Justicia transicional y Derecho Penal Internacional
BIBLIOTECA UNIVERSITARIA
Ciencias Sociales y Humanidades
Filosofía política y del derecho
Justicia transicional y Derecho Penal Internacional
Kai Ambos
Francisco Cortés Rodas
John Zuluaga
(Coordinadores)
Autores
Alejandro Aponte
Camila de Gamboa Tapias
Cornelius Prittwitz
Christoph Burchard
Francisco Cortés Rodas
Gabriel Ignacio Gómez
Gianfranco Casuso
Gustavo Duncan
Gustavo Leyva
GEORG-AUGUST-UNIVERSITÄT
GÖTTINGEN
John Zuluaga
Jorge Giraldo
Juan Felipe Lozano
Kai Ambos
Luis Eduardo Hoyos
Luís Greco
Miguel Giusti
Valeria Mira
Instituto de Filosofía
Programa Estado de Derecho para Latinoamérica
Justicia transicional y derecho penal internacional / Francisco Cortés Rodas, Kai Ambos, John
Zuluaga, coordinadores. – Bogotá: Siglo del Hombre Editores, Centro de Estudios de Derecho
Penal y Procesal Penal Latinoamericano (cedpal) de la Georg-August-Universität Göttingen,
Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia, Fundación Konrad Adenauer-Programa
Estado de Derecho para Latinoamérica y Alexander von Humboldt Stiftung/Foundation, 2018.
408 páginas; 21 cm. – (Colección ilosofía política y del derecho)
1. Derecho penal internacional 2. Justicia transicional 3. Conlicto armado 4. Amnistía
I. Cortés Rodas, Francisco, 1959- , autor II. Ambos, Kai, 1965- , autor III. Zuluaga, John,
1981- , autor IV. Serie.
341.77 cd 21 ed.
A1591877
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
La presente edición, 2018
Con el auspicio del Centro de Estudios de Derecho Penal y Procesal Penal Latinoamericano
(cedpal) de la Georg-August-Universität Göttingen (Alemania).
© Kai Ambos, Alemania
© Francisco Cortés Rodas, Colombia
© John Zuluaga Taborda, Colombia
© Centro de Estudios de Derecho Penal y Procesal Penal Latinoamericano (cedpal)
www.cedpal.uni-goettingen.de/
© Fundación Konrad Adenauer – Programa Estado de Derecho para Latinoamérica
http://www.kas.de/rspla/es/
© Alexander von Humboldt Stiftung/Foundation
https://www.humboldt-foundation.de/web/home.html
© Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia.
http://www.udea.edu.co/wps/portal/udea/web/inicio/institucional/unidades-academicas/
institutos/ilosofía
© Siglo del Hombre Editores
http://libreriasiglo.com
Carátula
Amarilys Quintero
Armada electrónica
Ángel David Reyes Durán
ISBN: 978-958-665-504-0
ISBN PDF: 978-958-665-506-4
ISBN EPUB: 978-958-665-505-7
Impresión
Editora Géminis Ltda.
Carrera 37 n.° 12-42, Bogotá D.C.
Impreso en Colombia-Printed in Colombia
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registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún
medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro,
sin el permiso previo por escrito de los editores.
CONTENIDO
LISTA DE SIGLAS Y ABREVIATURAS .........................................
11
PRESENTACIÓN DEL CEDPAL .................................................
Kai Ambos
15
PRESENTACIÓN DEL PROGRAMA ESTADO
DE DERECHO PARA LATINOAMÉRICA DE LA
FUNDACIÓN KONRAD ADENAUER ..................................
19
PRESENTACIÓN DE LA FUNDACIÓN ALEXANDER
VON HUMBOLDT ............................................................
23
PRÓLOGO..............................................................................
Kai Ambos, Francisco Cortés Rodas
y John Zuluaga Taborda
25
PRIMERA PARTE
FIN DE LA PENA Y JUSTICIA TRANSICIONAL
¿ES EFECTIVO EL CASTIGO PENAL DE COMBATIENTES EN
UN CONFLICTO ARMADO? Relexiones iniciales sobre
maneras para vencer la ignorancia sobre la eicacia
de soluciones penales en la justicia transicional ............
Christoph Burchard
35
EL FIN DE LA PENA EN LA JUSTICIA TRANSICIONAL ...............
Francisco Cortés Rodas
51
POR QUE INEXISTEM DEVERES ABSOLUTOS DE PUNIR ............
Luís Greco
89
¿PARA QUÉ SIRVE EL DERECHO PENAL EN LA LUCHA
CONTRA EL TERRORISMO? ...............................................
Cornelius Prittwitz
105
SEGUNDA PARTE
JUSTICIA TRANSICIONAL Y DERECHO
PENAL INTERNACIONAL
LA LEY DE AMNISTÍA (LEY 1820 DE 2016) Y EL MARCO
JURÍDICO INTERNACIONAL ..............................................
Kai Ambos
MACROCRIMINALIDAD Y FUNCIÓN PENAL EN LÓGICA
TRANSICIONAL. Aportes posibles del derecho
penal a las garantías de no repetición ............................
Alejandro Aponte Cardona
119
167
CONCEPCIÓN Y EVOLUCIÓN DE LA JUSTICIA PENAL
PARA LA TERMINACIÓN DEL CONFLICTO ARMADO
EN
COLOMBIA ................................................................
John Zuluaga
201
TERCERA PARTE
LA JUSTICIA TRANSICIONAL
EN PERSPECTIVA COMPARADA
EL PERDÓN INTERPERSONAL EN CONTEXTOS
DE JUSTICIA TRANSICIONAL ............................................
Camila de Gamboa y Juan Felipe Lozano
239
HERIDAS QUE DEJAN CICATRICES. Algunas lecciones
del caso peruano sobre justicia transicional ..................
Miguel Giusti
TRANSICIÓN A LA PAZ EN CONTEXTOS DE CONFLICTO
ARMADO. Perspectiva comparada sobre los
casos de El Salvador y Guatemala para relexionar
sobre la experiencia colombiana ...................................
Gabriel Ignacio Gómez
JUSTICIA TRANSICIONAL. El caso de México ........................
Gustavo Leyva
269
279
303
CUARTA PARTE
REPARACIÓN, RESPONSABILIDAD
Y RECONCILIACIÓN
JUSTICIA COMO TRÁNSITO O TRANSICIÓN HACIA
LA JUSTICIA. Más allá de la reparación ...........................
Gianfranco Casuso
333
RESPONSABILIDAD SIN CULPA. Una indagación
ilosóica al acuerdo de paz colombiano de 2016 ..........
Jorge Giraldo Ramírez
349
RECONCILIACIÓN CON CUERPO .............................................
Luis Eduardo Hoyos
363
MEMORIA, INTELECTUALES Y POLÍTICA ................................
Gustavo Duncan y Valeria Mira
377
LOS AUTORES ........................................................................
403
LISTA DE SIGLAS Y ABREVIATURAS
AL
arts.
Br.J.Am.Leg.
Studies
Acto Legislativo
artículos
British Journal of American Legal Studies
(revista internacional)
CC
Corte Constitucional (Colombia)
cfr.
confróntese, compárese, véase
CADH
Convención Americana de Derechos Humanos
CIDH
Corte Interamericana de Derechos Humanos
CLH
Crímenes de Lesa Humanidad
coord.
coordinador
Cornell Int’l.L.J. Cornell International Law Journal (revista
internacional)
CVR o TRC
Comisión (o Comisiones) de Verdad y Reconciliación
DD.HH.
Derechos Humanos
DIH
Derecho Internacional Humanitario
DPI
Derecho Penal Internacional
eds.
editores
et. al.
y otros
11
Ethics&Int.Aff
EJIL
EU-AuslÜbK
FARC-EP
FGN
Fletcher F.
WorldAff
GAOML
GeoWashILR
GIZ
Harv. L. Rev.
Ibíd
ICLR
ICRC
Int. Rev.
ICTJ
JEP
JICJ
JTr
LJP
LJIL
Mich. J. Int’l L.
12
Ethics & Internacional Affairs (revista internacional)
European Journal of International Law
(revista internacional)
EU-Auslieferungsübereinkommen (Convenio
europeo sobre extradición)
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo
Fiscalía General de la Nación
The Fletcher Forum of World Affairs (revista internacional)
Grupo(s) Armado(s) Organizado(s) al Margen de la Ley
The George Washington International Law
Review (revista internacional)
Deutsche Gesellschaft für Internationale
Zusammenarbeit (Agencia Internacional
de Cooperación Alemana)
Harvard Law Review (revista internacional)
Ibídem: en el mismo lugar
International and Comparative Law Review
(revista internacional)
International Review of the Red Cross (revista internacional)
International Centre for Transitional Justice
Jurisdicción Especial para la Paz
Journal of International Criminal Justice
(revista internacional)
Justicia Transicional
Ley de Justicia y Paz (Ley 975 de 2005)
Leiden Journal of International Law (revista
internacional)
The Michigan Journal of International Law
(revista internacional)
Minn. L. Rev.
Minnesota Law Review (revista internacional)
MJP
Marco Jurídico para la Paz
M.P.
Magistrado Ponente
Nw. U. L. Rev.
Northwestern University Law Review (revista internacional)
nm.
número/s marginal/es
No.
número
Num.
numeral
ONU
Organización de las Naciones Unidas (también UN)
p.
página
párr.
párrafo(s)
para.
parágrafo(s)
Polit. Stud.
Political Studies (revista internacional)
ProFis
Apoyo a la Fiscalía General de la Nación en
el contexto de la Ley de Justicia y Paz —un
ejemplo de justicia transicional— (GIZ)
pp.
páginas
Rad.
Radicado
Res.
Resolución
s.
siguiente
ss.
siguientes
SAI
Sala de Amnistía e Indulto (JEP)
SDSJ
Sala de Deinición de Situaciones Jurídicas
(JEP)
SIVJRNR
Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición
SRVRDHC
Sala de Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad, Determinación de Hechos y
Conductas (JEP)
Stan. J. Int’l L.
Stanford Journal of International Law (revista internacional)
Tul. Journal of
Tulane Journal of International and
Int’l & Com. Law Comparative Law (revista internacional)
13
vol.
volumen
U.C. Davis L. Rev. U.C. Davis Law Review (revista internacional)
UCDavisJIL&Pol’y UC Davis Journal of International Law &
Policy (revista internacional)
U. Chi. L. Rev.
The University of Chicago Law Review
(revista internacional)
UCLAJIL&ForAff UCLA Journal of International Law and
Foreign Affairs (revista internacional)
UdeA
Universidad de Antioquia (Medellín, Colombia)
UNYB
Max Planck Yearbook of United Nations
Law (revista internacional)
U. Pa. J. Int’l L. University of Pennsylvania Journal of International Law (revista internacional)
Virginia Journal Virginia Journal of International Law
of Int’l L.
(revista internacional)
Wilson Int’l Ctr. Woodrow Wilson International Center
For Scholars
for Scholars
ZIS
Zeitschrift für Internationale Strafrechtsdogmatik (revista jurídica alemana) <www.
zis-online.com>
ZStW
Zeitschrift für die gesamte Strafrechtswissenschaft (revista jurídica alemana)
14
PRESENTACIÓN DEL CEDPAL
El Centro de Estudios de Derecho Penal y Procesal Penal
Latinoamericano (CEDPAL) es una entidad autónoma del Instituto de Ciencias Criminales de la Facultad de Derecho de la
Universidad Georg-August de Göttingen y parte integrante del
Departamento de Derecho Penal Extranjero e Internacional.
Fue fundado por la resolución del Rectorado de la Universidad
del 10 de diciembre de 2013 basada en la decisión del Consejo de la Facultad de Derecho del 6 de noviembre de 2013.
Su objetivo es promover la investigación en ciencias penales
y criminológicas en América Latina y fomentar, a través de
diferentes modalidades de oferta académica, la enseñanza y
capacitación en estas áreas. El Centro está integrado por una
Dirección, una Secretaría Ejecutiva y un Consejo Cientíico,
así como por investigadores adscriptos y externos (más información en: http://cedpal.uni-goettingen.de). Una de las actividades principales del Centro es el desarrollo de proyectos
de investigación y extensión académica.
En este libro presentamos las ponencias del simposio internacional Justicia transicional y Derecho Penal Internacional.
Dimensiones filosófica y jurídica, que a su vez presentaron los
15
resultados de proyectos de investigación sobre diferentes temas
relacionados con el proceso de paz en Colombia, tanto desde
una perspectiva jurídica como ilosóica.
Las versiones preliminares de los trabajos han sido presentadas y discutidas en el simposio, organizado y inanciado
por el CEDPAL, el Instituto de Filosofía de la Universidad de
Antioquia, la Fundación Alexander von Humboldt y el Programa Estado de Derecho para Latinoamérica de la Fundación
Konrad Adenauer —dos prestigiosas fundaciones alemanas que
promueven la excelencia y la cooperación académica entre investigadores del mundo entero—. El respaldo de la Fundación
Humboldt se expresó en la aceptación de este evento como
un Humboldt Kollege, es decir, como un coloquio académico
que recibió el reconocimiento institucional y inanciero de la
fundación. El evento fue llevado a cabo en la Universidad de
Antioquia (Medellín, Colombia) durante los días 8, 9 y 10 de
marzo de 2017.
Con posterioridad, los autores presentaron la versión deinitiva de sus trabajos teniendo en cuenta las observaciones
hechas por los participantes. Esa versión inal fue sometida
a la evaluación del CEDPAL y del Instituto de Filosofía de la
Universidad de Antioquia.
Deseamos agradecer a las personas e instituciones que
hicieron posible la publicación de esta obra y la realización
del seminario de discusión. Particularmente a la Fundación
Alexander von Humboldt y al Programa Estado de Derecho
para Latinoamérica de la Fundación Konrad Adenauer, especialmente a su directora, la Dra. Marie-Christine Fuchs.
Deseamos expresar nuestro agradecimiento igualmente al
rector de la Universidad de Antioquia, Doctor Mauricio Alviar,
y a los demás miembros del equipo rectoral, por el apoyo brindado. Nuestro principal agradecimiento va dirigido, como es
natural, a los colegas participantes en el coloquio y coautores
de esta publicación. Gracias por sus valiosas contribuciones a
16
la discusión de los trabajos y por hacer de este libro un aporte
para la paz de Colombia.
Kai Ambos
Director General del CEDPAL
Oxford (Reino Unido) y Göttingen (Alemania), marzo de 2018
17
PRESENTACIÓN DEL PROGRAMA ESTADO
DE DERECHO PARA LATINOAMÉRICA
DE LA FUNDACIÓN KONRAD ADENAUER
Para el Programa Estado de Derecho para Latinoamérica de
la Fundación Konrad Adenauer es un honor y un gran placer
haber participado y apoyado —y hoy poder presentar— esta
obra surgida en el marco del simposio internacional sobre
Justicia transicional y Derecho Penal Internacional, realizado
en Medellín entre el 8 y el 10 de marzo de 2017. En esta importante actividad, que organizamos conjuntamente con el
Centro de Estudios de Derecho Penal y Procesal Penal Latinoamericano de la Universidad de Gotinga en Alemania, CEDPAL,
con el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia y
con la Fundación Alexander von Humboldt, tuvimos expertos invitados de Alemania, Brasil, Colombia, México y Perú,
para tratar desde una perspectiva jurídico-ilosóica, y desde
diversos puntos de vista y experiencias nacionales, el tema de la
justicia transicional, tan crucial para la actualidad colombiana
y latinoamericana.
Presente en Latinoamérica desde hace casi 30 años, el Programa Estado de Derecho desde sus inicios ha seguido de cerca
los diálogos entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de
19
las FARC-EP, en tanto se trata de un tema que reviste la mayor
importancia para esta sociedad y en general para la estabilidad y desarrollo de la región. Desde una perspectiva jurídicopolítica tratamos de hacer un aporte humilde pero decidido
a la promoción, enseñanza y divulgación de los sistemas de
justicia transicional desde una perspectiva comparada. Este
ha sido un asunto altamente conlictivo en Colombia en los
últimos años, y nuestra idea al respecto es la construcción de
un diálogo objetivo, honesto, imparcial y fáctico, así como la
de hacer una contribución para que cese la polarización mediante el conocimiento de las raíces, orígenes y funcionamiento
de la justicia transicional en el Derecho Penal Internacional.
Temas como la reconciliación de un país después de la
terminación de una dictadura o de un conlicto armado, y la
persecución de los victimarios, están estrechamente vinculados
con la historia muchas veces dolorosa de Alemania, país en el
que la Fundación Konrad Adenauer tiene su sede principal.
El Juicio de Núremberg, que hizo historia como el prototipo
de una jurisdicción especial de justicia transicional, no ha sido
la única experiencia con este tipo de sistemas en ese país, si se
tiene en cuenta el juicio de los Tiradores del Muro de Berlín, el
caso más protagónico de los crímenes atroces y de los abusos
del poder público ocurridos durante los casi 30 años del régimen socialista de la antigua República Democrática Alemana.
Consideramos que Colombia puede aprender tanto de
esas experiencias, como de las de Kosovo, Irlanda del Norte y
Sudáfrica. Además, la mayoría de las sociedades latinoamericanas experimentaron en las últimas cuatro décadas situaciones permanentes de violencia y conlictos armados internos,
por causa de graves condiciones de injusticia y desigualdad
económica y social, del contexto imperante de la aplicación
de la Doctrina de Seguridad Nacional, de la Guerra Fría y de
intereses geopolíticos en esta región. Con el retorno de los
civiles a la conducción del Estado o con la terminación de los
20
conlictos armados, surgieron debates cruciales, no solo de
carácter jurídico-político, para enfrentar un pasado violento
y construir una sociedad democrática y en paz.
Por ser regional, el Programa Estado de Derecho siempre
ha estado comprometido con abordar los temas jurídicopolíticos teniendo en cuenta a los vecinos latinoamericanos y
las experiencias de los países europeos. En el caso de la justica transicional, estamos convencidos de que entender cómo
funcionaron experiencias similares en otros países latinoamericanos, cómo interactuaron en esos contextos las instituciones
y los actores nacionales con el Derecho Internacional de los
Derechos Humanos (DIDH), sobre todo con el Derecho Penal
International (DPI) y el Sistema Interamericano de Derechos
Humanos (SIDH), y realizar una síntesis comparativa, puede ser
de interés y de gran ayuda para el proceso de paz en Colombia.
También hay que reiterar, no obstante, que Colombia debe
encontrar en ello su propio camino. Como en aquellos países
la aprobación e implementación de los mecanismos de justicia transicional, en el caso colombiano denominado Sistema
Integral de Verdad Justicia, Reparación y no Repetición, no
han estado exentas de críticas y han generado una alta polarización en la sociedad, sobre todo en lo referido a la amnistía,
la sanción, la reparación y la participación en política de los
antiguos combatientes. En esta obra se reconocen y recogen
parte de esos cuestionamientos, pero inalmente se presenta
una visión positiva y optimista de este proceso, partiendo de
que en él —todavía más que en otros países— se respetan
los derechos de las víctimas y los límites impuestos por el
DIDH y el DPI.
Con la aproximación de esta obra a la justicia transicional
desde las perspectivas del derecho penal, el derecho penal
comparado, el DPI, la sociología jurídica y la ilosofía del
derecho, así como desde la criminología, esperamos, pues,
contribuir a una discusión crítica e informada sobre este tema
21
en Colombia, del cual surgirán seguramente enseñanzas para
situaciones similares en el futuro.
Queremos agradecer inalmente a las instituciones antes
mencionadas y en especial a los autores y autoras por su aporte
al simposio y a la materialización de esta obra.
22
PRESENTACIÓN DE LA FUNDACIÓN
ALEXANDER VON HUMBOLDT
La Fundación Humboldt promueve la cooperación académica
entre cientíicos de Alemania y del extranjero. Anualmente
concede más de 700 becas y premios de investigación que
permiten a cientíicos del extranjero viajar a Alemania para
trabajar en forma conjunta en un proyecto de investigación
de su propia elección con un anitrión y un colega colaborador. Las becas de investigación Georg Forster están dirigidas
a cientíicos posdoctorandos y experimentados, provenientes
de países emergentes y en vías de desarrollo con proyectos de
investigación enfocados en cuestiones de desarrollo. La red
cientíica activa de la Fundación Humboldt comprende más
de 26 000 mujeres y hombres cientíicos de todas las disciplinas
provenientes de más de 130 países —incluidos 50 ganadores
del Premio Nobel—.
23
PRÓLOGO
En Colombia se inició, en octubre de 2012, un proceso de negociación entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos
y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército
del Pueblo (FARC-EP). Como desenlace de este proceso, el 24
de noviembre de 2016 se irmó entre el Gobierno colombiano
y las FARC-EP el Acuerdo final para la terminación del conflicto
y la consolidación de una paz estable y duradera. Con el acuerdo se buscó deinir las condiciones para que la organización
guerrillera —que ha enfrentado al Estado por más de medio
siglo— pueda reintegrarse a la vida social y democrática del
país. Paralelo a ese proceso, el Gobierno está adelantando
conversaciones con otra importante organización guerrillera,
el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Como resultado de
estos acercamientos con el ELN se instaló una mesa de negociaciones en Quito y se comunicó por parte del Gobierno y esta
organización que se iniciará una fase pública de negociación
para propender por el alcance de un acuerdo de paz.
Estos procesos de negociación están enmarcados en el
concepto de “justicia transicional”, que comprende cuatro
componentes: justicia, verdad, reparación y garantías de no
25
repetición. El concepto de “justicia transicional” está en la
base de los elementos normativos creados por el Congreso de la
República de Colombia y el Gobierno nacional y desarrollados
por la Corte Constitucional de Colombia. Entre otros, se destacan el Marco Jurídico para la Paz (MJP) o Acto Legislativo
01 de 2012 y las Sentencias de la Corte Constitucional C-579
de 2013 y C-577 de 2014.
La idea de justicia transicional puede deinirse como la
concepción de justicia asociada con periodos de cambio
político, caracterizada por las respuestas legales para confrontar los daños de los regímenes represivos anteriores o de
un conlicto armado interno. La justicia transicional puede
incluir mecanismos judiciales y no judiciales con diferentes
niveles en la forma de juzgar a los individuos. Esta comprende
juzgamiento individual, reparaciones, verdad, reforma institucional, descaliicación y destituciones. En consecuencia, el
componente de justicia penal o justicia en sentido estricto es
solamente menor en el concepto de justicia transicional. De
hecho, el término —enfatizando el componente justicia— se
presta para confusión y puede crear expectativas erróneas. Un
término alternativo —aunque no tan elegante— es “superación
del pasado” (Vergangenheitsbewältigung) con mecanismos alternativos —no penales—.
En la justicia transicional se da una profunda tensión entre justicia y paz, entre derecho y política, entre una justicia
retributiva que mira hacia el pasado y una justicia restaurativa que mira hacia el futuro. Pero la justicia transicional debe
ser comprendida como justicia porque surge en determinados momentos políticos de crisis o de transición, y tiene que
resolver la difícil tarea de encontrar un punto de equilibrio
entre quienes reclaman desde la justicia retributiva castigar a
todos los criminales y quienes reclaman impunidad absoluta
y pretenden que no haya ningún tipo de castigo.
La justicia transicional plantea que, en la medida en que
es imposible —en una situación como la de Colombia— la
26
persecución penal y el juzgamiento de todos los involucrados
en el conlicto armado por la justicia penal ordinaria, se debe
desplegar un discurso de legitimación pragmatista para justiicar
un modelo de justicia alternativo. Este es el sistema planteado
en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP): los actores armados que se acojan al acuerdo podrán recibir un tratamiento
jurídico diferenciado en la aplicación de las sanciones penales.
En el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y
Garantías de no Repetición (SIVJRNR) no se aplicará el tipo de
justicia usada en tribunales como el de Núremberg, Yugoslavia
o Ruanda, en los cuales se estableció que la responsabilidad
por la violencia masiva debe ser adscrita a agentes individuales
y que la justicia criminal es la única respuesta políticamente
viable y moralmente aceptable frente a la misma. Será más bien
una justicia con un fuerte sentido político e incluirá mecanismos judiciales que permitan la sanción de crímenes atroces, y
extrajudiciales, como la Comisión de la Verdad.
El modelo de justicia transicional que se está desarrollando
en Colombia presupone el contexto de una guerra civil en la
cual ni la guerrilla pudo alcanzar sus ideales revolucionarios,
ni el Estado logró una victoria militar sobre sus oponentes.
Por tanto, en este modelo no puede imponerse la noción de
justicia como justicia retributiva, tal y como la entienden los
críticos del proceso de paz.
En este sentido, es perfectamente legítimo preguntarse qué
problemas han tenido la negociación, el Acuerdo final y la implementación que está en curso. Para los autores de esta obra
es importante discutir con razones académicas, y no exclusivamente políticas, las críticas de los opositores al desarrollo
de las negociaciones y acuerdos.
En este libro se reúnen los artículos presentados en el
simposio internacional Justicia Transicional y Derecho Penal
Internacional. Dimensiones filosófica y jurídica, que tuvo lugar
en la Universidad de Antioquia durante los días 8, 9 y 10 de
marzo de 2017 en Medellín, Colombia. El libro está dividido
27
en cuatro partes: 1) in de la pena y la justicia transicional;
2) justicia transicional y Derecho Penal Internacional; 3) la
justicia transicional en perspectiva comparada; y 4) reparación,
responsabilidad y reconciliación.
El libro se hizo con el propósito de que fuera a la vez un
texto riguroso académicamente, pero cuyo estilo hiciera posible una más amplia difusión pública. Tiene como objetivo
fundamental ser una obra de referencia para entender un
fenómeno tan complejo como las recientes negociaciones de
paz en Colombia. La pretensión de los autores que participan
en este libro y la de los editores es presentar unos textos interesantes y pertinentes, que sirvan para la comprensión de los
problemas actuales de Colombia y que sean de utilidad para
comprender hacia dónde se puede dirigir una sociedad que
puede liberarse de las ataduras de la violencia.
En las siguientes páginas el lector entrará en los interesantes
problemas que han emergido en la discusión académica y en la
vida política del país con la justicia transicional, primero frente
al difícil asunto del castigo penal. Christoph Burchard plantea
este problema a partir de la pregunta: ¿es efectivo el castigo
penal de combatientes en el marco de un conlicto armado?
Señala la diicultad para encontrar modos legítimos para dar
una solución al asunto de los crímenes cometidos durante los
conlictos armados y plantea el problema de si las sanciones
penales —u otro tipo de sanciones— son un medio eicaz para hacerlo. Francisco Cortés analiza las justiicaciones que se
han hecho sobre el in de la pena en la ilosofía del derecho
penal y relaciona estas justiicaciones —retribucionismo, teoría general de la prevención, teoría especial de la prevención,
teoría comunicativa de la pena— con los modelos de justicia
transicional de Núremberg y Sudáfrica. Se trata de mostrar que
en el ámbito de la justicia penal en sociedades en transición
de la guerra a la paz no es viable tratar la criminalidad masiva
con una persecución penal masiva e individualizada, como se
supone en un enfoque de la justicia retributivo y maximalista.
28
Luís Greco relexiona sobre los llamados deberes absolutos
de punir e intenta demostrar que estos no existen. Cornelius
Prittwitz elabora un corto pero signiicativo análisis sobre el
papel del derecho penal en la lucha contra el terrorismo. A
partir del desarrollo de dos preguntas: ¿cuál es la utilidad del
derecho penal? y ¿qué entendemos por terrorismo?, señala
que el derecho penal no puede llevar a que la lucha contra el
terrorismo salga victoriosa. El terrorismo nunca será superado
totalmente, pero el derecho penal puede —y en el contexto
colombiano, un derecho penal de la transición— desempeñar
un papel acompañante, e incluso ejemplar, en el tratamiento
de la desviación.
En la segunda parte, un experto conocedor del DPI, Kai
Ambos, propone un detallado estudio de este derecho frente
a las amnistías. Considera que Colombia es el país con la legislación más soisticada en el tema de justicia de transición y
procesos de paz. Sobre esta base, deiende la tesis según la cual,
desde el punto de vista normativo, la legislación colombiana
es, en principio, compatible con el DPI, e incluso en algunas
cuestiones dicha legislación va más allá, como se puede ver en
el acuerdo de paz entre el Gobierno colombiano y las FARC-EP
en su versión inal, así como en la Ley de Amnistía (Ley 1820
de 2016), especialmente los artículos 16 y 23, los cuales son
los artículos relevantes para diferenciar los delitos amnistiables y no amnistiables. Es posible airmar que los últimos, o
sea, los delitos frente a los cuales no procede la amnistía, no
se limitan a los crímenes relevantes para el DPI, en particular
en el marco del Estatuto de Roma (ER) de la Corte Penal Internacional (CPI). Alejandro Aponte elabora una propuesta
para comprender la función del derecho penal en lógica transicional. El derecho penal debe ser concebido en función de
la creación de auténticos escenarios de no repetición mediante
políticas de reparación y de digniicación de las víctimas. En
un sentido similar, John Zuluaga hace un nutritivo análisis de
los rasgos distintivos del dispositivo penal incorporado en el
29
Acuerdo final para facilitar la terminación del conlicto armado
en Colombia, a saber, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
Busca caracterizar las implicaciones del curso punitivista que
sigue el modelo de justicia transicional colombiano y señala la
asistemacidad en la forma como se integran los dispositivos del
SIVJRNR y de las garantías que lo sostienen —verdad, justicia,
reparación y no repetición—.
En la tercera parte, Camila de Gamboa y Juan Felipe Lozano nos proponen mirar el perdón de una manera diferente
a como ha sido considerado en otras experiencias políticas de
justicia transicional. Para esto parten de que es necesario ver
el concepto de perdón a partir de una teoría que deiende el
igual valor moral de los seres humanos, y como una forma de
reparación moral. Por su parte, Miguel Gusti desarrolla una
pieza ilosóica sobre la transición en Perú. A partir de un motivo hegeliano, plantea la tesis según la cual la reconciliación
entre las partes involucradas en un conlicto es la condición
para poder conseguir una forma de convivencia más justa. Esta
reconciliación no ha ocurrido en el caso de Perú luego de la
inalización del conlicto armado interno.
Gabriel Ignacio Gómez propone una lectura diferente de
las experiencias de transición en El Salvador y Guatemala
como casos típicos de conlicto armado interno, con el in de
formular dos preguntas a los procesos de paz entre el Gobierno colombiano y las guerrillas de las FARC-EP y el ELN: ¿qué
podemos aprender de las experiencias de otras sociedades
que también han experimentado la transición de la guerra a
la paz en el contexto latinoamericano? y ¿en qué medida los
mecanismos de justicia transicional diseñados podrían ser suicientes para enfrentar el reto de la reconstrucción de los lazos
sociales en Colombia? Fuera de los casos de las transiciones
en El Salvador, Guatemala y Perú, Gustavo Leyva relexiona
sobre los CLH cometidos por el Estado en México y el grave
déicit del Estado por su incapacidad para juzgar y procesar a
los responsables de estos crímenes.
30
En la cuarta parte, Gianfranco Casuso desarrolla una idea
de justicia transicional que se aparta, en ciertos aspectos clave,
de las nociones más tradicionales. Para esto expone cuatro tesis
complementarias, con el propósito de esclarecer algunas imprecisiones relativas al signiicado de la justicia y su rol en los
procesos de democratización social. Jorge Giraldo introduce
una discusión muy importante sobre los conceptos de responsabilidad y culpa, y busca señalar un déicit básico del Acuerdo
final por no haber incluido la responsabilidad política. Señala
que los discursos jurídicos identiican responsabilidad y culpa
mientras que la ilosofía práctica y la ilosofía de la acción los
tratan de forma diferenciada. Por su parte, Luis Eduardo Hoyos presenta un artículo un tanto escéptico sobre el proceso de
paz. Denomina reconciliación con cuerpo una política que sea
capaz de articular las políticas de Estado y la dinámica social,
de suerte que tenga lugar una transformación institucional
en la dirección a una expansión de los derechos y una mayor
inclusión. Por último, no se puede hacer un recorrido sobre
las dimensiones jurídicas y ilosóicas de la justicia transicional
sin la visión que la Ciencia Política aporta. Gustavo Duncan
y Valeria Mira muestran la importancia de los intelectuales y
cientíicos sociales en la construcción de memoria histórica
en Colombia.
Esta visión panorámica de las contribuciones contenidas
en el libro puede dar una idea de la riqueza de perspectivas y
de la variedad de dimensiones que abarca el debate sobre la
justicia transicional y las posibilidades de la paz en Colombia.
El libro que ahora entregamos a los lectores quiere ser un
medio para enriquecer el debate y la formación política. El
simposio internacional Justicia transicional y Derecho Penal
Internacional. Dimensiones filosófica y jurídica fue organizado
por el Centro de Estudios de Derecho Penal y Procesal Penal
Latinoamericano (CEDPAL) de la Universidad de Göttingen,
Alemania, y el Instituto de Filosofía de la Universidad de
31
Antioquia, Colombia. Asimismo, contó con el apoyo de la
Fundación Alexander von Humboldt y la Fundación Konrad
Adenauer, Programa Estado de Derecho para Latinoamérica.
Kai Ambos, Francisco Cortés Rodas
y John Zuluaga Taborda
Marzo de 2018
32
Primera parte
FIN DE LA PENA Y JUSTICIA
TRANSICIONAL
¿ES EFECTIVO EL CASTIGO PENAL
DE COMBATIENTES
EN UN CONFLICTO ARMADO?
Reflexiones iniciales sobre maneras para vencer
la ignorancia sobre la eficacia de soluciones
penales en la justicia transicional
Christoph Burchard*
Universidad de Frankfurt, Alemania
RESUMEN
Si es efectivo el castigo penal de combatientes en el marco de
un conlicto armado es una pregunta esencial en la discusión
sobre la justicia internacional penal y la justicia transicional.
Desafortunadamente, no hay respuestas fáciles y, por lo tanto,
*
Me he abstenido de cambiar el estilo oral de la presentación y de añadir
referencias extensas. Muchas gracias a mi esposa, Julia Kayser, y a mi estudiante de doctorado, Felipe Tenorio Obando, por garantizar que el texto sea
comprensible en español. Muchas gracias a mi asistente, Dušan Bačkonja,
por preparar las notas.
35
generalmente aceptadas. El problema es que sabemos poco
o nada sobre la eicacia —en el sentido de hechos empíricos
duros— de las soluciones penales en situaciones transicionales. Por eso, exploraré —con prisa— las razones de nuestra
ignorancia sobre la eicacia de soluciones penales y relexionaré sobre las posibles maneras de vencerla cuando al mismo
tiempo tenemos que legitimar el castigo o modos diferentes de
tratar a los criminales de guerra. En este sentido, argumentaré
en favor de fortalecer las dimensiones de legitimad no vinculadas al instrumentalismo, es decir, en favor de fortalecer la
legitimidad en virtud de los insumos y del rendimiento (input
& throughput legitimacy).
INTRODUCCIÓN
¿Es efectivo el castigo penal de combatientes en el marco de
un conlicto armado? Esta pregunta parece muy importante
en la discusión sobre la justica transicional y, a primera vista,
también parece bastante simple, ya que permite una respuesta airmativa o negativa. Por lo tanto, mi respuesta podría ser
bastante decepcionante: no sé si las sanciones penales son o
no efectivas; incluso, considero que casi nadie puede dar una
respuesta satisfactoria y, en términos generales, aceptable al
respecto. Tras un segundo vistazo, la pregunta, por supuesto,
no tiene nada de sencilla, ya que se basa en preconceptos delicados que hacen de este un cuestionamiento muy complejo en
su contenido. Mi respuesta, por eso mismo, tiene implicaciones
complejas, ya que tenemos que encontrar modos legítimos para
dar una solución legal frente a los crímenes cometidos durante los conlictos armados, ignorando al mismo tiempo si las
sanciones penales —u otro tipo de sanciones— son un medio
eicaz para hacerlo. En este ensayo abordaré con prisa estos
temas en tres pasos: primero, aclararé brevemente el concepto
de efectividad, relacionándolo en particular con la legitimidad de las soluciones penales (apartado de “Clariicaciones
36
conceptuales”);1 en segundo lugar, exploraré por qué sabemos
tan poco sobre la eicacia de las soluciones penales, analizando
sobre todo la maniiesta apertura normativa —o la ambigüedad
de los objetivos— de estas sanciones (apartado titulado “Las
trampas de la cuestión de la eicacia”); y tercero, relexionaré
sobre las posibles maneras de vencer nuestra ignorancia sobre
la eicacia de soluciones penales cuando al mismo tiempo tenemos que legitimar el castigo o modos diferentes para tratar
a los criminales de guerra (apartado titulado “Legitimidad sin
conocimiento de la eicacia”).
CLARIFICACIONES CONCEPTUALES
Para comenzar, solo hablaré del castigo que se impone por
cometer crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad o
genocidio —bien sea un castigo nacional o internacional—.
Concuerdo en que, la eicacia es la “capacidad de lograr el
efecto que se desea o se espera” (RAE, s. f.) tras la realización de
una acción. De esta forma, la eicacia se orienta por resultados
y objetivos, y sirve como indicador del rendimiento de una acción determinada. Como herramienta para formular recomendaciones sobre políticas, la eicacia es de índole comparativa,
ya que nos permite cuestionar si una acción especíica sirve
para alcanzar los objetivos deseados en mejor medida que otra
(Draude, Schmelzle, Risse, 2012, p. 17). Entonces, a la luz de
lo anterior, podemos preguntarnos: ¿castigar a los combatientes por los crímenes cometidos durante los conlictos armados
alcanza los objetivos deseados? Si es así, ¿hasta qué punto, en
1
Abordaré la cuestión de la eicacia de una manera abstracta y sin hacer referencia especial a la situación concreta en Colombia. Asimismo, quisiera
aclarar que, aunque me referiré directamente a la eicacia de castigar a los
criminales de conlictos armados, mi ensayo y sus resultados también resultan
aplicables a la eicacia de soluciones alternativas para el conlicto armado,
como las amnistías.
37
qué medida lo hace? Y inalmente, ¿lo consigue de una mejor
manera que los medios ofrecidos por medidas alternativas al
castigo? Por ejemplo, ¿es más adecuada una solución penal que
simplemente no hacer nada o constituir una comisión para la
verdad y la reconciliación?
Antes de poder abordar estas cuestiones en detalle, necesito destacar sus preconcepciones e implicaciones. Al preguntarnos por los objetivos de los castigos penales, entramos
necesariamente al terreno de las intenciones humanas y su
racionalidad. Esto implica superar el “naturalismo del castigo”, esto es, superar la suposición de que la retribución —u
otras ideas míticas o afectivas— exige por esencia el castigo
de los combatientes por los crímenes cometidos durante el
conlicto armado.2 Por lo tanto, esto nos lleva más allá de la
ideología de la racionalidad intencional —occidental— y nos
lleva hacia el terreno del instrumentalismo (Schmelzle, 2011,
pp. 13-ss.; 2012, p. 15; Hechter, 2009, pp. 298-ss.). Ya no estamos simplemente discutiendo los objetivos racionales del
derecho y su aplicación, sino su capacidad de alcanzar dichos
propósitos efectivamente.
Pero, ¿por qué deberíamos discutir el rendimiento instrumental del derecho penal y su aplicación? De hecho, ¿por
qué importa si es efectivo el castigo penal de combatientes en
un conlicto armado? Es importante porque la efectividad del
derecho penal y su aplicación están íntimamente ligadas a su
respectiva legitimidad (Beetham, 1991, p. 137; Tyler y Jackson,
2014, p. 78). Esto es correcto, por lo menos ex negativo, es
decir, analizado a partir de lo que no es el fenómeno. Intuitivamente, las acciones de gobernanza parecen ilegítimas si
son totalmente ineicaces, es decir, si no pueden alcanzar y no
alcanzan los objetivos que estaban destinados a lograr. Por supuesto, el concepto de legitimidad en sí mismo es notoriamente
2
38
Véase el apartado “Las trampas de la cuestión de la eicacia” para más detalles.
opaco. Sin embargo, dejando de lado los detalles por ahora,
surge entonces la verdadera dimensión de la cuestión sobre la
eicacia: ¿es legítimo el castigo penal de combatientes en un
conlicto armado porque es efectivo, es decir, porque el castigo penal satisface sus objetivos? Y viceversa, ¿es ilegítimo
porque es inefectivo?
LAS TRAMPAS DE LA CUESTIÓN DE LA EFICACIA
Esta reformulación de la cuestión inicial requiere respuestas
empíricas; sin embargo, como ya he indicado en mi introducción,
temo que es casi imposible dar respuestas generalmente aceptables a la pregunta sobre el rendimiento instrumental y, por
ende, sobre la legitimidad instrumental de las sanciones penales.
En términos generales, la medición de los efectos causales
de un régimen de gobernanza —como el derecho penal y su
aplicación— es extremadamente complicada, sobre todo porque
implica un ejercicio comparativo empleando un estado contrafáctico (Underdal, 1992, p. 227). Por ejemplo: si castigar a
los combatientes por los crímenes más graves contribuye a la
sanidad comunal en una sociedad especíica devastada por un
conlicto armado y si castigar es mejor que una amnistía, solo
se podría determinar cuando se efectúe experimentalmente el
castigo, así como soluciones sin castigo, lo cual no es posible
en el mundo real.
Sea lo que sea, determinar la eicacia de las sanciones penales
requiere respuestas previas a las preguntas ¿por qué?, ¿hasta
qué medida?, ¿para quién? y ¿cuándo? ¿Qué objetivos tiene el
castigo de los combatientes en un conlicto armado?: ¿disuasión? (Greenawalt, 2014, p. 969), ¿construcción de un registro
histórico? (Rauxloh, 2010, p. 739), ¿dar voz a las víctimas?
(McKay, 2008, p. 1), por nombrar solo unos pocos (Ambos,
2013, pp. 56-ss.; Cryer, Friman, Robinson y Wilmshurst, 2014,
pp. 28-ss; Safferling, 2011, pp. 67-ss.; Werkmeister, 2015;
Werle y Jeßberger, 2016, pp. 42-ss.). ¿Hasta qué medida debe
39
el castigo alcanzar estos objetivos?: desde una perspectiva
idealista, ¿de manera absoluta y universalista? (Cryer, 2012,
p. 189; Mégret, 2014, pp. 30-ss) o, desde una perspectiva más
realista, ¿muy parcialmente? (Bibas y Burke-White, 2010,
p. 637; Ginsburg, 2009, p. 508; Goldsmith y Krasner, 2003,
p. 47). ¿Para quién sirven estos objetivos?: ¿para una comunidad internacional de Estados? (Sloane, 2007, p. 85), ¿para
organizaciones no gubernamentales? (Halley, 2008, p. 1; Pearson, 2006, p. 258) ¿o para la comunidad local desgarrada por
un conlicto armado? (Nesiah, 2016, p. 985) Y inalmente,
¿cuándo se deben alcanzar estos objetivos?: ¿inmediatamente?
(Kaleck, 2014, p. 249), ¿en un futuro próximo? (Werle, 1997,
p. 825) ¿o en las próximas décadas? (Meernik, 2005, p. 275;
Safferling, 2009, pp. 166-ss.). Estas preguntas son muy controvertidas. Todavía no se han dado respuestas que generen
consenso; por el contrario, estamos viendo un exceso de teorías normativas sobre los objetivos, así como las orientaciones
comunitarias y temporales de las sanciones penales para los
crímenes más graves. En otras palabras, estamos viendo una
maniiesta apertura normativa —o indeterminación— de las
inalidades o propósitos de criminalizar y castigar la comisión
de los crímenes más graves por parte de combatientes en el
marco de conlictos armados.3
Para no perderme en demasiados detalles, aquí solo nombraré tres características de esta apertura normativa: en primer lugar, estamos viendo el colapso de la distinción analítica
entre la justiicación de los objetivos del derecho penal —por
ejemplo, la protección de bienes jurídicos— y la justiicación
de los medios usados para alcanzar estos ines —el castigo
como un medio de lograr la protección de bienes jurídicos—
(Roxin, 1997, pp. 69-ss.; Neumann, 2007, pp. 446-ss.); en
segundo lugar, estamos viendo la así llamada descentralización
3
40
Véase mi contribución para una aproximación descriptiva de la apertura
normativa de la justicia penal, en Burchard (2017).
de la justicia penal,4 pues el castigo impuesto por un tribunal
ya no está necesariamente en el centro del discurso —si, por
ejemplo, se discute el desarrollo de un registro histórico como
objetivo de soluciones penales—; y en tercer lugar, todavía
no se ha encontrado ninguna fórmula que sea constructiva,
polivalente y que permita conciliar perspectivas e intereses
diversos (Burchard, 2017).
En mi opinión, muchos de los posibles objetivos y propósitos
de castigar a los combatientes tienen algunos méritos que, por
lo tanto, no deben ser descartados a la ligera. Esto no es una
indiferencia normativa de mi parte o una vacilación a la hora
de tomar posición. Más bien, como expondré más adelante,
es un compromiso con el pluralismo normativo en el Derecho
Penal Internacional.
Pero, sea lo que sea, una vez se vincule esta eicacia a la
concepción intuitiva de la legitimidad a la que me he referido
anteriormente, la apertura normativa del derecho penal hace
casi imposible determinar la eicacia de una manera generalmente aceptable. Esta concepción intuitiva de la legitimidad
apunta a la concepción sociológica de la legitimidad (Weber,
1922; Glaser, 2013, pp. 19-ss.). En nuestro caso, apunta hacia
la aceptación fáctica por parte de una comunidad a castigar a
los combatientes de un conlicto armado, porque esta comunidad considera eicaz una solución penal. Sin embargo, esta
relación causal aparente entre la eicacia percibida, la aceptación fáctica y la legitimidad —sociológica— se basa, entre
otras cosas, en la condición de “objetivos (sociales) compartidos” (Schmelzle, 2011, p. 14). Esto “indica que la eicacia de
un régimen de gobernanza solo intensiicará su legitimidad si
[la comunidad comparte los objetivos instrumentales que el
castigo de los criminales de guerra pretenden lograr-alcanzar]”
(Schmelzle, 2011, p. 14). Por eso me abstengo de responder
4
Véase, para un examen más profundo, Burchard (2017).
41
a la pregunta de la eicacia, pues solo podríamos abordar esta
cuestión una vez hayamos respondido de manera generalmente
aceptable a todo lo que es incierto en relación con el castigo a
los combatientes en los conlictos armados. La vía alternativa,
suponer un objetivo especíico para castigar a los combatientes
y luego probar empíricamente su eicacia, tampoco contribuye
a explorar la legitimidad sociológica de las soluciones penales
a las atrocidades masivas.
Pero, ¿en dónde estamos entonces? Si no podemos dar
respuestas satisfactorias para la cuestión de la eicacia, porque
el derecho penal es normativamente abierto y ambiguo, ¿esta
ignorancia no milita en contra de la legitimidad del derecho
penal en general y de castigar a las personas por crímenes de
guerra en particular? Entonces, surge la dimensión normativa
de la cuestión sobre la eicacia: ¿podemos someter a las personas a sanciones penales sin conocer su eicacia, porque no
podemos determinar los propósitos generalmente aceptados
para estas sanciones?
LEGITIMIDAD SIN CONOCIMIENTO DE LA EFICACIA
Esta pregunta me lleva a la tercera y última parte de mi ensayo.
En esta me gustaría relexionar acerca de algunas ideas sobre
cómo dar respuestas de derecho penal legítimas a las atrocidades
masivas, mientras se desconoce, al mismo tiempo, lo relativo a
su eicacia. Comenzaré con unos argumentos en contra de dos
enfoques posibles sobre esta cuestión: el retroceso a la retribución, por un lado, y el “naturalismo del castigo”, por el otro.
La primera idea, que cada vez gana más partidarios hoy
en día, es renunciar por completo a la búsqueda de objetivos
racionales y humanos para castigar a los combatientes en un
conlicto armado. De hecho, hoy estamos viendo un retroceso
a la retribución para las sanciones penales de los crímenes más
graves (Greenawalt, 2014, p. 969; Materni, 2013, p. 266-ss.).
A favor de esta posición se airma lo siguiente: las atrocidades
42
masivas provocan una cantidad inmensurable de injusticia,
que “simplemente” debe ser abordada y equilibrada mediante
castigos criminales (Drumbl, 2005, p. 576). A primera vista,
esto parece una panacea fácilmente disponible para nuestra
ignorancia sobre la eicacia de las respuestas criminales a las
atrocidades masivas. Si estas medidas penales no tienen objetivos mundanos y propósitos humanos, es decir, si están intrínsecamente justiicados, entonces no hace falta preocuparnos
por su eicacia. Creo que este retroceso a la retribución condena por igual a cumplidores de las leyes y a pecadores. Solo
porque estas orientaciones normativas tendientes al castigo
de los combatientes de un conlicto armado son ambiguas y
poco claras, no nos permitiremos echar en saco roto los logros
de la Ilustración. No debemos renunciar a la búsqueda de
objetivos racionales y legítimos para los actos de gobernanza,
sobre todo si hay afectación a derechos —como al castigar a
los combatientes responsables de crímenes graves—. Por supuesto, me doy cuenta de que esta búsqueda por racionalizar
el derecho penal y su aplicación es desgastante y fastidiosa,
pero en tanto esta búsqueda sirve como medida de control y
contrapeso contra los abusos de poder, resulta importante y
no debemos renunciar a ella. En otras palabras, castigar a los
combatientes en un conlicto armado se debe legitimar por
ines extrínsecos y no por algunos supuestos valores intrínsecos —como la retribución—.
En cuanto a la segunda idea, una estrategia conceptualmente
similar pero argumentativamente inversa para hacer frente a
nuestra ignorancia sobre la eicacia de castigar a los criminales de
guerra es el “naturalismo del castigo”. Los naturalistas del castigo sostienen que las intuiciones humanas sobre la justicia para
el comportamiento ilícito o delictivo son profundas, predecibles
y ampliamente compartidas, y son el producto de una predisposición evolucionada (Robinson y Kurzban, 2007, p. 1829).
Así, el castigo no sería justiicado intrínsecamente, sino extrínsecamente por la “biología humana”. En consecuencia, castigar
43
a los criminales de guerra es —al menos, mínimamente— efectivo, porque releja nuestra intuición humana compartida de
que los criminales de guerra deben ser castigados (Comité
Internacional de la Cruz Roja, s. f.). Sin embargo, una vez más
advierto que esto constituye una simpliicación indebida. Las
respuestas penales a los crímenes más graves están lejos de ser
evidentes biológicamente; no son algo tan fundamental como
para ser esencialmente universal a todas las personas, sin tener en cuenta las circunstancias o la cultura (Braman, Kahan
y Hoffman, 2010, p. 1535). Por el contrario, el castigo es una
construcción social para que compartamos una responsabilidad
colectiva respecto a su contenido (Braman, Kahan y Hoffman,
2010, p. 1536).
Con base en todo lo dicho, concluiré bosquejando tres enfoques para reconciliar la legitimidad de las soluciones penales
para las atrocidades masivas con la ignorancia que padecemos
sobre su eicacia.
