasiado incómodas, demasiado violentas. Y aunque
los jóvenes no ponían su nombre, las boletas tenían un código. La
idea era identificar los centros escolares que necesitaban intervención psicosocial con mayor urgencia. Había todo un proyecto de
prevención secundaria de la violencia en construcción que incluía
becas universitarias, rehabilitación, terapia individual y grupal, etc.
Creo que al final no se concretó. Pero un código no era la mejor
forma para identificar a aquellos que necesitaban más ayuda según
una prueba: eso los ponía nerviosos y a nosotros, los investigadores,
en una posición tambaleante. Aunque de acuerdo con el coordinador general del proyecto, eso era mejor que obligarlos a escribir su
nombre y el del centro escolar. Tal vez tenía razón. Pero él estaba
muy pocas veces en las escuelas aplicando las pruebas junto al
equipo de investigación. Los adolescentes investigados asociaban,
esa tediosa y abusiva prueba (que preguntaba si habían consumido
tabaco, marihuana y/o crack, hasta si habían matado a una persona
y si la respuesta era positiva, a qué edad y con qué tipo de arma),
con nuestros jóvenes rostros. La de mayor edad en el equipo de
investigación era yo, con 24 años de edad y, casi todas éramos mujeres. En pocas palabras, “representábamos” físicamente al instrumento de investigación.
Ese día, las dos personas que iban a ayudarme a aplicar las
pruebas a estudiantes de octavo grado de una escuela del área
metropolitana habían tenido un percance y era probable que
no asistieran. Ambos eran hombres. Yo estaba en la esquina
esperándolos y pensando qué hacer si me quedaba sola. Mi cita
con el director de la escuela era a las nueve de la mañana. Ya eran
las 8:30. El sol de Santa Tecla, municipio del departamento de La
Libertad muy cercano a San Salvador, se asomaba radiante y me
101 Para una mirada más profunda sobre la situación de las pandillas y las maras en El Salvador, leer el capítulo de Sonja Wolf incluido en este mismo libro.
320
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
quemaba la cabeza. Pequeñas gotas de sudor inundaban todo mi
cuerpo. Odiaba la sensación pegajosa y asfixiante de la mezclilla
húmeda sobre las piernas. Aguantáte. Era necesario ir en pantalones
–soy una mujer joven, ir en falda no habría sido muy sensato: objetoobligado femenino de deseo.
Antes de entrar a la escuela, me quedé observando a un costado
de ésta: había un grafiti que abarcaba casi todo el muro escolar. En
éste yacía el perfil de un Roque Dalton –querido poeta salvadoreño,
asesinado por sus propios compañeros de la guerrilla– con un mohawk pronunciado. Los ojos del Roque retratado con spray negro
a través de un esténcil, observan una frase que reza con letra puntiaguda y tosca: Roke NOT deAd. La A de dead se metamorfosea
en el símbolo de anarquía. NOT se lee como un grito de rebeldía
contra la muerte. Y a la par de esta afirmación, el fragmento final de
su hermoso poema Hora de las cenizas con el que iniciamos este
capítulo: “Hace frío sin ti, pero se vive”. Esas siete palabras resaltan
azuladas en el muro blancuzco y algo desteñido del centro escolar.
En ese momento era imposible imaginar que cinco años después
iba a tatuarme esa frase en la pierna izquierda, y que aproximadamente tres años después iban a borrar esos temerarios aruñazos
juveniles que aún miran al pasado, y en su lugar, pintar un mural
sobre valores para prevenir la violencia. Para algunos, darle sentido
a la vida adolescente requiere de más valores vacíos y menos símbolos densos. ¿Habrán leído el poema completo los estudiantes de
esa escuela? Roque también fue un joven rebelde, Roque también
murió antes de tiempo, pero Roque sí quería vivir, Roque no estaba
tan muerto. ¿Roque no era un joven salvadoreño tan “desechable”?
¿Tan repugnante”?
Decidí entrar sola a la escuela: ya no podía seguir esperando.
Llevaba unos jeans un poco ajustados, una blusa holgada y
sandalias por el calor. Esperé en una pequeña y malograda salita
con sillas azules y blancas como el grafiti que acababa de observar
y como la bandera nacional. Antes que me atendieran, unos cinco
policías ingresaron de golpe a la escuela. Un cúmulo de ofuscación
movió el lugar. Entraron tres madres. Dos de ellas se tapaban el
rostro sollozando. Una veía fijamente el piso con ojos de piedra:
su defensa para no llorar como las otras. Agarré con más fuerza
el cuadernito que llevaba en las manos y el sobre manila con
Corporalidades del poder: reflexiones sobre el estudio
de la violencia desde la psicología
321
las benditas pruebas que debía aplicar –tal vez, a algunos de sus
hijos. La escena formaba parte del Programa de Escuelas Seguras
impulsado por la Policía Nacional Civil durante el primer gobierno
de izquierda en El Salvador (2009-2014), liderado por Mauricio
Funes. Policías en las escuelas para evitar la violencia. Vaya cosa.
En menos de un minuto apareció el director en la salita improvisada. Ese pequeño espacio estaba sitiado por la entrada a la
escuela desde donde se podía ver la movida vida callejera salvadoreña, y una puerta de reja por la que habían pasado los policías y
que permitía entrar a las aulas escolares. El director dijo mi nombre
para reconocerme. Me paré para saludarlo. En su rostro pude percibir un profundo estrés, su frente estaba llena de gotitas de sudor.
Me dijo, ajetreado y un poco apenado: lo siento, señorita, no creo
poder atenderla, es que, como ve –volteó a ver a las señoras– ha
sucedido una situación delicada que debo arreglar enseguida, pero
le he pedido a uno de los profesores que la acompañe y que pueda
servirla en lo que necesite. Muchas gracias, alcancé a decir. Ya aparecerá el profe, contestó. Pueden venir conmigo, dijo, dirigiéndose
a las madres. Las tres lo siguieron y desaparecieron en el pasillito
oscuro que seguramente conducía a una mini oficina que imaginé
calurosa como todo en ese paisito, pintada de blanco y azul, llena
de papeles desordenados, con una banderita de El Salvador sobre
el escritorio o sobre cualquiera de los otros pocos muebles, y un
pequeño ventilador desvencijado. Esperé al profe, ahora un poco
más nerviosa. Desde donde estaba, sólo alcanzaba a escuchar los
gritos y estruendos estudiantiles que se colaban por la reja. Luego
de diez largos minutos, apareció el profesor.
Entramos por la puerta de reja. Pude ver desde ahí las áreas
comunes de los estudiantes: áreas de concreto donde seguramente
jugaban futbol, comían, recibían educación física y los formaban
para las fiestas cívicas. Ningún árbol. Cemento por todas partes
y los mismos colores patrios. Alguna que otra pared con dibujos,
pero el docente no me dejó detenerme a ver. Yo simplemente lo
seguía, abrazando mi sobre manila con los instrumentos dentro.
Me condujo a otra área de concreto donde estaba una pequeña
tienda. Todas las tiendas de escuelas en El Salvador son iguales,
pensé. El mismo fenotipo de señora morena regordeta con falda
floreada, delantal de algún color pastel, blusa de un solo color,
322
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
cabello negro o teñido de rubio recogido en un moño. El mismo
olor a comida recién hecha, los mismos platos floreados o cestitas
de colores con papel manteca encima. Un grupo de jóvenes de
entre 13 y 15 años de edad estaba cerca de la caseta. Me veían con
ojos lascivos. Intenté no prestar atención. No debo mostrar miedo,
no debo mostrar miedo.
El profesor me condujo a la clase de octavo grado. Entró, lo seguí, y sin que pudiera reaccionar, ya se había marchado. Me quedé
sola en un aula de mediano tamaño con más de 60 jóvenes de entre
15 y 18 años de edad, la mayoría hombres. Estaban todos uniformados, unos parados viéndome como si fuera un fantasma, otros sentados en sus escritorios viejos o en asientos de plástico: los pupitres
no alcanzaban para todos. ¿Ya dije que la mayoría eran hombres?
En ese momento yo me sentía tan mujer… Y es que el aula escolar se había convertido en un campo de fuerzas, como uno de
esos campos de los que habla Pierre Bourdieu: una red de relaciones entre agentes –en este caso los estudiantes y mi persona como
investigadora– posicionados en lugares distintos según nuestros recursos diferenciados (Bourdieu, 2005). “Lo real es relacional”, dice
Bourdieu (2005: 150). Pero, ¿qué tipo de relación se estaba configurando dentro de esa aula escolar? ¿Cuál era mi posición en esas
cuatro paredes, y cuál era la de ellos? ¿Qué recursos estábamos
poniendo en juego? ¿Hacia dónde caería la balanza? ¿Mujer “presa” y hombres “depredadores”, o “sujeto” que investiga y “objetos”
de investigación? Me sentía nerviosa, y eso que aún no habían visto
la prueba, sólo mi cuerpo, mi cuerpo de mujer con el sobre manila
sobre mi pecho.
Puse mis cosas sobre el escritorio del profesor o profesora. Me
enderecé, saqué las pruebas del sobre manila e intenté “olvidar” mi
condición de género. Con la autoridad académica que me respaldaba, les expliqué las instrucciones, la garantía de anonimato, la
universidad que representaba, que esta prueba no pretendía perjudicarlos de ninguna manera y que en cuanto se las entregara, podían abandonar el salón, si así lo deseaban, en cualquier momento.
Pero los y las estudiantes me veían desconfiados. Yo sentía que me
desafiaban con la piel y, que mi condición de género como un “rash”
se esparcía por mi rostro sin que pudiera ocultarlo o controlarlo. Cada
Corporalidades del poder: reflexiones sobre el estudio
de la violencia desde la psicología
323
palabra que emanaba de mi boca provocaba burlas tácitas. ¿Estaba
hablando en un español distinto? ¿Soy la “mujer que solo habla
tonterías”? No decían nada, no necesitaban decir nada: sus cuerpos, nuestros cuerpos, hablaban. Como dirían Lyon y Barbalet: “El
cuerpo no puede ser visto solamente como sujeto a fuerzas externas; las emociones que mueven a una persona a través de procesos
corporales (embodied) deben ser entendidas como una fuente de
agencia: los actores sociales son carne” (1994: 50). “El ‘cuerpo’ es
un agente, no un recurso” (Haraway, 1987: 26).
Y sí, yo sentía que mis emociones y sensación de vulnerabilidad sepultaban el poder de mi título universitario frente a los estudiantes. No podía evitar sentirme insegura a pesar del ambiente
institucionalizado, de los policías en la escuela, de vivir también
en ese municipio: ese también era mi territorio, pero vivía en un
área más residencial. Claro, yo sentía que no éramos iguales. (Yo
soy una mujer de clase media, y ellos, ¿qué? ¿“Maleantes” de clase
baja?). Representaciones sociales se activaban en esa relación entre
investigadora e investigados, los poderes de la imaginación se liberaban en esa aula escolar. Según Moscovici, representación social
significa “una modalidad particular del conocimiento, cuya función
es la elaboración de los comportamientos y la comunicación entre
los individuos” (Moscovici, 1979: 17; citado por Mora, 2002: 7). A
través de la cual, y esto es lo que quiero resaltar: “es posible atribuir
a toda figura un sentido y a todo sentido una figura” (Mora, 2002: 7,
énfasis mío). Hubiera querido que los ojos de los estudiantes fueran
cámaras fotográficas. ¿Qué “representaba” mi cuerpo y lenguaje
para ellos? ¿Qué sentido adjudicaban a mi figura? Seguí hablando
en mi español.
El grupo de hombres sentados en los escritorios del fondo del
salón eran los que me inspiraban mayor temor: desparramados en
sus sillas, con las piernas abiertas. Podía ver sus muslos entre las
hileras de escritorios; podía ver el bulto entre sus extremidades;
sentía como que me estaban retando con su hombría juvenil. Pero,
¿qué tenía yo de intimidante? ¿Por qué retarme a mí, que me considero una mujer de complexión delgada, piel bastante blanca, pelo
largo oscuro y rasgos delicados y femeninos? Me miro débil, pensé,
y se aprovechan de eso. Maldije esta condición de vulnerabilidad
femenina. ¿Cómo me la sacudo? El recurso de ser hombre pesa
324
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
más: cuerpo femenino violentable. ¿O será esta prueba que sostengo contra mi pecho lo que les hace comportarse así? ¿Si fuera
investigador hombre reaccionarían igual? Como dije: el rostro de la
prueba era yo. Unos jóvenes del fondo empezaron a hacer señas
con sus manos para comunicarme que pertenecían a uno de los
grupos delincuenciales salvadoreños. Sus cuerpos hablaban con
mayor contundencia. Yo sudaba. ¿Qué hago? Luego escuché, siempre desde el fondo y entre las manos torcidas, una voz masculina
clara: “¿Ajá, chele? No le da miedo, ¿va?” Su quijada levantada
parecía una lija. Chele significa “blanca” en El Salvador.
No respondí. Agarré valor. No quedaba de otra. Voy a pasar
dejando las pruebas en sus escritorios. Quien no quiera contestarla
puede levantarse e irse, dije con firmeza. No podía reforzar positivamente sus conductas. Debía aprender a actuar como si controlara
la situación. Pasé por todas las filas intentando no demostrar miedo. No debo reforzar sus conductas, no debo reforzar sus conductas, yo soy la investigadora. El instrumento ya estaba en sus manos.
