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Los derechos y libertades en las constituciones históricas españolas
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LOS DERECHOS Y LIBERTADES
EN LAS CONSTITUCIONES HISTÓRICAS
ESPAÑOLAS
Por FRANCISCO ASTARLOA VILLENA
SUMARIO
I. LA CONSTITUCIÓN DE BAYONA.—II. LA CONSTITUCIÓN DE 1812.—III. EL ESTATUTO
REAL.—IV. LA CONSTITUCIÓN DE 1837.—V. LA CONSTITUCIÓN DE 1845.—VI. LA CONS-
TITUCIÓN DE 1869: A)Derechos de naturaleza individual. B) Derechos del individuo en
relación con otros. C)Derechos políticos.—VII. LA CONSTITUCIÓN DE 1876.—VIII. LA
CONSTITUCIÓN DE 1931.—IX. LAS LEYES FUNDAMENTALES.
«La inestabilidad constitucional ha producido una ausencia negativa que debe
señalarse: entre nosotros no ha existido auténtica devoción y afección a la Constitu-
ción. Los textos fundamentales no han logrado nunca, entre nosotros, la veneración
conseguida por la Constitución inglesa, que hunde sus raíces en la historia; no han
logrado nunca el sentimiento de adhesión y afecto conseguido por la Constitución
americana que ha sido factor de integración en la vida política de los Estados
Unidos. La Constitución, entre nosotros, generalmente no ha sido vínculo de unión,
sino factor de discordia política civil. La de 1978 ha sido elaborada con el propósito
de mejorar esta penosa tradición; sólo el tiempo dirá si tal propósito llegará a cum-
plirse» (1).
Podría añadirse a la opinión de Joaquín Tomás Villarroya que si el gran pro-
blema de nuestro constitucionalismo es el de su escaso o nulo arraigo, dentro de
nuestros textos constitucionales, a su vez, ha sido la regulación de los derechos y li-
bertades la parte que más ha resultado damnificada por esa falta de arraigo de nues-
tras Constituciones.
España va a carecer de regulación de los derechos y libertades hasta 1869. Nues-
(1) J. TOMÁS VILLARROYA: Breve historia del constitucionalismo español, Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid, 1981, pág. 10.
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Revista de Estudios Políticos (Nueva Época)
Núm. y2. Abril-Junio 1996

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tros primeros textos fundamentales no los regularán sistemáticamente, como, por
otra parte, va a pasar en Francia o Estados Unidos. Por otra parte, las Constituciones
españolas van a notar la influencia sucesiva de la concepción meramente individua-
lista de los derechos y libertades, su posterior democratización, y, en el texto se-
gundo republicano, del constitucionalismo social, iniciado en Weimar y Querctaro
tras la primera Gran Guerra.
Entre nosotros, va a haber dos temas decisivos a la hora de la regulación de los
derechos y libertades, cuya consideración va a fluctuar según la situación imperante.
La libertad de expresión —libertad de imprenta en los comienzos— y cuestión reli-
giosa van a pesar decisivamente, de tal manera que el modo en que los afronta cada
Texto Constitucional va a ser definitorio de la Constitución misma, porque son los
dos temas que podríamos considerar como claves.
Terminamos esta introducción con la profesora Sánchez Férriz afirmando que
«las libertades, ni se conquistan con facilidad ni se consolidan nunca con carácter
definitivo; siendo la parte más delicada de toda vivencia constitucional, exigen el
concurso y la responsabilidad de todos y cada uno de los elementos sociales y polí-
ticos y aun de todos los miembros de la sociedad y sufren antes que ningún otro ele-
mento constitucional las incidencias y las deficiencias del sistema o cualquiera de
sus elementos. Por ello, un recuento de las declaraciones históricas, aunque muy
breve..., no puede olvidar la realidad de su aplicación; realidad en la que los regí-
menes se asemejan más que en sus respectivos textos» (2).
I. LA CONSTITUCIÓN DE BAYONA
La invasión napoleónica y la subsiguiente guerra de la independencia son el
marco histórico en que ve la luz el Estatuto de Bayona de 8 de julio de 1808. Margi-
nado en no pocas ocasiones por nuestros historiadores constitucionales por tratarse
de una carta otorgada por un monarca extranjero, e invasor para mayor vilipendio, y
producida allende de nuestras fronteras, parece oportuno, por contra, señalar que se
trata del primer Texto Constitucional aplicado, de modo muy limitado debido a las
circunstancias, en España, que se incorporaba al incipiente movimiento constitucio-
nalista y en la que se daba por concluido en Antiguo Régimen. Por tanto, y pese a sus
vicios de origen innegables, «las reformas institucionales que la Constitución de
1808 proclama hubieran supuesto, de haberse llevado a la práctica, una profunda
transformación de la organización social, dada la declaración de derechos y el pro-
grama de reformas que se describe en el articulado del texto de Bayona» (3).
A) Por lo demás, el texto de Bayona va introduciendo en España algunos de
(2) R. SÁNCHEZ FÉRRIZ: Estudio sobre las libertades, Ed. Tiranl lo Blanc, Valencia, 1989,
pág. 123.
(3) Opinión de Artola, citado por F. FERNÁNDEZ SEGADO: Las Constituciones históricas españolas,
Civitas, Madrid, 1986, pág. 63.
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los derechos y libertades que forman parte del patrimonio del liberalismo. Sin em-
bargo, y en lo referente a la religión, su confesionalidad no sólo es expresa, sino ex-
cluyente y, además, aparece regulada en el propio artículo 1 del texto:
«La religión Católica, Apostólica y Romana, en España y en todas las posesiones
españolas, será la religión del Rey y de la nación, y no se permitirá ninguna otra» (4).
La ubicación del precepto, que además ocupa en solitario el primer título del
texto, y su trascendencia, pueden explicarse no tanto en virtud de una convicción del
constituyente en materia religiosa, sino por un afán de sumar para su causa —no
puede olvidarse, en definitiva, el hecho de que se trate de una invasión— a la jerar-
quía eclesiástica y su ámbito de influencia, inmenso en ese tiempo, o, al menos, de
no enfrentarse a tal situación y evitar recelos o disputas. Se trataba de hacer ver que
lo que llegaba de Francia no suponía una ruptura con algo tan enraizado y mayori-
tario como el sentimiento católico de España (5).
B) La regulación de los derechos y libertades se concentra —no obstante su
dispersión— en los últimos artículos del texto de Bayona. Tal concentración no im-
plica que aparezcan otras libertades recogidas en artículos anteriores. Tal es el caso
de la libertad de industria y comercio, con exclusión de privilegio para reino o pro-
vincia alguna de España, como señalan los artículos 88, 89 y 90. El artículo 87 esta-
blece un principio de igualdad interterritorial:
«Los reinos y provincias españolas de América y Asia gozarán de los mismos de-
rechos que la Metrópolis.»
Dentro de este principio de igualdad cabe citar lo incluido en el título XII —«De
la Administración de Hacienda»— en donde el artículo 117 establece un sistema de
contribuciones igual en todo el reino, completado por el artículo 118:
«Todos los privilegios, que actualmente existen concedidos a cuerpos o particu-
lares, quedan suprimidos.
La supresión de estos privilegios, si han sido adquiridos por precio, se entiende
hecha bajo indemnización, la supresión de las de jurisdicción será sin ella.
Dentro del término de un año se formará un reglamento para dichas indemniza-
ciones.»
La transferencia del poder real al estatal, propia del tránsito del régimen antiguo
al nuevo, se manifiesta en el artículo 115, por el que se integran como deuda no-
(4) Todos los textos legales y documentos oficiales están tomados de D. SEVILLA ANDRÉS: Consti-
tuciones y otras leyes y proyectos políticos de España, Editora Nacional, Madrid, 1969, 2 tomos.
(5) En el primer Proyecto de Constitución que se preparó figuraba un precepto de redacción menos
categórica en el título VII.
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minal «los vales reales, los juros y los empréstitos de cualquiera naturaleza, que se
hallen solemnemente reconocidos».
La manifestación del principio de igualdad en la Carta de Bayona se comple-
menta con los artículos 135 a 140, inclusive. En su virtud se suprimían los fideico-
misos, mayorazgos e instituciones que produjeran renta anual inferior a cinco mil
pesos fuertes por sí solo o por la reunión de otros en una misma persona. Tales
bienes se consideraban libres a partir de entonces. El Rey podía, por otra parte, li-
berar los bienes afectos o fideicomisos, mayorazgos o instituciones que produjeran
renta superior a los cinco mil pesos si lo pedía su poseedor. Además, los que supe-
raban la renta de veinte mil pesos se reducían «al capital que produzca líquidamente
la referida suma, y los bienes que pasen de dicho capital, volverán a entrar en la
clase de libres, continuando así en poder de los actuales poseedores?).Sólo por con-
cesión regia podrían fundarse en lo sucesivo fideicomisos, mayorazgos o sustitu-
ciones, por razón de servicios prestados al Estado y con renta anual situada en la
banda de cinco mil a veinte mil pesos.
«Los diferentes grados y clases de nobleza actualmente existentes, serán conser-
vados con sus respectivas distinciones, aunque sin exención alguna de los cargos y
obligaciones públicas, y sin que jamás pueda exigirse la calidad de nobleza para los
empleos civiles ni eclesiásticos, ni para los grados militares de mar y tierra. Los servi-
cios y los talentos serán los únicos que proporcionen los ascensos.»
C) Por otro lado, la Constitución de Bayona recoge derechos de naturaleza ju-
risdiccional y procesal de carácter general: el establecimiento de la unidad de có-
digos —arts. 96 y 113—, la independencia judicial —art. 97— y la supresión de tri-
bunales «que tienen atribuciones especiales, y todas las justicias de abadengo,
órdenes y señorío», en virtud del artículo 98. La independencia judicial se reforzaba
en el artículo 100:
«No podrá procederse a la destitución de un juez sino a consecuencia de denuncia
hecha por el presidente o el procurador que al del Consejo Real, y deliberación del
mismo Consejo, sujeta a la aprobación del Rey.»
La publicidad del proceso criminal se establece en el artículo 106, admitiéndose
en el artículo siguiente el recurso de reposición contra toda sentencia criminal.
Las garantías de los derechos de los detenidos y presos se recogen extensamente
en los artículos 127 y siguientes: necesidad de una orden escrita para apresar, salvo
flagrante delito, requisitos que debe contener el mandamiento de prisión, la nece-
sidad de un registro de presos, el habeas corpus, la comunicación del preso con pa-
rientes y amigos, salvo orden contraria del juez. Disposiciones a completar con el ar-
tículo 132:
«Todos aquellos, que no habiendo recibido de la ley la facultad de hacer prender,
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manden, firmen y ejecuten la prisión de cualquiera persona; todos aquellos, que aún en
el caso de una prisión autorizada por la ley, reciban o obtengan al preso en un lugar,
que no esté pública y legalmente destinado a prisión, y todos los alcaides y carceleros
que contravengan a las disposiciones... precedentes, incurrirán en el crimen de deten-
ción arbitraria.»
Por el artículo siguiente queda abolido el tormento, incurriendo, además, en de-
lito quien usase cualquier rigor o apremio no autorizado legalmente en el acto de la
prisión o en la detención.
D) El artículo 126 consagraba la libertad de domicilio —«la casa de todo habi-
tante en el territorio de España y de Indias es un asilo inviolable»— admitiéndose
como excepciones la posibilidad de motivo legalmente predeterminado o una orden
procedente de autoridad pública. En todo caso la entrada en domicilio ajeno contra
la voluntad de un ocupante sólo podía realizarse durante el día.
E) El artículo 145 anunciaba una ley de las Cortes en desarrollo de la libertad
de imprenta que quedaría establecida en el plazo de dos años después de haberse eje-
cutado enteramente la Constitución. Momento ciertamente difícil de precisar. Res-
pecto a la naturaleza del plazo puede entenderse que se trata de un máximo (6).
El artículo 39 atribuía al Senado la obligación «de velar sobre la conservación de
la libertad individual y de la libertad de imprenta». Para ello se establecía la exis-
tencia de una Junta Senatorial de Libertad Individual compuesta por cinco senadores
que conocerá de las prisiones «cuando las personas presas no han sido puestas en li-
bertad, o entregadas a disposición de los tribunales, dentro de un mes de su prisión».
La eficacia de la Junta era limitada si se tiene en cuenta que si después de tres re-
quisitorias consecutivas de libertad no era atendida su petición por quien retenía al
preso, se podía solicitar la convocatoria del Senado quien, de hallarla correcta, ele-
vaba la solicitud al Rey, el cual, a su vez, la trasladaba a una junta compuesta por los
presidentes de sección del Consejo de Estado y cinco miembros del Consejo Real,
en virtud de los artículos 40 y 55.
La custodia de la libertad de imprenta se atribuía a una Junta Senatorial de la Li-
bertad de la Imprenta, también compuesta por cinco senadores, de cuya actividad se
excluían los periódicos. Tal Junta operaba de manera idéntica a la de Libertad Indi-
vidual, tal como se ha descrito en el párrafo anterior, respecto de la autoridad que
hubiera dado la orden de impedir la impresión o venta de una obra.
Esa misión senatorial respecto a determinadas libertades se complementaba con
la prescripción contenida en el artículo 38:
«En caso de sublevación a mano armada, o de inquietudes que amenacen la segu-
ridad del Estado, el Senado, a propuesta del Rey, podrá suspender el imperio de la
Constitución por tiempo y en lugares determinados.
(6) El precepto se introdujo en el tercer proyecto de Constitución elaborado.
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Podrá, asimismo, en casos de urgencia y a propuesta del Rey, tomar las demás me-
didas extraordinarias, que exija la conservación de la seguridad pública.»
Función senatorial —la antes transcrita— que va a resultar única en nuestro
constitucionalismo.
Opina Sanz Cid que el texto de Bayona resulta ser, predominantemente, «una
transcripción de disposiciones entresacadas del Derecho constitucional de la Revo-
lución y del Imperio, en la que, a lo sumo, se habían recogido algunas referencias al
carácter y tradición de los españoles, y más principalmente, a las circunstancias en
que iba a instaurarse la nueva dinastía...
... Puede decirse, que tal como en definitiva quedó redactada (la Constitución)
establecía un régimen autoritario, en el que bajo la apariencia de cierta moderación y
garantía, seguía siendo el Rey el centro y resorte de todo el sistema...
... Por el Estatuto de Bayona trataban de introducirse, tímidamente, sin grandes
audacias, los principios liberales, incorporados definitivamente a la vida de los pue-
blos por la Revolución francesa, que estaban todavía en pugna, en varios puntos, con
las costumbres de España...
...Hubiese sido quizá un ensayo aceptable para introducir en España las nuevas
formas constitucionales, sin grandes conmociones...» (7).
II. LA CONSTITUCIÓN DE 1812
El examen del primer Texto Constitucional español, el de 1812, quedaría in-
completo y desdibujado si no fuera precedido de un breve repaso de la importante
labor de las Cortes Gaditanas en materia de derechos y libertades. A ella, por tanto,
habrá que hacer una referencia, siquiera sumaria. Esa labor de las Cortes de 1810 se
produce, fundamentalmente, en una doble dirección: la igualdad y la libertad indi-
vidual.
Un Decreto de 6 de agosto de 1811 incorporaba a la Nación todos los servicios,
abolía los vasallajes y privilegios procedentes de señorío, estableciéndose —artícu-
lo 14— que «en adelante nadie podrá proclamarse señor de vasallo, ejercer juris-
dicción, nombrar jueces, ni usar de los privilegios y derechos compartidos en este
decreto». Días más tarde —el 18— otro Decreto eximía de las pruebas de nobleza a
los cadetes del Ejército y la Marina. Y como prólogo a todo ello, y a modo de fron-
tispicio, un Decreto de octubre de 1810 declaraba la igualdad de Decretos de todos
los españoles, tanto metropolitanos como ultramarinos.
El Reglamento Provisional del Poder Ejecutivo, o sea, del Consejo de Regencia,
de 16 de enero de 1811, garantizaba en el artículo 2 de su capítulo III, la no destitu-
(7) C. SANZ CID: La Constitución de Bayona, Ed. Reus, Madrid, 1922, págs. 442 y sigs.
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ción de jueces y magistrados sin justa causa, así como su inamovilidad, e imponía al
ejecutivo la obligación de dar cuenta a las Cortes antes de proceder a su suspensión.
Asimismo se prohibía a la Regencia el mantenimiento de cualquier detención supe-
rior a cuarenta y ocho horas, tiempo dentro del cual debía ser presentado el detenido
ante el competente tribunal.
El artículo único del capítulo V del citado Reglamento obligaba a la Regencia a
«conservar expedita y segura la correspondencia en todo lo respectivo a correos y
demás comunicaciones por mar y tierra, dentro y fuera del Reino. Tomará todos los
medios que estime oportunos para asegurar la tranquilidad y salud pública y hacer
respetar la libertad individual de los ciudadanos, valiéndose a este efecto de todos
los medios ordinarios y extraordinarios para que esté autorizado».