El primer enfoque está basado en la teoría del derecho constitucional. Sumariamente, la teoría del derecho constitucional
—alemana— ha desarrollado una reconciliación negativa de
legitimidad y eicacia. Según el principio de proporcionalidad,
un acto de gobierno solo es ilegítimo si tiene un objetivo que
va en contra de los valores fundamentales de una comunidad
o si es incapaz de alcanzar un objetivo legítimo (Hillgruber,
2011, pp. 1053-ss.).5 Además, el soberano goza de amplios
márgenes de apreciación y de predicción (Hillgruber, 2011,
pp. 1058-ss.; Maunz y Dürig, 2016, número al margen 122).6
En otras palabras: la teoría del derecho constitucional no exige
5
Véase la decision del Tribunal Constitucional Alemán, BVerfGE
(Entscheidungen des Bundesverfassungsgerichts) Vol. 104, pp. 357, 364ss. Recuperado de http://www.servat.unibe.ch/dfr/bv104357.html
6
Véase, por ejemplo, la decision del Tribunal Constitucional Alemán, BVerfGE
Vol. 90, pp. 145, 173. Recuperado de http://www.servat.unibe.ch/dfr/
bv090145.html
44
que el soberano demuestre positivamente la eicacia de un acto de gobierno. Más bien, invierte la carga de la prueba. Solo
aquellos actos de gobierno que son deinitivamente ineicaces
se convierten en ilegítimos (Maunz y Dürig, 2016, número al
margen 107; Hilgendorf, 2010, p. 127).7 En resumen, creo que
deberíamos aplicar esta lógica al castigar a los criminales de
guerra también. Si el castigo es respaldado por un soberano
legítimo, solamente se vuelve ilegítimo si y solo si se puede establecer que el castigo es ineicaz para lograr objetivos que no
van en contra de los valores fundamentales de la comunidad
que lleva a cabo este castigo.
Vista la faceta constitucional, pasemos entonces a la segunda
dimensión de la legitimidad: su dimensión sociológica (Fallon,
2005, pp. 1790-ss.; 1795-ss.) La legitimación sociológica del
castigo a los combatientes de un conlicto armado puede presentar diicultades si la comunidad no lo considera eicaz, especialmente porque los gobernantes y los gobernados entienden
los objetivos del castigo de forma distinta. Sin embargo, hay
que darse cuenta de que la relación causal entre la eicacia, la
aceptación y la legitimidad social solo explica la llamada “legitimidad en virtud de resultados” —output legitimacy—, es
decir, la eicacia de los resultados de acciones políticas para
una comunidad. Pero esto, por supuesto, no cuenta toda la
historia. También tenemos que considerar la legitimidad en
virtud de los insumos —input legitimacy— y legitimidad en
virtud del rendimiento —throughput legitimacy—, es decir, las
dimensiones de legitimidad no vinculadas al instrumentalismo
(Schmidt, 2013, pp. 5-ss.; 14-ss.).
En concreto, incluso si una comunidad desconoce si el castigo de los combatientes en un conlicto armado “funciona”,
este acto de gobierno puede ser considerado legítimo, solo si
7
Véase, por ejemplo, la decision del Tribunal Constitucional Alemán, BVerfGE Vol. 39, pp. 210, 230. Recuperado de http://www.servat.unibe.ch/dfr/
bv039210.html
45
esta comunidad acepta respuestas penales, bien porque fueron
instituidos por una autoridad legítima o porque el proceso
del castigo es legítimo —por ejemplo, porque la aplicación
del derecho penal es responsable, transparente, inclusiva y
abierta a la consulta de intereses—. En otras palabras, si la
eicacia es una condición necesaria para la legitimidad social,
está abierta para la discusión. Pero, ciertamente, no es una
condición suiciente para castigar legítimamente a los criminales de guerra. También advierto como problemático poner
excesivo énfasis en la lógica instrumentalista de la eicacia. Es
imprescindible comenzar a debatir sobre los posibles medios
para fortalecer la legitimidad en virtud de los insumos y del
rendimiento, especialmente cuando se hace uso de sanciones
penales sin conocer si resultan o no efectivas.
Por último, y esta es la sugerencia más difícil, volveré al
punto crucial: la razón de nuestra ignorancia sobre la eicacia
de castigar a los combatientes en un conlicto armado yace
en la apertura normativa de las sanciones penales, en su ambigüedad. A primera vista, esto debilita la legitimidad de las
soluciones penales a las atrocidades masivas. Sin embargo, tras
una mirada en profundidad, postulo que esto puede llegar a
mejorar su legitimidad normativa. ¿Por qué? Porque cuanto
más pluralista sea su justiicación, más robusta será la legitimidad de las soluciones penales, es decir, cuanto más amplia
sea la variedad de actores que puedan participar —y por lo
tanto, también deben tenerse en cuenta— en el proceso de la
legitimación de las respuestas penales a los crímenes más graves, más legítima será su aplicación. La apertura normativa del
derecho penal asegura su inclusividad. También asegura que lo
tratemos como un “asunto pendiente” y “en construcción”, lo
cual es vital cuando nos enfrentamos a los crímenes más graves
en un mundo no utópico, donde tenemos que ocuparnos del
pluralismo, donde tenemos que negociar conlictos de valores
y donde no podemos, como por arte de magia, remover estas
realidades para decretar lo que es correcto y lo que es incorrecto.
46
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50
EL FIN DE LA PENA EN LA JUSTICIA
TRANSICIONAL
Francisco Cortés Rodas
Universidad de Antioquia, Colombia
RESUMEN
Este artículo propone discutir los alcances y límites de la concepción de justicia y de la pena estatal defendida por los críticos
del proceso de paz. Para esto se busca dar una respuesta a la
pregunta: ¿cuál es propiamente el in de la pena en la justicia
transicional? El desarrollo de esto se hace por medio de dos
ejes temáticos: en el primero se hace una presentación de las
características más generales de la ilosofía del derecho internacional penal; en el segundo se analiza el papel de la justicia
penal en tres paradigmas de justicia transicional: Núremberg,
Sudáfrica y Colombia.
51
INTRODUCCIÓN
El proceso de transición de la guerra a la paz se inició con las
negociaciones del Gobierno de Colombia y las FARC-EP en La
Habana, se concretó con la irma del Acuerdo final del Teatro
Colón (Gobierno-FARC-EP, 2016), y hoy continúa su despliegue
en medio de muchas diicultades y contratiempos, buscando
poner in a un conlicto de más de cincuenta años. En este
proceso se ha tratado de encontrar una salida negociada al conlicto bajo los presupuestos teóricos de la justicia transicional.
La justicia transicional surgió en los juicios de Núremberg
como nueva concepción de justicia y se desarrolló más profundamente en las décadas de 1980 y 1990 con el in de ofrecer
diferentes alternativas a los procesos de reconstrucción de la
democracia en sociedades que buscaban salir de dictaduras
—como Argentina y Chile—, de guerras civiles —como El
Salvador y Guatemala— o de un régimen represivo y excluyente —como Sudáfrica—.
La justicia transicional debe ser comprendida como justicia
porque, aunque surge en determinados momentos políticos de
crisis o de transición, tiene que resolver la difícil tarea de encontrar un punto de equilibrio entre quienes reclaman castigar
de forma individualizada a los criminales, como se planteó en
los Tribunales de Núremberg, Tokio y La Haya, y de quienes
exigen impunidad absoluta y pretenden que no haya ningún
tipo de castigo, como fue el caso en la España posfranquista,
y en Chile y Argentina al salir de sus dictaduras (Elster, 2004).
En el proceso de negociaciones del Gobierno de Colombia con las FARC-EP esta tensión entre justicia e impunidad
ha estado en el centro de la discusión no solamente entre los
negociadores, sino también en la sociedad. Las FARC-EP reclamaron desde el inicio del proceso, en septiembre de 2012, una
amnistía incondicional para la totalidad de sus miembros. Esta
pretensión inicial, tan radical, totalmente contraria a las nuevas
exigencias y realidades de los derechos humanos y el Derecho
52
Penal Internacional, cambió cuatro años después en un sistema
de justicia transicional, suscrito por las partes en Bogotá el 24
de noviembre de 2016, en el Acuerdo final del Teatro Colón.
Este acuerdo fue refrendado en el Congreso y desde ese
momento, mediante el mecanismo especial del fast track, se
han aprobado algunas de las normas necesarias para el desarrollo de lo acordado. Se estructuró así el Sistema Integral de
Verdad, Justicia, Reparación y Garantías de No Repetición
(SIVJRNR), que comprende: la Jurisdicción Especial para la Paz
(JEP), la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad y la No
Repetición (CEVNR) y la Unidad Especial para la Búsqueda de
Personas Desaparecidas. En este marco normativo se creó una
estructura judicial que servirá para cumplir con las expectativas
de justicia penal que tiene este proceso de justicia transicional;
deine también el proceso para que se culmine la dejación de
las armas y para que se dé la reincorporación adecuada de los
guerrilleros a la vida política y civil.
Todo este proceso, sin embargo, ha estado marcado por una
radical polarización de la sociedad y graves enfrentamientos
entre los partidarios del acuerdo de paz y sus contradictores.
Los opositores del proceso de negociaciones han sostenido
que si los guerrilleros no son juzgados en términos del derecho interno habrá impunidad.1 Argumentan que el tipo de
justicia planteada en la JEP tiene como consecuencia que los
guerrilleros que cometieron graves crímenes no serán juzgados
y que tendrán, además, la posibilidad de ser elegidos en las
instituciones representativas del Estado. Dicen que Colombia tiene la obligación internacional de investigar y juzgar a
todos los que compartan la responsabilidad por violaciones
1
Los más importantes opositores de las negociaciones del gobierno con las
guerrillas son: José Miguel Vivanco —vocero de Human Rights Watch
(HRW)—, Amnistía Internacional, el expresidente Álvaro Uribe Vélez, el
partido político Centro Democrático, el ahora exprocurador general de la
Nación Alejandro Ordoñez, entre otros.
53
de derechos humanos y el derecho internacional humanitario,
por lo que la renuncia a estas obligaciones en aras de alcanzar
la paz conduciría a su incumplimiento. Tras el acuerdo, la JEP
ha sido atacada de forma reiterada por la oposición. Airman
que será un tribunal inquisitorial, que juzgará severamente a
militares, empresarios y políticos de derecha, y que liberará
de toda responsabilidad penal a las FARC-EP.
Los defensores del proceso de paz sostienen que para que
una sociedad pueda alcanzar la paz es necesario un cierto sacriicio de la justicia. Aseveran, además, que no es viable en el
nivel de la justicia penal tratar la criminalidad masiva con una
persecución penal masiva e individualizada, como se supone
en un enfoque de la justicia retributivo y maximalista (Elster,
2004; Crocker, 2000, p. 3).
Con el in de discutir los alcances y límites de la concepción
de justicia y de la pena estatal defendida por los críticos del
proceso de paz, buscaré dar una respuesta a la pregunta: ¿cuál
es propiamente el in de la pena en la justicia transicional? Para
esto desarrollaré dos ejes temáticos: en el primero haré una presentación de las características más generales de la ilosofía del
Derecho Penal Internacional; en el segundo analizaré el papel
de la justicia penal en tres paradigmas de justicia transicional.
LA FILOSOFÍA DEL DERECHO PENAL INTERNACIONAL
Y EL CASTIGO
El problema que quiero discutir aquí es si los acuerdos alcanzados en la negociación entre el Gobierno y las FARC-EP podrían
ser rechazados por la comunidad internacional, la Corte Penal
Internacional (CPI) o terceros Estados mediante la jurisdicción
universal, porque en estos se establecen formas alternativas de
penalidad que están en contra de los principios más básicos
del Derecho Penal Internacional.
Hobbes (1994), Kant (1989), Hegel (1993), von Liszt (1975),
Feuerbach (1796) y posteriormente Kelsen (2012) siguieron
54
la línea argumental de que la existencia del derecho y de todo
orden jurídico supone la realidad de un Estado con el monopolio de poder respectivo. El argumento del estatismo es que la
realización de la justicia y el aseguramiento de los derechos humanos solamente son posibles bajo la condición de la soberanía
estatal (Nagel, 2005, p. 115). Este argumento es originalmente
de Hobbes (1994) y la tesis central del Leviatán supone que la
obediencia y el respeto a los pactos descansan en el temor al
poder del Estado. Kant (1997a; 1998, p. 42) adoptó el mismo
punto de vista al airmar que la aplicación del derecho supone
poder ser ejercido por un poder público que disponga de la
fuerza necesaria. La consecuencia de esto es que el monopolio
de la fuerza, que el Estado realiza sancionando a aquellos que
violan las leyes, no permite que otro Estado u otra instancia
supraestatal ejerza este poder (Luban, 2011, p. 110).
En la argumentación centrada en el Estado resulta posible
para los individuos instaurar una autoridad común para superar
el problema del estado de naturaleza, pero esta perspectiva está
negada para los Estados. Todos los Estados son soberanos y
cada Estado tiene su orden normativo particular, en el cual se
deine su propio derecho penal. Esta tesis la deiende también
el teórico del derecho alemán Günther Jakobs. “Su argumento
dice así: la pena supone un orden normativo existente, esto es,
un orden donde las normas son reconocidas por la sociedad en
su conjunto y determinan los contenidos de la comunicación
social” (Ambos, 2013, p. 24).
Frente a la ley doméstica, es claro que el Estado en la ley
penal no solamente debe prohibir una conducta, sino que
también debe hacer cumplir la prohibición. Como lo señala
Paul Kahn (2000):
La regla del derecho [rule of law] […] es, antes que nada, una
expresión del sentido de nosotros mismos como una única
comunidad histórica comprometida en el autogobierno a través
del derecho. En esta concepción, obedecer el derecho es participar
55
en el proyecto de soberanía popular. Este proyecto nos hace una
comunidad singular con una única y únicamente signiicativa
historia. (Kahn, 2000, p. 4)
Esta característica de la ley penal del Estado no la tienen
las normas del Derecho Penal Internacional. No hay leyes de
la humanidad, airman los estatistas: “La humanidad no forma
una comunidad política. No hay un gobierno mundial (algo
bueno, también), ni existen relaciones entre la humanidad como un todo que la caliique como un pueblo único” (Luban,
2011, p. 106). De esto se sigue que las normas del Derecho
Penal Internacional son menos poderosas que las normas domésticas, porque la relación entre la producción del derecho
y su legitimidad democrática es muy débil: “Si la legitimidad
requiere de la soberanía popular, entonces el derecho internacional, formado por acciones estatales y tareas diplomáticas
muy alejadas del control popular, tiene necesariamente menos
legitimidad que el derecho doméstico” (p. 110). Esta concepción
del derecho penal centrada en el Estado supone el rechazo del
derecho internacional como derecho público:
En derecho doméstico la conexión entre el Estado, las normas
jurídicas que él promulga y la comunidad cuyos valores esas
normas expresan es lo que hace al Estado una parte interesada
legitimada cuando esas normas son transgredidas. La legitimidad
deriva […] de la soberanía popular institucionalizada por los
mecanismos de gobierno democrático. Si la legitimidad requiere
de la soberanía popular, entonces el derecho internacional […]
tiene necesariamente menos legitimidad que el derecho doméstico. (Luban, 2011, p. 110)
En este sentido, se puede resumir el argumento del estatismo así: el Derecho Penal Internacional no puede existir —en
realidad, no es derecho en absoluto— pues la humanidad no
forma una comunidad política que pueda sancionar “leyes de
56
humanidad”. De esto se sigue que las normas del Derecho
Penal Internacional son menos poderosas que las normas domésticas, porque la relación entre la producción del derecho
y su legitimidad democrática es muy débil. La debilidad de las
normas jurídicas internacionales se puede apreciar en la falta
de voluntad política de los Estados y de la ONU para asumir
riesgos para frenar crímenes contra la humanidad mientras
están siendo cometidos, como sucedió en las guerras de los
Balcanes, Ruanda, El Congo y Siria. Esta debilidad la tiene
también la CPI en la medida en que algunas de las grandes
potencias no han ratiicado el Tratado de Roma —Estados
Unidos, Rusia, China, Israel—.
Siguiendo una estrategia distinta de la del enfoque centrado
en el Estado, el teórico del Derecho Penal Internacional, Kai
Ambos (2013), airma que es posible encontrar otras fuentes del
derecho internacional fuera del reino de la autoridad estatal:
“La fuerza ‘generadora del derecho’ de los procesos sociales no
estatales es particularmente dependiente de y, al mismo tiempo,
promovida por la autoridad moral de las normas, esto es, su
legitimidad” (p. 30). A partir de esta perspectiva más amplia
se puede criticar la visión clásica del derecho penal centrada
en el Estado porque ignora otras fuentes del derecho que
resultan de procesos sociales no estatales. En este sentido, se
puede mostrar que en las últimas décadas se ha dado una cierta
institucionalización del Derecho Penal Internacional, donde
los intereses de la comunidad prevalecen sobre los intereses
unilaterales o bilaterales del Estado. Este largo y complicado
proceso no lo puedo describir aquí, pero voy a presentar de
forma breve el planteamiento cosmopolita que se remonta a
la idea de Kant de la paz por medio del derecho.
Según Kant (1997b; 1982), la libertad jurídica de los individuos no solo depende de la estabilidad interna del Estado en el
que viven, sino también de la fortaleza jurídica de las relaciones
exteriores de su Estado con otros Estados. El establecimiento
de la paz estatal interna y el establecimiento de la paz entre los
57
Estados son procesos interdependientes. En La paz perpetua,
Kant (1982, pp. 107-117) vincula en los tres artículos deinitivos del imaginario tratado de paz la relación sistemática entre
tres órdenes de derecho: el primer artículo, según el cual la
Constitución de todo Estado debe ser republicana, que garantice la libertad e igualdad de sus ciudadanos como derechos
inalienables, pertenece al derecho interno; el segundo, por el
cual el derecho internacional debe basarse en una federación
de Estados libres, pertenece al derecho de gentes; en el tercer
artículo, según el cual se establecen las relaciones entre el Estado y los ciudadanos de los otros Estados, Kant desarrolla el
derecho cosmopolita, que comprende el derecho de hospitalidad, es decir, “el derecho de un extranjero a no ser tratado
con hostilidad por el hecho de llegar al territorio de otro”
(p. 71). Airmó que la hospitalidad no es un deber moral, ni
una virtud de la sociabilidad, ni depende de la generosidad
que los miembros de una comunidad política puedan mostrar
por los extranjeros en situación de necesidad. Y continúa:
[Se] puede rechazar al extranjero, si esto puede suceder sin la
ruina de aquel, pero mientras el extranjero esté en su sitio pacíicamente, no puede el otro comportarse hostilmente. No puede
apelar a un derecho del huésped, sino a un derecho de visita,
que les corresponde a todos los seres humanos, de ofrecerse
a la sociedad en virtud del derecho de propiedad común de la
supericie de la tierra. (p. 71)
Así, la hospitalidad no es un deber moral, no se otorga
por consideraciones de caridad, ni depende de la generosidad
que los miembros de una comunidad política puedan mostrar
por los extranjeros en situación de necesidad; es un derecho
humano, es decir, un derecho de los hombres por su pertenencia a la humanidad. Esto plantea el siguiente problema: ¿la
hospitalidad y el asilo son “derechos” en el sentido de obligaciones morales fundamentadas en una idea de humanidad?,
58
¿o son derechos jurídicos en el sentido de que las normas
domésticas son creación nuestra como miembros de una
comunidad que se autogobierna a través del derecho? Kant
no dio una respuesta clara y en el orden internacional actual
permanece esta ambivalencia.
El derecho cosmopolita se constituye así en una auténtica
necesidad para la instauración de la paz y la garantía de un
conjunto mínimo de derechos de toda persona, la cual supera
la mediatización clásica del individuo dentro del orden estatal
y en un orden mundial entre Estados. En este sentido, la paz
kantiana supone el reconocimiento y respeto de los derechos
humanos, y exige, en caso de su violación, que se imponga un
castigo justo. La propuesta kantiana de superación del estado
de naturaleza entre los Estados solo se podrá realizar, como
lo mostró Kelsen (2008, p. 91), cuando los Estados renuncien
a su derecho soberano a declarar la guerra a otro Estado y se
sometan a una autoridad supraestatal que tenga como función
imponer sanciones de acuerdo con las violaciones del derecho
internacional público. Kant sabe que esta idea fundamental
no pertenece a su tiempo. La idea de una paz perpetua es una
idea regulativa, es un proyecto para el futuro.
Ahora bien, aquí es importante destacar que las instituciones políticas que emergieron con mucha fuerza después de la
Segunda Guerra Mundial resultaron de la reelaboración del
proyecto kantiano de un Estado cosmopolita. En ellas se airmó
como idea fundamental que es posible regular las relaciones
entre los Estados, no a partir de la soberanía y la guerra, sino
de la garantía de los derechos humanos. En el núcleo del cosmopolitismo moral está la tesis de que cada hombre tiene el
mismo valor o el mismo derecho a la libertad y la autonomía,
y que esta circunstancia lleva consigo obligaciones morales y
responsabilidades que tienen alcance universal y que obligan
a los Estados. A partir de esto se planteó el reordenamiento
del sistema westfaliano de los Estados mediante limitaciones al
principio de soberanía, a través de la creación de instituciones
59
como la Corte Penal Internacional o la jurisdicción universal
mediante terceros Estados. La entrada en vigor del Estatuto
de Roma de la CPI signiicó que la humanidad daba un paso
signiicativo en la defensa de los derechos humanos y la protección de la dignidad humana por medio del derecho penal.
En este sentido, se puede mostrar que a pesar de la fuerza
teórica de la tesis estatista, según la cual no existe el Derecho
Penal Internacional porque no existe un orden internacional
similar al Estado que lo haga cumplir, es posible superar el
problema de la analogía doméstica planteado por David Luban
y encontrar otras fuentes del derecho internacional fuera del
reino de la autoridad estatal.
En el enfoque cosmopolita basado en la dignidad humana,
desarrollado por Larry May, Kai Ambos, Klaus Günther, Jürgen Habermas, Otfried Höffe, se airma que algunos crímenes
dañan a la comunidad internacional de tal forma que ellos deben ser prescritos en todas las sociedades. Estos crímenes son:
genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra
y el crimen de agresión. Estos violan las normas del jus cogens,
normas que son claramente conocidas y entendidas por todos
los hombres como vinculantes universalmente (May, 2005,
p. 24). La construcción doctrinal y jurisprudencial del jus cogens
internacional es propia del nuevo Derecho Penal Internacional.
Las normas del jus cogens fueron identiicadas primero en la ley
internacional de los tratados, y son normas —como se airma en
El Tratado de Viena— “que tienen un alcance universal; normas
universales que fundamentan su jurisdicción universal en la ley
internacional” (p. 25). Así, las normas del jus cogens forman
la base más clara para identiicar los crímenes internacionales
como violaciones de la ley internacional. Esas normas envuelven principios que son reconocidos por las naciones civilizadas
como vinculantes para los Estados, incluso sin una obligación
basada en una convención o en un tratado. Las normas del jus
cogens son perentorias y originan obligaciones erga omnes,
obligaciones que se extienden a todos los hombres (p. 25).
60
En línea con este argumento, Habermas (2006, p. 325)
propuso una reestructuración del orden internacional con
carácter cosmopolita, en la que desarrolla una propuesta de
constitucionalización del derecho internacional en tres niveles
y asigna tareas y medios especíicos a cada una de las diferentes unidades del sistema: en el nivel supranacional —que es
importante en este trabajo—, las funciones fundamentales son
asegurar la paz y promover los derechos humanos; este es el
deber más importante en el nivel supranacional, el cual plantea
que la protección de los derechos humanos debe ser asegurada
por un sistema coactivo: el derecho penal. En sentido similar,
Otfried Höffe (2015) propuso una justiicación ilosóica de
un orden penal internacional basado en derechos humanos.
La legitimidad de un derecho penal mundial, airma, puede
ser garantizada limitando su aplicación a la protección de los
derechos humanos más básicos. Luban (2011) se centra en
un enfoque fundado en los derechos humanos y la dignidad
humana. La fuerza normativa de las “leyes de humanidad”:
No deriva del hecho de que hayan sido positivizadas en los estatutos de los tribunales internacionales. […] Ellas representan el
justo reclamo de todo ser humano de que los desórdenes políticos nunca más incluyan la insuperable barbarie que representan
los crímenes contra la humanidad. Cualquiera que transgreda
estas leyes es a partir de entonces un enemigo de todos los seres
humanos. (p. 141)
En el nuevo Derecho Penal Internacional se plantea que
si estos crímenes que violan las normas del jus cogens no son
juzgados por tribunales nacionales, entonces entra en acción
la Corte Penal Internacional (CPI)2 o la Corte Interamericana
2
Corte Penal Internacional. A.CONF.138/9. (17 de junio de 1998). Estatuto
de Roma.
61
de Derechos Humanos (CIDH),3 o la justicia internacional. Así
se abrió la posibilidad del enjuiciamiento de criminales por
graves, masivas y sistemáticas violaciones de los derechos humanos: “En consecuencia, la comunidad internacional tiene
el derecho de ejercer la acción penal contra los autores de los
crímenes internacionales más graves. Ella se convierte en el
titular del ius puniendi internacional, representando el orden
y la sociedad mundiales que constituyen su base normativa”
(Ambos, 2013, p. 45). De este modo, en el enfoque basado en
los derechos humanos se plantea la penalización de los crímenes internacionales, por lo que “un Estado en cuyo territorio
se han cometido tales crímenes no puede esconderse detrás de
la cortina de un concepto de soberanía grociano, postwestfaliano, sino que debe asegurarse de que los responsables sean
sometidos a responsabilidad” (p. 51).
Establecido esto, podemos retomar el problema planteado
al inicio sobre el tipo de justicia transicional que se está utilizando en el proceso con las FARC-EP. Los órdenes normativos
nacional e internacional, fundados en la garantía de los derechos
civiles y humanos, que establecen la protección de estos por
medio de un derecho penal nacional y transnacional, podrían
terminar siendo un obstáculo para la política de paz del Estado
colombiano, que en las negociaciones con las FARC-EP, en el
Acuerdo final y en su implementación, se ha orientado por la
idea de que para alcanzar la paz es necesario que se produzca un cierto sacriicio de la justicia. La consecuencia que se
sigue de esta airmación es que si como resultado del proceso
de paz se les otorga a los guerrilleros un tratamiento jurídico
más benigno en la aplicación de las sanciones penales o se les
da una amnistía amplia, la negociación podría ser rechazada
3
62
Con sede en San José de Costa Rica, es una institución judicial autónoma de
la Organización de los Estados Americanos, cuyo objetivo es la aplicación
e interpretación de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y
de otros tratados concernientes al mismo asunto y fue establecida en 1979.
por la comunidad internacional, la CPI o terceros Estados
mediante la jurisdicción universal, porque estas formas diferentes de penalidad están en contra de los principios básicos
del derecho penal colombiano y penal internacional (Semana,
2018, 25 de enero).
Frente a estas limitaciones que enfrentaría el proceso de paz
en el supuesto caso de una posible intervención de instituciones
internacionales que protegen los derechos humanos, es necesario
mostrar que en el Acuerdo final se creó una estructura judicial
con la que se busca cumplir con las expectativas de justicia
penal vinculadas al sistema de justicia transicional mediante
una forma determinada de proceso penal y se deinieron las
condiciones para otorgar una amnistía a los combatientes rasos.
EL PAPEL DE LA JUSTICIA PENAL EN LA JUSTICIA
TRANSICIONAL
En este segundo eje temático me propongo estudiar el papel
que desempeña la justicia penal en tres modelos de justicia
transicional. Para comenzar este análisis sugiero dos caminos
para pensar el asunto de la violencia política y su relación con
la justicia: el primero se deriva del paradigma Núremberg y el
segundo del modelo sudafricano; a partir de este, que intercambia la justicia por la verdad, se puede plantear otro modelo, que
sería el colombiano. Otros paradigmas de justicia transicional se
pueden encontrar en la forma como se resolvió la tensión entre
justicia y paz en las comisiones de verdad argentina, chilena y
peruana, que traté en otro lugar (Cortés, 2013).
NÚREMBERG
Juzgar a los criminales nazis después del in de la Segunda
Guerra Mundial y llevar a juicio a Milosevic en La Haya fueron
eventos que celebraron los defensores de los derechos humanos en el esfuerzo internacional para poner in a una cultura
63
de impunidad. Esta se inició con el establecimiento de los
Tribunales de Núremberg y Tokio, los tribunales de guerra de
Yugoslavia y Ruanda en 1994, con la adopción del Estatuto
de Roma de la Corte Internacional de Justicia y el inicio de
procedimientos criminales por la CPI contra líderes políticos
que violaron los derechos humanos. La lección que se obtuvo
del modelo de justicia criminal identiicado con Núremberg
tiene cuatro elementos: a) la responsabilidad por la violencia
masiva debe ser adscrita a agentes individuales; b) la violencia es criminal y debe haber responsabilidad individual por
ella, es decir que las órdenes estatales no pueden absolver a
los funcionarios de la responsabilidad individual; c) la justicia
criminal es la única respuesta políticamente viable y moralmente aceptable frente a la violencia masiva; d) la comunidad
internacional puede ir más allá de las fronteras de los Estados
soberanos para proteger a los individuos e imponer normas,
y para juzgar a quienes sean responsables por violaciones de
los derechos humanos.
Así pues, la idea básica de este modelo es que en un Estado
de derecho deben ser enjuiciados los criminales y establecida
su responsabilidad criminal frente a la ley doméstica o internacional. Para determinar la responsabilidad criminal internacional se buscó un mecanismo de legitimación para poder
pensar la política internacional en términos de las categorías
domésticas. Utilizando la analogía doméstica se planteó que de
la misma manera que las lesiones a las leyes de la comunidad
son delitos domésticos juzgados por el Estado, las violaciones
a los derechos humanos son crímenes internacionales y, como
tales, deben ser juzgados por la comunidad internacional. La
analogía es aparentemente clara, pero problemática; sin embargo, como indiqué en el apartado anterior, es posible hacer una
fundamentación de un orden normativo internacional basado
en la dignidad humana o en los derechos humanos que tenga
fuerza de estatalidad para poder actuar punitivamente contra
los violadores de derechos humanos.
64
Este modelo, como muchos críticos han señalado, es insuiciente para enfrentar los problemas de criminalidad masiva
que se producen en una guerra entre Estados o en una guerra
civil. Ningún sistema judicial del mundo tiene la capacidad
de perseguir todos los delitos y castigar a todos los culpables.
En 1946, por ejemplo, había más de cien mil sospechosos de
crímenes de guerra en las zonas ocupadas por los británicos y
los estadounidenses en Alemania. En 2001 había más de ciento
veinte mil detenidos en las cárceles en Rwanda. En estos dos
casos era imposible un juicio completo para cada individuo,
de acuerdo con el derecho de cada país.
De este modo, reaccionar frente a una criminalidad masiva con una persecución penal masiva es imposible. Esto hace
que sea casi improbable la realización de juicios a cada uno de
los posibles implicados: “Se genera entonces una impunidad
extendida: todos deben ser castigados por lo cual nadie lo es”
(Nino, 1996, p. 59). Así, “en casi todos los procesamientos criminales que tuvieron que ver con crímenes de lesa humanidad
cometidos durante la Segunda Guerra, algunos observadores
han dudado de la habilidad de la ley criminal para tratar con
estos eventos, precisamente en vista de su enorme signiicancia moral, histórica y política” (Koskenniemi, 2011, p. 172).4
Uno de los observadores a los que se reiere Koskenniemi
es Hannah Arendt, quien señaló las grandes diicultades que
existen para enfrentar situaciones en las que miles de personas han perdido sus vidas y millones son afectados si se utiliza
el sistema de la responsabilidad criminal individual. Arendt
dijo durante los juicios de Núremberg: “ahorcar a Göering es
ciertamente necesario pero totalmente inadecuado. Pues su
culpabilidad trasciende y destruye todo orden legal” (citada
en Frei, 2000, p. 57). Esto signiica que frente a crímenes de
lesa humanidad o genocidio, la capacidad de la ley criminal
4
Traducción propia.
65
es muy débil, por las razones que he indicado: “Estos juicios
deberían dedicarse menos a juzgar a una persona, y más bien
tratar de establecer la verdad de los acontecimientos pasados”
(Koskenniemi, 2011, p. 172). En el mismo sentido Larry May
(2005) airma: “argumento que en algunos casos los ines de la
reconciliación pueden requerir no comprometerse en juicios
criminales, si existe en una determinada sociedad una mejor
oportunidad para alcanzar la paz y la estabilidad. Pero en
otros casos, la justicia exige que se den los juicios” (p. 239).
Esto es lo que plantea el paradigma sudafricano de verdad y
reconciliación, que expondré en seguida.
EL MODELO SUDAFRICANO
En este modelo se ha propuesto una comprensión mucho más
compleja del alcance de la justicia transicional. En este sentido, se ha planteado darle una mayor relevancia a la verdad,
tanto histórica como criminal. Este modelo se caracterizó por
priorizar la búsqueda de la verdad mediante una comisión
de la verdad y desarrollar reformas políticas al régimen del
apartheid: “Uno de los méritos de las comisiones de la verdad
frente a la justicia criminal consiste en que la primera es capaz
de poner bajo escrutinio de manera más amplia y profunda la
criminalidad, y de esta forma ofrecer más oportunidades para el
cierre, la curación y la reconciliación” (Koskenniemi, 2011, p.
179). Recordar la verdad y declararla públicamente por medio
del proceso criminal es considerado importante por razones
que tienen poco que ver con el castigo del individuo. Enfrentar la verdad del pasado violento mediante una comisión de
la verdad es una condición necesaria para posibilitar que una
comunidad herida por la guerra pueda rehacer las condiciones
de su vida social normal.
Estos dos procesos de la verdad están estrechamente relacionados: la “verdad fáctica”, que es signiicativa en los
procesos de esclarecimiento de los hechos particulares y de
66
las circunstancias bajo las que se dieron las graves violaciones
de los derechos humanos, tiene que estar articulada con la
“verdad histórica”, que implica el reconocimiento público de
las atrocidades políticas y de las violaciones de los derechos
humanos por parte de los perpetradores. La justicia retributiva
y la restaurativa buscan, cada una a su manera, no solamente
establecer la verdad sobre las injusticias pasadas y revertir el
silencio y la negación de los años de las dictaduras o del conlicto
interno, sino que buscan también hacer que los perpetradores
de las graves injusticias admitan el conocimiento de los hechos
criminales y asuman su responsabilidad política y moral.
Uno de los problemas fundamentales que tuvo que resolver
la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación de Sudáfrica
(CVR) consistió en justiicar moralmente el intercambio de la
justicia retributiva por el reconocimiento de lo que sucedió en
el pasado: la verdad (Gutmann y Thompson, 2000; Kiss, 2000;
Du Toit, 2000; Minow, 1999). Para hacer esto sus defensores
mostraron que existen bienes morales, como la reconciliación
social y el establecimiento de la verdad histórica, que son
equiparables al bien moral de la justicia retributiva (Tutu,
1999). Las concepciones morales de verdad y reconciliación,
que son especíicas de una comisión de la verdad, se presentaron de este modo como alternativas coherentes, al menos
en las circunstancias de la justicia transicional, a las nociones
retributivas de justicia que requieren procesamiento y castigo
(Crocker, 2000).
Ha sido dicho por muchos críticos que la CVR creó un nuevo precedente: inmunidad frente al proceso judicial, es decir,
impunidad. Esto quiere decir amnistía a cambio del reconocimiento de la verdad, o el perdón a cambio de una confesión
sincera. Sin embargo, se puede decir en defensa de este modelo
de justicia transicional basado en la verdad, que esta crítica es
problemática, pues el asunto no fue solamente el intercambio
de la amnistía por la verdad, sino la amnistía a cambio de la
disposición a hacer reformas (Mamdani, 2016, pos. 11 465).
67
Y las reformas consistieron básicamente en el desmantelamiento
de las instituciones jurídicas y políticas del apartheid. En este
sentido, la importancia del modelo sudafricano está dado tanto
por la forma como operó la CVR, como por las negociaciones
políticas que la precedieron en la “Convención por una Sudáfrica Democrática” (Codesa), en las cuales se descartaron dos
posibilidades que llevaban inevitablemente a la guerra civil:
la revolución buscada por los movimientos de liberación y la
victoria militar del régimen del apartheid.
Si Sudáfrica es un modelo para resolver conlictos complicados, lo es por la manera como convirtió la reforma política
en la mejor alternativa. El asunto del intercambio de la justicia por la verdad fue realmente importante, pero el cambio
de amnistía por las reformas políticas fue fundamental. “La
justicia política afecta a grupos, mientras que la justicia criminal se dirige a individuos. El objeto de la justicia criminal
es el castigo; el de la justicia política es la reforma política. El
cambio de lógica de la justicia criminal a la política conduce
a la descriminalización y a la legitimación de las dos partes en
el conlicto” (Mamdani, 2016, pos. 11 490). De esta manera,
los oponentes dejan de ser enemigos para convertirse en adversarios políticos. La consecuencia de esto fue desplazar el
paradigma de la justicia criminal identiicado con Núremberg,
lo cual permitió conseguir importantes niveles de verdad y
hacer reformas políticas.
Es importante tener en cuenta que las condiciones que
hicieron posible el apartheid en Sudáfrica fueron muy diferentes que aquellas que condujeron a Núremberg. Mientras
que Núremberg fue el resultado de una victoria militar, el
conlicto en Sudáfrica no había terminado. Es improbable que
un conlicto que no ha terminado con la victoria de una de las
partes se pueda resolver dándole prioridad a la justicia criminal e intentando llevar a los tribunales a los líderes políticos
de cualquiera de los bandos.
68
En este sentido, Codesa planteó la necesidad de priorizar
la justicia política sobre la justicia criminal: “El in no fue el
internamiento carcelario y el castigo de los individuos imputados con una cantidad de crímenes, sino el cambio de las
reglas que pudieran llevarlos a ellos y a los electores a crear
una comunidad política reformada” (Mamdani, 2016, pos.
11 496). Codesa cambió la justicia criminal por la justicia política, y en esta se crearon las condiciones para que las víctimas,
los perpetradores y los beneiciarios de la violencia pudieran
participar hoy como sobrevivientes en la deinición de unas
nuevas reglas de la organización política. Se puede así mostrar
en qué se diferencian estos dos modelos. Mientras que Núremberg se basó en una justicia retributiva, orientada hacia
el pasado, “Codesa buscó un equilibrio entre el pasado y el
futuro, entre reparación por el pasado y reconciliación por el
futuro” (Mamdani, 2016, pos. 11 496).
JUSTICIA TRANSICIONAL EN COLOMBIA
El modelo de justicia transicional desarrollado en las negociaciones de La Habana y que ahora se está implementando
comparte elementos de los dos paradigmas brevemente descritos, pero se distingue de forma signiicativa de ellos. A diferencia del modelo de perdón y olvido realizado en la España
posfranquista —que permite las amnistías absolutas para los
victimarios—, del sudafricano —que priorizó la verdad y la
reforma política frente a la justicia—, del de Núremberg —que
absolutizó la justicia retributiva—, en Colombia se avanza en el
desarrollo de un paradigma de justicia transicional que articula
de forma novedosa justicia, verdad, reparación y garantías de
no repetición.
De este modo, mientras que Núremberg propone una concepción de justicia como justicia criminal y Sudáfrica considera
el problema de la justicia como justicia política, en el modelo
que se está articulando en Colombia no se entiende la justicia
69
en el sentido retributivo, ni en el sentido de la justicia política
propuesta en Sudáfrica, que intercambia la verdad por la justicia. Se propone una concepción de justicia penal en la cual
las sanciones son establecidas en una escala, de acuerdo con
el reconocimiento de la responsabilidad y el compromiso con
la verdad, y esta se articula con una concepción de justicia
restaurativa.
Esto, precisamente, no es reconocido por los críticos del
proceso de paz en Colombia. Para ellos, la paz, como se propuso en las negociaciones y en el Acuerdo final, es imposible.
Tanto los voceros de Human Rights Watch, de Amnistía Internacional, del Centro Democrático y otros, han dicho que
el Acuerdo final es un intercambio de impunidades entre el
Estado y la guerrilla. Las sanciones que aplicará el Tribunal
para la Paz, airman, “no relejan los estándares aceptados
sobre el castigo adecuado frente a abusos graves, y hacen que
sea prácticamente imposible que Colombia cumpla con sus
obligaciones vinculantes conforme al derecho internacional
de asegurar justicia por delitos de lesa humanidad y crímenes
de guerra” (HRW, 2015, diciembre 21). Sostienen también que
las penas contempladas en la JEP en ningún caso suponen la
privación de libertad, que son una mera pantomima. Airman
también que la JEP rompe la estructura de la Rama Judicial
pues es puesta por encima de los demás órganos judiciales y de
control, y desconoce los principios fundamentales de la Constitución. Discutir estas críticas de los opositores de la paz es
de central importancia en este momento en el que se empieza
a desplegar el contenido de los acuerdos. Entre otros, a desarrollar el proceso que conducirá a la dejación de las armas y a
la deinición de las formas de acción y competencias de la JEP.
El problema jurídico planteado y decidido por la Corte
Constitucional fue el de si representaba una sustitución de la
Constitución “la posibilidad de que se utilicen los criterios de
selección y priorización para la investigación, el juzgamiento
y la sanción de los más graves crímenes contra los derechos
70
humanos (DDHH) y el Derecho Internacional Humanitario
(DIH) cometidos por los máximos responsables y se renuncie a
la persecución de los demás”.5 Es decir, si con estos elementos
se sustituye un pilar fundamental de la Constitución de 1991
consistente en el deber del Estado colombiano de garantizar
los derechos humanos (Ambos, 2014).
La Corte estableció que el cambio de perspectiva en la investigación penal a favor de la estrategia de centrar la investigación
en una serie de casos está determinado por la “imposibilidad
de tener una estrategia maximalista de investigación que proceda judicialmente contra todos los sospechosos”.6 La Corte
estableció así la forma como se dará tratamiento judicial penal
a la macrocriminalidad mediante una estrategia de selección y
priorización de casos. Para lograrlo, el tribunal se centrará en
los máximos responsables y en la imputación a ellos de todos
los delitos que adquieran la connotación de crímenes de lesa
humanidad, genocidio o crímenes de guerra cometidos de manera sistemática (Zuluaga, 2014, pp. 168-188; 2015). Es decir,
aquí se encuentra una alternativa al problema planteado por
el modelo retribucionista.
En la medida en que son imposibles, en una situación como
la de Colombia, la persecución penal y el juzgamiento de todos
los miembros de la guerrilla por la justicia penal ordinaria,
se despliega en el marco teórico de la justicia transicional un
discurso de legitimación pragmatista para justiicar un modelo de justicia penal alternativo. En este, los guerrilleros que
se acojan al acuerdo podrán recibir un tratamiento jurídico
diferenciado en la aplicación de las sanciones penales. La JEP
resuelve la difícil tarea de encontrar un punto de equilibrio
entre quienes reclaman castigar de forma individualizada a los
criminales y quienes exigen impunidad absoluta y pretenden
5
Sentencia C-579 (28 de agosto de 2013), párr. 4.5.
6
Sentencia C-579 (28 de agosto de 2013), párr. 8.2.2.
71
que no haya ningún tipo de castigo. Este punto de equilibrio
se concretó en una concepción de justicia que se plasma en el
SIVJRNR, que comprende la Jurisdicción Especial para la Paz
(JEP), la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad y la
No Repetición (CEVNR) y la Unidad Especial para la Búsqueda
de Personas Desaparecidas.
La JEP, que se aplicará a los delitos cometidos en el marco
del conlicto armado colombiano, busca la realización de la
justicia e incluye mecanismos judiciales que permitan la investigación y sanción de crímenes atroces. En la JEP se establece
que los guerrilleros considerados no amnistiables, aquellos
que cometieron delitos de lesa humanidad —genocidio, violaciones sexuales, tortura y ejecuciones extrajudiciales—, serán
investigados por el Tribunal para la Paz, que los procesará e
impondrá sanciones y penas dependiendo del reconocimiento
que cada uno haga de su responsabilidad. Para quien la reconozca habrá restricción efectiva de la libertad de cinco a ocho
años, sin cárcel; quien haga un reconocimiento tardío, de cinco
a ocho años de cárcel; para quien no la reconozca habrá sanciones ordinarias que consistirán en una pena privativa de la
libertad —cárcel— de quince a veinte años. Esto quiere decir
que el sistema penal deinido en el marco de la JEP es garante
de la justicia y está construido de acuerdo con las exigencias
del derecho doméstico y del Derecho Penal Internacional.
Desde la concepción penal retributivista, que los opositores pretenden que debe ser impuesta a las guerrillas de las
FARC-EP y el ELN, la única solución es el establecimiento de la
responsabilidad criminal y penas de acuerdo con la gravedad
de los crímenes. El retribucionismo, entendido en el derecho
penal clásico como fundamento esencial de la pena, exige que
el castigo se imponga a quien corresponda y con un nivel de
severidad suiciente. Por esto busca que en el orden jurídico se
imparta una justicia absoluta. Kant declara que si una persona
debe ser castigada se debe decidir por referencia solamente a
las ofensas legales cometidas por ella. De este modo, una vez
72
que se ha encontrado al delincuente digno de castigo, según
Kant, debe ser castigado sin tomar en consideración ponderaciones de prudencia, en todo caso como principio, pues la
“ley penal es un imperativo categórico” (Kant, 1989, p. 166).
Es ciertamente lógico que desde esta perspectiva un modelo
diferenciado de aplicación de penas que va desde la restricción
efectiva de la libertad de cinco a ocho años, hasta la pena privativa de la libertad de quince a veinte años, parezca un juego
de impunidades, una pantomima.
Pero no es un mecanismo para otorgar impunidad a los
guerrilleros que cometieron graves crímenes. He dicho que
la teoría penal retribucionista es inadecuada para enfrentar
violaciones masivas de los derechos humanos. Desde la temprana modernidad, el derecho penal ha evolucionado de un
retribucionismo estricto, como lo propusieron Kant (1989) y
Hegel (1993); a un derecho penal preventivo y resocializador,
como lo plantearon Hobbes (1994), Grocio (1939), von Liszt
(1975) y Feuerbach (1796); y expresivo, como lo desarrollaron
Von Hirsch (1976), Feinberg (1970), Günther (2002) y Hampton (2007). La función del derecho penal, según la teoría de
la prevención general, pretende solamente proteger, mediante
un control social coactivo, ciertos bienes jurídicos fundamentales y determinadas condiciones básicas de funcionamiento
de lo social. En este sentido, la concepción de justicia penal
de la JEP no está orientada por ines retributivos rígidos, sino
por objetivos de prevención especial y general, es decir, debe
tener efectos disuasivos, ya que esta ley penal pretende que los
guerrilleros que se acojan al mecanismo de la JEP no vuelvan a
la violencia, que no exista una repetición de las conductas por
parte de otros grupos armados o una reincidencia de los mismos autores de los crímenes, y que se garantice la reinserción
en el mundo social y político por medio de la socialización.
En la ilosofía moderna, Grocio y Hobbes criticaron el retributivismo porque en este se establece una relación directa
entre la venganza y el castigo. Según Hobbes (1994): “En la
73
venganza —la retribución de un mal mediante otro mal— no se
debe observar la magnitud del mal ocasionado sino la utilidad
de cara al futuro. De aquí se deriva la prohibición de castigar
con otra intención que no sea la mejora del autor o la dirección de otras personas” (p. 254). Para Grocio, es fundamental
considerar el castigo en el marco de la utilidad general y de las
consecuencias que pueda producir hacia el futuro. El castigo
debe servir para mejorar al autor y para que los otros miembros
de la sociedad vean en el ejemplo del castigado que cometer
delitos ocasiona sanciones. Según Grocio: “la naturaleza permite
imponer un mal a aquel que ha cometido un mal; sin embargo, la venganza no es tenida en cuenta como uno de los ines
legitimadores debido a que se opone a la naturaleza del ser
humano deleitarse con el dolor ajeno” (Grocio, 1939, p. XX).
Con esto se resume una idea central de la justiicación del
in de la pena en la justicia transicional. No se debe castigar de
forma pasional, vengativa, retributiva, sino de forma relexiva
en función del mejoramiento del autor mediante la resocialización o en función del aseguramiento de los otros. Sobre
esto Platón airma: “El que castiga de forma racional castiga,
no por lo injusto ya cometido, porque ya no es posible que lo
que ya haya sucedido deje de suceder, sino por las faltas que
puedan sobrevenir, para que no reincida el propio autor ni los
otros que observan cómo es castigado”. En sentido similar, Séneca asevera: “Como dice Platón, ningún hombre inteligente
castiga porque se ha cometido una infracción (quia peccatum
est), sino para que no se vuelva a cometer (ne peccetur); no se
puede eliminar lo que ha sucedido en el pasado, se evita lo que
pueda suceder en el futuro” (citados en Jakobs, 2006, p. 86).
La teoría de la prevención especial también ha sido confrontada con críticas. El problema más serio de esta concepción es
que no proporciona una medida adecuada para la pena. Esto
puede conducir a imponer penas con duración indeterminada, a
juzgar a personas por la simple sospecha de que pueden representar una amenaza para la sociedad o a someter a personas a
74
una resocialización que ellos no quieren como personas adultas.
Hoy nadie cree que la pena pueda conducir al mejoramiento del
criminal, ni tampoco que la pena sirva para la resocialización.
De la misma forma, se encuentran serias dudas sobre la
prevención general. Esta teoría no ve el in de la pena en la
retribución, sino en la inluencia en la comunidad. El in de
inligir la pena está en la motivación de la eicacia de la amenaza
legal. La amenaza tiene la inalidad de asegurar los derechos
de la persona y la ejecución de la pena la de hacer creíble la
amenaza. El problema de esta teoría de la pena es que, como
escribe Claus Roxin (1997), “una ejecución de la pena que tiende a la mera intimidación de los ciudadanos, incitará más a la
reincidencia que a su evitación y, de esta manera, perjudicará
más que beneiciará la lucha contra la criminalidad” (p. 93).
Esta limitación es señalada también por teóricos de la visión
expresiva del castigo, que subrayan la función comunicativa de
las sentencias penales. Esta teoría se aleja de la idea retributiva
de justicia y se fundamenta en la idea de que lo que justiica
la pena no es el mal, que signiica la privación de libertad o
una multa para el autor, sino la desaprobación que expresa la
sociedad frente al hecho a través de la pena. Ver la pena como
mensaje de desaprobación se remonta a Peter Strawson (1974),
luego descrito por Klaus Günther (2002) como signiicado
simbólico expresivo de la pena.
Jean Hampton (2007) considera que “el castigo debe ser
previsto como una vía para enseñarle al criminal que la acción
que realizó es prohibida porque ella es moralmente mala, y
no debe ser hecha por esta razón” (p. 143). En este sentido,
el uso del castigo debe orientarse a que el delincuente, por
medio de la comunicación, adopte una actitud relexiva sobre
sus acciones indebidas, las reconozca como actos contrarios
a la ley y al derecho de los demás, y se comprometa con acciones de reparación: “Es suiciente con decir que mientras
el retributivismo entiende el castigo como realizando la tarea
metafísica de ‘negar el daño’ y ‘reairmar lo correcto’, la teoría
75
de la educación moral argumenta que aquí hay un in moral
concreto que el castigo debe realizar, y que tal in incluye el
beneicio del criminal mismo” (1984, p. 216).