Cuando los jóvenes vieron los datos que debían llenar y repasaron
rápidamente las preguntas de la prueba, sentí que el ambiente se
puso aún más tenso. Una estudiante levantó su mano para llamar
mi atención. ¿Qué es lo que quieren saber? Dígame la verdad, me
dijo en tono seco. Traté de responderle lo más tranquila posible: la
prueba es para una investigación que estamos realizando un grupo
de psicólogos, los datos son anónimos, pero si no quieres contestar
puedes irte, no hay problema. Me vio fijamente a los ojos, me dio
la prueba y se fue de la clase. El detonante. Los estudiantes hombres
del fondo se levantaron y me tiraron las pruebas en la cara. Tuve
que agacharme para recogerlas. Me incorporé. Agarré disimuladamente mi celular y le mandé un mensaje de texto a uno de mis
mejores amigos que había crecido en esa zona. Él sabía moverse
mejor que yo, que había pasado mi niñez y adolescencia en una
colonia de clase media en la Ciudad de Guatemala. Por suerte mi
amigo estaba cerca del instituto. En menos de diez minutos estaría
conmigo. Era de complexión media y el simple hecho de que era
hombre y bueno para los golpes me hizo sentir segura. Cuando la
última estudiante terminó la evaluación, nos fuimos del lugar. De
60 alumnos, sólo 20 contestaron.
Corporalidades del poder: reflexiones sobre el estudio
de la violencia desde la psicología
325
Los cuerpos de investigadores e investigados como símbolos
socioculturales: género, clase y raza
Año 2013. Debía hacer un estudio sobre el estado de la educación
popular en Guatemala. Para su máximo referente, el brasileño Paulo
Freire, el desafío cardinal de la educación popular o, lo que es lo
mismo, de la pedagogía de la liberación, es que los oprimidos hagan consciente el vínculo entre las situaciones cotidianas por ellos
enfrentadas, y las estructuras de subdesarrollo e intereses de los
grupos dominantes (Freire, 1970). Lo que se pretende es desnaturalizar o desnormalizar la pobreza, la violencia delincuencial, el
alcoholismo, el desempleo y demás escenarios protagonizados por
los grupos marginados. Esta nueva perspectiva del mundo emerge
a través de grupos de estudio críticos y diálogos no autoritarios, en
otras palabras, por medio de procesos de concientización para que
los oprimidos hagan consciente su condición de objetos de las estructuras sociales, y se asuman como sujetos históricos capaces de
transformar las condiciones que los oprimen (Freire, 1970).
Mientras diseñaba el estudio pensaba que remitirme a revisar
los textos producidos en el país sobre el tema para conocer su estado actual iba a conducirme a un laberinto sin salida. La educación
popular se instaló en Guatemala como práctica clandestina durante
el tiempo de la guerra, en especial, dentro del trabajo de las Comunidades de Población en Resistencia (cpr).102 Lamentablemente
es muy difícil encontrar documentos que narren y/o analicen dicha
experiencia de educación popular en las montañas. Ese sería otro
estudio a emprender. Luego de los Acuerdos de Paz firmados en
102 Simone Dalmaso (2013) escribe sobre las cpr de la Sierra, “ubicadas en las montañas del
norte de Chajul, en territorio ixil, simbolizaron la experiencia de organización popular
frente a la política de exterminio perpetrada en el área. Lejos de ser una población
pasiva atrapada entre los ‘dos fuegos’ de ejército y guerrilla, a principios de los años
ochenta, cientos de familias huyeron de la tierra arrasada que se estaba consumando en
las aldeas para protegerse en los rincones más recónditos de las montañas y sobrevivir
durante quince años a los bombardeos, al hambre y al miedo. La organización comunitaria que solidarizó familias provenientes de los tres municipios del área, junto a refugiados de etnias colindantes, en su mayoría quichés, permitió a las cpr sobrevivir a una
represión al límite de lo imaginable, en el medio de las masacres, la falta de alimentos
y la quema de viviendas. Durante su acompañamiento pastoral en las cpr del Ixcán,
el jesuita Ricardo Falla describía las comunidades como ‘un lugar histórico, donde se
podía encontrar la revolución con la iglesia y donde esta podía acercarse al fenómeno
del ateísmo, no puesto en las cátedras de Europa, sino en las trincheras latinoamericanas. Andrés Cabanas, autor de Los sueños perseguidos: memoria de las Comunidades
de Población en Resistencia de la Sierra, describe la experiencia de estas comunidades
como síntesis entre el guevarismo y la teología de la liberación”. Véase Dalmaso (2013).
326
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
1996 entre el gobierno de turno y los grupos insurgentes, varias organizaciones educativas y sociales se dedicaron a aplicar los principios freireanos, ya no con fines revolucionarios, sino para formar un
nuevo ciudadano democrático, reconciliado y pacífico. Pero pocas
sistematizaron el proceso. Por esta razón, decidí estudiar el caso
de cinco organizaciones activas que se basan en los presupuestos
de Paulo Freire para trabajar con grupos marginados, en especial
pobres, indígenas y/o mujeres. Dos de éstas lo hacen con jóvenes
pobres de zonas periurbanas, cuyo principal problema registrado
son las maras y pandillas. Una centra su trabajo en lo educativo y,
en segundo lugar, en la prevención de la violencia; mientras que la
otra prioriza la prevención por encima de lo educativo.
La primera organización a la que hago referencia echó a andar
un proyecto de prevención de la violencia a través de cine-foros
en el año 2013, con apoyo de organismos internacionales. Como
parte de mi trabajo de campo asistí a uno de los cine-foros con los
estudiantes y luego fui a la escuela con ellos, en uno de sus buses
escolares. La escuela se localiza en un asentamiento peri-urbano al
sureste del departamento de Guatemala y al este del Municipio de
Villanueva. Un par de años atrás, ese pequeño e inseguro pedazo
de tierra hacinado había sido el escenario de “una carnicería” entre
la Pandilla Callejera del “Barrio 18” y la Mara Salvatrucha “ms 13”,
como me explicarían luego las maestras y el director. El enfrentamiento se había resuelto por medio de la intervención de la Iglesia
católica y la Iglesia Evangélica, las cuales lograron mediar una tregua entre los grupos de jóvenes. La barriada no me era indiferente. Durante mi juventud temprana viví en un residencial a pocos
minutos del asentamiento. Jóvenes de clase media de la colonia
compraban estupefacientes a pequeños distribuidores y/o mareros
y pandilleros del barrio marginal.
Llegué a las nueve de la mañana al centro comercial donde se
encontraban los cines. Los estudiantes ya estaban ahí: sus voces y
gritos colmaban el lugar. Habían salido de su barrio en buses escolares hacia esas salas de cine diseñadas para la clase alta de la Ciudad de Guatemala. Todo para ver una película sobre la vida cotidiana de cuatro jóvenes guatemaltecos de clase baja. Guatemala es un
país contradictorio. Ese centro comercial, de hecho, me recordaba
Corporalidades del poder: reflexiones sobre el estudio
de la violencia desde la psicología
327
a mi adolescencia: esas idas a sus cines con las amigas o a una de
esas incómodas primeras citas románticas a uno de sus cafés. Ese
centro comercial representa cierto estatus social alto. Con imágenes
que me remitían a esos tiempos, entré junto a los estruendosos estudiantes a la función. En menos de diez minutos la sala estaba repleta. La película inicia con escenas de un barrio marginal: un joven
aparece en su casa, medio de adobe, medio de lámina, sentado en
una triste sala. Un hombre mayor llega a buscarlo. El joven paulatinamente cede a los designios del hombre y termina por enredarse
en actividades ilícitas para obtener dinero. A esta historia se suman
tres más: una joven indígena del área rural lucha por acceder a la
universidad nacional contra lo que su clase social, condición de
género y raza “determinan”; un joven garífuna migra a la capital en
busca de mejores condiciones de vida, pero termina durmiendo en
la calle y siendo blanco de múltiples estigmas por su color de piel;
y una joven de la ciudad capital que en una entrevista de trabajo
sufre el acoso sexual del entrevistador. Durante la proyección, el
relato de la joven indígena suscitó risas burlescas y comentarios
racistas: mofas “normales” en un país como Guatemala. Además, la
película no tiene un final feliz. Sonido de balas. Todo termina con
el asesinato del joven del barrio marginal. Un “ajuste de cuentas”.
Más balas. Es tiempo de iniciar el conversatorio.
La ruptura con el sentido común sobre la violencia, la pobreza,
el machismo y/o el racismo, como se hubiera esperado de un diálogo fundamentado bajo los presupuestos de Freire, no ocurrió. La
historia que mayor eco generó fue la del joven del barrio marginal,
pero la discusión se estancó en el tema de la violencia como hecho
individual y delincuencial. La idea de la responsabilidad individual,
la necesidad de una educación en valores y una familia unida para
prevenir la violencia, fue la tónica de estudiantes y moderadores.
Como diría Martín Baró, el tema de la comprensión del comportamiento violento, clasista, racista y/o sexista, “no como la encarnación de un funcionamiento individual interno, sino como la materialización en una persona o grupo del carácter humanizador o
alienante de una estructura de relaciones históricas” (2000: 23), no
fue abordado ni siquiera someramente. La oportunidad para que los
jóvenes generaran diálogos críticos donde vincularan sus sufrimientos cotidianos a la estructura desigual guatemalteca pasó de largo.
328
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Sentada en una butaca escribí en mi libreta de notas cualquier intervención o gesto significativo, hasta que llegó la hora de irse.
Los estudiantes fueron ordenados en filas por sus maestros para
subir en uno de los tres buses escolares que los trasladarían de vuelta a su escuela, a su realidad. Me subí, con permiso de los maestros,
al segundo autobús. Observé los grupos de estudiantes que se habían formado y me acerqué a uno constituido sólo por hombres de
entre 15 y 17 años de edad. Me identifiqué como parte de un centro
de investigación de una universidad privada, les expliqué que estaba haciendo un estudio sobre educación y que quería saber si me
podían ayudar a entender la dinámica escolar de su escuela. Hincados sobre dos hileras de asientos, asintieron. Les pregunté cómo les
había parecido la película para romper el hielo. Silencio. Cruce de
miradas entre ellos. Estaba bien. Silencio. Pregunté por su escuela,
cómo se sentían ahí. Bien. Silencio. Pregunté si habían pensado
qué iban a hacer al graduarse. Risas. Por fin hablaron: “Este va a
poner un putero”. “Aquel va a ser barrendero”. “Yo voy a ser un
borracho”. “Yo para qué voy a trabajar, siempre voy a ser pobre”.
Carcajadas. Cada frase iba acompañada de un lenguaje no verbal
agresivo que yo sentía que de alguna forma dibujaba una muralla
entre los estudiantes y mi persona, o quizás que simplemente la hacía visible. Ahora era yo quien callaba. Los estudiantes empezaron
a interactuar entre ellos, no me dirigían la palabra pero sentía que
me hablaban directamente. Me remití a observar su dinámica.
En este campo de fuerzas, infiero que los estudiantes me percibían por encima de ellos en la jerarquía social por mi extracción
de clase, el color de piel, y por provenir de un centro de investigación de una universidad privada. Mi aspecto físico me acercaba
a la representación de la ladina capitalina clasista que discrimina
a los pobres por ser pobres, y más aún, que discrimina a la gente que tiene tez morena: un marcador cultural de raza y clase en
Guatemala. Como expresa Bourdieu, las relaciones de poder que
se manifiestan en campos de fuerza específicos son producto de
una homologación entre campos, resultando en formas eufemizadas de las luchas económicas y políticas entre clases sociales: “[…]
es en la correspondencia de estructura a estructura que se cumple
la función propiamente ideológica del discurso dominante, medio
estructurado y estructurante tendiente a imponer la aprehensión del
Corporalidades del poder: reflexiones sobre el estudio
de la violencia desde la psicología
329
orden establecido como natural (ortodoxia)” (2000: 67). Y es en esa
“correspondencia entre estructuras”, que se materializa en las relaciones sociales que establecemos cotidianamente con los demás,
donde es posible vincular la teoría de Bourdieu con la teoría de la
representación de Moscovici, pues de acuerdo con Bourdieu esta
correspondencia se da “a través de la imposición enmascarada (por
tanto, desconocida como tal) de sistemas de clasificación y de estructuras mentales objetivamente ajustadas a las estructuras sociales” (2000: 67; énfasis en cursiva propio). La estructura social y la
estructura psíquica se encuentran en el proceso de reproducción y
naturalización del orden social establecido.
En el caso de Guatemala, sin embargo, no sólo pesa la clase social en estos sistemas de clasificación dominantes como Bourdieu
acentúa o de género como expuse en la primera parte, sino también
los marcadores culturales que refieren a “lo étnico”, como el color
de la piel. Como diría una buena amiga, heredamos la “pigmentocracia” de los españoles que conquistaron a los pueblos indígenas; de los patrones de las fincas de café descendientes de familias
alemanas y españolas que recibían a los indígenas en condiciones
laborales de esclavitud; y de los sectores dominantes, clases altas
y del Ejército, que apoyaron y perpetraron el genocidio de pueblos
indígenas durante los 36 años de guerra civil. En Guatemala, la piel
blanca es poder y este recurso pesa en diversos campos de fuerza
y condiciona la forma en la que nos relacionamos con los otros.
En otras palabras, ese orden dominante establecido como natural,
del que habla Bourdieu, en Guatemala ubicaría a las clases altas
predominantemente blancas o ladinas en la cúpula por sobre las
bases: las clases trabajadoras de rasgos menos europeizados. Y la
relación entre mi persona como investigadora y ellos como adolescentes investigados, dentro de ese bus escolar no escapa a ese peso
ideológico.
