Resistencia intercultural: hacia la autonomía integral de la Moskitia.

Larry Montenegro Baena
9 min readApr 18, 2023

Cuando el rebelde Miskitu Samuel Pitts cae herido de muerte aquella tarde del 27 de noviembre de 1907 en Twappi, Caribe norte de la Moskitia, cae también con él no sólo la posibilidad de reconstituir el antiguo régimen de la Moskitia de antes de 1894 tal como aspiraba él y sus seguidores, para socavar no simplemente nuevos nombramientos espurios impuestos por el Estado colonial en la región, sino también, la posibilidad de construir un Estado independiente de corte dinástico.

Sesenta y cinco años antes, el superintendente de la Honduras Británica, Alejandro McDonald, solicitó a los cancilleres Lord Palmerston y Lord Aberdeen, la conversión de la Moskitia en una Nación política para constituir, por cuenta, un Estado desligado de los incipientes Estados-nación del istmo, inicialmente aglutinados en la Federación de Repúblicas Centroamericanas y desde 1839 formalmente constituidos en un puñado de repúblicas que amenaza los linderos de la antigua Moskitia.

Poco antes de este acontecimiento, la Moskitia era un amplio control que comprendía desde la provincia de Bocas del Toro en el actual caribe panameño, hasta lo que actualmente es Belice. Este enclave británico fungió, en realidad, como una zona estratégica para la defensa militar mediante esporádicos puestos de avanzada y una suerte de comercio basado en el intercambio de productos elaborados, esclavos, materias primas, etc. entre comerciantes de Jamaica e indígenas del litoral del Caribe continental. Esta área de influencia se extendió desde el siglo XVII hasta fines del siglo XVIII por todo el circuncaribe británico, desde Jamaica, la Honduras Británica y Bocas del Toro.

Aunque finalizando el siglo XVIII el Reino Unido extendió su influencia más hacia el sur con la ocupación de la Guayana Británica en 1796, la Isla de Trinidad en 1802 (Tobago hasta 1814) y las Islas Falkland en 1833, el aún latente catalizador en el Caribe centroamericano fue la estrecha alianza de los colonos ingleses de Jamaica con el Reino Miskitu, acuerpados bajo dos protectorados. El primero ejecutado por un breve período entre el año 1742 a 1786 y un segundo protectorado mucho más significativo por las cruciales circunstancias internacionales que marcaron un punto de inflexión para la política exterior del Reino Unido sobre la Moskitia, que va desde el año 1837 a 1849. Pero es a partir de 1850 con el Tratado Clayton-Bulwer y el Tratado Zeledón-Wyke de 1860 que es vetada cualquier iniciativa de protección ultramarina en la Moskitia.

Eventualmente, por obvias razones geopolíticas, la Moskitia es reducida desde la Bahía de Trujillo en la Costa Caribe norte de Honduras hasta la desembocadura del Río San Juan en la Costa Caribe sur de Nicaragua.

Para el año 1907, dos años después del Tratado Harrison — Altamirano, la titulación de tierras, la centralización del sistema de justicia y el monopolio militar estaba supeditado, desde 1894, a los designios del naciente Estado nicaragüense. Esto desencadenó el descontento contenido entre las comunidades indígenas, sobre todo Miskitu, que lideradas por Sam Pitts, se rebelaron contra el gobierno de José Santos Zelaya.

Al ser Zelaya el primer presidente nacional que gobierna de jure a la región, entrañó los designios institucionales del colonialismo interno, basándose en una calca borrosa del otrora gobierno indirecto de los británicos, al designar figuras de autoridad ilegítimas que estuviesen al servicio de sus políticas extractivistas y progresistas, complacientes con la lógica predatoria del incipiente enclave económico estadounidense, concatenado con los rapaces intereses del fisco central.

Pitts estuvo al mando de una de las revueltas indígenas más enigmáticas y controversiales en la historia de la Moskitia. Su reduccionista visión fue regresar al viejo régimen monárquico impuesto por los británicos desde 1640 a 1860, cuya élite fuese preeminentemente de abolengo indígena, en detrimento de sus adversarios internos. No obstante, más allá de estas pugnas inter-tribales, nunca contempló la posibilidad de construir un proyecto moderno de Estado de corte republicano que superara el rancio modelo monárquico, tal como lo imaginó en 1841 el superintendente Alejandro McDonald.

La misión del Coronel McDonald fue solicitar a la cancillería británica la constitución de la Moskitia en una nación proyectada de corte indígena para definir, por cuenta, sus propios poderes estatales, bajo supervisión temporal de una superintendencia británica, muy similar a la política que la oficina colonial ejecutaba en ese entonces en la otrora Honduras Británica.