Junto a leyes desamortizadoras postconstitucionales, la abolición del Santo
Oficio y la prohibición de tortura, cabe también señalar la consagración de la pro-
piedad individual como «derecho sagrado» y la elaboración de un proyecto de Re-
glamento para agilizar las causas criminales. Mención especial requiere, sin em-
bargo, el Decreto de 10 de noviembre de 1810 relativo a la libertad de imprenta. El
preámbulo del mismo configura a dicha libertad como freno de la arbitrariedad de
los gobernantes, «medio de ilustrar a la Nación en general, y el único camino para
llevar al conocimiento de la verdadera opinión pública».
La libertad de imprenta consagrada en 1810 resultaba prácticamente ilimitada,
aboliendo Juzgados de Imprenta y censuras previas. Se sustituía el régimen preven-
tivo por el represivo, con la única excepción de los libros de religión que habían de
imprimirse con licencia del Ordinario pero «no podrá éste negarla sin previa cen-
sura y audiencia del interesado».
El artículo 13 establecía la Junta Suprema de Censura nombrada por las Cortes,
compuesta por nueve miembros, tres de los cuales debían ser eclesiásticos. A pro-
puesta de la Junta Suprema se nombraban juntas provinciales de cinco miembros,
dos de ellos eclesiásticos.
Si la obra capital de las Cortes gaditanas fue la Constitución cabe, sin embargo,
hacer hincapié en algo que aquí no afecta a este propósito pero no por ello debe omi-
tirse. El Decreto de las Cortes de 24 de septiembre de 1810 rubricado a las once de
la noche de esa jornada supone el acto final de la transición —teórica— del Antiguo
al Nuevo Régimen en España: la declaración de que los diputados representan a la
Nación —ya no a los estamentos—; la afirmación de la soberanía nacional y la divi-
sión de poderes son las manifestaciones más importantes, no las únicas, de dicha
transición. No cabe aquí detenerse más en este punto pero su trascendencia hace im-
perativa su mención, porque el Decreto, «consecuencia lógica de todo el proceso an-
terior, culmina la obra revolucionaria, la legaliza» (8).
La Constitución de 1812 intenta trasladar a España, como no podía ser de otra
(8) D. SEVILLA, ANDRÉS: Historia política de España, tomo I, Editora Nacional, Madrid, 1974,
pág. 58.
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manera, los principios revolucionarios franceses, sirviendo además, ella misma, de
bandera y paradigma de movimientos liberales posteriores (9).
A) Así el principio de igualdad se concretaba en la unidad de fuero y de có-
digos previstos en los artículos 248 y 258, respectivamente, con la sola excepción,
en el caso del fuero, de los eclesiásticos y militares a tenor de los artículos 249 y 250.
«Con ello, se intentará acabar con una serie de instituciones sociales y económicas
que entorpecían la unidad del poder público y estorbaban la expansión de la acti-
vidad individual» (10).
Es el Discurso Preliminar, leído en las Cortes al presentar la Comisión de Cons-
titución el Proyecto, verdadera obra clave para explicar el inicio de nuestro constitu-
cionalismo. Leído el 24 de diciembre de 1811 por Diego Muñoz Torrero, en él se
afirma que «la Comisión no necesita detenerse a demostrar que una de las princi-
pales causas de la mala Administración de Justicia entre nosotros es el fatal abuso de
los fueros privilegiados intioducido para ruina de la libertad civil y oprobio de
nuestra antigua y sabia Constitución... Por lo mismo, la Comisión reduce a uno solo
el fuero o jurisdicción ordinaria en los negocios comunes civiles y criminales. Esta
gran reforma bastará por sí sola a restablecer el respeto debido a las leyes y a los tri-
bunales, asegurará sobremanera la recta Administración de Justicia, y acabará de
una vez con la monstruosa institución de diversos Estados dentro de un mismo Es-
tado, que tanto se opone a la unidad de sistema en la Administración, a la energía del
Gobierno, al buen orden y tranquilidad de la Monarquía...
... La igualdad de derechos..., la uniformidad de principios adoptada por V. M.
en toda la extensión del vasto sistema que se ha propuesto, exigen que el código uni-
versal de leyes positivas sea uno mismo para toda la Nación».
Una igualdad legal, que —como se manifiesta en dicho Discurso— se da como
principio sentado y que supone la abolición de las pruebas de nobleza para el acceso
a determinados cargos públicos. Igualdad, como principio constitucional, que enlaza
con la libertad: «La ley ha de ser una para todos, y en su aplicación no ha de haber
acepción de personas. A su vista todos aparecen iguales, y la imparcialidad con que
se observan las reglas que prescriben, será siempre el verdadero criterio para co-
nocer si hay o no libertad civil en un Estado...
Ninguna nación de Europa puede acaso presentar leyes más filosóficas ni libe-
rales, leyes que protejan mejor la seguridad personal de los ciudadanos, su honor y
su propiedad que la antigua Constitución de Aragón... Diferentes leyes criminales de
(9) Pueden verse a este respecto, entre otros, M. MARTÍNEZ SOSPF.DRA: La Constitución de 1812 y el
primer liberalismo español, Valencia, 1978; J. FERRANDO BADÍA: La Constitución española de 1812 en
los comienzos del Risorgimento, Roma, Madrid, 1959; B. MARKJNE-GUETZEVITCH: «La Constitution es-
pagnolc de 1812 et les debuts du liberalisme curopécn», en lnlroduction a l'étude du Droit Comparé II,
París, 1938. Puede también verse el número 126 de la Revista de Estudios Políticos, en concreto los
artículos de F. SUÁREZ VERDAGUER, J. FERRANDO BADÍA, J. L. COMELLAS GARCÍA-LLERA y D. SEVILLA
ANDRÉS.
(10) F. FERNÁNDEZ SEGADO: Las Constituciones históricas españolas, op. cit., pág. 87.
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Cataluña, Navarra y Castilla son igualmente admirables por el espíritu de huma-
nidad que respiran, por la exquisita diligencia con que hacen ver se buscaba por
nuestros antiguos legisladores el modo de asegurar la recta Administración de Jus-
ticia...».
B) El principio de libertad quedaba genéricamente expresado en el artículo 4,
al mismo tiempo que se proclamaba algo tan caro al liberalismo como la propiedad:
«La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la li-
bertad civil, la propiedad, y los demás derechos de todos los individuos que la com-
ponen.»
Entre esos derechos se citan:
C) El derecho de sufragio supeditado a la condición de ciudadano —artícu-
lo 27— y que, en su aspecto activo, suponía un derecho universal e indirecto de
cuarto grado para la elección de diputados a Cortes. Los artículos 91 a 97 indican los
requisitos para ser elegido diputado a Cortes —sufragio pasivo— exigiéndose, ar-
tículo 92, tener una determinada renta anual procedente de bienes propios.
D) Los artículos 306 y 373 consagraban, respectivamente, el derecho a la in-
violabilidad de domicilio y el de petición. El primero de esos artículos anunciaba
una ley especial de desarrollo constitucional para recoger las excepciones al derecho
que en él se proclamaba. El derecho de petición se configura como la posibilidad de
solicitar a las Cortes o al Rey la observancia de la Constitución.
E) Los derechos de naturaleza penal o procesal son los más numerosos. Entre
las garantías de tipo procesal que podríamos calificar de previas, generales o estruc-
turales, figuran la uniformidad procesal —ya citada a propósito de la unidad de có-
digos y fueros— recogida en el artículo 244 con la apostilla de que ni tan siquiera las
Cortes o el Rey puedan dispensarla, y la constitucionalizada en el artículo 247 en
donde se establece que «ningún español podrá ser juzgado en causas civiles ni cri-
minales por ninguna comisión, ni por el Tribunal competente determinado con ante-
rioridad por la ley».
Entre los derechos relativos a la seguridad personal figuran el no apresamiento
sin información del hecho que lo origina y mandamiento policial escrito y notificado
—artículo 287—; la necesidad de que el arrestado sea llevado ante el juez para
prestar declaración antes de proceder a su prisión o, en todo caso, antes de que trans-
curran veinticuatro horas de la misma, artículo 290; la necesidad de auto motivado
para decidir el encarcelamiento, artículo 293, y el derecho a la fianza, salvo en los
casos previstos por ley, a tenor del artículo 295.
Respecto a los derechos del detenido figuran los recogidos en los artículos 300
—conocer la causa de la prisión dentro de las veinticuatro horas de que ésta se pro-
duzca—, 302 —publicidad del proceso como principio general— y 303 —prohibi-
ción de que se usen contra el detenido torturas ni apremios—. Con referencia, para
cerrar este apartado, a los derechos relativos a la imposición de la pena, cabe citar la
prohibición de que consista ésta en la confiscación de bienes —artículo 304—, en
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virtud, en definitiva, del principio de intrascendentalidad de la pena, recogido en el
artículo siguiente y justificado en el discurso preliminar: «... bajo el pretexto espe-
cioso de asegurar el modo de resarcir daños y perjuicios, derechos a la cámara del
Rey, o acaso por otros motivos más ilegales o impuestos, se comete una vejación,
cuyo enorme peso recae, no ya sobre el arrestado, sino sobre su inocente familia, que
desde el momento del secuestro empieza a pagar la pena de delitos que no ha come-
tido... Por el mismo principio de no hacer trascendental al inocente la pena de los de-
litos de otros se prohibe, para siempre, la confiscación de bienes.»
Mención aparte merece el artículo 297 que ordena que «se dispondrán las cár-
celes de manera que sirvan para asegurar y no para molestar a los presos: así el al-
caide tendrá a éstos en buena custodia, y separados los que el juez mande tener in-
comunicación; pero nunca en calabozos subterráneos ni malsanos».
F) El artículo 371 constitucionaliza el derecho a la libre expresión del pensa-
miento, escribiendo, imprimiendo y publicando «sus ideas políticas sin necesidad de
licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restric-
ciones y responsabilidad que establecen las leyes». Precepto que no hace sino tras-
ladar al primer texto legal el núcleo esencial de lo regulado en el Decreto de las
Cortes gaditanas de noviembre de 1810, ya citado, por lo que aquí habría que tras-
ladar lo entonces comentado, a lo que cabe añadir en todo caso lo expresado en el
discurso preliminar: «Como nada contribuye más directamente a la ilustración y
adelantamiento general de las naciones, y la conservación de su independencia que
la libertad de publicar todas las ideas y pensamientos que puedan ser útiles y benefi-
ciosos a los subditos de un Estado, la libertad de imprenta, verdadero vehículo de las
luces, debe formar parte de la ley fundamental de la Monarquía, si los españoles de-
sean sinceramente ser libres y dichosos.» El paralelismo del párrafo con el preám-
bulo del Decreto de 10 de noviembre de 1810 es total. Y el valor que en Cádiz se
concede a la libertad de imprenta lleva a Fernández Segado a afirmar que allí casi se
identificó la misma con la propia soberanía popular (11).
El artículo 371 hacía referencia a una legislación de desarrollo. Aunque tempo-
ralmente no pueda ser considerado como tal, nada impide pensar que el Decreto de
1810 continuó vigente y, por tanto, podía figurar como parte de la legislación de
desarrollo, aunque lo contradiga el hecho de su prioridad temporal.
G) Para terminar, puede hacerse referencia a un par de cuestiones más. Ningún
resquicio se deja a la libertad de cultos, teniendo en cuenta el tenor del artículo 12:
«La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica,
romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohibe
el ejercicio de cualquiera otra.» No cabe olvidar que de los en torno a 300 diputados
—que en la práctica nunca llegaron a reunirse en su totalidad— entre 90 y 97, según
los estudios de Solís y Fernández Almagro, eran eclesiásticos.
H) Los artículos 26 y 308 admitían la posibilidad de restringir de disfrute de
(11) F. FERNÁNDEZ SEGADO: Las Constituciones históricas españolas, op. cit., pág. 92.
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derechos y libertades. El primero de ellos indica como única posibilidad para perder
o suspender los derechos de los ciudadanos la existencia de las causas señaladas en
los dos artículos que le preceden: adquirir naturaleza en país extranjero, admitir em-
pleo de otro gobierno o haber residido cinco años consecutivos fuera de España sin
permiso del Gobierno, y por sentencia que conlleve penas infamantes o aflictivas si
no ha mediado rehabilitación. Estas causas citadas suponían la pérdida de la cua-
lidad de ciudadano, la cual se suspendía en las casos siguientes: mediante interdic-
ción judicial por incapacidad física o moral, por quiebra o deuda a los caudales pú-
blicos, por estar procesado criminalmente, por falta de empleo o modo de vivir
conocido, por ser sirviente doméstico, siendo obligatorio que, a partir de 1837 se su-
piera leer y escribir para comenzar a ejercer los derechos de ciudadano.
Respecto al artículo 308, la materia a restringir eran las garantías en lo referente
a la Administración de Justicia en lo criminal, anteriormente examinadas. «Si en cir-
cunstancias extraordinarias la seguridad del Estado exigiese, en toda la Monarquía
o en parte de ella, la suspensión de algunas de las formalidades prescritas en este
capítulo para el arresto de los delincuentes, podrán las Cortes decretarla por un
tiempo determinado.»
I) Respecto a los deberes de los españoles, la Constitución de 1812 recoge el
de amar a la Patria y el de ser justos y benéficos —artículo 6—; el de ser fieles a la
Constitución y a las leyes, así como a respetar a las autoridades —artículo 7—; el de
contribuir a los gastos del Estado en proporción a sus haberes, sin distinción alguna
—artículo 8—, y defender a la Patria con las armas si es llamado por la ley, en virtud
de los artículos 9 y 361.
«Mucho se ha hablado de estas declaraciones puramente programáticas, pero no
es despreciable su inclusión en las que lo son, ni dejan de obtener relación con otras
más modernas de un sentido parejo, propio de las épocas revolucionarias» (12). Las
declaraciones contenidas en los artículos 6 y 297, ya citados, como la del artículo 13
—sobre el objeto de la función gubernamental y el fin de la sociedad política— son
una buena muestra de ello.
J) La vigencia y aplicación del texto gaditano fueron azarosas, por las circuns-
tancias históricas que siguieron al retorno regio en 1814, entre ellas el propio ca-
rácter del Rey. La primera Constitución española no pasa de ser algo objeto de per-
manente admiración por muchos motivos, pero cuyos efectos quedarán por siempre
ignotos. Su vigencia se limitó a los dos primeros años de su vida, al Trienio Liberal
de 1820 a 1823, y al breve lapso de tiempo que medió entre la derogación del Esta-
tuto Real, agosto de 1836, y la promulgación de la Constitución de 1837, junio. Pese
a su indudable valor, no empañado por las deficiencias técnicas propias de cualquier
fruto primerizo, es posible que resultara de muy difícil aplicación en un pueblo no
preparado aún y con una guerra en su territorio.
(12) D. SEVILLA ANDRÉS: Historia política de España, t. I, op. cit., pág. 77.
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FRANCISCO ASTARLOA VILLENA
«Ni la monarquía ni el pueblo —salvo minorías— de España podían adaptarse al
Texto Constitucional porque éste tampoco podía insertarse en un contexto sociopolí-
tico muy anclado en el Antiguo Régimen en virtud de muchos lazos» (13).
«El optimismo juridizante de sus autores sufriría así un durísimo golpe, demos-
trando de esa manera cómo la realidad tira por la borda todo lo que no se amolda a ella.
Hermosas construcciones jurídicas, frenos racionales al poder incontrolado, barreras
protectoras de la libertad quedan arrasadas por el aluvión irresistible de la presa de los
hechos. Nuestra historia constitucional —como la de tantas otras naciones— está pla-
gada de ejemplos que avalan el aserto anterior. Por mucho que como juristas podamos
lamentarlo no por ello podemos ignorarlo» (14).
III. EL ESTATUTO REAL
La muerte de Fernando VII, el 29 de septiembre de 1833, provoca una guerra
civil que, con alternativas diversas y fases varias, va a ensangrentar España poco más
de cuarenta años. La disputa dinástica no es sino la excusa formal, externa se podría
decir. La defensa de los intereses de Carlos María Isidro o de su sobrina Isabel, pri-
mogénita de Fernando VII, no justifica tal sangría, con la secuela de consecuencias
que llevó consigo en todos los órdenes, si no fuera porque tras cada uno de ellos se
defendía un tipo de régimen político distinto. Respecto al carlismo no se trataba de
volver al Antiguo Régimen sin más matices, como a veces se ha hecho ver en frivola
crítica; respecto al isabelismo su soledad inicial fue patética, aunque breve. Pronto
se uniría a su causa el liberalismo, y, en seguida —cuando Mendizábal desamortizó
los bienes eclesiásticos— la burguesía, triunfadora, en definitiva, del despojo. Fue
la única virtud indiscutible de la desamortización, como Vicens Vives ha hecho
constar.