El autobús se puso en movimiento. Los estudiantes seguían hincados sobre los asientos, nadie les había dicho que se sentaran. Yo
continuaba con una rodilla sobre un asiento y la otra pierna sobre
el pasillo observando su dinámica. Pasábamos por la calle principal
que atraviesa la zona de clase alta donde se encuentra el cine al que
habíamos asistido. A través de las ventanas, los jóvenes veían con
detenimiento los carros lujosos que pasaban a la par del autobús
330
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
o que se encontraban parqueados frente a los spas, restaurantes,
almacenes de cadena, etc., que en nada se parecían a los comedores, tiendas y salones de belleza escondidos entre las callecitas
enredadas y grises de su asentamiento. Cuando un semáforo nos
detuvo, una señora blanca y rubia llamó particularmente la atención del grupo de estudiantes. Venía saliendo de un spa rodeada de
tres guardaespaldas de tez oscura. Uno se introdujo en el asiento
del piloto de una camioneta negra, otro le abrió la puerta del automóvil, y el tercero permaneció a sus espaldas con una actitud de
“mi trabajo es preservar su vida”. En ese momento, un estudiante
gritó: “¡Esa mara sí tiene pisto, va muchá!”. Los compañeros reforzaron el comentario con risas estrepitosas, y con rabia, tristeza y
dejos de frustración en los ojos. Empecé a incomodarme. Me sentía
aludida. Sentía como que, sin palabras, los jóvenes podían ubicarme, por la claridad de mi piel, a la par de la señora del spa: como
una opresora. Pero, ¿cómo explicarles que, si bien no era pobre
como ellos, mis padres no tenían ni casa propia? ¿Que la clase alta
guatemalteca también me perturbaba? Pero claro, yo podía percibir
que no éramos iguales, y que ellos pensaban igual. El único recurso
que poseíamos para inferir nuestras diferencias eran nuestros comportamientos, nuestros cuerpos y nuestras representaciones sobre
los mismos.
Por tanto, podemos cuestionar junto a Jenkins y Valiente “la idea
tradicional y dualista que entre más cerca estamos del cuerpo más
lejos estamos de la cultura” (1994: 164). A lo que debemos agregar
que: “los análisis culturales sobre lo emocional conducidos bajo la
ausencia de consideraciones sociopolíticas de poder e intereses están incompletas” (Jenkins y Valiente, 1994: 177). El cuerpo y sus representaciones están atravesadas por el poder. No obstante, Jenkins
y Valiente a su vez, presentan una “crítica a las conceptualizaciones
del cuerpo como una tabula rasa en donde la cultura escribe sus
códigos. En vez, estamos impresionadas por el grado de intencionalidad y agencia del cuerpo en crear experiencias” (1994: 164).
De acuerdo con Bourdieu, el cuerpo, sus disposiciones y prácticas, constituyen la bisagra entre agencia y estructura, entre lo subjetivo y lo social. Para explicar este mecanismo se vale del constructo
habitus, es decir, “un sistema de disposiciones durables y transponibles, estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como
Corporalidades del poder: reflexiones sobre el estudio
de la violencia desde la psicología
331
estructuras estructurantes” (Bourdieu, 1980: 80). El habitus deviene
en una matriz de percepciones, juicios y acciones que puede persistir aún si las condiciones que permitieron su configuración fueran alteradas, pues crea disposiciones perdurables que se encarnan
en el cuerpo. Dichas disposiciones corporales son producidas por
la socialización, así, el habitus explica cómo lo sociocultural y los
sistemas de clasificación dominantes, habitan el cuerpo y organizan la experiencia individual. El habitus difiere según la clase social
y determina la capacidad de agencia de las personas en los campos
donde se desenvuelve (Bourdieu, 1979).
No me siento en la capacidad de hablar de la configuración
de los habitus de los estudiantes, y por ende de sus disposiciones a
actuar en campos de fuerza como el que protagonizábamos. Pero lo
que sí puedo decir es que las nociones dominantes de clase y raza
incorporadas en nuestros cuerpos influían en nuestro sentir frente y
a causa del otro, eran parte de nuestras tendencias comportamentales automáticas y, las emociones que nos provocaban, puedo inferir, no eran necesariamente inteligibles para cada uno de nosotros:
se activaron en la dinámica interpersonal que construimos en ese
bus escolar sin necesidad de recurrir a la razón, es decir, sin necesidad de pensar sobre nuestra conducta antes de actuar. Como bien
explica Bourdieu: “[...] el mundo social está sembrado de llamadas
al orden [...] que como una luz roja al frenar, ponen en funcionamiento disposiciones corporales profundamente arraigadas sin pasar por las vías de la conciencia y el cálculo” (2000: 232).
Llegado a este punto, empezaba a hacerme consciente, no sin
incomodidad, por lo que yo creía que mi cuerpo representaba y,
por mis tendencias comportamentales y esquemas inconscientes
que se activaban en procesos de investigación con “grupos marginados”: ¿era la mujer de tez blanca y de clase media que estudiaba
procesos sociales para liberar a los pobres de su opresión? ¿Quién
me había dado ese poder “mesiánico”? ¿Acaso me podía jactar de
mi liberación y de su opresión? Este proceso de investigación en
particular me hizo cuestionar mucho mis prácticas sociales, la forma en la que había sido socializada y cómo todo eso influía en mi
forma de investigar la realidad social de los llamados “excluidos”.
Me daba cuenta entonces, de que no podemos simplemente escapar de la tendencia incorporada de reproducir ciertos esquemas
332
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
sociales establecidos, pues la ideología dominante en Guatemala
–clasista, racista y machista–, irrumpe en nuestras relaciones sociales cotidianas.
Pasamos por una valla publicitaria grande que exhibía a una
mujer rubia (a una “canche”), blanca y de ojos azules, en ropa interior. Entre risas nerviosas, los estudiantes hicieron comentarios
sobre el cuerpo de la mujer. ¡Mira qué rica esa canchona! ¡Rica
esa canche! ¡Yo me la cojo! Sentía cómo el rechazo inicial que
había percibido hacia mi persona se transformaba en una especie
de deseo con agresión siempre tácita. Disimuladamente me pasé
a uno de los asientos donde se hallaban dos alumnas. Tal vez, por
compartir la misma condición de género, pude entablar una conversación más fluida sobre su dinámica escolar. Llegamos al asentamiento, nos bajamos del bus en medio de un terreno de tierra y
caminamos hacia la escuela. En el trayecto, algunos jóvenes del
grupo con el que había interactuado en el autobús me abordaron y
me hicieron preguntas sobre lo que estaba haciendo. Les expliqué
nuevamente a grandes rasgos el estudio, sin ahondar en el significado de “educación popular”. Ellos escucharon atentos. Al llegar
a la escuela, me explicaron dónde podía encontrar al director. La
rudeza en su trato había mermado, aunque la desconfianza seguía
presente. Cuando encontré al director, lo primero que me dijo fue
que tuviera precaución: lamentablemente la mayoría de nuestros
estudiantes están en la mara o en la pandilla, uno siempre anda
aquí con cuidado, más usted por ser mujer. La figura de “hombre
depredador”, o más bien, del hombre joven violento de barrio urbano-marginal, cuya piel tiende a ser morena, volvía a emerger. Pero
mi mirada había sufrido una fisura.
Representaciones de la “desviación social” y de la “salud
mental”: el poder en la mirada de la ciencia
Como locos, podíamos verlos más como personas si sabíamos acercarnos lo más posible y comunicarnos con ellos. Y cuando realmente lo hicimos, cuando acortamos la ‘distancia’ que nos separaba de
ellos, pudimos percatarnos de que no eran tan ‘diferentes’, que era
posible la compasión, el sentir como ellos, el identificarnos con
ellos. La locura de los otros podía servirnos como espejo más o
Corporalidades del poder: reflexiones sobre el estudio
de la violencia desde la psicología
333
menos deformante de nuestra realidad psíquica, de nuestra propia
locura reprimida. Por eso la locura asustaba y tendía a proyectarse
en otros, pero también atraía, fascinaba y contaminaba. La locura
podía ser asimilada como un fenómeno colectivo, y redistribuida
dentro de una misma comunidad, para que unos no fueran tan locos, ni otros tan normales. Y así todos seríamos más felices y más
libres (González Duro, 2000: 14).
El día de mi experiencia fallida en aquella escuela de El Salvador en
el año 2010, recuerdo haber salido del aula, de ese campo de fuerzas, ofuscada y aliviada a la vez. Pero seguía latente la sensación
de que la masculinidad había ganado la batalla y que la prueba
misma, como recurso de poder, había contribuido a estigmatizar
a esos jóvenes clase baja “por delincuentes” o por sus supuestas
tendencias, casi innatas, a violar las normas sociales establecidas.
Y es que el primer contacto que tuve con ese grupo de estudiantes
fue en su aula escolar, yo posicionada como ese ente externo e interviniente que los investiga –sujeto–, y ellos como parte del terreno
a investigar –objetos–, es decir, como “fenómenos” de estudio. Sí,
literalmente, como fenómenos.
En mi caso, los cuerpos de los jóvenes salvadoreños en conflicto con la ley estaban trazados de antemano por mi historia de vida,
por mi condición social, de raza y de género, por la sobreabundancia de mensajes en los medios de comunicación sobre maras y
pandillas, y por las leyendas urbanas que sobre estas mismas agrupaciones corren sueltas entre la población salvadoreña. Pero también, por mi formación como psicóloga. Los manuales científicos
de diagnóstico, como el Diagnostic and Statistical Manual of Mental
Disorders –dsm–, con sus listados de síndromes y síntomas, condicionaban mi mirada, mi búsqueda de casos de estudio. Casos que
no son nada sin una imagen forjada de antemano del fenómeno, del
“anormal”. Los cuerpos de los jóvenes en esa aula escolar debían
parecerme amenazantes, por estar trastornados, por ser depositarios
de impulsos violentos, por ser hombres jóvenes de tez morena y
pobres de áreas marginales. Pero para hacer real al monstruo, mi
persona debía encarnar a la damisela en peligro: mujer blanca y
joven de clase media.
Aunque como psicólogos nos piden neutralidad y objetividad,
nuestras configuraciones ideológicas se infiltran y de forma tal vez
334
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
más elegante, las teorías clínicas sobre el comportamiento anormal
se desparraman como tinta sobre el papel en blanco y sólo vemos
las manchas que producen. Manchas a interpretar según nuestro
propio filtro ideológico, tal como una prueba proyectiva de Rorschach. Así, si no vamos más allá de la cuadrícula de síntomas y
del dibujo inconsciente y socialmente creado del desviado, seguramente veremos “criaturas amenazantes”.
Año 2011. Me encontraba trabajando en la construcción de un
marco explicativo sobre el trastorno disocial de la personalidad. Partíamos de las interpretaciones sobre su etiología y patogénesis según
las distintas corrientes de la psicología: psicoanálisis, conductismo,
cognitivismo, psicología social y neurociencias, todas aplicadas
al caso de El Salvador. Habíamos decidido analizar teóricamente
este trastorno, ya que pensábamos que nos permitiría comprender
clínicamente el comportamiento de los miembros de las maras y
pandillas de ese país. Esta suposición se basaba en una hipótesis:
el comportamiento violento de estos individuos, más que una agresión planificada con antelación y cálculo –psicopatía–, consistía en
agresiones de tipo impulsivo donde el componente emocional es
medular (American Psychiatric Association, 2013).
El trastorno disocial de la personalidad, como parte de los
comportamientos violentos impulsivos de la niñez y/o adolescencia,
se localiza en la categoría “Trastornos perturbadores, del control de
impulsos y de conducta” del dsm v (American Psychiatric Association,
2013); y se define como “un patrón de comportamiento, repetitivo
y persistente, en el que se violan derechos básicos de otras personas
o normas sociales que se consideran adecuadas para la edad del
individuo” (Molinuevo Alonso, 2014: 53, énfasis mío). En general,
explican Trujillo, Pineda y Puerta (2007), esta problemática
de la salud mental se caracteriza por el rechazo a las figuras de
autoridad, lo que con frecuencia los predispone a cometer actos
delincuenciales persistentes y reincidentes y, a padecer trastornos
depresivos y/o toxicómanos (American Psychiatric Association,
2000). En la vida adulta son propensos a maltratar a la pareja e
hijos, y a desarrollar un trastorno de personalidad antisocial, es
decir, psicopatía (American Psychiatric Association, 2000). Pero
a diferencia de los psicópatas, los violentos impulsivos, una vez
terminado el episodio de violencia y sobre todo cuando logran
Corporalidades del poder: reflexiones sobre el estudio
de la violencia desde la psicología
335
controlar sus emociones, pueden padecer sentimientos de culpa
(American Psychiatric Association, 2000). Este “componente
emocional” es algo que Robert Brenneman desarrolla extensamente
en su artículo, que forma parte de este libro, a través de las “lágrimas
de Camilo”.
Esta ficha clínica del adolescente con trastorno disocial de la
personalidad fue mi primera explicación “científica” del comportamiento violento de las maras y las pandillas. No obstante, mientras
más me internaba en el fenómeno junto a otros investigadores, se
hacía evidente que remitirnos a la cuadrícula de síntomas dibujada
por el dsm v sobre el comportamiento violento impulsivo era estancarse en una versión parcial de la historia, que incluso parecía reforzar algún tipo de estigma social. De acuerdo con Goffman, estigma “hace referencia a un atributo profundamente desacreditador;
pero lo que en realidad se necesita es un lenguaje de relaciones, no
de atributos” (2006: 13). Y es que los paradigmas científicos a través
de los cuales fui formada como psicóloga, incidieron en mis disposiciones a actuar –habitus– y en las representaciones sociales que
se activan en procesos de investigación sobre el comportamiento
violento. Y es allí, en las relaciones entre investigador e investigados, donde el estigma social puede actuar, naturalizando nociones
de la “desviación social” y “salud mental” reduccionistas, bajo la
justificación de la “ciencia”.
Si seguíamos al pie de la letra la descripción del dsm v del trastorno disocial de la personalidad, sin cuestionar su contenido, caíamos en la tentación de reducir la salud mental a un estado individual que se alcanza cumpliendo las normas sociales establecidas.
Reforzando la idea que los individuos desviados son aquellos que
no se han adaptado correctamente a la sociedad, y que por ende,
necesitan algún tipo de tratamiento para corregir su conducta. Así,
la “anormalidad” de quien despliega comportamientos violentos se
abstrae del contexto social que lo condiciona y la violencia se “psicologiza”, se encierra en las paredes ilusorias de lo subjetivo.