En la función comunicativa de la pena se tiene que subrayar
el respeto a la víctima. La pena criminal debe servir para contrarrestar de manera efectiva las consecuencias psicológicas o
las consecuencias negativas para la conducción de la vida de
la víctima. En la pena criminal se debe expresar un juicio de
desvalor en el que a la víctima se le conirma que le ha ocurrido una acción injusta y que su destino no lo ha decidido una
casualidad o una desgracia.
Los daños morales que son negados públicamente terminan
desmoralizando a la víctima y destruyendo su propio sentido
del respeto. Cuando una persona es dañada, ella recibe un
mensaje de marginalidad e irrelevancia. El criminal comunica
mediante su acto criminal que la víctima no cuenta para nada.
Pero si además se exige a las víctimas que olviden los daños
del pasado, la consecuencia para las víctimas es que ellas son
tratadas como si no se les hubiese hecho un daño, como si ellas
no debieran tener por esto ningún resentimiento (Murphy,
1988a; 1988b). En la teoría expresiva de la pena se les da más
importancia a los intereses de las víctimas de lo que les daban el
retribucionismo y las teorías preventivas general y especial. En
la teoría expresiva se destaca que “nuestra preocupación más
importante cuando castigamos es hacer que el criminal cese en
su acción criminal comunicándole que su acción era inmoral”
(Hampton, 1984, p. 220). Finalmente, con independencia del
contenido que se da a la retribución y a la prevención, una
teoría absoluta de la pena no es defendible.
En el marco de la JEP, el Congreso aprobó también una
Ley de Amnistía,7 la cual otorga tratamiento jurídico especial,
amnistía e indulto a miembros de las FARC-EP señalados de
7
76
Congreso de la República. Ley 1820 (30 de diciembre de 2016).
delitos políticos y delitos conexos con estos. A los autores de
delitos políticos dicha ley se les aplicará de iure. En los casos
que no sean objeto de una amnistía de acuerdo con la ley, la
decisión de conceder amnistías o indultos dependerá de la
Sala de Amnistía e Indulto de la JEP. Esta ley excluye de sus
beneicios a los responsables de delitos de lesa humanidad,
genocidio y graves crímenes de guerra, esto es, toda infracción
del DIH cometida de forma sistemática.
Las leyes de amnistía son una forma del perdón penal consagrado en las leyes de un país y son parte constitutiva de su
sistema de derecho. Este es el caso de Colombia, donde está
consagrado constitucionalmente en el numeral 17 del Artículo
150 de la Constitución de 1991, según el cual el Congreso de
la República “puede conceder por mayoría de los dos tercios
de los votos de los miembros de una y otra cámara y por graves
motivos de conveniencia pública, amnistías e indultos generales
por delitos políticos” (Corte Constitucional, 2015, pp. 42-43).
Y la Corte Constitucional dice que:
Ninguna de las disposiciones del Estatuto de Roma sobre el
ejercicio de las competencias de la Corte Penal Internacional
impide la concesión de amnistías, indultos o perdones judiciales
por delitos políticos por parte del Estado colombiano, siempre y
cuando dicha concesión se efectúe de conformidad con la Constitución Política y los principios y normas de derecho internacional
aceptados por Colombia.8
Bajo estos parámetros constitucionales, el Estado, en las acciones de juzgamiento establecidas en el marco de la JEP, puede
suspender la ejecución de penas, aplicar sanciones extrajudiciales, conceder amnistías y establecer penas alternativas bajo el
aspecto recíproco del cumplimiento de condiciones tales como
8
Corte Constitucional. Sentencia C-578 (30 de julio de 2002).
77
la dejación de las armas, la contribución al esclarecimiento de
la verdad, la reparación integral de las víctimas, la liberación
de los secuestrados y el reconocimiento de la responsabilidad
de los autores de actos criminales.
La Ley de Amnistía deine su campo de competencia también en el marco del Estatuto de Roma, que establece que los
crímenes internacionales se deben perseguir en cualquier circunstancia y no pueden ser objeto de una amnistía ni siquiera
condicional, debido a su carácter no derogable y absoluto. El
Estado, como lo plantea la Ley de Amnistía, tiene el derecho
de otorgar amnistías a cierto tipo de delitos, pero no puede
hacerlo para todos. En la JEP se establece que los guerrilleros
considerados no amnistiables, porque cometieron actos criminales tipiicados en el Estatuto de Roma, deben ser responsables por sus crímenes atroces ante el Tribunal para la Paz.
Figuras como las leyes de punto inal, las amnistías en blanco,
las autoamnistías o cualquier otra modalidad que tenga como
in afectar los intereses de las víctimas son inadmisibles desde
la perspectiva del derecho nacional e internacional penal. Es
decir, puede haber leyes de amnistía o de indulto pero deben
estar sometidas a límites relativamente claros impuestos por
el derecho nacional e internacional penal. De este modo, si el
Gobierno colombiano concede amnistías por delitos políticos,
como lo plantea la Ley de Amnistía, estaría cumpliendo así
una función especíica en función de la paz y la reconciliación,
pero debe quedar claro que la concesión de la amnistía no esté
planteada en función de garantizar la impunidad de los autores
de violaciones del derecho internacional penal.
Basado en estos argumentos y razones, puedo concluir que
los guerrilleros de las FARC-EP que cometieron delitos atroces
no quedarán en la impunidad. Esta solamente se da cuando los
autores de crímenes quedan libres de toda sanción, no cuando
ellos están sujetos a un sistema alternativo que los juzgue y
determine su responsabilidad criminal y política. Este es precisamente el plan estructurado en el Sistema Integral de Verdad,
78
Justicia, Reparación y no Repetición (SIVJRNR), componente
fundamental del Acuerdo final que operará para el objetivo
deinido: se aplicará a los delitos cometidos en el marco del
conlicto armado colombiano, por un tiempo determinado.
CONCLUSIÓN
Al inicio presenté el modelo de justicia transicional de Colombia
como un modelo que se diferencia de Núremberg y Sudáfrica.
Núremberg presupone el contexto de una guerra entre Estados que inaliza con la victoria de una parte, la cual somete a
la otra a un juicio criminal. El modelo colombiano presupone
el contexto de una guerra civil en la cual ni la guerrilla pudo
alcanzar sus ideales revolucionarios ni el Estado logró una victoria militar sobre sus oponentes. Por tanto, en este modelo no
puede imponerse la noción de justicia como justicia criminal,
tal y como la entienden el Centro Democrático y otros voceros
que representan esta tendencia.
El modelo colombiano comparte con Núremberg una comprensión de la justicia que busca la responsabilidad criminal
individual, pero se diferencia en que establece una relación
entre los juicios criminales y la negociación política. Para esto
propone una concepción diferenciada de justicia, en la cual se
determinan las penas de los involucrados en crímenes graves,
de acuerdo con el reconocimiento de la responsabilidad y el
compromiso con la verdad, y una ley de amnistía mediante la
cual quedan excluidos de toda responsabilidad aquellos guerrilleros señalados de delitos políticos y conexos.
Una de las serias limitaciones del modelo sudafricano es
que no planteó las cuestiones social y económica. Esto en gran
parte estaba determinado por la forma como interactuaron las
fuerzas políticas que formaron la transición en la época del
pos-apartheid. Estas fuerzas impusieron una solución política y
no una jurídico-criminal. Pero, al imponer la solución política
cerraron las puertas a una discusión sobre la justicia social y
79
económica: “El inconveniente de la transición sudafricana fue
el intento de poner un límite a una conversación pública sobre
justicia social” (Mamdani, 2016, pos. 11 928). En el proceso
de justicia transicional en Colombia estamos en una situación
parecida: no estamos ante una concepción de justicia retributiva; se plantea una solución política con un grado importante
de justicia penal y restaurativa, pero los problemas de justicia
social y económica quedan relegados.
El proceso de negociación se ha concentrado en los aspectos
relacionados con la impunidad, la conformación de la JEP, la
designación de los magistrados, la dejación de las armas, entre
otros, y se han dejado de lado las cuestiones que han causado
el conlicto, como la desigualdad económica, el papel de la
concentración de la propiedad, la cuestión agraria, la debilidad institucional y la precaria presencia del Estado en todo el
territorio nacional.
Es importante resaltar que en la negociación está fundamentada la idea de que “no están en discusión ni el modelo
de desarrollo, ni la doctrina militar, ni la inversión internacional”. Esto explica en parte por qué este modelo de justicia
transicional tiene una limitación en aspectos de justicia social
y económica: “Cuestiones como la inequidad económica, el
papel de la concentración de la tierra, la política de desarrollo
e incluso la guerra son opacados, por un elemento que domina; a saber, la insistencia en la responsabilidad criminal individual” (Alviar y Engle, 2016, pos. 7 872). En este sentido, en
el modelo colombiano se estaría continuando una tendencia
de procesos de justicia transicional del pasado, en particular
el de Sudáfrica, en los cuales fue usado un modelo permisivo
con amnistías y perdones como un medio para evitar plantear
una más amplia reforma política y económica.
Esto se puede mostrar señalando los límites del acuerdo
agrario negociado con las FARC-EP. El problema de la tierra y
la posibilidad de una reforma agraria han estado en el centro
de la confrontación en el país desde el siglo XIX. Bajo el orden
80
político existente, la tierra se ha concentrado en pocas manos,
hasta llegar a un índice Gini de 0,92, probablemente el más
alto del mundo, y como resultado ha producido un aumento
de la pobreza del campesinado que carece de tierras para trabajar. Según los datos disponibles, el 77 % de la tierra está en
manos del 13 % de propietarios, pero el 3,6 % de estos tiene
el 30 % de la tierra (Reyes, 2016):
Para la población rural, la propiedad es un derecho humano fuera
del alcance para dos tercios de quienes trabajan la tierra, pues
son jornaleros sin tierra propia. Del tercio del campesinado que
posee tierra, el 60 % es informal y no permite acceso al crédito.
El 70 % de las incas campesinas tiene menos de cinco hectáreas y ocupan en conjunto un 4,8 % de la tierra, mientras, en el
otro extremo, el 0,4 % de los propietarios, con incas mayores
de 500 hectáreas, tienen el 41,1 % de la tierra. (Reyes Posada,
2016, noviembre 19)
El de Colombia es un modelo de propiedad en el cual “la
concentración de las tierras ha sido siempre particularmente
fuerte, bajo la forma, en particular, de vastos dominios de ganadería extensiva; y el fenómeno se ha mantenido hasta ahora.
El conlicto armado ha permitido a los grupos paramilitares
y a sus aliados apoderarse de millones de hectáreas, lo que ha
llevado la concentración al paroxismo” (Pécaut, 2015, p. 630).
En el acuerdo no se ponen en tela de juicio los derechos
de propiedad de la mayoría, por razones de pragmatismo político. Si bien es cierto que se busca garantizar la propiedad
privada a los campesinos con la formalización de siete millones de hectáreas, la distribución de tres millones y la dotación
de bienes públicos para la dignidad humana en programas
de desarrollo con enfoque territorial, hay que decir que las
políticas que contempla el acuerdo agrario pueden ser insuicientes para impulsar una reforma rural que haga posible la
paz. La desigualdad en la tenencia de la tierra se mantiene y la
81
solución propuesta en el modelo estructurado en el Acuerdo
final puede no ser suiciente para alcanzar una mayor equidad
en el campo, que es la condición previa para una mayor justicia
social, económica y cultural.
En suma, en el proceso de justicia transicional en Colombia
se busca una solución política, pero los problemas de justicia
social y económica quedan en parte postergados. Los determinantes del conlicto, como la desigualdad económica y el
papel de la concentración de la propiedad, no son tratados
con la profundidad requerida. La elevada concentración de
la tierra ha sido una de las razones centrales de la violencia.
Alcanzar la paz y la reconciliación exige eliminar las razones
estructurales que llevaron a la violencia. Esto presupone que
el Estado, en la implementación del acuerdo, no solamente
reconozca los derechos de los campesinos, sino que cree las
condiciones normativas y materiales para que los ochocientos
mil agricultores sin tierra y los dos millones de microfundistas
puedan tener acceso a tierras productivas y a apoyo estatal.
Sin embargo, los embates que han recibido el acuerdo agrario
y el proyecto de ley de tierras por parte de los representantes
de los grandes propietarios y los empresarios agroindustriales
permiten ver que, a pesar de que el acuerdo busca superar la
injusticia histórica del despojo, la realización de estas loables
intenciones es muy frágil.
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87
POR QUE INEXISTEM DEVERES
ABSOLUTOS DE PUNIR
Luís Greco
Catedrático de la Universidad Humboldt de Berlín, Alemania
INTRODUÇÃO
Veriica-se, no moderno Direito penal internacional, amplo
consenso sobre a existência de um dever de punir graves violações de direitos humanos. Não tão uniforme, mas bastante
difundida é também uma opinião a respeito da qualidade desse
dever: não se trataria de um dever condicionado, tampouco
prima facie, e sim de um dever absoluto. Em nome desse dever
absoluto caíram as barreiras da soberania e da prescrição; agora
são criticados a anistia e os acordos de paz. O slogan em que
se baseia essa crítica é a chamada luta contra a impunidade.
Objeto de minhas relexões serão esses airmados deveres absolutos de punir; tentarei demonstrar por que eles inexistem.
Procederei em três etapas. Após estabelecer, numa breve
primeira etapa, precisões conceituais (abaixo II), ocupar-meei dos argumentos em favor de um dever absoluto de punir
89
(abaixo III). Aqui, demonstrarei que nenhum desses argumentos logra convencer. Numa terceira etapa, tentarei provar que
nenhum argumento em favor de um absoluto de punir é sequer
imaginável, já por razões que dizem respeito à estrutura dos
deveres em questão (abaixo IV).
1. CONSIDERAÇÕES CONCEITUAIS
Parece-me aconselhável deinir alguns conceitos de que recorrentemente me valerei nas presentes relexões, cujo objeto é a
existência de deveres absolutos de punir. Não deinirei pena,1
nem dever, mas tão somente a qualidade de “absoluto” de
um dever. Essa qualidade tem um duplo sentido: ela pode ser
entendida, a uma, como contraposta à qualidade de “condicionado”, e, a duas, como contraposta à qualidade de “prima
facie” ou “derrotável” (defeasable).
A primeira contraposição —absoluto como contrário de
condicionado— signiica que defenderia um dever absoluto
de punir aquilo que entender que, sempre que ocorrer uma
grave violação de direitos humanos, surgirá um dever de punir.
Esse dever é incondicionado, no sentido de que a existência de
uma grave violação de direitos humanos é condição suiciente
para o surgimento do dever de punir. Um dever condicionado
sequer surge se não se der a condição. Se ela, contudo, surge,
nada mais é necessário para que se airme o dever.
A segunda contraposição —absoluto como contrário de prima
facie ou derrotável— se explica da seguinte forma. Prima facie
ou derrotável (defeasable) é um dever que pode ser superado
por considerações contrapostas. Absoluto ou cogente é, por
sua vez, um dever impassível de superação por qualquer outra
consideração. Enquanto o dever incondicionado sequer surge
1
90
Sobre essa deinição, extensamente, Greco, Strafprozesstheorie und materielle Rechtskraft, 2015, p. 640 e ss.
se não se der a condição, o dever prima facie surge, mas pode
ser afastado por razões opostas.
Demonstrarei por que inexistem deveres absolutos de punir
nesses dois sentidos apresentados.
2. OS ARGUMENTOS EM FAVOR DO DEVER
ABSOLUTO DE PUNIR
Parto de premissa evidente de uma perspectiva liberal: a de
que o dever de punir, como dever de impor um mal, de restringir liberdade, é uma grandeza carecedora de justiicação.
A liberdade se presume, a restrição de liberdade se justiica.
Essa ideia está por trás de airmações (um tanto vagas) como o
favor libertatis ou o in dubio pro libertate. Pergunta-se, assim,
de onde surge um dever de punir; são essas razões que podem
sustentar a pretensão de um dever absoluto de punir nos dois
sentidos acima descritos.
O caminho mais natural é buscar a existência de um dever
absoluto de punir no direito internacional positivo, isto é, nas
chamadas fontes do direito internacional. Se essa tentativa não
for coroada de êxito, perguntar-se-á por uma fundamentação
que supera os limites do direito positivo.
2.1. AS FONTES DO DIREITO INTERNACIONAL
As fontes do direito internacional são acordos internacionais,
direito consuetidunário, princípios gerais de direito, jurisprudência e doutrina qualiicada (Art. 38 I, Estatuto da Corte
Internacional de Justiça).
a) Uma passada em revista dos acordos internacionais revela, é verdade, vários deveres de punir. Mencionem-se, aqui,
apenas os arts. 4 ss. da Convenção das Nações Unidas contra
a Tortura; os arts. 4 e ss. Convenção das Nações Unidas contra o Genocídio; os arts. 49 e ss. da Primeira Convenção de
91
Genebra; os art. 50 e ss. da Segunda Convenção de Genebra;
os arts. 129 e ss. da Terceira Convenção de Genebra; os arts.
146 e ss. da Quarta Convenção de Genebra; o art. 3º da Convenção Interamericana sobre o Desaparecimento Forçado
de Pessoas. Não parece, contudo, que de qualquer desses
documentos se possa extrair a natureza absoluta dos deveres
de punir ali previstos. Claro está que eles contêm deveres de
punir; se absolutos, permanece em aberto.
Deveres absolutos de punir não se encontram nem mesmo
no Estatuto do Tribunal Penal Internacional. Pelo contrário,
esse diploma conhece uma série de dispositivos que prevêem
uma renúncia à pena por razões de oportunidade (arts. 16, 17
I d, 53 I c, II c).2
b) O direito consuetudinário tampouco nos fornece um
dever absoluto de punir. O pressuposto objetivo da existência
de direito costumeiro, qual seja, a chamada longa consuetudo
(ao lado do pressuposto subjetivo da opinio juris),3 inexiste
no que se refere a esses deveres, cujo não-cumprimento ainda
parece ser a regra.
c) Poder-se-ia, em seguida, recorrer aos chamados princípios
gerais de direito, que são algo próximo a uma opinio juris sem
longa consuetudo.4 Se for esse o caso, trata-se de argumento
evidentemente circular: ele oferece como razão para aceitar
algo a contingência de fato de que esse algo já é aceito. Além
disso, essa contingência fática é empiricamente questionável,
uma vez que não se enxerga um consenso a respeito de obrigação absoluta de punir.
2
No mesmo sentido Ferdinandusse, Direct Application of International Criminal Law in National Courts, The Hague/Cambridge, 2006, p. 201 – sobre
esses dispositivos em mais detalhe Roher, Legalitäts- oder Opportunitätsprinzip beim Internationalen Strafgerichtshof, 2010, p. 109 e ss.
3
Por todos, Verdross/Simma, Universelles Völkerrecht, 3ª ed., 1984, 349 e
ss., 353 e ss.
4
Nesse sentido Ambos Stralosigkeit von Menschenrechtsverletzungen, 1997,
p. 183 e ss., 203 e s.
92
d) As mesmas duas objeções são cabíveis diante de uma
eventual tentativa de derivar um dever absoluto de punir da
jurisprudência internacional ou de autores renomados.
2.2. A OBRIGAÇÃO DE RESPEITAR E GARANTIR
DIREITOS HUMANOS
Teremos de ir além das tradicionais fontes do direito internacional. Um possível caminho oferece, aqui, a Corte Interamericana de Direitos Humanos.5 Essa Corte derivou do dever de
respeitar e assegurar direitos humanos previsto no art. 1º I da
Convenção Americana de Direitos Humanos a consequência
de que violações de direitos humanos não podem permanecer
impunes.6 O dever referido aos direitos humanos previsto no
direito internacional conteria o ulterior dever de punir as graves
violações a direitos humanos.
Essa fundamentação é, contudo, carecedora de precisão.
Ainal, não se enxerga, num primeiro momento, de que maneira o segundo dever possa derivar do primeiro ou mesmo
ser parte dele. De onde deriva o dever de punir, uma vez que
já concluída a violação a direito humano?
O argumento mais preciso pode ser construído em duas etapas. A primeira delas é o caráter obrigatório dos direitos humanos.
5
Cf. a própria síntese da Corte na decisão Gelman vs. Uruguay de 24.2.2011,
§§ 225 e ss., http://www.corteidh.or.cr/docs/casos/articulos/ seriec_221_esp1.
pdf. Na literatura cf. Cassel, Law & Contemporary Problems 59 (1996), p.
208 e ss.; Gavron, International and Comparative Law Quarterly 51 (2002),
p. 91 e ss. (95 e ss.); Tomuschat, Festschrift für Steinberger, 2002, p. 316 e
ss. (321 e s.).
6
Pioneira a decisão Velásquez Rodríguez vs. Honduras de 29.7.1988, §§ 166,
174 e ss., http://www.corteidh.or.cr/ docs/casos/articulos/seriec_04_ing.pdf;
a respeito, extensamente, Roht-Arriaza, California Law Review (= CalLR)
78 (1990), p. 449 e ss. (467 ss.); de acordo Ambos, Archiv des Völkerrechts
37 (1999), p. 318 e ss. (319 e ss., 327 e s.); acertada crítica em Tomuschat
(Fn. 5), p. 321 (“excessive rigour”).
93
Uma vez reconhecido que esses direitos obrigam os Estados,
faz-se necessário esclarecer que obrigações, exatamente, aqui
se produzem. A distinção que aqui mais importa parece ser
aquela entre deveres negativos, de omitir violações de direitos
humanos, e deveres positivos, cujo conteúdo é a realização de
uma conduta no sentido da proteção desses direitos.7 É a ela
que se refere a Convenção, quando usa, em seu art. 1º, os termos “respeitar” (dimensão negativa, dever de omitir, de não
lesionar) e “assegurar” (dimensão positiva, dever de atuar, de
proteger) —no que segue, aliás, uma difundida terminologia
em documentos de proteção de direitos individuais.8
Cumpre, num segundo passo, percorrer o caminho desse
dever de respeitar e proteger direitos humanos até o dever de
punir.9 O dever de punir é um dever de atuar, um dever positivo;
7
Na literatura de direito internacional Buergenthal, in: Henkin (coord.), International Bill of Rights, New York, 1981, p. 72 e ss. (77 e s.); Tomuschat
(Fn. 5), p. 316 e s.; Ress, Kokott, Mavrommatis e Klein, in: Klein (coord.),
The Duty to Protect and to Ensure Human Rights, Berlin, 2000, p. 165 e ss.,
235 e ss., 277 e ss., 295 e ss.; na literatura de direito constitucional Graßhof
e Sachs, ambos no citado livro de Klein, p. 33 e ss., 53 e ss.; Isensee, in: Isensee/Kirchhof (coords.), Handbuch des Staatsrechts der BRD, vol. IX, 3ª. ed.
2011, § 191 nm. 1 e ss.; todos com ulteriores referências.
8
Cf. art. 2 I do Pacto Internacional de Direitos Civis e Políticos; art. 1 segunda
frase da Carta de Direitos Fundamentais da União Europeia (referindo-se à
dignidade humana); art. 1 I segunda frase da Lei Fundamental alemã (também referindo-se à dignidade humana).
9
A Corte Interamericana, contudo, não faz esse esforço de precisão, e sim
deduz dever de punir diretamente da importância do direito humano e/ou
da gravidade de sua violação. A diferenciada discussão sobre deveres constitucionais de proteção (BVerfGE 46, 160, 164 f.; 115, 118, 160; Isensee
[nota 7] nm. 217 e ss., 295), para a qual a postulação de um dever de a uma
concreta atuação protetiva permanece algo excepcional, e sobre os deveres
constitucionais de punir (referências em Roxin, Strafrecht Allgemeiner Teil,
4ª. ed., 2006, § 2 nm. 96), que sempre leva em conta o princípio da ultima
ratio-Grundsatz, deveria receber maior atenção no direito penal internacional (entre as poucas exceções a quem não se dirige esta crítica encontra-se
Seibert-Fohr, Prosecuting Serious Human Rights Violations, Oxford, 2009,
p. 211 e s.).
94
ele não se cumpre pela mera inação. Ele só pode, assim, derivar
da dimensão positiva do dever relativo aos direitos humanos, do
dever de proteger, e não do dever de respeitar.10 Nesse ponto
surge uma diiculdade: a rigor, a não-punição não viola qualquer direito humano, uma vez que a violação se encontra no
passado e foi cometida pelo delinquente.11 Não se trata, assim,
de proteger o direito humano lesionado pelo delinquente, uma
vez que a pena não desfaz o passado.12 A não-punição pode
ser um cumprimento insuiciente do dever de proteger direitos
humanos para o futuro, de prevenir lesões a direitos humanos
ainda não ocorridas.13 Não é, assim, a pessoa cujo direito foi
10
No mesmo sentido Tomuschat (nota 5), p. 317 e ss.; Seibert-Fohr (nota 9), p.
198 e ss.; ao que parece também Corte Interamericana, Velásquez Rodríguez
vs. Honduras (nota 6), § 172.
11
A não ser que se eleve o suposto direito da vítima à punição do autor, que
encontra cada vez mais defensores (referências abaixo, nota 19) e ao qual
já retornaremos (abaixo 3.c]), a um direito humano – uma construção, que
aqui não podemos discutir. É manifesta, contudo, a tensa relação dessas
ideias com as premissas do direito penal liberal (e talvez mesmo do direito
internacional liberal, cf. Seibert-Fohr [nota 9], p. 207 e ss.), segundo as quais
a pena é sempre problemática e carecedora de justiicação, uma vez que a
ideia desloca o ônus de justiicação para aquele que é contrário à pena.
12
Cf. já Welzel, Das deutsche Strafrecht, 11ª. ed. 1969, p. 3: o direito penal
chegaria “muito tarde”. Outra conclusão seria imaginável no máximo a
partir de uma teoria retributivista da pena (defendida, para o direito penal
internacional, por Lagodny, ZStW 113 [2001], p. 800 e ss. [806]; Gierhake,
Begründung des Völkerrechts auf der Grundlage der Kantischen Rechtslehre, 2005, p. 168 e ss.; idem, Zur Legitimation des Völkerstrafrechts, ZIS
2008, 354 e ss.; em parte Werle/Jeßberger, Völkerstrafrecht, 4ª ed. 2011, nm.
117), uma teoria contudo, que implode a distinção entre não lesionar e proteger. A teoria da retribuição é de rechaçar-se, pelas conhecidas razões que
se aduzem na discussão mais geral sobre os fundamentos do direito penal
(cf., por todos, Roxin [nota 9], § 3 nm. 8 e ss.; minhas críticas encontram-se,
principalmente, em Greco, in: Estudos em homenagem a Tavares, Madri/
São Paulo, 2012, p. 263 e ss.).
13
De que forma essa prevenção deveria ocorrer, seria de determinar-se em um
terceiro passo argumentativo, fundado pela teoria preventivo-geral que se
defenda.
95
criminosamente violado quem se quer proteger pela punição,
é um número indeterminado de detentores do mesmo direito,
o qual icaria desprotegido na ausência de punição.
Ainda que se conceda que, com essa fundamentação, se
fundamente de forma convincente um dever de punir, não
parece claro se esse dever é condicionado/prima facie ou incondicionado/cogente. Para obter a um dever absoluto nesse
duplo sentido da palavra, é necessário um argumento adicional,
em cuja busca agora saíremos.
2.3. ARGUMENTO ADICIONAL
a) Ius cogens / obrigações erga omnes
As iguras do ius cogens ou das obrigações erga omnes, a que a
doutrina gosta de referir-se no presente contexto,14 fornecem
uma paráfrase de um dever absoluto de punir na linguagem do
direito internacional, e não uma fundamentação.15 Fica ainda
em aberto por que o dever de punir representa ius cogens ou
tem a qualidade de erga omnes.
14
Bassiouni, Law & Contemporary Problems 59 (1996), p. 9 e ss. (17 e s.);
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Internacional para a Ex-Iugoslávia, Prosecutor v. Furundzija, Case No. IT95-17/1 v. 10.12.1998, §§ 153 e ss., 155.
15
Mesma conclusão em Tomuschat (Fn. 5), S. 342; Pastor, in: Libro Homenaje
a Julio Maier, Buenos Aires, 2005, p. 699 e ss. (p. 711 nota 61); Naqvi, Impediments to Exercising Jurisdiction over International Crimes, Den Haag,
2010, p. 143.
96
b) Direito à memória ou à verdade
Um direito (das vítimas ou da sociedade) à verdade16 não conduz nem mesmo a um dever incondicionado de punir (uma
vez que o processo penal não é nem de longe o melhor meio
de descobrir a verdade histórica17), muito menos a um dever
absoluto.
c) Direito das vítimas à punição do autor
Reportar-se a um suposto direito da vítima à punição do criminoso18 é uma estratégia duvidosa, a uma porque a existência desse direito não é nada evidente,19 a duas porque não se
enxerga de que modo ele seja capaz de fundamentar um dever
absoluto de punir.20
16
Por ex., Corte Interamericana de Direitos Humanos, Barrios Altos vs. Perú
v. 14.3.2001, §§ 41 e ss., http://www.corteidh.or.cr/docs/casos/articulos/
Seriec_75_ esp.pdf; Almonacid Arellano u.a. vs. Chile u.a. v. 26.9.2006, §§
86 e ss., http://www.corteidh.or.cr/ docs/casos/articulos/seriec_154_ing.
pdf., §§ 148 e ss.
17
Extensamente Pastor, Festschrift für Volk, 2009, p. 541 e ss.; cf. também
Silva Sánchez, Pace Law Review 28 (2008), p. 865 e ss. (873); Damaska, in:
Cassesse (coord.), Oxford Companion to International Criminal Justice,
Oxford, 2009, p. 175 e ss. (180).
18
Por ex., Corte Interamericana de Direitos Humanos, Almonacid (nota 16),
§ 150; Slye, Virginia Journal of International Law 43 (2002), p. 173 e ss.
(192, 201).
19
Em favor desse direito Reemtsma, Das Recht des Opfers auf Bestrafung des
Täters – als Problem, 1999, p. 26 e s.; Hörnle, JZ 2006, p. 950 e ss.; Weigend,
RW 2010, p. 39 e ss. (51 e ss.); críticos Silva Sánchez, Pace Law Review 28
(2008), p. 877; Seibert-Fohr (nota 9), p. 206, 223; e Pastor (nota 15), p. 706
e s.
20
Recordem-se, aqui, as concepções de Biggar, Ethical Theory and Moral
Practice 5 (2002), p. 167 e ss., que enxerga na satisfação da vítima (“vindication”) o principal im da justiça penal, o qual poderia ser atingido tamém
por uma renúncia tanto individual, quanto generalizada à pena; Blümmel,
Der Opferaspekt bei der strafrechtlichen Vergangenheitsbewältigung, 2002,
97
d) Combate à impunidade
Poder-se-ia recorrer ao grande coringa do direito penal internacional, a que já nos referimos inicialmente: o combate à
impunidade.21 A palavra impunidade, entretanto, é vazia de
conteúdo.22 Impunidade não é mera ausência de pena, e sim
ausência de pena lá onde a pena deve ser imposta. Noutras
palavras, impunidade é o descumprimento de um dever de
punir. Não é possível, assim, fundamentar um dever de punir,
muito menos um dever absoluto, reportando-se ao combate à
impunidade, porque isso seria uma petitio principii.
d) Teorias da pena
Se se izer o esforço de preencher a vazia ideia de impunidade
com o conteúdo fornecido pelas teorias da pena, poder-se-ia
até derivar um dever de punir a partir de razões de intimidação
geral,23 de reairmação dos valores dos direitos humanos violados24 ou mesmo da justiça. Nenhuma dessas teorias da pena
—pouco importa qual se considera correta25— chega, contudo,
p. 274 e ss., 277, que apenas se posiciona contra uma excessiva generosidade; e Mallinder, Amnesty, Human Rights and Political Transitions, Oxford/
Portland, 2008, p. 355 e ss., 376 e ss.
21
Por todos El Zeidy, Michigan Journal of International Law 23 (2002), p.
943, 946 e ss. Sobre o conceito de impunidade Ambos (nota 4), p. 7 e ss.
22
Assim também Silva Sánchez, Pace Law Review 28 (2008), p. 872.
23
Nesse sentido Roht-Arriaza, CalLR 78 (1990), p. 509; Seenyonjo,
(2007), p. 381.
24
Sancinetti, Derechos humanos en Argentina post-dictatorial, Buenos Aires,
1988, p. 8 e ss.; idem, in: Libro Homenaje a Bacigalupo, Madrid/Barcelona,
2004, p. 811 e ss. (814 e s.); Markel, University of Toronto Law Journal 49
(1999), p. 389 e ss. (p. 392), que fala em um “expressivismo social”; substancialmente também Sadat, Notre Dame Law Review 81 (2006), p. 955 e ss.
25
Minha posição nessa controvérsia em Greco, Lo vivo y lo muerto en la teoría de la pena de Feuerbach, trad. Dropulich/Béguelin, Madri/São Paulo,
2015, p. 276 e ss.
98
ICLR
7
a um dever absoluto de castigar. As duas primeiras perseguem
ins terrenos, de maneira que recorrem dados empíricos que
sempre possuem natureza contingente; ademais, nenhum dos
tradicionais defensores da ideia de pena como imperativo de
justiça defende deveres de punir pereat mundus.26
2.4. CONCLUSÃO INTERMEDIÁRIA
Chega-se, assim, a uma conclusão intermediária, que fecha a
primeira parte do argumento do presente artigo. Não existe
argumento a sustentar um dever absoluto de punir. No máximo, conseguiu-se fundamentar um dever condicionado e prima
facie de punir.
3. OS DOIS PORQUÊS DE INEXISTIR UM DEVER
ABSOLUTO DE PUNIR
O argumento até agora desenvolvido teve caráter que se poderia
chamar de falsificacionista, no sentido de que ele examinou,
uma por uma, possíveis fundamentações para o airmado dever absoluto de punir, e demonstrou por que cada uma delas
falha. Demonstrou-se, assim, que falta uma fundamentação.
Esse argumento de falsiicação tem um limite natural: seu alcance é restrito às fundamentações examinadas (e às que delas
logicamente decorrem). Ele não exclui que se formule uma
fundamentação ulterior.
Pretendo, na parte inal do trabalho em que agora adentro,
demonstrar que tampouco faz sentido seguir em busca dessa
26
No meu “exemplo da ilha”, em que a punição do culpado lançaria a ilha de
Kant em uma guerra civil, que teria por consequência a dissolução da sociedade (Greco [nota 25], p. 234), nem mesmo Kant castigaria, uma vez que
ele considera legítimo que se deixe de executar pena de morte quando há
tantos criminosos envolvidos que a execução da pena acabaria com a existência do Estado (Metaphysik der Sitten, in: Weischedel [coord.], Werke,
vol. VIII, 1993, p. 307 e ss. [primeira publicação: 1797], A 201/B 231).
99
fundamentação ulterior. Tentarei, aqui, não mais proceder a
uma falsiicação de posições já defendidas, e sim a uma prova
negativa, a uma prova da inexistência do dever absoluto de
punir. Essa prova se baseará em dois argumentos: o primeiro
deles demonstrará o porquê da inexistência de deveres absolutos no sentido de incondicionados; o segundo terá por objeto
o absoluto no sentido de cogente.
3.1. DEVERES-MEIO NUNCA SÃO ABSOLUTOS
NO SENTIDO DE INCONDICIONADOS
Se o fundamento do dever de punir é o dever de proteger
direitos humanos (acima III 2), esta proteção tem a natureza
de um im que se almeja, para o qual a punição representa um
meio. Torna-se, portanto, uma questão empírica se esse meio é
o mais indicado, e é impossível excluir de antemão a existência
de outros meios mais adequados.
O que importa, assim, será se o Estado consegue ou não
cumprir o seu dever de proteger ativamente os direitos humanos sem o direito penal. Um dever de punir apenas surgirá
quando esses meios alternativos forem insuicientes. O fato de
que os direitos humanos obriguem o Estado a uma proteção
ativa não signiica que essa proteção tenha de dar-se apenas
pelo direito penal.27
Isso signiica, concretamente, que sequer surgirá um dever
de punir se o estado dispuser de uma satisfatória estratégia de
proteção alternativa (no sentido de não penal). Não me parece
possível, na presente sede, formular as exigências a que uma
tal estratégia teria de atender. Limitar-me-ei a algumas considerações mais genéricas. Uma exigência clara e inafastável
é a de que, se tal ainda não for o caso, se institucionalize um
Estado de Direito, isto é, um Estado cujo poder é limitado pelo
27
Assim também Günther, in: Beulke et alii (coords.), Das Dilemma des rechtsstaatlichen Strafrechts, 2009, p. 79 e ss. (98).
100
reconhecimento de direitos individuais.28 Isso porque a existência de um Estado de Direito é pressuposto institucional de
que os direitos humanos não iquem abandonados a ulteriores
violações. Ainda que eu não possa aqui estender-me sobre
as demais exigências a que tem de atender essa estratégia de
proteção não penal, não há porque excluir que elas possam
ser cumpridas por um sancionamento extra-penal,29 ou mesmo por vias não sancionatórias, como pelo estabelecimento
de uma comissão de verdade ou por medidas de reparação.30 É
importante, contudo, que elas funcionem, isto é, representem
proteção igual à que seria de esperar-se do direito penal.
Se o presente acordo de paz colombiano é uma medida satisfatória, não cumpre a mim avaliar; se isso puder ser airmado,
haverá que admitir que o im de proteção de direitos humanos
estará assegurado, de modo que o dever de punir, dever-meio,
sequer chegaria a surgir.
3.2. DEVERES DE AÇÃO NUNCA SÃO ABSOLUTOS
NO SENTIDO DE COGENTES
O dever de punir é, além de um dever-meio, um dever positivo,
um dever de atuar. Deveres de atuar só podem ser absolutos
numa única situação, que diicilmente se veriicará na realidade:
na situação em que o sujeito obrigado não se encontra obrigado por nenhum outro dever de força igual ou superior.31 Se o
28
Se o conceito de Estado de Direito deve ou não ser enriquecido com ulteriores elementos, como com o reconhecimento de direitos sociais ou políticos,
pode aqui icar em aberto.
29
Sobre as possibilidades cf. Werle, in: Muñoz Conde/Vormbaum (coords.),
Transformation von Diktaturen in Demokratien und Aufarbeitung der Vergangenheit, 2010, p. 15 e ss. (21).
30
Sobre essa problemática em profundidade Plessis/Peté (coords.), Repairing
the Past?, Antwerpen/Oxford, 2007; de forma breve Werle (nota 29), p. 20.
31
Greco (nota 25), p. 120 e ss. Trata-se, assim, dos mesmos princípios com
base nos quais se resolvem as chamadas colisões de deveres no direito penal
101
sujeito tiver também deveres adicionais, não se poderá excluir
a possibilidade de uma colisão entre esses deveres, de maneira
que um deles tenha de ceder. Apenas deveres negativos, de
omissão, são imagináveis como deveres cogentes, uma vez que
o seu cumprimento depende apenas de que o sujeito obrigado
nada faça. Uma colisão de dever de omitir com outro dever de
omitir é inimaginável.32
A punição é um atuar positivo. Os Estados contemporâneos
estão subordinados não apenas a um dever de punir, como também a uma série de outros deveres de atuar e de omitir, como
o dever de promover e de não por em risco a paz, o Estado de
Direito, os direitos humanos etc. Ou seja, não se pode excluir
uma colisão entre esses deveres. O dever de punir como dever
cogente é, portanto, impensável, porque se trata de um dever
de atuar, dirigido a um sujeito que está adstrito a vários outros
deveres, de atuar e de omitir.
Querer defender o contrário reportando-se à natureza “absoluta” no sentido de resistente à considerações de emergência
ou de necessidade de determinados direitos humanos (por ex.,
art. 27 II da Convenção Americana de Direitos Humanos; art.
2 II da Convenção contra a Tortura; art. 4 II do Pacto Internacional de Direitos Civis e Políticos; art. 15 II da Convenção
(cf. Roxin, AT I 4ª. ed. 2006, § 16 nm. 115 e ss.) e no direito constitucional
(Wahl/Masing JZ 1990, p. 553 e ss. [559]; BVerfGE 115, 118, 160) —que,
por sua vez, derivam de uma ilosoia moral não exclusivamente consequencialista, isto é, voltada à maximização de bens (cf. ademais Oderberg, Moral
Theory: A Non-Consequentialist Approach, Malden, 2000, p. 130 e ss.).
32
Reconheço que isso é controvertido; em sentido contrário pioneiramente
Hruschka, Festschrift für Larenz, 1983, p. 257 e ss. (261 e s.); contra também
Neumann, in: Festschrift für Roxin, 2001, p. 421 e ss. (430). Não é possível, aqui, tomar posição sobre essa tese de que deveres de omissão tamém
podem colidir; uma réplica convincente encontra-se em T. Zimmermann,
Rettungstötungen, 2009, p. 205 e ss., com muitas ulteriores referências às
pp. 187 e ss.
102
Europeia de Direitos Humanos)33 tampouco é suiciente, porque essa pretensão de vigência absoluta só faz sentido no que
diz respeito ao dever de omitir derivado do direito humano
em questão, e não ao dever de atuar.34
Em que situações o dever de punir em si existente é derrotado por outros deveres tampouco posso especiicar na presente
sede. Limito-me, aqui, a mencionar que, se o dever de punir
deriva do dever de proteger direitos humanos, o dever contrário
deve ter hierarquia comparável. Se direitos são trunfos que prevalecem sobre considerações de bem comum ou dos interesses
da maioria,35 os deveres contrários não podem fundar-se apenas
em considerações dessa ordem, e sim também no respeito e
asseguramento de direitos humanos. Não será possível, assim,
deixar de castigar por razões referidas à soberania nacional ou
à democracia. A paz social será um argumento, desde que ela
não seja entendida como ausência de discussão, e sim como
situação em que não ocorrem violações sistemáticas de direitos
humanos. Argumentos importantes serão, principalmente, o
dever de não violar os direitos humanos dos suspeitos dessas
violações, e o dever de não perpetuar uma situação de conlito
33
Como parece fazer Roht-Arriaza CalLR 78 (1990), p. 487: “A necessary corollary of the nonderogability of such rights is that the actions are always
subject to sanction and remedy”; em tendência também Orentlicher, YLJ 100
(1991), p. 2607 e ss.
34
Não se deve fazer nenhuma concessão a essa cogência dos deveres em questão
(cf., com base no exemplo da tortura em situações de bomba-relógio, Greco,
in: Tortura, incesto y drogas: relexiones sobre los límites del derecho penal,
trad. Riggi, Buenos Aires, 2014, p. 16 e ss.); essa pretensão de cogência se
dirige, contudo, apenas ao dever negativo, que impõe uma omissão, não,
porém, a deveres positivos de proteção (a opinião dominante é aqui ainda
pouco diferenciada, cf. por todos Buergenthal, in: Henkin (coord.), International Bill of Rights, New York, 1981, p. 72 e ss. (83 e s.); em detalhe
Maslaton, Notstandsklauseln im regionalen Menschenrechtsschutz, 2002,
p. 77 e ss., 100 e s.
35
Pioneiramente Dworkin, Rights as Trumps, in: Waldron (coord.), Theories
of Rights, 1984, p. 153 e ss.
103
que represente perigos para os direitos humanos, ou de não
impedir ou fragilizar a institucionalização do Estado de Direito.36 Para maiores detalhes, reporto-me a meu estudo sobre
a permissibilidade de anistias no direito penal internacional,
em que as ideias aqui apresentadas de forma mais abstrata são
desenvolvidas diante de um exemplo concreto.37
CONCLUSÃO
Não há deveres absolutos de punir. Há, sim, um dever de punir,
derivado do dever mais geral de proteger direitos humanos. Esse
dever, contudo, não tem natureza incondicionada e cogente.
Primeiramente, não se encontra qualquer fundamentação para
tanto. Em segundo lugar e de forma mais fundamental, esse
fundamento é impossível, porque um dever de punir derivado
de um dever de proteger tem a natureza de dever-meio e de
dever de atuação positiva. Ocorre que um dever-meio nunca
pode ser incondicionado, e um dever de ação só poderá ser cogente se for o único dever a que o sujeito se encontra vinculado.
Quem se reporta a direitos humanos para defender uma
obrigação absoluta de punir está, em verdade, preocupado não
mais com direitos de pessoas concretas que cumpre proteger,
e sim mostrando-se disposto a sacriicar esses direitos e essas
pessoas em nome de uma suposta ideia de direitos humanos
desvinculada de seus reais titulares. O direito internacional e o
direito penal dos direitos humanos têm de ser, antes de qualquer
outra coisa, direitos de proteção de seres humanos concretos.
36
Bastante próximo Nino, YLJ 100 (1991), p. 2619 e ss. (2638 e ss.); May,
Crimes Against Humanity, Cambridge, 2005, p. 245; Dencker, ZIS 2008,
p. 298 e ss. (302 e s.), que acertadamente releva que nem sempre se tratará
de um conlito entre direitos humanos e política, mas muitas vezes de direitos humanos entre si.
37
Greco, GA 2012, p. 670 e ss.
104
¿PARA QUÉ SIRVE EL DERECHO PENAL
EN LA LUCHA CONTRA EL TERRORISMO?
Cornelius Prittwitz
Goethe-Universität, Alemania
RESUMEN
Una respuesta adecuada a la pregunta temática requiere respuestas a dos preguntas previas. La primera se reiere a la
función del derecho penal en general; la segunda tiene que ver
con la noción controvertida de terrorismo. La mayoría de las
esperanzas (preventivas y simbólicas) en el derecho penal no
son realistas. En particular en sociedades inestables y punitivas, y más aún en su “lucha” contra el terrorismo, no existe
una esperanza tan realista como legítima en la prevención general positiva formulada por Winfried Hassemer: transmitir
de forma ejemplar el tratamiento humano de la desviación
y el conlicto. “Terroristas” en este concepto son criminales
relacionados con el gobierno o enfrentados a él, que han cometido crímenes graves en un contexto político. La ponencia
explica por qué ni el llamado “derecho penal de enemigo” ni
105
el “derecho penal ordinario” sirven en tiempos de transición.
Se requiere un “derecho penal de transición” que insista en
llamar por su nombre al delito y a la responsabilidad penal;
que reconozca el contexto armado y, además, esté acompañado
de una reforma del derecho penal ordinario; que no conozca
enemigos ni impunidad.
DOS PREGUNTAS PREVIAS IMPORTANTES
La pregunta enunciada en el título nos remite en primer lugar a
otras dos preguntas que, si bien tienen un valor general, cobran
mayor importancia cuando se trata de discutir sobre Colombia
en el proceso de transición: 1) ¿cuál es la utilidad del derecho
penal? y 2) ¿qué se entiende por terrorismo?
¿QUÉ PUEDE Y QUÉ DEBE HACER EL DERECHO PENAL?
La primera pregunta nos remonta a un tema fundamental,
muy teórico: ¿para qué sirve el derecho penal en general? Sin
embargo, sus componentes esenciales, el teórico-penal —¿qué
debe hacer legítimamente el derecho penal?— y el criminológico —¿qué hace y qué puede hacer el derecho penal?—,
continúan siendo relevantes desde un punto de vista práctico y
político, y considero que mucho más en un país en transición.
Me limitaré en esta ocasión a dar algunas indicaciones.
Justicia, compensación de la culpabilidad y retribución son
las respuestas desde las teorías absolutas de la pena. La intimidación —tanto de la sociedad como de quien es condenado a
una pena—, así como proteger a la sociedad del criminal, son
las respuestas de la prevención general y especial negativa. La
resocialización del individuo, la estabilización de la norma y
la práctica de la justicia son las respuestas de la prevención
especial y general positiva.
Aunque desde un punto de vista teórico y lógico, no resulta
absolutamente necesario responder a la pregunta por lo que
106
el derecho penal debe hacer legítimamente, relexionar sobre
lo que puede hacer el derecho penal sí tiene sentido desde una
perspectiva pragmática y política.
Advertencias frente a las expectativas demasiado altas
Las respuestas advierten, sobre todo, frente a las expectativas
ambiciosas en el derecho penal; fundamentalmente frente a
todas aquellas de carácter preventivo. La tesis de Martinson,
Nothing works! (Lipton, Martinson y Wilks, 1975), inluyente
y decisivamente obstructora de todo esfuerzo resocializador,
aunque no es cierta resulta ser demasiado costosa en términos
emocionales y inancieros para nuestra sociedad.
Mucho más escéptico se tiene que ser —contra toda airmación popular o populista— cuando se trata de un derecho
penal empleado como “arma en la lucha contra” esto o aquello.
Las experiencias del derecho penal “como arma en la lucha
contra…” son desalentadoras. Ni siquiera en Estados funcionales, con una legalidad consolidada, las guerras que han hecho
uso de instrumentos penales —la “guerra contra el crimen”,
la “guerra contra las drogas”— han sido exitosas. Tampoco
ha sido exitoso el empleo del derecho penal en la lucha contra
la corrupción y el lavado de activos, o contra cualquier otra
anomalía real o presunta.
Pero especialmente se tienen que hacer advertencias frente
a las posibilidades del derecho penal como parte de la “lucha
contra el terrorismo”. La lucha contra terroristas reales o presuntos ha generado precisamente el efecto contrario: esa lucha
ha politizado el derecho penal, ha desplazado la punibilidad
convirtiendo en enemigos a simpatizantes reales o presuntos
y, frente a los enemigos más difíciles, ha aniquilado el peril
jurídico del derecho penal de enemigo e incluso del “derecho
penal ordinario”.
107
Esperanzas modestas
¿Existen expectativas realistas y depositarias de esperanza en
el derecho penal? Yo creo que sí existen, pero no son populares, ni tienen efectos a corto plazo. Estas son buenas razones
por las que en sociedades inestables, cuya inestabilidad las ha
llevado a convertirse en sociedades punitivas, dichas expectativas encuentran poca aceptación, y también son razones que
explican por qué los políticos en dichas sociedades muestran
tan poca tendencia a creer en el derecho penal.
¿De qué estoy hablando? Estoy hablando de prevención
general positiva, en el sentido en que Winfried Hassemer
(1979), mi colega, amigo y juez constitucional, desaparecido
demasiado pronto, solía hacerlo. Prevención general positiva
en este sentido signiica no solamente la estabilización del valor
de la norma, sino —sobre todo— transmitir de forma ejemplar
“el tratamiento humano a la desviación”. Yo le añadiría esto:
ejemplo de tratamiento ilustre de la desviación y del conlicto.
¿QUÉ ES TERRORISMO?
La segunda y nada sencilla pregunta es: ¿qué es, qué entendemos por terrorismo? Esta pregunta no es trivial. No lo es aquí
y ahora, ni lo ha sido nunca.
Revolucionarios, terroristas y paramilitares
Los que unos caliican como “revolucionarios” son tildados
por otros como “terroristas”. Y cuando el Estado señala a los
revolucionarios como terroristas, cuando lucha y gana esa lucha, todo esto se convierte en un problema, que lo es también
del derecho penal. Cuando el Estado pierde esa lucha se le da
el nombre de revolución, y entonces los revolucionarios pasan
a ser los representantes del nuevo Estado. Los representantes
108
del Estado anterior, dado el caso, pueden ser enjuiciados como
representantes de un Estado terrorista.