Su visión no sólo fue una idea bien argumentada ante la cancillería británica, ya que la situación geopolítica en el istmo era lo suficientemente crítica como para permitir la flaqueza interna del pequeño reino. Sino que también fue una intuición tardía para la aristocracia Creole de Bluefields, poco menos de cincuenta y tres años después, cuando algunos de ellos como John Oliver Thomas, W. H. Brown, J. W Cuthbert, John Taylor, M. Taylor, W. Glover, S. Hodgson, John Thomas, el asesor principal del Consejo, H. C. Ingrand quien, junto al Charles Patterson, Vicepresidente del Consejo, se sublevaron con apoyo del mismo E. D. Hatch, Vicecónsul interino de Su Majestad Británica en Bluefields, para resistir por cuenta propia contra la incorporación.

Tras omitir la resignada disuasión del Cónsul de Gran Bretaña en Jamaica, que ya había asumido la incorporación, el 5 y 6 de julio se tomaron los cañones del comando de Bluefields que puso en jaque a la tropa nicaragüense. Sin embargo, sus planes no cosecharon frutos por dos cuestiones: el tiempo y la falta de consenso.

Poco después, estos deseos fueron menguados ese mismo año por el ejército nicaragüense al mando del general Rigoberto Cabezas quien no solamente descolgó la bandera de la Moskitia e izó la de Nicaragua, sino que también calcinó, como un acto simbólico, el glorioso pasado monárquico de la antigua Moskitia.

Por esa razón, la falta de articulación entre los Miskitu de abolengo Tawira y los Miskitu de abolengo Zambo, junto a los Mayangna, Rama, Garífuna y la élite Creole de Bluefields, sembró una serie de desavenencias que entorpecieron la posibilidad de construir un Estado-nación moderno e independiente en la Moskitia.

No obstante, vale señalar que aunque en 1841 el canciller Lord Aberdeen fue tajante en su negativa de otorgar poderes especiales que consagren a la Moskitia como una nación política, todos estos deseos y renuencias se dan mientras transcurre el controversial reinado de Robert Charles Frederick (1824–1841) y la efímera regencia a cargo de la superintendencia (1841–1845), por obvias razones. Pero seis sucesiones después, Robert Henry Clarence, quien gobernó desde 1890 a 1894 como Jefe Hereditario, irónicamente siempre estuvo al servicio de los intereses empresariales de la aristocracia Creole de Bluefields hasta sus últimos días, y no, como bien podríamos esperar, alineado a los Miskitu que buscaron desembarazarse de Nicaragua a raíz de ciertos condicionamientos del Tratado Zeledón-Wyke de 1860, que limitó el margen de maniobra del Reino, al reducirlo a figura de Consejo.

Mientras los Creoles de Bluefields buscaban mayor autonomía administrativa sin optimizar la modernización de su instituciones, algunos Miskitu, aliados a Sam Pitts, desde 1894 persiguieron restituir el sistema monárquico Miskitu instaurado desde mediados del siglo XVII hasta mediados del siglo XIX, sin acariciar la posibilidad de cambiar este rancio proyecto estamental por una visión estatal mucho más actualizada, como bien sospechó la élite Creole. Aunque poco o nada hicieran al respecto para modernizar el embrionario fisco de la Moskitia, encabezado por un Consejo Creole y un Jefe Hereditario indígena limitado a un distendido mecanismo tributario muy permisivo con la explotación de bosques, subsuelo, suelos, acuíferos, ríos y aguas costeras de la región.

No obstante, ninguno de estos dos grupos se unió para acordar un proyecto común que hiciera frente a las pretensiones centralizadoras del Estado nicaragüense.

En aquel entonces, los Creoles pudientes de Bluefields tuvieron medianas intenciones en constituir capitales mixtos para sostener la infraestructura comercial. De este modo, preservar esa suerte de fisco rudimentario que soporte el impacto de una economía inmanente, casi de enclave, que si no fuese por la asociación con inversiones jamaicanas y estadounidenses, no hubiese subsistido hasta entonces. Es decir, que era una estructura económica en constante cambio debido a fluctuantes dinámicas de los inversionistas foráneos que llegaban motivados por normas laxas para la extracción de materias primas maderables, resineras y auríferas, pero, sobre todo por la expedita implementación de economías de plantación.

No obstante este sistema heterogéneo y desregulado, aparentemente liberal, no contaba con un régimen tributario centralizado que permitiera sostener una banca regional, lógicamente, porque nunca crearon una moneda local para sus transacciones y en su defecto, usaban el papel moneda jamaicano y simultáneamente el dólar estadounidense. Este factor, entre otros más, no contribuía al fortalecimiento de una administración estable, lo suficientemente ordenada que favorezca la creación de un Estado moderno con su propio banco central, ejército regional, tribunales de justicia y modelo tributario propio.

Eso explica, entre otras cosas, por qué al gobierno liberal de José Santos Zelaya se le hizo fácil desarticular ese rudimentario modelo administrativo y sus arcaicas instituciones de gobierno en la Moskitia. Sin un horizonte estatal claro, tarde o temprano el antiguo régimen de la Moskitia caería. Fue inminente su declive.