La Reina Gobernadora, María Cristina de Ñapóles, con quien había casado en
cuartas nupcias Fernando VII, ostentaba la Regencia. Cea Bermúdez, al frente del
gobierno, había elaborado un Manifiesto anunciador de reformas administrativas y
en el que, además, se reconocía y garantizaba la seguridad de los bienes, y de las per-
sonas. El descontento liberal ante el Manifiesto —tildado de neoabsolutista— su-
puso la caída de Cea y la llegada de Martínez de la Rosa al poder. Hombre de for-
mación inglesa, fue el autor principal del Estatuto Real de 10 de abril de 1834.
El problema previo y principal que el propio Estatuto plantea es el de su natura-
leza, porque del examen de su texto sólo puede colegirse que se trata de una convo-
catoria de Cortes conforme a la Ley de Partidas y a la Nueva Recopilación.
Posiblemente el trabajo de Tomás Villarroya sea el estudio más completo sobre
(13) F. ASTAKLOA VILLENA: «En el 175 aniversario de la Constitución de 1812», en Cuadernos de
la Facultad de Derecho de Palma de Mallorca, núm. 16, 1987-1988, pág. 44.
(14) F. ASTARLOA VILLENA: «La Constitución de 1812», en Cuadernos de la Facultad de Derecho
de Palma de Mallorca, núm. 17, 1991, pág. 28.
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LOS DERECHOS Y LIBERTADES EN LAS CONSTITUCIONES HISTÓRICAS ESPAÑOLAS
el Estatuto de los realizados hasta ahora (15). En él se afirma que el Estatuto Real es
no tanto una convocatoria de Cortes, sino más bien una ordenación de las mismas,
ordenación de la que, para Tomás Villarroya, no se sigue convocatoria concreta al-
guna. Pero hay en el texto estatutario algo más que define el profesor valenciano
—tortosino por razón biológica— como una «evidente intención constitucional».
Sea lo que fuere, y a la vista del prólogo expuesto, fácil es colegir que en el texto
literal del Estatuto no se van a encontrar afirmaciones de derechos o libertades, pues
su objeto —pese a la evidente intención precitada— era otro. Tan sólo podrían ale-
garse los preceptos en donde se recogen las capacidades electorales activa y pasiva
para cada uno de los Estamentos.
Poco hay que decir del Estamento de Proceres pues sus miembros eran natos
—con lo que no mediaba elección alguna (hereditarios) para los Grandes de Es-
paña— y vitalicios nombrados por el Rey. El Estamento de Procuradores se definía
conforme a la ley electoral posterior —Real Decreto de 20 de mayo de 1834 y luego
el Real Decreto de 24 de mayo de 1836— de acuerdo con el principio unitario de con-
ceder voto a los mayores contribuyentes o a determinados cargos o profesiones: abo-
gados con estudio abierto, catedráticos y profesores con nombramiento de tales, etc.
La capacidad electoral pasiva para el Estamento de Procuradores quedaba limitada
por la edad —treinta años en el primero de los Reales Decretos citados, veinticinco
en el segundo— y la capacidad económica: renta proporcional de doce mil reales y
de nueve mil reales en el segundo Decreto.
A) El Estatuto sufrió un triple intento de reforma. Amparándose el artículo 32
del mismo —el derecho de las Cortes de elevar peticiones al Rey— quince procura-
dores, Joaquín María López entre ellos, solicitaron a la Regencia la inclusión en el
Estatuto de una Tabla de Derechos, porque «sin libertad civil y seguridad personal
—decía la Petición— el hombre no tiene dignidad, ni representa derechos: es más
bien un ser degradado que se ultraja sin respeto». Los procuradores firmantes de la
Petición «saben que el poder no se debilita con la libertad individual, porque conoce
que los Gobiernos justos que mandan con leyes son fuertes y están sostenidas por el
vigor y fuerza moral que ellas comunican a las autoridades establecidas».
La Petición, tras una Exposición de motivos, contenía doce artículos, y era fruto
de los deseos del sector más avanzado del liberalismo, que no podía tolerar la omi-
sión en el Estatuto de los derechos y libertades políticas. Al abrirse las Cortes en
julio de 1834 y, con ocasión de preparar la contestación del Estamento al Discurso
de la Corona, se examinó la posibilidad de incluir algún párrafo a este propósito. Tal
intención cristalizó el 28 de agosto de 1834 al formalizarse la Petición de la Tabla de
Derechos. El reconocimiento del principio de igualdad ante la ley se califica en la Ex-
posición de Motivos como «base del derecho público de las naciones, sin la cual se
alteran los principios inmutables de justicia, y se establece el germen del desorden...
(15) J. TOMÁS VILLARROYA: El sistema político del Estatuto Real, 1834-1836, Instituto de Estudios
Políticos, Madrid, 1968.
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FRANCISCO ASTARLOA VILLENA
No se podrá negar el principio de que nuestras antiguas leyes establecieron la
igualdad, y que su restablecimiento es una materia importante que debe ocupar un
lugar preferente en nuestros derechos fundamentales». Igualdad legal recogido en el
artículo 6 de la Tabla de Derechos; igualdad tributaria —«todos los españoles tienen
igual obligación de pagar las contribuciones votadas libremente por las Cortes en
proporción de sus haberes»—e igualdad en la admisión a empleos civiles y mili-
tares, «sin más distinción que la capacidad y el mérito».
El artículo 1 de la Tabla reconoce y garantiza la libertad individual; «por conse-
cuencia ningún español puede ser obligado a hacer lo que la ley no ordena». Fruto
de ese reconocimiento es la declaración de una libertad de expresión del pensa-
miento por medio de la imprenta sin previa censura con la sola sujeción a las leyes
que repriman sus abusos. Curiosamente —y a diferencia del artículo 371 del texto
gaditano— el artículo 2 de la Tabla no especifica el tipo de pensamiento cuya expre-
sión es libre. En la Constitución de 1812 la libertad de expresión se circunscribe a las
ideas políticas, a tenor literal del texto. Aquí no se especifica.
La seguridad jurídica se concretaba en los artículos 3 y 4 —la persecución, apre-
samiento y arresto sólo podía hacerse en los casos previstos por la ley y de la forma
en ella prescrita, principio de legalidad; la ley es irretroactiva y cualquier juicio debe
realizarse por Tribunales establecidos por ley antes de la comisión de un delito—,
mientras que el artículo 5 proclamaba la inviolabilidad de domicilio en forma que
recuerda la formulación correspondiente del texto de Bayona: «La casa de todos los
españoles es un asilo que no puede ser allanado sino en los casos y forma que or-
dena la ley.»
«La propiedad, que es fruto de los trabajos y afanes del hombre, o del dominio
legítimamente adquirido, es un derecho tan respetable, que sin él no puede existir
vínculo alguno social»; idea de la Exposición de Motivos positivada en el primer in-
ciso del artículo 9: «La propiedad es inviolable...»
«Este principio se ha establecido de tal modo, que no puede existir un gobierno
que más o menos deje de respetarle: mas este respeto no debe confiarse al convenci-
miento de los hombres, no a la voluntad de los mandatarios ni quede expuesta a las
confiscaciones bárbaras de un fisco ambicioso.» Inviolabilidad y prohibición de
confiscación de bienes afirmados en el mismo artículo, que admitía, sin embargo,
dos limitaciones por los que «la propiedad está sujeta: primero, a las penas legal-
mente impuestas y a las condenaciones hechas por sustancia legítimamente ejecuto-
riada; segundo, a la obligación de ser cedida al Estado cuando lo exigiere algún
objeto de utilidad pública, previa siempre la indemnización competente a juicio de
hombres buenos».
«Los extravíos de los gobiernos que nos han precedido hollaron de tal modo este
derecho, que las leyes quedan reducidas hasta hoy a una vana sombra, y la inviolabi-
lidad de la propiedad sepultada en el olvido» se explicaba en la Exposición de Mo-
tivos de la Tabla, que en cualquier caso era —o, mejor dicho, hubiera podido ser—
el primer texto de rango constitucional reconocedor de una cierta función social de
la propiedad privada, sagrado derecho del liberalismo.
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LOS DERECHOS Y LIBERTADES EN LAS CONSTITUCIONES HISTÓRICAS ESPAÑOLAS
Establecía la Tabla —artículo 10— la responsabilidad criminal de las autori-
dades y funcionarios que atacasen la libertad individual, la seguridad personal o la
propiedad, así como —artículo 11— la específica de la Secretaría de Despacho por
las infracciones de las leyes fundamentales, por delitos de traición y por los aten-
tados contra la libertad, seguridad o propiedad. «Es muy fácil que los Ministros
abusen de sus vastas atribuciones y autoridad inmensa y que conviertan contra la na-
ción los medios y recursos de que dispone el poder.» El principio de responsabilidad
ministerial debe tener rango de ley fundamental, se añade en la exposición de mé-
ritos, y «... la infracción de las leyes fundamentales y la traición y concusión son de-
litos que merecen la represión y condigna corrección de los Ministros».
El intento de llevar el sistema a un liberalismo más radical fracasó. La discusión
de la Tabla se realizó entre los procuradores en medio de enorme escándalo, que,
junto a otros factores, provocaría la división de los liberales en moderados y progre-
sistas y, aunque se llegó a aprobar por no mucho margen, Martínez de la Rosa con-
siguió que la Gobernadora no la sancionara, lo cual tampoco le resultó muy costoso
por la inconstitucional y peligrosa proclividad de María Cristina hacia los mode-
rados, igual que el Regente siguiente —Espartero— hacia el progresismo.
B) Si la Tabla suponía un intento de Reforma del Estatuto en base a la adición
de una declaración de derechos que lo transformara en una Constitución completa, el
Proyecto de Constitución de «la Isabelina» y el Proyecto de Istúriz suponían la sus-
titución del texto estatutario por otro nuevo y de carácter completo, frente a la par-
cialidad material del texto de Martínez de la Rosa. A ambos proyectos puede dedi-
carse breve referencia, pues, además, carecieron de tramitación parlamentaria
alguna.
La Isabelina era una Sociedad Secreta que intentó evitar la promulgación del Es-
tatuto mediante un proyecto de Constitución inspirado en la belga de 1831 que se re-
mitió a la Reina Gobernadora por parte de Flórez Estrada. El texto estaba redactado
por Juan Olavarría —antiguo exiliado de Bélgica—, y en el fracaso de la operación
intervino la policía (16). Llevaba fecha de 24 de julio de 1834, y no ocultaba su pro-
cedencia al disponer —arts. 57 y 58— la supresión de las órdenes monacales, y la
abolición de los votos perpetuos, calificando la Constitución proyectada —art. 65—
como «libro sagrado de los españoles». Eso sí, en virtud del artículo 64, anunciaba el
restablecimiento de las antiguas libertades de la Iglesia española, pero «con absoluta
independencia de la curia romana».
Un epígrafe inicial titulado «Derecho público de los españoles» contenía en sus
dos artículos una importante declaración de derechos, y tras afirmar que «los go-
biernos se han instituido para afianzarse el libre ejercicio de las facultades naturales»
se enumeraban como tales: el derecho de hacer lo no expresamente prohibido por la
ley o la costumbre; el derecho de no ser preso o juzgado sino en virtud de ley previa
(16) A. PIRALA: Historia de la guerra civil y de los partidos liberal y carlista, t. I, Madrid, 1989,
págs. 1075-1078, citado por D. SEVILLA ANDRÉS: Constituciones y otras leyes..., t. 1, op. cit., pág. 277 y
notas.
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FRANCISCO ASTAKLOA VIU.ONA
al delito; el derecho de libre acceso a empleos y dignidades estatales sin ser exigible
prueba de nobleza; el derecho de propiedad, salvo los casos de utilidad pública y el
derecho a expresar libremente los pensamientos, de palabra o por escrito, sin previa
censura salvo lo ofensivo a las leyes fundamentales, las buenas costumbres, o el
honor familiar. El artículo 2 prohibía a autoridad alguna atentar contra estos dere-
chos ni penetrar en el fuero interno del hombre, suspender las leyes protectoras de
estos derechos —«prerrogativas naturales»— ni dispensar a nadie del cumplimiento
de las leyes.
Varios aspectos llamaban la atención en los primeros artículos de la Constitu-
ción de la Isabelina, pero quizá el más fundamental es lo novedoso de algunas
afirmaciones: la consideración de los derechos como «facultades naturales» cuyo
afianzamiento es tarea principal de los gobiernos; el derecho de hacer lo que no
está prohibido, promulgación anglosajona, frente a una promulgación latina por la
que sólo puede entenderse como derecho lo expresamente configurado en las
leyes como tal, promulgación que precede al artículo 29 de nuestra Constitución
de 1869; la afección de la propiedad a la utilidad pública, recogida inmediata-
mente después por la Tabla de Derechos; y la sustitución—posteriormente «insti-
tucionalizada en 1869— de la libertad de imprenta, por la más generosa de la li-
bertad de expresión. Como puede comprobarse la importancia del texto de «la
Isabelina» en la materia que nos ocupa es mayor de la que tradicionalmente se le
ha atribuido.
C) Un proyecto de revisión del Estatuto Real se discutió en Consejo de Minis-
tros presidido por Istúriz a partir de marzo de 1836. El Proyecto recibe el nombre de
Presidente, bien que Alcalá Galiano reclama su autoría. Los artículos 2 a 7, inclu-
sives, se destinan a la materia que nos ocupa. La igualdad declarada en el artículo 2
tiene carácter bifronte: igualdad en la adquisición a cargos públicos civiles, militares
y eclesiásticos y a la hora de contribuir a las cargas del Estado económica o perso-
nalmente. La libertad de imprenta del artículo 3 supone la transcripción literal del ar-
tículo 371 gaditano, pero sin limitar dicha libertad a las ideas políticas. Los artículos
4, 5 y 6 se destinan a los derechos de petición, «pero no formando cuerpo colectivo
ni en nombre y representación de otra forma que la firmante», a la seguridad jurí-
dica y a la propiedad, respectivamente.
Regulación rigurosa de la suspensión de derechos —parecida a la de 1812, pero
más sistematizada y completa— se recoge en el artículo 7: «Si la tranquilidad del
Estado exigiese la suspensión temporal de las leyes protectoras de la seguridad per-
sonal, sólo podrá decretarse y llevarse a efecto la suspensión por un plazo determi-
nado, previamente señalado y resuelto por los dos Estamentos de las Cortes y el
Rey. Pero nunca podrá entenderse la suspensión a más que a dispensar a la auto-
ridad de las fórmulas necesarias para mandar prender y tener preso a uno o más in-
dividuos. No podrá imponerse pena alguna ni por la potestad gubernativa ni por tri-
bunales extraordinarios salvo en el caso de estado de sitio.»
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IV. LA CONSTITUCIÓN DE 1837
Inviable el Estatuto por la división de la familia liberal, y restaurada la Constitu-
ción de 1812 de modo provisional en agosto de 1836 tras el motín de La Granja, o de
los sargentos, se comenzó más tarde a elaborar una nueva ley fundamental. La idea
de que no se trataba sino de hacer una reforma que actualizara el texto gaditano se
abrió camino y se encomendó a una Comisión —Arguelles y Olózaga entre ellos—
la tarea de preparar la propuesta de dicha reforma (17). El 30 de noviembre de 1836
se leyó ante el Congreso el dictamen de dicha Comisión proponiendo a las Cortes las
bases de tal reforma. Estas se concentraban en el alivio del texto de la parte regla-
mentaria —especialmente pródiga en lo referente a las Cortes— y de aquello que
pudiera ser recogido por leyes ordinarias; la introducción del bicameralismo equili-
brado en facultades, distinguiéndose ambas Cámaras por «las calidades personales
de sus individuos, por la forma de su nombramiento y por la duración de su encargo,
pero ninguno de estos cuerpos será hereditario ni privilegiado»; respecto a los po-
deres regios se sustituía el veto suspensivo por el absoluto —no aplicado posterior-
mente pese a su vigencia— y se daba al Monarca el poder de disolver las Cámaras,
acto, como todos, de necesario refrendo. Por último, y respecto a la Cámara Baja, se
afirmaba el método directo de elección y la posible reelección indefinida. Pese a
que, formalmente hablando, el Texto de 1837 era trasunto del de Cádiz, se trataba de
una Constitución nueva y técnicamente mucho más depurada, que podía haber su-
puesto «un cauce magnífico para el progreso del país» (18).
En la presentación a las Cortes del Proyecto de Constitución por la Comisión re-
dactora se afirmaba que ésta había creído oportuno «reunir todos los artículos que,
esparcidos por defender capítulos de la Constitución, fijan los derechos políticos de
los españoles, y establecen en las garantías de su seguridad individual los límites que
tendrán que respetar los diferentes poderes del Estado».
La Constitución de 18 de junio de 1837 presenta, pues, la primera regulación sis-
temática —quizá incompleta con ojos de hoy— de los derechos y libertades en
nuestro constitucionalismo. Le faltará el paso al frente definitivo del texto de 1869,
pero, al menos, suponía un muy notable avance técnico sobre el Texto de Cádiz, y,
por supuesto, sobre el Estatuto. Incluidos dentro del título I —de los españoles— los
artículos 2 a 11, inclusive, regulaban los derechos, libertades y deberes. La regula-
ción quedaba despojada de todo espíritu abstracto o programático —tan propio del
Texto doceañista— y se caracterizaba por un pragmatismo jurídico-positivo, tal
como ocurrirá con el resto del Texto.