Si además de esto existen grupos paramilitares, como fue el
caso de Colombia —y quizás aún lo es— entonces se advierte
que la situación no será más fácil.
El concepto de terrorismo en mi ponencia
Quisiera plantear qué se entiende por terroristas de la siguiente manera: terroristas son criminales relacionados con
el gobierno o enfrentados a él, que cometen o han cometido
en un contexto político graves —e incluso los más graves—
crímenes. Aquí empleo el término “contexto político” en un
sentido amplio. Presupongo que se trata, por una parte, de la
función del derecho penal en un Estado de derecho funcional y legalmente consolidado, así como de un “derecho penal
normal” generalmente válido, y de un derecho penal especial
diseñado para terroristas, si es que existe un derecho penal
así, como puede ser el caso de Colombia, frente al “derecho
penal de la transición”.
¿PARA QUÉ SIRVE EL DERECHO PENAL EN LA LUCHA
CONTRA EL TERRORISMO?
¿Qué signiica todo esto para la pregunta sobre el papel del
derecho penal en la lucha contra el terrorismo? Signiica, hablando en términos generales y con base en el conocimiento
que tengo del caso colombiano, fundamentalmente tres cosas:
EL “DERECHO PENAL DE ENEMIGO” NO ES UNA OPCIÓN
En primer lugar y de forma breve —aunque resulta ser lo más
importante—, el “derecho penal de enemigo” propuesto,
entre otros, para los terroristas por Günter Jakobs (2006) no
es derecho penal. En el mejor de los casos el derecho penal
109
de enemigo es un exceso en la legítima defensa de un Estado
autoritario, o de un Estado que se percibe a sí mismo y que es
percibido por otros como impotente. En el peor de los casos,
el derecho penal de enemigo es una guerra contra el terrorismo, que necesariamente acaba con la derrota del Estado, sobre
todo, con la derrota del Estado de derecho. Los argumentos
para airmar esto han sido frecuentemente expuestos.
Alejandro Aponte (2006) los ha planteado minuciosamente
desde el punto de vista normativo y empírico en relación con
el caso colombiano. Todo en el modelo del derecho penal de
enemigo es desacertado: en primer lugar, la suposición de que
un Estado sin el derecho penal de enemigo es impotente; en
segundo lugar, los efectos esperados —el derecho penal de
enemigo no puede lograr lo que promete—; en tercer lugar, las
consecuencias desapercibidas —el derecho penal de enemigo
destruye el Estado de derecho como fundamento de las sociedades civilizadas—. Esto resulta relevante tanto en los inicios
como en la reconstrucción del Estado de derecho y de las sociedades civilizadas. Y, sobre todo, el derecho penal de enemigo
tiene, como el derecho penal, una función normativa: lo que se
transmite no es el tratamiento humano e ilustre de la desviación,
sino exactamente el tratamiento inhumano, el Unaufgeklärte,
que necesariamente conduce a largo plazo tanto al Estado como
a la sociedad a la barbarie, a la esclavitud y a la inseguridad.
EL DERECHO PENAL “NORMAL” ES LA OPCIÓN ADECUADA
EN UN ESTADO “NORMAL” EN UNA SOCIEDAD “NORMAL”
El terrorismo no es un estado de excepción, sino —incluso
desde una perspectiva histórica— es más bien un estado de
normalidad. Aunque resulte lamentable que cada vez cobre más
víctimas humanas, este es un hecho que debe ser reconocido.
Quizás no en un Estado utópico, como la Utopía de Thomas
Morus, sino en sociedades más o menos liberales, organizadas
bajo formas democráticas y con un Estado más o menos con110
solidado, existe el terrorismo en los términos descritos anteriormente, y debido a diversas razones:
• Anhelos de independencia que no se efectuaron, como
en el País Vasco.
• Promesas de bienestar, seguridad y justicia hechas por los
Estados, que no llegan a cumplirse, lo cual genera inconformidad que provoca criminalidad política.
• Demandas insatisfechas de poder, fundamentadas religiosa
o ideológicamente, sin posibilidad de que los hambrientos de
poder se resignen a no tenerlo.
• Los damniicados de los procesos de globalización son un
grupo adicional que resulta inducido a imponer sus objetivos
por medios terroristas, incluso en la esfera internacional.
En todos estos casos, los Estados deben castigar los crímenes de los terroristas conforme al derecho penal ordinario.
Deben evitar cambiar de manera ad hoc el derecho penal y el
derecho procesal penal bajo la impresión absurda de un estado
de necesidad estatal —anticipación de la punibilidad, minimización de las exigencias de la punibilidad, creación de iguras
delictivas sugeridas por la coyuntura política, limitaciones a
los derechos de los imputados, entre otros—. Pero, sobre todo, aquí los Estados están llamados a investigar las causas de
la actividad terrorista, de tal manera que la “lucha” contra el
terrorismo sea dirigida políticamente y esté acompañada solo
por el uso del derecho penal ordinario. Alemania, dicho sea de
paso, no consideró estas recomendaciones en los años setenta,
en tiempos del terror de la Fracción del Ejército Rojo (RAF), ni
aun hoy en el contexto de las amenazas terroristas islamistas.
DERECHO PENAL EN TIEMPOS DE TRANSICIÓN
En este aparte, me voy a referir a la pregunta particularmente
interesante para este evento, sobre cómo se debe reaccionar
111
penalmente al “terrorismo” en tiempos de transición, y qué papel
se le asigna al derecho penal en estos procesos transicionales.
¿Derecho penal de enemigo?
Como intenté aclararlo anteriormente, el derecho penal de
enemigo no es nunca una opción, menos aun en procesos
transicionales, pues estos últimos suceden en un tiempo de
deconstrucción de rivalidades y de las imágenes del enemigo, o que por lo menos debería serlo. Justicia en tiempos de
transición y derecho penal de enemigo son excluyentes entre
sí; cualquier intento de implementación de un derecho penal
de enemigo para “terroristas” lesionaría de forma inmediata y
persistente el proceso transicional.
Si bien entiendo, aplicar el derecho penal de enemigo a
la realidad colombiana actual es todavía una idea seductora
solamente para aquellos actores —representantes de todas
las partes involucradas— que no quieren la transición, sino la
continuación de una lucha con la intención de ganarla. Precisamente por esto las propuestas de un derecho penal para la
transición buscan prácticamente lo contrario: son propuestas
que van de la mano con la invitación a retornar conjuntamente a una sociedad y a un Estado. Ya el derecho penal para los
paramilitares previó —en cierto sentido— procedimientos privilegiados y penas rebajadas. Lo mismo se evidencia, a grandes
rasgos, en el derecho penal para la guerrilla.
Derecho penal ordinario
“Procesos privilegiados” y “penas rebajadas” frente a los más
graves crímenes tanto de los paramilitares como de la guerrilla.
No sorprende entonces que por parte de las víctimas se levanten
las más aireadas protestas. Quien razonablemente no confíe en
un derecho penal de enemigo, incentivado por el escalamiento
112
de los hechos, puede pensar que el derecho penal precisamente
cumple mejor su función —incluso la función ejemplarizante
positiva en el tratamiento de la desviación y el conlicto que
fue descrita anteriormente— cuando el contexto político se
invisibiliza, y un homicidio se castiga simplemente como tal.
Aunque a primera vista esta tesis pueda parecer acertada,
no debe considerarse, por lo menos en el caso colombiano, por
tres razones: primero, debido al contexto político e histórico,
una paz que no es el resultado de una victoria militar, de un
golpe de Estado o de una revolución es una paz que merece
ese nombre. Sin embargo, e incluso debido a la cantidad de
infractores que se deben enjuiciar, es una paz que, según creo,
no es posible de alcanzar sin una reacción penal suavizada.
En segundo lugar, desde una perspectiva criminológica,
que por supuesto no es la perspectiva de las víctimas, ni de sus
familiares, asesinar o lesionar en un contexto muy similar al de
los enfrentamientos armados es, desde casi cualquier punto de
vista, algo distinto de las mismas conductas cometidas en un
contexto pacíico, en el cual Colombia no se encuentra desde
hace mucho tiempo.
Y en tercer lugar, es necesario preguntarse por las condiciones en las que se encuentran el “derecho penal normal”
y el “proceso penal normal”. El llamado a aplicar el sistema
de justicia ordinario resulta plausible, si este fuera incuestionable en su juridicidad, su humanidad y su sociabilidad. Sin
embargo, este llamado a aplicar el denominado derecho penal
ordinario no resulta convincente cuando el estado de dicho
derecho penal ordinario es criticable.
Con todo el cuidado que se le debe exigir a un observador
extranjero, me parece que la normatividad, pero sobre todo
la realidad del sistema de justicia criminal colombiano, puede
y debe mejorar. Este diagnóstico es otra razón para oponerse
al empleo del derecho penal ordinario como respuesta a los
crímenes terroristas.
113
Un derecho penal de la transición
Con todo esto, para mí resulta cierto que lo que se requiere
en este momento es un derecho penal para la transición, cuya
coniguración no solo es difícil, sin lugar a dudas, sino que es
una tarea del legislador colombiano y de la sociedad colombiana. Sin embargo, debe cumplir fundamentalmente con las
siguientes exigencias:
El derecho penal de la transición tiene que insistir, por
consideración a las víctimas y a la paz, en llamar por su nombre
al delito y a la responsabilidad penal.
• Ese derecho, por consideración a la paz, tiene que reconocer el contexto armado en el que sucedieron los hechos, porque
solo de esta manera un determinado crimen será representado
de forma “justa”. Esto quiere decir que este derecho penal de
la transición tiene que evitar que cualquiera de las partes en
conlicto responda a la reacción penal con una reactivación
de las hostilidades.
• Este derecho de la transición tiene que estar acompañado
de una reforma del “derecho penal ordinario”, en dirección al
tratamiento justo de la desviación; tratamiento que no conozca
enemigos, ni grupos a los que jurídica o fácticamente se les
conceda impunidad.
• Este derecho de la transición tiene que ser transparente
y tiene que ser comunicado a la sociedad colombiana, incluso
pese al anhelo de algunos de llegar a un punto final.
•
PERSPECTIVAS
Se están exigiendo respuestas a la pregunta, ¿para qué sirve el
derecho penal en la lucha contra el terrorismo? Mis respuestas
son las siguientes:
El derecho penal no puede llevar, ni llevará a que la lucha
contra el terrorismo salga victoriosa. Esto puede hacerlo un
114
derecho penal de enemigo que solamente produce más violencia. En el contexto colombiano la puesta en funcionamiento
del “derecho penal normal” no llevará a ningún progreso en
la superación del terrorismo.
El terrorismo —en términos generales, pero también en el
contexto especíico colombiano— nunca será superado totalmente. La estatalidad ajustada a derecho y funcional es, desde
cualquier punto de vista, el presupuesto de una sociedad justa
en la que no existen estímulos para las reacciones terroristas.
La palabra clave aquí es good governance.
En el marco de good governance el derecho penal —y en
el contexto colombiano, un derecho penal de la transición—
puede desempeñar un papel acompañante e incluso ejemplar
en el tratamiento de la desviación. Los procesos penales no
son escenarios teatrales, pero cuando no existen otros escenarios el proceso penal puede —comprendido y dirigido de
forma correcta— permitir un tratamiento de lo sucedido, de tal
manera que la sociedad entera pueda sacar provecho de ello.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Aponte Cardona, Alejandro (2006). Guerra y derecho penal de enemigo: reflexión crítica sobre el eficientismo penal de enemigo.
Bogotá, D. C.: Ibáñez.
Lipton, Douglas; Martinson, Robert y Wilks, Judith (1975). The
Effectiveness of Correctional Treatment: A Survey of Treatment
and Evaluation Studies. New York: Praeger.
Hassemer, Winfried (1979). Generalprävention und Strafzumessung. En: Hassemer, Winfried; Lüderssen, Klaus y Naucke,
Wolfgang. Hauptprobleme der Generalprävention. Frankfurt
am Main: Metzner.
Jakobs, Günther (2006). Derecho penal de enemigo. Madrid: Civitas.
115
Segunda parte
JUSTICIA TRANSICIONAL Y
DERECHO PENAL INTERNACIONAL
LA LEY DE AMNISTÍA (LEY 1820 DE 2016)
Y EL MARCO JURÍDICO INTERNACIONAL
Kai Ambos*
Catedrático Universidad de Gotinga, Alemania,
y magistrado del Tribunal Especial para Kosovo, La Haya, Países Bajos
RESUMEN
La actual situación legislativa en Colombia se caracteriza por
una alta complejidad. Colombia es tal vez el país con la legislación más soisticada en el tema de justicia de transición y
procesos de paz. Esto se puede airmar con base no solamente
en las reformas constitucionales y legales que implementan la
Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), sino también en la Ley
975 de 2005 (Ley de Justicia y Paz) e incluso en otros procesos
*
Agradezco a Susann Aboueldahab, colaboradora cientíica del CEDPAL, por
la ayuda en la preparación de este texto. Además, agradezco a Gustavo Emilio Cote Barco, LLM y Dr. jur. GAU, por sus comentarios críticos. Revisión y
actualización por John Zuluaga, LLM y Dr. jur. GAU, profesor asociado en el
Departamento de Derecho Penal de la Universidad Sergio Arboleda.
119
de indulto, como los que tuvieron lugar con relación a grupos
guerrilleros como el M-19 y el EPL en las décadas de 1980 y
1990. Sobre esta base, aquí se defenderá la tesis según la cual,
desde el punto de vista normativo, la legislación colombiana
es, en principio, compatible con el Derecho Penal Internacional (DPI) e incluso, en algunas cuestiones, dicha legislación va
más allá. Si se analiza el Acuerdo de Paz entre el Gobierno
colombiano y las FARC-EP en su versión inal, así como la Ley
de Amnistía (Ley 1820 de 2016), especialmente los Artículos
16 y 23, los cuales son los artículos relevantes para diferenciar
los delitos amnistiables y no amnistiables, es posible airmar
que los últimos, o sea, los delitos frente a los cuales no procede la amnistía, no se limitan a los crímenes relevantes para el
DPI, en particular, en el marco del Estatuto de Roma (ER) de la
Corte Penal Internacional (CPI). Antes de analizar este punto
más detalladamente, se describirá brevemente el marco jurídico del derecho (penal) internacional frente a las amnistías.
EL MARCO INTERNACIONAL: AMNISTÍAS ABSOLUTAS
VERSUS CONDICIONADAS
En el derecho internacional se ha desarrollado un enfoque
bifurcado que distingue entre amnistías absolutas y amnistías
condicionadas.1
1
Me permito una referencia a anteriores textos de mi autoría (Ambos, 2009a,
pp. 54-ss.; 2009b; 2013, pp. 124-ss.) y de otros autores que realizan la misma distinción (Dugard, 2009, pp. 1003-1009; Cassese, Gaeta y Jones, 2002,
pp. 699-700; Goldstone y Fritz, 2000, pp. 663-664; Vandermeersch, 2002;
Oicina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos
Humanos, 2009, pp. 24-ss.; Van der Voort y Zwanenburg, 2001, pp. 315-ss.);
con relación a la jurisdicción de un tercer Estado (Cassese, 2013, pp. 316-ss.),
distinguiendo, ulteriormente, entre amnistías amnésicas, de compromiso, correctivas y responsables (Méndez, 2001, pp. 39-40; Young, 2002,
pp. 456-457; Robinson, 2003, pp. 481-484; Seibert-Fohr, 2003, pp. 588-590;
Salmón, 2006, pp. 331-ss.; Slye, 2002, pp. 240-ss.), así como otros autores
120
LAS AMNISTÍAS ABSOLUTAS, INADMISIBLES
Su inalidad primaria es esconder completamente crímenes
del pasado, disuadiendo o hasta prohibiendo cualquier investigación. El resultado es la indefensión de las víctimas y la
perpetuación de la impunidad, impidiendo a las víctimas y
sus familiares identiicar a los autores, conocer la verdad y recibir la reparación correspondiente. De esta forma, este tipo
de amnistías —que usualmente operan como autoamnistías,
favoreciendo a las mismas autoridades que la han aprobado—
obstruyen la investigación y el acceso a la justicia (Ambos,
2008, p. 90). Un ejemplo clásico de una amnistía absoluta en el
contexto latinoamericano es el Decreto chileno 2191 de 1978,
el cual concedió la amnistía a “autores, cómplices o encubridores” extendiéndola a todos los crímenes cometidos entre
el 11 de septiembre de 1973 —día del coup d’état del general
Augusto Pinochet— y el 10 de marzo de 1978, sin hacer ninguna distinción entre delitos comunes y aquellos cometidos
con motivación política (Ambos, 1999, pp. 127-ss. y 147-ss.;
1997, pp. 101-102 y 227-ss.).2
El derecho internacional prohíbe de manera inequívoca
este primer tipo de amnistías (Ambos, 2009a, pp. 55-62). No
solamente algunos instrumentos recientes toman esta posición,
el más notable entre ellos es el Estatuto del Tribunal Especial
de Sierra Leona (CESL),3 sino también lo dicho por otros tribunales internacionales penales y de derechos humanos permi-
relevantes (Ohlin, 2009, pp. 116-118; King, 2010, p. 610; Cryer, 2014,
pp. 569-ss.; Safferling, 2011, § 5 par. 64; Werle, 2010, pp. 235-ss.).
2
Chile. Contraloría General de la República. Decreto Ley 2191 (18 de abril
de 1978).
3
El Artículo 10 del Estatuto CESL dice: “An amnesty granted to any person
falling within the jurisdiction of the Special Court in respect of the crimes
referred to in articles 2 to 4 of the present Statute shall not be a bar to prosecution” (Residual Special Court for Sierra Leone, 2002).
121
ten llegar a la misma conclusión. En este sentido, el Tribunal
Penal Internacional para la ex-Yugoslavia (TPIY) rechazó de
la siguiente manera la amnistía en casos de tortura:
El hecho de que la tortura esté prohibida por una norma perentoria de derecho internacional […] sirve para deslegitimar
internacionalmente cualquier acto legislativo, administrativo
o judicial que autorice la tortura. Sería un sinsentido sostener,
por un lado, que a causa del valor de jus cogens de la prohibición contra la tortura, las reglas convencionales o consuetudinarias que prevean la tortura serían nulas e inválidas ab
initio, y, por el otro, que un Estado podría no tenerla en cuenta, por ejemplo, tomando medidas nacionales que autoricen o
aprueben la tortura o absuelvan a sus autores a través de una ley
de amnistía.4
Asimismo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos
(CIDH) consideró inadmisibles las disposiciones correspondientes en la Ley de Amnistía peruana N.° 26479 y su Ley
Interpretativa N.° 26492.5 En este sentido, la CIDH se reirió al:
Establecimiento de excluyentes de la responsabilidad penal que
pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables
de las violaciones graves a los derechos humanos tales como la
tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las
desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir
4
TPIY. Judgement, IT-95-17/1-T. (10 December 1998). Prosecutor v. Furundzija, par. 155. Traducción propia.
5
La Ley 26479 de 14 junio 1995 —reimpreso en Normas Legales No. 229,
143-134— fue una amnistía absoluta a favor del Ejército, la Policía y personal civil por crímenes cometidos en el marco de la lucha contra el terrorismo entre mayo 1980 y la promulgación de esta misma Ley; su objetivo fue
“interpretar” el alcance de la Ley de Amnistía (Ambos, 1997, pp. 95-96;
1999, pp. 140-141).
122
derechos inderogables reconocidos por el derecho internacional
de los derechos humanos.6
Este último caso es un ejemplo de una clásica amnistía
absoluta que viola los Artículos 8 y 25 en relación con el
Artículo 1 (1) y 2 de la Convención Americana de Derechos
Humanos (CADH) (OEA, 1969).7 Leyes de amnistías absolutas
resultan en el desamparo de las víctimas, violan el principio de
igualdad —ya que tratan a los beneiciarios mejor que a otros
delincuentes— (Ambos, 1997, pp. 214; Bock, 2010, p. 303)8 y
son maniiestamente incompatibles con la intención y el espíritu de la CADH.9 Por lo tanto, la jurisprudencia de la CIDH es
en el ámbito regional de especial importancia (Ambos, 2013,
pp. 423-ss.; Ferrer y Pelayo, 2014, pp. 82-ss.; Portilla, 2014,
pp. 169 ss. y 183-ss.; Ambos y Böhm, 2011, pp. 61-ss.; Chinchón,
6
Corte Interamericana de Derechos Humanos. Sentencia Serie C 75 (14 de
marzo de 2001), par. 41.
7
El Artículo 8 (1) de la CADH establece el derecho a ser oído por un tribunal
independiente e imparcial; el Artículo 25 (1) prevé el “derecho a un recurso
sencillo y rápido o a cualquier otro recurso efectivo ante los jueces o tribunales competentes, que la ampare contra actos que violen sus derechos
fundamentales reconocidos por la Constitución, la ley o la presente Convención […]”; el Artículo 1 (1) establece el deber del Estado de respetar
los derechos y libertades de la CADH (Chinchón, 2015, pp. 924, nota 51).
8
En cuanto al principio correspondiente “no one can be judged in his own
suit”, Permanent Court of International Justice. Advisory Opinion 12 (21
November 1925). Article 3, Paragraph 2, of the Treaty of Lausanne (Frontier
between Turkey and Iraq); véase también Elizabeth King (2010, p. 617).
9
CIDH. Sentencia Serie C 75 (14 de marzo de 2001), par. 43. Para la misma
posición de la Comisión Interamericana con respecto a las amnistías en los
casos previos de Argentina, Chile, El Salvador y Uruguay, véase Douglas
Cassel (1997, pp. 208-214). Acerca de la jurisprudencia de la CIDH, véase
Robert Cryer (2014, pp. 570-ss.); Michael Kourabas (2007, pp. 86-90),
concluyendo en la p. 89 que la “jurisprudencia en este asunto se ha vuelto
más concreta y potencialmente más expansiva”; y Gustavo Alvira (2013,
pp. 119-ss. y 124-ss.).
123
2015, p. 926).10 De manera similar, la Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) también ha sostenido que en casos
de tortura no se deben impedir procedimientos penales por
medio de amnistías o indultos.11
El Estatuto de la CPI, el cual se compromete expresamente
con la lucha contra la impunidad (Cryer, 2014, pp. 572-ss.),
es considerado una expresión de opinio juris en el sentido de
que las amnistías están prohibidas respecto a los crímenes
internacionales nucleares de competencia de la CPI (Gropengießer y Meißner, 2005, pp. 272-ss. y 300; Stahn, 2005,
pp. 702; Scharf, 1999, p. 522):
[Párrafo 4] Airmando que los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto no deben
quedar sin castigo y que, para tal in, hay que adoptar medidas
en el plano nacional e intensiicar la cooperación internacional
para asegurar que sean efectivamente sometidos a la acción de
la justicia.
[Párrafo 6] Recordando que es deber de todo Estado ejercer su
jurisdicción penal contra los responsables de crímenes internacionales.
De la misma manera, la ONU (2000, p. 22) dejó claro que
en el contexto de tratados de paz no acepta cláusulas de amnistía respecto a crímenes internacionales como genocidio,
crímenes contra la humanidad o infracciones graves al Derecho
10
La CIDH ha rechazado este tipo de amnistías en los casos: Gelman vs. Uruguay, Serie C 221, paras. 226, 233-ss. (24 febrero 2011); Gomes-Lund et al.
(Guerrilha do Araguaia) v Brazil, Serie C 219, paras. 147–77 (24 noviembre
2010); La Cantuta v Perú, Serie C 162, paras. 62, 80, 174 (29 noviembre
2006); Almonacid-Arellano et al. v Chile, Serie C 154, paras. 114, 118 (26
septiembre 2006).
11
Abdülsamet Yaman v Turkey, 32446/96, para. 55 (2 noviembre 2004) y recientemente la decisión Marguš c. Croacia, 445/10 (27 de mayo de 2014)
(Chinchón, 2015, pp. 925-ss. y 930-ss.; Bassiouni, 2013, pp. 976-ss.).
124
Internacional Humanitario (DIH). Aunque se ha reconocido
que “una amnistía cuidadosamente formulada puede ayudar al
regreso y la reinserción” de los grupos armados (ONU, 2004a,
par. 32), al mismo tiempo se ha reairmado que la ONU “nunca
puede prometer amnistías para el genocidio, los crímenes de
guerra, los crímenes contra la humanidad o las graves violaciones de los derechos humanos […]” (par. 10, 32, 64).12 La
misma postura se encuentra en la (poco frecuente) práctica
nacional (Ambos, 2009a, pp. 58-62) y en la amplia literatura
sobre amnistías (Bassiouni, 2013, pp. 972-ss.; Cassese, 2013,
p. 312; Freeman y Pensky, 2012, pp. 42-ss.; Méndez, 2001, p. 33;
Cassese, 2004, pp. 1130-ss.; Stahn, 2005, p. 461; Gropengießer
y Meißner, 2005, p. 272; Teitel, 2000, p. 58; Olson, 2006,
pp. 275-ss. y 383-384; Ambos, 2009a, p. 61). Con base en todo
lo anterior, es posible airmar que las amnistías absolutas son
inadmisibles en el marco del derecho (penal) internacional.
LAS AMNISTÍAS CONDICIONADAS, ADMISIBLES
Las amnistías condicionadas, al contrario, no eximen automáticamente de castigo por hechos delictivos cometidos durante
un cierto periodo de tiempo; más bien condicionan el beneicio
a la realización de ciertos actos por parte de los beneiciarios
(Ambos, 2009a, p. 104; 2008, p. 104). De esta manera, los
“antiguos” autores deben efectuar ciertos actos para satisfacer
12
Véase también International Centre for Transitional Justice, UN guidelines
meeting, Junio 9-10, pp. 1, 2 (“prohibición para el personal de la ONU de
aprobar una amnistía respecto a graves violaciones a los derechos humanos”) y Guidelines for United Nations Representatives on Certain Aspects
of Negotiations for Conlict Resolution. Documento interno sin fecha, par.
13 (“necesario y propio para que sea concedida inmunidad de persecución
[…]; sin embargo, la ONU no puede consentir amnistías que conciernan a
crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio o fomentar
a aquellos que violan obligaciones convencionales relevantes de las partes”
en conlicto (Oicina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los
Derechos Humanos (2009).
125
los reclamos legítimos de las víctimas, como la revelación
completa de los crímenes que han cometido, el reconocimiento de responsabilidad y el arrepentimiento (Cryer, 2014,
pp. 574-ss.).13 Lo esencial de una amnistía condicionada, desde
la perspectiva de las víctimas, es que prevea alguna forma de
responsabilidad —accountability—, si bien no necesariamente
dentro del marco de un juicio penal al menos sí a través de un
mecanismo alternativo, como por ejemplo una comisión de
la verdad y reconciliación (CVR) (Ambos, 2009a, pp. 104-ss.).
Cuanto más contribuyan las condiciones cumplidas en un caso
concreto a una verdadera reconciliación, mayor responsabilidad traerá consigo una amnistía condicionada —accountable
amnesty— (Slye, 2002, pp. 245-246).14 El ejemplo más famoso
de tal amnistía es el caso de Sudáfrica. Según la Ley de Verdad y Reconciliación (Truth and Reconciliation Act) de 1995,15
una amnistía individual puede ser concedida por un Comité
de Amnistía especíico bajo la condición de que, inter alia, el
solicitante revele todos los hechos cometidos y estos puedan
ser considerados delitos políticos.
Según la sección 3 (1), la CVR debe facilitar “[…] la concesión
de la amnistía a personas que hacen una completa revelación
de todos los hechos importantes referidos a actos asociados
13
Sobre posibles condiciones de las amnistías, véase Louise Mallinder (2009,
127-ss., paras. 42-ss.), incluida la igura 5 en donde constata que en la mayoría
de los casos se han previsto medidas de reparación, seguidas por rendicióndesarme, tiempo límite para la aplicación de la medida, arrepentimiento y
cooperación, comisiones para la verdad y reconciliación, lustración y justicia
basada en la comunidad.
14
Para una conclusión similar y un intento útil —aunque no completamente
satisfactorio— de desarrollar criterios para evaluar la posible contribución
de una amnistía a la reconciliación, véase Mallinder (2009, paras. 54-ss.),
quien airma en el parágrafo 66 que el efecto sobre la reconciliación “depende de las amplias condiciones políticas de un Estado […]”.
15
South Africa. Department of Justice and Constitutional Development. Act
34 (19 July 1995). Promotion of National Unity and Reconciliation.
126
con un objetivo político […]”. La sección 20 (3) deine un
acto “asociado con un objetivo político” recurriendo a ciertos criterios enumerados en la misma sección; por ejemplo, el
motivo del autor, el contexto y la naturaleza del acto, entre
otros. Al respecto, el Tribunal Constitucional de Sudáfrica ha
dicho lo siguiente:
La amnistía contemplada no es una amnistía absoluta contra una
persecución penal para todo el mundo, concedida automáticamente como un acto uniforme de amnesia legalmente obligatoria.
Ella es autorizada en concreto con el propósito de lograr una
transición constructiva hacia un orden democrático. Ella está
disponible solo si existe una completa revelación de los hechos al
Comité de la Amnistía y si es claro que la transgresión concreta,
cometida en el curso de los conlictos del pasado, fue realizada
durante el periodo prescripto y con un objetivo político.16
Un argumento importante a favor de la amnistía condicionada surge del derecho internacional humanitario (DIH), más
precisamente del Artículo 6 (5) del Protocolo Adicional II (PA
II) del 8 de junio de 1977 a las cuatro convenciones de Ginebra
de 1949, relativo a la protección de las víctimas de los conlictos
armados sin carácter internacional: “A la cesación de las hostilidades, las autoridades en el poder procurarán conceder la
amnistía más amplia posible a las personas que hayan tomado
parte en el conlicto armado o que se encuentren privadas de
16
South Africa. Constitutional Court. Case CCT 17/96 (25 July 1996), par. 32
(traducción del autor).
Para una evaluación crítica del proceso surafricano que muchas veces es
invocado como modelo sin mayor analisis, véase Jeremy Sarkin (2004,
pp. 234-ss.); véanse también las relexiones críticas de Antje du Bois-Pedain
(2007, 293-ss.; 2006, pp. 199-ss. y 300-ss.); Volker Nerlich (2006, pp. 55.ss.;
2002, pp. 23-ss.); Paul Gready (2011, pp. 93-ss.); Ole Bubenzer (2009,
pp. 11-ss.).
127
libertad, internadas o detenidas por motivos relacionados con
el conlicto armado”.17
Esta norma establece el deber de perseguir crímenes de
guerra cometidos en conlictos armados no internacionales y,
al mismo tiempo, se reiere —según la interpretación prevaleciente y de acuerdo con la opinión del Comité Internacional
de la Cruz Roja (CICR) basada en los traveaux (Pfanner, 2006,
pp. 363, 371)— únicamente a la posibilidad de amnistías respecto a actos legales en combate y a violaciones mutuas del
DIH que han sido cometidas como una consecuencia necesaria
del conlicto. Es decir, el PA II no permite amnistías respecto
a infracciones (graves) al DIH y mucho menos para crímenes
internacionales: “El objeto de este párrafo es facilitar un gesto
de reconciliación que contribuya a restablecer el curso normal de la vida en un pueblo que ha estado dividido” (Sandoz,
Swinarski y Zimmermann, 1987, nm. 4618).18
Mientras que esta disposición se aplica solo en conlictos armados no internacionales, la jurisprudencia del TPIY
en el caso Tadic,19 al igual que el Artículo 8 (2) (c) y (e) del
Estatuto de Roma (ER), indica que tampoco en el contexto
de conlictos armados internacionales puede ser permitido
que crímenes de guerra sean exonerados de castigo (Ambos,
1997, pp. 310-311; Tomuschat, 2002, p. 315; Werle, 2005, nm.
191; Sánchez, 2004, p. 371; Gropengießer y Meißner, 2005,
p. 272; Hafner, Boon, Rubesame y Huston, 1999, pp. 108, 111;
Gavron, 2002, p. 103). De acuerdo con el Artículo 6 (5) PA II,
17
Organización de las Naciones Unidas. Protocolo Adicional II (8 de junio
de 1977).
18
En concordancia, véase, OEA. Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Informe N.° 1/99, Caso 10 480. (27 de enero de 1999), par. 116; ONU
(2004b, par. 27). Haciendo referencia a la posición del CICR, véase Cryer
(2014, pp. 571-ss.), Cassel (1996, p. 218), Méndez (2001, p. 35), Jessica
Gavron (2002, p. 178). También véase Young (2002, pp. 446-447), Laura
Olson (2006, p. 286), Salmón (2006, p. 338).
19
TPIY.
128
Judgement, IT-94-1-A. (15 July 1999), par. 71-ss.
el cual supone cierta lexibilidad dada la referencia explícita
que aquí se hace a las amnistías, se puede airmar que luego
de un conlicto armado debe existir la posibilidad de conceder beneicios penales, siempre que esto sea un instrumento
apropiado y necesario para lograr la reconciliación nacional
(Arsanjani, 1999, p. 65; Bell, 2009, pp. 105-ss. y 108-ss.) y al
mismo tiempo no socave la obligación del Estado de investigar
los crímenes internacionales.
Por consiguiente, según la doctrina predominante del doble
enfoque, el cual ya se mencionó al inicio del apartado 1 de este
capítulo y en donde se distingue entre amnistías absolutas y
condicionadas, el derecho (penal) internacional permite amnistías bajo ciertas y excepcionales circunstancias. No obstante,
los requisitos especíicos necesarios para permitir las amnistías condicionadas siguen siendo controvertidos (Cryer, 2014,
pp. 570-ss.; Ambos, 2008, pp. 114-ss.). La gama de opiniones
se extiende desde aquellas que sostienen que toda la verdad
debe ser contada y exigen que la amnistía concedida sea indispensable para la transición pacíica a la paz (Van der Voort
y Zwanenburg, 2001, pp. 324-326) o que sea aplicada solo a
crímenes colectivos (May, 2005, pp. 243-252), hasta las que
proponen que la amnistía esté condicionada a la aprobación
judicial o a una investigación cuasijudicial con el in de que
las conductas criminales con motivación política sean reveladas (Dugard, 2002, pp. 693-703). Por ejemplo, para John
Dugard la discreción de los Estados para conceder amnistías
se deriva, en última instancia, del dilema argumentativo entre
el aspecto prohibitivo y el aspecto permisivo —peace versus
justice— (International Criminal Court, Ofice of the Prosecutor, 2007, sec. 2.3.1; Cryer, 2014, pp. 573-ss.), siempre excluyendo, sin embargo, genocidios, infracciones graves al DIH
y tortura (Dugard, 2002, p. 699).20 Incluso se puede airmar
20
Dugard (2009, 1003-1004) expresa dudas acerca de si el derecho internacional, dada la práctica estatal contraria, prohíbe las amnistías, aunque
129
que la condición mínima para una amnistía condicionada es la
promesa irrestricta de deponer las armas y de esta forma facilitar
el cese de las hostilidades (Ambos, 2009a, p. 62). Asimismo,
los autores de los crímenes cometidos deben cumplir con las
principales reivindicaciones de la justicia, es decir, la revelación
de los hechos, el reconocimiento de su responsabilidad y el
arrepentimiento, con el in de contribuir a una verdadera reconciliación (Ambos, 2013, p. 425; Bassiouni, 2013, pp. 974-ss.;
Mallinder, 2008, pp. 59-61; 2009, pp. 162-166).
En lo sucesivo se examinará bajo cuáles condiciones la Ley
de Amnistía expedida recientemente en Colombia concede este
tipo de beneicios con respecto a crímenes cometidos durante
el conlicto armado vivido en este país.
LA LEY DE AMNISTÍA COLOMBIANA Y EL MARCO
INTERNACIONAL
La Ley 1820 de 201621 contempla, con base en el Acuerdo de
Paz (Gobierno-FARC, 2016), inter alia, varias disposiciones
sobre amnistía, indulto y tratamientos penales especiales22 en
el marco de la JEP. Con el in de facilitar la terminación del
conlicto armado y “la construcción de una paz estable y duradera”, esta ley regula amnistías e indultos por delitos políticos
y conexos, como tratamientos penales especiales, diferenciando
entre conductas punibles de agentes del Estado y de ciertos
reconoce que se está “moviendo en esa dirección”. En cuanto a los crímenes
en particular, sostiene que el genocidio y los crímenes de guerra —“infracciones graves”— no pueden estar cubiertos por una amnistía, pero que el
derecho no es claro respecto a otros crímenes internacionales (p. 1015). En
ese sentido, véase Corte Interamericana de Derechos Humanos. Sentencia
Serie C 252 (25 de octubre de 2012).
21
Colombia. Congreso de la República. Ley 1820 (30 de diciembre de 2016).
22
Como la extinción de responsabilidades y sanciones penales y administrativas o renuncia del Estado a la persecución penal establecidos en el acuerdo
de JEP, Ley 1820 (30 de diciembre de 2016), Artículo 7.
130
integrantes de grupos armados, en particular de las FARC-EP.23
Por su parte, el Decreto 277 de 201724 establece el procedimiento para la efectiva implementación de la Ley 1820. Este Decreto
ha sido complementado por el Decreto 700 de 2017,25 el cual
se dirige a los casos en que no se aplique de manera oportuna
la Ley 1820 y por consiguiente se prolongue indebidamente
la privación de la libertad.26 La Corte Constitucional (CC) resolvió el 1.º de marzo de 2018 que la Ley 1820, en términos
generales, no va en contra de la Constitución. Sin embargo, el
alto tribunal condicionó varios puntos y declaró inexequibles
algunos aspectos previstos por la Ley 1820 (CC, Comunicado
Nr. 08 del 01 de marzo de 2018; El Espectador, 2018, marzo 1;
Semana, 2018, marzo 1). Sobre estos se volverá más adelante.
CONSIDERACIONES GENERALES
En primer lugar, es llamativo que el Artículo 1 de la Ley 1820
declare el proceso de refrendación popular explícitamente como
“un proceso abierto y democrático”. Una posible explicación
de esa mención inusual puede ser el esfuerzo de las autoridades
colombianas para cumplir cuidadosamente con los requisitos
internacionales respecto a las amnistías condicionadas. Así, por
23
Véanse las Consideraciones preliminares, Ley 1820 (30 de diciembre de
2016), Artículo 1 y el Objeto y ámbito de aplicación, Ley 1820 (30 de diciembre de 2016), Artículo 2-ss.
24
Colombia. Presidencia de la República. Decreto 277 (17 de febrero de 2017).
25
También se deben mencionar, entre otros, los Decretos 706, 1252 y 1269
de 2017; además, hay un Decreto reciente que otorga amnistía pero no se
encuentra el número (Presidencia de la República, 2017, julio 10).
26
Colombia. Presidencia de la República. Decreto 700 (2 de mayo de 2017).
De igual manera, se deben mencionar el Decreto 1252 (19 de julio de 2017)
que determina los términos para decidir respecto de los beneicios de la Ley
1820, entre otros aspectos; y el Decreto 1269 (28 de julio de 2017), por medio del cual se regula el otorgamiento de beneicios de la Ley 1820 de 2016
a miembros de la fuerza pública.
131
ejemplo, casos anteriores ante la CIDH han mostrado que leyes
correspondientes a una amnistía promulgada por un gobierno
no elegido democráticamente no cumplen con los estándares
de la Corte (Alvira, 2013, pp. 119-136; Cryer, 2014, p. 575).
Aunque la CIDH no ha establecido criterios muy claros para las
amnistías condicionadas,27 su vaguedad puede ser interpretada
como un enfoque amplio, el cual prohíbe las amnistías solo en
casos en que evidentemente se viole el DPI, lo cual permitiría
amnistías concedidas bajo condiciones democráticas siempre
y cuando se cumplan los demás requisitos internacionales para
este tipo de beneicios.28
La segunda observación general se reiere al término amnistía de iure, establecido en el Capítulo I de la Ley 1820, el cual
resulta poco conveniente. Según el Artículo 15, este tipo de
amnistía se concede solo por los delitos políticos enumerados
en la norma —como rebelión, sedición, conspiración y seducción— y por los delitos conexos listados en el Artículo 16. Sin
embargo, el término amnistía de iure resulta equívoco, porque
en realidad no existe una amnistía administrativa en el sentido
de un acto ejecutivo sin ningún tipo de trámite judicial. Más
bien, la amnistía “administrativa” debe ser materializada bien
en los casos concretos por las autoridades judiciales respectivas
o bien —según el capítulo II, Artículo 21— a través de una
veriicación de la Sala de Amnistía e Indulto de la JEP, en casos
que no sean objeto de una amnistía de iure de acuerdo con los
Artículos 15 y siguientes. Por lo tanto, la noción de iure conduce
a confusiones. El asunto se presta aún para más confusiones si
27
Corte Interamericana de Derechos Humanos. Sentencia Serie C 219 (24 de
noviembre de 2010), pp. 173, 241-242, 253, 253-258; Corte Interamericana de Derechos Humanos. Sentencia Serie C 221 (24 de febrero de 2011),
p. 239.
28
Véase Corte Interamericana de Derechos Humanos. Sentencia Serie C 252
(25 de octubre de 2012), p. 286, que abre la puerta a amnistías condicionadas.
Para una perspectiva distinta, véase King (2010, pp. 577-ss. y 613-ss.).
132
se tienen en cuenta las consideraciones del Decreto 1252 de
2017, según el cual la autoridad judicial no necesitará listado
o certiicación de acreditación para la concesión de amnistía
de iure o libertad condicionada en los términos de los númerales 1, 3 y 4 del Art. 17 Ley 1820 de 2017 (Art. 2.2.5.5.1.4.)
Otro aspecto relevante de la Ley 1820 es el tratamiento diferenciado entre las FARC-EP y los agentes del Estado —véanse
por ejemplo los Artículos 2, 3 y 9—, con fundamento en el
cual se prevé la amnistía para los primeros —Artículo 17— y la
renuncia a la persecución penal para los segundos —Artículos
44-ss.—. A esto se suma el progresivo tratamiento diferenciado
que se da a los terceros civiles (Corte Constitucional, Comunicado Nr. 55 del 14 de noviembre de 2017) y, asimismo, a los
miembros de los grupos paramilitares desmovilizados (Corte
Suprema de Justicia, radicado 36487 del 16.08.2017, M.P. Eugenio Fernández Carlier; también Rad. 51029 del 28.08.2017;
Rad. 50286 del 23.08.2017; Rad. 50938 del 16.08.2017; Rad.
50656 del 02.08.2017; Rad. 50754 del 02.08.2017; Rad. 50680
del 19.07.2017; Rad. 50504 del 18.07.2017; Rad. 50537 del
18.07.2017 y Rad. 50550 del 11.07.2017). Esta diferenciación
no tiene ninguna base en el derecho internacional. El Artículo
6 (5) del Protocolo Adicional II de los CG, al cual la Ley 1820
se reiere explícitamente en su Artículo 21, primer párrafo,
habla de dar la amnistía más amplia posible, sin distinguir
entre Estado y guerrilla.29 De hecho, la idea subyacente del
tratamiento diferenciado no existe en el DIH, pues desde la
perspectiva del derecho internacional Estado y guerrilla son solo
partes del conlicto (Ambos, 2014, pp. 124-ss.). Si bien hacer
esta diferenciación no constituye una violación del DIH, desde
el punto de vista legal no era necesario hacerla. Las razones
para ello fueron realmente políticas, ya que la fuerza pública
29
Organización de las Naciones Unidas. Protocolo Adicional II (8 de junio
de 1977), disposición 6 (5).
133
colombiana no quiere ser tratada como la guerrilla, así como la
guerrilla no quiere ser tratada como los grupos paramilitares.
En general, desde una perspectiva teórica, recientemente
bien explicada por Katrin Gierhake (2017), la pregunta por la
legitimidad de las amnistías previstas por la Ley 1820 permite
entrever un problema de justicia, ya que en los casos en los que
se otorgan estos beneicios la exención de la pena prevalece
sobre el ordenamiento jurídico: se suspende la interconexión
entre “justicia-injusticia-culpa-pena” y la comunidad renuncia
al efecto curativo que tiene la pena para la víctima y el autor, así
como para la validez general del sistema legal. Este tratamiento
extraordinario solo puede ser legítimo si existen circunstancias
excepcionales que justiiquen la renuncia a la validez general
del ordenamiento jurídico (p. 405).
En el caso colombiano, el conlicto armado podría constituir
tales circunstancias y así se podría justiicar el otorgamiento
de amnistías en casos de delitos políticos o conexos a estos:
desde la perspectiva del legislador colombiano, el motivo de la
rebelión es esencialmente político y está dirigido a cambiar las
estructuras del Estado hacia una alternativa mejor (Gierhake,
2017, pp. 405-ss.). Es decir, el mal del acto —de rebelión y conductas conexas— no se maniiesta en la relación interpersonal
entre autor y víctima sino que está orientado a las estructuras
e instituciones estatales en su conjunto (pp. 207-ss). Aunque
el motivo político no puede por sí solo compensar o disminuir lo injusto de los actos o la culpabilidad de los autores, el
contexto político ciertamente puede inluir en la conciencia
del sujeto individual frente al derecho y crear circunstancias
bajo las cuales se relativiza el grado de la culpabilidad (p. 406).
Además, hay que tener en cuenta la meta principal del otorgamiento de amnistías en un contexto como el colombiano,
o sea, establecer una paz estable y duradera (pp. 408-ss.). En
este sentido, la Ley 1820 contiene varios criterios, por ejemplo, la calidad del autor —agente del Estado o miembro de las
FARC-EP—, su motivación, entre otros, a partir de los cuales se
134
determinan los delitos amnistiables y no amnistiables, como
veremos en seguida.
DELITOS AMNISTIABLES Y NO AMNISTIABLES
Un tema fundamental de la Ley de Amnistía, como ya hemos
visto, es la distinción entre delitos amnistiables y no amnistiables. Su Artículo 23 es una de las normas centrales, tal vez la
más importante con respecto al tema de la amnistiabilidad de
las conductas. Dice lo siguiente:
Artículo 23. Criterios de conexidad. La Sala de Amnistía e Indulto
concederá las amnistías por los delitos políticos o conexos. En
todo caso, se entienden conexos con el delito político los delitos
que reúnan alguno de los siguientes criterios:
a) Aquellos delitos relacionados especíicamente con el desarrollo
de la rebelión cometidos con ocasión del conlicto armado, como
las muertes en combate compatibles con el derecho internacional humanitario y la aprehensión de combatientes efectuada en
operaciones militares, o
b) Aquellos delitos en los cuales el sujeto pasivo de la conducta
es el Estado y su régimen constitucional vigente, o
c) Aquellas conductas dirigidas a facilitar, apoyar, inanciar u
ocultar el desarrollo de la rebelión.
La Sala de Amnistía e Indulto determinará la conexidad con el
delito político caso a caso.
Parágrafo. En ningún caso serán objeto de amnistía o indulto únicamente los delitos que correspondan a las conductas siguientes:
a) Los delitos de lesa humanidad, el genocidio, los graves crímenes
de guerra, la toma de rehenes u otra privación grave de la libertad,
la tortura, las ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada,
el acceso carnal violento y otras formas de violencia sexual, la
135
sustracción de menores, el desplazamiento forzado, además del
reclutamiento de menores, de conformidad con lo establecido
en el Estatuto de Roma. En el evento de que alguna sentencia
penal hubiere utilizado los términos ferocidad, barbarie u otro
equivalente, no se podrá conceder amnistía e indulto exclusivamente por las conductas delictivas que correspondan a las aquí
enunciadas como no amnistiables;
b) Los delitos comunes que carecen de relación con la rebelión,
es decir, aquellos que no hayan sido cometidos en el contexto y en
razón de la rebelión durante el conlicto armado o cuya motivación
haya sido obtener beneicio personal, propio o de un tercero.
Lo establecido en este artículo no obsta para que se consideren
delitos conexos con los delitos políticos aquellas conductas que
hayan sido caliicadas de manera autónoma como delitos comunes, siempre y cuando estas se hubieran cometido en función del
delito político y de la rebelión.
Se entenderá por “grave crimen de guerra” toda infracción del
derecho internacional humanitario cometida de forma sistemática.
Al respecto hay que airmar, en primer lugar, que para
aplicar dicha disposición se debe entender bien el concepto
de delito político (Artículo 8), lo cual representa un tema muy
importante en Colombia y que para los extranjeros es difícil de
comprender, debido a que precisamente en la esfera internacional existe una tendencia a restringir el efecto de esta clase
de delitos, sobre todo en tratados de extradición,30 mientras
30
Como se observa en el Convenio Europeo para la Represión del Terrorismo
del 27 de enero de 1977 y en el Convenio Europeo de Extradición del 13 de
diciembre de 1957. Véase el informe explicativo del Consejo de la Unión
Europea, Erläuternden Bericht des Rates, Abl. EG C 191 del 23 de junio de
1997, p. 13 (citado en Schomburg, Lagodny, Gleß y Hackner, 2012, Art.
5 EU-AuslÜbK, 433-ss.); Thomas Weigend, 2000, pp. 105-106; Helmut
Baier, 2001, pp. 427-443; Joachim Vogel, 2001, pp. 937-938; Zsuszanna
136
que en Colombia opera como base para conceder beneicios.
En otras palabras, en Colombia existe un tratamiento privilegiado para delincuentes políticos (Hataway, 2015, pp. 163-ss.
y 177-ss.), lo cual, para hacerlo más complicado, se extiende
a los delitos conexos.
El manejo de los delitos políticos tiene una larga tradición en
Colombia (Orozco, 2006, pp. 55-ss.; 2005, pp. 348-ss.; Aponte, 2011, pp. 29-ss.; Posada, 2010, pp. 75-ss.; Gutiérrez, 2006,
pp. 388-ss.). Con base en ello siempre se ha privilegiado a los
grupos guerrilleros —de izquierda— sobre los grupos paramilitares —de derecha—, alegando que solamente los primeros
quieren cambiar el Estado y la sociedad hacia una alternativa
mejor (Pérez, 1978, pp. 111-ss. y 135-ss.).31 La Constitución
de 1991 hace explícita referencia al delito político a diferencia del delito común, y prevé un tratamiento diferenciado en
cuanto a amnistías e indultos.32
En una sentencia importante al respecto, la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia decidió en 200733
que la mera conformación y pertenencia a un grupo paramilitar no puede ser declarada como delito político, ya que estos
Deen-Racsmány y Rob Blekxtoon, 2005, pp. 317-ss. y 352-ss.; véase también
Ambos (2018, § 12, nm. 24) con más referencias.
31
Se debe señalar, sin embargo, que en los años cincuenta los beneicios penales
que se concedieron al inalizar la violencia bipartidista, no solo fueron aplicados a los rebeldes sino también a quienes cometieron crímenes como reacción contra la rebelión y en nombre del Estado (Cote, 2010, pp. 233-239).
32
Artículo 150. “Corresponde al Congreso hacer las leyes. Por medio de ellas
ejerce las siguientes funciones: […] 17. Conceder, por mayoría de los dos
tercios de los votos de los miembros de una y otra Cámara y por graves
motivos de conveniencia pública, amnistías o indultos generales por delitos políticos” (Corte Constitucional, 2015, pp. 42-43) y Artículo 201. “Corresponde al Gobierno, en relación con la Rama Judicial: […] 2. Conceder
indultos por delitos políticos, con arreglo a la ley, e informar al Congreso
sobre el ejercicio de esta facultad […]” (p. 57).
