Valiente. Susana Higuchi fue una de las primeras en denunciar corrupción en el gobierno de Fujimori. (Foto:AFP PHOTO PERU-HIGUCHI PRESSER/Pedro Ugarte)
Valiente. Susana Higuchi fue una de las primeras en denunciar corrupción en el gobierno de Fujimori. (Foto:AFP PHOTO PERU-HIGUCHI PRESSER/Pedro Ugarte)

Hasta su último día de vida, se aferró a sus hijos, a la posibilidad de reunirlos junto a ella. Lo hizo en silencio, tal vez para contradecir el bullicioso mundo que se manifiesta cada vez que se habla de los Fujimori. Lo hizo así, aunque en algún momento gritó su verdad, una que luego acalló tanto que casi desaparece, que casi convence –tal vez hasta a ella misma– de haber sido producto de un rapto de locura. ¿Acaso el amor de madre sobre el suyo propio? Seguramente era más grande el dolor de tener lejos a sus hijos. ¿Alguien podría juzgarla?

Susana Shizuko Higuchi Miyagawa fue la primera enemiga pública del régimen autoritario de , su esposo en aquel entonces. Se casó inocente e ilusionada, en 1974, con un hombre 12 años mayor y socialmente inferior (según la tradición oriental de castas). Tuvieron cuatro hijos, aunque “él pedía una docena”, como contó risueña alguna vez, antes de que la familia llegase a Palacio de Gobierno, cuando aún no había peleas. Eran los tiempos en que ella financiaba el hogar que habían constituido con su trabajo de ingeniera graduada de la UNI y el modesto salario que él recibía como profesor de matemática en la Universidad Agraria. La pobreza del novio nunca fue problema para Susana, aunque sí para sus padres. Por el contrario, ella le habría abierto una cuenta bancaria a su esposo ‘para sus gastos personales’. Los amigos de Alberto Fujimori dirán, una vez producido el divorcio, que la señora era inestable o que estaba desquiciada, incluso que era vaga y no hacía nada en la casa. Sin embargo, se la describe, en varios textos sobre su vida, como una mujer de apariencia frágil pero muy trabajadora. Cuando estaba a cargo de Construcciones Fuji, una empresa que fundó al poco tiempo de casarse y que se dedicaba a la edificación y venta de propiedades, solía vestir “ataviada en jeans y pesadas botas, despertaba al alba para manejar a los obreros” (Juan Gasparini en Mujeres de Dictadores).

El significado de Shizuko en japonés es ‘niña tranquila’, pero a Susana se le acabó la calma cuando su marido llegó a ser presidente. Declaraba, cuando aún tenía fuerzas, qué él se había transformado con tan solo pisar la Casa de Pizarro. Responsabilizaba, sin embargo, a : “No solo fue el causante de mi divorcio, sino que además destruyó a mi familia… no sé cómo embaucó a mi exesposo y nos sustituyó a todos los que en un inicio éramos los colaboradores de Fujimori”. Y luego, en la época en que narraba las torturas que sufrió tras enfrentarse al régimen, alcanzó a contar: “Electroshocks, golpes, inyecciones para dormir, días enteros sin luz, manos atadas, ojos vendados, heridas en la cabeza. Se enumeraron hasta 500 sesiones de tortura”. Este último testimonio llegó a la Corte Suprema de Justicia de Chile en el cuadernillo de extradición a Alberto Fujimori que fue archivado. Pero sus propios hijos la desacreditaron: “Con referencia a las leyendas que hay alrededor de que mi madre fue maltratada por mi padre, eso es falso… [la denuncia] fue archivada en primera y en segunda instancia por jueces internacionales”, declararía , la mayor de sus hijas, en 2016.

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Fueron décadas de dolor que le causaron un resquebrajamiento físico que fue también documentado por la prensa. Ella y su familia estuvieron desde aquel 28 de julio de 1990 en el ojo de la tormenta. Si bien no parecía gustar de los escándalos y menos aun exponiendo a sus hijos a tan terrorífica atención, no podía ocultar su indignación por las injusticias. Que usaran su nombre para estafar a los más pobres, como lo hizo saber cuando denunció a los hermanos de su esposo por traficar con donaciones de Japón para los damnificados por el fenómeno de El Niño, en 1992. Pero también, por la intervención de las líneas telefónicas, por el robo de documentos de su despacho de primera dama, por los millones de dólares del proyecto Pachacútec. Higuchi hizo públicos varios cuestionamientos, incluso contra ministros de Estado en ese entonces y, a pesar de las represalias con una maquinaria de gobierno que poco a poco la fue aplastando –incluso con el alejamiento de sus hijos–, Susana mostró credenciales para avanzar políticamente.

“Me lanzo ante tanta corrupción, ante promesas incumplidas. Porque me siento en la obligación moral de hacer frente a una cúpula cerrada y cumplir compromisos que asumió mi esposo”, dijo al presentar su candidatura a las presidenciales de 1995, pero la “Ley Susana” la sacó de carrera y, aunque se presentó entonces al Congreso ese año, también fue bloqueada por Fujimori y sus secuaces.

Recién, en el ocaso del fujimorismo, Susana Higuchi pudo participar en política y fue elegida dos veces congresista. La primera en el año 2000, cuando desde la oposición juró en nombre de su familia, los peruanos, la verdad, los niños y los ancianos. Y luego en el 2001, tras la caída definitiva de Alberto Fujimori, una caída que se dio por la difusión del primer vladivideo que ella presentó junto al jefe de su partido, en ese entonces. Cerró así ese círculo y luego se dedicó a recuperar a sus hijos. Poco a poco fue guardando sus historias, las que posiblemente le quemaban dentro. Se retiró de la política y apoyó a sus Kenji y Keiko en todo lo que le pidieron. Hizo campaña por ellos, incluso en silla de ruedas. Cuidó a sus nietos y hasta a su yerno, cuando Keiko estuvo en la cárcel y declaró pocas veces en los últimos años. Cuando la prensa le pedía repetir aquellas torturas, Susana sonreía diciendo: “Yo ya volteé la página y soy una mujer feliz”. Descanse en paz, Susana Shizuko.

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