La libertad de imprimir y publicar libremente las ideas, sin más sujeción que la
legal, y con los jurados como exclusivos calificadores de los delitos cometidos en el
(17) Puede verse J. TOMÁS VILLARROYA: «Las reformas de la Constitución de 1812 en 1836»
Revista del Instituto de Ciencias Sociales, 1964.
(18) D. SEVILLA ANDRÉS: Historia política de España, t. I, op. cit., pág. 155.
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FRANCISCO ASTARLOA VILLENA
abuso de tal libertad, se garantizaba en el artículo 2, en cuyo desarrollo se restauró
—agosto de 1837— la ley de libertad de imprenta de los comienzos del Trienio, en
1820. En 1839, sin embargo, hubo que modificar la ley del Trienio al considerarse
como excesos algunas manifestaciones surgidas al amparo de la misma, de las que
no escapaba la propia vida privada de la Reina Gobernadora. Una vez más la libertad
de imprenta —de expresión— iba a ser piedra de escándalo entre posiciones conser-
vadoras y progresistas. Si a la modificación citada de 1839 se añade el intento mo-
derado de alterar la ley municipal en esas mismas fechas, poco más o menos, se en-
tiende mejor el asalto progresista al poder, defenestrando a los moderados y, por
ende, a María Cristina. El nuevo Regente —Espartero— no iba a actuar de distinto
modo: sería el jefe del partido progresista. Faltaban cuarenta y cinco años para que
se demostrara lo que debe ser una Regencia escrupulosamente constitucional,
desempeñada con altura de miras. De momento, Espartero sustituiría a la Goberna-
dora. El juicio del Regente realizado por Carr, aunque quizá exagerado, es digno de
transcribirse:
«Sus vicios políticos eran el orgullo desmedido y la candidez explotada por su mujer
y por los compañeros de tresillo de forma que sus enemigos podían aducir que anteponía
la voluntad de un hombre a la de la Nación. Al igual que todos los generales, decía re-
presentar la voluntad nacional mejor de lo que podían expresarla unas Cortes elegidas.
Por ello no consideraba necesario comportarse como poder moderador neutral» (19).
A) El derecho de petición, cuya regulación se reservaba a ley posterior, la
igualdad ante la ley —manifestada en unidad de fuero y de códigos— y la igualdad
ante el desempeño de cargos públicos —sin más requisitos que su mérito y capa-
cidad— se regulaban en los artículos 3, 4 y 5, respectivamente.
B) La seguridad procesal y penal, incluyendo inviolabilidad de domicilio, y el
derecho de propiedad, salvo casos de utilidad común como causa que justifique la
expropiación que ha de indemnizarse, con la consiguiente prohibición de la confis-
cación de bienes como pena, son recogidos en los artículos 7, 9 y 10, respectiva-
mente, y no añaden nada respecto a la regulación doceañista, salvo su sistemática y
ordenación.
C) «La libertad de imprenta, que al fin de la Constitución (de 1812) ocupaba
un lugar en el título que no se ha creído necesario conservar..., se ha puesto al prin-
cipio, como el primero y más interesante de todos los derechos, y el más eficaz y se-
guro para la conservación y defensa de los restantes... Y al lado de los derechos que
consagran, están las obligaciones que les son correlativas, con lo que, y con haber
omitido toda la parte doctrinal, ociosa cuanto menos, y las más veces perjudicial, se
evitan los inconvenientes que han solido objetarse a las declaraciones de derechos
hechos en otras Constituciones», se decía en el discurso de presentación del Pro-
yecto. Y así el artículo 6 constitucionalizaba como deberes de los españoles la pres-
(19) R. CARR: España, 1808-1939, Ariel, Barcelona, 1970, págs. 221 y sigs.
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LOS DERECHOS Y LIBERTADES EN LAS CONSTITUCIONES HISTÓRICAS ESPAÑOLAS
tación personal —defensa de la Patria con las armas al ser llamado por la ley— y la
económica «en proporción de sus haberes para los gastos del Estado».
La seguridad penal y la inviolabilidad domiciliaria pueden suspenderse en toda,
o parte, la Monarquía «si la seguridad del Estado lo exigiere en circunstancias ex-
traordinarias», establecía el artículo 8, que reproducía de modo casi literal el 308 de
la Constitución de Cádiz.
D) La capacidad electoral, tanto activa como pasiva, para Senado y Congreso,
se remiten a ley especial, la de 28 de julio de 1837 que establecía el sufragio censi-
tario puro para ambas Cámaras.
E) La cuestión religiosa iba a sufrir una regulación muy distinta a la de 1812.
Sin que pudiera hablarse de una libertad religiosa pura como tal, el tenor del artícu-
lo 11 era de otro tinte al del artículo 12 del texto gaditano. Este artículo —el de
1812— «ha parecido a muchos ajeno de un Código político; y en verdad que lejos
de añadir nada los hombres a lo sublime de la religión son la declaración que aquel
contiene, más parece que rebajan su origen divino sujetándola a semejante confir-
mación; pero el omitir totalmente este artículo podría dar lugar a muy peligrosas
interpretaciones; y aun prescindiendo de esta consideración, cuya importancia y
trascendencia apreciarán las Cortes debidamente, cree la Comisión que debe consig-
narse solamente el hecho de que los españoles profesamos la religión católica, y la
obligación en que la Nación está de mantener a sus ministros y de atender a los
gastos de su culto», se advertía en la presentación del Proyecto.
Una vez más el texto definitivo se tuvo que pactar: la innegable fuerza del cato-
licismo, por un lado, y el sentimiento anticatólico de bastantes componentes de la
clase política, obligó a sustituir la confesionalidad explícita y «excluyeme de 1812
por un cierto régimen de tolerancia religiosa que así define algún autor el sistema del
artículo comentado» (20).
«La Constitución de 1837 era técnicamente estimable; políticamente concilia-
dora. Por razón de estas características, pudo haber sido el comienzo de una época
política más sosegada. No fue así. La Constitución no respondió a las esperanzas que
en ella se habían puesto...
... Las infracciones de la Constitución fueron frecuentes y graves; pero sin duda,
revistió mayor gravedad al hecho de que, en aquellos años, se vivió en plena irregu-
laridad constitucional, es decir: ninguna institución fue capaz, por arbitrariedad
propia o por imposición ajena, de ocupar lugar en que la Constitución quería situarla
ni de ejercer normalmente las funciones que la misma les atribuía...
... Quizá por todas estas razones, durante esta época, comienzan a aparecer
textos y testimonios autorizados que muestran una profunda y noble duda sobre las
virtudes mágicas que se habían atribuido a la Constitución...
... La historia posterior daría nuevas y continuadas razones a este desencanto» (21).
(20) F. FERNÁNDEZ SEGADO: Las Constituciones históricas españolas, op. cil., pág. 202.
(21) J. TOMÁS VILLARROYA: Breve historia del constitucionalismo español, op. cit., págs. 61 y sigs.
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V. LA CONSTITUCIÓN DE 1845
También la Constitución de 1845 se presentó como una reforma de la de 1837.
El gobierno presidido por Ramón María Narváez elaboró en octubre de 1844, un
proyecto de reforma constitucional, en el que, manteniéndose la libertad de im-
prenta, eliminaba la atribución de los delitos de imprenta a los jurados. La Comisión
del Congreso creada para dictaminar sobre la reforma, y cuyo secretario era José Do-
noso Cortés, mantuvo esa supresión. «De todas las cuestiones que estas reformas
suscitan, la más compleja y difícil, ya que no la más grave, es sin ningún género de
duda la que se refiere al jurado. La comisión ha creído que la única manera de con-
ciliar la natural desconfianza que esa institución inspira con su respeto profundo a
las opiniones reinantes, era despojarla de la sanción constitucional y dejarla debajo
del amparo de las leyes comunes.» Por otro lado, se incluía en el Proyecto, pero fue
después suprimido, un inciso por el que salvaguardaba el fuero especial de eclesiás-
ticos y militares (22).
A) La regulación de los derechos y libertades en la Constitución de 1845 es
muy similar a la de su predecesora de 1837. Similitud formal: ocupa la misma ubi-
cación en el Texto Constitucional —título I, artículos 2 a 11, inclusives— y con el
mismo orden; y similitud material con las modificaciones siguientes: el añadido de
un inciso en el artículo 1, que anunciaba una ley posterior que determinara los dere-
chos que podían gozar los extranjeros una vez obtenida carta de naturaleza o ve-
cindad, la desaparición de los jurados para el examen de los delitos con ocasión de
la libertad de imprenta y la supresión de la constitucionalización de la unidad de
fuero.
B) El tratamiento del tema religioso difería, sin embargo, sustancialmente res-
pecto del Texto de 1837. La Constitución de 1845 afirmaba una confesionalidad ex-
plícita: «La Religión de la Nación española es la católica, apostólica, romana.» La
confesionalidad sustituía a la tolerancia o a la mera constatación sociológica de que
el catolicismo era la religión profesada por los españoles. Por otro lado, quedaba en
pie la obligación estatal —no de la Nación como en 1837— de mantener culto y mi-
nistros católicos.
C) Por lo que a las capacidades electorales se refiere poco hay que señalar. El
Senado era nombrado por el Rey libremente —sin propuesta de nadie, a diferencia
de 1837— de entre determinadas aristocracias de sangre, económica, eclesiástica,
militar y funcionarial. Respecto al Congreso, la capacidad activa se remitía a ley
posterior —marzo de 1846— que señalaría una capacidad censitaria basada en la
renta, 400 reales de contribución directa, y la pasiva requería —en virtud de esa
ley— una renta de 12.000 reales de vellón o contribución anual de 1.000 reales,
además de ser de estado seglar.
(22) Puede verse MEDINA MUÑOZ: «La reforma constitucional de 1845», en Revista de Estudios Po-
líticos, núm. 203.
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LOS DERECHOS Y LIBERTADES EN LAS CONSTITUCIONES HISTÓRICAS ESPAÑOLAS
D) Un proyecto de ley del Consejo de Ministros presidido por el conde de
Alcoy para reformar la Constitución pretendía, fundamentalmente, la alteración de
los artículos referentes al Senado. Sin embargo, los dos intentos más importantes
fueron el Proyecto de Bravo Murillo y la Constitución nonata de 1856. A estos dos
habrá que hacer posterior referencia por su interés. Sin embargo, y por sistemática,
convendrá hacer referencia breve ahora a las dos modificaciones que llegaron a
regir: las Actas Adicionales. La primera de ellas lleva fecha de 15 de septiembre de
1856, y se produjo inmediatamente después de finalizar el bienio progresista. En la
materia que nos afecta sólo interesan los dos primeros artículos del Acta. En virtud
de los mismos se restauraba la actividad de los jurados en la calificación de los de-
litos de imprenta, salvo los legalmente determinados y, por otro lado, se establecía
que tanto la ley de orden público como la de suspensión temporal de garantías no po-
dían autorizar al Gobierno a extrañar, deportar ni desterrar a los españoles.
Un mes, menos un día, duró el Acto Adicional, de muy dudosa constituciona-
lidad, al no haber intervenido las Cortes en su elaboración.
El 17 de julio de 1857 se aprobaba una reformadora Acta Adicional modificando
la regulación constitucional del Senado, acercándolo al que figuraba en los Pro-
yectos de Bravo Murillo. Subsistió esta Acta con más pena que gloria hasta el 2 de
abril de 1864.
E) La obra de Bravo Murillo requiere un breve prólogo político y personal. El
3 de diciembre de 1852 La Gaceta publicaba, junto con la convocatoria de Cortes a
reunirse el primero de marzo siguiente, los Proyectos de reforma de Bravo Murillo
que tenían que ser aprobados en bloque. Se trataba de un Proyecto de Constitución y
ocho leyes orgánicas: del Senado, de elecciones al Congreso, régimen de los dos
Cuerpos colegisladores, relaciones de ambos, seguridad de las personas, seguridad
de la propiedad, de orden público y de grandezas y títulos de Reino. «El Proyecto de
Constitución sólo abraza las disposiciones de carácter más fundamental y establece,
dejando a las leyes orgánicas u otras especiales, fijar la debida garantía de los dere-
chos públicos y privados», afirmaba Bravo Murillo en su presentación del Proyecto
a las Cortes.
Bravo Murillo —conocido despectivamente por los políticos de su época, y,
muy especialmente por los militares, como el «abogado»— resulta un hombre con-
tradictorio en el panorama de nuestra historia. Visto por encima resulta un personaje
ultramoderado c inflexible. Fruto de ese carácter suyo era su propio planteamiento
total y plebiscitario de su reforma, en la que se proponían cosas tales como el nom-
bramiento regio de los Presidentes de las Cámaras, la celebración de las sesiones de
las mismas a puerta cerrada, un importante recorte, si tal era aún posible, en el trata-
miento de los derechos y libertades, como luego se hará hincapié, etc. Su peculiar
modo de ser le había llevado a un enfrentamiento personal con la Reina y su cama-
rilla, con su propio partido, etc.. Aunque bien es cierto que buena parte de tales en-
frentamientos venían motivados, junto a su rigidez y estilo rectilíneo, por su propia
honradez, lo que fácilmente se comprende repasando quiénes eran los que se le en-
frentaban. Enemistarse con la camarilla de Palacio era, en el fondo, un honor, dadas
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FRANCISCO ASTARLOA VIIXENA
las características de la misma, y cuanto mayor fuera la preparación intelectual, la
honradez y la personalidad del Presidente del Consejo, las posibilidades de éxito en
su tarea de gobierno solían ser menores al ser menos acomodaticio. En definitiva,
«faltábale partido, popularidad y una espada que respaldase sus propósitos» (23).
Pero en otros muchos casos el político de Fregenal de la Sierra resultó ser un
adelantado a su época. Y puede citarse a este respecto su convicción de la naturaleza
civil del poder, lo que le enfrentó al jefe de su propio partido, Narváez. También
puede aludirse a su sentido práctico de la actividad política, despojándole de gestos
de galería y de actitudes meramente partidistas —lo que le dejó sin el apoyo de su
propio partido— y su desconfianza hacia unas Cortes inoperantes, viciadas de
origen, que le lleva a proclamar la necesidad del control judicial de las actas parla-
mentarias, lo que provocó el escándalo de los demagogos de la soberanía del legisla-
tivo, cuando hoy —siglo y medio más tarde— es el sistema previsto en nuestro cons-
titucionalismo. Su intento de reforzar el Ejecutivo, con la posibilidad de que el Rey
anticipara disposiciones legislativas en casos urgentes —artículo 20 del Proyec-
to Constitucional—, era anticipo, de alguna manera, de lo que luego será un De-
creto-ley.
A todo ello, habrá que añadir una obra de gobierno que, pese a su brevedad, re-
sultó insólitamente eficaz: la política de obras públicas, la separación —que tanto
tardaría luego en lograrse— de política y administración, la firma del primer con-
cordato, que restañaba las heridas de la Desamortización, etc..
Si se ha hecho esta larga cita es porque la figura del Bravo Murillo ha suscitado
el interés de quien esto escribe. En no pocos aspectos parece bastante evidente un
paralelismo con el Antonio Maura de cincuenta años más tarde.
En los Proyectos de Bravo Murillo la cuestión de los derechos y libertades se
trataba de forma muy regresiva. El artículo 1 del Texto Constitucional proyectado
afirmaba una confesionalidad de Estado de naturaleza excluyente. El Rey nombraba
a los senadores hereditarios —Grandes de España con determinadas condiciones
económicas, o Títulos del Reino asimilados— y vitalicios —aristocracias de sangre,
eclesiásticos, políticos, etc..— y el resto de la Cámara Alta se componía de sena-
dores natos. Respecto al Congreso, se vetaba la presencia de eclesiásticos. La capa-
cidad electoral activa se restringía a los 150 mayores contribuyentes del distrito elec-
toral, «a los 150 domiciliados más pudientes» (artículo 33 del Proyecto de ley para
las elecciones de diputados a Cortes). Para ser elegido se requería haber pagado de-
terminada contribución.
El Proyecto de ley sobre la seguridad de la propiedad —dos artículos— impedía
la imposición de la pena de confiscación de bienes y garantizaba el derecho de pro-
piedad del que sólo podía privarse por causa de utilidad común, previa indemniza-
ción. En el Proyecto de ley sobre la seguridad de las personas se contenían la mayor
parte de las disposiciones sobre derechos y libertades. Desaparecen de allí la libertad
(23) D. SEVILLA ANDRÉS: Historia política de España, 1.1, op. cit., pág. 189.