Por violencia, entiendo junto al psicólogo social Martín Baró,
“todo acto al que se aplique una dosis de fuerza excesiva” (1985:
365), y que busque “sacar a algo o a alguien de su estado o situación
natural” (Martin Baró, 1985: 367). La forma en la que se explique
336
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
ese estado o situación natural, expone Martín Baró, “constituye el
punto crítico para la determinación de lo que es y no es violento”
(1985: 368).
De acuerdo al psiquiatra González Duro (2000), miembro del
movimiento anti psiquiátrico surgido en los setentas, las ciencias de
la salud en general, basan su acción sobre la idea que la estructura
social es un sistema ordenado, regido por roles sociales establecidos que son jerárquicos y neutrales. Por ende, los profesionales de
la salud estamos llamados a “normalizar la conducta desviada y
restablecer el orden natural de las cosas” (González Duro, 2000:
14). Si aplicamos esta noción de sociedad al análisis del trastorno
disocial de la personalidad, como expone Martín Baró, no debería
sorprendernos “que el objetivo declarado de la mayor parte de los
trabajos sobre violencia en psicología social sea el de reducir o
controlar ‘la violencia antisocial’” (1985: 368). Y es que las ciencias de la salud han tendido a encubrir con vestimentas de “ciencia”, advierte González Duro (2000), una ideología conservadora
para explicar el funcionamiento de los individuos y de la estructura social, donde “enfermedad mental” es representada como un
desorden interior –subjetividad– que produce un desorden exterior
–sociedad– que debe ser corregido y controlado para preservar la
armonía social.
Según Henríquez (2000), el problema de fondo es que los profesionales de la salud hemos sido formados bajo el modelo de salud
biomédico. El rasgo estructural central de este modelo es el biologismo, el cual concibe la enfermedad como “un hecho natural,
biológico, y no un hecho social histórico” (2000: 224; énfasis mío);
y esto justifica que se ignoren los “procesos histórico sociales que
operan sobre el proceso de salud/enfermedad” (Nájera, 1992, citado por Henríquez, 2000: 441). Así, la conceptualización de salud
se reduce a nociones “de no-enfermedad, de normalidad o de bienestar” (Alarcón y Kroeger, 1991, citado por Henríquez, 2000: 441).
Humanización del “desviado”
Año 2010. Una organización católica requirió a un grupo de psicólogos para generar informes clínicos sobre el coeficiente intelectual
y la salud mental de miembros pasivos o en proceso de “calmarse”
Corporalidades del poder: reflexiones sobre el estudio
de la violencia desde la psicología
337
de la Mara Salvatrucha “MS 13” y de la Pandilla Callejera “Barrio
18”. Los de mejores puntajes serían seleccionados para laborar en
una maquila a pesar de su pasado. Este proyecto de rehabilitación
era experimental: el dueño de una maquila había aceptado dar trabajo, como operarios de producción, a ex delincuentes y “ver qué
pasaba”. Para mí, como psicóloga, era una oportunidad para poner en práctica lo aprendido en la universidad sobre las patologías
mentales y en específico sobre el comportamiento violento, siendo
una de mis bases el Diagnostic and Statistical Manual of Mental
Disorders en su cuarta edición.
Recuerdo haberme encontrado muy temprano en la mañana
con el grupo de psicólogos en algún punto de Antiguo Cuscatlán,
municipio del departamento de La Libertad, y haber tomado juntos
un bus hacia el municipio de Mejicanos, parte del departamento
de San Salvador. Debíamos llegar a la casa de la socióloga que
coordinaba el proyecto y caminar desde ahí hasta las instalaciones
de la organización católica. Éstas se localizaban en la colonia las
Delicias en Mejicanos, municipio donde se superponían colonias
residenciales y zonas marginales. Durante la guerra civil de El Salvador, el municipio de Mejicanos había sido una de las llamadas
“zonas liberadas” por la guerrilla, pero poco a poco se hizo famosa
junto a Soyapango y Apopa por sus altos índices de criminalidad.
Llegamos a la organización católica sudados por la caminata, y
un poco nerviosos: era la primera vez que trabajaríamos cara a cara
con los “demonios truchos”. En un salón rectangular y desteñido,
cuyas ventanas daban a un pasaje terroso, habían dispuesto una
serie de escritorios pegados unos con otros. En cada escritorio había una silla para un psicólogo y otra para su paciente, es decir, un
miembro de una de las agrupaciones delictivas: la Mara Salvatrucha
“ms 13” y la Pandilla Callejera “Barrio 18”. Debíamos trabajar durante aproximadamente dos horas con uno de los grupos delictivos
y luego con el bando opuesto. Eso nos situaba en una especie de
ruleta rusa.
Cada psicólogo se instaló en su escritorio con sus pruebas psicométricas, un lápiz, un borrador, un sacapuntas, hojas en blanco,
un lapicero y una libretita de notas. Entró el grupo del “Barrio 18”.
La mayoría eran hombres, pero había una mujer. Ella era morena,
pelo negro lacio recogido en una cola, ojos grandes, complexión
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Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
media. Medía un metro y sesenta centímetros más o menos. Tenía
un 18 tatuado en la cara y su cuerpo me evocaba un nudo tenso.
Se sentó frente a mí. Me presenté como miembro de un equipo de
psicólogos de una universidad privada y le expliqué lo que íbamos
a hacer. Ella asintió desganada. Hizo las pruebas de inteligencia sin
mayor motivación. Luego realizamos unas pruebas proyectivas e
iniciamos la entrevista.
“Susana” vivía en un barrio pobre de Mejicanos. Era hija única
y vivía solamente con su madre. El padre las había abandonado
cuando ella era pequeña, no sin antes violentarlas física y sexualmente. Ingresó en su adolescencia a la pandilla y fue novia del jefe
de la clica, quien como su padre, la violentó física y sexualmente.
En esos momentos él estaba preso, por lo que ella aprovechó para
salirse de la pandilla. Tenía 18 años, no había terminado la escuela
y nunca había laborado. Uno de sus mayores problemas eran los
reproches de su madre. Llevaban casi un año sin pagar la renta y
ante el estrés, a la madre se le entumecían los músculos y pasaba
postrada en la cama. Susana tenía que arreglárselas para conseguir la medicina que la aliviara, pero ¿cómo? La madre hacía el
esfuerzo de levantarse únicamente para ir a la iglesia evangélica,
y obligaba a Susana a asistir para que se “curara” o más bien, para
que la “exorcizaran”. Pero Susana lo odiaba, sentía todas las miradas recriminadoras puestas en su cuerpo. Susana necesitaba más
bien que alguien creyera en ella y que alguna de sus experiencias
interpersonales rompiera con la tónica de la violencia hacia ella: la
chica mala. Susana había asesinado no sé a cuántas personas, pero
desde antes, sus experiencias interpersonales y sociales se habían
encargado de matar algo dentro de ella.
Susana no nació con una “mente perversa”. Susana creció en
un barrio pobre y etiquetado de “rojo”, sin derecho a salud y educación pública digna, víctima de agresiones físicas y sexuales desde
su adolescencia, sin más refugio que un hogar del que probablemente la saquen por no poder pagar la renta, y una iglesia donde
un dios castigador la estigmatiza por pecadora. El comportamiento violento de Susana puede considerarse, más bien, una práctica
acorde a su historia de vida. Como diría Martín Baró, “puede ser
que un trastorno psíquico constituya un modo anormal de reaccionar frente a una situación normal; pero bien puede ocurrir también
Corporalidades del poder: reflexiones sobre el estudio
de la violencia desde la psicología
339
que se trate de una reacción normal frente a una situación anormal”
(2000: 27; énfasis mío). Lo “anormal” en la historia de Susana, son
los contextos y las relaciones sociales tan perturbadoras en las que
creció. En sintonía, Ubilla, miembro de la Sociedad Internacional
Erich Fromm se pregunta:
¿Es la manifestación de una sicopatología un signo de un desarrollo
individual defectuoso, de una sensibilidad patológica o será que
aquellos hombres, que manifiestan una enfermedad, son más sanos
que los normales, porque reaccionan a través de síntomas psíquicos
ante una sociedad, una familia o una empresa insana? (2009: 160).
Susana necesitaba el trabajo en esa maquila pero, de acuerdo con
las pruebas “científicas”, ella cumplía con todos los síntomas de un
problema de conducta antisocial que la imposibilita para desempeñarse normalmente en la vida laboral. En otras palabras, según manuales como el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders –dsm–, Susana no se encuentra apta para funcionar según las
reglas de la sociedad salvadoreña: sufre de desviación social. Y esta
situación constituye para Susana una experiencia más de violencia:
nuevamente es marginada de una sociedad que, podemos hipotetizar, siempre la excluyó. Pero si vemos la salud mental ya no como
consecuencia de la mala adaptación del individuo a las normas
sociales dominantes, sino que “como un problema de relaciones
sociales, interpersonales e intergrupales”, como un “carácter básico
de las relaciones humanas que define las posibilidades de humanización que se abren para los miembros de cada sociedad y grupo”
(Martín-Baró, 2000: 25-26), y osamos trastocar, aunque sea en un
microespacio, la forma de relacionarnos con el otro, ¿qué pasaría?
Al día siguiente de mi experiencia con Susana, trabajé con “Rafael” un hombre de aproximadamente 27 años, miembro de “la ms
13” desde los doce años, y ahora integrante recién bautizado de
una iglesita evangélica de Mejicanos. Llevaba una camisa a cuadros
y unos jeans azules flojos. Yo iba vestida como solía hacerlo en esas
ocasiones: jeans, blusa holgada y sandalias. Era un hombre grande, con espalda ancha, brazos rollizos y un poco musculosos, piel
aceitosa y morena, mandíbula pronunciada, labios gruesos, frente
rectangular, ojos color carbón. Un hombre así fácilmente me podría
hacer daño, y yo tendría pocos recursos para defenderme. Pero esta
340
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
vez tenía su rostro frente al mío, podía ver sus ojos, nos separaba
sólo una raquítica mesa de madera.
Me presenté y le expliqué lo que haríamos. Él me observaba
fijamente mientras hablaba con mi kit de psicóloga esparcido sobre la mesa. Empezamos por las pruebas de inteligencia, Rafael las
respondía con una facilidad sorprendente y yo lo reforzaba continuamente. Luego hicimos las pruebas proyectivas e iniciamos la
entrevista. Rafael me contó que había sido jefe de clica, pero que
ahora se había convertido a la religión cristiana evangélica. Mientras que Rafael me explicaba las diferencias y convergencias entre
su “yo pasado” y su “yo presente” hace una pausa y me dice: “mire,
chelita, yo le debo una disculpa”. “¿Por qué?”, le respondí, desconcertada. “Cuando la vi, yo dije: vale verga y esta chele qué putas me
va venir a decir a mí, si no sabe nada, no entiende nada de lo que
yo he vivido. Solo me va a venir a joder”. Yo lo miraba atentamente
mientras hablaba y movía expresivamente sus brazos y ojos. “Pero
fíjese chele, que en realidad me equivoqué: usted es vergona. ¿Sabe
por qué?” “No”, respondí, sorprendida y con curiosidad. “Porque
se atrevió a verme a los ojos, no me tuvo miedo. Vergón chelita.”
Quise decirle que la careta de demonio se me había caído en el
camino, que este proceso me había confrontado con mis propios
fantasmas, pero me remití a sonreír abiertamente: no hacía falta
mediar palabra.
Conclusiones
La “comunicación emocional” fluye sin importar nuestros intentos
por controlar el ambiente y a nosotros mismos que como psicólogos investigadores nos ponemos nuestro corsé de objetividad. La
comunicación entre investigadores e investigados no ocurre sólo en
un nivel verbal, sino que las emociones ejercen un papel esencial
en esta interacción; y dentro de esta comunicación tácita, el cuerpo en sí, funge como un símbolo sociocultural a través del cual se
materializan e infieren aspectos de clase, raza y género y, nociones
dominantes sobre salud mental y desviación social. El cuerpo según
lo concibo a lo largo de este texto, trasciende lo biológico y se interna al mundo de lo político, social y cultural.
Corporalidades del poder: reflexiones sobre el estudio
de la violencia desde la psicología
341
Así, la relación entre investigador e investigado se ve condicionada por el poder, aun cuando racionalmente los investigadores decimos ser neutrales. Y es que, entre otras cosas, el imaginario sobre
cómo debe lucir y actuar una persona sana y aceptada socialmente
se infiltra en la relación de poder que se establece entre un investigador y un investigado. Más si ubicamos al investigador dentro del
campo de la psicología, con sus técnicas descontextualizadas para
diagnosticar a los desviados, y a los investigados, en el difícil mundo de la violencia delincuencial, de “la vida loca”.
El psicólogo investigador formado para identificar casos de
comportamiento desviado configura, previo a su primer trabajo de
campo en el tema, una representación del violento anormal, una
imagen corporal sobre éste. Mientras que los jóvenes investigados
tienden a encarnar al desviado, literalmente al fenómeno-problema
de estudio, tal como una profecía autocumplida o un mecanismo
de defensa ante el estigma. Estos procesos no obstante, fluyen en un
nivel más profundo que el de la conciencia –habitus. Por ende, son
difícilmente percibidos en las dinámicas sociales que establecemos. Debemos hacer un esfuerzo extra para hacerlos conscientes.
Dentro de los acuerdos de ética profesional, por ejemplo, al
psicólogo investigador se le exige explícitamente objetividad y neutralidad en su trato con el otro. Es decir, control de su emocionalidad. Pero seamos investigadores o no, psicólogos o técnicos en
computación, lo emocional se cuela entre nuestros pensamientos,
entre nuestros intentos inútiles de autocontrol. Nos enfermamos
por estrés, cuando deseamos mantener la calma somos presa de
emociones involuntarias, a pesar del cansancio nos da insomnio,
la atracción que sentimos por una persona rebasa las explicaciones
lógicas, consumimos alcohol y drogas para aplacar algo que no
podemos poner en palabras pero que está ahí, como una sombra
parada en la puerta de entrada que observa y condiciona nuestros
movimientos. El reino utópico de La Razón se desmorona. Las emociones, como el océano, irrumpen con el vaivén de sus olas, con
la densidad de sus aguas, con las criaturas inobservables que lo
moran. Lo emocional, a través del cuerpo, a veces dice más que la
palabra.