Con esta reflexión histórica, sino moraleja, me gustaría abordar una cuestión que me parece fundamental para entender nuestro presente desde la experiencia de nuestra historia. Sobre todo, por un asunto apremiante ante el panorama político actual en la Moskitia, frente a la hegemonía del poder unitario del Estado nicaragüense.

Primero, quiero hacer énfasis en la necesidad de la articulación y el consenso entre los grupos de la Moskitia para poder dimensionar, sino consumar o, al menos avanzar, hacia proyectos comunes.

Esto lo digo porque a estas alturas, a raíz de la sentencia de la CIDH del año 2005 contra el Estado de Nicaragua, con la que la organización política regional YATAMA demanda al Estado por violaciones a los derechos fundamentales de los pueblos indígenas de la Moskitia, aún seguimos desarticulados entre los mismos grupos culturales de la región, cuando sabemos que, esta demanda reivindicativa sobre las formas tradicionales de participación política no solamente le compete a los pueblos indígenas, sino también a los pueblos afrodescendientes y mestizo caribeño de la Moskitia.

La cuestión es aún más inquietante, cuando sabemos que, si nos unimos de modo endógeno, autónomo y con amplias disposiciones articuladoras entre nuestras propias bases territoriales para ejercer mayor presión a nivel nacional e internacional, las resoluciones de esta sentencia nos ayudarían como región a constituir nuestra autoadministración política y jurídica, misma que nos permita refundar, de una buena vez, este condicionado y limitado régimen de autonomía otorgado, a duras penas, en 1987.

Lo segundo es porque, una vez más, recientemente a la organización YATAMA se le violan sus derechos políticos, violentando no solamente su derecho participativo como el ominoso desafuero del Ta Upla en 2015, sino también los más elementales derechos humanos/colectivos de los pueblos de la Moskitia. Precisamente, por esta cuestión, es importante que miremos la relevancia de la participación de actores políticos nuevos que comienzan a figurar en la escena política actual, pertenecientes a diversos grupos étnicos como los Creoles que hoy por hoy, ha sido un grupo cultural violentado de sus derechos colectivos por la negativa que el Estado les inflige al negarles un acceso pleno a la tierra, tal como lo vivió esta misma comunidad afrodescendiente desde 1905 cuando comenzó la titulación de tierras y fue acentuada, por segunda vez, la exclusión de este derecho en 1915 cuando se puso en marcha la “Comisión Tituladora de Tierras” durante el gobierno de Adolfo Díaz.

Hoy algunos Creoles comienzan a figurar en las filas del movimiento político indígena, cuestión que hace muchos años no se daba esta nomenclatura intercultural en el entramado político regional y hoy, en realidad, apremia.

Algunos de estos connotados actores de la comunidad Creole de Bluefields (no de la antigua élite Creole de finales del siglo XIX y principios del XX), son actores sociales que desde abajo han estado en resistencia durante todo el proceso que ha llevado esta comunidad negra, reconocida en el derecho internacional como pueblo tribal, entorno a la demanda de titulación de tierras comunales desde el año 2006.

Aunque estas figuras conocen muy bien el difícil proceso que ha llevado el tema de la tenencia de la tierra, entre sus demandas yace un fuerte componente pro-afrodescendiente que si no se calibra con una mirada interétnica, regionalista e incluyente dentro del marco intercultural y autonómico, podría minar el posicionamiento de sus cuadros.

Por esta razón, me parece importante que además de enunciar a una conciencia crítica de nuestra historia, es necesario reconocernos en nuestra historicidad regional para constituirnos como sujetos críticos de nuestra historiografía. Esta conciencia activa nos previene no solamente de no cometer los mismos errores del pasado, sino también asumirnos con empatía intercultural como sujetos pertenecientes a una misma región histórica.

Para finalizar, me gustaría invitar a la reflexión sobre la apremiante necesidad de la articulación territorial, indígena e intercultural entre nuestros pueblos de la Moskitia para que podamos invocar a esa tímida sinergia regional sofocada por los reveses de nuestra historia, a causa de los gloriosos fantasmas del pasado de unos y la indolente conformidad de otros.

Apostar a una interdependencia dialógica entre todas y cada una de las comunidades indígenas, afrodescendientes y mestiza costeña para consumar un horizonte político regionalista entre todos los tejidos territoriales, es dramáticamente crucial ante el panorama político regional/nacional. Un diálogo interno como mecanismo no sólo de resistencia, sino también de formación crítica.

Pues, sería darle justicia histórica a nuestras generaciones actuales y también futuras, cultivando posibilidades reales que no se queden en lo posible bajo tierra, como el cuerpo del épico Pitts, sino que ante su estructurante posibilidad de realización, estemos interculturalmente articulados, territorialmente complementados, regionalmente politizados, con horizontes vinculantes, activos, pero sobre todo, en constante resistencia.

Artículo publicado el 24 de agosto del 2016.

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Larry Montenegro Baena

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