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LOS DERECHOS Y LIBERTADES EN LAS CONSTITUCIONES HISTÓRICAS ESPAÑOLAS
de imprenta y algunas garantías procesales en torno a la seguridad personal. Se reco-
noce —incluso se regula con más detalle que en textos anteriores— la inviolabilidad
de domicilio, en el que para entrar sin permiso del dueño, y salvo delito flagrante o
que se trate de «cafés, tabernas, posadas y demás casas públicas», se requiere que la
autoridad o funcionario estén acompañados por vecinos del mismo barrio. La li-
bertad de circulación y domicilio y el derecho a la obtención de pasaporte son tam-
bién reconocidas, con la excepción de que se trate de vagos o mendigos fuera de su
pueblo. Completa la ley el reconocimiento de determinadas garantías para la deten-
ción —principios de legalidad y seguridad jurídica incluidos—, así como la respon-
sabilidad de la autoridad infractora de tales garantías. Deja en las solas manos del
Gobierno la suspensión de la ley, sin más requisitos que la publicación de la suspen-
sión en la Gaceta Oficial y en los Boletines de las provincias afectadas. Este sobre-
dimensionamiento de la función gubernamental se pone de manifiesto en el Proyecto
de ley de Orden Público, en donde se deja al simple arbitrio gubernamental la decla-
ración de los estados preventivo y excepcional, e incluso puede delegarse tal fa-
cultad en los Gobernadores civiles.
F) La importancia del Proyecto de 1856 —la Constitución nonata— es bi-
fronte. Por un lado, supone la reacción progresista frente al exceso moderado de
1845 y, por otro, es prólogo del Texto de 1869, la bandera del liberalismo decimo-
nónico.
El Proyecto se elaboró en la Cámara constituyente única. Su elaboración duró un
año. A principios de agosto de 1855 apareció el texto articulado en la Gaceta Ofi-
cial. En diciembre de ese año se discutió por última vez en la Cámara, sin que lle-
gara a votarse en su totalidad (24).
Los artículos 3 a 14, inclusive, del texto de 1856 se dedicaban a la regulación de
los derechos y libertades. Desarrollaban seis bases que habían redactado los siete
miembros de la Comisión a que la Cámara encomendó tal tarea. La libertad de im-
prenta —artículo 3— se formulaba igual que en el texto de 1837 con jurado incluido,
aunque se añadía que: «No se podrá secuestrar ningún impreso hasta después de
haber empezado a circular» (25). El derecho de petición, la restablecida unidad de
códigos y fuero, así como el derecho de acceso a cargos públicos —artículos 4, 5 y
6, respectivamente— se recogían literalmente de la Constitución de 1837, aunque a
este último se añadía —a petición de Estanislao Figueras— la expresa abolición de
cualquier prueba de nobleza.
El deber de prestación, personal y económica, el principio de seguridad jurídica,
el derecho de propiedad —con la prohibición de la pena de confiscación de bienes—
y la seguridad personal son recogidos, también literalmente, en otros tantos ar-
tículos, si bien en el último de los casos citados, artículo 8, se añade en el Proyecto
(24) Puede verse D. SEVILLA ANDRÉS: «La Constituyente de 1854», en Revista de Estudios Polí-
ticos, núm. 106.
(25) Por otro lado, la Ley de Imprenta formaría parte de la Constitución, a tenor del artículo 92, que
otorgaba ese rango a varias leyes de desarrollo constitucional.
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FRANCISCO ASTARLOA VILLENA
un párrafo castigando a los que atentasen contra este derecho, tanto autores como
cómplices, además de con las penas impuestas por infracción constitucional y la re-
paración de daños y perjuicios, a la pérdida de sus empleos y derechos anejos.
A diferencia de 1837 se añadía ahora que, tanto la Ley de Orden Público como
la que suspendiera garantías constitucionales, no podían autorizar el extrañamiento
del Reino ni la deportación o el destierro de los españoles fuera de la Península, ga-
rantía que también se recogería en la primera Acta Adicional. Pero las novedades
más interesantes aparecían en los artículos 11 y 14.
Por el primero de ellos se prohibía la imposición de la pena capital por delitos
meramente políticos, «conforme a lo que nos enseña la experiencia de las revueltas
políticas y a los principios de humanidad, que propenden abolir para toda clase de
delitos la pena capital», explicaba la Comisión en el dictamen que acompañaba las
Bases de la Constitución.
El artículo 14 reproducía el principio de tolerancia religiosa, con constatación
de que la católica era la profesada por los españoles y obligación de mantener
culto y ministros de esa religión, pero añadía un segundo párrafo fruto de la
enorme discusión que el tema religioso provocó en la Constituyente, en donde la
unidad religiosa fue debatida apasionadamente. Se constitucionalizaba la prohibi-
ción de que ningún español ni extranjero fuera perseguido por sus opiniones o
creencias religiosas, mientras no las manifestara por actos públicos contrarios a la
religión. Controvertido párrafo que suponía gran avance respecto a Textos ante-
riores para algunos autores y un simple y teórico paso al frente para otros, carente
de relevancia (26).
Es evidente que tal relevancia puede parecer mínima si se entiende que se trata
de consagrar un principio de la denominada «libertad de conciencia», el derecho a
que cada uno crea lo que quiera. Pero el hecho de que también pudiera opinar con-
firmaba un régimen de tolerancia. Pero incluso cabe ir más allá, en un tercer grado,
si se tiene en cuenta que los únicos actos prohibidos son aquellos de naturaleza pú-
blica y, esto es lo más importante, contrarios a la religión católica. Deja una puerta
abierta a una discrecionalidad que, a la postre, será predecesora de la libertad de
cultos de 1869 (27).
Breve referencia a los derechos de tipo electoral. La capacidad activa era la
misma tanto para el Congreso como para el Senado. Para ser elegido senador se
exigía determinada renta y para ser designado diputado la Constitución se remitía a
una posterior —nunca elaborada— ley electoral.
(26) En esa opinión J. TOMÁS VILLARROYA: Breve historia..., op. cit., pág. 82.
(27) Véase J. TOMÁS VILLARROYA: Breve historia..., op. cit., pág. 82. No compane esa tesis D. SE-
VILLA ANDRÉS: Historia política de España, 1.1, op. cit., pág. 203; L. SÁNCHEZ AGESTA: Historia del cons-
titucionalismo español, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1964, pág. 269, atribuye al texto comen-
tado la escisión de los partidos políticos españoles en lo referente a las ideas religiosas.
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VI.
LA CONSTITUCIÓN DE 1869
El Texto Constitucional de 1869 contiene en su título I —«De los españoles y
sus derechos»— la mayor y más completa sistematización en la regulación de los
derechos y libertades de las Constituciones habidas en España hasta ese momento.
El propio enunciado del título incluye, por vez primera, la palabra «derechos».
Un Decreto de 9 de noviembre de 1868 —con Sagasta en Gobernación, en el
Ministerio Provisional—, establecía, artículo 3, el sufragio universal en todos los ni-
veles de elecciones, municipales, provinciales y generales. En el Preámbulo del
Texto Constitucional se afirmaba que las Cortes Generales, elegidas por sufragio
universal, decretaban y sancionaban la Constitución «deseando afianzar la justicia,
la libertad y la seguridad, y proveer al bien de cuantos vivan en España». La in-
fluencia que el Texto Constitucional norteamericano va a ejercer en esta Constitu-
ción española objeto de examen va a ser notable.
No supone el texto de 1869 ninguna revisión de la idea liberal, pero desde en-
tonces ese liberalismo puede calificarse de democrático.
Ocupa la declaración de derechos de 1869 los 30 artículos que median entre el
2 y el 31. Para su examen más sistemático podemos agruparlos en tres grandes
sectores, con lo que de discutible tiene toda clasificación de ese tipo.
A) Derechos de naturaleza individual
1) El principio de seguridad personal, de no ser detenido ni preso sino por
causa de delito. Pero, por vez primera, y fruto de la aprobación de una enmienda, se
extendió este derecho a los extranjeros, artículo 2.
2) La garantía del habeas corpus reconocida doblemente, en los artículos 3
y 12. Se prescribía en el primero de ellos que todo detenido debería ser puesto en li-
bertad o entregado al juez dentro de las veinticuatro horas siguientes a la detención y
que ésta se dejaría sin efecto o se elevaría a prisión antes de que transcurrieran se-
tenta y dos horas tras la entrega del detenido al juez competente. Se completa esta
garantía en el artículo 12 en que se contempla un procedimiento sumario para la
puesta en libertad de la persona detenida presa sin observar las formalidades legales,
así como las penas en que incurriría quien ordenase o ejecutase esa detención o apre-
samiento.
3) La garantía judicial de la libertad personal, artículo 4.
4) La inviolabilidad de domicilio extendida también a los extranjeros resi-
dentes en España. Tal derecho se recogía de manera muy amplia y detallada en el ar-
tículo 5, incluyéndose, además, algunas cautelas que lo aseguraran y que figuraban
dispersos en los Textos anteriores. Citamos algunas de ellas: la entrada en domicilio
sin consentimiento de su propietario sólo podría decretarse por el juez competente y
se ejecutaría de día. El registro debía efectuarse ante el interesado, o algún miembro
de su familia, o, en defecto de ambos, en presencia de dos testigos, vecinos del
pueblo. Se obviaba el consentimiento en casos de inundación, incendio «u otro pe-
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FRANCISCO ASTARLOA V1LLENA
ligro análogo, o de agresión ilegítimaprocedente de adentro, o para auxiliar a per-
sona que desde allí pida socorro», así como la aprehensión de un delincuente fla-
grante refugiado en su propio domicilio, pues, caso de refugiarse en domicilio ajeno
«precederá requerimiento al dueño de éste».
5) La libertad de residencia y domicilio constitucionalizados en el artículo 6,
salvo sentencia en contrario.
6) La inviolabilidad de correspondencia postal y telegráfica, salvo auto de juez
competente, artículo 7, sin precedentes en nuestro constitucionalismo.
7) La garantía procesal y penal del artículo 11 por la que «ningún español
podrá ser procesado ni sentenciado sino por el juez o tribunal a quien, en virtud de
leyes anteriores al delito competa el conocimiento, y en la forma que éstos pres-
criban.
No podrán crearse tribunales extraordinarios ni comisiones especiales para co-
nocer de ningún delito».
8) El derecho de propiedad de los artículos 13 y 14, formulado de modo sus-
tancialmente idéntico al de Constituciones anteriores, pero de forma más detallada y
casuística.
9) Los derechos reconocidos en los artículos 24 —libertad de fundación de
centros docentes—; 25 —libertad de los extranjeros de establecerse en territorio es-
pañol y de ejercer aquí la industria—; 26, libertad de movimientos. Derechos todos
ellos innovadores, aunque hubiera algún precedente algo confuso de los dos últimos.
10) Recogía el artículo 15 la necesidad de que toda contribución hubiera sido
previamente autorizada por las Cortes o por quien tenga capacidad legal.
11) La importancia de garantizar los derechos anteriores se reflejaba, entre
otros, en los artículos 8, 9 y 10. Podría, de alguna manera, afirmarse que late en ellos
una cierta desconfianza o recelo frente a los agentes de la autoridad. Este es, sin
duda, uno de los aspectos más ¡novadores del texto de 1869. Así, en el artículo 8 se
recogía la motivación del auto de prisión, registro domiciliario o detención de
correspondencia. La no motivación o la insuficiencia o ilegitimidad de la misma su-
ponía el derecho de reclamación al juez que dictó el auto —por parte del particular
damnificado— y, en su caso de una indemnización acorde con el daño causado que
la propia Constitución valoraba necesariamente en cantidad superior a 500 pesetas.
La detención o apresamiento arbitrarios, o ilegítimamente prolongados, y el
allanamiento de morada constituían delito —sujeto a la correspondiente indemniza-
ción además— por parte la autoridad gubernativa infractora, o por el juez.
12) Tiene especial interés el artículo 21 por el que se regula la cuestión reli-
giosa, estableciéndose por vez primera en España una auténtica libertad de cultos,
resultado de borrascosas sesiones parlamentarias en las que se puso de manifiesto un
jacobinismo rabioso por parte de un buen número de diputados. Fue por ahí, más
que por exigencia de una libertad que la propia Iglesia católica proclamaría un siglo
más tarde, que se llegó a la solución final. Dicho de otro modo, podría afirmarse que
el excelente resultado final —plasmado en el artículo 21— no fue consecuencia de
una convicción que exigiera una libertad, por otra parte necesaria e indiscutible, sino
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LOS DERECHOS Y LIBERTADES EN LAS CONSTITUCIONES HISTÓRICAS ESPAÑOLAS
de un revanchismo frente a soluciones anteriores igualmente extremas, pero de signo
contrario. Junto con la obligación, que parte de la Nación, de mantener el culto y los
ministros de la religión católica, se garantizaba el ejercicio público o privado de
cualquier otro culto tanto a los españoles no católicos como a los extranjeros resi-
dentes, sin más límites que las reglas universales de la moral y el derecho.
La influencia del artículo 11 de la Constitución de 1837 y del 14 de la nonata de
1856 era evidente, pero en 1869 la existencia de la libertad era más rotunda, pues se
evitaba la constatación «sociológica» del texto del bienio cuando se afirmaba que la
católica era la religión profesada por los españoles y se constitucionalizaba abierta-
mente la libertad de cultos públicos, mientras que en el artículo 14 de 1856 había que
forzar algo la interpretación de un segundo párrafo, como ya fue dicho en su mo-
mento, para admitir dicho ejercicio libre de culto público.
Nueve días tardó en aprobarse el citado artículo en las constituyentes. La tos-
quedad de Suñer y Capdevila —que había declarado la guerra «a Dios y a la tuber-
culosis»— provocó la intervención de personaje de vitola revolucionaria tan lustrosa
como el almirante Topete, muñidor, con Prim y Senano, de Alcolea, la Revolución
y el destierro de Isabel II, para reclamar al autor del exabrupto el respeto debido al
sentimiento de la mayoría de los españoles.
B) Derechos del individuo en relación con otros
1) De manera mucho más amplia y lenguaje más acorde con el de nuestros
días consagraba el primer párrafo del artículo 17 la libre emisión de ideas y opi-
niones, incluida —como afirma Carro Martínez— una absoluta libertad de im-
prenta (28), pudiéndose también hacer valer «otro procedimiento semejante».
La libertad de imprenta tenía ya en la Revolución triunfante en 1868 una regula-
ción preconstitucional en el Decreto de 23 de octubre de ese año, al mes escaso del
movimiento revolucionario, muestra, como ha quedado antedicho, de la importancia
que se le daba a la regulación de tal libertad.
2) Constituía una novedad en nuestra historia la afirmación del derecho de reu-
nión del artículo 17, en su tercer párrafo, desarrollado en el artículo siguiente, y que
también había sido proclamado preconstitucionalmente por Decreto de 1 de no-
viembre de 1868. Las reuniones públicas al aire libre y las manifestaciones políticas
debían ser pacíficas, se celebrarían necesariamente de día —la desconfianza hacia la
noche no era constitucionalmente nueva— y estaban sujetas a las disposiciones ge-
nerales de policía.
3) También por vez primera se contenía en la Constitución de 1869 el derecho
de asociación «para todos los fines de la vida humana que no sean contrarios a la
(28) A. CARRO MARTÍNEZ: La Constitución española de 1869, Ediciones Cultura Hispánica, Ma-
drid, 1952, pág. 214.
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FRANCISCO ASTARLOA VILLENA
moral pública», decía el párrafo cuarto del artículo 17. El artículo 19 contemplaba la
posible disolución de asociaciones «cuyos individuos delinquieren por los medios
que la misma les proporcione» o de aquellos «cuyo objeto o cuyos medios compro-
metan la seguridad de Estado». El primer supuesto de disolución parece requerir la
intervención judicial pues el artículo dice textualmente que «podrá imponérsele la
pena de disolución». El segundo supuesto de disolución requiere que se realice por
norma con rango de ley. Sin embargo, la posible suspensión de una asociación puede
realizarse por la autoridad gubernativa presentanto ante el juez los supuestos en que
pudieran prohibirse actos constitutivos de delito.
También el derecho de asociación había sido objeto de regulación preconstitu-
cional, por Decreto de 20 de noviembre de 1868, que obligaba a las asociaciones a
comunicar a la autoridad local su objeto y su reglamento organizativo, artículo 2, y
les prohibía que, independientemente de su objeto, reconocieran dependencia o so-
metimiento a autoridad extranjera, artículo 4.
C) Derechos políticos
1) Un Decreto de 9 de noviembre de 1868 dictado al mes y un día de consti-
tuirse el Gobierno Provisional —Serrano al frente y, entre otros, Prim en Guerra,
Topete en Marina, Ruiz Zorrilla en Fomento y Sagasta en Gobernación, como ya
quedó dicho— proclamaba el sufragio universal, que se constitucionalizaba en el ar-
tículo 16 que podían ejercer todos los españoles en «pleno goce de sus derechos
civiles».