33
Colombia. Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Penal. Sentencia
C-26945, segunda instancia (11 de julio de 2007).
137
grupos —en el caso correspondiente— actuaron por motivos
“egoístas” y fueron apoyados por importantes sectores institucionales (Ambos, 2008, pp. 193, 195-ss.). Según la Ley 1820,
en los Artículos 7, 8 y 9, acorde con la tradición colombiana,
únicamente los delitos políticos y los delitos conexos cometidos por integrantes de grupos guerrilleros pueden ser objeto
de amnistía en el marco de la JEP, mientras que los delitos
que no pueden ser caliicados como “políticos” o “conexos”
no pueden serlo (al respecto, véase Corte Suprema de Justicia, Rad. 46334 del 13.09.2017; Rad. 47636 del 13.09.2017;
Rad. 50628 del 06.09.2017; Rad. 49647 del 11.07.2017; Rad.
50220 del 28.06.2017; Rad. 49895 del 28.06.2017: Rad. 49647
del 07.06.2017; Rad. 50402 del 05.06.2017; Rad. 50325 del
23.05.2017; Rad. 49253 del 10.05.2017; Rad. 49134 del
10.05.2017). La pregunta es, entonces, ¿cuáles son esos delitos
conexos al delito político? Sobre esto se volverá más adelante,
especialmente con respeto al narcotráico.
La Ley de Amnistía, en el literal a del Artículo 23 citado
arriba, deine concretamente a través de un listado cuáles delitos no pueden ser amnistiados. Esta redacción tiene muchos
problemas. Lo cierto es que dicho listado va más allá del ER.34
En los Artículos 5 a 8bis de este instrumento internacional se
deinen el genocidio, los crímenes de lesa humanidad, los crímenes de guerra y el crimen de agresión —el cual no es relevante
para Colombia—. Si se analiza detalladamente el Artículo 23
de la Ley de Amnistía, se puede ver que la primera parte de la
lista corresponde más o menos al ER: delitos de lesa humanidad, genocidio —aunque en Colombia el genocidio se deine
34
Por supuesto, sí hay otras fuentes relevantes aparte del y anteriores al ER.
Por ejemplo, el derecho positivo y consuetudinario, basado en el Derecho
Internacional Humanitario (DIH), con relación al tema de la responsabilidad
de mando. En todo caso, el ER codiica lo que uno consideraría el current
state del DPI; en ese sentido es un buen punto de partida, ya que Colombia
es, además, Estado parte.
138
más ampliamente porque incluye el genocidio político—35 y
graves crímenes de guerra.
Sin embargo, en relación con los crímenes de guerra puede
haber diicultades, ya que el ER no habla de “graves crímenes
de guerra” tal y como lo hace la Ley de Amnistía. El Estatuto
hace alusión solamente a “crímenes de guerra”. Así, por ejemplo, el homicidio de una persona protegida, como un civil,
constituye un crimen de guerra en los términos del ER, pero
en Colombia, en cambio, en el marco de la Ley de Amnistía se
debe preguntar primero si dicha conducta es “grave” o no. Si se
tiene una limitación o un adjetivo como este se debe distinguir
entre casos graves y no graves; en consecuencia, por ejemplo, el
asesinato o el secuestro de una persona podría no ser un caso
“grave”, mientras que la masacre de una población sí podría
ser valorada de esta manera. Esto debe ser interpretado y ahí
puede surgir un problema frente al ER, el cual no tiene esta
limitación. El ER establece solamente un límite en términos
de la jurisdicción de la CPI en el Artículo 8 (1), al decir “como
parte de un plan o política o como parte de la comisión en
gran escala”, pero esta limitación es solo jurisdiccional, no
sustancial. Una limitación no sustancial —de admisibilidad
como concepto procesal— también se encuentra en el umbral
de gravedad del test de complementariedad que debe tener
lugar en el contexto de la CPI (Corte Penal Internacional, 2002,
Artículo 17; Ambos, 2016, pp. 271-ss.).
Así las cosas, la Fiscalía de la CPI podría airmar que Colombia, al contemplar en la Ley de Amnistía un concepto más
35
“El que con el propósito de destruir total o parcialmente un grupo nacional,
étnico, racial, religioso o político que actúe dentro del marco de la ley, por
razón de su pertenencia al mismo, ocasionare la muerte de sus miembros,
incurrirá en prisión de […]” (Énfasis del autor). Colombia. Congreso de
la República. Ley 599 (24 de julio de 2000), Artículo 101. El fragmento
tachado fue declarado inexequible por la Corte Constitucional colombiana
mediante laSsentencia C-177 de 2001.
139
estrecho de crímenes de guerra y no seguir en este punto el
ER, no cumple con sus obligaciones internacionales. Contra
esto se podría argumentar que el adjetivo “grave”, al igual
que la expresión “como parte de un plan o política o como
parte de la comisión en gran escala” del Artículo 8 (1) ER, solamente constituye una limitación jurisdiccional (Ambos, 2014,
pp. 118-ss.). En todo caso, la lista de crímenes no amnistiables
sigue y en ella se incluyen aquellos que no corresponden necesariamente a crímenes internacionales. Es importante tener
claro que los crímenes internacionales en el sentido del DPI
no son lo mismo que los crímenes transnacionales (Ambos,
2014, pp. 222-ss.). Tomando en cuenta estas diicultades en
la interpretación del término “grave”, la Corte Constitucional
concluyó en su reciente sentencia del 1 de marzo de 2018 que
este término es inexequible siempre y cuando se reiere a crímenes (CC, Comunicado Nr. 08 del 01 de marzo de 2018; El
Espectador, 2018, marzo 1; Ámbito Jurídico, 2018, marzo 2).
Por lo tanto, el adjetivo fue eliminado de seis artículos de la
Ley 1820 lo cual aportará una mayor claridad en la aplicación
de la norma, sobre todo con respecto al parágrafo del Artículo
23 acá discutido.
Ejemplos de la segunda categoría son el narcotráico o el
terrorismo. Los crímenes internacionales tienen un elemento
de contexto —Gesamttat—. Este elemento de contexto es un
requisito indispensable para convertir un crimen ordinario,
como varios asesinatos, en un crimen internacional. Así, por
ejemplo, el literal a del parágrafo del Artículo 23 de la Ley de
Amnistía también hace referencia a la toma de rehenes, conducta
que no constituye un crimen internacional y da lugar más bien
a un crimen ordinario. Algo similar ocurre con la desaparición
forzada de personas. Este último crimen encuentra fundamento
en convenciones internacionales, como la Convención Interamericana (OEA, 1994), pero solo constituye un crimen internacional, por ejemplo un crimen de lesa humanidad, cuando es
cometido como parte de un ataque sistemático o generalizado
140
contra la población civil. Esto quiere decir que la conducta se
debe cometer como parte de una política dentro de una “línea
de conducta” y no como un acto aislado.36
La desaparición forzada es tal vez el caso menos problemático, pues evidentemente es un crimen grave (Ambos y
Böhm, 2009, pp. 195-ss.). Sin embargo, no ocurre lo mismo,
por ejemplo, con el tema de la violencia sexual, el cual es demasiado amplio. La Ley de Amnistía se reiere en el literal a
del parágrafo del Artículo 23 al “acceso carnal violento y otras
formas de violencia sexual”. Así formulado, se puede dar a entender desde la violación hasta el acoso sexual. Esto depende
de cómo se interprete. Cualquier ataque contra la autonomía
sexual de una persona es susceptible de ser caliicado como
“violencia sexual” y, sin embargo, seguramente no cualquier
ataque en este sentido constituye un crimen internacional. Son
crímenes, pero no necesariamente internacionales. Así pues, se
podría presentar un problema de legalidad, dada la vaguedad
de dicha expresión. No obstante, en todos estos casos la Ley
de Amnistía va más allá del ER.
Desde el punto de vista normativo o de derecho positivo, es
posible airmar entonces que Colombia ha hecho un intento por
seguir el DPI y en particular el ER. Esto no se puede comparar
con procesos de esta clase que han tenido lugar en otros países,
como en Sudáfrica —siempre (mal) citado en Colombia—,37
36
Ver Artículo 7 (Crímenes de lesa humanidad) del Estatuto de Roma: “A los
efectos del presente Estatuto, se entenderá por ‘crimen de lesa humanidad’
cualquiera de los actos siguientes cuando se cometa como parte de un ataque
generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento
de dicho ataque [seguido de una enumeración de delitos particulares].
[…] 2. A los efectos del párrafo 1:
a) Por ‘ataque contra una población civil’ se entenderá una línea de conducta que implique la comisión múltiple de actos mencionados en el párrafo 1
contra una población civil, de conformidad con la política de un Estado o
de una organización de cometer ese ataque o para promover esa política”.
37
Véanse las referencias bibliográicas citadas al principio del apartado Las
amnistías condicionadas, admisibles.
141
en donde hubo mucho más impunidad, o en países de Europa
oriental, ni siquiera con otros procesos colombianos que han
tenido lugar en el pasado, en los cuales, en todo caso, se han
reconocido límites a la concesión de beneicios. En este sentido,
se puede recordar la noción de “actos de ferocidad y barbarie”
(Ambos, 1999, pp. 53-ss.; Peña, 1992, junio 2; Ambos, 2015,
noviembre 14). En varios aspectos la legislación colombiana
actual es incluso más progresiva. De hecho, no hay muchos problemas desde el punto de vista normativo; la gran diicultad se
presenta más bien en la implementación del marco normativo.
EL NARCOTRÁFICO COMO DELITO CONEXO
¿AMNISTIABLE?
Y POR LO TANTO
Otro tema complejo y muy controvertido, el cual he discutido previamente (Ambos, 2017, enero 21), es el narcotráico
como posible delito conexo a los delitos políticos (Tarapués,
2017, septiembre 25). En primer lugar, resulta llamativo que
el término “narcotráico” no haya sido incluido en el texto de
la Ley 1820. Así las cosas, el punto de partida para responder
a la pregunta compleja de si el narcotráico debe ser tratado
como un delito conexo y si por lo tanto es amnistiable, son
los Artículos 8 y 23, los cuales, como ya se airmó, deinen el
delito político y sus delitos conexos en concordancia con los
puntos 38-41 del capítulo sobre Justicia Especial para la Paz
del Acuerdo final (Gobierno-FARC, 2016):
38. […] se amnistiarán e indultarán los delitos políticos y conexos cometidos en el desarrollo de la rebelión por las personas
que formen parte de los grupos rebeldes con los cuales se irme
un acuerdo de paz. […] Para decidir sobre la conexidad con el
delito político de conductas delictivas relacionadas con cultivos de
uso ilícito, se tendrán en cuenta los criterios manifestados por la
jurisprudencia interna colombiana con aplicación del principio
de favorabilidad […].
142
41. Tampoco son amnistiables o indultables en el SIVJRNR, los delitos comunes que carecen de relación con la rebelión, conforme
a lo determinado en la ley de amnistía (pp. 150-152).38
Obviamente, el narcotráico por sí mismo no puede ser
caliicado como delito político, pues no se dirige, como exige
el segundo párrafo del Artículo 8 de la Ley 1820, contra “el
Estado y su régimen constitucional vigente” como sujeto pasivo de la conducta, ni tampoco es, como tal, ejecutado “sin
ánimo de lucro”:
En virtud de la naturaleza y desarrollo de los delitos políticos y
sus conexos, para todos los efectos de aplicación e interpretación
de esta ley, se otorgarán tratamientos diferenciados al delito común. Serán considerados delitos políticos aquellos en los cuales
el sujeto pasivo de la conducta ilícita es el Estado y su régimen
constitucional vigente, cuando sean ejecutados sin ánimo de
lucro personal.
Pero, ¿podría ser considerado como delito conexo cuando
se ha incurrido en dicha actividad con el objetivo de inanciar
la rebelión contra el Estado? El tercer y cuarto párrafo del
Artículo 8 de la Ley de Amnistía deine como delitos conexos
tanto las “conductas relacionadas especíicamente con el desarrollo de la rebelión”, las cuales deben ser cometidas “con
ocasión del conlicto armado”, “así como las conductas dirigidas
a facilitar, apoyar, inanciar u ocultar” la rebelión. En los dos
casos se debe tratar de delitos comunes cometidos “sin ánimo
de lucro personal, en beneicio propio o de un tercero”.39 Esta
deinición se reitera de una manera más concreta en el Artículo 23, el cual excluye como delitos conexos amnistiables los
38
Énfasis del autor.
39
Énfasis del autor.
143
crímenes internacionales “de conformidad con […] el Estatuto
de Roma” y los delitos comunes sin relación con la rebelión o
“cuya motivación haya sido obtener beneicio personal, propio
o de un tercero”, es decir, como se dijo antes, cometidos con
ines de lucro personal. Además, este mismo artículo dice, al
inal, que se pueden considerar como delitos conexos “aquellas
conductas que hayan sido caliicadas de manera autónoma como
delitos comunes, siempre y cuando estas se hayan cometido
en función del delito político y de la rebelión”.
En resumidas cuentas, esto quiere decir que un delito común cometido para inanciar la rebelión, es decir, con ines
de lucro, pero no personal, puede ser considerado como un
delito conexo al delito político. El adjetivo personal es clave
aquí, pues convierte al narcotráico, el cual, por cierto, es un
delito (común) típico de lucro, en un delito conexo, siempre
y cuando su objetivo no haya sido el enriquecimiento “personal de los rebeldes”: “38. […] Se entenderá como conducta
dirigida a inanciar la rebelión todas aquellas conductas ilícitas
de las que no se haya derivado enriquecimiento personal de
los rebeldes ni sean consideradas crimen de lesa humanidad,
grave crimen de guerra o genocidio” (Gobierno-FARC, 2016,
p. 151; al respecto, véase Corte Suprema de Justicia, Rad. 49895
del 28.06.2017, M.P. Patricia Salazar Cuéllar: “[…] el único
concierto ‘para delinquir’ que resulta unido al delito político
es el que se acuerda para ayudar los ines de la rebelión […]”,
énfasis propio).
El narcotráico es un delito común, pues, por un lado, no se
encuentra en la lista de crímenes internacionales a la que ya se
hizo alusión y, por otro lado, no constituye un crimen internacional sino un crimen transnacional. Conductas de narcotráico
cometidas por un grupo rebelde como las FARC-EP durante un
conlicto armado también están relacionadas con este conlicto —supuesto i— y pueden bien haber estado “dirigidas” a
“inanciar” la rebelión —supuesto ii—, en particular si el respectivo grupo no tenía otras fuentes de inanciación, como la
144
ayuda proveniente de países extranjeros —así ocurrió durante
la Guerra Fría, cuando Estados Unidos o la Unión Soviética
inanciaron grupos de este tipo—. La pregunta es entonces si
es posible sostener que estas conductas han sido cometidas
sin ines de lucro personal, adjetivo que, como se dijo antes,
hace la distinción entre delito común no amnistiable y delito
conexo amnistiable. De todos modos, la posibilidad de una
comisión sin ines de lucro personal no se puede descartar de
entrada; esto depende de cada caso concreto.
Es posible imaginar una situación en la cual el grupo respectivo usa todas las ganancias del narcotráico para comprar
armas y otros equipamientos para sus tropas. En este caso, el
grupo podría haber incurrido en este delito exclusivamente
para inanciar la rebelión. Teniendo en cuenta que al parecer las
FARC-EP han obtenido importantes ganancias como producto
de actividades relacionadas con el narcotráico, queda claro
que dicha actividad constituyó una estrategia decisiva para facilitar la insurgencia por parte de dicho grupo (Hataway, 2015,
pp. 163-ss. y 174-ss., Otis, 2014, pp. 8-ss.; Lozano, 2017, marzo
12; Semana, 2016, septiembre 6; Yagoub, 2016, abril 21). En
últimas, se trata de una cuestión fáctica y probatoria, donde
puede ser decisiva la distribución de la carga de la prueba.
Los encargados de la difícil tarea de determinar “la conexidad
con el delito político caso a caso” serán los jueces de la Sala
de Amnistía e Indulto.
LA IMPLEMENTACIÓN EFECTIVA DE LA LEY 1820
El primer desafío en cuanto a la puesta en práctica de la Ley
1820 es que la JEP pretende ser un sistema integral, lo cual es
poco modesto.40 Esto supondría un sistema “holístico” en donde
40
Sobre la posible fecha de la efectiva operación de la JEP, con el nombramiento de los magistrados y la aprobación de las reglas, especialmente sobre
procedimiento, véase Ambos (2017, junio 8).
145
los diferentes componentes estén realmente conectados. Sin
embargo, por ahora solo se cuenta con las normas y no existe
la institucionalidad que soporte dicha legislación. De todas
maneras, ya se están amnistiando personas con base en la Ley
de Amnistía y el Decreto 277.41 Si el interesado suscribe un
acta de compromiso conforme al formato anexo, ya puede ser
beneiciario de la amnistía.42 De hecho, como se trata de una
amnistía condicionada, la Sala de Amnistía e Indultos debería
veriicar posteriormente si esa persona ha cometido delitos no
amnistiables. Empero, la persona que irma el acta no dice nada, no “coniesa” nada en el momento en el que se le otorga el
beneicio. En este sentido, la exigencia es menor que en la Ley
de Justicia y Paz, en la cual existía la versión libre. Obviamente,
allí se podía mentir, pero en todo caso había que confesar algo
(Ambos et al., 2010, pp. 9-ss. y 81-ss.).
Al contrario, en el caso de la Ley de Amnistía no hay por
ahora quién controle si los requisitos se cumplen. Aunque el
Artículo 35 de la Ley 1820, último párrafo, prevé la posibilidad de revocar la libertad de quienes incumplan alguno de los
requerimientos del Tribunal para la Paz —por ejemplo, respecto a la reparación de las víctimas o porque no se comparece
ante la Comisión de la Verdad—, será difícil implementar este
mecanismo ya que las personas beneiciadas hasta el momento
con la amnistía en ese momento ya estarán en libertad y seguramente no se entregarán de nuevo a las autoridades estatales
si eventualmente esta se llegara a revocar. Esta duda se ve
41
A principios de mayo de 2017, jueces de ejecución de penas ya habían sacado de la cárcel a 291 guerrilleros, de los cuales 179 obtuvieron amnistía
de iure, 40 libertades condicionadas y 72 fueron trasladados a zonas veredales (El Tiempo, 2017, mayo 10; mayo 11). A la fecha (16.01.2018) 3 534
exguerrilleros han irmado el acta de sometimiento; además, hay 1 729 actas
suscritas por integrantes de la fuerza pública y, además, de 21 particulares
(Semana 2018, enero 15).
42
Colombia. Presidencia de la República. Decreto 277 (17 de febrero de 2017),
Anexos I y II, Actas de Compromiso-Amnistía de Iure-Ley 1820 de 2016.
146
aún más agravada tomando en cuenta la posición de la Corte
Constitucional en su sentencia del 1.º de marzo de 2018. Allí
aclaró que para todos los que quieran acceder a la amnistía
es una obligación estar dispuesto a contar toda la verdad y a
reparar a las víctimas en la JEP. En caso contrario, tendrán que
enfrentar un proceso penal en la justicia ordinaria y perderán
los beneicios de la amnistía (CC, Comunicado Nr. 08 del 01 de
marzo de 2018; El Espectador, 2018, marzo 1; Semana, 2018,
marzo 1). Es decir, la Corte establece un requisito imprescincible que —a pesar de su razonamiento normativo que debe
considerarse muy positivo— parece ser demasiado exigente
para la práctica judicial de la JEP.
Así pues, es posible plantear la pregunta de si estas amnistías
realmente serán veriicadas cuando la JEP esté funcionando, lo
cual es difícil debido a la gran cantidad de casos que tendrían
que ser revisados. Probablemente, lo que se busca con esto
es que la amnistía se otorgue al mayor número de personas,
para que luego haya menos carga de trabajo para la JEP. Esto
es razonable, dado que en todo caso se necesita un mínimo
de selección, pero la pregunta es si es “honesto” hacerlo de
esta manera. Sería más transparente decir con claridad que
hay miles de personas que nunca van a poder ser procesadas y
que por esto solo se busca procesar una cantidad reducida de
individuos —el 5 % por ejemplo— con los criterios que existen en DPI o en la directiva que la misma Fiscalía colombiana
expidió hace unos años para priorizar la investigación de casos
—por ejemplo, casos representativos, líderes, entre otros—.
Claro está, aceptar abiertamente la limitación de este sistema
hubiera sido difícil teniendo en cuenta el impacto político y la
posible reacción de diversos sectores sociales, como por parte
de las ONG. Sin embargo, tarde o temprano se harán evidentes
los límites de la JEP. La pregunta es cómo se le puede exigir
a la persona a quien se otorga la amnistía que contribuya a la
verdad o que repare a las víctimas. Este es un tema que debe
147
ser observado y discutido con detenimiento por la sociedad
colombiana.
Otro aspecto con miras a la implementación efectiva de
las amnistías y los indultos en el marco de la JEP concierne al
recurso de habeas corpus, el cual también he discutido en otro
lugar (Ambos, 2017, mayo 15). Mediante el Decreto 700, que
desarrolla la Ley 1820, así como su primer decreto reglamentario
277, se estableció la posibilidad de interponer este recurso en
casos de prolongación indebida de la privación de la libertad.
Con base en el Decreto 700 también la jurisprudencia de la
Corte Constitucional sobre habeas corpus es aplicable en caso
de omisión o dilación injustiicada en el trámite de las solicitudes de libertad condicional. En particular, este beneicio se
otorga, primero, a los miembros de las FARC-EP privados de
la libertad, frente a los cuales procede la amnistía de iure;43
segundo, a los miembros de las FARC-EP frente a los cuales no
procede la amnistía de iure, siempre que hayan cumplido por
lo menos cinco años de privación de la libertad, condenados
o no;44 tercero, procede para personas privadas de la libertad
por conductas desplegadas en contextos relacionados con el
ejercicio del derecho a la protesta o disturbios internos.45
Según el Artículo 14 del Decreto 277, en estos tres casos
se debe conceder la libertad condicional en un plazo máximo
de diez días, siempre que los beneiciarios cumplan con los
demás requisitos, entre otros, la suscripción de la respectiva
acta de compromiso. Este trámite supone, por ejemplo, en el
contexto del sistema penal acusatorio y en relación con quienes no pueden recibir la amnistía de iure pero llevan más de
43
Colombia. Congreso de la República. Ley 1820 (30 de diciembre de 2016).
Artículo 35, primer párrafo.
44
Ley 1820 (30 de diciembre de 2016). Artículo 35, parágrafo; Decreto 277
(17 de febrero de 2017), Artículos 11 y 12.
45
Ley 1820 (30 de diciembre de 2016). Artículo 37, cuarto párrafo; Decreto
277 (17 de febrero de 2017), Artículo 15.
148
cinco años privados de la libertad, que el iscal competente, a
solicitud del miembro del grupo armado, veriique si existen
otros procesos penales en contra del miembro de las FARC-EP
que ha solicitado la libertad condicional; de esta forma, dicho iscal asume automáticamente la competencia sobre estos
otros procesos y debe entonces solicitar una audiencia dentro
de los cinco días siguientes a la radicación de la solicitud, en
la cual un juez de control de garantías debe decidir sobre la
conexidad y la libertad.46 De no cumplirse este trámite en el
tiempo indicado es procedente entonces el recurso de habeas
corpus ante cualquier juez ordinario (Corte Constitucional de
Colombia, 2015, Artículo 30, pp. 16-17).47
Si bien la garantía “del derecho a la libertad individual frente
a eventuales omisiones o dilaciones injustiicadas” es loable,
existen varias dudas con respecto a su viabilidad. Teniendo en
cuenta la magnitud del proceso de desarme y desmovilización
de un grupo como las FARC-EP y la situación de la administración de justicia colombiana en general —en especial la penal—,
el plazo limitado a diez días parece ser demasiado exigente.
Así las cosas, el Decreto 277 establece un trámite que ya sería
difícil de cumplir bajo circunstancias normales y que aumenta
la sobrecarga que ya sufren los jueces con respecto al sistema
nuevo y complejo de la JEP.
En resumen, se puede airmar que, a pesar de los esfuerzos
notables por parte del Estado colombiano para emitir normas
que permitan implementar la Ley 1820, no es claro si lo dis-
46
Decreto 277 (17 de febrero de 2017), Artículo 11a. Sobre el Habeas Corpus
en el marco de la JEP véase Corte Suprema de Justicia, 51122 del 11.09.2017;
Rad. 51097 del 05.09.2017; Rad. 51064 del 31.08.2017; Rad. 51042 del
29.08.2017; Rad. 51029 del 28.08.2017; Rad. 51002 del 24.08.2017; Rad.
51010 del 23.08.2017; Rad. 50926 del 14.08.2017; Rad. 50801 del 25.07.2017;
Rad. 50710 del 17.07.2017; Rad. 50488 del 14.06.2017; Rad. 50402 del
05.06.2017; Rad. 50325 del 23.05.2017; Rad. 50308 del 19.05.2017; Rad.
50281 del 16.05.2017.
47
Colombia. Congreso de la República. Ley 1095 (2 de noviembre de 2006).
149
puesto en el Decreto 700 es un medio adecuado para lograr
este in. Adicionalmente, no queda claro cómo se veriicará si la
persona beneiciada con la amnistía cumple con los requisitos
para disfrutar de la libertad condicional.
CONCLUSIÓN
El Acuerdo de Paz entre el Gobierno colombiano y las FARCEP, junto con la Ley 1820 y sus dos Decretos Reglamentarios
277 y 700, forman un marco normativo altamente soisticado
en materia de amnistías, prohibiendo amnistías absolutas en
concordancia con el derecho (penal) internacional. De acuerdo
con el DPI, las amnistías condicionadas son admisibles siempre
y cuando la legislación nacional correspondiente cumpla con
ciertos requisitos. En particular, se debe exigir a los beneiciarios de la amnistía condicionada la revelación de los hechos,
el reconocimiento de su responsabilidad y el arrepentimiento
con el in de contribuir a una verdadera reconciliación, sin
cobijar crímenes de lesa humanidad, genocidios y crímenes
de guerra, los cuales no deben quedar impunes. El marco
jurídico colombiano asegura que a estos no se les aplicarán
beneicios penales como las amnistías y, además, no se limita a
los crímenes internacionales más graves. Más bien, Colombia
adoptó un enfoque amplio y también pretende garantizar una
investigación efectiva de otros crímenes igualmente graves.
Por lo tanto, con respecto a los crímenes no amnistiables, el
marco legal deinido en este país es compatible con el DPI y va
aún más allá de sus requerimientos.
En relación con los delitos amnistiables la situación es más
compleja. El Acuerdo de Paz y la Ley 1820 prevén una variedad
de disposiciones dirigidas a garantizar que los beneiciarios
de la amnistía se comprometan a cumplir con las condiciones
correspondientes. Al respecto se puede airmar que la regulación de la amnistía condicionada en el marco jurídico de
la JEP colombiana asegura a nivel normativo la investigación
150
efectiva, por autoridades competentes, con el in de sancionar adecuadamente las violaciones graves del DPI y garantizar
recursos eicaces a las víctimas. Este régimen constituye una
normatividad soisticada y novedosa que no tiene comparación
con medidas similares implementadas en otros procesos de paz.
De hecho, las autoridades colombianas han sido especialmente
diligentes al diseñar una amnistía condicionada que cumple en
gran parte con los estándares normativos del derecho (penal)
internacional. Sin embargo, algunos aspectos no concuerdan
con el marco internacional y existen dudas fundadas sobre su
implementación efectiva.
En primer lugar, el tratamiento diferenciado entre las FARCEP y los agentes del Estado en cuanto a la posible concesión
de amnistías no corresponde al DIH, el cual trata a todos los
grupos involucrados en un conlicto armado por igual, con
independencia de si una parte del conlicto pertenece al lado
estatal. Por lo tanto, desde la perspectiva del derecho internacional, ambas partes deberían ser sometidas al mismo marco
legal, sin diferenciar entre amnistías para unos y renuncia a la
persecución penal para los otros. Aunque esta diferenciación
se puede explicar al observar la tradición colombiana al respecto y teniendo en cuenta aspectos del contexto político en
el que se irmó el Acuerdo de Paz, cabe señalar que la misma
Ley 1820 hace referencia expresamente al DIH y por lo tanto
esta debe ser analizada en ese contexto.
Además, las normas de la Ley 1820, sobre todo las que
hacen la distinción entre delitos políticos y conexos, así como
los contornos poco nítidos de estos conceptos, suscitan dudas en cuanto a la implementación efectiva de dicha ley. Lo
mismo sucede con los plazos breves previstos en el Decreto
277 y la procedencia del recurso de habeas corpus, así como
con la ausencia de un mecanismo supervisor que controle si
los beneiciarios de la amnistía condicionada cumplen con sus
obligaciones en el marco de la JEP. Por ello, existe el peligro
de que la norma y la realidad no coincidan y se pierda el valor
151
de disposiciones legales que pueden estar bien confeccionadas pero que no sirvan en la práctica. De cualquier manera,
se debe esperar para ver si las autoridades competentes serán
capaces de aplicar la intrincada legislación establecida sobre
la base del Acuerdo de Paz. Considerando el gran impacto
jurídico y político de este tema delicado y muy controvertido,
el manejo de las amnistías e indultos en el marco de la JEP va
a ser un elemento clave para el desarrollo exitoso del proceso
de paz en Colombia.
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166
MACROCRIMINALIDAD Y FUNCIÓN
PENAL EN LÓGICA TRANSICIONAL.
Aportes posibles del derecho penal
a las garantías de no repetición*
Alejandro Aponte Cardona
Universidad de La Sabana, Colombia
RESUMEN
El presente trabajo adelanta una propuesta para comprender,
en un sentido renovado, la función del derecho penal en lógica
transicional. Se trata de la construcción de relatos por parte
del derecho penal, en función de la creación de auténticos
escenarios de no repetición. En la medida en que el derecho
penal pueda construir relatos relativos a casos representativos,
*
Este texto es fruto de la labor desarrollada en la línea de Derecho Penal
Internacional del proyecto de investigación Interacción entre el derecho internacional y el derecho interno: modelos de adaptación e impacto recíproco,
del Grupo de Derecho Internacional de la Facultad de Derecho y Ciencias
Políticas de la Universidad de La Sabana.
167
en los que conluyan elementos fundamentales, como el tipo de
delitos, el tipo de víctimas, los escenarios regionales, el tipo de
aparato que los cometió, puede constituir un aporte a dinámicas
de no repetición. Se trata de un claro mensaje: nunca más en
este territorio y frente a estas víctimas pueden volver a ocurrir
estos hechos; así, el derecho penal, en conjunto con políticas
de reparación, de digniicación de las víctimas, puede apoyar,
como se dice, la creación de garantías de no repetición. Se trata, además y por este mismo camino, de concebir el Acuerdo
final y sus piezas constitucionales y legales más relevantes en el
marco de un escenario renovado de la función político-criminal
del derecho penal.
INTRODUCCIÓN
El presente trabajo se ocupa de un tema que no es solo jurídico,
sino que es profundamente ilosóico y sociológico. De hecho,
el contexto del seminario que dio fruto a este volumen es un
contexto que apunta a la exposición de argumentos de carácter ilosóico. Se trata de una de las discusiones más complejas
que han acompañado al sistema penal desde sus orígenes y que
se ha intensiicado aún más con el derecho penal moderno: la
función de la pena; la misma idea del castigo, del sentido y
límite del derecho penal.
Es un trabajo que, en lógica transicional y en el contexto
del modelo transicional colombiano, indaga en el sentido de
la pena que acompaña, o que puede hacerlo, la implementación del modelo de justicia pactado como fruto del acuerdo
irmado entre el Gobierno colombiano y las FARC-EP. Se trata,
además, de un acuerdo que es implementado a través de las
reformas constitucionales y de la expedición de leyes y decretos.
Cuando se habla del modelo transicional colombiano, no solo
se hace referencia al modelo más actual surgido del acuerdo
mencionado, sino que se reiere, igualmente en perspectiva, a
168
la discusión generada desde el proceso especial de Justicia y
Paz y de sus lecciones aprendidas.
Así se postula la tesis fundamental del presente trabajo: se
trata de replantear la función de la pena y del mismo derecho
penal, en lógica transicional, pero que puede y debe ser pensada en una perspectiva incluso más amplia, de tal suerte que
el derecho penal y la pena que se imponga en su ejercicio y
desarrollo deben ser concebidos más en función de la construcción de relatos para generar auténticos espacios de no repetición; es decir, se trata de fundamentar una nueva función
de la pena y del derecho penal, no restringida al punitivismo
retribucionista o a un ideal instrumental de prevención general;
se trata de impulsar un modelo que, a partir de un cambio en
la comprensión de sus propios límites, sirva para construir o
elaborar relatos sobre los crímenes ocurridos, los responsables,
las víctimas, los territorios, los tiempos, los terceros que los
apoyaron, entre otros; todo ello en función de la creación de
auténticos espacios de no repetición. Este hecho, además, en
relación concreta con las víctimas, quienes son los sujetos por
excelencia de las garantías de no repetición.
Especial énfasis se hará en el presente trabajo en la noción
de macrocriminalidad y en los orígenes de la discusión sociológica, donde tuvo lugar la introducción de esta noción por
el sociólogo Herbert Jäger, no solo en su texto más citado de
1989, sino también en sus aportes y en los de otros autores,
contenidos en la magníica colección de volúmenes que sobre
la macrocriminalidad fueron editados en 1998, entre otros
autores, por el colega entrañable que nos acompañó en el
congreso en Medellín, Cornelius Prittwitz.
Se aclara, además, que el autor viene trabajando en este tema
y madurando su concepción de la función de la pena en diversos
escenarios. Es por eso que este texto contiene elementos que
están integrados, de manera sustancial, en el trabajo escrito
por el autor como director de la edición especial de 2017 del
cuaderno de estrategia sobre el posconlicto de Colombia, que
169
edita el Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE), en
colaboración con el Instituto Universitario Gutiérrez Mellado
de Madrid y que lleva como título Derecho penal y construcción
de relatos en función de la no repetición: hacia una renovada
función del derecho penal en lógica transicional.
LOS LÍMITES DEL DERECHO PENAL
Tal como se aclaró, cuando se hace referencia aquí al modelo
transicional, no se restringe únicamente al actual modelo desarrollado a partir del acuerdo con las guerrillas de las FARC-EP.
Es un modelo que comenzó a forjarse de forma paralela a la
expedición de la denominada Ley de Justicia y Paz (Ley 975
de 2005); legislación con base en la cual fueron desmovilizados miembros de grupos paramilitares, comprometidos en la
comisión de los más graves crímenes internacionales en contra,
especialmente, de civiles indefensos.
En el periodo comprendido entre la propuesta del gobierno
de entonces, denominada de “alternatividad penal” hacia 2003,
basada en una absoluta alternatividad para dichos miembros,
sin castigo penal efectivo, y la expedición de la Ley, que sí
contempló una pena de entre cinco y ocho años de cárcel con
una serie de condiciones, puede decirse que entró en escena
la discusión sobre justicia transicional en el país.
El Presidente de aquel entonces presentó su proyecto de
alternatividad a Naciones Unidas, en donde fue criticado severamente por los beneicios que otorgaba; esto lo obligó, en
conjunto con otras instituciones internacionales, a replantear
su proyecto legislativo, que amparaba la desmovilización, generándose una rica discusión en la comunidad jurídica y, en
especial, en el Parlamento colombiano, en el cual tuvo lugar la
presentación de innumerables proyectos de Ley. Por primera
vez en el país se hizo referencia a la triada verdad, justicia y
reparación. Se aclara que, en aquella época, cuando se hacía
referencia a escenarios de no repetición, se hacía en el contexto
170
de la reparación. Hoy tenemos una terna ampliada, por decirlo
así, de tal suerte que a los componentes tradicionales de verdad, justicia y reparación se agrega, de manera fundamental,
la garantía de no repetición.
De esta forma, con la expedición de la Ley de Justicia y Paz
entra en la comunidad jurídica, formalmente, el debate sobre
justicia transicional y sobre la función de la pena frente a la
comisión de miles de conductas constitutivas de violaciones
a los derechos humanos y al DIH. En un lenguaje más propio
del derecho penal, se trata de conductas concebidas hoy como
crímenes internacionales.
En desarrollo del proceso especial de Justicia y Paz los iscales y luego todos los operadores del sistema comenzaron a
trabajar desde un principio, dando cuenta del último hecho y
del último responsable y, en poco tiempo, tanto iscales, como
jueces, procuradores y defensores públicos se vieron abocados
a una realidad incuestionable: la masividad de hechos y autores
hacía imposible avanzar con un modelo de derecho penal que
pretendía investigar y sancionar hasta la última conducta y el
último responsable. Así, de manera generalizada, los iscales
hacían referencia a la imposibilidad fáctica de avanzar en el
proceso, y al fantasma del colapso si se persistía en una lógica
investigativa tradicional.
Pero, en medio de esta angustia, una cosa era evidente y
tenía un sentido muy positivo: la cantidad de información que
los operadores pudieron acopiar, relacionada con la forma de
operar de los grupos, sus alianzas, los crímenes cometidos, los
contextos, era monumental y debía permitir la reconstrucción no
solo de la comisión de hechos individuales, sino de la comisión
de conductas propias de verdaderos aparatos criminales. Se
trataba de información fundamental que debía ser repensada
en función de las garantías de no repetición, justo para que
dichos hechos no volvieran a ocurrir. Se abría paso, a partir
de la realidad fáctica, la necesidad de repensar el modelo tradicional de investigación y sanción de la macrocriminalidad.
171
Se trata así, mejor, de ilustrar no tanto la comisión de crímenes
por parte de individuos, sino por parte de verdaderos aparatos
que actuaban durante años, sobre diversos territorios, cometiendo toda clase de crímenes y contra la mayor diversidad
de víctimas.
MACROCRIMINALIDAD Y DECISIÓN POLÍTICO-CRIMINAL:
TENSIONES EN EL INTERIOR DE LA PERSECUCIÓN PENAL
NACIONAL DE CRÍMENES INTERNACIONALES
Excede los límites de este trabajo ahondar en cada uno de los
momentos históricos en que han tenido lugar diversas formas
de respuestas punitivas y de política criminal a formas especíicas de violencia política y social de Colombia, especialmente
aquellas ligadas al conlicto armado interno; no obstante, es
importante reseñar que para inales de la década de 1980 se
presentó en el país una gran discusión sobre la incapacidad
del sistema penal en conjunto para dar cuenta de los nuevos
desafíos de la criminalidad organizada, sobre todo acerca de
la incapacidad para avanzar en las investigaciones de aparatos
criminales. Este fue uno de los orígenes de la creación de la
Fiscalía General de la Nación, junto a la nueva Constitución
Política de 1991, luego de una arremetida feroz del narcoterrorismo urbano que trajo la violencia del campo a la ciudad
en unas dimensiones insospechadas.
Pero fue en el nuevo siglo cuando de nuevo tuvieron lugar
debates extraordinarios sobre los alcances y límites del derecho
penal como mecanismo de respuesta estatal y social para dar
cuenta de la comisión a gran escala de toda suerte de crímenes,
especialmente, de conductas que constituyen crímenes internacionales. Esto coincidió, además, con la incorporación del
Estatuto de Roma al derecho interno en 2002 y con la reforma
al Código Penal colombiano, Ley 599 de 2000 con vigencia a
partir de 2001, y que introdujo conductas constitutivas o asimilables a crímenes internacionales. Incorporó, en todo caso,
172
un rico capítulo sobre infracciones al Derecho Internacional
Humanitario (DIH), pieza clave de imputación de conductas
en el modelo transicional colombiano.
En este contexto, un hito especial lo constituyó la expedición de la denominada Ley de Justicia y Paz, Ley 975 de 2005,
que trajo consigo, en la legislación y en la jurisprudencia constitucional y penal, la discusión en torno a los equilibrios en
los mecanismos de justicia transicional, situados en la triada
verdad, justicia y reparación.
A diferencia de experiencias anteriores de tematización de
las acciones ligadas a una violencia política y social endémica,
en este caso se trató de un desafío tanto mayor, pues el sistema
penal y, en conjunto, el sistema estatal debían dar respuesta a
fenómenos de macrocriminalidad exacerbada, en la medida
en que la Ley abordó la desmovilización de miles de sujetos
pertenecientes, sobre todo, a los grupos de autodefensas o
llamados grupos paramilitares. En la actualidad también se ha
procesado a un número considerable de miembros de grupos
guerrilleros.
El sistema penal se enfrentaba a un desafío enorme, pues
se trataba de actores que ingresaban al sistema de la Ley de
Justicia y Paz con base en la confesión de sus delitos, una vez
desmovilizados y seleccionados por el poder ejecutivo que comandaba el espectro de la desmovilización. Después de varios
años de funcionamiento, con toda clase de diicultades, pero
también de logros muy importantes en diversos ámbitos, la
Ley de Justicia y Paz debió ser reformada y fue así como en
2012, con el ingreso del actual Fiscal General de la Nación,
Néstor Humberto Martínez, pero con aspectos que se habían
discutido en la pasada administración, se asumió la tarea de
reformar dicha Ley junto con el Ejecutivo y el Legislativo, al
mismo tiempo que, como se verá más adelante, para el iscal
se trataba de adecuar el ente investigador para contrarrestar
el fenómeno concreto de la macrocriminalidad.
173
ORÍGENES DE LA CONSTRUCCIÓN DEL CONCEPTO
DE MACROCRIMINALIDAD
Tal como se ha dicho, el presente texto da cuenta de aspectos
especialmente relevantes relacionados con la respuesta penal
a la macrocriminalidad, particularmente a dicha forma de
actuación criminal macro asociada a la comisión de crímenes
internacionales. Por ello es importante detenerse en los orígenes de este concepto y en las implicaciones iniciales que tuvo,
ya que además se usa de manera cotidiana en el país como un
supuesto, pero en ocasiones se hace un uso descontextualizado
del mismo o se convierte en un prurito académico o meramente
discursivo. En cualquier caso, los debates relacionados con el
origen mismo del concepto son extremadamente interesantes
y es importante una mirada en perspectiva de estos debates
originales. Esto para saber que estamos situados en el centro
de un debate que tiene lugar desde hace décadas, pero que en
cada país se asume de manera diversa, con diferentes matices
y en función de realidades especíicas.
Así, por ejemplo, una vez tuvo lugar la concepción en los años
ochenta del concepto de macrocriminalidad, este se aborda,
en sus más diversas dimensiones, en la magníica recopilación
de trabajos coordinada por Klaus Lüderssen (1998) en cinco
volúmenes y especialmente en el tercer volumen dedicado a la
Makrodelincuenz. En ellos se abordan los más diversos temas
que hacen relación a la reacción punitiva frente a sendas formas
de macrocriminalidad. El mismo título es sugestivo y se dirige
a la médula de las tensiones de la respuesta punitiva, frente
a una criminalidad que excede incluso la tematización penal,
criminológica y político-criminal tradicionales: Aufgeklärte
Kriminalpolitik oder Kampf gegen das Böse?1
1
¿Política criminal ilustrada o lucha contra el mal?
174
Para dicha década, particularmente en el cambio de siglo,
se ha producido en la literatura y en la jurisprudencia internacional, y también en el caso colombiano, una búsqueda
por la tematización y una búsqueda intensa por ofrecer una
respuesta acorde con las nuevas exigencias de un mundo
complejo y globalizado. Así, para ahondar en los pormenores
de este esfuerzo, hay que señalar que tal como lo hace Cornelius Prittwitz (1998) en la introducción al volumen III de
la Makrodelinkuenz, el origen del concepto que nos ocupa
debe situarse en el trabajo de Herbert Jäger, Aproximación a
la macrocriminalidad, publicado en la edición de 1989 de la
revista Strafverteidiger. Este trabajo se une a otros del mismo
autor sobre temas aines en su libro ya clásico de la sociología
criminal: Macrocriminalidad. Estudios sobre criminología de la
violencia colectiva (Jäger, 1989).
ALCANCES DE LA NOCIÓN DE MACROCRIMINALIDAD
Una primera aproximación conceptual es la siguiente: se trata
de todas aquellas grandes formas de violencia colectiva que
“desata de manera preponderante y determinante un espectro
de comportamientos humanos especialmente agresivos”. Lo
importante para la sociología criminal es que estos fenómenos
de uso de una violencia generalizada y que moviliza relaciones
de poder y de agresión insospechadas “han permanecido ocultos
para los estudios criminológicos”. Una razón, entre otras: “la
orientación de la criminología a los fenómenos justiciables, propios de la práctica jurídico-penal, ligada a la mera criminalidad
cotidiana” (Jäger, 1989, p. 11). Se trató, por supuesto, de una
conclusión expuesta en 1989. Hoy quizá no permanecen tan
ocultos; aunque, ciertamente, algunos aspectos centrales ligados
a la macrocriminalidad, permanecen inexplorados o se articulan a decisiones político-criminales desarticuladas que obvian
el estudio necesario de este concepto y de sus implicaciones.
175
LA SOCIOLOGÍA COMO FUENTE DE LA DOGMÁTICA
JURÍDICO-PENAL
Es en la sociología criminal donde ha nacido la aproximación
a la macrocriminalidad y a la respuesta que esta impone para
un sistema penal. Esto es fundamental, pues además implica e
impone unas relaciones diversas entre dogmática y sociología,
entre dogmática, sociología y política criminal. Ya no se trata
simplemente del imperio dogmático que con arrogancia ve a la
sociología como una especie de ciencia auxiliar; al contrario,
es esta la que brinda auténtico contenido a las iguras dogmáticas. A su vez, como en el caso de la tesis de autoría mediata
en estructuras organizadas de poder, desde un inicio se aceptó
que se trataba de un concepto en construcción. Por ello, es la
sociología la que les otorga contenido real a las iguras dogmáticas, sin las cuales es impensable hoy un sistema de imputación
de responsabilidad al máximo responsable, por ejemplo.
En su crítica a la incapacidad de la criminología para, en
su momento, dar cuenta de fenómenos de macrocriminalidad,
Jäger (1989) introduce la aclaración sustancial de que este concepto no se restringe, ni mucho menos, a la mera asociación
para delinquir o a aquello que en el Código Penal colombiano
se denomina concierto para delinquir. Incluso el autor va más
allá: no se trata tampoco de reducir este concepto a la criminalidad industrial o económica; podría agregarse, además, hoy,
que no se restringe a la criminalidad ecológica. Es un concepto
más comprehensivo y complejo. Está relacionado con la actuación de verdaderos aparatos que incluso sustituyen al Estado
y se convierten en auténticos contra-Estados o para-Estados.
¿INCAPACIDAD DE LA CRIMINOLOGÍA Y LA CIENCIA PENAL
DE ILUSTRAR LOS NIVELES MACRO DE ACTUACIÓN CRIMINAL?
En su revisión del concepto, Jäger (1989), luego parafraseado y analizado por Prittwitz (1998), adelanta una conclusión
176
interesante. Esta debe ser valorada, por supuesto, en sus justas
dimensiones. Según el criterio de Jäger, la ciencia en general,
con el descubrimiento del microcosmos, de las partículas más
elementales y del microscopio, inauguró quizá una tendencia
a observar el detalle, lo mínimo, lo que se escondía siempre,
y se perdió en buena medida una capacidad para observar lo
macro, lo grande, las dimensiones supraindivuales; en este caso,
las dimensiones supraindividuales de los crímenes. En derecho
penal supone, además, que ijó su mirada en el individuo, en los
hechos individuales, en el hecho criminal particular, y perdió
de vista el contexto general.
Esta tendencia a detenerse en el detalle, antaño imposible, puede
explicar por qué, inalmente, la criminología y el derecho penal
(y sus disciplinas predecesoras), encontraron indiscutibles y se
declararon incapaces de analizar los fenómenos en un nivel macro y
podría explicar por qué, dicha incapacidad, hoy y antes, ha estado
profundamente arraigada en la sociedad. (Prittwitz, 1998, p. 15)
Es interesante esta conclusión, a la cual, a juicio de estos
y otros actores, subyace también el paradigma de la responsabilidad penal individual y ligada a hechos particulares, y de
pérdida de perspectiva de hechos macro, situados en un nivel
de complejidad mayor. Es el mismo punto de partida de otro
autor que en su momento elaboró un texto que generó gran
discusión. Su mismo título es sugestivo: Delitos contra la humanidad: un desafío para el derecho penal individual (Vest, 2001).
En su reconstrucción histórica del Derecho Penal Internacional,
este autor se detiene en una pregunta que, para la actualidad,
considera imprescindible: ¿requiere el nuevo proceso de “construcción de un nuevo concepto de delito” ligado al Derecho
Penal Internacional, siempre y necesariamente, una “especie
de concepto colectivo de delito”? Y luego se pregunta: ¿qué
es ello?, ¿cómo sería plausible?, (pp. 1-ss.). Así, como se dice,
se trata de la puesta en marcha de un debate centralizado en
177
las nuevas exigencias, incluso de la construcción de una nueva
teoría del delito.
Ahora bien, una conclusión sí es, en todo caso, real: el derecho penal moderno se levanta sobre el paradigma estricto
de la responsabilidad individual; no conoce responsabilidad
colectiva. Se trata hoy, por supuesto, de un debate complejo en
el derecho penal económico, por ejemplo, y de manera esencial en el Derecho Penal Internacional. La pregunta es: ¿cuál
debe ser la respuesta penal y la responsabilidad penal que se
asigne a quienes dirigen, apoyan, controlan, usan máquinas
de guerra o son por ellas convertidos en piezas fungibles, en
soldados rasos que cometen materialmente las conductas? Es
decir, a individuos que en todos los niveles actúan en verdaderos aparatos de poder. Tanto más claro resulta tratándose
de la igura del máximo responsable.
Frente a esta evidencia, concebida por otros como déicit
del mismo derecho penal, en su énfasis en la responsabilidad
estrictamente individual, Ernst-Joachim Lampe (1994), ciertamente avezado, propuso una salida compleja pero justamente
apoyada en este hecho singular: el paradigma de la responsabilidad individual no propiciaría una verdadera comprensión
del fenómeno macrocriminal y lo que genera es una mirada
distorsionada, reducida, restrictiva e incapaz, que imposibilita
la propia atribución de responsabilidad penal.
De esta forma, propone una salida compleja, que fue objeto de críticas en su momento: frente a delitos que pueden ser
denominados “de sistema” —siendo esta una denominación
más actual—, frente a un Systemunrecht, se propondría una
especie de “derecho penal de sistema” que no esté articulado
a la responsabilidad penal individual y que pueda propiciar
caminos concretos de atribución colectiva de responsabilidad,
en el escenario especíico de la masiva violación de derechos
humanos y de infracciones al Derecho Internacional Humanitario. Su crítica central: “La dogmática jurídico penal, hasta el
momento, reacciona, frente a cualquier tipo de criminalidad
178
de carácter sistemático, con un instrumentario basado en la
actuación del mero delincuente individual”. Así, se pierde de
vista, según el autor, la dimensión real de la actuación criminal
sistemática (Lampe, 1994, pp. 683 y ss.).2
El mismo Jäger (1998, p. 131), en una revisión posterior de
su trabajo, toma distancia de esta posición y asegura que no
es la solución y que, en todo caso, supondría una revisión estructural del sistema penal y de sus bases o fundamentos. Pero
además advierte, y esto es importante para cualquier decisión
político-criminal que se agencia al respecto, que la posición de
Lampe en la que en un contexto macrocriminal el aparato de
poder, en sí mismo, sería un System-Unrecht, podría caer en la
trampa de confundir la actuación o la estructura como tal del
aparato, con la mera “responsabilidad del individuo” basada
en la “pertenencia del mismo a dicho aparato”.