342
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abordajes y experiencias desde la investigación social
Referencias
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Tema: Torotumbo
Nombre artista: Juana Victoria González Galeotti
Concurso: Jóvenes que pintan
Técnica: Mixta sobre papel
Premio: Tercer lugar, 1994
Capítulo 12
El trauma vicario en las
investigaciones de violencias
Judith erazo
Resumen
E
ste capítulo trata sobre el impacto emocional que puede tener
el proceso investigativo sobre las personas que se dedican a
investigar la violencia, particularmente la violencia sexual. En
la literatura especializada, a esta afectación emocional se le conoce
como trauma vicario, desgaste emocional por empatía o trauma
secundario. El capítulo se basa en la experiencia personal de la autora con el proceso de investigación y acompañamiento psicosocial
de mujeres víctimas de violencia sexual en Sepur Zarco, una aldea
predominantemente q’eqchi’ en el noreste de Guatemala. Este esfuerzo inició en 1998 gracias al apoyo del Equipo de Estudios Comunitarios y Acción Psicosocial (ecap), y continúa hasta la fecha. La
experiencia permite conocer los retos que la autora, junto con el
equipo de investigación, tuvo que sobrepasar con las participantes
del estudio en un contexto de inseguridad y amenazas, y los aprendizajes que ha acumulado con el pasar de los años.
El trauma vicario en los procesos de investigación
Una situación poco abordada en el ámbito académico es el
impacto emocional que tienen las violencias de diversos tipos en
las investigadoras que las estudian. Por lo general, esta situación
no se reconoce como un problema que afecta a las personas
durante y después de los procesos investigativos que emprenden.
En este sentido, es importante abordar este tema desde una postura
ética: revisarlo, discutirlo con base en las experiencias empíricas
que se conozcan, e investigarlo a fondo con el fin de mejorar las
347
348
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
investigaciones sobre violencia, tanto para las investigadoras como
para los participantes. El abordaje ético del tema implica también
buscar elementos que permitan tomar medidas de prevención,
autocuidado y abordaje posterior para evitar que las secuelas
psicológicas en las investigadoras sean mayores.
Al investigar violencias estamos abordando a víctimas que han
padecido o padecen dolor, sufrimiento, culpa, agravios a su dignidad, estigmatizaciones, soledad, entre muchas otras afecciones enmarcadas en su condición humana. Por ello, es necesario conocer
y actuar en consecuencia con una postura ética que evite causar
mayores daños y, en lo posible, que apoye a sobrellevar la condición en la que se encuentren estas personas.
En principio, es necesario comprender el proceso por el cual
una persona se convierte en víctima. Según Albertín (2006), la victimización primaria es aquella que ocurre cuando una persona sufre
un acto con efectos físicos, psíquicos, económicos o de rechazo
social que se mantienen en el tiempo. La victimización secundaria,
por su parte, se deriva de las relaciones de la víctima con las instituciones sociales. Este tipo de victimización ocurre cuando el sistema
solicita servicios sociales, sanitarios o jurídicos de las víctimas, o
cuando las pone en contacto con los medios de comunicación o la
academia. En los servicios del Estado, este tipo de victimización se
puede observar, por ejemplo, en la despersonalización en el trato,
en la carencia de información, en la falta de intimidad y protección,
en el uso excesivo de tecnicismos, en la lentitud en los procesos
burocráticos, o cuando la credibilidad de la víctima se pone en
duda. Por último, la victimización terciaria ocurre cuando la víctima, independientemente del resultado de los procesos mencionados anteriormente, se siente desamparada como consecuencia de
las reacciones posteriores de las personas en su entorno social que,
por ejemplo, la culpabilizan o estigmatizan (246-247).
Las personas o grupos de personas que han sufrido violencias
probablemente padecen una o varias de las condiciones descritas,
y a esta situación es a la que se enfrentan las investigadoras. Según
Duque y Gómez (2014):
Escuchar cotidianamente historias de violencia y trabajar con el sufrimiento humano, representan un alto riesgo para los profesiona-
El trauma vicario en las
investigaciones de violencias
349
les involucrados. Algunos se identifican tanto con las víctimas que
terminan por contagiarse de su dolor y sufrir como ellas, otros se
vuelven insensibles o reviven sus propias experiencias de violencia o traumas. Todas estas reacciones son “normales” ante hechos
anormales y parten de un mismo fenómeno, que si no se aborda,
termina por afectar la salud física y emocional del profesional, a la
víctima-sobreviviente y al trabajo mismo (11).
Al trabajar con personas que sufren por las violencias a las que
han sido expuestas, sin las adecuadas medidas protectoras y sin
realizar una adecuada identificación de riesgos, las investigadoras
están expuestas a lo que se conoce como trauma vicario, el cual se
refiere a “todas aquellas huellas o heridas producidas de forma directa o indirecta por narraciones, escritos, relatos, impunidad, etc.,
sobre hechos abyectos, los cuales impactan en la salud mental”
(Paniagua, s.f.: 3). Además, estas personas corren el riesgo de que su
trabajo traiga a flote sus propias experiencias de violencia, lo cual
puede agravar su condición y debilitar su capacidad para afrontar
el trauma vicario.
En la literatura especializada, el trauma vicario se conoce también como trauma secundario, desgaste emocional por empatía o
estrés traumático secundario, y comparte características con el trastorno por estrés agudo, con el trastorno por estrés postraumático,
y con el síndrome de quemado o burnout. El Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (dsm-5) no define exactamente
el concepto de trauma vicario, aunque sí se refiere a las personas
expuestas indirectamente a eventos traumáticos como susceptibles
de ser afectadas por eventos estresantes o traumáticos. Sin embargo, algunos autores utilizan el concepto de estrés traumático secundario del psicólogo Charles Figley, el cual se refiere a “aquellas
emociones y conductas resultantes de entrar en contacto con un
evento traumático experimentado por otro” (Moreno-Jiménez, et
al., 2004: 217). Por lo general, el trabajo de estos autores trata sobre
el proceso que sufren los profesionales de las disciplinas dedicadas
al cuidado del dolor o sufrimiento humano, como los médicos, paramédicos, psicólogos y otros profesionales encargados de asistir
desastres, accidentes o a cualquier tipo de víctimas de violencia
(Moreno-Jiménez, et al., 2004).
350
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Paradójicamente, la explicación central de Figley es que, para
que una persona sufra de desgaste emocional, es necesario tener
empatía, un recurso que también es necesario para poder trabajar
con las personas que han experimentado algún trauma. De hecho,
para atender y proteger a una víctima e investigar su caso, es indispensable llegar a tener empatía con la misma. Sin embargo, este recurso básico también puede llevar a que las personas que trabajan
con víctimas sean vulnerables al trauma vicario y generen síntomas
similares a ellas.
El trauma vicario comparte algunas características con el trastorno por estrés agudo y con el trastorno por estrés postraumático, los cuales por lo general son padecidos por personas que han
experimentado situaciones “que invocan sentimientos de miedo,
impotencia u horror”, tales como “[e]l combate, la agresión sexual
y los desastres naturales o generados por el hombre” (Greist, 2017:
1). Todos estos trastornos son similares pero difieren por el período
en el que inician y por el tiempo que duran. En términos generales,
el trastorno por estrés agudo inicia inmediatamente después de que
la persona sufre un trauma, y puede durar hasta un mes, mientras
que el trastorno por estrés postraumático puede tardar hasta seis
meses en aparecer después del trauma, y dura más que el trastorno
por estrés agudo. Las personas que padecen estos trastornos por lo
general evitan cualquier situación que les recuerde el episodio traumático, y presentan recuerdos recurrentes y hasta pesadillas asociadas con el mismo (Greist, 2017: 1).
Otra problemática que comparte algunas características con el
trauma vicario es el síndrome de quemado o burnout, también conocido como síndrome de desgaste profesional. Este síndrome es
una respuesta al estrés laboral crónico que afecta a aquellas personas cuyo trabajo tiene como objetivo ayudar y apoyar a otros.
El padecimiento puede generar en el profesional síntomas que van
desde el agotamiento físico, mental y emocional, hasta las relaciones conflictivas interpersonales (Thomaé, et al., 2006: 19). Cuando
la situación es crónica, los síntomas pueden empeorar y llegar incluso a debilitar el sistema inmunológico, lo cual puede aumentar
la probabilidad de sufrir enfermedades agudas o crónicas (Duque y
Gómez, 2014: 15-16).
El trauma vicario en las
investigaciones de violencias
351
Preparación y protección adecuada para una investigación
En algunos contextos, es común que las investigadoras lleven a
cabo procesos de investigación sobre diversas violencias sin prepararse y protegerse adecuadamente del impacto emocional que
sus investigaciones pueden tener en su salud mental. Aunque esta
situación está cambiando y cada vez hay más conocimiento sobre
el desgaste emocional, falta profundizar sobre el trauma vicario y
sus secuelas a largo plazo. Otra situación que es común es que las
personas que participan en las investigaciones, ya sea como testigos
o informantes, por lo general no tienen un adecuado acompañamiento psicosocial al momento de revivir situaciones de violencia
o traumas psicosociales de diversa gravedad en entrevistas o grupos
focales. Sin embargo, al igual que con los procesos de cuidado de
las investigadoras, cada vez se acepta más que las investigaciones
pueden revivir traumas y llevar a revictimizar a las personas o grupos afectados por eventos traumáticos. Esto ha hecho que el acompañamiento psicosocial y las acciones sin daño sean cada vez más
utilizados en las investigaciones.
Según el Consenso Mundial de Normas Mínimas,103 las investigaciones con víctimas de violencia deben tener una perspectiva
psicosocial. Por “perspectiva psicosocial” se refiere “al conjunto
de acciones que deben tenerse en cuenta y desarrollarse a nivel
individual, familiar, comunitario y social por parte de todas las instituciones, equipos y profesionales que intervienen para garantizar
el carácter reparador de los procesos investigativos, tanto para las
víctimas directas o indirectas como para la sociedad en su conjunto” (Navarro, et al., 2007: 14-15). La implementación de esta
perspectiva no es competencia exclusiva de un equipo específico
de profesionales de salud mental o de trabajo comunitario, sino
que constituye un eje que debe permear todas y cada una de las
acciones de los diferentes equipos o profesionales de cada una de
las disciplinas que intervengan en una investigación.
El consenso mencionado anteriormente lista una serie de normas que se pueden aplicar en varios contextos y ámbitos de trabajo,
entre ellos las investigaciones sobre la violencia. A grandes rasgos,
103 Consenso mundial de principios y normas mínimas sobre trabajo psicosocial en procesos de búsqueda e investigaciones forenses para casos de desapariciones forzadas,
ejecuciones arbitrarias o extrajudiciales. Véase Navarro, et al. (2007).
352
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
estas normas se fundamentan en la idea de que el trabajo psicosocial debe hacerse en función de las demandas y expectativas de
las víctimas y de sus familiares y comunidades, y que debe contribuir a que todos enfrenten el dolor, reflexionen sobre su bienestar
emocional en conjunto, y restablezcan los lazos sociales que hayan
perdido en el proceso (Navarro, et al., 2007: 47).
Un primer elemento importante es incluir en los protocolos éticos el principio de que todas las personas integrantes de los equipos de investigación deberán ante todo garantizar que no generarán
más daño a las víctimas, sino que fomentarán las acciones reparadoras y evitarán en todo momento la revictimización para potenciar
la dignidad, autonomía y libertad de las mismas. Todo esto se basa
en la idea de que cualquier técnica de investigación (como una
entrevista, por ejemplo) tiene que ser reparadora para la persona, es
decir, que tiene que hacer posible que la persona comprenda lo que
le ocurrió y le dé algún sentido (Navarro, 2016: 3).
Otra recomendación importante es que cada investigador debe
conocerse a sí mismo y reflexionar sobre sus propios límites y posibilidades. Esto implica que cada investigador debe reconocer qué
temas, tipos de población o eventos le pueden afectar personalmente. Algunas personas, por ejemplo, reconocen que no pueden
trabajar con niños y niñas porque son más sensibles al sufrimiento
de ellos que al de los adultos. En otros casos, la historia personal
de cada investigador puede establecer ciertos límites. Las personas
que han sufrido algún tipo de violencia sexual, por ejemplo, por lo
general no pueden llevar a cabo investigaciones relacionadas con
ese tema, y deben reflexionar detenidamente antes de involucrarse
en una de ellas. En algunos casos, personas que han superado el
trauma son capaces de trabajar con los temas que les han causado
sufrimiento en el pasado, y sus aportes se pueden enriquecer con
sus vivencias personales y la empatía que sienten por las víctimas.
Sin embargo, cuando no han superado el trauma, puede ser muy
riesgoso que estas personas se involucren en ese tipo de investigaciones, tanto para ellas como investigadoras como para las personas o grupos con los que estén trabajando.
Por último, un tercer elemento importante es utilizar metodologías investigativas que propicien el fortalecimiento de la persona en
El trauma vicario en las
investigaciones de violencias
353
su condición de sujeto. Esto implica situar a la persona en el centro
de la investigación y propiciar su propia reflexión y reconceptualización de los eventos de violencia que haya vivido. Este proceso
puede contribuir a validar el testimonio de la víctima para que sea
reconocida como tal. Sin embargo, las investigadoras que llevan a
cabo este tipo de procesos deben estar capacitadas adecuadamente.
De las medidas preventivas a la supervisión psicosocial
Además de las medidas generales mencionadas, existen otras acciones más concretas que las investigadoras pueden llevar a cabo
antes de emprender un proceso de investigación relacionado con la
violencia. Por lo general, la literatura especializada habla de medidas preventivas, autocuidado, cuidado de los equipos, debriefing y
de la supervisión psicosocial.