2) El párrafo quinto del artículo 17 proclamaba el derecho de dirigir peticiones
individual o colectivamente al Rey, las Cortes y a las autoridades. Derecho recogido
en los Textos Constitucionales anteriores, pero que ahora incorporaba matices
nuevos: la posibilidad de que la petición fuera colectiva —nada se explicitaba en
Textos anteriores— pero de ella se excluía, artículo 20, a cualquier clase de fuerza
armada, cuyos componentes sólo podían ejercer el derecho de forma individual en
temas referentes a su instituto armado de acuerdo con las normas del mismo. En
temas que no hicieran referencia a su condición de miembros de Fuerza Armada se
entiende que lo podían hacer libremente, pero siempre de modo individual.
3) El derecho de acceder a cargos públicos en virtud, solamente, de méritos y
capacidad, artículo 27, es fruto del principio de igualdad y estaba reconocido en
Textos anteriores, alguno de los cuales excluía cualquier prueba de nobleza para tal
caso. En 1869 no se cita a la nobleza como atentatoria de la igualdad en ese libre ac-
ceso, sino a la religión: «La obtención y el desempeño de estos empleos y cargos, así
como la adquisición y el ejercicio de los derechos civiles y políticos, son indepen-
dientes de la religión que profesen los españoles.»
A modo de garantía de todos estos derechos y libertades se prohibía que las
leyes o las autoridades establecieran cualquier disposición preventiva que se refi-
riera al ejercicio de los mismos, incluyendo la censura y el depósito en el caso de los
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LOS DERECHOS Y LIBERTADES EN LAS CONSTITUCIONES HISTÓRICAS ESPAÑOLAS
periódicos. Esta disposición del artículo 22 lleva a algunos autores a afirmar que la
Constitución consagra el principio de ilegislabilidad en materia de derechos (29).
Nótese que en cualquier caso se trata de una ilegislabilidad preventiva, que no repre-
siva. Prohibición de legislación preventiva sobre derechos —no sobre su ejercicio—
inspirado de algún modo en la primera enmienda del Texto Constitucional norte-
americano.
Las garantías se reforzaban con lo dispuesto por los artículos 23 —según el cual
«los delitos que se cometan con ocasión del ejercicio de los derechos consignados
en este título serán penados por los tribunales con arreglo a las leyes comunes»—y
30 que eximía de la previa autorización para procesar funcionarios por cualquier de-
lito, sin que cupiera la eximente de obediencia debida «en los casos de infracción
manifiesta, clara y terminante, de una prescripción constitucional». Ambos pre-
ceptos citados eran nuevos en nuestro constitucionalismo y en el caso del artículo 30
se producía una manifiesta separación de lo prescrito en el artículo 9 del Proyecto de
ley sobre la seguridad de las personas de Bravo Murillo, en donde se eximía de arbi-
trariedad a quien exhibiera la orden superior de ejecución del acto arbitrario, trasla-
dándose la responsabilidad a quien dictó la Providencia causante de tal arbitrariedad.
Pero la novedad principal, quicio en torno al cual gira toda la regulación de los
derechos y libertades en el texto de 1869, y auténtico botón de muestra definitorio de
tal Constitución es, sin duda, el artículo 29: «La enumeración de los derechos con-
signados en este título no implica la prohibición de cualquiera otro no consignado
expresamente.» El Proyecto constitucional era aún más claro: «Será lícito todo lo
que no esté expresamente prohibido por las leyes.» Fue Segismundo Moret quien
propuso modificar el texto primitivo. Con la redacción constitucionalizada se al-
canza, para Carro, el techo de la democracia al situar, en definitiva, los derechos in-
dividuales, no consignados, por encima de los consignados por el legislativo en la
Constitución (30). Pero no porque, como parece expresar el autor citado, los dere-
chos se sitúan por encima del propio legislativo, sino porque quien se sitúa sobre ese
poder es la propia soberanía nacional, autora en definitiva de la Constitución, tal
como lo expresaba el Preámbulo. Ahí radica la razón última del carácter democrá-
tico del texto de 1869, que la Comisión explicaba al presentar el Proyecto.
Ya no se trata aquí de los derechos políticos que directamente influyen en la vida
pública, y que se resumían generalmente en la libertad de imprenta más o menos ga-
rantizada. Esa libertad de imprenta, con la garantía de la seguridad personal y de la
propiedad privada, formaba el ideal de las opciones políticas avanzadas de ante-
riores tiempos, pero en 1869 el constituyente lo considera, en su formulación ante-
rior, insuficiente y estrecho para contener el poderoso movimiento, la rica vida que
de todas partes se desborda y que ha dado a la Revolución de Septiembre, a diferencia
de todos las anteriores, un carácter esencial aún no bien definido, pero decisivo ya
(29) Verbigracia F. FERNÁNDEZ SEGADO: Las Constituciones históricas españolas, op. cit., pág. 296.
(30) A. CARRO MARTÍNEZ: La Constitución española de 1869, op. cit., pág. 133.
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FRANCISCO ASTARLOA V1U.ENA
para la Constitución que de ella ha de nacer. Por eso, por vez primera en España, el
Proyecto de Constitución desarrolla en vasta y acabada serie de derechos indivi-
duales, condiciones indeclinables que forman el carácter del ciudadano.
La suspensión de garantías estaba prevista en el artículo 31. Para la suspensión
—en toda o parte de la Nación— del principio de seguridad personal garantizado en
el artículo 2, de la inviolabilidad domiciliaria del artículo 5, de la libertad de resi-
dencia y domicilio, artículo 6, y de la libertad de expresión, del derecho de reunión y
del de asociación —tres primeros párrafos del artículo 17— se requería una ley, sin
intervención gubernativa, como ocurría en las suspensiones de garantías de ante-
riores textos. Declarada la suspensión, el territorio afectado se regiría por la ley de
orden público previamente establecida, con tres limitaciones comunes a ambas leyes
—la genérica y previa de orden público y la específica de suspensión—: imposibi-
lidad de ampliación material de la suspensión, pues se trataba de una enumeración
de máximos, prohibición de extrañamiento y deportación de los españoles o de des-
tierro a más de 250 kilómetros de su domicilio, y prohibición de que cualquier auto-
ridad impusiera penas distintas a las legalmente previstas.
D) La regulación de los deberes en el texto de 1869 no era, sin embargo, nada
original. Se constitucionalizaba la defensa de la Patria con las armas, al ser llamado
por ley, y la contribución a los gastos estatales en proporción a los haberes.
Es de sobra conocido lo efímero de la existencia del texto de 1869. Al abdicar
Amadeo de Saboya —sin la ley que se lo autorizara, como prescribía el artícu-
lo 74.7 de la Constitución citada—, las Cortes, reunidas en Asamblea —en este caso
contra el artículo 47 de la Constitución— proclaman la I República. El vacío consti-
tucional, otro más, que se produce parece ser llenado en parte al entenderse vigente
la Constitución de 1869 en tanto no contradijera la forma de Gobierno instaurada.
Pese a no haber ocurrido declaración formal en ningún sentido queda clara la pervi-
vencia del título I de aquella Constitución hasta que se produjera promulgación de
otra nueva. Como no se trata aquí y ahora de hacer historia política será forzoso
pasar por alto lo accidentado de la vida de nuestra primera experiencia republicana.
La penosa escena de Estanislao Figueras, primer presidente, saliendo hacia Francia
desde Atocha, el desbordamiento de Salmerón y de Pi y Maragall, que acaba por
tener que imponerse a la Asamblea —lo que le vale el despectivo nombre de Pi, el
emperador, o Pi I— y el fracaso de uno de los más grandes políticos de nuestra his-
toria, Castelar, como cuarto presidente en siete meses, son la demostración del fra-
caso del intento, que no logra salvar el último de sus presidentes cuando transforma
en unitaria la República federal.
E) En junio del azaroso 1873 se reunían las Constituyentes, formándose el día
20 la Comisión de 27 miembros redactora de un Proyecto constitucional. Práctica-
mente se tardó un mes exacto en elaborarlo. Comenzó a discutirse el 11 de agosto y
tuvo que interrumpirse —definitivamente— la discusión tres días más tarde.
El título II del Proyecto —«De los españoles y sus derechos»— difería poco del
correspondiente a la Constitución de 1869. La tabla de derechos comprendía los ar-
tículos 4 a 38, inclusive, y contenía como más relevantes novedades respecto al texto
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LOS DERECHOS Y LIBERTADES EN LAS CONSTITUCIONES HISTÓRICAS ESPAÑOLAS
anterior, la posibilidad de que las autoridades municipales «puedan prohibir los es-
pectáculos que ofendan al decoro, a las costumbres y a la decencia pública» —ar-
tículo 23—; la modificación de la constitucionalización de la libertad de asociación,
ampliándose, artículo 25 (31), y la abolición expresa de los títulos de nobleza que
realiza el artículo 38.
Pero la novedad más importante se recoge en los artículos 34 a 37 que declaran
como punto fundamental la separación de la Iglesia y el Estado (artículo 35) con tres
consecuencias constirucionalizadas: la total libertad de cultos —artículo 34—; la
atribución a la autoridad civil de la certificación de los actos de nacimiento, matri-
monio y defunción, en virtud del artículo 37, y —artículo 36— la prohibición a
todos los poderes, federal, regional y local, de subvencionar, aunque fuera indirecta-
mente, ningún culto.
Desde el punto de vista formal llama la atención en el Proyecto de la I República
la existencia de un Título Preliminar que constitucionaliza unos «derechos ante-
riores y superiores a toda legislación positiva» que todos —«toda persona»«en-
cuentra aseguradas en la República, sin que ningún poder tenga facultades para
cohibirlos, ni ley ninguna autoridad para mermarles». El Proyecto los constitucio-
naliza como «derechos naturales». Y así se citan: el derecho a la vida, a la dignidad
y a la seguridad; el derecho a ejercer libremente el pensamiento y la libre expresión
de la conciencia; a difundir ideas por medio de la enseñanza; a la reunión y asocia-
ción políticas; a la libertad de trabajo, industria, comercio interior y crédito; la
igualdad ante la ley; el derecho de propiedad, sin facultad de vinculación ni amorti-
zación y el derecho a ser jurado y a ser juzgado por los jurados, a la libre defensa en
juicio, y el derecho, en caso de delinquir, «a la corrección y a la purificación por
medio de la pena».
La patética sesión del 2 de enero de 1874 termina con las Cortes Constituyentes
—que apenas se reunieron—, con el Proyecto —que apenas se había discutido— y
con la presidencia de Castelar que, incitado por algún diputado a hacer lo mismo que
el rey de la casa de Saboya, responde, refiriéndose a Amadeo: «Permítanme... que
diga, y lo crea, que no le interesaba (a Amadeo) tanto España como a mí, y que él
podía irse a otra tierra, donde encontraría los huesos de sus padres; pero yo tengo
que quedarme o morir, si es preciso, para que no perezca en nuestras manos, en
manos de los republicanos, la salud, la integridad y la totalidad de la Patria.»
Con Serrano otra vez en el poder se plantea la vigencia constitucional, que el
propio gobierno trata de resolver a través del Decreto de disolución de las Cortes de
la I República:
«Con el advenimiento de este poder no se destruye la ley fundamental, se sus-
pende sólo...; los partidos que están en el poder hicieron la revolución de 1868 y la
Constitución de 1869, y no condenan ni destruyen su propia obra, no abren nuevo pe-
(31) En este sentido, G. TRUJILLO: El federalismo español, Edicusa, Madrid, 1967, pág. 191.
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FRANCISCO ASTARLOA VILLENA
ríodo constituyente porque los elevados principios de la moderna democracia, las más
amplias libertades, los más sagrados derechos quedan consignados en ella.»
VII. LA CONSTITUCIÓN DE 1876
Restaurada la Monarquía en Las Alquerietas de Sagunto, se convocan, con su-
fragio universal, las Cortes para el 15 de febrero de 1876. Sufragio que luego Cá-
novas volverá a restringir, y que tornará a ser universal con el Parlamento largo
(1885-1890). Entendiendo siempre que se trata de una falsa universalidad, pues la
mujer no se incorporará al derecho de sufragio hasta entrado el siglo xx, en España
como en casi todo el mundo.
La exposición del Gobierno a las Cortes sobre el Proyecto de nueva Constitu-
ción reconocía que «queda, pues, reducida en rigor la cuestión constitucional en
nuestra época a la materia del título I del adjunto proyecto que trata «de los espa-
ñoles y de sus derechos», y a la del título III, que se refiere a la formación y organi-
zación del Senado. Entre los que proclaman el absolutismo de los derechos indivi-
duales y los que someten incondicionalmente el individuo a la tutela absorbente del
Estado, hay en verdad antagonismo tan profundo que en vano la razón humana pre-
tenderá borrarlo... Es preciso hallar una síntesis feliz que armonice el derecho del in-
dividuo con el de la sociedad; de lo contrario, habría que modificar el principio de
autoridad o la libertad del ciudadano. Por fortuna, las sociedades modernas, aleccio-
nadas en la triste experiencia de muchas revoluciones, han encontrado solución a tan
pavoroso problema, reconociendo la existencia de derechos naturales, que no son,
sin embargo, absolutos, y negando aquel carácter a los derechos políticos, que el
Estado, como institución social necesaria y permanente, otorga, limita o modifi-
ca según el diverso desarrollo que en cada momento histórico alcanzan las na-
ciones» (32).
Los artículos 2 a 17, inclusive, de la Constitución 1876 forman una declaración
de derechos. Sus características generales pueden resumirse así:
A) Se trata de una declaración más restringida y restrictiva —cantidad y ca-
lidad— que la de 1869. Desaparecen las cláusulas general de ilegislabilidad y de
presunción en favor del derecho de los artículos 22 y 29, y, por otra parte, la remi-
sión frecuente a las leyes posteriores para desarrollar los derechos, suponía, en la
práctica, la posible restricción de los mismos.
B) Formalmente, sin embargo, la declaración no se aleja mucho de la de 1869,
incluso en su literalidad: derecho de los extranjeros al libre establecimiento en Es-
paña, seguridad jurídica y personal, habeas corpus, inviolabilidad de domicilio y
(32) R. SÁNCHEZ FÉRRIZ: «Génesis del Proyecto constitucional: la Comisión de los Notables», en
Revista de Estudios Políticos, núm. 8, 1981. Contiene una detallada explicación de la génesis constitu-
cional de 1876. Puede verse también de la misma autora: La Restauración y su Constitución política, Uni-
versidad de Valencia, 1984.
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LOS DERECHOS Y LIBERTADES EN LAS CONSTITUCIONES HISTÓRICAS ESPAÑOLAS
correspondencia, libertad de residencia, derecho de propiedad y garantías en caso de
expropiación, derecho de petición, admisión a cargos públicos en condiciones de
igualdad y el principio de legalidad. Similitud que alcanza también a la regulación
de los deberes del artículo 3. Se recogen de manera más sobria los derechos de reu-
nión y asociación y se constitucionaliza en el artículo 12 —como novedad en su
forma— una libertad de elección de profesión «y de aprenderla como mejor le pa-
rezca». El último párrafo contenía una limitación a la libertad de enseñanza al anun-
ciar una ley especial que «determinará los deberes de los profesores y las reglas a
que ha de someterse la enseñanza en los establecimientos de instrucción pública
costeados por el Estado, las provincias o los pueblos».
La suspensión de garantías, constitucionalizada en el artículo 17, suprimía, res-
pecto a 1869, la remisión a la ley de orden público así como la prohibición de
deportación o destierro, y añadía la posibilidad de que, en caso de urgencia, y no es-
tando reunidas las Cortes, pudiera el Gobierno acordar la suspensión de garantías,
«sometiendo con acuerdo a la aprobación de aquéllas lo más pronto posible». En
todo lo demás la regulación del citado instituto es idéntica a la de 1869.
C) Mayor interés ofrece la regulación del tema religioso cuestión regulada en
el artículo 11 de la Constitución. La confesionalidad del Estado y la obligación de
mantener el culto católico y sus ministros se constitucionaliza en el párrafo 1 de
dicho artículo. El régimen de tolerancia del párrafo sólo se extiende al culto privado,
prohibiéndose —en clara regresión respecto al régimen anterior— «otras ceremo-
nias ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado».
D) El carácter transaccional y deliberadamente ambiguo del texto de 1876 se
manifiesta en la continua remisión a las leyes posteriores de desarrollo de los dere-
chos: «Las leyes dictarán las reglas oportunas para asegurar a los españoles en el
respeto recíproco de los derechos que este título les reconoce, sin menoscabo de los
derechos de la Nación, ni de los atributos esenciales del Poder Público», se lee en el
párrafo primero del artículo 14. Leyes posteriores de reunión (1880), asociaciones
(1887), sufragio (1890) así como la denominada legislación «del candado» de 1910,
con José de Canalejas y Méndez al frente del Gobierno —interpretación amplia del
artículo 11— desarrollarían los correspondiente preceptos constitucionales, leyes
que algún sector de la doctrina interpreta como un cierto logro del progresismo (33),
aunque se trataba de algo más aparente que efectivo.
En cualquier caso el de 1876 es el texto de más larga vigencia en España con
cierto consenso, además, de la mayoría de los grupos políticos (34).