Es decir —y en Colombia hay un camino largo en la discusión, por ejemplo, sobre el concierto para delinquir como
delito base para la imputación de conductas para individuos
que actuaron en grupo—, se llama la atención sobre la pérdida
de perspectiva general, paradójicamente cuando queda reducida a la criminalización per se por la pertenencia. En cualquier
caso, Jäger llama la atención sobre modelos que, a partir de
la actuación de un aparato, también caen por defecto en la
imputación de la responsabilidad penal casi objetiva derivada
de la mera pertenencia individual a un grupo.
“¿ES CRIMINALIZABLE LA POLÍTICA?”
El título del texto de Jäger (1998) es igualmente ilustrativo. Se
hace una pregunta muy relevante para el caso colombiano, y no
solo se establecen las relaciones entre derecho penal y política
2
El trabajo de Lampe generó una gran discusión que, además, se ha preservado por años. Más allá de una traducción literal al español, es gráica la
tensión expuesta: ¿un derecho penal de sistema frente a delitos de sistema?
179
ligadas a la actuación macrocriminal, sino que se introduce un
concepto central: la macrocriminalidad entrañaría la noción
misma de “la criminalidad colectiva, ligada o condicionada
políticamente, que enuncia la criminalidad del estado de excepción” (p. 123).
Es, en cualquier caso, una dinámica ligada a la excepción,
más en el sentido de una mirada no agotada en lo cotidiano, en
la actuación cotidiana del actor individual; una mirada extendida a la actuación general, más allá de la pura cotidianeidad.
Por esa razón, además, y él mismo lo advierte, su concepto de
excepción no está basado en la teoría de la excepción de Carl
Schmitt, que es otra cosa.
Se trata de reconocer que, frente a la mirada y los recursos
tradicionales del sistema penal, este tipo de criminalidad escapa
a ella, es excepcional. Y justo lo es cuando no se trata de meros
actos criminales, sino de centenares de hechos ocasionados
por aparatos que han obrado como verdaderos contra-Estados
que lo han sustituido, que han generado dominios totalitarios
frente a la población que los ha sufrido y padecido. Es en ese
sentido que hay que mirar la excepcionalidad en una nueva
dimensión y sus desafíos para el derecho penal, pero, sobre
todo, para un sistema de justicia mucho más complejo que el
de la mera justicia penal.
Ahora bien, es importante recalcar —viendo estos trabajos
en perspectiva— que estos debates en la actualidad se revisten
de nuevas dimensiones, y es innegable que se vive una transformación estructural del sistema penal en conjunto, ligado
a la lucha contra la macrocriminalidad, que está levantado
expresa o implícitamente sobre la base de que el paradigma
de la responsabilidad penal individual es insuiciente para la
atribución de responsabilidad sobre quienes han actuado en
grandes aparatos criminales.
Más allá incluso de este debate, que es por supuesto muy
sensible, lo cierto es que existe un límite del derecho penal para
dar cuenta de la actuación macrocriminal y que, precisamente
180
por esta razón, es muy apropiado construir —como de hecho
se trata de hacer en Colombia— escenarios diversos del derecho penal y de su uso privilegiado para la sanción y castigo de
hechos masivos de violaciones de derechos humanos y del DIH.
Es menester crear e impulsar efectivamente un gran sistema
de justicia transicional, donde sus componentes, o los mecanismos de componen la triada verdad, justicia y reparación,
se complementen entre sí, sean interdependientes, y en el que
el peso del trabajo de ilustración de los hechos no le competa
exclusivamente al derecho penal. Además, cuando intervenga
el derecho penal, que está limitado no solo por el paradigma
que es una conquista histórica de la responsabilidad individual,
sino por los principios y por su propio carácter, se deben convertir estos límites en verdaderas fortalezas: el derecho penal
deja de tener su centro de gravedad en el aspecto retributivo
y pasa a ser un laboratorio del construcción de relatos y de
verdades que deben y tienen que servir para crear escenarios
propicios para la no repetición de conductas, justamente como
se propone en este trabajo.
Así, más que para los actores que cometieron las conductas,
el mensaje es para toda la sociedad, para que las conductas no
se repitan. Es un “nunca más” dicho desde el derecho penal
mismo, sobre todo porque en todos los relatos de casos generales se concluye que no solo actuaron los aparatos, sino que
estos han tenido vínculos, enlaces con cientos de funcionarios
que se mueven, en principio, en la legalidad y de civiles. Son
espectros sociales completos que están involucrados, y por
eso el mensaje debe ser global, para aianzar escenarios de no
repetición y así crear también espacios proclives a la reconciliación. Esto supone, en cierta manera y por una vía diferente
—más extrasistémica que intrasistémica—, una superación de
límites del derecho penal y una refundamentación del mismo
en clave transicional. Es una perspectiva que, además, incide
en otros debates centrales, ligados por ejemplo a las penas
alternativas o a las sanciones extrajudiciales.
181
PRIMEROS INTENTOS POR PENSAR UNA ESTRATEGIA DE
PRIORIZACIÓN: EL FANTASMA DE LA POSIBLE IMPUNIDAD
Retornando al análisis y a la reconstrucción histórica, relacionada con el modelo transicional y en relación con el proceso
de Justicia y Paz, el fantasma del colapso se hacía cada vez más
evidente y el sistema tenía que reaccionar. En 2010 y 2011 entró
en debate público la necesidad de tomar medidas urgentes, y
se habló por primera vez en el país, de manera reiterada, de la
necesidad de priorizar, de introducir estrategias de selección
de casos, basada en una estrategia razonable y racional, apuntalada sobre los dictados del principio de realidad. No obstante,
los debates fueron arduos, pues en algunos sectores se hizo
referencia a la posible impunidad del sistema si se entraba a
seleccionar o a priorizar.
LÍMITES DEL DERECHO PENAL Y LÍMITES DE UNA NOCIÓN
TRADICIONAL DE IMPUNIDAD
Era una reacción que parecía lógica, pues desde los sistemas
de protección de derechos humanos, con base en experiencias
previas claramente marcadas por la falta de sanción de los
actores involucrados en graves crímenes, parecía establecerse el supuesto de que la obligación de investigar y sancionar
violaciones de derechos humanos y del Derecho Internacional
Humanitario era absoluta y los Estados debían cumplirla frente
a la totalidad de hechos y de responsables. Hoy esta premisa
ya no constituye una verdad incuestionable y la comunidad
jurídica entiende que se trata de un deber estatal que puede
y debe ser valorado en función de otros supuestos esenciales,
como es el caso de la búsqueda de una paz posible.
De esta forma, en 2012, basado en supuestos fácticos incuestionables y en una agenda que situaba la persecución penal
nacional de crímenes internacionales en la primera línea, el
iscal general de aquel entonces apuntaló su administración
182
sobre la base de la necesidad de priorizar y de avanzar en la
verdadera ilustración de los casos más complejos y de los más
grandes responsables. Nació de esta forma la estrategia de
priorización de ese año, que fue el punto de partida de una
reforma estructural de la Fiscalía General de la Nación que,
además, llevaba necesariamente implícita una nueva forma de
concebir la función del derecho penal en lógica transicional
y frente a la macrocriminalidad. Se trató de la concepción y
creación de la estrategia de priorización. Pero además introdujo un lenguaje que hoy —como se verá— está presente en
la Constitución y en la ley.
LA ESTRATEGIA DE PRIORIZACIÓN DE LA FISCALÍA
GENERAL DE LA NACIÓN: UNA GRAN APUESTA POR
REDUCIR COMPLEJIDAD
La estrategia de priorización, contenida en la Directiva 0001 de
2012, fue una respuesta institucional que en los años siguientes adquirió un rango constitucional y legal; es decir, que hoy
hace parte del lenguaje y de la normativa institucional del país.
La Directiva y la estrategia presentaron al debate público los
criterios subjetivos, objetivos, los criterios complementarios;
presentaron la noción de contexto en un lenguaje renovado y
diferente con alcances institucionales (Fiscalía General de la
Nación, 2013). Para ello se creó la Unidad Nacional de Análisis
y Contextos (DINAC), en la actualidad denominada Dirección
Nacional de Análisis y Contextos.
Se produjo entonces una restructuración compleja y completa del aparato investigativo. En general, un nuevo lenguaje
se introdujo en la relexión jurídico penal: la noción de máximo responsable, los criterios de selección y, particularmente,
los criterios de priorización en conjunto, incluso derivaciones
actuales como la noción de “participación determinante”, conforman un renovado lenguaje que ya hace parte del uso común
en Colombia. Además, es un lenguaje de carácter constitucional,
183
con la consagración, también en 2012, del denominado Marco
Jurídico para la Paz, asentado de hecho sobre el lenguaje de
la priorización. Estableció así el Acto Legislativo 01 de 2012
sobre el Artículo transitorio 66 de la Constitución Política:
Tanto los criterios de priorización como los de selección son
inherentes a los instrumentos de justicia transicional. El Fiscal
General de la Nación determinará criterios de priorización para
el ejercicio de la acción penal. Sin perjuicio del deber general
del Estado de investigar y sancionar las graves violaciones a los
Derechos Humanos y al Derecho Internacional Humanitario, en
el marco de la justicia transicional, el Congreso de la República,
por iniciativa del Gobierno Nacional, podrá mediante ley estatutaria determinar criterios de selección que permitan centrar los
esfuerzos en la investigación penal de los máximos responsables
de todos los delitos que adquieran la connotación de crímenes
de lesa humanidad, genocidio, o crímenes de guerra cometidos
de manera sistemática […].3
Luego, en 2012 fue incorporado dicho lenguaje, que es, además, una metodología de trabajo en la propia reforma a la Ley
de Justicia y Paz, que indicaba a los operadores centralizar los
esfuerzos en función de criterios para acertar con base no solo
en los límites internos del derecho penal, sino en la limitación
de los propios recursos humanos y económicos.4 Una lección
3
Actualmente, este articulado normativo fue incluido y modiicado por el
Artículo 3.° del Acto Legislativo 01 de 2017, en tanto agrega que la competencia de la Fiscalía para determinar los criterios de priorización se dará
“salvo en los asuntos que sean de competencia de la Jurisdicción Especial
para la Paz”, y que la autorización de la renuncia condicionada a la persecución penal de algunos casos se debe dar “sin alterar lo establecido en el
Acuerdo de creación de la JEP y en sus normas de desarrollo”.
4
Esto se evidencia en la Ley 1592 de 2012, por medio de la cual se introducen modiicaciones a la Ley 975 de 2005, cuyo primer artículo indica que
el Artículo 2.° de la Ley modiicada señalará que su ámbito, interpretación
184
de hecho ha sido fundamental a partir del proceso especial
de Justicia y Paz: ningún sistema penal del mundo puede dar
cuenta de cada hecho y de cada responsable cuando se trata
de la persecución penal masiva de crímenes internacionales.
SOBRE LA FUNCIÓN ESENCIAL DEL CRITERIO
DE REPRESENTATIVIDAD
Para efectos de la exposición, un criterio de priorización y de
selección tiene un valor especial. Se trata del criterio de representatividad. Si bien es conocido como complementario, y a
partir de ello puede pensarse que es una especie de criterio
con contenido e impacto menor, se trata de uno fundamental y que hoy se erige incluso como básico, contenido en la
estructura de la Jurisdicción Especial para la Paz y en la Ley
de Amnistía. Es en la actualidad, al lado de la selección como
presupuesto general y junto al criterio de gravedad, el criterio
básico previsto para la actuación, por ejemplo, de la Sala de
Reconocimiento de Verdad, de Responsabilidad y de Determinación de los Hechos y Conductas en la estructura concebida
para la Jurisdicción Especial para la Paz y también de la Sala
de Deinición de Situaciones Jurídicas, que como lo indica el
primer inciso del Artículo transitorio 7.° del Acto Legislativo
01 de 2017, “desarrollarán su trabajo conforme a criterios de
priorización elaborados a partir de la gravedad y representatividad de los delitos y del grado de responsabilidad en los
mismos”. Asimismo, en el Acto Legislativo 01 de 2012, en el
Artículo 1.° se indica que “La Ley Estatutaria tendrá en cuenta
la gravedad y representatividad de los casos para determinar
los criterios de selección […]”.
El criterio de representatividad, en consonancia con el de
gravedad, es un criterio fundamental, en la medida en que se
y aplicación normativa se harán “aplicando criterios de priorización en la
investigación y el juzgamiento de esas conductas”.
185
pueda asociar con otros criterios centrales, como son los regionales, por ejemplo, y otros asociados a las acciones cometidas
y, por supuesto, al tipo de víctimas de conductas concretas. Así
se construyen casos representativos con un valor fundamental.
De esta forma se construyen casos cuyo impacto sea tan deinitivo que sirva realmente para crear espacios auténticos de
no repetición. Esta es la propuesta que acompaña este escrito.
LA DESACTIVACIÓN DE LOS APARATOS CRIMINALES
No se trata del prurito simple de construir un caso emblemático o un caso ejemplarizante. Se trata de ligar criterios y
contenidos de verdad insoslayables para construir casos tan
complejos que revelen no la actuación de individuos, sino de
verdaderos aparatos criminales; que dibujen los contextos que
propiciaron la actuación macrocriminal en un entorno social,
cultural y político concreto, en una región particular, por actores especíicos y frente a víctimas también muy concretas.
Su efecto real no debe ser tan solo el de sancionar a los actores
de los hechos, incluso a los máximos responsables o a quienes
tuvieron participación determinante, sino crear espacios auténticos para que la comunidad donde se actuó pueda libremente, y con presencia de un Estado que los proteja, apostar
por la reconstrucción de las vidas de sus gentes; que sirva para
reconocer la verdad de los hechos y así propiciar espacios de
reconocimiento mutuo y de reconciliación. Lo más importante,
y este es el sentido de la no repetición con la que se trabaja en
este texto, para que no se produzcan de nuevo los crímenes
que más desarticulan el tejido social.
Por ello, además, uno de los efectos más concretos y por
los cuales se debe trabajar denodadamente es la desactivación
de los aparatos macrocriminales; es decir, si se tiene la ingente
información sobre cómo actuaron, sus alianzas, sus protectores, el sistema penal, en esta lógica renovada que se propone
debe, en conjunto con las demás instancias estatales, desacti186
var efectivamente los aparatos; de lo contrario no servirá su
trabajo hacia el futuro.
EL CASO REPRESENTATIVO
Un caso representativo bien construido debe apuntar —en conjunto con dinámicas de reparación y de garantías de no repetición— al “nunca más” respecto de hechos terribles ocasionados
por los actores de la guerra. Por ejemplo, el caso ya fallado en
el contexto de Justicia y Paz sobre “los niños de El Alemán”,
en referencia a la dinámica paramilitar de reclutamiento agenciada de manera especial por Freddy Rendón Herrera, alias
El Alemán. En este caso, la documentación en detalle de esta
práctica extendida de reclutamiento es un ejemplo concreto
de cómo se pueden construir relatos complejos en función de
dinámicas de no repetición,5 justamente para que no se repita
un fenómeno similar que desintegra una comunidad.
En este sentido, casos documentados sobre reclutamiento
de indígenas o de personas de comunidades afrodescendientes constituyen otro tipo de casos emblemáticos, en la medida
en que se devela la práctica completa, sus móviles, la política
general, los lugares, los responsables, la duración de la misma.
Por ello, un caso auténticamente representativo es aquel en el
que deben conluir los más variados criterios; también los casos crueles de agentes del Estado que asesinaron a civiles para
presentarlos como “positivos” en la guerra pueden y deben
ser documentados en la perspectiva indicada; por supuesto,
en estos casos no se trata de sancionar simplemente a quienes
materializaron las conductas, sino de desvelar también las
políticas, los entornos, las alianzas, a quienes encubrieron los
hechos, entre otros. Es un auténtico ejercicio de búsqueda
5
Corte Suprema de Justicia, Sala Penal. Radicado 38222 (12 de diciembre
de 2012).
187
de verdades más allá de lo más evidente, que son los asesinatos mismos.
Otro ejemplo muy crítico, y que en muchos contextos se
liga al desplazamiento forzado y al reclutamiento, son los casos de agresiones sexuales en el marco del conlicto armado,
práctica en la cual han incurrido todos los actores del conlicto
armado interno, sin excepción. Prácticas de aborto forzado,
de desnudez forzada en persona protegida, de agresión contra miembros de comunidades LGBTI, de agresiones sexuales
producidas por agentes del Estado con absoluta impunidad;
casos donde conluyen no solo el aspecto puramente sexual,
sino el desprecio por la diversidad y las opciones sexuales bien
documentados, deben ilustrar prácticas culturales, códigos
machistas, discriminatorios, prácticas deleznables que no se
pueden repetir. En este sentido, son ejemplares los casos documentados en los cuales, por ejemplo, en la costa Norte del
país, jefes paramilitares recogían mujeres muy jóvenes, indígenas
muchas de ellas, y las convertían en esposas por la fuerza, es
decir, casos claros de matrimonio servil como crimen de guerra. Su ilustración debe desvelar estas prácticas en función de
la no repetición, de la creación de entornos respetuosos de la
decisión de la mujer sobre su sexualidad. De la misma forma,
las políticas y prácticas de algunos frentes guerrilleros frente
al aborto o la esterilización forzada necesariamente ilustrarían
casos representativos.
De esta manera, el caso representativo no es aquel que se
disuelve en responsabilidades individuales, sino que constituye
una auténtica fotografía de lo sucedido; por eso son representativos. Además, un caso ilustrativo, en el cual conluyan
diversas víctimas, es un caso que bien construido puede crear
identiicaciones de otras decenas de víctimas cuyos casos por
las más diversas razones no puedan ser reconstruidos. Esto
es común para los casos de agresiones sexuales, en los que es
muy difícil reconstruir los hechos en el tiempo.
188
VERDAD Y PODER: EL JUEZ COMO CONSTRUCTOR
DE CONTRADISCURSOS
Hay, como se ve, una dimensión de verdad en la función de la
pena que se impulsa en este escrito. No se trata de competir,
por ejemplo, con la función de una comisión de la verdad; es
una función complementaria, deben actuar en conjunto. En
todo caso, un aspecto central de la tesis que aquí se propone
es que permite a los iscales y jueces elaborar contradiscursos,
elaborar relatos que sirvan para contrastar justamente discursos excluyentes, discriminatorios, discursos que justiicaron la
muerte de civiles a partir del uso de un lenguaje deshumanizante.
En el proceso especial de Justicia y Paz se ventilaron, al
principio, sobre todo, casos en los cuales se narraron hechos
de paramilitares, y en cuya narración se usaba el lenguaje como
técnica racionalizada de justiicación de las muertes y de los
crímenes en general: “a ese lo matamos por sapo”; esa era la
“moza del guerrillero y la matamos por puta”; “eran desechables que daban información al enemigo”, fueron expresiones
utilizadas recurrentemente.6
Este lenguaje, que operó, de acuerdo con la criminología
crítica, como técnica de neutralización, debe ser contrastado
con un relato construido en función de la humanización, de la
negación de las técnicas racionales de deshumanización usadas
por los criminales. El juez le arrebata así al criminal el discurso
racional de justiicación de las muertes y le antepone un relato
6
Como director del área de Justicia del Observatorio Internacional DDR-Ley
de Justicia y Paz, del CITpax Colombia, tuve la oportunidad de cubrir con
mi equipo numerosas diligencias de versión libre en las cuales se confesaban las conductas, y presencié el uso de epítetos y formas de lenguaje de
descaliicación del otro, de las víctimas; incluso, muchas de las alusiones se
hacían de manera inconsciente. El estudio del uso del lenguaje, se adelantó
en el primer informe del área de Justicia, en el apartado 7C Ejercicio de auto-representación discursiva y las denominadas “técnicas de neutralización”
(CITpax Colombia, 2008, p. 38).
189
complejo de realidades, incluso ocultas, que subyacen a los
crímenes. No olvidemos el gran legado de Michel Foucault
(2001) en su magníico trabajo sobre la verdad y las formas
jurídicas que, siguiendo a Nietzsche, establece una premisa
incuestionable: a la construcción de la verdad subyacen siempre formas, incluso ocultas, de poder, que son las que le dan
sentido y realidad en un tiempo y lugar a la “verdad”. Dice,
de manera clara, el gran ilósofo del poder: “Solo puede haber
ciertos tipos de sujetos de conocimiento, órdenes de verdad,
dominios de saber, a partir de las condiciones políticas, que
son como el suelo en que se forman el sujeto, los dominios del
saber y las relaciones con la verdad” (p. 32).
Lo más importante: a la verdad subyacen, ante todo, relaciones de poder. Así, el juez entra a participar en la competencia discursiva y social por la construcción de la verdad, y
su papel en la construcción de relatos, como aquí se propone,
puede y debe ser fundamental en esta competencia que hoy
es feroz en el país.
LOS LÍMITES DEL DERECHO PENAL DE CARA
A LA NO REPETICIÓN
Por supuesto que lo que se expone aquí no pretende, en ningún
caso, por otra vía diferente a la absolutización del deber de
investigar y sancionar, expandir artiicialmente los efectos del
derecho penal; es decir, el derecho penal, en una lógica diferente
a la meramente punitiva, puede apoyar la creación de espacios
de no repetición, pero no sustituye en ningún caso las políticas
estatales dirigidas a la creación de garantías de no repetición.
Otro ejemplo es ilustrativo: tal como se abordará en seguida,
el tratamiento de la protesta social que establece la Ley de Amnistía, en el sentido de descriminalizar la protesta, de defender
del propio derecho penal a líderes sociales, a líderes del proceso de restitución de tierras, a líderes indígenas, entre otros,
solo tiene sentido real si simultáneamente el Estado protege a
190
los líderes que hoy están siendo asesinados; de lo contrario, el
efecto del derecho penal será insuiciente, sin implicación real
para la reconstrucción del tejido social. Este es el verdadero
sentido de la no repetición. Por esta razón, el derecho penal
puede crear relatos para que las conductas no se repitan, pero
si no existe una presencia estatal real y un compromiso social
para la recuperación de las comunidades afectadas no habrá
auténtico espacio y garantía de no repetición.
El derecho penal podrá ofrecer aportes, pero se trata de
un trabajo complejo, interinstitucional y con una participación muy activa de las comunidades afectadas. Existen, como
se ve, diversas formas en que se puede y debe concretar una
renovada función penal como la que aquí se expone. De ellas
se dará cuenta en seguida de una muy sensible y compleja: el
tratamiento político-criminal de la protesta civil y social.
DESCRIMINALIZACIÓN DE LA PROTESTA SOCIAL: HACIA
LA CONSTRUCCIÓN DE ESCENARIOS DE NO REPETICIÓN
El Artículo 3 de la Ley 1820 del 30 de diciembre de 2016, Ley
de Amnistía, que se viene aplicando con muchas diicultades
y que es central para el proceso de paz, contiene una regla que
es básica frente a cualquier opción de consolidación de una
paz posible. Dice la Ley que la amnistía se aplicará, además,
“a las conductas cometidas en el marco de disturbios públicos
o el ejercicio de la protesta social en los términos que en esta
ley se indica”.
CRIMINALIZACIÓN DE LA PROTESTA SOCIAL Y DERECHO
PENAL DE ENEMIGO
Un tema especialmente sensible en la historia de las relaciones
entre guerra y derecho en el país y, concretamente, en la historia
del tratamiento penal y constitucional del delito de rebelión,
está relacionado con el tratamiento punitivo de la protesta
191
social. Uno de los mayores impactos que ha tenido el conlicto
armado interno en el país, que ha operado durante décadas y
que ha incidido directa y negativamente en la imposibilidad
de expresión social de la disidencia o de la inconformidad, ha
sido la criminalización de la protesta social. Se trata del uso
del derecho penal como instrumento de confrontación, produciendo, como consecuencia, la conversión por la vía penal de
múltiples actores que se mueven en entornos violentos —pero
que son civiles desarmados— en verdaderos enemigos en la
lucha contra las guerrillas. Es una de las mayores expresiones
del derecho penal de enemigo, que sustituye sindicados por
enemigos y que sirve de continuación del conlicto por medios
civiles y jurídico-institucionales (Aponte, 2004).
De igual manera, lo cual es aún más crítico, la cercanía de
actores civiles a la guerra ha propiciado que sean asesinados y
perseguidos: decenas de líderes sociales han sufrido esta suerte.
Así, a la sombra del enemigo, por ejemplo, de las guerrillas
rebeldes, se ha criminalizado la protesta social. Eso fue claro
en la década de los setenta, con el denominado “Estatuto de
seguridad” y, en general, frente a numerosas normas de excepción que fueron dictadas al amparo del estado de sitio, tanto
en esa década como en las siguientes. Por ello, a la sombra de
grandes enemigos posteriores, como es el caso del narcoterrorismo urbano en la década de los ochenta y de los noventa, se
ubicaron tanto las guerrillas social-revolucionarias, como la
misma protesta social.
Por esta razón, con muy buen criterio y atendiendo precisamente las lecciones históricas y la tradición de una aplicación
disfuncional de la norma penal, tanto el acuerdo general irmado
entre el Gobierno y las FARC-EP, como en el caso concreto de
la amnistía, uno de los aspectos centrales está relacionado con
la descriminalización de la protesta social, por la vía concreta de la aplicación del mecanismo de la amnistía. Se trata de
aplicar esta Ley a actores que se han movido en el escenario
general de la protesta social y que, en escenarios degradados
192
de conlicto armado interno han cometido, incluso, delitos que
deben ser amnistiados, pues están directamente relacionados
con dicha protesta social.
Si la amnistía es un instrumento viable en función del proceso
de paz con aquellos actores que como los rebeldes o sediciosos
se han movido en el escenario de la confrontación, lo es tanto
más para aquellos actores que desde la protesta social han sido
sujetos de la acción penal y que, si bien han cometido delitos,
han sido en desarrollo de la protesta social.
LA PROTESTA SOCIAL COMO DERECHO
De conformidad con lo expuesto y de conformidad con la
norma que luego es desarrollada por la propia Ley en diversos
artículos, es necesario introducir una aclaración fundamental:
la protesta social en sí, desarmada, pacíica, es un derecho;
no hará parte del tratamiento penal diferencial que establece
la ley. Esto no puede estar sujeto a confusiones. La protesta
social no es un delito, aunque en numerosas ocasiones haya
sido concebida como tal. La protesta social a la cual se reiere
la norma es aquella que, como la misma norma lo indica y en
contextos de violencia generalizada, terminó en disturbios,
terminó en acciones delictivas que inclusive han hecho parte
del tercer delito que constituye, en la tradición de Colombia,
el núcleo del delito político: el delito de asonada.
Hay que aclarar, por otra parte, que las acciones propias de
la denominada asonada han sido objeto de un tratamiento penal muy diferenciado, incluso en el escenario propio del delito
político. En una escala de gravedad, el tratamiento penal de la
asonada ha sido el más benigno, aunque, precisamente por lo
expuesto, numerosos casos de asonada fueron criminalizados
por años como casos de rebelión o de terrorismo.
También se debe aclarar, y los operadores deben ser muy
conscientes de ello, que el hecho de que sean sujetos de la protesta social violenta, sujetos de la Ley de Amnistía, no quiere
193
decir que sean efectivamente guerrilleros. Precisamente, este
señalamiento es el que ha propiciado su persecución y criminalización. Por eso la aplicación de la amnistía se debe entender
en un contexto más generalizado de descriminalización y de
nueva concepción político-criminal ligado al proceso de paz
y no como una vía indirecta y con beneicios de señalamientos
que nunca debieron tener lugar.
Es en este punto que la descriminalización de la protesta
social debe operar en la práctica como un aporte esencial a
dinámicas de no repetición. Tiene que ser un aporte a la reconstrucción del tejido social, a la incorporación a la vida social de
líderes que han sido objeto de persecución penal, un aporte
a una reconciliación posible. Por eso este hecho fundamental
relacionado con la protesta social expresa, a su vez, una tendencia general que, tanto el acuerdo en su totalidad como en la
Ley de Amnistía en concreto, es clara: se busca que el derecho
penal cambie de signo, de sentido, de fundamento. Es el caso
del cambio de sentido en la función penal de la lucha contra
las drogas, contenido en el Acuerdo 4 y abordado aquí. Se
reconigura la función del derecho penal, de tal suerte que se
busca que actúe como mecanismo residual frente a los eslabones
más responsables, y no se use, como se ha hecho durante años
de fracaso en la lucha contra las drogas, como un mecanismo
de criminalización de los más débiles.
DIRECTIVA DE LA FISCALÍA GENERAL DE LA NACIÓN
SOBRE DESCRIMINALIZACIÓN DE LA PROTESTA SOCIAL
En este sentido, se trata de una política estatal conjunta. Se
debe destacar, de manera particular, el esfuerzo de la Fiscalía General de la Nación que, en su momento, con muy bien
criterio y en el marco de la estrategia de priorización, puso
en marcha un sistema de descriminalización de la protesta
social. Expidió el ente acusador, en efecto, la Directiva 0001
de 2012, no solo ligada como consecuencia a un tema técnico
194
de priorización, sino a una convicción liberal profunda de los
límites del poder punitivo en el enfrentamiento de la protesta
social en escenarios degradados de conlicto armado.
Dice la Directiva 0008 de 2016, “por medio de la cual se
establecen lineamientos generales con respecto a delitos en
que se puede incurrir en el curso de la protesta social”, en su
primer apartado sobre las decisiones que deben asumir los
iscales: “Esta directiva tiene como objetivo establecer límites
al poder punitivo del Estado cuando ocurren hechos violentos en el curso de manifestaciones públicas”. Se trata de un
documento extenso y complejo que debe ser leído en consonancia con el Acuerdo final, con la Ley de Amnistía y con la
estructura inal de la Jurisdicción Especial para la Paz. Hace
parte de la estrategia de priorización, pero va mucho más allá,
aunque es apenas coherente: no solo se trata de descriminalizar la protesta social, sino que, además, en una empresa de
persecución penal coherente, líderes de la protesta social, que
antaño fueron criminalizados por un derecho penal de enemigo,
incluso cuando han actuado en el contexto de protestas que
generan violencia, no son, según la Directiva, en ningún caso,
“máximos responsables”.
Así, se trata de un nuevo lenguaje en la persecución penal
de crímenes internacionales o de la macrocriminalidad. Se
une a una nueva visión político-criminal que hoy actúa de la
mano de estrategias coherentes de priorización, con una visión
renovada del derecho penal que debe actuar de manera diferenciada y no con una lógica punitivista indiferenciada. Por
esa razón la Directiva parte del punto de que “las conductas
punibles cometidas por los manifestantes deben interpretarse
de conformidad con los derechos fundamentales a la libertad
de expresión y de reunión, y de acuerdo con el principio democrático”. Dicho punto de partida recalca el hecho de que
la protesta social en sí es un derecho y expresa derechos fundamentales; es intocable desde el punto de vista penal; pero
una vez se entra en el terreno de las conductas punibles, de las
195
conductas violentas, se debe prohijar el mismo principio democrático. Esta vez se expresa en una lógica no criminalizante.
CONCLUSIÓN
Se puede decir que en el contexto del Acuerdo final, y de cara
al modelo transicional colombiano, se ha producido un cambio de perspectiva en la función penal y en la función político
criminal en general. No solo se trata de una transformación
institucional compleja desde 2005 con la Ley de Justicia y Paz,
y muy especialmente desde 2012 a partir de la restructuración
de la Fiscalía General de la Nación, sino que se trata de un
cambio auténtico en la manera de comprender la función penal
en lógica transicional y sus aportes a una posible reconciliación
y, en el contexto de este texto, de un aporte a la creación de
auténticos espacios o escenarios de no repetición.
Se aclara, además, que si bien estos cambios tienen lugar en
una lógica transicional, postulados esenciales que tienen que
ver con la descriminalización de fenómenos sociales, políticos
o económicos, la descriminalización de la protesta social, la
apuesta por el principio de libertad más que por el principio
de autoridad, el aporte del derecho penal a una paz posible,
deben ser cometidos generales del sistema penal integral. En
el sistema penal ordinario se cometen múltiples injusticias,
pues se trata de un sistema selectivo, feroz frente a los sujetos
vulnerables.
Hay que seguir trabajando en estos entornos críticos que,
más allá de los escenarios de conlicto armado, son los que,
en secreto, en silencio, siguen produciendo violencia y desigualdad, lo cual es precisamente contrario a todo propósito
de paz. Los logros en lógica transicional deben ser también
logros en la justicia ordinaria. Se debe pensar en un cambio
de paradigma, en general, de la función penal y de la política
criminal. Esta es una tarea sin pausa, que compromete especialmente al ejercicio intelectual.
196
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199
CONCEPCIÓN Y EVOLUCIÓN DE LA
JUSTICIA PENAL PARA LA TERMINACIÓN
DEL CONFLICTO ARMADO EN COLOMBIA
John Zuluaga
Universidad Sergio Arboleda, Colombia
RESUMEN
En este capítulo se discutirán los rasgos distintivos del dispositivo penal incorporado para facilitar la terminación del conlicto
armado en Colombia: la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
Adicionalmente, se intentará caracterizar las implicaciones del
curso punitivista que sigue el modelo de justicia transicional
colombiano a partir de, primero, la conceptualización de la JEP
y las razones que la explican como un dispositivo de integración
de los escenarios judiciales de realización de la justicia transicional; segundo, a partir de la discusión de algunos aspectos
procesales penales relevantes y relativos al trámite legal que
se ha conigurado a partir del Acto Legislativo 01 de 2017 y la
Ley 1820 de 2016; y tercero, haciendo un análisis tanto de la
integración sistemática de dicha jurisdicción al Sistema Integral
201
de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, como de sus
restricciones intrasistemáticas.
INTRODUCCIÓN
Con la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) se ha instalado
el componente penal de un sistema con pretensiones de integralidad para la satisfacción de los derechos de las víctimas del
conlicto armado colombiano —Sistema Integral de Verdad,
Justicia, Reparación y No Repetición (SIVJRNR)—. Se trata de
un dispositivo judicial-penal con competencia prevalente para
la persecución de los crímenes relativos al conlicto armado.
De igual manera, se concibe como un complemento a los mecanismos extrajudiciales del SIVJRNR:
El Sistema Integral estará compuesto por los siguientes mecanismos y medidas: la Comisión para el Esclarecimiento de la
Verdad, la Convivencia y la No Repetición; la Unidad para la
Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas en el contexto
y en razón del conlicto armado; la Jurisdicción Especial para la
Paz; las medidas de reparación integral para la construcción de
paz y las garantías de no repetición.1
En esa medida, está dirigido a la satisfacción de una doble
pretensión: castigo y reconciliación. Así se desprende no solo
del acuerdo de paz (Gobierno-FARC, 2016, pp. 143-ss.), sino
de la reforma constitucional que introdujo el Acto Legislativo
(AL) 01 de 2017:
El Sistema Integral hará especial énfasis en medidas restaurativas
y reparadoras, y pretende alcanzar justicia no solo con sanciones
retributivas. Uno de los paradigmas orientadores de la JEP será la
1
Congreso de la República. Acto Legislativo 01 (4 de abril de 2017). Artículo
transitorio 1.°, inciso 1.
202
aplicación de una justicia restaurativa que preferentemente busca
la restauración del daño causado y la reparación de las víctimas
afectadas por el conlicto, especialmente para acabar la situación
de exclusión social que les haya provocado la victimización. La
justicia restaurativa atiende prioritariamente las necesidades y la
dignidad de las víctimas y se aplica con un enfoque integral que
garantiza la justicia, la verdad y la no repetición de lo ocurrido.2
En el mismo Acto Legislativo están deinidas las bases del
SIVJRNR, tanto de sus competencias —objetiva y subjetiva— co-
mo de sus procedimientos.3 Esta base legal —introducida por
la vía expedita del llamado fast track—4 confronta la JEP con
una aspiración maximalista de justicia penal y, a su vez, la restringe a unos especíicos ámbitos de prioridad procesal penal.5
De esta manera, la JEP se conigura como un dispositivo
paradojal: 1) promete el conocimiento de todas las conductas punibles vinculadas al conlicto, pero ija rígidas pautas
procedimentales para el trámite de las mismas; 2) se concibe
como parte de un sistema integral de justicia transicional, pero
excluye múltiples actores y conductas punibles sobre la base
de la selección y priorización de casos; 3) se establece como
un iltro para conocer la verdad de lo ocurrido en el conlicto, pero no concibe la aceptación de responsabilidad como
presupuesto de comprensión; 4) establece como condición de
2
Acto Legislativo 01 (4 de abril de 2017). Artículo transitorio 1.°, inciso 4.
3
Acto Legislativo 01 (4 de abril de 2017). Artículos transitorios 5-17 y 22-26.
Asimismo, véase Proyecto de Ley Estatutaria (1.° de agosto de 2017), Título
II, Artículos 8-35.
4
El fast track o vía rápida es un mecanismo contemplado en el AL 01 de 2016,
que reduce el número de debates requeridos en el Congreso para la aprobación de leyes y reformas constitucionales. Sobre la constitucionalidad de
dicho mecanismo de trámite legislativo, véase Corte Constitucional. Sentencia
C-699 (13 de diciembre de 2016) y Sentencia C-332 (17 de mayo de 2017).
5
Sobre selección y priorización en el modelo colombiano de justicia transicional, véase John Zuluaga (2014b, pp. 168-ss.; 2015).
203
su funcionamiento el reconocimiento de verdad y responsabilidad, pero concibe unos parámetros judiciales “ordinarios”
para la determinación de las mismas.
Esta jurisdicción representa, a su vez, un escalafón adicional en el cúmulo de ensambles judiciales-penales orientados a
darle solución al conlicto armado colombiano. Con el mismo
evoluciona el esquema normativo de la Ley de Justicia y Paz6 y
del Marco Jurídico para la Paz,7 a partir de los cuales se venía
orientando la reinserción de combatientes a la vida civil.8 Estas
prácticas legales y sus respectivos dispositivos penales se han
caracterizado históricamente por lo siguiente: 1) se conciben
como una expresión de los desenlaces de la guerra; 2) han
prestado un servicio de gran consideración para administrar la
retórica de los vencedores y moldear la imagen de sus enemigos
(Correa, 2016; Orozco, 2016, octubre 23; 2005); y 3) se trata
de un derecho penal selectivo y desigual (González, 2007):
La justicia transicional no escapa a las características que precisamente suscitaron las críticas al que parecía ya moribundo derecho penal: secuestra el conlicto, es selectivo, discriminatorio
y desigual, es altamente instrumentalizado, no tiene casi ninguna
posibilidad de cumplir las promesas que lo animan (verdad,
justicia y reparación), recorre el camino que ha caracterizado el
derecho penal: es decir, empieza como una institución excepcional
y después se normaliza y, inalmente, ofrece espacios de crítica
mucho menores que el derecho penal que conocíamos. (p. 38)
Bajo estas claves es que podría concebirse la justicia penal
del SIVJRNR como un modelo para la continuidad (Zuluaga,
6
Congreso de la República. Ley 975 (25 de julio de 2005).
7
Acto Legislativo 01 (31 de julio de 2012). Artículos Transitorios 66 y 67.
8
Al instalarse junto a la jurisdicción ordinaria y a la Ley de Justivia y Paz
(LJP), además, se podría hablar de una tercera generación de justicia para la
superación del conlicto armado (Zuluaga, 2016a; 2016b; Barbosa, 2017).
204
2014b).9 No solo la apatía frente a las libertades o el optimismo en el castigo, sino también su concepción legalista de las
formas de solución del conlicto armado darían constancia de
esta comprensión.
A in de profundizar sobre las implicaciones del curso punitivista que sigue el modelo de justicia transicional colombiano,
a continuación, primero, se intentará una conceptualización de
la JEP. Con este acercamiento se parte de reconocer el carácter
limitado del derecho penal en torno a las dinámicas masivas
de comisión de crímenes y la inevitable relativización de los
axiomas procesales penales para la investigación y sanción de
estos; segundo, se hará un análisis crítico de la JEP como componente procesal penal del SIVJRNR. A partir de dicho análisis
se espera encontrar constancias suicientes para demostrar las
restricciones de la JEP como escenario preponderante para el
cumplimiento de los propósitos de la justicia transicional en
Colombia.
LA JEP: REFLEXIONES PRELIMINARES
PARA UNA DEFINICIÓN
La conceptualización de la JEP está determinada por los siguientes aspectos: primero, un amplio marco normativo —constitucional, legal y convencional— deinitorio de dicha jurisdicción.
Tanto el Acuerdo final del 24 de noviembre (Gobierno-FARC,
2016, I, numeral 2) como el AL 01 de 2017, Artículo transitorio 5 y, adicional a los mismos, un cúmulo de decretos reglamentarios10 comienzan a darle forma institucional a la JEP y
9
Si bien se trata de un nuevo dispositivo legal, sus actores —especíicamente
los judiciales— se conciben como enclaves a partir de los cuales la comprensión del derecho y las clásicas formas de persecución penal se reproducen.
10
Los decretos reglamentarios con fuerza de Ley se expiden con base en la
facultad otorgada al Presidente de la República para implementar el acuerdo
de paz (Presidencia de la República, s. f.). Entre estos decretos se encuentran
205
permiten concebir una deinición de la misma; segundo, no
solo se trata de una concepción en varios niveles normativos,
sino de la introducción de múltiples componentes genéricos,
especíicos y teleológicos que determinan la comprensión de
esta jurisdicción.
Al problema de la base normativa para la deinición de la
JEP se suma el de la ubicación de la misma frente a otros dispositivos judiciales del sistema de justicia transicional. La JEP
se instaló junto a la jurisdicción ordinaria y la llamada Ley de
Justicia y Paz (LJP) como un nivel adicional de investigación
y juzgamiento de los crímenes cometidos en el marco del
conlicto armado en Colombia. Esto implica, por un lado, un
ejercicio concurrente de competencias material y subjetiva y, en
consecuencia, una restricción de los rendimientos del SIVJRNR
a partir de dichas concurrencias. En esa medida, la JEP logra
una soisticación del programa judicial de la transición política.
Ello se explica, además, en el curso que tomó la coniguración
los siguientes: Decreto 249 del 14 febrero de 2017; Decreto 277 del 17 febrero de 2017; Decreto 588 del 05 de abril de 2017; Decreto 589 del 05
de abril de 2017; Decreto 691 del 27 de abril de 2017; Decreto 700 del 02 de
mayo de 2017; Decreto 775 del 16 de mayo de 2017; Decreto 870 del 25
de mayo de 2017; Decreto 884 del 26 de mayo de 2017; Decreto 885 del 26 de
mayo de 2017; Decreto 888 del 27 de mayo de 2017; Decreto 889 del 27
de mayo de 2017; Decreto 891 del 28 de mayo de 2017; Decreto 892 del 28 de
mayo de 2017; Decreto 893 del 28 de mayo de 2017; Decreto 894 del 28 de
mayo de 2017; Decreto 1269 del 28 de julio de 2017. Además, se deben mencionar otros Decretos Ley dirigidos a regular distintos aspectos del SIVJRNR:
Decreto Ley 2204 del 30 de diciembre de 2016; Decreto Ley 121 del 26 de
enero de 2017; Decreto Ley 154 del 03 de febrero de 2017; Decreto Ley
248 del 14 de febrero de 2017; Decreto Ley 298 del 23 de febrero de 2017;
Decreto Ley 671 del 25 de abril de 2017; Decreto Ley 706 del 03 de mayo
de 2017; Decreto Ley 831 del 18 de mayo de 2017; Decreto Ley 882 del
26 de mayo de 2017; Decreto Ley 883 del 26 de mayo de 2017; Decreto
Ley 890 del 28 de mayo de 2017; Decreto Ley 895 del 29 de mayo de 2017;
Decreto Ley 896 del 29 de mayo de 2017; Decreto Ley 897 del 29 de mayo
de 2017; Decreto Ley 898 del 29 de mayo de 2017; Decreto Ley 899 del
29 de mayo de 2017; Decreto Ley 900 del 29 de mayo de 2017; Decreto
Ley 902 del 29 de mayo de 2017; Decreto Ley 903 del 29 de mayo de 2017.
206
de la JEP a partir de la renegociación del acuerdo posplebiscito. La JEP se entendió y se trató como un dispositivo judicial
concurrente y, de acuerdo con ello, se ajustaron los términos
de su funcionamiento en el SIVJRNR y de sus relaciones con la
justicia ordinaria.11
La sistematización establecida sirve para aclarar el alcance
y la ubicación sistemática de la JEP y, asimismo, resulta gananciosa para el ejercicio de su deinición. De su ubicación constitucional se deduce el carácter de parámetro interpretativo y
de criterio de subsunción de los procesos judiciales en los que
se investigan y judicializan crímenes vinculados al conlicto
armado. Este fenómeno no se conigura solo a partir del AL
01 de 2017, sino que logró establecerse expresamente con la
introducción de los Artículos transitorios 66 y 67 CN por medio
del llamado Marco Jurídico para la Paz (MJP) (Ambos, 2008;
Ambos y Steiner, 2015; Zuluaga, 2014, pp. 168-ss.; 2015). Este
progresivo proceso de constitucionalización de mecanismos de
justicia transicional resulta especialmente relevante, pues con
el mismo se determinan líneas de interpretación que comprometen tanto el respeto de la obligación de investigar y juzgar,
como los derechos de las víctimas y el in de la paz estable.12
11
Entre muchos de los ajustes posplebiscito, por ejemplo, se precisa que la JEP
hace parte del SIVJRNR y que, por tanto, no sustituye a la jurisdicción ordinaria; se indica que para decidir sobre la eventual conexidad de conductas
relacionadas con cultivos de uso ilícito con el delito político se seguirán los
criterios de la jurisprudencia colombiana; además, se indicó que los procedimientos de la JEP deben incorporar los siguientes principios: sistema
adversarial, debido proceso, imparcialidad, publicidad, controversia de la
prueba, defensa y doble instancia. Esas normas se deberán incorporar al
ordenamiento interno colombiano. Estos condicionamientos se han acentuado por medio de distintos pronunciamientos de la Corte Constitucional. Al
respecto, Corte Constitucional, Comunicado 55 del 14.11.2017, M.P. Luis
Guillermo Guerrero; Sentencias C-608 del 3.10.2017, M.P. Carlos Bernal
Pulido; C-332 de 2017 de 17.05.2017, M.P. Antonio José Lizarazo Ocampo.
12
Sobre el interés de justicia y su fundamento jurídico, véase Kai Ambos
(2008, pp. 28-117 y notas a pie 101-103); Colombia. Corte Constitucional.
Sentencia C-579 (28 de agosto de 2013), parr. 8.1-ss.; Corte Interamericana
207
Lo anterior sirve para establecer que un enfoque legalista,
derivado del acuerdo y el cuerpo legal que lo desarrolla, no
sería un marco suiciente y pertinente para deinir y comprender
qué es la JEP. Por su impacto normativo y judicial, por su rol
en el sistema de justicia transicional y sus aspiraciones frente a
las víctimas, la JEP debe y puede conceptualizarse en diferentes niveles, más allá de su compleja base normativa. Desde el
punto de vista procesal penal, la JEP representa un dispositivo
prevalente de integración judicial. Su ámbito de competencias
material y personal —AL 01 de 2017, Artículo transitorio 5—
concurre con los de la LJP y la justicia penal ordinaria en Colombia, pero es preponderante frente a los mismos no solo a
los efectos penales, sino también civiles y administrativos. La
cláusula de prevalencia que desarrolla el Artículo transitorio
6 del AL 01 de 2017 no se debería comprender como una fórmula supletoria de los dispositivos judiciales transicionales, es
decir, con competencia para conceder un tratamiento penal
especial frente a conductas punibles cometidas en el marco
del conlicto armado. El sentido de prevalencia se aclara mejor en el inciso 2 del Artículo transitorio 6: no se trata de una
jurisdicción subrogante, sino más bien de una instancia de
revisión en sentido amplio —con competencia para anular,
extinguir o revisar sanciones—. Este nivel de prevalencia reconoce el principio ne bis in ídem; con ello se restringe, a su
vez, el sentido de preferencia y exclusividad sobre las demás
jurisdicciones ijado en el Artículo transitorio 5. Este aspecto
de Derechos Humanos. Sentencia C 277 (19 de mayo de 2014), parrs. 183,
250 y 251; Sentencia C 275 (27 de noviembre de 2013), parrs. 347, 350;
Sentencia C 274 (26 de noviembre de 2013), parrs. 176-180; Sentencia C
271 (25 de noviembre de 2013), parr. 98; Sentencia C 270 (20 de noviembre
de 2013), parrs. 370-372; Sentencia C 267 (28 de agosto de 2013), parrs.
122-123; Sentencia C 260 (14 de mayo de 2013), parr. 217-218; Sentencia
C 259 (30 de noviembre de 2012), parr. 155-157; Sentencia C 240 (27 de
febrero de 2012), parrs. 203-210; Sentencia C 220 (26 de noviembre de
2010), parrs. 126-132.
208
tiene, además, una restricción temporal en ese mismo artículo, es decir, conductas cometidas antes del 1.° de diciembre
de 2016 por parte de los combatientes de grupos armados
organizados al margen de la ley (GAOML) que suscriban un
acuerdo inal de paz: es una prevalencia pro pugnator y pro
tempore. Una constancia de que no se trata de suplir los otros
dispositivos del sistema —LJP y justicia ordinaria— la deja el
inciso 3 del Artículo transitorio 5 con el reconocimiento de la
competencia de la jurisdicción ordinaria para las conductas
cometidas ex tempore, o los incisos 4 y 5 del mismo artículo
para la investigación y juzgamiento de los delitos de que trata
el libro segundo, capítulo quinto, título décimo del código
penal. Precisamente, por no ser una jurisdicción supletoria es
que en el Artículo transitorio 9 se incorpora un mecanismo
para la solución de conlictos de competencia.
Como dispositivo de integración prevalente, la JEP logra
una soisticación del programa judicial para la investigación y
juzgamiento de combatientes, por lo menos en los siguientes
niveles: competencia temporal, instancias de revisión, sistema
de sanciones e integración a mecanismos extrajudiciales. Cada
uno de estos niveles, a su vez, permiten una deinición de la
JEP desde el punto de vista funcional. Temporalmente, amplía
los términos de incorporación al sistema judicial de transición
—hasta el 1.° de diciembre de 2016—:
Jurisdicción Especial para la Paz. La Jurisdicción Especial para la
Paz (JEP) estará sujeta a un régimen legal propio, con autonomía
administrativa, presupuestal y técnica; administrará justicia de
manera transitoria y autónoma y conocerá de manera preferente
sobre todas las demás jurisdicciones y de forma exclusiva de las
conductas cometidas con anterioridad al 1.° de diciembre de
2016 […].13
13
Acto Legislativo 01 (4 de abril de 2017), Artículo transitorio 5.
209
Asimismo, supera el esquema de pena alternativa e incorpora sanciones —no estrictamente intramurales— con cargas
restauradoras.