Medidas preventivas
Una de las medidas preventivas que las investigadoras pueden tomar es estar conscientes de sus propias capacidades y reconocer
sus propios límites antes de iniciar una investigación y durante el
tiempo que dure la misma. Además, debido a que las investigaciones con víctimas de violencia generan todo tipo de emociones,
también es necesario tener presente dos ideas fundamentales: que
el hecho violento no le ha ocurrido a la persona que investiga, y
que ella no tiene ningún tipo de responsabilidad sobre lo que le
ocurrió a la víctima con la que trabaja. Esto ayudará a que la persona que investiga no desarrolle el trauma vicario que mencionamos
(Navarro, 2016: 10).
Conjuntamente con esto, después de cada jornada de trabajo
con víctimas de violencia, las investigadoras deben tomar todas
las medidas necesarias para cuidarse a sí mismas (recuperarse físicamente, mantener rutinas habituales, hablar de las experiencias
y desahogarse, realizar actividades gratificantes), pero también
deben tomar en cuenta que no deben luchar contra los pensamientos, imágenes o pesadillas que presenten. Lo mejor, en estos
casos, es dejar fluir e integrar este tipo de experiencias, y evitar
apoyarse en hábitos nocivos como el consumo de alcohol o drogas (Navarro, 2016: 10).
354
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Por último, una tercera medida preventiva recomendable es
que las investigadoras participen en procesos de facilitación grupal
(como la supervisión psicosocial o el diebrefing, el cual será descrito más adelante), y que no duden en buscar ayuda profesional si
las reacciones de malestar perduran por más de un mes y medio y
comienzan a repercutir en su calidad de vida personal, familiar o
laboral (Navarro, 2016: 10).
Autocuidado
El autocuidado parte de la idea de que los adultos tienen la responsabilidad de cuidarse a sí mismos. Además de varias acciones
concretas que las personas que investigan pueden tomar (como
llevar un registro de los malestares físicos y psicológicos que presenten, no someterse a condiciones de estrés por períodos largos,
y mantener espacios separados del trabajo para recargar energías,
descansar y distraerse), algunos autores hablan del “vaciamiento”,
el cual se refiere al proceso por medio del cual las investigadoras
comparten sus relatos traumáticos con otros (Arón y Llanos, 2004:
7-9). Según estos autores, las personas que investigan deben llevar
a cabo el vaciamiento entre pares, pero no deben incluir a sus redes personales de apoyo, como la familia o la pareja, por ejemplo,
porque pueden afectar sus relaciones personales con ellas (Arón y
Llanos, 2004: 8).
Cuidado de los equipos
Otra medida importante que las investigadoras deben tomar en
cuenta antes de empezar un proyecto de investigación con víctimas
de violencia es el cuidado de los equipos, el cual se refiere a las
distintas acciones que las instituciones deben llevar a cabo para
garantizar el bienestar y la protección física y mental de las investigadoras que trabajan para ellas (Arón y Llanos, 2004: 9-12). Estas
acciones incluyen desde medidas que garanticen la seguridad de
las personas que investigan, hasta la generación de espacios de vaciamiento dentro de la institución misma. Un aspecto importante es
el estilo de liderazgo dentro de las instituciones, el cual idealmente
debe ser democrático y debe permitir el diálogo, la flexibilidad ante
eventualidades y generar un clima de confianza para que exista una
El trauma vicario en las
investigaciones de violencias
355
adecuada retroalimentación sobre la valoración, avances y retos del
trabajo (Arón y Llanos, 2004: 9-12).
Debriefing
En algunos casos, las investigadoras llevan a cabo investigaciones
que involucran violencia directa o comienzan a manifestar síntomas
de trauma vicario. En estos casos, vale la pena recurrir al debriefing
psicológico,104 el cual se entiende como una breve asistencia psicológica por un profesional entrenado que busca prevenir que el
trauma se instale de manera más permanente. Algunos autores consideran que este proceso puede ser una medida preventiva efectiva
contra el trauma vicario (Perren-Klingler, 2003: 26).
En general, con el debriefing un profesional entrenado busca
prevenir que las reacciones normales al estrés postraumático se
vuelvan crónicas, detectar de forma precoz los trastornos que necesiten una asistencia específica, y recomendar medidas de prevención selectiva, las cuales pueden incluir la referencia a un especialista de la psicología o psiquiatría (Perren-Klinger, 2003: 30). Esta
breve intervención hace posible que las investigadoras expresen
todo lo relacionado con los hechos traumáticos que han escuchado, ordenen el desarrollo de los hechos (que inicialmente pueden
parecerles confusos y desordenados), expresen sentimientos, emociones y conductas, y compartan el sufrimiento personal difícil y
penoso.
El debriefing puede trabajarse individualmente o en grupos. En
principio se basa en poner en palabras el dolor y el sufrimiento, ya
que hablar después de un evento traumático es una necesidad humana. Lo importante aquí es que la intervención debe involucrar un
diálogo psicosocial que favorezca los intercambios y permita que la
persona que escucha sienta empatía y comparta la emoción de la
persona que habla sin dejarse invadir por ella. Por todo esto, un debriefing debe ser facilitado por una persona capacitada y entrenada
para brindar este tipo de asistencia.
Un debriefing consta de dos etapas: la primera ocurre como
mínimo 72 horas o al menos una semana después del evento, y la
104 La palabra debriefing se puede traducir como “sesión informativa breve” o “decodificación”.
356
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
segunda a los seis meses. Diversos estudios (Perren-Klinger, 2003:
30) y mi experiencia personal indican que desde la primera intervención, en la mayoría de los casos, los síntomas disminuyen de
manera sensible, así como las reacciones al evento violento que
potencialmente podrían devenir en algún tipo de trastorno.
En mi labor profesional, he utilizado el debriefing con algunas
personas para ayudarlas a sobrepasar situaciones relacionadas con
su trabajo investigativo. Un caso, por ejemplo, involucró a dos investigadoras de 25 y 30 años de edad que estaban llevando a cabo
una investigación sobre las condiciones de vida de los privados de
libertad en las cárceles de Guatemala. Las investigadoras habían
realizado entrevistas por varias semanas y, al finalizar, la institución
para la que trabajaban había generado un espacio de contención y
descarga emocional para ellas. Ambas se encontraban visiblemente
afectadas psicológicamente, presentaban recuerdos recurrentes y
perturbadores (flashbacks, en inglés) y alteraciones del sueño que
podían ir acompañadas de intensa angustia psicológica y problemas fisiológicos. Todas estas eran manifestaciones de síntomas intrusivos que interferían en la vida cotidiana de las investigadoras.
Con el fin de ayudarlas a sobrepasar la situación, yo trabajé con
ellas un debriefing, un plan de autocuidado y psicoeducación, y
propicié acciones para que ambas pudieran generar un cierre emocional de su experiencia. Sin embargo, pasado algún tiempo, volví
a tener contacto con ellas y encontré que una todavía recordaba
una situación específica desagradable: el olor característico del hacinamiento en una cárcel, el cual permanecía como una huella en
su mente después de varios meses y se reactivaba en situaciones
no previstas. En este caso, los síntomas intrusivos en ambas investigadoras habían desaparecido y ambas habían vuelto a vivir la vida
con normalidad, pero una presentaba aún recuerdos desagradables.
Supervisión psicosocial
La supervisión psicosocial “es un procedimiento de asesoría, científicamente reconocido y practicado en muchos campos de trabajo que
propicia la reflexión sistemática y continua del accionar profesional”
(Duque, 2014: 1). Al igual que el debriefing, este tipo de supervisión
El trauma vicario en las
investigaciones de violencias
357
puede ser individual o grupal, pero es un proceso y no una intervención puntual. Por lo general, una supervisión de este tipo dura al
menos un año y se enfoca en mejorar sistemáticamente el quehacer
de los equipos, por lo cual implica también un esfuerzo institucional.
En algunas situaciones la supervisión psicosocial es más adecuada que el debriefing por la severidad de los síntomas. Un ejemplo de mi trabajo profesional involucró a un investigador de 42
años que había trabajado por varios años estudiando la violencia
juvenil y el tema de las maras y pandillas en varios países de Centroamérica. El investigador manifestaba haber perdido la esperanza
de vivir y de encontrar alternativas para solucionar el problema de
la violencia. Además, manifestaba una desesperanza generalizada
que lo hacía concebir la maldad como algo intrínseco de los seres humanos, lo cual lo había llevado a perder la confianza en la
humanidad y en un mundo bueno. En este caso encontramos alteraciones cognitivas negativas y del estado de ánimo que van acompañadas de la pérdida del interés de participar en actividades que
antes la persona consideraba significativas. El estado emocional de
la persona requirió el uso de la supervisión psicosocial por varios
meses con intervenciones periódicas que duraban tres horas aproximadamente. Este proceso le permitió al investigador reconfigurar
su experiencia y encontrar los recursos personales y sociales para
convertirla en un aprendizaje que podrá utilizar en su trabajo y en
su vida en general en el futuro.
Una experiencia ilustrativa: el acompañamiento a las mujeres de Sepur Zarco
Mi trabajo como directora del ecap de 2005 a 2011 me permitió
formar parte de un equipo de mujeres investigadoras, psicólogas
y promotoras acompañantes que trabajó con víctimas de violencia, incluyendo la violencia sexual, en un contexto marcado por
períodos de inseguridad y violencia política. Este trabajo me llevó
a conocer de cerca la experiencia de muchas mujeres víctimas de
violencia sexual, pero también experimentar personalmente algunos síntomas del trauma vicario. A continuación expongo el caso
específico de mi trabajo con las mujeres de Sepur Zarco.
358
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Antecedentes
Un caso ilustrativo en el que tuve la oportunidad de participar fue
el del acompañamiento a las mujeres víctimas de violencia sexual
en Sepur Zarco.105 Sepur Zarco es una aldea que sirvió como uno de
los escenarios sangrientos de la violencia que afectó al país durante
la guerra civil de 1960 a 1996. La aldea es predominantemente maya-q’eqchi’ y está situada entre los departamentos de Alta Verapaz e
Izabal, en Guatemala, una región en la cual el ejército instaló seis
destacamentos militares durante la guerra, todos ubicados dentro
de fincas privadas y con el fin de cumplir algún objetivo militar, ya
sea de exterminio, tortura o “descanso de la tropa”.
En 1982, miembros del ejército guatemalteco obligaron a los
hombres de la aldea Sepur Zarco a construir un destacamento destinado al descanso de la tropa. Al finalizar la construcción, el ejército capturó a estos hombres bajo el pretexto de que anteriormente
habían demandado la legalización de sus tierras y avanzado en los
trámites para lograrlo, acciones que el ejército consideraba “subversivas”. Eventualmente, estos hombres fueron “desaparecidos”
por el ejército, y sus esposas, al quedar viudas, pasaron a ser consideradas “mujeres solas” y por lo tanto “disponibles”. El ejército entonces convirtió a estas mujeres en esclavas sexuales y domésticas.
A grandes rasgos, el ejército sometió a estas mujeres a vejámenes
por períodos que duraban desde seis meses hasta seis años, y además las obligó a tomar turnos para cocinar, realizar actividades de
limpieza y lavar los uniformes de la tropa. Las mujeres fueron violadas de forma recurrente, individual y colectivamente. Los testimonios de algunas de ellas revelan que fueron inyectadas y obligadas
a tomar medicamentos para evitar embarazos de los soldados, y
que algunas sufrieron embarazos forzados y tuvieron hijos como
consecuencia de las violaciones.
105 Vale remarcar que el proceso en Sepur Zarco fue apoyado por varias organizaciones. En
el año 2003, el ecap, la Unión Nacional de Mujeres Guatemaltecas (unamg), y algunas
feministas a nivel individual conformaron el Consorcio Actoras de Cambio: Mujeres en
Búsqueda de Justicia. El proceso de búsqueda de justicia de las mujeres de Sepur Zarco
fue también acompañado por la Alianza Rompiendo el Silencio y la Impunidad, integrada en 2009 por las organizaciones Mujeres Transformando el Mundo (mtm), el ecap y
la unamg.
El trauma vicario en las
investigaciones de violencias
359
El proceso de acompañamiento psicosocial
En 1998, un equipo de psicólogas y promotoras de salud mental comunitaria del ecap inició un proceso de acompañamiento psicosocial a comunidades y a mujeres sobrevivientes de violencia durante
la guerra civil, entre ellas la comunidad de Sepur Zarco. El proceso
comenzó con una primera fase de búsqueda de los familiares de
las víctimas de desaparición forzada, y luego pasó a una segunda
fase de exhumaciones en fosas clandestinas en la que participaron
varias personas y organizaciones y que duró varios años.
Después de haber participado en las exhumaciones y de haber
identificado a los familiares de algunas víctimas, el ecap consideró
concluir el proyecto con Sepur Zarco, pero una de las psicólogas
del equipo, quien tenía una aguda sensibilidad y experiencia con
mujeres afectadas por múltiples violencias, propuso mantener los
grupos de apoyo con las mujeres. Esta idea surgió después de una
reflexión de equipo que había girado alrededor de una pregunta
que teníamos todas: ¿por qué las mujeres de Sepur Zarco no hablaban de lo que les pasó? Durante nuestro trabajo, nos había llamado
mucho la atención el hecho de que las mujeres de Sepur Zarco por
lo general hablaban del sufrimiento de sus esposos, hijos y otros
familiares, y de sus múltiples pérdidas materiales (casas y enseres),
pero casi nunca hablaban sobre lo que el ejército les había hecho
a ellas. ¿Por qué no relataban la violencia sexual que sabíamos había ocurrido contra muchas mujeres en la zona? Nosotras sabíamos
de la violencia sexual por relatos comunitarios. También sabíamos
que en el informe de la Recuperación de la Memoria Histórica y en
el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico había
testimonios de terceras personas que habían presenciado hechos de
violencia sexual en algunas comunidades. Nos preocupaba mucho
la carga emocional, vergüenza, estigmatización y culpa que podían
estar sufriendo estas mujeres por el hecho de no hablar sobre su
experiencia.