E) El Proyecto constitucional de 1929, en el ocaso de la Dictadura del general
Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, debe situarse en su época, sino el juicio puede
ser superficial.
(33) M. GARCÍA CANALES: «LOS intentos de reforma de la Constitución de 1876», en Revista de
Derecho Político, núm. 8, 1981.
(34) M. MARTÍNEZ SOSPEDRA: «Las fuentes de la Constitución de 1876», en Revista de Derecho Po-
lítico, núm. 8, 1981.
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FRANCISCO ASTARLOA V1LLENA
Recordando algo a lo hecho por Bravo Murillo y la Nonata de 1856, la obra
ideada por el Marqués de Estella se compone de un Proyecto constitucional propia-
mente dicho y cinco leyes orgánicas (del Poder Ejecutivo, de las Cortes, del Poder
Judicial, del Consejo del Reino y del Orden Público). Junto a la notoria influencia
del fascismo dominante en lo referente al espíritu corporativista, que alienta en la re-
presentación en Cortes del artículo 58.3.°, o la declaración de la soberanía estatal
—artículo 4—, figuran, en el Proyecto constitucional, preceptos de indudable interés
y auténticamente novedosos, que hacen del texto algo digno de estudio, en algunos
extremos. Algunos ejemplos: la universalización efectiva del sufragio al extenderse
a la mujer, artículos 55 y 58, capacidad electoral activa y pasiva, respectivamente;
las garantías jurisdiccionales de la Constitución del título XI; la constitucionaliza-
ción del doble principio de diferenciación y coordinación de poderes, etc.. Tampoco
es ajeno el Proyecto al recién nacido constitucionalismo social.
La regulación del tema religioso seguía fielmente la prevista en el texto de 1876,
incluso en el numero del artículo, el 11.
El título III regulaba los «deberes y derechos de los españoles y de la protección
otorgada a su vida individual y colectiva». Del propio enunciado pueden extraerse,
siquiera rápidamente, algunas conclusiones: la anteposición de los deberes a los de-
rechos y a la protección de una «vida colectiva», que parecen destinados a intentar
superar la regulación demoliberal anterior.
La regulación que de los deberes realiza el artículo 22 incluye como novedades la
inclusión del deber de los padres de escolarizar a sus hijos, para recibir instrucción pri-
maria, y el de desempeñar los cargos que se declaren, por ley, de aceptación forzosa y
el de obedecer los mandatos legales de la autoridad competente «coadyuvar a un de-
bido cumplimiento y procurar el descubrimiento de los delitos de carácter público».
Distingue el Proyecto entre derechos de naturaleza personal —artículo 23— los
derivados de su relación con otras personas —artículo 29— y otros de carácter pro-
fesional —26, 27 y 28— familiar —24— y patrimonial, artículo 25. Entre los pri-
meros se recogen los habituales de este epígrafe, pudiendo añadirse la prohibición
de extraditar a ningún español como la de expatriarle o prohibirle gubernativamente
la entrada en territorio nacional. Innovador —e influido por la doctrina originadora
de la Carta di Lavoro— resulta el artículo 28, que constitucionaliza una especial pro-
tección de los españoles dentro y fuera de España. La libre contratación de trabajo se
entiende vulnerada cuando en el contrato «se establecen jornadas agotadoras, rela-
ción usuarios o condiciones de trabajo nocivas para la salud».
La cesación en el trabajo por parte de patrones y de obreros será también libre;
pero las leyes podrán declararla ilícita cuando se acuerde con carácter de generalidad
para fines no económicos, o tenga por objeto o por resultado privar a una o varias
poblaciones de elementos vitales, o paralizar funciones públicas o servicio de interés
común. El Estado proveería, con el concurso de las clases interesadas, por el seguro
o por otros medios, a la conservación de la salud y capacidad de trabajo del obrero
manual o intelectual, y a las consecuencias económicas de la enfermedad, la vejez y
los accidentes que procedan del riesgo profesional.
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LOS DERECHOS Y LIBERTADES EN LAS CONSTITUCIONES HISTORJCAS ESPAÑOLAS
Se consideraba al matrimonio y a la familia bajo la protección del Estado orde-
nándose a las leyes defensa de la juventud contra la explotación, la ignorancia y el
abandono moral.
VIII. LA CONSTITUCIÓN DE 1931
El continuo desorden público a que ha de hacer frente la República en sus ini-
cios, con un anarquismo violento por un lado y una reacción católica por la quema
de conventos y la aprobación de los artículos constitucionales referidos a la religión,
por otro lado, llevó a la aprobación, a propuesta de las Constituyentes, de la Ley de
21 de octubre de 1931, denominada Ley de Defensa de la República (35).
Si la finalidad de este trabajo es la de hacer un recorrido por nuestra historia
constitucional y examinar durante el mismo el proceso de incorporación a nuestras
Constituciones o, en general a nuestro régimen político, de los derechos y libertades,
al citar, siquiera brevemente la Ley de Defensa de la República no se puede por
menos que advertir que se trae aquí a colación como uno de los textos más regre-
sivos en esta materia de toda nuestra historia constitucional, y ello no sólo en tér-
minos absolutos, sino también relativos. Porque hay que tener en cuenta el choque
tremendo que produjo la citada ley entre quienes habían visto en la República la en-
carnación de un régimen una de cuyas primeras razones de ser consistía, precisa-
mente, en la afirmación y defensa de las libertades individuales y públicas.
Se configuraban como actos de agresión a la República una serie de actos cuya
difícil concreción e interpretación constituía una auténtica puerta de entrada a la ar-
bitrariedad gubernamental, a cuyo Ministro de la Gobernación se encomendaba
—artículo 4— la aplicación de la ley. Entre esos actos de más difícil interpretación
puede citarse, artículo 1: «La difusión de noticias que puedan quebrantar el crédito
a perturbar la paz o el orden público; toda acción o expresión que redunda en me-
nosprecio de las Instituciones u organismos del Estado... y ... la falta de celo y ne-
gligencia de los funcionarios públicos en el desempeño de sus servicios.»
Independientemente de la gravedad de los hechos que provocaron la aparición
de la Ley, e incluso, justificaron su genérica necesidad, existe una cierta unanimidad
a la hora de enjuiciar muy negativamente su contenido.
Con todo, la gravedad mayor estriba en que sirvió de lastre a la efectiva vigencia
de los derechos y libertades consagrados posteriormente en la Constitución de di-
ciembre de 1931, pues pese a la aprobación de ésta, la discutida Ley siguió vigente
al ratificarse por las Constituyentes (artículo 4, último párrafo, a sensu contrario).
Así, el título III del Texto Constitucional nacía, de alguna manera, hipotecado.
Por vez primera en nuestra historia constitucional, el Texto de 1931 se dedica un
(35) Puede verse F. ASTARLOA VILLENA: Región y religión en las constituyentes de 1931, Cátedra
Fadrique Furió Ceriol, Valencia, 1976.
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FRANCISCO ASTARLOA VII J.F.NA
título en exclusiva a los derechos y deberes de los españoles, dividido, además en
dos capítulos: garantía individuales y políticas, y familia, economía y cultura, res-
pectivamente. Pese a que el comienzo del título, artículo 25, parece anunciar una sis-
temática prometedora, proclamando el principio de igualdad y sus consecuencias
—no reconocimiento de distinciones ni títulos nobiliarios, e interdicción de discri-
minación por razón de sexo, filiación, riquezas, ideas y creencias— pese a ello, se
trata de una parte del Texto legal presidida por el desorden y la falta de criterio sis-
temático. Para Pérez-Serrano resulta «desconcertante en grado sumo el encabeza-
miento de los artículos» y no duda en calificarla como la parte de peor construcción
sistemática del Texto de la II República (36).
También es de justicia reconocer que nuestros Textos Constitucionales con
Tabla de Garantías no han sido en ningún caso modelo de sistemática, pero en el
Texto de 1931, en donde se alcanza niveles técnicos de altura en el conjunto de la
Constitución, resulta más chocante que ello ocurra.
A) Tras la constitucionalización del principio de igualdad y de afrontar la
cuestión religiosa —tema al que habrá que hacer posterior referencia— recoge la
Constitución la libertad de conciencia, el principio de nullum crimen sine previa
lege, la seguridad personal, la prohibición de extradición por motivos políticos y la
libertad de circulación, residencia y domicilio —más su inviolabilidad—, con la no-
vedad de incluir un libre derecho a emigrar c inmigrar y de anunciar una ley que de-
terminase «las garantías para la expulsión de los extranjeros del territorio español».
Todo ello en los artículos 27, 28, 29, 30 y 31, respectivamente. Además, junto a la
proclamación de derechos y libertades ya constitucionalizadas antes —inviolabi-
lidad de correspondencia, 32; libertad de profesión, industria y comercio, 33; la li-
bertad de expresión y difusión del pensamiento, 34, y el derecho de justicia, artícu-
lo 35— aparecen algunas innovaciones a las que a continuación haremos referencia.
B) Tiene capital importancia la constitucionalización del sufragio universal,
que se realiza por el artículo 36. Estrictamente universal al equiparar a los ciuda-
danos de ambos sexos, mayores de veintitrés años. Esa equiparación convirtió a Es-
paña en uno de los primeros países del mundo en reconocer derecho de voto a las
mujeres.
C) El artículo 41 daba rango constitucional por vez primera en España a los
derechos de los funcionarios públicos. Se regularían por ley los extremos relativos a
sus nombramientos, excedencias y jubilaciones, así como lo relacionado con las
causas previstas para suspenderles, separarles del servicio y trasladarles. También la
ley determinaría y fijaría el alcance de la responsabilidad del Estado o corporación a
la que sirva un funcionario infractor de sus deberes con perjuicio de tercero. Por úl-
timo, el artículo citado trasladaba a una ley la regulación de las asociaciones profe-
(36) N. PÉREZ-SERRANO: La Constitución española (9 de diciembre de 1931). Antecedentes, texto,
comentarios, Ed. Revista de Derecho Privado, Madrid, 1932, págs. 119 y sigs. Ver también
J. OLIVER ARAUJO: El sistema político de la Constitución española de 1931, Universitat de les liles Ba-
lears, Palma de Mallorca, 1991, pág. 77
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LOS DERECHOS Y LIBERTADES EN LAS CONSTITUCIONES HISTÓRICAS ESPAÑOLAS
sionales de los funcionarios civiles. La Constitución, por su parte, garantizaba la ina-
movilidad de los funcionarios, el derecho a no ser molestado ni perseguido por sus
opiniones religiosas, sociales y políticas, y a constituir —los funcionarios civiles—
asociaciones profesionales, «que no impliquen ingerencia en el servicio público que
les estuviese encomendado», y además, se les legitimaba para acudir a los Tribu-
nales en recurso contra acuerdos de la superioridad vulneradores de sus derechos
como funcionarios.
La remisión a leyes de desarrollo en la materia que nos ocupa nos sitúa frente a
una técnica constitucional de corte moderno iniciada en 1876, pese a las diferencias
ideológicas y de todo tipo que separa a ambas Constituciones. En la que ahora nos
ocupa observamos esas remisiones a propósito de la regulación de las confesiones
religiosas, del presupuesto del clero y de las órdenes religiosas, artículo 26; de las
garantías para la expulsión de extranjeros del territorio nacional, artículo 31; de los
derechos electorales, artículo 36; de los de asociación, reunión y sindicación, ar-
tículo 39; del derecho a la igualdad en el acceso a cargos públicos, artículo 40; por
último, en lo referente a los funcionarios públicos, artículo 41, se produce por tres
veces esa remisión a legislación posterior, se supone que a una sola y misma ley, a
propósito de lo referente a nombramientos, excedencias y jubilaciones, reposición y
suspensión del servicio, la responsabilidad subsidiaria de la Administración por
errores de los funcionarios y el derecho de los mismos a establecer asociaciones pro-
fesionales.
D) En el capítulo segundo del título I se recogen los derechos relativos a la fa-
milia, economía y cultura. Si en el primer capítulo cabía constatar la influencia que
sobre el Texto republicano ejerció la Constitución de 1869 (37), en el segundo iba a
pasar decisivamente el constitucionalismo de tipo social que se abre camino en
Weimar y Querétaro tras la primera Gran Guerra.
Jiménez de Asúa, presidente de la Comisión redactora del Proyecto Constitu-
cional, lo justificará al presentarlo al Pleno: «... se engrandece el territorio de los dere-
chos del hombre de una manera extraordinaria, y van a parar ahí no sólo los derechos
individuales, sino los derechos de las entidades colectivas: Sindicatos, familia, etc.;
mas todavía la evolución no se detiene aquí, estableciendo, al lado de los derechos
individuales, estos otros derechos de la vida familiar y económica, sino que busca
que no sean las declaraciones de derechos del hombre declamaciones de derechos,
como se dijo al discutirse la Constitución de Weimar.»
El Texto aprobado recogía en buena medida la redacción del Anteproyecto que
se elaboró en el seno de la Comisión Jurídica Asesora, presidida por Ossorio y
(37) Recuérdese que el texto de 1869 será bandera del liberalismo democrático español. El discurso
de presentación del Proyecto constitucional de 1931 —pronunciado por el presidente de la Comisión re-
dactora, Jiménez de Asúa— comienza con la conocida alusión al texto decimonónico: «Todavía siguen
las trompetas de la fama exaltando los discursos pronunciados en el debate de la Constitución de 1869.
Aquellas oraciones magistrales dieron a los hombres que las pronunciaron notoriedad en vida y gloria tras
la muerte...»
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FRANCISCO ASTARLOA VILLENA
Gallardo, texto de cuyo juicio técnico se ha hecho célebre, y de cita forzosa, la opi-
nión de Pérez Serrano definiéndolo como «obra seria, correcta, congruente, de perfil
no muy extremoso en radicalismos, pero absolutamente respetable y quizá más ar-
mónica de líneas, y más sistemática en su orientación que el Proyecto redactado des-
pués por la Comisión Parlamentaria» (38).
Sin embargo, y pese a esa influencia del texto del Anteproyecto, el articulado de
la Constitución es de líneas más avanzadas y progresistas. A esos cambios de línea
se hará concreta y puntual referencia.
La regulación constitucional de la familia se iniciaba con el artículo 43. La colo-
cación de la misma bajo la salvaguardia especial del Estado, la igualdad de los dere-
chos de ambos sexos como fundamento del matrimonio, consecuencia lógica del
principio general de igualdad constitucionalizado en el artículo 2, la obligación de
los padres de atender a los hijos en todos los aspectos y la investigación de la pater-
nidad en defensa de los hijos ilegítimos, son aspectos regulados tanto en el Antepro-
yecto como en el Texto Constitucional, pero éste añade que el matrimonio «podrá
disolverse por mutuo disenso a petición de cualquiera de los cónyuges, con alega-
ción en este caso de justa causa». En virtud de una enmienda de Recasens, el Estado
no sólo velaría porque los padres cumplieran con sus obligaciones respecto a los
hijos, sino que «se obliga subsidiariamente a su ejecución». La igualdad de dere-
chos de los hijos habidos fuera del matrimonio, formulada a sensu contrario por la
Constitución al imponer a las partes los mismos deberes con esos hijos que con los
habidos fruto del matrimonio (39), la prohibición de hacer constar la legitimidad de
nacimientos y el estado civil de los padres, así como la prestación de asistencia a en-
fermos y la protección a la maternidad y a la infancia «haciendo suya la Declaración
de Ginebra o Tabla de derechos del niño» eran otras tantas novedades que la Cons-
titución introducía en nuestra historia.
La constitucionalización del divorcio iba a producir la correspondiente reacción
de los diputados católicos, y por ende de la opinión pública. Pero la verdad es que
desde sectores ideológicos opuestos también se había intentado constitucionalizar el
amor libre o el aborto.
La regulación de la economía se incluía en los artículos 44, 45,46 y 47. El cons-
titucionalismo social dejaba notar su clara influencia en el primer párrafo del pri-
mero de los artículos citados al establecer que «toda la riqueza del país, sea quien
fuera su dueño, está subordinada a los intereses de la economía nacional y afecta al
sostenimiento de los cargos públicos, con arreglo a la Constitución y a las leyes».
Se permitía la socialización y expropiación de los bienes por razón de utilidad
social «mediante adecuada indemnización, a menos que disponga otra cosa una ley
aprobada por los votos de la mayoría absoluta de las Cortes», inciso éste no excesi-
vamente elucidador, pues podía llegarse a la conclusión de que lo exceptuado por la
(38) N. PÉREZ-SERRANO: La Constitución española, op. cit., pág. 23.
(39) Tal equiparación formulada a sensu contrario es defendida también como interpretación por
J. OLIVER ARAUJO: El sistema político..., op. cit., pág. 83.
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LOS DERECHOS Y LIBERTADES EN LAS CONSTITUCIONES HISTÓRICAS ESPAÑOLAS
ley votada en Cortes, por mayoría cualificada, era la indemnización, que no la ex-
propiación.