Sanciones. Las sanciones que imponga la JEP tendrán como inalidad esencial satisfacer los derechos de las víctimas y consolidar
la paz. Deberán tener la mayor función restaurativa y reparadora
del daño causado, siempre en relación con el grado de reconocimiento de verdad y responsabilidad. Las sanciones podrán ser
propias, alternativas u ordinarias y en todos los casos se impondrán en los términos previstos en los numerales 60, 61, 62 y en
el listado de sanciones del subpunto 5.1.2 del Acuerdo Final.14
Finalmente, se articula a mecanismos extrajudiciales para
la investigación y juzgamiento de conductas punibles en el
marco del conlicto armado. Este rol articulador se ija de
manera expresa en el inciso 5 del Artículo transitorio 1, donde se asigna a la JEP la función de verificación de las llamadas
“condicionalidades”:
Los distintos mecanismos y medidas de verdad, justicia, reparación y no repetición, en tanto parten de un sistema que busca
una respuesta integral a las víctimas, no pueden entenderse de
manera aislada. Estarán interconectados a través de relaciones
de condicionalidad y de incentivos para acceder y mantener cualquier tratamiento especial de justicia, siempre fundados en el
reconocimiento de verdad y responsabilidades. El cumplimiento
de estas condicionalidades será veriicado por la Jurisdicción
Especial para la Paz.15
Las relaciones de condicionalidad y de incentivos son la
manera a través de la cual se pretende la interconexión de los
14
Acto Legislativo 01 (4 de abril de 2017), Artículo transitorio 13.
15
Acto Legislativo 01 (4 de abril de 2017), Artículo transitorio 1, inciso 5.
Énfasis del autor.
210
diferentes mecanismos y medidas de verdad, justicia, reparación y no repetición. Dichas condicionalidades se ijan, a su
vez, como presupuesto de cualquier tratamiento especial de
justicia (Corte Constitucional, Comunicado 55, 2. Síntesis de
la providencia, párr. 9).
La exigencia de integralidad en la satisfacción de los derechos de las víctimas promueve a la JEP como el mecanismo
de verificación y cierre en el proceso de satisfacción de dichos
derechos: “El Sistema es integral, para que las medidas logren un máximo de justicia y de rendición de cuentas sobre
las violaciones a los derechos humanos e infracciones al DIH
ocurridas a lo largo del conlicto. La integralidad del Sistema
contribuye también al esclarecimiento de la verdad del conlicto
y la construcción de la memoria histórica”.16
En esa medida, la JEP se ubica como el núcleo del SIVJRNR y eje articulador de otros componentes judiciales-penales
para la concreción de derechos como la verdad, la justicia y
la reparación. Que ello sea así deine también el marco teleológico del modelo de justicia transicional en Colombia: la
justicia restaurativa.17 Como paradigma orientador, la justicia
restaurativa encuentra en el dispositivo judicial de la JEP su
principal escenario de realización. En síntesis, puede decirse
que la JEP es el componente judicial del SIVJRNR con competencias prevalentes para la integración de otros mecanismos
judiciales dispuestos para la investigación y judicialización
de conductas punibles en el marco del conlicto armado colombiano. En su rol articulador de mecanismos judiciales y
extrajudiciales, cumple la función de veriicar las relaciones
de condicionalidad e incentivos presupuestos, como también
de tratamientos penales especiales.
16
Acto Legislativo 01 (4 de abril de 2017), Artículo transitorio 1, inciso 3.
17
Acto Legislativo 01 (4 de abril de 2017), Artículo transitorio 1, inciso 4.
211
ALGUNOS ASPECTOS PROCESALES RELEVANTES
Tanto el Acuerdo final como el AL 01 de 2017 han previsto
una compleja institucionalidad para el desarrollo de su procedimiento. A la JEP se adscriben las siguientes instancias:
Sala de Reconocimiento de Verdad, de Responsabilidad y
de Determinación de los Hechos y Conductas (SRVRDHC); el
Tribunal para la Paz (TP); Sala de Amnistía o Indulto (SAI);
Sala de Deinición de Situaciones Jurídicas (SDSJ); y Unidad
de Investigación y Acusación (UIA) (Gobierno-FARC, 2016).18
Además, se incluyeron una Presidencia y Secretaría Ejecutiva
como órganos administrativos de la jurisdicción.19
El acuerdo para el desarrollo de la JEP prevé un trámite para
quienes reconozcan verdad y responsabilidad y otro diferente
para quienes no la reconozcan. El reconocimiento de verdad y
responsabilidad es el factor determinante para deinir el tipo
de procedimiento y, en consecuencia, el tipo de pena a aplicar.
En ese sentido, los trámites ante la JEP arrastran una lógica
dualista, sometimiento o contradicción: “En el componente
de justicia se aplicarán dos procedimientos: 1. Procedimiento en caso de reconocimiento de verdad y reconocimiento
de responsabilidad. 2. Procedimiento en caso de ausencia de
reconocimiento de verdad y de responsabilidad” (GobiernoFARC, 2016, p. 152, numeral 45).
Frente al acuerdo inicial entre Gobierno y las FARC-EP, la refrendación plebiscitaria suscitó una reelaboración del mismo.20
18
Inicialmente, con la JEP se intentó replicar la estructura de lo que en el Derecho Penal Internacional se ha llamado hybrid courts; sin embargo, después
de los resultados del plebiscito realizado el 2 de octubre de 2016, dicha posibilidad fue inalmente negada. De esa manera se cerró la posibilidad de la
participación de extranjeros como jueces de la JEP.
19
Acto Legislativo 01 (4 de abril de 2017), Artículo transitorio 7.
20
Esta reelaboración se hizo bajo las claves de algunas propuestas de los representantes del “NO”, opción ganadora el pasado 2 de octubre de 2016
(Comisión Colombiana de Juristas y De Justicia, s. f.). Sobre los impactos
212
El acoplamiento de estas propuestas se ha hecho fundamentalmente en el marco de los parámetros orientadores de la JEP.
Se trató básicamente del replanteamiento de aspectos relativos
a la JEP, su funcionamiento y relaciones con la justicia ordinaria (Reyes, 2016, noviembre 14). Esto ha determinado de
manera muy signiicativa el curso del trámite en el Congreso
de la República, donde el acuerdo de paz ha tomado cuerpo
legal. El modelo que viene tomando cuerpo allí deiende el
curso punitivista de la JEP, ya delimitado en el punto 5, Acuerdo sobre víctimas. Sin embargo, además, parece incorporar
(auto)restricciones al modelo para atajar los impactos de sus
amplias competencias ratione materiae y ratione personae en
el funcionamiento de la misma jurisdicción. A continuación,
se abordarán algunos de los aspectos de la coniguración de la
JEP que determinan sus aspiraciones y sus rendimientos bajo
la lógica de la persecución punitiva ordinaria.
LOS CASOS QUE NO SON OBJETO DE AMNISTÍA O INDULTO
La persecución de los hechos punibles frente a los cuales se
debe concretar la obligación de investigación y judicialización
parece asegurarse en la JEP. Concretamente, el Artículo 23, literal a, de la Ley 1820 de 2016, deine el listado de delitos que
no pueden ser amnistiados.21 A la lógica de persecución penal
que se deriva de esta obligación y que encuentra su correlato en
la Ley 1820 de 2016, responde también la estructura procesal
penal de la JEP. Fundamentalmente, la SDSJ, concebida en el
numeral 50 del Acuerdo sobre víctimas, se ha previsto como la
y retos de la decisión plebiscitaria tomada el 2 de octubre de 2016, véase
John Zuluaga y Sophie Rähme (2017, pp. 20-ss.).
21
Al respecto, véase Corte Suprema de Justicia, Radicado 46334 del 13.09.2017,
M.P. Patricia Salazar Cuéllar; Corte Constitucional, Comunicado Nr. 08,
declarando la inexequibilidad de las expresiones “grave” y “sistemáticos”
contenida en el parágrafo del Art. 23 de la ley 1820 de 2016.
213
instancia que resolverá la situación jurídica de quienes no sean
objeto de amnistía o indulto, ni hayan sido incluidos en la resolución de conclusiones de la SRVRDHC (Barbosa, 2017; Zuluaga,
2014, pp. 168-ss.; 2015). Esta sala representa, además, uno de
los escenarios más relevantes para asegurar los rendimientos
de la JEP como dispositivo de integración prevalente (Zuluaga,
2017, agosto 1.°).22 Su competencia se restringe, en general,
a aquellos casos en los que no se aplican beneicios (penales)
preliminares como la amnistía, el indulto o la resolución de
conclusión. Precisamente por ello, se prevé el tratamiento de
sentencias penales impuestas por la justicia ordinaria y de las
personas que hubieran reconocido responsabilidad por crímenes internacionales: “Deinir el tratamiento que se dará a
las sentencias impuestas previamente por la justicia respecto
a las personas objeto de la Jurisdicción Especial para la Paz,
incluida la extinción de responsabilidades por entenderse
cumplida la sanción”.23
En su propósito de canalizar el desenlace de las conductas
que no han sido objeto de amnistías o indultos, el Artículo 28
de la Ley 1820 de 2016 prevé distintos niveles de definición
situación jurídica, orientados por criterios subjetivos que refuerzan la determinación del ámbito de competencia personal
de la SDSJ: “1. Integrantes de las FARC-EP […]; 2. Personas que,
por conductas desplegadas en contextos relacionados con el
ejercicio del derecho a la protesta o disturbios internos, hayan sido perseguidas penalmente […]; 3. Personas que estén
procesadas o que hayan sido condenadas por delitos políticos
o conexos vinculados a la pertenencia o colaboración con las
FARC-EP […]”.24
22
Acto Legislativo 01 (4 de abril de 2017), Artículo transitorio 1, inciso 1.
23
Congreso de la República. Ley 1820 (30 de diciembre de 2016), Artículo
28, numeral 2.
24
Ley 1820 (30 de diciembre de 2016), Artículo 29.
214
En términos generales, concede la posibilidad de adoptar
las resoluciones que sean necesarias para deinir la situación
jurídica en los casos en que la amnistía, indulto u otra resolución de conclusión no haya sido adoptada. Este tipo de resoluciones están previstas, más concretamente, en tres casos:
a) para las personas que, sin pertenecer a una organización
rebelde, tengan una investigación en curso por conductas que
sean de competencia de la JEP; b) frente a quienes no hayan
tenido una participación determinante en los casos más graves
y representativos, incluyendo a los terceros que se presenten
voluntariamente a la jurisdicción; c) personas involucradas
en delitos cometidos en el marco de disturbios públicos o el
ejercicio de la protesta social; d) personas que participaron en
el conlicto, pero que al momento de realizarse la conducta
ilícita eran menores de edad.
En un primer nivel, se intenta asegurar el tratamiento judicial
de aquella constelación de casos que no serán objeto de amnistía
o indulto. Desde el punto de vista general, esta constelación de
casos correspondería a todas las conductas que están fuera de
la descripción que incorporan los Artículos 15, 16, 22 y 23 de
la Ley 1820 de 2016, en concordancia con el Decreto 277 de
2017, es decir, los delitos que no son políticos ni conexos a los
mismos.25 Desde el punto de vista especíico, en este nivel se
concibe un ámbito muy importante de situaciones que delimitan la competencia ratione materiae de la JEP. En concreto, se
trataría de los crímenes previstos en el Artículo 23, parágrafo
único, literal a y b de la Ley 1820, que desarrollan de forma
más amplia la prohibición concebida en el numeral 40 del
Acuerdo sobre víctimas: crímenes internacionales y, además,
algunos crímenes individuales:
25
Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal. Radicación 49895 (28
de junio de 2017); Radicación 46449 (28 de junio de 2017), Consideraciones
de la Corte.
215
En ningún caso serán objeto de amnistía o indulto únicamente
los delitos que correspondan a las conductas siguientes:
a) Los delitos de lesa humanidad, el genocidio, los graves crímenes
de guerra, la toma de rehenes u otra privación grave de la libertad,
la tortura, las ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada,
el acceso carnal violento y otras formas de violencia sexual, la
sustracción de menores, el desplazamiento forzado, además del
reclutamiento de menores, de conformidad con lo establecido
en el Estatuto de Roma. En el evento de que alguna sentencia
penal hubiere utilizado los términos ferocidad, barbarie u otro
equivalente, no se podrá conceder amnistía e indulto exclusivamente por las conductas delictivas que correspondan a las aquí
enunciadas como no amnistiables;
b) Los delitos comunes que carecen de relación con la rebelión,
es decir aquellos que no hayan sido cometidos en el contexto y en
razón de la rebelión durante el conlicto armado o cuya motivación
haya sido obtener beneicio personal, propio o de un tercero.
Estos serían los supuestos que por prohibición expresa no
pueden llegar a ser objeto de amnistía o indulto.26 La prohibición expresa mencionada no se debería entender como un
margen taxativo, sino que se debería concebir como un umbral
mínimo, el cual podría ampliarse a los casos no previstos en el
mismo pero que no se adecuan a los criterios que determinan
la conexidad con delitos políticos.
En un segundo nivel se encuentra el supuesto de las personas que no serán incluidas en la resolución de conclusiones de la
SRVRDHC. Este tipo de resolución está concebida para ser presentada ante el Tribunal de Paz, especiicando la identiicación
de los casos más graves y representativos, la individualización
de las responsabilidades, los reconocimientos de verdad y
26
Véase al respecto, en este mismo libro, el capítulo de Kai Ambos, La Ley de
Amnistía (Ley 1820 de 2016) y el marco jurídico internacional.
216
responsabilidad, la caliicación jurídica y la identiicación de
las sanciones correspondientes (Barbosa, 2017, pp. 10-ss.). En
otras palabras, la resolución de conclusiones es el acto procesal proveniente de la SRVRDHC, mediante el cual se sintetiza la
información sobre hechos, responsables, reconocmiento de
los mismos y, sobre esa base, las respectivas sanciones. Esta
resolución está dirigida al Tribunal de Paz y, según el numeral
48, literal j del Acuerdo sobre víctimas, es una resolución que
tiene lugar luego de concluidas las etapas previstas en los literales a-i del mismo numeral. El anuncio de presentación de
esta resolución implica que los órganos investigadores —penales, disciplinarios, adminsitrativos, entre otros— remitan a
la SRVRDHC la totalidad de las investigaciones sobre hechos y
conductas relacionadas con el conlicto y pierdan competencia
para seguir investigando esos hechos y conductas:
La Fiscalía General de la Nación o el órgano investigador de
cualquier otra jurisdicción que opere en Colombia, continuarán adelantando las investigaciones hasta el día en que la Sala,
una vez concluidas las etapas anteriormente previstas —salvo la
recepción de los reconocimientos de verdad y responsabilidad,
los cuales siempre deberán ser posteriores al recibimiento en la
Sala de la totalidad de investigaciones efectuadas respecto a la
conducta imputada—, anuncie públicamente que en tres meses
presentará al Tribunal para la Paz su resolución de conclusiones,
momento en el cual la Fiscalía o el órgano investigador de que
se trate, deberán remitir a la Sala la totalidad de investigaciones que tenga sobre dichos hechos y conductas, momento en el
cual la Fiscalía o el órgano investigador de que se trate perderá
competencias para continuar investigando hechos o conductas
competencia de la Jurisdicción Especial de Paz.
El numeral 2 establece que la SDSJ deinirá el tratamiento que se dará a las sentencias impuestas previamente por la
justicia respecto a las personas objeto de la JEP, incluida la
217
extinción de responsabilidades por entenderse cumplida la
sanción. La determinación de estas sentencias tiene como iltro los parámetros de coniguración de la competencia ratione
personae de la JEP, es decir, todas las personas involucradas de
manera directa o indirecta en el conlicto.27 De esta manera, se
reairma el carácter de la JEP como dispositivo de integración
prevalente. Con ello se acepta la vigencia de las competencias
de los dispositivos judiciales concurrentes y se restringe la JEP
como una instancia de revisión en sentido amplio, con apego
al principio ne bis in ídem.
A pesar del marco de competencias ratione materiae y ratione
personae de la SDSJ, se incorporan (auto)restricciones, a la manera de componentes de ajuste político procesal, para atajar los
impactos de esas mismas competencias en el funcionamiento de
la JEP. En todo caso, que el modelo de selección y priorización
sea un presupuesto de los rendimientos de la JEP no signiica
que este modelo sintetice las competencias material y subjetiva
de aquella jurisdicción.28 La ambigüedad en la delimitación del
objeto procesal tiene diferentes consecuencias en los mismos
rendimientos del SIVJRNR, no solo porque la JEP se propone
abordar los delitos cometidos en el marco del conlicto armado
colombiano, sino por la necesidad que habría de investigarlos
y juzgarlos ante la falta de reconocimiento de los mismos. A la
(desbordada) dimensión ratione materiae se suma el retorno
del escriturismo como método de reconocimiento de verdad y
27
Acerca de la competencia de la JEP frente a conductas punibles cometidas
por causa, con ocasión o relación directa o indirecta con el conlicto armado,
Colombia. Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal. Radicación
50386 (28 de junio de 2017).
28
Especialmente, si es que en la JEP se busca distinguir la criminalidad política
frente a “otra criminalidad”, se debe entender que los ámbitos de selección y
priorización, en los términos del Artículo transitorio 66 de la Constitución,
excluyen la criminalidad política como objeto de investigación (Zuluaga,
2015).
218
responsabilidad (Gobierno-FARC, 2016, Acuerdo sobre víctimas,
p. 30, numeral 47; p. 32, numeral 48 g).
LA NO PERTENENCIA A UNA ORGANIZACIÓN REBELDE
La Ley 1820 de 2016 no deine el concepto organización rebelde
ni establece los criterios para la determinación de la pertenencia
a una organización criminal. En diferentes artículos se reiere
exclusivamente a las FARC-EP29 como la única organización
rebelde que ha logrado cumplir el requisito para la aplicación
del componente de justicia del SIVJRNR: el logro de un acuerdo
inal de paz con el gobierno.30 La deinición de pertenencia a
una organización criminal sería el primer paso para determinar el ámbito de aplicación subjetivo de esta causal: los que
no pertenezcan a una organización rebelde y estén siendo investigados por hechos punibles en el marco del conlicto. El
asunto se hace más problemático si se tiene en cuenta que la
pertenencia a una organización criminal no es una conducta
tipiicada como delito autónomo en la Ley Penal colombiana,
sino que constituye un elemento normativo que tiene distinto
tratamiento en la misma. Este elemento puede estar comprendido en diferentes tipos penales o puede representar una forma
de participación colectiva en un hecho punible.31 Con ello, en el
numeral 6 del Artículo 23 de la Ley 1820 de 2016 se incorpora
una constelación abierta de casos y no ofrece claridad sobre el
tipo de delitos para la aplicación de esta causal.
La forma como se ha previsto la determinación de pertenencia a las FARC-EP ha sido la del listado. Así lo establece tanto el
Artículo transitorio 5 del AL 01 de 2017 como los Artículos 17
29
Artículos 7, inciso 2; 17, numerales 1, 2 y 3; 18, inciso 2; 19, numeral 1; 22,
numeral 1, 2 3 y 4; 26 y 29, numerales 1 y 3; 35, parágrafo; 37, inciso 3; 41,
inciso 4.
30
Acto Legislativo 01 (4 de abril de 2017), Artículo transitorio 5.
31
Corte Constitucional. Sentencia C-936 (23 de noviembre de 2010).
219
numeral 2, 19 numeral 1, 22 numeral 2 y 26 de la Ley 1820 de
2016. De conformidad con esta base normativa, la pertenencia
al grupo rebelde será determinada a través del delegado de
las FARC-EP por medio de la entrega de los listados de personas integrantes de la organización rebelde que haya suscrito el
acuerdo inal de paz; incluso, según el Artículo 26 de la Ley
1820 de 2016, estos listados se podrán presentar hasta que se
haya terminado de examinar por la SAI la situación legal de
todos los integrantes de las FARC-EP. Esta forma de determinación de pertenencia a la organización tiene signiicativas
consecuencias para la aplicación de esta causal, precisamente
porque la deinición de situación jurídica según esta causal
cobraría vigencia frente a las personas que no se encuentran en
esos listados. Esta práctica de deinición de pertenencia a un
GAOML no es nueva en Colombia. Así se previó en el Artículo 1
del Decreto 3360 de 2003, por medio del cual se propuso como
forma de comprobar la calidad de miembro de un GAOML el
reconocimiento expreso de los representantes del mismo por
medio de listado (Ambos et al., 2010, parrs. 104, 115, 134).
Las críticas a esta forma de determinación de pertenencia
al GAOML en el marco de procesos colectivos de desmovilización se concentraron fundamentalmente en las diicultades
de la verificación de identidades de los desmovilizados (CIDH,
2 de octubre de 2007; p. 4-ss.; Human Rights Watch, 2008,
p. 34; Amnistía Internacional, 2008, p. 28; Ambos et al., 2010,
parr. 134; Zuluaga y Koessl, 2011). Primero, se criticó que las
identiicaciones hechas solo a partir del “alias” no permitieron conocer los antecedentes penales de los desmovilizados,
produciendo una potencial falta de judicialización respecto
de algunas personas del grupo; segundo, se cuestionó la falta
del cotejo de la información suministrada por los voceros de
los grupos, junto con el listado de integrantes del GAOML por
parte de la oicina del Alto Comisionado para la Paz; tercero,
la elaboración del listado aludido mostró en la práctica diicultades en la determinación de los nombres a incluir. En razón
220
de la dinámica del proceso de concentración de combatientes,
la confección de la lista se realizó en las zonas de ubicación
(Ambos et al., 2010, parr. 134; CIDH, 2 de octubre de 2007; parr.
11; Human Rights Watch, 2008, p. 34), paralelamente con la
llegada de los sujetos que se iban a desmovilizar. Con la elaboración del listado de manera concomitante a la concentración
de combatientes, hubo en tales zonas cierta discrecionalidad
en la inclusión o exclusión de nombres, lo que facilitó que
personas no integrantes de los grupos accedieran al listado y
a la desmovilización (CIDH, 2 de octubre de 2007; parr. 12).32
En síntesis, se criticaron los vacíos, la ausencia de herramientas de control y la falta de sistematización de los mecanismos
destinados a identiicar a los desmovilizados y de recolección
de los primeros elementos probatorios que contribuyan a determinar la responsabilidad penal de los mismos (Ambos et
al., 2010, parr. 134).
El segundo elemento del numeral 6 —tener investigaciones
en curso por conductas que son competencia de la JEP— se debe
analizar en varios niveles: primero, el análisis de la SDSJ se hace
a petición del investigado. Esto supone que la determinación
de la existencia de investigación en curso se hace ex ante o ex
post a los informes que deberán remitir a la SRVRDHC, en virtud
del numeral 48 literal b del Acuerdo sobre víctimas, la Fiscalía
General de la Nación, los órganos competentes de la justicia
penal militar, la Comisión de Acusaciones de la Cámara de
Representantes o el órgano que la reemplace, la Procuraduría
General de la Nación, la Contraloría General de la República
y cualquier jurisdicción que opere en Colombia; segundo, la
determinación de si las conductas investigadas son competencia
32
Esta situación ha comenzado también a ser denunciada en el marco del
proceso de paz con las FARC. Según el embajador de EE.UU. en Colombia,
Kevin Whitaker, hay personas que estarían pagando hasta cinco millones
de dólares para ingresar a los listados de las FARC y así evitar la extradición
(Colprensa, 2017, julio 31).
221
de la JEP, la hará la SDSJ siguiendo los criterios para establecer la
relación hechos investigados y conflicto armado (Ambos, 2011, p.
84-ss.). Adicionalmente, en la lógica del procedimiento ante la
JEP, también es posible que la remisión de esta información se
haga primero a la SRVRDHC, la cual decidirá si remite a la SDSJ:
A la mayor brevedad y en cualquier momento que lo estime oportuno, decidir si las conductas no reconocidas serán sometidas a
la Unidad de investigación y acusación para que en su caso, de
existir mérito para ello, se abra procedimiento de juicio ante el
Tribunal. También podrá decidir remitir las conductas a la Sala
de deinición de situaciones jurídicas (Gobierno-FARC-EP, 2016,
numeral 48, literal n).
Tercero, la SDSJ decidirá si es procedente remitirlo a la SAI,
a la SRVRDHC, o si para deinir la situación jurídica es procedente renunciar al ejercicio de la acción penal o disciplinaria.33
INTEGRALIDAD DEL SISTEMA INTEGRAL DE VERDAD,
JUSTICIA, REPARACIÓN Y NO REPETICIÓN
VÍA PROCESO PENAL
La concepción de los componentes del SIVJRNR34 parece ofrecer
un rendimiento integral en cuanto a la atención de cada una de
las garantías que lo alientan; sin embargo, la sistematicidad en
la forma como se integran estos dispositivos parece deiciente.
En el caso de la JEP, no se desprende del proyecto de sistema
integral una conclusión sobre cómo la misma se articula, por
ejemplo, a la comisión para el esclarecimiento de los hechos
de la violencia o en qué medida contribuye a la realización de
33
En este último caso, también respecto a civiles no combatientes o sobre la
aplicación de cualquier otro mecanismo jurídico según el caso, véase Ley
1820 (30 de diciembre de 2016), Artículo 31.
34
Ley 1820 (30 de diciembre de 2016), Artículo 1.
222
las garantías de no repetición. La ausencia de parámetros que
orienten la interacción de cada uno de estos componentes no
solo conirma la falta de integralidad del SIVJRNR, sino la falta
de comprensión sistemática en la articulación de los componentes del mismo. Una constancia expresa la evidencia de la
Ley 1820 de 2016, a partir de la cual la concesión de beneicios
penales a combatientes se anticipa a la misma creación de la JEP
y le extrae al SIVJRNR la posibilidad de tramitar la entrega de
esos beneicios articulando otros rendimientos en materia de
verdad por parte de los beneiciados. La Ley 1820 de 2016 deja
constancia de la asistematicidad y no integralidad —respecto
a otros componentes del SIVJRNR— en los desenlaces de la JEP.
La pretensión de integralidad y sistematicidad del SIVJRNR
encuentra limitaciones adicionales en el desarrollo legal de
restricciones intrasistemáticas a la JEP, a la manera de componentes de ajuste político procesal. En su funcionalidad, la
JEP se orienta por criterios de priorización (Art. trans. 7 AL 01
de 2017). En esa medida, los presupuestos de su dinámica judicial serán la gravedad y representatividad de los delitos y el
grado de responsabilidad en los mismos. De esta manera, el
trabajo de la JEP encuentra en los criterios de priorización un
iltro especíico. Así se prevé, por ejemplo, en el Artículo 28
numeral 3 de la Ley 1820 que, con el in de que se administre
pronta y cumplida justicia, la SDSJ determinará los posibles
mecanismos procesales de selección y priorización para quienes
no reconozcan verdad y responsabilidad. En concordancia con
ello, el numeral 7 determina que para que el funcionamiento
de la JEP sea eiciente, eicaz y célere, la SDSJ podrá ijar prioridades, así como adoptar criterios de selección y descongestión.
En los numerales 3 y 7 se abre la posibilidad para que la
SDSJ determine sus propios parámetros de funcionamiento.
La competencia general para ijar mecanismos procesales de
selección y priorización se confronta, sin embargo, con varias
restricciones: primero, estos mecanismos de orientación procesal
se determinan en los casos de no reconocimiento de verdad y
223
responsabilidad (numeral 3, primera parte); más concretamente,
estos criterios orientarán los cursos contradictorios de los trámites
para la definición de verdad y responsabilidad; segundo, se hará
en concordancia con las decisiones de la SRVRDHC sobre la forma
como esta última ordena sus funciones frente a los casos más
representativos (numeral 3, segunda parte). Esto se refuerza
en el Artículo 28, numeral 7, inciso 2, según el cual este tipo
de facultades tiene dos justiicaciones: evitar que las conductas más graves y representativas queden impunes y prevenir
la congestión judicial —del Tribunal—.
Este rótulo, delitos más graves y representativos, ya fue
utilizado en otros escenarios como criterio de selección y
priorización, intentando obtener mayores rendimientos de las
actividades de investigación por parte de la Fiscalía.35 La determinación de la gravedad y representatividad como criterio de
priorización fue concretada con la Directiva 0001 de 2012 de la
FGN y los diferentes Planes de Acción de la UNJP y las Fiscalías
regionales. Sin que se hubiera expedido aún la respectiva Ley
Estatutaria de la que habla el Artículo transitorio 66, inciso 4,
de la CN y según la Directiva 0001, determinar la gravedad y
representatividad de un crimen —criterio objetivo— “requiere nutrirse de una visión en perspectiva de las repercusiones
fácticas que los distintos ilícitos han producido en un caso en
concreto”. Es por ello que se debe tener en cuenta la “capacidad en representar los distintos patrones criminales que desde
el punto de vista político, histórico y social, han aquejado a un
país”.36 Con este criterio pareciera conigurarse una perspectiva relativa, en el sentido de valorar más allá de la gravedad
objetiva del crimen también el contexto concreto del hecho
35
Este escenario responde a múltiples recomendaciones que ya se formularon
en otro lugar respecto al procedimiento de la Ley de Justicia y Paz (Ambos
et al., 2010, Recomendaciones).
36
Fiscalía General de la Nación. Directiva 0001 (4 de octubre de 2012), V,
p. 30.
224
punible. De esta manera se introducen aspectos que atenúan
la objetividad del criterio de priorización y se supera la idea
de un marco delimitado de tipos penales sobre los cuales se
focalizarían los esfuerzos de investigación. Con ello se entran
a considerar factores abiertos y de contexto sin ninguna posibilidad de deinición objetiva (Zuluaga, 2014, pp. 173-ss.).
Aunque el numeral 8 se reiere concretamente a los delitos
mencionados en el Artículo 23 de la Ley 1820, es discutible la
deficiente delimitación objetiva de este criterio. Precisamente
porque el Artículo 23 regula en concreto los criterios de conexidad a los delitos políticos y a manera de excepción, en un
solo parágrafo, los delitos frente a los cuales no es aplicable
la amnistía ni el indulto. De esta manera, no se logra claridad
sobre el marco de crímenes que se pretenden priorizar. Con
la denominación gravedad y representatividad se ha intentado
dar cuenta de rituales y escenarios de horror con el propósito
de ilustrar dicha barbarie para evitar su repetición y, al mismo
tiempo, contribuir al hallazgo de la verdad de los hechos cometidos.37 Sin embargo, ni el quantum punitivo, ni la entidad del
bien jurídico tutelado tienen un rol limitativo de la determinación de gravedad y representatividad (Zuluaga, 2014, p. 175).
Adicional al criterio de gravedad y representatividad, uno de
los aspectos más expresivos de las restricciones intrasistemáticas
es el Artículo transitorio 24 del AL 01 de 2017, que delimita lo
relativo a la responsabilidad por mando. Este artículo desarrolla
los numerales 44 y 59 del Acuerdo sobre víctimas pactado entre
el Gobierno y las FARC-EP. En comparación con los numerales
mencionados, la propuesta en el Artículo transitorio 24 deine
de una forma más detallada las condiciones para determinar
la existencia de mando y control efectivo del superior militar
o policial; incluso, en comparación con el Artículo 28 del Estatuto de la Corte Penal Internacional, se trata de un umbral
37
Directiva 0001 (4 de octubre de 2012), V, p. 30.
225
alto, es decir, de condiciones más estrictas para la deinición
de la responsabilidad del superior. No ya la negligencia consciente del superior frente a sus subordinados, sino, ahora, el
conocimiento positivo y la capacidad de mando legal, material y
efectiva frente a aquellos (Semana, 2017, 25 de enero).
Más allá de las divergencias entre el acuerdo original sobre
la JEP y el actual desarrollo legal de la misma, la coniguración
que ahora se pretende de la responsabilidad por mando tiene
signiicativas consecuencias político-criminales y procesales.
Aquellas cláusulas que vinculan la deinición judicial de responsabilidad penal a estrictos estándares jurídico-penales
prestan un servicio de gran consideración para el sistema. Ante
la imposibilidad de judicializar cada hecho y sujeto vinculado
al conlicto armado, la restricción de los ámbitos de decisión
judicial —como los de responsabilidad por mando— asegurarían que la funcionalidad del sistema no sea desbordada por
las promesas que se desprenden de los ámbitos de competencia
de la JEP. La soisticación de los parámetros de deinición de
control y mando militar compensarían, además, la ausencia de
cláusulas de selección y priorización de casos. Con la delimitación de dichos parámetros se condiciona, a la vez, el curso
de las investigaciones penales. Así se reproduce el ajuste de
las aspiraciones extrapenales —propias de la justicia transicional— por medio de restricciones jurídico-penales y procesales —naturales al juicio penal— (Zuluaga, 2016, mayo 12).38
Este tipo de encasillamiento punitivo se percibe aún más
claramente en apartes como los del Artículo 52 de la Ley 1820
de 2016, el cual reproduce una de las tensiones nucleares del
modelo de justicia transicional colombiano: la máxima integración posible de hechos y sujetos vinculados al conlicto y una
38
Bajo estos términos se explica, también, la preponderancia de este dispositivo penal. No se trata solo de un encasillamiento del modelo de justicia
transicional en variantes jurídico-penales, sino de una especíica orientación
político criminal.
226
concesión restrictiva de libertades, especialmente tratándose
de crímenes internacionales. El Artículo 52 deine los sujetos
beneiciarios de la libertad transitoria, condicionada y anticipada que se otorga a agentes del Estado como expresión del
tratamiento penal especial diferenciado. Este artículo determina concretamente los requisitos que deberán cumplir aquellos
que quieran obtener su libertad.
Especialmente problemático resulta el inciso 2 del Artículo
52. Según este aparte, solo una privación de la libertad igual
o superior a cinco años sería el fundamento para el otorgamiento del beneicio de la libertad transitoria, condicionada
y anticipada. Esto convierte el encerramiento penal en el presupuesto para la deinición de algunos “sujetos beneiciarios”
del tratamiento penal especial. Frente a ello se debe decir que
el encerramiento anticipado no puede ijarse como preponderante frente a los compromisos que se asumen para garantizar
las contribuciones al SIVJRNR, precisamente, porque ijar un
mínimo de detención como condición del beneicio extraería
una gran parte de la capacidad realizativa de la JEP y de los
componentes del sistema frente a las apuestas generales por
verdad, justicia y reparación (Zuluaga, 2017, junio 8).
Aquello parece ser bien entendido en el Decreto 1269 de
2017. En su Artículo 2.2.5.5.2.6 se ha determinado que el requisito de los cinco años de privación de libertad para el goce
del beneicio de libertad transitoria, condicionada o anticipada
no es necesario:
Procedencia del beneicio de la libertad transitoria, condicionada
y anticipada, para miembros de la Fuerza Pública con menos de 5
años de privación de la libertad. El miembro o exmiembro de la
Fuerza Pública que haya sido procesado o condenado por delitos
distintos a los establecidos en el numeral 2 del artículo 52 de la
Ley 1820 de 2016, no estará sujeto al requisito correspondiente al
tiempo igual o superior a cinco (5) años de privación de la libertad
para acceder a la libertad transitoria, anticipada y condicionada.
227
Este resulta un intento destacado de superar las lecturas
punitivas del otorgamiento de amnistías o tratamientos penales diferenciados, a pesar de que el Art. 2.2.5.5.2.7 del mismo
Decreto, paradójicamente, vuelva a plantear el encerramiento
penal como condición de dicha libertad. En todo caso, que el
encerramiento anticipado no puede ijarse como preponderante frente a los compromisos que se asumen para garantizar
las contribuciones al SIVJRNR es un asunto que se reconoce en
dicho Decreto.
CONCLUSIONES
1. La concepción del SIVJRNR parece ofrecer un rendimiento
integral en cuanto a la atención de cada una de las garantías que
lo impulsan —verdad, justicia, reparación y no repetición—;
sin embargo, es notable la asistemacidad en la forma como se
integran estos dispositivos. En el proyecto de sistema integral
no queda claro cómo la JEP se articula, por ejemplo, a la Comisión para el Esclarecimiento de los Hechos de la Violencia
o en qué medida contribuye a la realización de las garantías
de no repetición.
2. Ante el desbordado marco de intervención que se deriva de las competencias ratione materiae y ratione personae, el
desarrollo legal de la JEP perila restricciones intrasistemáticas
a la manera de componentes de ajuste político procesal. Esto
tiene importantes consecuencias político-criminales y procesales. Aquellas cláusulas que vinculan la deinición judicial de
responsabilidad penal a estrictos estándares jurídico-penales
prestan un servicio de gran consideración para el sistema. Ante
la imposibilidad de judicializar cada hecho y sujeto vinculado
al conlicto armado, la restricción de los ámbitos de decisión
judicial aseguraría que la funcionalidad del sistema no sea desbordada por las promesas que se desprenden de los ámbitos
de competencia de la JEP.
228
3. Con la apropiación del proceso penal como el medio —
preponderante— para el logro de los ines de la justicia transicional se modiica la “gramática” de la persecución penal. Con
la judicialización del conlicto y la ubicación del proceso penal
como instrumento garante de las reivindicaciones transicionales, paradójicamente, se insiste en una solución marcada por
la insuiciencia cognitiva y la restricción metódica del proceso
penal, a los ines de resolver los pilares de transiciones políticas.
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236
Tercera parte
LA JUSTICIA TRANSICIONAL
EN PERSPECTIVA COMPARADA
EL PERDÓN INTERPERSONAL EN
CONTEXTOS DE JUSTICIA TRANSICIONAL*
Camila de Gamboa y Juan Felipe Lozano**
Universidad del Rosario, Colombia
RESUMEN
Este capítulo tiene el propósito de analizar el perdón interpersonal y sus alcances en un contexto de justicia transicional, que
se estructura en tres partes: en el primer apartado se analizará
de forma general el concepto que proponemos de perdón,
*
**
Este artículo fue publicado originalmente en el libro Confrontando el mal.
Ensayos sobre memoria, violencia y democracia, editado por Antonio Gómez
Ramos y Cristina Sánchez y publicado por Plaza y Valdés Editores en 2017.
Agradecemos a Plaza y Valdés y a los editores del libro su autorización para
incluirlo en esta publicación.
Este texto hace parte del proyecto de investigación ¿Cómo representar el
sufrimiento de las víctimas en conflictos violentos para evitar su repetición?, y
se inscribe igualmente dentro del proyecto de investigación Los residuos del
mal en las sociedades postotalitarias: Respuestas desde una política democrática, referencia FFI2012-31635, inanciado por el Ministerio de Economía y
Competitividad de España.
239
fundado en una teoría que deiende el igual valor moral de los
seres humanos; en el segundo apartado estudiaremos la posibilidad de ver el perdón como una forma de reparación moral;
y inalmente, en el tercero discutiremos el papel del perdón
en contextos de justicia transicional, con el in de mostrar los
límites de una concepción que ve en el perdón interpersonal
la base de la reconciliación política.
INTRODUCCIÓN
La justicia transicional es uno de los términos contemporáneos
que se ha decantado para referirse a las medidas que deben tomar las sociedades cuando transitan hacia una paz democrática,
luego de la comisión masiva y sistemática de graves crímenes
causados por regímenes represivos, guerras civiles, conlictos
armados internos e incluso conlictos internacionales (De
Greiff, 2011; Rincón, 2012). Las medidas que se adoptan en
estos procesos tienen dos propósitos bien delimitados, que se
encuentran relacionados de una manera esencial: por un lado,
se trata de responder seriamente a un pasado de graves violaciones a los derechos humanos causados a las víctimas; y por
el otro, se busca construir una nueva institucionalidad política
o de reformar y transformar la existente, para garantizar que
las atrocidades que existieron en estos contextos de violencia
no se vuelvan a presentar. En esta muy compleja tarea se han
diseñado diferentes mecanismos, tales como las investigaciones
y juicios criminales, los mecanismos de esclarecimiento de la
verdad y el reconocimiento oicial y social de lo que ocurrió
en el pasado, las medidas de reparación, así como las reformas
institucionales que responden a las graves violaciones1 que se
cometieron y que a su vez posibilitan alcanzar una paz duradera.
1
Se entiende por graves violaciones, conforme al Derecho Internacional de
los Derechos Humanos, los delitos de lesa humanidad, el genocidio y los
crímenes de guerra. De acuerdo con el Estatuto de Roma de la Corte Penal
240
En el desarrollo teórico y normativo de la justicia transicional, y ante la complejidad de las tareas que se le han asignado a la misma, es frecuente que aparezcan términos que se
introducen en la discusión, sin que muchas veces exista una
precisión conceptual acerca de su deinición ni de los alcances
que política, social y jurídicamente tienen el considerarlos como
mecanismos esenciales de la justicia transicional o como uno
de sus propósitos más importantes por alcanzar. Hoy en día,
en la discusión de la justicia transicional en Colombia —y esto
ha ocurrido igualmente en otros países que han usado dicho
modelo—, aparece con mucha frecuencia el concepto de perdón. En algunos casos el concepto aparece como sinónimo de
la reconciliación política, o al menos como una condición muy
importante de esta, por lo que en muchas ocasiones algunos
sectores de la sociedad, el Estado e incluso grupos de víctimas
y victimarios están tentados a forzar el perdón cimentados
en la creencia de que sin este la paz es imposible de alcanzar.
Este capítulo tiene el propósito de analizar el perdón interpersonal y sus alcances en un contexto de justicia transicional,
para lo que se estructura en tres partes: en el primer apartado
se analizará de forma general el concepto que proponemos de
perdón, fundado en una teoría que deiende el igual valor moral
de los seres humanos; en el segundo apartado estudiaremos
la posibilidad de ver el perdón como una forma de reparación moral; y inalmente, en el tercero discutiremos el papel
Internacional, el genocidio se reiere a la realización de actos “perpetrados
con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso” (Artículo 6). Por otra parte, según lo deinido en
el Artículo 7, cualquier acto que “se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de
dicho ataque”. Finalmente, se entiende por “crimen de guerra” las “infracciones graves de los Convenios de Ginebra de 12 de agosto de 1949, […]
contra personas o bienes protegidos por las disposiciones del Convenio de
Ginebra pertinente [y] las violaciones graves de las leyes y usos aplicables
en los conlictos armados internacionales dentro del marco establecido de
derecho internacional”, según lo dispuesto en el Artículo 8.
241
del perdón en contextos de justicia transicional, con el in de
mostrar los límites de una concepción que ve en el perdón
interpersonal la base de la reconciliación política.
ANÁLISIS Y ALCANCES DEL PERDÓN FUNDADOS
EN UNA TEORÍA IGUALITARIA DEL VALOR HUMANO
Jean Hampton (1988, pp. 45-46) airma que, en general, el valor
que asignamos a otro ser humano y a nosotros mismos depende,
en buena medida, de la teoría dominante que una comunidad
política2 tiene respecto de cuán valiosos consideramos a los
individuos que hacen parte de ella. Así, en una comunidad
real puede suceder que las personas que pertenecen a una raza, casta, género, una religión o una clase social crean que su
estatus les otorga privilegios sociales, políticos y económicos,
y un mayor valor moral que a otros grupos. Con base en esa
creencia, quienes se consideran “superiores” pueden tratar a
aquellos que tienen un “estatus inferior” de una forma despectiva y muchas veces humillante.
Esta airmación acerca de la teoría del valor de los seres
humanos en una comunidad determinada proviene de la concepción moral aristotélica, en la que se hace evidente la relación
que existe entre los sentimientos, las acciones y los contextos
sociales y políticos en los que el carácter moral de una persona se desarrolla. Esta teoría sirve para conirmar, primero,
que el ambiente social desempeña un rol muy importante en
la formación y desarrollo del carácter de una persona; segun2
La comunidad moral está constituida por los jueces morales a quienes las
personas de un grupo buscan como referencia, a in de reclamar tanto por
las ofensas que han sufrido como por las correspondientes reparaciones.
Una comunidad moral, en general, puede estar conformada por muy diversos grupos sociales, como el vecindario, la sociedad, la nación o incluso la
humanidad (Walker, 2006, p. 30). Cuando nos reiramos a la comunidad
política haremos alusión, en especial, a los regímenes políticos que constituyen un Estado-nación.
242
do, esta visión ayuda a entender cómo las decisiones morales
y los sentimientos de una persona provienen de un proceso
de socialización en el que un mejor ambiente familiar y social
puede ser más positivo, en el proceso de aprendizaje moral,
que uno negativo; tercero, se muestra que estos procesos de
socialización igualmente se dan en el interior de sistemas políticos particulares, que también desempeñan un papel muy
importante en la formación y desarrollo del carácter de un
ciudadano (Aristóteles, 1941; Broadie, 1991; Lear, 1988).
Así, los sistemas políticos represivos3 y opresivos4 les niegan
a muchos grupos la posibilidad de desarrollar sus capacidades
y de tener las mismas oportunidades que otros grupos privilegiados de la sociedad. Por lo tanto, las comunidades en las
que crecemos, nuestras familias, amigos y las personas con las
3
Hannah Arendt (1961, pp. 95-100) considera que dentro de los regímenes
represivos, los regímenes autoritarios tienen una estructura piramidal; de
manera que el gobernante cuyo poder y autoridad se encuentra por fuera
de la estructura ejerce su poder a través de los miembros de las diversas
jerarquías que componen la pirámide. La tiranía, por el contrario, es una
forma de gobierno igualitaria, puesto que el gobernante ejerce su poder
contra todos, igualmente oprimidos y carentes de poder. En el totalitarismo, la organización del poder tiene la forma de una cebolla, con el líder en
el centro y su cuerpo político integrado por una organización autoritaria o
tiránica. En el sistema totalitario, el poder se ejerce de adentro hacia fuera,
por ello cada parte de la organización se relaciona con los otros a través de
cada una de las capas —como en una cebolla—; la parte exterior de cada
capa tiene la apariencia de normalidad del mundo exterior, mientras que
la parte interior que se comunica con el centro se caracteriza por su radical
extremismo.
4
Iris Marion Young considera que en las sociedades democráticas actuales,
a pesar de que sus sistemas constitucionales y legales tienen principios cimentados en el igual valor de todos los seres humanos, coexisten también
inequidades estructurales de los sistemas económicos, sociales, del acceso
al conocimiento y las oportunidades de trabajo (2000, p. 34). Young las
denomina injusticias estructurales, que se encuentran incluidas en normas,
hábitos y símbolos de la vida diaria que, por lo general, no son cuestionadas
(1990, p. 41). Además, dado que los ambientes sociales y políticos tienen un
papel importante en la formación y desarrollo del carácter de las personas,
la opresión constituye un contexto desfavorable para dicha formación.
243
que interactuamos, las instituciones políticas y sus prácticas
tienen un rol fundamental en el desarrollo de nuestra identidad
individual y colectiva.
Con la anterior precisión en mente, en este capítulo defendemos una teoría del valor humano fundada en la idea de
que todas las personas son igualmente dignas, independientemente de sus diferencias culturales y biológicas. Aunque
no pretendemos fundamentar esta airmación en este escrito,
pues esta tarea se encuentra por fuera del objetivo que nos
hemos propuesto, sí acogemos una teoría igualitaria del valor
de los seres humanos, pues nos parece que quienes deienden
lo contrario apoyan sistemas represivos u opresivos que por lo
general sirven para legitimar los privilegios de ciertos grupos
sobre otros. En este sentido, el modelo de perdón que vamos
a desarrollar está inspirado en un ideal normativo en el que
todas las personas y grupos humanos son considerados con
el mismo valor moral y político; por ello las instituciones, las
normas jurídicas y las prácticas sociales deben estar sustentadas en principios que honran ese valor (Dworkin, 2006,
pp. 9-12). En lo que sigue, analizaremos el proceso que se desencadena a partir del momento en que un ofensor realiza una
acción con la intención de causar un daño a otro y el análisis
de los sentimientos morales5 que se involucran en el proceso
del perdón interpersonal, que en adelante denominaremos
simplemente perdón.6
5
En la teoría moral se airma que los seres humanos tienen un tipo de sentimientos que se denominan morales y que se aprenden y se producen en la
interacción con los otros. Estos sentimientos son reacciones humanas que
se generan ante la buena o mala voluntad y la indiferencia de los otros hacia
nosotros, y de nosotros frente a nuestras propias acciones (Strawson, 1982,
p. 67). Strawson denomina a estos sentimientos actitudes reactivas, que
pueden ser positivas —como los sentimientos de gratitud y solidaridad—
o negativas —como los sentimientos de culpa, vergüenza, resentimiento e
indignación—.
6
El perdón interpersonal se diferencia de otros actos restaurativos como las
244
Uno de los sentimientos más importantes en el análisis
del perdón lo constituye el resentimiento; para entenderlo es
importante analizar la forma como una mala acción afecta negativamente nuestro valor moral. Jeffrie Murphy (1988, p. 25)
considera que a través de una mala acción7 el ofensor pretende
transmitir al ofendido8 el mensaje de que el ofensor puede usarlo a través de su acción para sus propios ines. Jean Hampton
(1988, pp. 43-44), a su vez, considera que más allá del daño
físico y psicológico que produce una mala acción, lo que más
afecta al ofendido es la experiencia de sentirse insultado, de
no ser tratado conforme a su valor moral. Nos parece que en
estas airmaciones lo que en últimas se está señalando es que
lo que resentimos de una acción dañina, en general, es que a
través de ella se irrespeta nuestra humanidad. Pero, ¿qué es
exactamente irrespetar nuestra humanidad o, en otras palabras,
qué principios morales se violan cuando alguien ofende a otro?
Nos parece que los dos principios morales que se transgreden
disculpas públicas —political apology— en que una institución, política o
social, reconoce públicamente el daño que ha causado y este reconocimiento
es aceptado directamente por el grupo de ofendidos o por sus sobrevivientes (Griswold, 2007, capítulo 4, pp. 134-194). En varias ocasiones la Corte
Interamericana de Derechos Humanos ha exigido al Estado colombiano
ofrecer a las víctimas disculpas públicas por la comisión de hechos violatorios de derechos humanos, por la acción u omisión de agentes del Estado;
por ejemplo, en la sentencia del caso de Manuel Cepeda Vargas contra Colombia; igualmente, el presidente Juan Manuel Santos ha pedido “perdón”
acatando decisiones internas del sistema judicial colombiano; o en forma
voluntaria ha pedido “perdón” en varias ocasiones a las víctimas del conlicto (El Espectador, 2013, diciembre 10).
7
Usaremos los términos acción dañina, acción inmoral y ofensa, indistintamente, entendiendo que lo que esencialmente ocurre en estos casos es que
una persona realiza una acción que intencionalmente busca causar un daño
a otro y que este daño es injustiicado.
8
En el artículo se usarán los términos ofensor y ofendido en forma más frecuente que víctima y perpetrador, con el in de hacer visible la relación que
existe entre los dos sujetos principales que intervienen en el proceso del
perdón y su capacidad de agencia en este proceso.
245
en una ofensa en una teoría igualitaria del valor humano son
el mutuo respeto y el justo merecimiento.