Estas dudas y reflexiones llevaron al equipo de acompañamiento a seguir con el trabajo psicosocial con las mujeres y a poner
especial atención a los factores de género y etnia. Así, en el año
2000, el ecap generó espacios de confianza para las mujeres q’eqchi’ de Sepur Zarco, adecuados a su idioma y a sus propios sentidos
culturales. Poco a poco, las mujeres comenzaron a hablar sobre la
360
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
violencia sexual que habían vivido durante varios años, y el equipo
del ecap comenzó a buscar estrategias y metodologías adecuadas
para que se recuperaran emocionalmente.
Paulatinamente, el ecap fue ampliando la atención psicosocial a
mujeres víctimas de violencia sexual durante la guerra a otras regiones del país, como Chimaltenango, Huehuetenango y Alta Verapaz.
En 2005, el equipo comenzó dos investigaciones que se publicaron posteriormente, en 2009 y 2015 (véase: Fulchiron, et al., 2009;
Meerteens y Gutiérrez, 2015). Estas investigaciones las llevó a cabo
el ecap junto con otras organizaciones de mujeres, feministas y académicas. En estos casos, las entrevistas, historias de vida y grupos
focales representaron varios retos metodológicos, ya que debíamos
mantener un diálogo constante con las víctimas. Por ejemplo, a las
mujeres q’eqchi’ que compartieron su historia de vida con nosotras, les devolvimos sus relatos verbalmente, traducidos en su idioma, para revisar el contenido y la interpretación que habían hecho
de ellos las investigadoras y traductoras. Como bien lo establecen
algunos autores, la intersubjetividad siempre está presente en las
dinámicas humanas, ya que “el inconsciente, el sujeto y la palabra hablada están enclavados en la intersubjetividad” (Kaës, 2005:
345). Por lo mismo, en el ecap creemos que en la investigación social siempre debe existir un diálogo horizontal con los participantes
que tome en cuenta cómo ellos, junto con los investigadores, le dan
sentido a las historias personales.
Nuestras investigaciones contribuyeron a la recuperación de la
memoria histórica de las violencias, en particular la violencia sexual, que afectó a las mujeres indígenas durante la guerra; a romper el silencio alrededor de estas graves violaciones de derechos
humanos; y a politizar “lo íntimo” como aporte para el avance de
la justicia de género. Como bien lo muestra el capítulo de Walda
Barrios en el presente volumen, la politización del cuerpo y de lo
íntimo ha sido parte de la lucha de varias organizaciones feministas
en Guatemala desde la firma de los Acuerdos de Paz, período dentro del cual se enmarca nuestro esfuerzo en el ecap.
Como se mencionó, nuestra investigación con las mujeres de
Sepur Zarco reveló que estas habían sido sometidas a condiciones
de esclavitud sexual y doméstica, entre otros tipos de vejámenes.
El trauma vicario en las
investigaciones de violencias
361
Estos hallazgos sirvieron como base para que formularan una demanda penal en contra de sus victimarios. Después de un largo proceso, el 26 de febrero de 2016 las mujeres de Sepur Zarco lograron
que una corte guatemalteca emitiera una sentencia condenatoria.106
La inseguridad del contexto
El contexto en el que desarrollamos las investigaciones estuvo
marcado por períodos de ataques en contra de varias organizaciones
de derechos humanos, incluyendo al ecap. Yo asumí la dirección de
la institución en 2005, y durante 2006 y 2007 recibimos una ola
de amenazas y sufrimos una serie de ataques en todas las regiones
en las que estábamos trabajando. Los ataques iniciaron con el robo
de varias mochilas, documentos y teléfonos celulares, pero subió
de tono cuando desconocidos introdujeron por debajo de la puerta
de una de nuestras oficinas en Rabinal, Baja Verapaz, volantes con
mensajes amenazantes dirigidos al personal. Algunos miembros
del equipo también recibieron correos electrónicos intimidatorios
y amenazas de muerte por medio de mensajes de texto en sus
teléfonos celulares. Uno de los mensajes, dirigido a una psicóloga,
decía explícitamente: “doctora deje de llegar con las mujeres de
Sepur sino quiere ser violada como ellas y cuide sus frenos”. La
106 A continuación se incluye un breve extracto de la sentencia: “Las violaciones sexuales en
Sepur Zarco, evidencian la condición de la mujer, en situación de pobreza, ignominia,
en la cual sus más elementales derechos fueron vulnerados, en donde las autoridades
llamadas a protegerlas, olvidaron su obligación de garantes y utilizaron la fuerza física y
psicológica en sus mayores extremos, convirtiéndolas en objetivo de guerra para lograr
la inutilización y vencimiento de las personas consideradas como enemigas. Resaltando
las relaciones de poder de los sujetos activos, ante la impotencia de sus víctimas, mujeres
campesinas, desprotegidas a quienes se les violó sexualmente, se les humilló, obligándolas a trabajar forzadamente en la cocina y en el lavado de ropa. A los Juzgadores, nos resulta totalmente denigrante el trato al cual fueron sometidas las mujeres de Sepur Zarco,
es una muestra clara de esclavitud, de fuerza, de poder, que envilece, sobre todo cuando
las víctimas son personas indefensas, que no pudieron oponer resistencia y que han
esperado años para romper el silencio, ser escuchadas y demandar justicia. Hoy a través
de esta sentencia, dejamos constancia del valor y respeto que merecen las MUJERES DE
SEPUR ZARCO, que librando obstáculos y superando la estigmatización ejercida sobre
ellas, han hecho públicas las violaciones de las cuales fueron objeto. En una sociedad,
en la cual la mujer es portadora de vida y contribuye con su esfuerzo al crecimiento de
su comunidad, al ser violadas sexualmente y constituirlas como objetivo de guerra, para
vencer al enemigo, se produjo el rompimiento del tejido social y aun cuando han pasado
más de tres décadas, sus efectos son sensibles en la sociedad guatemalteca. Por lo que
los Juzgadores consideramos que delitos de esta naturaleza no deben volver a repetirse
NUNCA MÁS” (Sentencia C-01076-2012-00021: 494-495).
362
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
referencia a “cuidar sus frenos” estaba vinculada a un incidente
que había ocurrido anteriormente, en el cual a uno de los vehículos
de la institución le habían fallado los frenos. Otros incidentes
involucraron amenazas directas contra otra psicóloga mientras
viajaba en un bus en Chimaltenango, y un intento de allanamiento
de una de nuestras oficinas en Panzós, Alta Verapaz, en donde un
grupo de colegas mujeres se encontraba trabajando una noche.
Los diversos incidentes revelaban que alguien controlaba nuestros
movimientos, tenía información detallada de las acciones que
llevábamos a cabo en varios lugares del país, y podía operar de
diversas formas simultáneamente y en varios lugares. Un grupo de
expertos en seguridad nos explicó que estos hechos correspondían
a un ataque orquestado por desconocidos a varias organizaciones
que impulsaban procesos de justicia transicional en el país en ese
entonces.
Yo viví esta situación con una preocupación de tal grado que
terminó por provocarme varios desgastes de salud (colon irritable,
enfermedad celiaca, insomnio, disminución de peso). Asumir la
responsabilidad de la dirección del ecap implicaba varios riesgos no
solo para mí, sino para todo el equipo que trabajaba conmigo –unas
60 personas en total, distribuidas en varias regiones del país. Sin
profundizar en el tema, hoy puedo decir que este tipo de situaciones limitan las actividades de los investigadores y demás profesionales que trabajan con víctimas de violencia, ya que no solo ponen
en riesgo la salud física y mental de los equipos, sino que consumen
muchos esfuerzos y energía que se gastan en la protección personal
y en los cuidados necesarios para afrontar los efectos psicosociales
de la violencia dentro de una institución.
Como consecuencia de todas estas acciones intimidatorias, en
el ecap establecimos planes de seguridad para los equipos, pero algunas psicólogas tuvieron que salir temporalmente del país, mientras que otras tuvieron que ser trasladadas a otros lugares de trabajo. Más de alguna dejó de trabajar en la institución. Aun cuando
contábamos con medidas cautelares de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos y vigilancia perimetral de la policía, e incluso
cuando el cuerpo diplomático había realizado acciones públicas de
respaldo y apoyo a nuestro trabajo, las intimidaciones continuaron
por dos años. Finalmente, a principios de 2008 (coincidentemente,
El trauma vicario en las
investigaciones de violencias
363
con el cambio de gobierno), las amenazas cesaron, no solo para el
ecap sino para todas las organizaciones que las habían sufrido.
Signos de trauma vicario
En 2010, el equipo del ecap organizó un Tribunal de Conciencia,
una acción de justicia simbólica que abrió camino para romper el
silencio sobre la violencia sexual contra las mujeres de Sepur Zarco
e iniciar la búsqueda de justicia que demandaban. Sin embargo,
en los meses previos a la preparación del tribunal, comenzamos a
notar con mis compañeras que varias estábamos sufriendo lesiones
en los tobillos o incluso fracturas en los pies y en las piernas. Estos
incidentes estaban ocurriendo mientras recabábamos los testimonios que posteriormente servirían para avanzar el caso penal de
Sepur Zarco.
En mi caso, sufrí una caída y me lesioné un pie de forma tan
grave, que tuve que utilizar un bastón para caminar durante un año
para recuperarme. Por la cultura institucional del ecap, llevamos a
cabo una reflexión colectiva para discutir lo que nos estaba pasando. Durante la discusión, nos dimos cuenta de que siete de nosotras
habíamos sufrido lesiones de distinta gravedad en los miembros inferiores, de forma sucesiva en un período aproximado de dos años; las
condiciones de estos incidentes también eran diversas y habían ocurrido en lugares diferentes. Decidimos entonces llevar esta experiencia a un espacio de supervisión psicosocial, con el acompañamiento
de una supervisora externa, quien desde su formación psicoanalítica
trabajó con el grupo desde la asociación libre y lo simbólico, verbalizando las problemáticas y afectaciones personales.
Entre las afectadas presentábamos diversos síntomas (insomnio,
sensación de agobio, desesperanza, preocupación, angustia) vinculados a nuestro trabajo de atención psicosocial en un contexto de
inseguridad. Kaës (2005) explica que desde el enfoque del psicoanálisis, el trabajo con el grupo presenta cuatro características esenciales: “la presencia simultánea frente a frente de varias personas,
la composición de vínculos intersubjetivos en un aparato de ligazón
y de transformación de las formaciones psíquicas, la interdiscursividad de los procesos asociativos, y los efectos de trabajo psíquico
consecutivos a estas tres características” (70). Con este enfoque y
364
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
metodología fuimos buscando una explicación que tuviera sentido
para todo el grupo, una explicación que resonara con todas nosotras, y al finalizar el proceso una de las conclusiones importantes a
la que llegamos fue que “teníamos que parar”, es decir, que nuestros cuerpos estaban pidiendo literalmente que nos detuviéramos
ante la presión y angustia que todas estábamos sintiendo.
Una de las situaciones más emblemáticas es la de una de las
promotoras que acompañó a las mujeres de Sepur Zarco en los
procesos de investigación como promotora comunitaria de salud
mental y traductora, junto al equipo de psicólogas e investigadoras. Esta promotora trabajó por varios años en el acompañamiento
psicosocial, en la investigación-acción, y en la traducción de testimonios y declaraciones durante el juicio del caso. Su aporte, como
el de otras promotoras, fue fundamental para que todas comprendiéramos los sentidos culturales que las mujeres q’eqchi’es daban
a las graves violaciones de derechos humanos que habían sufrido.
La historia personal de esta promotora revela lo difícil que puede ser llevar a cabo investigaciones sobre la violencia cuando uno
mismo ha sido víctima de la violencia: ella era hija de una de las
mujeres de Sepur Zarco que había sobrevivido a la violencia sexual, y desde muy pequeña, había acompañado a su madre a los
turnos dentro del destacamento militar (en donde había mujeres
sometidas a esclavitud sexual y doméstica). En el proceso de apoyar a otras mujeres, la promotora paulatinamente fue recobrando
recuerdos, vivencias e historias que su familia no le había contado,
una situación de la cual nos percatamos hasta que comenzó a ocurrir. Actualmente, esta promotora presenta un cuadro de depresión
que amerita un proceso de psicoterapia para abordar un posible
trauma vicario y quizás hasta un trauma trans-generacional, una
condición que descubrimos padecían los hijos y las hijas de las
mujeres víctimas de la violencia sexual, y para el cual tenemos
hoy en el ecap atención psicosocial e investigaciones en curso. Las
preguntas que nos hacemos en este caso son las siguientes: ¿Es
adecuado que personas que hayan experimentado personalmente
o muy de cerca la violencia participen en procesos de investigación y atención? ¿Es necesario tomar medidas previas y evitar que
estas personas sean expuestas a situaciones que revivan su propia
condición de víctimas? ¿Es necesario conocer la historia personal
El trauma vicario en las
investigaciones de violencias
365
de cada integrante de un equipo de apoyo desde el inicio para
evitar este tipo de riesgos?
Las historias personales de cada una de las miembros del ecap
sugieren que todas podemos ser afectadas por el trauma vicario.