La nacionalización de los servicios públicos, en caso de necesidad social, así
como la intervención de empresas, cuando lo exija el interés de la economía social,
y previa disposición legal, se encuentra dentro de la línea citada y no encontraban
sitio en el Anteproyecto. La prohibición de confiscación de bienes era ya una dispo-
sición clásica de nuestro constitucionalismo.
La protección de la riqueza artística e histórica nacional quedaba bajo la salva-
guardia del Estado, custodiando y conservando tal riqueza, que debía inventariarse.
En esa salvaguardia se incluía la posibilidad de prohibir su exportación y enajena-
ción y se permitía las expropiaciones legales necesarias para su defensa. Dentro de la
protección del Estado se incluían los lugares de notable belleza natural o de valor
histórico y artístico, todo ello a tenor del artículo 45.
El artículo 1 definía a España como una República de trabajadores de toda clase
y el 46 ofrecía una consideración bifronte del trabajo porque, por un lado lo confi-
guraba como una obligación social y, por otra parte, lo colocaba bajo la protección
de ley, que debía reglamentar el seguro de enfermedad, accidentes, paro forzoso,
vejez, invalidez y muerte, el trabajo de jóvenes y mujeres, con protección especial a
la maternidad, la jornada de trabajo y salario mínimo, las vacaciones anuales remu-
neradas, las condiciones del obrero español en el extranjero, las instituciones de
cooperación, la relación económico-jurídica de los factores integrantes de la produc-
ción, la participación de los obreros en la dirección, la administración y los benefi-
cios de la empresa, y todo cuanto afectase a la defensa de los trabajadores.
La agricultura y la pesca también quedaban bajo la protección de la República
que legislaría, entre otras materias, sobre el patrimonio familiar inembargable, es-
cuelas de prácticas, granjas agropecuarias, etc.
Respecto a la cultura, se configuraba —artículo 48— como atribución esencial del
Estado. La enseñanza primaria era gratuita y obligatoria, facilitándose el acceso de
los necesitados a todos los niveles de la enseñanza. Todos los docentes de centros ofi-
ciales, a todos los niveles, quedaban convertidos en funcionarios públicos, recono-
ciéndose la libertad de cátedra. Tres características se constitucionalizaban respecto a
la enseñanza: su laicidad, el trabajo como eje de su actividad metodológica y la soli-
daridad humana como ideal. No se excedía en generosidad cuando se reconocía a las
Iglesias el derecho de enseñar su propia doctrina en sus propios establecimientos,
pero, además, se sujetaba el ejercicio de tal derecho a la inspección del Estado.
Se reservaba a la competencia estatal —artículo 49— la expedición de títulos
académicos y profesionales, estableciendo las pruebas necesarias para su obtención,
las condiciones de enseñanza de centros privados, los planes de estudio, períodos de
escolaridad, etc. La coordinación de la enseñanza en las lenguas castellana y regio-
nales y la consiguiente inspección estatal era objeto del artículo 50, quien concluía
atribuyendo al Estado la expansión cultural de España y el establecimiento de cen-
tros de enseñanza en el extranjero, preferentemente en países hispanoamericanos, si-
guiendo quizá la idea expuesta por Jiménez de Asúa en la presentación del Proyecto:
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FRANCISCO ASTARLOA VIU.ENA
«El hispanoamericanismo, hasta ahora, no ha salido más que de las burbujas del
champán a los postres de los grandes banquetes de fraternidad, y nosotros quisié-
ramos encauzado por otras rutas más prácticas y verdaderas.»
E) Junto a la incorporación del constitucionalismo social, la gran aportación
del texto de 1931 a la regulación de los derechos y libertades, es la de conceder
rango constitucional a las garantías para su efectiva aplicación. Esto ocurre por vez
primera en España, y puede con todo acierto comentarse: «Las constituyentes de
1931 adoptaron las medidas necesarias para asegurar que los derechos reconocidos
tuvieran verdaderamente valor normativo, superando la fase en que las declara-
ciones eran proclamaciones puramente semánticas, cuando no demagógicas, que tra-
taban de disfrazar estructuras de poder de signo autocrático» (40).
«Lo que pretendemos —decía Jiménez de Asúa en la presentación del Pro-
yecto— es que no sean declamaciones, sino verdaderas declaraciones y, por ello, no
basta con ensanchar los derechos, sino que les damos garantías seguras; de una
parte, la regulación concreta y normativa; de otra, los recursos de amparo y las juris-
dicciones propias para poderlas hacer eficaces. Esto es lo que tratamos de hacer: en-
sanchar ese territorio, que ya no es tal parte dogmática, que ya no es, como era an-
taño, una ley secundaria y garantizaba, una declaración de derechos sagrados en
aquella tesis, arrumbada al fin, del concepto superestatal de los derechos del
hombre, que provenían de un derecho natural hundido para siempre. Es preciso dar
garantías a los ciudadanos contra los ataques del Poder ejecutivo, y estas garantías se
hallan en nuestra Constitución.»
Oliver Araujo (41) distingue entre garantías previas —o estructurales— y garan-
tías jurisdiccionales. Dejando al margen las citadas por el autor mencionando como
pertenecientes a las del primer grupo —pluralismo político, separación de poderes,
elecciones libres... —centramos, brevemente, la atención en las segundas.
Con referencia a la jurisdicción ordinaria cabe señalar aquí lo preceptuado por el
artículo 29 cuando, al proclamar el derecho a la libertad y seguridad personales,
añadía, en su último párrafo que «la acción para perseguir estas infracciones será
pública, sin necesidad de prestar fianza ni sanción de ningún género». También hay
que incluir aquí los procedimientos ante los Tribunales de Urgencia del artículo 105,
constitucionalizados «para hacer efectivo el derecho de amparo de las garantías in-
dividuales».
Con respecto a la jurisdición constitucional, iniciada en España por esta Consti-
tución, a imitación del modelo austríaco de Kelsen, preveía como competencia del
Tribunal de Garantías Constitucionales —artículo 121.¿>) —el conocer del recurso
de amparo de garantías individuales «cuando hubiera sido ineficaz la reclamación
ante otras autoridades»(42).
(40) J. OLIVER ARAUJO: El sistema político..., op. cit., pág. 87.
(41) Ibidem.
(42) Puede tenerse una noción cabal de ese recurso en el texto de 1931 en J. OLIVER ARAUJO: El re-
curso de amparo, Facultad de Derecho de Palma de Mallorca, 1986, págs. 86-104.
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F) No cabe detenerse aquí en el tema religioso, dado los múltiples aspectos
que habría que desarrollar (43). Basta citar para nuestro propósito la consagración
del laicismo del Estado, artículo 3, y por tanto, la libertad de conciencia y cultos
del artículo 27. La separación —anunciada por Azaña en las Constituyentes: «Es-
paña ha dejado de ser católica»— se completaba con la prohibición —artículo 26—
de que Estado, regiones, provincias y municipios favorecieran o auxiliaran económi-
camente a las Iglesias o instituciones religiosas, extinguiéndose en el plazo de dos
años el presupuesto del clero. Las confesiones quedaban consideradas como asocia-
ciones y sometidas a una ley especial. Se anunciaba la posibilidad de que los bienes
de las Ordenes religiosas pudieran ser nacionalizadas. Sentencia el artículo 26 la en-
cubierta disolución de la Compañía de Jesús, y la nacionalización de sus bienes,
pues tal era la situación de las Ordenes religiosas que «impongan además de los tres
votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del
Estado».
El tema religioso fue mal tratado y peor resuelto. La quema de conventos en
mayo de 1931, la expulsión del Primado y del obispo de Vitoria, y la aprobación de
los artículos 3, 26 y 27, en octubre de ese mismo año provocó la airada reacción de
los católicos y la primera crisis institucional grave del régimen neonato: dimisión de
Alcalá Zamora como Presidente y abandono de las Cortes por parte de la minoría
vasca. Componían la Cámara 442 diputados. En la votación del artículo 3, que sepa-
raba la Iglesia del Estado, 278 votaron a favor contra 41; en la votación nominal del
artículo 26 sólo votaron 237 diputados en total, 178 a favor contra 59, o sea, votaron
poco más de la mitad, y menos de los 255 que Manuel Azaña Díaz obtuvo para go-
bernar. Sintomático.
G) La suspensión de los derechos y libertades se constitucionalizaba en el ar-
tículo 42. Un Decreto del gobierno podría suspender —total o parcialmente, en todo
el territorio nacional o en parte de él— el derecho a la libertad y seguridad perso-
nales —artículo 29— el derecho a la libre circulación, libre residencia, libre entrada
y salida del territorio nacional y a la inviolabilidad domiciliaria —artículo 31— el
derecho a la libertad de expresión y de difusión de pensamiento. Para proceder a
dicha suspensión deberían producirse dos condiciones previas: que lo exigiese la se-
guridad del Estado y en casos de notoria o inminente gravedad. La intervención
—preceptiva y posterior— de las Cortes se producía atendiendo a tres probabili-
dades según estuvieran reunidas, cerradas y disueltas. Ningún problema plantea el
primer supuesto: «Resolverán sobre la suspensión acordada por el Gobierno.» Tam-
poco el tercer supuesto lo ofrecía: la Diputación Permanente «resolverá con iguales
atribuciones que las Cortes». En el caso de que las Cortes estuvieran cerradas, el
Gobierno debería convocarlas en el plazo máximo de ocho días, procediéndose a la
reunión automática el noveno día de no mediar la convocatoria. Se prohibía la diso-
lución antes de resolver mientras subsistiera la suspensión. Inciso éste de dudosa
(43) Puede verse F. ASTARLOA VILLENA: Región y religión en ¡as Constituyentes de 1931, op. cit.
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oportunidad en lo que a su ubicación en el texto se refiere. Por otro lado, en este caso
se podían plantear problemas con fechas y plazos que basta aquí señalar sin que
quepa entrar a analizar.
El plazo de suspensión no podía superar los treinta días, necesitándose acuerdo
—previo en este caso— de las Cortes o Diputación Permanente para su prórroga.
Durante la suspensión regía, en el territorio afectado, la Ley de Orden Público (44).
Quedaba prohibido al Gobierno «extrañar o deportar a los españoles, ni deste-
rrados a distancia superior a 250 kilómetros de su domicilio».
En cualquier caso no hay que olvidar que: «la Constitución nació con el apén-
dice de la Ley de Defensa de la República... durante cuya vigencia quedaban prácti-
camente sin efecto las garantías y se prolongaba un estado de excepción, con el agra-
vante de que se confirió a dicha ley rango constitucional. La mencionada ley,
aprobada en un solo día y con una severidad que se mostró inútil para el cometido
que se le asignaba, tipificaba como actos de apresión a la República las más variadas
conductas de forma harto indeterminada» (45).
H) Los principales deberes constitucionalizados en 1931 eran los de presta-
ción personal a España, a través de servicios civiles o militares, y los tributarios, si-
guiendo ambos nuestra tradición histórica, si bien con cambios, pues, en los pri-
meros se atribuía a las Cortes la fijación, a propuesta del Gobierno, del contingente
militar anual. Respecto a los deberes tributarios se consagraba también el principio
de legalidad tributaria, previa a la imposición de cualquier contribución. Junto a
estos dos deberes clásicos, la Constitución de 1931 imponía otros de novedoso ca-
rácter: el de estudiar y conocer el castellano —artículos 4 y 50— y el de los padres a
asistir a los hijos —artículo 43 (antes citado)—, el de la conservación de la riqueza
artística e histórica —artículo 45—, el de trabajar —artículo 46—, el de adquirir en-
señanza primaria —artículo 48—, etc.
«En tanto que unos podían considerarse meros deberes morales (verbigracia la
obligación de trabajar), otros originaban —aunque fuera a través de la mediación de
una ley— auténticas obligaciones jurídicas, cuyo incumplimiento podía acarrear
fuertes sanciones (verbigracia los deberes fiscales); sin que faltaran tampoco deberes
que podríamos situar a medio camino entre los primeros y los segundos (verbigracia
el deber de estudiar y conocer el castellano)» (46).
IX. LAS LEYES FUNDAMENTALES
El examen de las Leyes Fundamentales del Régimen del general Franco debe
hacerse con el cuidado y el respeto que producen lo reciente, en donde la objetividad
(44) La Ley de 28 de julio de 1933 sustituiría a la de Defensa de la República.
(45) A. TORRES DEL MORAL: Constitucionalismo histórico español, Átomo Ediciones, Madrid,
1986, págs. 179-180.
(46) J. OUVER ARAUJO: El sistema político, op. cit., pág. 93.
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y la mesura resultan aún difíciles y todo ello más aún si, como ocurre en este caso,
ese régimen es el resultado del triunfo en una guerra civil.
Para Sánchez Agesta la enunciación dogmática del orden constitucional español
nacido de la guerra civil debe buscarse en el Fuero de los Españoles de 1945 (47)
siempre, en todo caso, teniendo presente que el general Franco aparece como usu-
fructuario del poder constituyente (48).
Junto con el Fuero citado también realizan declaraciones de derechos más de
tipo semántico que otra cosa —como la doctrina señala— el Fuero del Trabajo y la
Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional. Para Zafra el Fuero del
Trabajo está influido por la Carta de Lavoro de 1927 de Italia y el Estatuto del Tra-
bajo Nacional de Portugal de 1933 (49) y Fernández Carvajal opina que se trata de
una disposición de la Jefatura del Estado sin que mediara refrendo (50).
Los derechos recogidos en el Fuero de los Españoles pueden agruparse en cuatro
apartados, que muy brevemente se pasan a examinar: entre los derechos civiles, los
protectores del honor, la dignidad e intimidad personales y la seguridad personal, ju-
rídica y económica. Se recogían como libertades públicas las de reunión, asociación
y la libre expresión de pensamiento. Los principales derechos políticos reconocidos
eran el de petición, el de desempeño de cargos y funciones públicas, el de participa-
ción en funciones públicas de carácter representativo y el de aprobar directamente, o
por representación, los impuestos. Los derechos sociales que recogía el Fuero de los
Españoles venían, de algún modo, ya señalados por el del Trabajo: el derecho y
deber al trabajo y al salario justo con participación de beneficios, el derecho al am-
paro en la vejez, incapacidad, etc. Todos estos derechos estaban, a su vez, basados
en cuatro grandes principios, en opinión de Fernández Segado (51): la dignidad de la
persona humana, siendo el hombre titular de derehos y deberes; la consideración de
la familia, como pilar básico de la sociedad; la consideración del trabajo, como ma-
nifestación de la dignidad del hombre, y la igualdad. El principio de representación
orgánica y la consideración del catolicismo como religión oficial, con cierta tole-
rancia de cultos, completan el sistema. Los deberes de prestación personal y econó-
mica, así como el de adquirir educación e instrucción son los más representativos de
entre los regulados por el Fuero de los Españoles.
Como apunta Fernández Segado: «Pese a estos grandilocuentes principios, hipo-
téticamente normativos, y a los derechos y libertades reconocidos por el Fuero, la
inexistencia de una normativa de desairolo de los mismos, que los regulara sin
(47) L. SÁNCHEZ AGESTA: Curso de Derecho Constitucional Comparado, Universidad Complu-
tense, Madrid, 1973, pág. 505.
(48) M. FRAILE CUVILLES: Introducción al Derecho Constitucional español, Madrid, 1975, pági-
na 371.
(49) J. ZAFRA VALVERDE: Régimen político de España, Ed. Universidad de Navarra, Pamplona,
1973, pág. 183.
(50) R. FERNÁNDEZ CARVAJAL: La Constitución española, Ed. Nacional, Madrid, 1969, pág. 8.
(51) F. FERNÁNDEZ SEGADO: Las Constituciones históricas españolas, op. cil., págs. 708-709.
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trabas ni cortaprisas, convirtió al Fuero de los Españoles en un conjunto de grandes
declaraciones vacías de todo contenido efectivo» (52).
Esta última parte bien podía concluirse con las palabras de Tomás Villarroya:
«El general Franco falleció el día 20 de noviembre de 1975. El sistema que había
creado difícilmente podría sobrevivirle por cuanto se apoyaba en la personalidad y
autoridad de aquél» (53).
Un resumen final nos lleva a centrar nuestra atención en algunos momentos de
nuestra historia constitucional que pueden considerarse claves en materia de dere-
chos y libertades. Sin duda, esos momentos claves los constituyen los Textos de
1869 y de 1931. El primero de ellos democratiza el liberalismo español iniciado en
Cádiz, el segundo dará otro paso más al frente. España será no sólo un Estado de De-
recho —caro principio del liberalismo—, ni, además, un Estado democrático. Con la
Constitución de 1931, España será, además, un Estado social. La triple caracteriza-
ción del Estado comienza su curso, tortuoso por demás, pero las bases que el Texto
Constitucional de 1978 desarrollará y modernizará quedan ya fijadas.
(52) F FERNÁNDEZ SEGADO: Las Constituciones históricas españolas, op. cit., pág. 709.
(53) J. TOMÁS VILLARROYA: Breve historia..., op. cit., pág. 160.
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