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Antonio Caballero

Ha muerto un amigo entrañable y un colombiano excepcional.

Antonio Caballero Holguín fue hasta el final un hombre fiel a sí mismo y a sus convicciones. Nunca transigió en la defensa de los más débiles ni en la denuncia de corruptelas o abusos de poder. No supo qué era un cargo público, ni cedió a halagos, tentaciones y zalamerías. Tampoco flaqueó ante las amenazas, que no le faltaron a lo largo de medio siglo como periodista de prosa tan fina como influyente y cáustica.
Para quienes no lo conocían, la proverbial timidez de Antonio, su mirada esquiva, su voz baja, en ocasiones inaudible, lo hacían aparecer como una persona hosca y antipática. Impresión que desaparecía apenas brotaban su sensibilidad y talante, no exento de ocasionales arrebatos de impaciencia. Detrás de su coraza huraña habitaba un ser profundamente tierno y cariñoso. Dueño de un ácido sentido del humor y de una envidiable cultura literaria y humanística, fue también un excepcional caricaturista. No hay figura de la política colombiana que haya escapado de sus mordaces plumazos.
Como columnista, sus escritos sobre hechos y personajes de la realidad colombiana e internacional se destacaron por su franqueza crítica, que para algunos resultaba excesiva. Yo podría pensar lo mismo, pues también fui blanco en varias ocasiones de sus dardos, que me parecían venenosos e injustos. Pero eso lo tenía sin cuidado. Antonio Caballero sabía que el periodismo no es un oficio para hacer amigos sino para decir verdades. Así lo practicó siempre, de frente, con valor y sin falsas conmiseraciones.
Un lado singular de esta singular persona era una memoria prodigiosa. Enciclopédica, meticulosa, elefantina, si tal término existe. Todo lo recordaba. Nombres de faraones egipcios con cronograma de sus dinastías; fechas precisas de episodios confusos o picarescos de la historia de Francia, de Colombia o del Principado de Mónaco. Lo que fuera. En las agitadas discusiones sobre política o historia que teníamos en grupo de amigos siempre ganaba cuando de nombres y fechas se trataba.
Más impresionante que su memoria fue, para mí, su desempeño como caricaturista. No en vano terminó siendo uno de los mejores que ha tenido Colombia. Ahí resumía, claro, talento como dibujante, culto a la precisión y notorio humor negro. Episodio caricaturesco de su trayectoria en este campo fue cuando la que publicaba todas las semanas en ‘Lecturas Dominicales’ fue suspendida porque el personaje de esta, bajito y calvito, se parecía demasiado al presidente Carlos Lleras Restrepo. Macondiano pero cierto. Interesante proyecto editorial sería una recopilación de sus mejores caricaturas políticas en ‘El Espectador’, EL TIEMPO, ‘Semana’, ‘Alternativa’ y otros medios donde las publicó.
Multifacético autor, escribió libros sobre arte, cocina y tauromaquia; una incisiva historia de Colombia, ilustrada por él, y una de las más elogiadas novelas urbanas publicadas en el país, ‘Sin remedio’. Todo con inimitable estilo y un manejo impecable del idioma, cuya pureza defendió siempre con un ardor rayano en la pasión. “Caballero puede ser un h. p., pero escribe como los dioses”, dijo alguna vez uno de sus malquerientes.
La muerte de este hombre tan cercano, tan fiel a sus afectos y a sus desafectos me llena de tristeza y también de rabia, porque personas así no deben irse antes de tiempo. Quienes apreciaron su condición humana y su amor por la vida entienden lo que significa su partida.
Lloremos hoy ante la tumba de Antonio, lamentemos la muerte de un gran amigo y deploremos la pérdida para la sociedad de una invaluable conciencia crítica. Pero no olvidemos el ejemplo de honestidad y coherencia que nos deja.
ENRIQUE SANTOS CALDERÓN
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