En varias reflexiones de equipo hemos concluido que el tema nos
afecta más que a las personas que atienden otro tipo de violencias, debido a que vivimos en una sociedad machista y patriarcal en
donde es muy probable que hayamos tenido experiencias previas
con algún tipo de violencia de ese tipo, o que hayamos vivido de
cerca el abuso de alguna mujer en nuestro entorno cercano. Como
lo ilustra el caso de la promotora mencionado, trabajar con mujeres víctimas de violencia puede traer a flote recuerdos, vivencias y
hechos concretos que pueden contribuir a que sintamos empatía
por las víctimas con las que trabajamos, pero también afectarnos
personalmente. Por lo mismo, es necesario que las investigadoras
que trabajan estos temas tomen cierta distancia emocional de su
trabajo cada cierto tiempo, para evitar que el cansancio físico y psicológico, así como los niveles variables de depresión y de enfermedades psicosomáticas que puedan experimentar en algún momento
u otro, no degeneren en situaciones más serias. En este sentido, las
instituciones también pueden ayudar rotando al personal cada cierto tiempo. En el ecap, por ejemplo, algunas colegas han cambiado
de área de trabajo, pero otras han dejado la institución en busca de
otras vivencias.
Las situaciones expuestas ilustran los síntomas que se pueden
observar en una persona que padece de trauma vicario, pero las
personas mencionadas no necesariamente padecen el trauma. Para
determinar si una persona padece del trauma o no sería necesario
llevar a cabo un estudio psicosocial a fondo. Sin embargo, por lo
general, la probabilidad de que una persona desarrolle el trauma
dependerá de la historia personal de esa persona, sobre todo con
relación a las vivencias de violencia; de los recursos que posea la
persona (emocionales, cognitivos, conductuales, afectivos, personales, de equipo e institucionales); y de su capacidad de resiliencia. En nuestra experiencia, es necesario que las instituciones apoyen a los equipos de atención o investigación de diversas maneras:
por medio de procesos de supervisión psicosocial periódicos, por
medio del cuidado y autocuidado de los equipos, por medio de
366
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
intervenciones puntuales, por medio del respaldo institucional en
situaciones de riesgo, y por medio del asesoramiento frente a dilemas éticos que se presenten durante el trabajo. Las capacitaciones
adecuadas para que los equipos lleven a cabo su trabajo de forma
certera y segura también contribuyen a que las personas no desarrollen el trauma vicario, junto con un estilo de conducción flexible y
abierto a escuchar propuestas.
Conclusiones
En este capítulo he intentado reflexionar sobre los riesgos de llevar
a cabo procesos de investigación y acompañamiento psicosocial
en un contexto de inseguridad y amenazas. Me he enfocado particularmente en el trauma vicario que pueden sufrir las personas que
investigan y dan atención psicosocial a víctimas de violencia sexual.
Uno de los aprendizajes principales en esta línea es que la historia particular de las investigadoras puede ser un factor importante.
Cuando una persona ha sido víctima de violencia de género y/o sexual, investigar y dar atención psicosocial a víctimas de esos tipos de
violencia puede movilizar las experiencias íntimas de esa persona,
lo cual la puede llevar a generar síntomas de trauma vicario.
El capítulo también intenta dar algunos lineamientos básicos
para prevenir el trauma vicario y proteger a los equipos de investigación. Algunas medidas que se pueden tomar son relativamente
fáciles de aplicar, como las medidas de autocuidado o las medidas
institucionales que pueden tomar los centros de investigación, por
ejemplo. Sin embargo, otras medidas requieren de la intervención
de profesionales de la psicología, así como de recursos y tiempo
dentro de los espacios laborales. En este punto, es necesario mencionar que, en contextos como el de Guatemala, la mayoría de investigadoras encuentra varias limitantes para llevar a cabo su trabajo, ya que la investigación científica puede ser considerada un
“lujo” y los recursos pueden ser significativamente limitados. En
estos casos, los equipos de investigación pueden intentar disminuir
el riesgo de desarrollar el trauma vicario a través de la reflexión
constante y ética sobre su trabajo, y a través del cuidado y de la
protección personal de sí mismos. Todos estos aspectos deben ser
incluidos dentro de los protocolos de investigación iniciales.
El trauma vicario en las
investigaciones de violencias
367
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Autoras/es
Isabel Aguilar Umaña.
Guatemalteca, licenciada en Letras, maestra en Derechos Humanos y candidata a doctora en ciencias sociales por la Universidad de San Carlos
(usac); cuenta con un diplomado en Liderazgo de Mujeres (flacso/Argentina) y un diplomado en Políticas Públicas de Juventud del Seminario Permanente de Estudios de Juventud de la Universidad Nacional Autónoma
de México (unam). Con experiencia en investigación social, sistematización de prácticas transformadoras, edición de textos, elaboración de manuales de educación de adultos, mediación pedagógica, y crítica literaria.
Durante el último lustro se ha especializado en prevención de violencia,
particularmente aquella asociada con jóvenes. Ha participado como facilitadora en diversos espacios de acercamiento, diálogo y negociación,
incluyendo espacios para el arribo a consensos sobre políticas públicas
(en toda la región centroamericana). Es autora de diversos libros, artículos
y ensayos académicos relacionados con los temas de su interés y competencia, entre los cuales destaca el libro La utopía posible, con ediciones
en Guatemala y España. En la actualidad se desempeña como asesora
técnica regional en Prevención de Violencia Asociada con Jóvenes para
Catholic Relief Services (crs), Oficina Regional para América Latina y el
Caribe.
Walda Barrios-Klee.
Licenciada en ciencias jurídicas y sociales por la Universidad de San Carlos de Guatemala, maestra en sociología rural por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y candidata a doctora en sociología por la Pontificia Universidad de Salamanca. Forma parte del movimiento de mujeres
guatemalteco, actualmente como parte de la academia formó parte del
Grupo Asesor de la Sociedad Civil de onu-mujeres. Ha recibido la medalla
onam y el sello Vilma Espín por su labor destacada en la defensa de los derechos de las mujeres. Ha ejercido la docencia universitaria desde 1980.
Fue candidata a la vicepresidencia de la República de Guatemala en las
elecciones 2007.
369
370
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
Robert Brenneman.
Profesor asociado de sociología en Saint Michael’s College en Colchester, Vermont, Estados Unidos. Además de impartir clases, investiga temas
relacionados con las nuevas formas de violencia en Centroamérica. Su
libro, Homies and Hermanos: God and Gangs in Central America, examina de cerca la vida de sesenta y tres ex pandilleros, muchos de los cuales
se unieron a una congregación evangélica en su intento de alejarse de la
violencia de las maras.
Daniel P. Burridge.
Candidato a doctor en sociología en la Universidad de Pittsburgh, Estados
Unidos. Para su disertación doctoral, está llevando a cabo una investigación sobre las relaciones entre movimientos sociales y gobiernos de izquierda en El Salvador y Nicaragua, financiada por una Andrew W. Mellon
Fellowship. Además de ser candidato a doctor, Daniel posee una maestría
en sociología de la Universidad de Pittsburgh y es licenciado en ciencias
políticas por la Universidad de Ohio. Entre sus intereses de investigación
destacan los estudios latinoamericanos, los movimientos sociales, la democracia, la violencia social, la globalización, las teorías del Estado y la
sociedad, los estudios comunitarios y los métodos cualitativos. Su trabajo ha sido publicado en International Journal of Comparative Sociology,
Handbook of Central American Governance, Mobilizing Ideas: The Official
Blog for the Center for the Study of Social Movement Studies at the University of Notre Dame, entre otros.
José Miguel Cruz.
Director de investigaciones del Centro Kimberly Green de Estudios Latinoamericanos y del Caribe de la Universidad Internacional de la Florida
en Miami, Estados Unidos. Previamente fue Profesor Visitante del Departamento de Política y Relaciones Internacionales de la misma universidad.
Tiene un doctorado en ciencias políticas de la Universidad de Vanderbilt,
una maestría en políticas públicas en América Latina de la Universidad de
Oxford y una licenciatura en psicología de la Universidad Centroamericana de El Salvador. Además cursó estudios de salud pública en la Universidad de El Salvador. El doctor Cruz es investigador en temas de seguridad,
violencia, cultura política y democratización, y ha publicado más de cien
artículos, capítulos y reportes académicos.
Judith Erazo.
Licenciada en psicología y maestra en psicología social y violencia política por la Universidad de San Carlos de Guatemala. De 2005 a 2007
se especializó en supervisión psicosocial en la Universidad de Marburg,
Alemania, y en 2008 en atención en crisis individual en el Instituto de
EQUIPO DE INVESTIGACIÓN
371
Psicotrauma de Suiza. Participó activamente en el proceso de paz en Guatemala. Coordinó proyectos de desarrollo para poblaciones refugiadas. Ha
trabajado en temas de salud mental y derechos humanos desde la óptica
psicosocial.
Lirio Gutiérrez Rivera.
Profesora asistente del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia. Estudió antropología (ma Universidad de los
Andes- Bogotá) y ciencia política (Dphil Freie Universiät Berlin). Su investigación se ha enfocado en entender la desigualdad, la marginalidad,
la violencia y los temas de género en los contextos urbanos de América
Latina. Ha realizado estudios sobre pandillas y maras, seguridad urbana,
cárceles y refugiados en Honduras. Actualmente está realizando una investigación sobre género y planeación urbana en Medellin, Colombia.
Julie López.
Periodista independiente. Ha cubierto el crimen organizado en Guatemala, Belice y Honduras. Tiene una maestría en periodismo por la Universidad de Maryland, en Estados Unidos, y una maestría en relaciones internacionales por la Universidad de Kent, en Inglaterra. En 2010 ganó el premio
Félix Varela al mejor trabajo escrito y publicado en español en Estados
Unidos por su reportaje “El Imperio Narco”, en El Diario de Nueva York.
Sus reportajes también han aparecido en bbc Mundo, Al Día de Filadelfia,
la ReVista: Harvard Review of Latin America, y revista Proceso de México,
Plaza Pública, Soy502.com, y Prensa Libre de Guatemala, entre otros. Ha
realizado investigaciones para el Inter American Dialogue y el Woodrow
Wilson Center de Washington, d.c. Ha impartido cursos de periodismo
en la Universidad Internacional de la Florida, Estados Unidos, y la Universidad Francisco Marroquín, en Guatemala. En 2012, publicó su primer
libro, Gerardi: muerte en el vecindario de Dios, sobre el asesinato del
obispo Juan Gerardi en 1998 en Guatemala. En 2016, publicó su segundo
libro, El Chapo Guzmán: la escala en Guatemala, acerca de los vínculos
del Cártel de Sinaloa en el país.
Daniel Núñez.
Doctor en sociología por la Universidad de Pittsburgh, Pennsylvania, en
donde también trabajó como catedrático visitante (Visiting Lecturer) durante el período académico de 2015-2016. Actualmente es investigador
en el Instituto de Investigación y Proyección sobre Dinámicas Globales
y Territoriales de la Universidad Rafael Landívar e investigador/profesor
asociado en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (flacso) en
Guatemala. Daniel está ampliamente interesado en el estudio del poder,
la cultura, la violencia y la globalización en América Latina. Ha llevado a
372
Rostros de la violencia en Centroamérica:
abordajes y experiencias desde la investigación social
cabo investigaciones sobre el vigilantismo, la violencia de pandillas, comunidades indígenas y partidos políticos. Su trabajo ha sido publicado en
distintos medios académicos y no académicos, entre los cuales destacan
University of Oklahoma Press, International Sociology Reviews, Plaza Pública y flacso-Guatemala. Su investigación actual trata sobre el desarrollo
en Guatemala, enfocándose principalmente en la región q’eqchi’ de San
Pedro Carchá.
José Luis Rocha Gómez.
Doctor en sociología por la Philipps Universität, Marburg. Es investigador
de la revista Envío, de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” y de la Universidad Rafael Landívar. Investigador asociado del Brooks
World Poverty Institute, The University of Manchester. Es miembro de los
consejos editoriales de las revistas Envío, Encuentro y del Anuario de Estudios Centroamericanos. Se ha especializado en investigaciones sobre
violencia, migración y análisis político. Fue cofundador del Servicio Jesuita para Migrantes de Centroamérica en 2004. Su último libro es La desobediencia de las masas. La migración no autorizada de centroamericanos
a Estados Unidos como desobediencia civil, uca Editores, San Salvador,
2017.
Mónica E. Salazar Vides.
Nació en San Salvador en 1985 y creció en la ciudad de Guatemala. Licenciada en psicología general por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, uca, El Salvador, y magíster en psicología social y violencias
políticas por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (flacso),
Guatemala. Desde 2013 ha laborado como investigadora en sociología
de la educación y educación popular en la Vicerrectoría de Investigación
y Proyección de la Universidad Rafael Landívar. En 2015 asumió la coordinación del programa centroamericano de investigación en sociología
de la educación. Durante 2016 coordinó la publicación, Reescrituras de
la educación pública desde Centroamérica, donde desarrolló, a su vez, el
capítulo de Guatemala “Mitos y contradicciones de la educación media”.
Ha trabajado otros temas, como juventud, educación y comportamiento
violento desde las neurociencias y la psicología social.
Sonja Wolf.
Doctora en política internacional por la Universidad de Aberystwyth (Reino Unido). Fue investigadora posdoctoral en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (itam) y en la Universidad Nacional Autónoma de México
(unam), donde desarrolló investigaciones sobre pandillas callejeras, crimen
organizado y programas de ayuda en seguridad en México y Centroamérica. Se desempeñó como investigadora en el Instituto para la Seguridad
EQUIPO DE INVESTIGACIÓN
373
y la Democracia (Ciudad de México), donde fue coordinadora e investigadora principal del primer diagnóstico integral del Instituto Nacional de
Migración de México. Ha publicado numerosos capítulos y artículos en
revistas arbitradas nacionales e internacionales. Es autora del libro Mano
Dura: The Politics of Gang Control in El Salvador (Universidad de Texas,
2017). Actúa como perito en casos de asilo de ciudadanos salvadoreños
que huyen de las pandillas. Actualmente es catedrática conacyt adscrita al
Programa de Política de Drogas del Centro de Investigación y Docencia
Económicas (cide), México. Sus líneas de investigación se enfocan en la
violencia, las pandillas callejeras, la migración y el desplazamiento forzado, así como en las políticas de seguridad y de drogas.
Impreso en Editorial Kamar
2019