El mutuo respeto se da cuando las personas se reconocen
y protegen mutuamente a través de sus acciones.9 Cuando un
ofensor causa un daño a la víctima transgrede este valor, pues
el ofensor la trata a través de sus acciones como si no contara
como persona. En nuestro concepto, para que el respeto sea
garantizado no basta con entenderlo —como muchas veces
lo hacemos en la vida cotidiana— de una forma pasiva, airmando “yo sé que eres humano”, sin que necesariamente este
reconocimiento involucre una activa disposición a cuidar del
otro en las propias acciones; disposición que sí se encuentra
en la máxima “tengo que tratarte a ti de una manera en la que
siempre proteja tu valía a través de mis acciones”. El segundo
principio es el justo merecimiento. Si todas las personas tienen
el mismo valor moral esto signiica que merecemos ser tratados
de una forma digna. Cuando alguien con su acción viola este
principio el ofendido se encuentra justiicado en protestar por
el trato irrespetuoso e inmerecido que ha sufrido.
La respuesta apropiada a una ofensa es entonces el resentimiento, que puede traducirse en una actitud reactiva (Strawson,
1982). Algunos autores comparan esta actitud reactiva con la
rabia, con un sentimiento de gran dolor, y aunque consideramos
muy difícil describir exactamente la alicción que una ofensa
causa es evidente que hay muchos elementos que inciden en
9
No solo a través de las acciones es posible ofender a otro; nuestras inacciones,
nuestra pasividad o indiferencia pueden contribuir o causar directamente
un daño, como cuando no prestamos ayuda a alguien que se encuentra en
riesgo, a sabiendas de que nuestra acción, posiblemente sin ningún riesgo,
podría salvarlo, o cuando somos indiferentes ante el sufrimiento de otros
porque pensamos que no estamos obligados a ayudarlo, bien porque lo
consideramos diferente de nosotros o porque realmente no consideramos
que debemos ayudarlo. En los análisis del holocausto nazi, constantemente
aparecen como ejemplo de inacción o indiferencia las actitudes asumidas
por muchos alemanes y polacos (Bauman, 1991).
246
el tipo de respuesta de la víctima, tales como la gravedad de
la ofensa y la relación de la víctima con el ofensor. Asimismo,
es muy importante la forma como reaccionan sus allegados,
la comunidad a la que pertenece, los otros grupos sociales y
las instituciones políticas y jurídicas de la sociedad; en otras
palabras, el contexto social, cultural y político en que ocurre
la ofensa puede incidir en la forma como la víctima la percibe.
En relación con este punto, en teoría moral se analiza otro sentimiento cercano al resentimiento, como lo es la indignación.
Como lo expresa Haber, el resentimiento “es una respuesta
eminentemente personal a una injuria”; esto signiica que, en
principio, quien se puede sentir indignada ante una ofensa es
la misma víctima; no obstante, cuando una persona causa una
ofensa a otra, la comunidad moral (Walker, 2006) a la que la
víctima pertenece puede responder con indignación en contra
del ofensor.
Joseph Butler (1840, p. 91) explica que los seres humanos
tienen sentimientos morales no solo para defender la propia
valía, sino que cuando tales sentimientos son compartidos
por la comunidad esta se siente también ofendida por lo que
le sucede a uno de sus miembros, y por ello se indigna ante la
agresión injusta del ofensor. Cuando una comunidad no siente
indignación por lo que un ofensor hace a una víctima esto puede
ser un indicio del poco valor que para la comunidad representa
la vida de los otros. En la indignación, como se observa, son
los otros quienes experimentan este sentimiento de aversión,
de rechazo hacia la conducta del ofensor. No obstante, existen
situaciones en las que la cercanía con la víctima es tan fuerte
que más que indignación se puede sentir resentimiento, como
podría ocurrir con el dolor que sienten los padres cuando la
ofensa se causa a los hijos.
Uno de los aspectos que más se discuten en teoría moral es
si sobreponerse al resentimiento es una condición necesaria
o suiciente para ofrecer el perdón. Como airma Hampton
(1988, pp. 87), no bastaría simplemente con que una víctima
247
“abandonara” el resentimiento para asumir que el ofendido
ha perdonado al ofensor. En muchas situaciones de la vida
real las personas actúan como si las ofensas no hubieran ocurrido y lo hacen a in de preservar valores como la amistad, la
armonía familiar, entre otros. En estos casos, realmente no se
produce el perdón sino la condonación, pues lo que se hace
es actuar como si realmente la ofensa no hubiera tenido lugar.
En el perdón, por el contrario, ocurre un acto de liberalidad
por parte del ofendido, quien, reconociendo que lo que hizo
el ofensor estuvo mal, decide otorgar al ofensor el perdón;
este cambio de actitud hacia el ofensor se asienta a su vez en
la creencia de que el ofensor ha experimentado un cambio y
que dicho cambio o transformación permite ver al ofensor
desde una nueva perspectiva.
Veamos cuál es el proceso que se da entre el ofendido y el
ofensor para que se produzca el perdón. En muchos autores
se encuentra la idea de que debido a que a través de la ofensa
se ha tratado de degradar al ofendido, parte de lo que tiene
que ocurrirle a esta persona es que pueda superar psicológica
y moralmente el daño que se le ha ocasionado. Autores como
Hampton (1988) hablan de ganar de nuevo la conianza que
el mensaje insultante pudo afectar en su propia valía;10 otros
autores como H. J. N. Horsbrugh (1974, p. 271) consideran
que hay un aspecto emocional que permite al ofendido desprenderse del sentimiento negativo que acompaña la ofensa,
es decir, del resentimiento. Si bien es cierto que sobreponerse
al resentimiento es importante en el proceso de otorgar el per10
Margaret Urban Walker (2006, pp. 113-115) critica a Hampton al considerar que esta última asume como una condición para sentir resentimiento
la pérdida del propio valor que la ofensa produce. Nos parece que en efecto
el mensaje insultante afecta el valor propio, como lo señala Hampton; no
obstante, el resentimiento para Hampton no se circunscribe exclusivamente
a esta afectación, sino que se centra en la violación del respeto a la dignidad
moral del ofendido por parte del ofensor, independientemente del sentido
que tenga de la propia estima.
248
dón, es evidente que cuando la ofensa es grave difícilmente es
posible sobreponerse completamente al resentimiento y, por
ello, aun cuando se otorgue el perdón, muy probablemente
la víctima deberá lidiar con los sentimientos negativos y los
inimaginables traumas que la ofensa le ha causado.
Compartimos con Horsbrugh la idea de que en el proceso
del perdón, además de un aspecto emocional existe un aspecto
volitivo por el que el ofendido decide libremente otorgar el
perdón a su ofensor. En lengua inglesa se habla de un “cambio
en el corazón” —change of heart— del ofendido, que ocurre
porque el ofendido, reconociendo la ofensa, es capaz de ver
desde una nueva perspectiva al ofensor. En este sentido, el
perdón constituye un gesto de buena voluntad hacia el ofensor, por lo que sin este aspecto volitivo no podría considerarse
un acto de ininita generosidad, es decir, como un gesto de
excepcional buena voluntad hacia el ofensor.
Pero, ¿qué tipo de situaciones permitirían al ofendido tener este extraordinario acto de liberalidad hacia alguien que
en los casos de graves ofensas lo ha tratado como si no fuera
humano? Este aspecto ha sido analizado en muchas relexiones
acerca del perdón, en las que inciden la perspectiva desde la
que se construye este concepto, las experiencias de las personas que lo han otorgado y, como ya lo hemos expresado, las
tradiciones, contextos sociales y cultura política en que dicha
experiencia se inscribe. No se trata aquí de dar cuenta acerca de
estas diversas perspectivas (Wiesenthal, 1976; Herrera, 2005),
sino de señalar que este acto de liberalidad que se da entre un
ofendido y un ofensor debe respetar su dignidad como seres
humanos, si dicha dignidad se inscribe en una teoría igualitaria
del valor de los seres humanos.
Lo primero que se debe airmar es que los seres humanos
somos vulnerables y por ello podemos, a través de nuestras
acciones, ofender a los demás; incluso a aquellos que son más
importantes para nosotros. No obstante lo anterior, lo que permite garantizar que una persona se toma en serio las ofensas que
249
causa a otros es si después el ofensor reconoce que ha realizado
una acción injusta y a su vez repara el daño que esa acción ha
producido. Por ello, en principio, cuando un ofensor expresa
a su víctima arrepentimiento por su mala acción, este acto de
contrición constituye uno de los escenarios más apropiados
para conceder el perdón, ya que la víctima puede garantizar
que a través de esta acción moral su dignidad es respetada.11
Con el in de explicar el acto de contrición como un sentimiento, que a su vez constituye una acción, nos parece importante mencionar la distinción que hace Martin P. Golding (1984,
p. 128) entre las tres formas de lamentarse o aligirse12 por una
mala acción que se ha cometido: la aflicción intelectual ocurre
cuando alguien se lamenta por no haber juzgado o calculado
correctamente la consecuencia de una decisión que se tomó en
el pasado. Golding se reiere al caso de algunos oiciales nazis
que fueron juzgados por tribunales internacionales después
de la Segunda Guerra Mundial. Aunque ellos públicamente
pidieron perdón a los sobrevivientes, Golding airma que en
muchos casos su arrepentimiento no fue sincero, pues ellos no
reconocían haber hecho algo moralmente reprochable; lo que
lamentaban era el error de haber creído que como Alemania iba
a ganar la guerra ellos nunca iban a ser juzgados por sus delitos.
El segundo tipo de alicción es denominado aflicción moral; en
este caso, el ofensor reconoce que ha hecho algo reprochable,
pero no reconoce haberle causado un daño a la víctima. Este
sería el caso de una persona que se siente avergonzada por
haber violado una norma, pero no siente remordimiento por
11
Más adelante nos referiremos a otros casos; sin embargo, desde ya queremos expresar que no en todos los casos en que se otorga el perdón, aunque
se dé entre las partes, este es moralmente adecuado; en algunos casos, por
ejemplo, el perdón puede violar ostensiblemente la dignidad de la víctima.
12
El término usado por Golding es regret, que traducimos aquí como lamento
o alicción.
250
el daño que dicha violación causó a la víctima.13 En el tercer
tipo de alicción, la aflicción orientada hacia el otro, el ofensor
reconoce que su acción es moralmente reprochable y que esta
acción ha causado un daño a la víctima, y le transmite expresamente este mensaje.
Teniendo en cuenta esta distinción, procederemos a explicar los componentes que en nuestro criterio tiene el sincero
arrepentimiento. En primer lugar, el ofensor debe admitir
que ofendió a su víctima a través de una acción moralmente
reprochable; esta actitud corresponde a la alicción orientada
hacia el otro; en este caso el ofensor está tomando seriamente
el valor moral del ofendido. El segundo componente consiste
en la promesa de no realizar esa acción reprochable en el futuro
contra ningún otro ser humano. En especial en ofensas graves
como asesinatos, masacres, torturas, no es suiciente prometer
que esta ofensa no se realizará de nuevo contra la víctima, sino
que un sincero arrepentimiento tiene que garantizarle a la víctima, pero también a la comunidad, que el ofensor se separa
de y en el futuro reprochará —al punto de no volver nunca a
realizarlos— este tipo de comportamientos.14
13
Claudia Card (2003, p. 206) considera que el sentimiento de culpa implica la idea de deuda y de reconocimiento de haber hecho algo moralmente
indebido, mientras que la vergüenza no conlleva necesariamente dicho reconocimiento. La vergüenza se da cuando uno considera que ha defraudado los estándares o ideales del grupo al que pertenece y se desea obtener
nuevamente dicho reconocimiento. Así, uno siente vergüenza, con base
especialmente en lo que otros piensan de uno mismo, más que en lo que
uno piensa de uno mismo. En la culpa se siente pena por la transgresión y
se reconoce a la víctima de dicha transgresión.
14
Esta es una cuestión difícil de medir, especialmente en el corto plazo; sin
embargo, los elementos mencionados son buenos indicios de que esto ha
ocurrido. En el largo plazo, una manifestación de la transformación personal se puede deducir del tipo de vida y conducta que después de producido
el arrepentimiento la persona adopta. Cuando una persona se ha criado en
un ambiente hostil o que avala sus ofensas, y en repetidas ocasiones realiza
conductas reprochables, es probable que sea mucho más difícil que esta
persona reconozca sus malas acciones y se pueda separar de este tipo de
251
EL PERDÓN: UNA FORMA DE REPARACIÓN MORAL
Las sociedades que implementan modelos de justicia transicional —como lo hemos señalado— pretenden alcanzar dos
objetivos concretos que se complementan entre sí: de un lado,
responder seriamente a las víctimas por las graves violaciones a
los derechos humanos que han padecido; y del otro, construir
una nueva institucionalidad política o reformar y transformar
la existente para asegurar que esas violaciones que se dieron
en contextos de violencia no se repitan. Esa nueva institucionalidad se encuentra inspirada en una teoría igualitaria del
valor del ser humano que la democracia liberal recoge en sus
instituciones y prácticas; por ello no es gratuito que los mecanismos que se han creado en los modelos transicionales, los
desarrollos normativos y jurisprudenciales en este campo, las
relexiones teóricas y prácticas de los expertos, las demandas
de las organizaciones de víctimas, de defensores de derechos
humanos y de la comunidad internacional se encuentren cimentadas en el reconocimiento de esta teoría del valor del ser
humano, que adicionalmente inspira tanto la forma como se
juzga el pasado, como la clase de reformas institucionales y la
cultura política que se debe crear en estas sociedades. La Secretaría de las Naciones Unidas deinió la justicia transicional
de la siguiente manera:
La noción de “justicia de transición” [...] abarca toda la variedad de procesos y mecanismos asociados con los intentos de una
sociedad por resolver los problemas derivados de un pasado
de abusos a gran escala, a in de que los responsables rindan
cuentas de sus actos, sirvan a la justicia y logren la reconciliación. Tales mecanismos pueden ser judiciales o extrajudiciales y
comportamientos. Walker (2006, pp. 7-8) señala que en sociedades violentas
quienes han cometido los más graves crímenes tienen mayores diicultades
para reconocerlos y responsabilizarse por ellos.
252
tener distintos niveles de participación internacional (o carecer
por completo de ella), así como abarcar el enjuiciamiento de
personas, el resarcimiento, la búsqueda de la verdad, la reforma
institucional, la investigación de antecedentes, la remoción del
cargo o combinaciones de todos ellos. (ONU, 2004)
Los regímenes políticos que en muchos casos se encuentran
directamente involucrados en la violencia, o bajo los cuales se
dan condiciones políticas, sociales o económicas de injusticia
social, represión y de una cultura de odio entre grupos humanos que se identiican entre sí como enemigos, pueden llegar
a generar una violencia que es cruel y humillante, en la que,
como lo expresa Avishai Margalit (1997; 2010), es posible tratar
a los seres humanos como si no lo fueran.15
15
Margalit (2010) deiende la idea de que en muchos casos la paz y la justicia
son valores que compiten entre sí, y señala cómo a veces es necesario que las
partes que negocian la culminación de un conlicto violento deban preferir
la paz a la justicia, precisamente para evitar la continuación de un régimen
inhumano, que es el que permite un tratamiento humillante de las personas
y admite igualmente la crueldad. La excepción la constituye un acuerdo que
conlleve a la instauración o continuación de un régimen inhumano, lo que
siempre será inaceptable. Un régimen inhumano y cruel fue, por ejemplo,
el régimen nazi; un compromiso inaceptable —rotten compromise— fue el
concluido entre Leopoldo II de Bélgica, Estados Unidos y Francia, en el que
los dos últimos países reconocieron el régimen inhumano de Leopoldo II a
cambio de que se les garantizara ventajas comerciales en El Congo. Los casos
a los que se reiere Margalit, por el tipo de ejemplos que usa, se circunscriben a situaciones en las que el régimen es el inhumano; no se reiere a casos
en los que la violencia es ejercida por otros actores no estatales; no es claro
si su relexión puede extenderse a estos casos. Los regímenes respecto a los
cuales es posible llegar a compromisos que permitan la paz, sacriicando
la justicia, son situaciones límite en las que no es posible negociar una paz
justa, como en el caso del conlicto Palestina-Israel. La justicia transicional
es un modelo de paz justa, en la que —por lo general— se logra llegar a
un acuerdo con grandes sacriicios en términos de justicia criminal, pero
que a su vez crea, a través de otros mecanismos, medidas restauradoras que
obedecen a un sentido más amplio del término de la justicia transicional
(May, 2012).
253
Si la justicia transicional precisamente trata de reversar esas
situaciones y de alcanzar una paz democrática, es evidente
que en estos contextos es necesario promover la creación o
profundización de instituciones, normas jurídicas y prácticas
sociales que garanticen y protejan la dignidad de todos los
miembros de la comunidad política. Por ello, si una sociedad
usa mecanismos para fomentar la reconciliación en el ámbito personal y colectivo, es importante analizar cuándo estos
mecanismos pueden ayudar a construir o reconstruir la estabilidad de las relaciones morales que fueron afectadas por la
violencia generada en los conlictos. Y en este orden de ideas,
cuáles serían entonces las condiciones en las que una víctima
estaría otorgando un perdón que es consistente con el reconocimiento y respeto de su propia dignidad, en especial en
contextos de justicia transicional en los que los ofensores han
causado ofensas graves.
Para dar respuesta a estos interrogantes vamos a seguir el
concepto de reparación moral que Walker (2006) desarrolla.
La autora considera que la reparación moral es el proceso en
el que se pasa de una situación de pérdida y daño a una en la
que se logra adquirir de nuevo un cierto grado de estabilidad
en una relación moral (p. 6). Considera que los seres humanos,
en una relación moral estable, tienen una disposición a coniar
en los otros y a tener unos estándares acerca de cómo nos debemos comportar mutuamente. Así, cuando a través de nuestras
acciones violamos esas expectativas de conducta y ofendemos
a otros, debemos asumir las responsabilidades que se derivan
de nuestras malas acciones, y justamente la manera de asumir
esa responsabilidad es a través de la reparación moral (p. 24).
Es evidente que no siempre es posible este proceso de
restauración; en especial cuando se trata de ofensas graves.
En estos casos, señala Walker (2006) que si la reparación
es posible esta implica asumir algunos costos. En el caso de
la víctima el costo es el de asumir pérdidas irreparables, el
254
dolor de esas ofensas y los sentimientos negativos que tales
ofensas conllevan.16
En este contexto, es incuestionable que los ofensores deben
responder por los daños que causaron a sus víctimas; pero, como agudamente lo expresa Walker (2006, p. 8), la reparación
moral es tan importante en nuestras vidas que sería injusto
dejar esta responsabilidad exclusivamente en los ofensores,
pues en este caso la sociedad a las que las víctimas pertenecen
estarían expuestas a un doble riesgo: estar sujetas a un daño
y luego al insulto de unos ofensores que podrían negar sus
reprochables acciones y rechazar su obligación de repararlas.
Por esta razón, los roles de los diversos grupos sociales de
una comunidad y los roles de sus instituciones son esenciales
para validar y reivindicar los derechos que tienen las víctimas
derivados de las ofensas que han padecido. Si la comunidad
o la autoridad no responden a las demandas de validación y
reivindicación de las víctimas, el daño que ha creado la ofensa
se agrava, pues en estos casos:
16
Compartimos la postura de Walker de que existen muchos casos en los que
las víctimas no pueden condenarse por lo que les ha ocurrido. No obstante,
existen casos en los que una misma persona puede ser tanto víctima como
victimaria; en esta situación es importante entender que el sujeto es víctima
de una ofensa en particular y a su vez perpetrador de otra, y por ello en una
merece que sea reparado como víctima y en la otra se encuentra obligado a
responder por lo que hizo como ofensor (p. 7). Esta aclaración que hacen
Walker y otros autores que analizan situaciones de violencia generalizada
es muy importante, pues se tiene la tendencia a considerar que los perpetradores no pueden ser sujetos de una ofensa grave o bien que las culpas de
sujetos que han sido perpetradores y víctimas a la vez pueden compensarse
mutuamente. En las narrativas de la historia del conlicto en Colombia, los
grupos guerrilleros, los grupos denominados paramilitares y algunos agentes del Estado muchas veces han excusado o justiicado sus graves acciones
en los daños sufridos a manos de sus supuestos enemigos, como lo señalan
Rodrigo Uprimny, Luz María Sánchez y Nelson Camilo Sánchez (2014,
p. 35), con la noción de perdones recíprocos, en los que los actores armados,
al ser víctimas y victimarios, se perdonan mutuamente y así supuestamente
“compensan” sus ofensas sin aplicar medidas de justicia retributiva, tal como ocurrió en El Salvador.
255
Se pone en duda la credibilidad de la víctima, su petición es
considerada como de poca importancia, y puede entenderse
que se está protegiendo o poniéndose de lado del perpetrador
o, aún peor, se condena a la víctima por lo que ocurrió. En estas
situaciones la víctima se siente abandonada, y este abandono
constituye una segunda ofensa, que puede ser muy humillante.
(Walker, 2006, p. 20)
Esta segunda ofensa o daño es denominado abandono
normativo, en el sentido en que la ausencia de validación o
reivindicación por parte de la sociedad o de la autoridad es
considerada como una incapacidad de nuestra parte para reconocer el daño que ha experimentado la víctima; y en este
sentido el abandono normativo viola la expectativa de conianza
moral que se supone se encuentra reconocida en las normas
sociales y jurídicas que nos protegen y guían nuestras acciones
(Walker, 2006, p. 20).
Por supuesto, como ya lo hemos expresado, Walker es
consciente de que la mayoría de las relaciones morales en
nuestras sociedades no responden a estos ideales. En efecto,
en muchas sociedades existen relaciones jerárquicas, opresivas
o represivas, en donde la igual dignidad de los miembros de
la comunidad no es reconocida ni respetada. Esta situación
se da particularmente en sociedades que padecen conlictos
violentos. En estos casos, la reparación moral, más que para
restaurar una relación en particular o cambiar una institución
perversa, trata de reparar el orden social y moral, y las normas
en las que ese orden debería fundamentarse. Es precisamente
por esta razón que la reparación moral no puede tener como
in retornar al statu quo, sino ayudar a transformar las relaciones morales en unas que sean más adecuadas, en las que se
reconozca la humanidad de todos (Walker, pp. 26-28).
En ese sentido, las comunidades, en relación con la responsabilidad que genera la reparación moral, tienen tres tareas:
en primer lugar, deben defender y reivindicar los estándares
256
de conducta ideales de una relación moral, en especial cuando
estos estándares y la autoridad de los mismos ha sido puesta
en cuestión; en segundo lugar, deben obligar a los diversos
ofensores a admitir su responsabilidad respecto de los delitos
en los que hayan participado y asegurar que estas personas
realicen los actos restaurativos para responder a esas ofensas,
al menos cuando es posible identiicar a los responsables y
estos pueden ser sometidos a cierto control por parte de la
comunidad; la tercera tarea consiste en asegurar que la sociedad reconozca que la ofensa se cometió y que esta ofensa sea
reprochada por la comunidad; esta tarea es un desarrollo de
las dos anteriores pero cobra importancia cuando es imposible
identiicar al perpetrador cuando este ha huido o no quiere
asumir su responsabilidad o su obligación de reparar (Walker,
2006, pp. 30-31). Cabe agregar que esta última situación se da
cuando el perpetrador o perpetradores tienen el poder de facto
o institucional para evadir su responsabilidad y la sociedad o
las instituciones no cuentan con los instrumentos para obligarlo
a cumplir o son indiferentes o, en el peor de los casos, avalan
las acciones de los ofensores. Cuando no es posible encontrar
o identiicar al perpetrador, este tercer aspecto de la responsabilidad evita el abandono normativo y la segunda injuria que
la víctima podría padecer, ya no por parte del ofensor sino por
causa de la pasividad, indiferencia o complicidad social al no
reconocer o reprochar la injusticia que sufrió la víctima.
Es importante entender que la reparación moral a la que se
reiere Walker constituye un concepto mucho más general y
amplio que el concepto de reparación17 que se ha desarrollado
17
Según el Informe de Joinet sobre la impunidad: “Toda violación de los derechos
humanos hace nacer un derecho a la reparación en favor de la víctima, de
sus parientes o compañeros, que implica, por parte del Estado, el deber de
reparar y la facultad de dirigirse contra el autor” (Principio 33). La reparación
ha de poder ser ejercida por vías penales, civiles y administrativas, mediante
recursos judiciales expeditos y eicaces que deben sujetarse a los criterios de
publicidad e integralidad, esto es, que cubran íntegramente los perjuicios
257
en la justicia transicional, pues, como señala Walker, la reparación moral tiene como in pasar de una situación de pérdida
y daño a una en la que se logra adquirir de nuevo un cierto
grado de estabilidad en una relación moral. Por tanto, muchos
de los mecanismos creados por la justicia transicional que ya
hemos enumerado pueden contribuir a lograr el restablecimiento o la instauración de una relación moral o a reforzar
o reairmar estándares de comportamiento e instituciones en
las que el igual valor moral de las personas sea garantizado.18
Adicionalmente, habría otro tipo de acciones por fuera de los
tradicionales mecanismos de la justicia transicional que igualmente podrían contribuir a la reparación moral, como lo es el
perdón, una práctica social que se da en muchas sociedades.19
EL PERDÓN EN CONTEXTOS DE JUSTICIA TRANSICIONAL
En este apartado nos referiremos a la práctica social del perdón, en especial al rol que tienen el ofensor y el ofendido y la
sufridos por la víctima. Para ello, el documento citado plantea la necesidad
de que la reparación sea de carácter individual y colectivo, comprendiendo
medidas de restitución —volver a la posición anterior a la violación—, indemnización —de perjuicios morales, físicos, psicológicos y materiales— y
readaptación —atención médica—, así como medidas de carácter simbólico
como formas de reparación en el plano colectivo (parágrafos 40 a 42).
18
También cabe mencionar que la noción de perdón como acto privado con
consecuencias públicas está contenida en el Informe de Joinet en los siguientes términos: “[…] el perdón, acto privado, supone, en tanto que factor de
reconciliación, que la víctima conozca al autor de las violaciones cometidas
contra ella y el opresor esté en condiciones de manifestar su arrepentimiento; en efecto, para que el perdón pueda ser concedido, es necesario que sea
solicitado” (parágrafo 26).
19
El perdón es una concepción que tiene un origen judeo-cristiano y, por tanto,
existen otras tradiciones que son ajenas a este concepto. En Colombia hay
grupos étnicos que piensan la reparación moral entre ofensores y ofendidos
de otra manera; no obstante, en el discurso social, moral y político de las
mayorías es común su uso. Agradecemos a Ángela Santamaría, del Grupo
de Estudios Interdisciplinarios sobre Paz, Conlicto y Posconlicto-JANUS
de la Universidad del Rosario por habernos señalado este punto.
258
comunidad en este proceso, con el in de responder a la pregunta que nos hicimos, en el sentido de analizar cuáles serían
las condiciones en las que una víctima estaría otorgando un
perdón que es consistente con el reconocimiento y respeto de
su propia dignidad en contextos de justicia transicional. Para
proporcionar estas respuestas, consideramos necesario destacar dos de los aspectos desarrollados acerca del perdón. El
primer aspecto, como lo mencionamos en el segundo apartado,
consiste en que los principios morales que se transgreden en
una ofensa son el mutuo respeto y el justo merecimiento, que
se garantizan cuando el comportamiento de cada uno se guía
por la máxima de cuidar a las otras personas a través de sus
acciones. Por eso, cuando alguien ofende a otro lo está irrespetando y, por ello, el ofendido tiene derecho a protestar por
el trato injusto que ha sufrido.
Como lo señala Walker (2006), en una sociedad cimentada en los principios de la democracia liberal, las relaciones
morales estables se garantizan a través de ciertos estándares
normativos de conducta que se relejan en las instituciones
sociales, políticas y jurídicas, que adicionalmente establecen
mecanismos para responder a las ofensas que se producen.
Esto signiica que en una relación moral estable e igualitaria
estos dos principios deberían guiar nuestro comportamiento,
tanto para saber cómo debemos comportarnos con los demás,
como para saber cómo debemos actuar una vez la agresión ha
ocurrido. Entonces, lo que tenemos que analizar con respecto
al perdón es si determinadas prácticas sociales reconocidas
como perdón son moralmente adecuadas en una sociedad que
deiende una teoría igualitaria de los seres humanos, como la
que se pretende instaurar en las sociedades en las que se implementan los mecanismos de justicia transicional que se guían
por principios propios de la democracia liberal.
En el caso del perdón interpersonal, a in de que se pueda
reparar moralmente el daño ocasionado con la ofensa, es indispensable que el mutuo respeto y el justo merecimiento sean
259
nuevamente restablecidos; por ello, no cualquier práctica social
que se dé entre el ofensor y el ofendido para tratar de lidiar con
la ofensa puede ser moralmente aceptable, si ello implica instaurar o restaurar una relación moral completamente asimétrica
en la que no se reconoce la ofensa que sufrió la víctima o en la
que, si esta se reconoce, es la víctima la que debe asumir todos
los efectos negativos que la ofensa conlleva.20 Por eso consideramos que cuando el perdón se otorga por parte del ofendido
sin que el ofensor se haya arrepentido no se está garantizando
la dignidad de la víctima, ni los valores de una teoría igualitaria
de los seres humanos. Un ofensor que no se ha arrepentido,
especialmente cuando se trata de ofensas graves, que son las
que ocurren por lo general en conlictos políticos violentos,
no se está tomando en serio la humanidad de la víctima ni la
responsabilidad que su ofensa genera. Dicho de otra manera,
un ofensor no arrepentido, a través de su acción está no solo
reairmando que la víctima era merecedora de la ofensa, sino
que además conirma que desconoce su valor como persona.
En la vida real, muchas víctimas otorgan el perdón a ofensores
que no se han arrepentido; en estos casos, el perdón puede
producirse, pero las razones aducidas no serían compatibles
con los fundamentos morales de una concepción igualitaria
del valor de los seres humanos y por ello no sería deseable
promover este tipo de prácticas en estas comunidades.
El segundo aspecto que queremos destacar del perdón
interpersonal tiene que ver con su carácter volitivo. Como lo
20
Cuando hablamos de instaurar o restaurar una relación moral, no necesariamente indicamos que las partes afectadas deben reconciliarse, en el sentido
de iniciar una relación cercana o renovar la que tenían. Uno puede perdonar
a alguien y no querer volver a reanudar una relación con esta persona, como
sucedería en una pareja en la que la esposa perdona al esposo por golpearla,
pero no continúa viviendo con él. Como señala Griswold, en muchos casos,
el objetivo de renovar una relación puede no ser deseable (110) e incluso,
agregaríamos nosotros, podría poner de nuevo al ofendido en una situación
de vulnerabilidad y amenaza por parte del ofensor.
260
hemos explicado, en el acto de perdonar el ofendido, reconociendo la ofensa, concede libremente el perdón al ofensor, y
este a su vez voluntariamente se arrepiente y emprende acciones para reparar al ofendido. Perdonar constituye un acto de
ininita generosidad por parte de la víctima, y en este sentido,
aun cuando el ofensor se ha arrepentido sinceramente, podría
ocurrir que la víctima no conceda el perdón al ofensor. En general, en la discusión del perdón se encuentran algunas posturas
que exigen el perdón después de un sincero arrepentimiento y
otras —como la que nosotros defendemos— en las que el perdón es un acto de liberalidad de la víctima. Consideramos que
luego de un daño, en especial causado por una ofensa grave,
aun cuando el ofensor se haya arrepentido, es facultativo de
la víctima el conceder o no el perdón.
Nos parece que en este punto la distinción que R. Jay
Wallace (1998) hace entre obligaciones morales y virtudes
morales puede ser esclarecedora. Cuando estamos frente
a una obligación moral, la actitud reactiva que tenemos es
exigir un determinado comportamiento por parte de quien
debe cumplir la obligación, mientras que en el caso de las virtudes morales estas no son exigibles, pero sí son valores que
nosotros admiramos en las personas, por ejemplo, el coraje o
la humildad (p. 37). Aplicando esta distinción de Wallace al
perdón, podemos airmar que conceder el perdón luego del
sincero arrepentimiento del ofensor no es una obligación que
podamos exigir a una víctima, sino una virtud moral que admiramos en esta persona.
Es innegable que el perdón es una acción interpersonal de
carácter privado que se da entre un ofensor y un ofendido, pero
el hecho de que sea un proceso privado no signiica que no
tenga connotaciones sociales y efectos que trascienden la órbita
personal, y que pueden ser inluidos positiva o negativamente
por el contexto social, político y jurídico circundante. Por ello,
es muy importante, como lo señala Walker (2006), el rol que
pueden desempeñar tanto la comunidad como las instituciones
261
sociales, políticas y jurídicas de cada sociedad, pues la ofensa,
en especial las ofensas graves, demandan por parte de la sociedad y de las instituciones respuestas que garanticen que la
dignidad de la víctima y la responsabilidad del ofensor sean
reconocidas. Es por esto que las comunidades políticas que
usan los mecanismos de justicia transicional para lidiar con el
pasado de violencia deben ser particularmente cuidadosas de
las medidas, prácticas sociales y políticas que instauran con el
deseo de alcanzar la paz, a in de evitar situaciones en las que
la sociedad y las instituciones, en vez de convertirse en garantes
de las reparaciones morales se conviertan en cómplices de las
ofensas perpetradas por los ofensores.
En los procesos de justicia transicional llevados a cabo en
diversos países, es frecuente encontrar discursos del gobierno, de líderes políticos, sociales y de grupos de victimarios y
de víctimas, que invitan a, e incluso exigen, solicitar y otorgar
respectivamente el perdón como una condición para alcanzar
la paz.21 Esta posición, como lo veremos a continuación, no garantiza el justo reconocimiento de la dignidad de la víctima, ni
la responsabilidad del victimario y de la sociedad ante la ofensa
21
Desmond Tutu, en muchos de sus discursos públicos, consideró que el perdón
interpersonal era apropiado para la reconciliación política en Sudáfrica. Él
usó el término justicia restaurativa como sinónimo de perdón y lo contrastó
con la justicia retributiva que consideró vengativa. En este sentido, parecía indicar que el perdón era una condición necesaria de la reconciliación
(Griswold, 2007, pp. 156-160 y 180; Crocker, 2000). En Colombia, muchos
líderes políticos y sociales han instado a las víctimas a otorgar perdón a los
victimarios como una forma de contribuir a la paz. De otro lado, en la solicitud de perdón que realizan los desmovilizados, es decir, aquellas personas
que abandonan voluntariamente un grupo armado ilegal con el in de reincorporarse a la vida civil, de acuerdo con las leyes de justicia transicional
colombianas, el perdón proviene generalmente de una orden judicial, en la
que se les exige pedir perdón a su víctima. Esta noción de perdón conlleva
ciertos cuestionamientos: por un lado, la solicitud de perdón que hacen los
victimarios nace de una orden judicial y de ella dependen muchos de sus
beneicios penales, con lo cual vale preguntarse acerca de la sinceridad que
tiene dicho gesto ante las víctimas.
262
inligida. En primer lugar, como lo hemos analizado, el perdón
constituye un acto de liberalidad que se da entre el ofensor y el
ofendido; por eso, imponerle a la víctima el perdón o exigirle
al victimario el arrepentimiento sería una intrusión indebida
en este proceso. Se pueden presentar varios casos: 1) que se
obligara a perdonar a la víctima sin que el ofensor se haya arrepentido, en cuyo caso la sociedad y las instituciones políticas y
jurídicas no estarían tomando en serio la ofensa que se causó
a la víctima, pues el ofensor no se reprocharía a sí mismo ni se
tomarían medidas para que se responsabilice por esa trasgresión;
2) se podría obligar al victimario a pedir perdón a la víctima, en
cuyo caso podría ocurrir que el ofensor, sin haberse arrepentido
sinceramente, le pidiera perdón a la víctima, motivado por los
posibles beneicios que pudiera obtener a través de las medidas
de justicia transicional o simplemente para “congraciarse o liberarse” de su víctima. En estos dos casos, la sociedad, en vez de
garantizar que los procesos de perdón respeten la dignidad de
la víctima y la responsabilidad del ofensor, estaría, como señala
Walker (2006), cayendo en un abandono normativo, ya que se
rompería la expectativa de conianza moral que tiene la víctima
en la sociedad y en sus instituciones, pues sería ella la que tiene
que asumir todo el peso de la ofensa en aras de supuestamente
contribuir a la reconciliación política.22
Queremos concluir señalando que es cuestionable que el
perdón interpersonal sea una condición de la reconciliación
política o un propósito directo de la misma. La reconciliación
política 23 se produce en el espacio público y requiere un
22
Esto no signiica que muchas veces la actitud de la víctima o de personas
cercanas al victimario puedan incidir positivamente en que este relexione
acerca de su comportamiento, con el in de que se arrepienta sinceramente
por la ofensa y esté dispuesto a responsabilizarse ante ella y ante la comunidad por los efectos de la trasgresión cometida.
23
El propósito de este artículo no es analizar la reconciliación política, por lo
que simplemente mencionamos algunas de sus características, según diferentes autores (May, 2012; Gibson, 2004; Long y Brecke, 2003).
263
esfuerzo colectivo que conlleva un conjunto de tareas y acciones políticas que respondan a las injusticias cometidas en
el pasado para transformar las condiciones que permitieron
que la violencia se generara y propagara, al igual que para
instaurar o restaurar una serie de instituciones políticas y jurídicas que garanticen el Estado de derecho, el respeto a los
derechos humanos de las personas y en las que sea posible que
los ciudadanos acepten que los conlictos y los disensos puedan ser dirimidos no a través de la violencia política, sino de
mecanismos institucionales democráticos y pacíicos. En este
sentido, el perdón interpersonal, antes que ser una condición
de la reconciliación política, es más bien una práctica social
que se puede garantizar cuando la comunidad política realiza
una serie de acciones y tareas que aseguran y posibilitan que
el perdón se pueda dar en contextos en los que la sociedad
haya reprochado las ofensas perpetradas por los grupos a los
que pertenecían los ofensores, y a su vez haya eliminado o
transformado a las instituciones sociales, políticas y jurídicas
que avalaron o cometieron esas ofensas.24
Con esto no queremos señalar que los procesos de perdón
interpersonal no se pueden dar sino hasta cuando las medidas
de justicia transicional sean implementadas; lo que queremos
advertir es que en contextos en los que la violencia aún está
presente y no se han tomado medidas para rechazar individual
y colectivamente y responsabilizarse por ese pasado de violencia, es muy necesario que tanto el gobierno de turno como los
grupos de derechos humanos, las organizaciones no gubernamentales, los grupos de víctimas y victimarios garanticen las
condiciones en las que esta práctica se da. Es por ello por lo que
el perdón interpersonal no es incompatible con las sanciones
24
Esto puede ocurrir cuando un Estado transforma las Fuerzas Armadas directamente involucradas en la violación de derechos humanos o cuando elimina
instituciones que espiaban a los ciudadanos que no estaban de acuerdo con
un sistema político represivo.
264
criminales para los más graves ofensores, ni con las medidas de
reparación y de contribución a la verdad. Un ofensor dispuesto
a contribuir en una sociedad que implementa la justicia transicional, cuando coopera con las medidas transicionales, podría
demostrar a través de sus acciones su sincero arrepentimiento,
su voluntad de asumir su responsabilidad y de garantizar que
en el futuro no realizará este tipo de ofensas.25
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Broadie, Sarah (1991). Ethics with Aristotle. New York: Oxford
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25
El concepto de justicia transicional que defendemos se funda en una visión
que denominamos integral de la justicia transicional, en la que los mecanismos de la JT se ven como complementarios, en el sentido de que los esfuerzos
por proteger los derechos de las víctimas a la justicia, verdad, reparación y
garantías de no repetición se ven vinculados entre sí, y por ello la idea de
justicia no se alcanza solamente a través de uno de tales mecanismos, sino
que el reconocimiento del daño sufrido por la víctima se logra, idealmente,
mediante una sinergia entre todos ellos. Esto responde a las circunstancias
fácticas en las que la JT se aplica en escenarios políticos trágicos en los que
hay por lo general algunos de los siguientes elementos o una combinación
de ellos: un universo muy grande de víctimas y victimarios; instituciones
oiciales en algunos casos inexistentes y en otras muy débiles; actores del
conlicto que tienen poderes legales o de facto y que hacen parte integrante
de las negociaciones de paz; una sociedad indiferente frente a la violencia
o polarizada. Todos estos factores se deben tener en cuenta al ponderar los
valores de la justicia y de la paz, o al menos de la cesación de la guerra. Estos
elementos condicionan el diseño de las medidas y por ello la idea de justicia
no se puede ver exclusivamente desde el prisma de la justicia retributiva o
como su componente principal (De Gamboa y Mahecha, 2014; Uprimny,
Sánchez y Sánchez, 2014).
265
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268
HERIDAS QUE DEJAN CICATRICES.
ALGUNAS LECCIONES DEL CASO PERUANO
SOBRE JUSTICIA TRANSICIONAL
Miguel Giusti
Pontiicia Universidad Católica del Perú
RESUMEN
Tomando como referencia una metáfora hegeliana que alude
a los procesos exitosos de reconciliación social en la historia,
expongo las razones por las cuales dicha reconciliación no ha
ocurrido en el caso del Perú luego de la inalización del conlicto armado interno. La sociedad peruana no se ha reconocido
a sí misma en el Informe final que emitió su Comisión de la
Verdad y Reconciliación, pese a que esta intentó ofrecer a la
nación no solo una relación de los hechos de violencia, sino
además un relato ético abarcador que sirviera de inspiración
para llevar adelante un proceso de reconstrucción nacional. En
la exposición se resaltan los puntos de contraste de la situación
peruana respecto de la colombiana, en particular el hecho de
que la relexión y los acuerdos desplegados en el Perú sobre
269
justicia transicional no procedieron de negociación alguna con
los grupos armados.
*
Al inalizar la sección Espíritu, de la Fenomenología del espíritu,
escribe Hegel (1966): “Las heridas del espíritu se curan sin dejar
cicatrices. La acción realizada —die Tat— no es lo imperecedero, sino que ella es asumida por el espíritu, y es más bien el
lado de la individualidad allí presente, ya sea como intención
o como negatividad y límite existentes, lo que termina por desaparecer” (p. 390).1 Tomo de allí el título de mi intervención y
lo hago —dejando de lado naturalmente comentarios ilológicos ahora inoportunos— con el propósito de aludir a la tesis
de fondo, según la cual los procesos sociales verdaderamente
fructíferos en la historia son aquellos que logran a la larga reconciliar a las partes comprometidas en un conlicto, por más
doloroso que este haya podido ser, convenciéndose todos con
el tiempo de haber hallado una forma de convivencia más justa
y más razonable que la anterior. Eso es, piensa Hegel, lo que
caracteriza al “espíritu”: que la interpretación de su rumbo no
se puede percibir, ni menos medir, por las “acciones realizadas”
singularmente en medio de un conlicto sino por el resultado
al que condujo, y que cuando este logra ser en verdad armonizador termina por ofrecerles a los individuos una conciencia
y una perspectiva de más largo alcance, en la que también lo
ocurrido en el pasado adquiere una nueva dimensión. Es en
esos casos precisamente que puede entenderse que “las heridas
del espíritu se curan sin dejar cicatrices”.
Ese no es el caso de la sociedad peruana, tras el conlicto
armado interno que padeció por dos décadas, ni luego del
1
Traducción propia a partir de Hegel (1970, p. 492): “Die Wunden des Geistes heilen, ohne daß Narben bleiben; die Tat ist nicht das Unvergängliche,
sondern wird von dem Geiste in sich zurückgenommen, und die Seite der
Einzelheit, die an ihr, es sei als Absicht oder als daseiende Negativität und
Schranke derselben vorhanden ist, ist das unmittelbar Verschwindende”.
270
Informe final que publicó su Comisión de la Verdad y Reconciliación. Las heridas de aquella experiencia no han llegado a
curarse, sus cicatrices son aún ostensibles. Ahora mismo, a casi
quince años de la entrega de aquel Informe final, el Congreso
de Perú tiene una amplia mayoría del partido político heredero
del gobierno de Alberto Fujimori, que está pretendiendo llevar
a cabo un proyecto de anulación de dicho informe o, al menos,
de constitución de una comisión alternativa que elabore una
nueva versión de la historia allí relatada.
No quiero decir, por cierto, que el caso de Perú sea el único
en el que las heridas de un conlicto no se han curado o han
dejado cicatrices. A lo mejor, podría pensarse, este es un rasgo
de todos los procesos de construcción de justicia transicional
en las últimas décadas. Pero me corresponde hablar aquí del
caso de Perú y explicar qué lecciones nos deja esta experiencia
particular. Insisto, sin embargo, en el hecho de que los acuerdos de paz y los resultados de los informes de las comisiones
de la verdad ligados a ellos tienen la peculiaridad de que por
buscar una solución a un conlicto esperanzadora, pero jurídicamente irregular, generan una reacción de insatisfacción
de al menos una de las partes involucradas y mantienen viva
la sensación de que no se llegaron a curar las heridas. Priscilla Hayner (2014) sostiene que las comisiones de la verdad
afrontan siempre un dilema insoluble, porque o bien se crean
en medio de un conlicto —y entonces deben ceder a las presiones de ambos bandos, con lo cual no llegan a la verdad o
alcanzan solo una muy sesgada—, o bien se crean luego de un
conlicto —y entonces llevan el sello de la verdad de la parte
vencedora—. Este último es el problema que se debió afrontar
en el caso peruano.
En Perú, a diferencia de lo ocurrido en Colombia, no hubo
negociación alguna con los grupos subversivos Sendero Luminoso o el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA).
La Comisión de la Verdad y Reconciliación de Perú fue creada
después de la derrota de aquellos grupos y cuando sus princi271
pales líderes se hallaban ya en prisión. Esta diferencia es decisiva para entender el problema de la experiencia y la relexión
peruanas sobre justicia transicional. Igual de decisivo es que la
derrota de los movimientos subversivos se produjera durante el
gobierno autoritario de Alberto Fujimori. La captura del líder
de Sendero Luminoso y la rápida detención de toda la cúpula
dirigente de aquel movimiento se produjo en septiembre de
1992, mientras que la Comisión de la Verdad —con ese nombre— fue creada recién en junio de 2001, nueve años después,
y naturalmente bajo otra autoridad presidencial. Esto quiere
decir que para buena parte de la población peruana el mérito
de la derrota del movimiento subversivo fue y sigue siendo
atribuido al régimen autoritario de Fujimori, pese a los delitos
o crímenes que fueron obra de su gobierno y que lo llevarían
luego a la condena que aún sigue purgando en el país. Es claro
que esta historia fue la causante de las distorsiones a las que se
vería luego expuesta la comisión encargada de investigar los
crímenes de aquel periodo.
No solo no hubo negociación con los movimientos subversivos, sino que se mezcló la historia de violencia de aquellos
años con la historia de corrupción del régimen de Fujimori,
así como con su política de lucha contra la subversión, alejada por completo de las normas internacionales de derechos
humanos vigentes en aquel momento. Debemos recordar,
porque es un hecho insólito, que Fujimori renunció a la presidencia del país cuando se encontraba en el exterior, a través
de una carta al Congreso enviada por fax, y que ello desató
una crisis sin precedentes en la historia de nuestra república.
Como consecuencia de esa situación, el Congreso eligió a un
presidente provisional, el abogado Valentín Paniagua, quien
gobernó durante un año, y fue él precisamente quien tomó la
decisión de crear una comisión de la verdad que se encargara
de investigar los hechos y determinar las responsabilidades
sobre el periodo de violencia vivido en los años anteriores;
con el agravante peculiar de que esa comisión debía tener en
272
cuenta, al menos implícitamente, la complicidad del régimen de
Fujimori con la política sistemática de violaciones de derechos
humanos por parte de las Fuerzas Armadas, aun a sabiendas
de que bajo su gobierno se había producido la derrota de los
movimientos subversivos.
Conviene recordar, rápidamente, cuáles fueron las atribuciones dadas a la Comisión de la Verdad creada durante el
gobierno de Paniagua. La comisión fue oicialmente instalada
en julio de 2001. El decreto que le dio origen le encargó varias
tareas especíicas destinadas a echar luz sobre los hechos de
violencia padecidos por la sociedad peruana entre los años 1980
y 2000, tales como: investigar los atropellos y violaciones de los
derechos humanos producidos entre esos años en el contexto
de la violencia política; establecer la identidad de las víctimas y
señalar a los responsables cuando hubiera indicios suicientes
para hacerlo; ofrecer al país una interpretación de las causas
o factores que hicieron posible la violencia; proponer al Estado medidas de reparación de daños y diseñar propuestas de
reforma social, legal e institucional que impidieran un nuevo
ciclo de violencia.
Hablaremos enseguida de las acciones adoptadas y del
Informe final (CVR, 2003) de dicha comisión.2 Pero es preciso
advertir que solo un par de meses después de creada se produjo un cambio de gobierno en el Perú, y el nuevo presidente,
Alejandro Toledo —hoy en día, por cierto, perseguido y con
orden de detención por el caso de los sobornos de Odebrecht—,
disgustado por no haber tenido protagonismo en la creación
de dicha comisión, tomó la súbita decisión de modiicar su
nombre, su composición y sus tareas, añadiéndole el sustantivo
“Reconciliación”. Lo que había sido hasta el momento el resultado de un equipo jurídico profesional a cargo del entonces
ministro de Justicia del gobierno de Paniagua, Diego García
2
Existe también una versión abreviada, en un solo volumen, titulada Hatun
Willakuy —Gran relato— (CVR, 2004).
273
Sayán, años después presidente de la Corte Interamericana
de Derechos Humanos, fue apresurada e improvisadamente
complementado con una nueva función de la comisión que
le traería muchísimas complicaciones al ejercicio y el cumplimiento del objetivo de su trabajo.
Que la comisión tuviese que ocuparse ya no solo de la
verdad, sino además de la reconciliación, fue un problema que
contribuyó a diicultar la recepción de su trabajo y que aún hoy
suscita controversias innecesarias sobre el sentido de la tarea
que debía realizar y por la que se le sigue pidiendo cuentas.
En efecto, si no existía ya un grupo armado ilegal activo ni
un sector de la población que le expresara apoyo en ningún
sentido, resultaba abiertamente equívoco que se planteara la
tarea de la “reconciliación”. Tomada en sentido estricto, esa
palabra presupone que hay partes en disputa entre las cuales
precisamente se busca alcanzar una reconciliación. La CVR tuvo
serios problemas para interpretar el sentido de este término
añadido, y rechazó desde el inicio que con él se estuviera haciendo alusión a una reconciliación con los movimientos subversivos. En la parte conceptual del Informe final, se sostiene
que “la CVR entiende por ‘reconciliación’ la puesta en marcha
de un proceso de restablecimiento y refundación de los vínculos fundamentales entre los peruanos, vínculos voluntariamente destruidos o deteriorados en las últimas décadas por el
estallido, en el seno de una sociedad en crisis, de un conlicto
violento, iniciado por el PCP Sendero Luminoso” (CVR, 2003,
tomo I, p. 36). Le da, pues, al concepto una interpretación
global más amplia, vinculada con el proceso de deterioro de las
relaciones sociales en el país; evita de ese modo la versión más
inmediata sugerida por el término y añade que “el proceso de
la reconciliación es hecho posible, y es hecho necesario, por el
descubrimiento de la verdad de lo ocurrido en aquellos años
—tanto en lo que respecta al registro de los hechos violentos
como a la explicación de las causas que los produjeron— así
274
como por la acción reparadora y sancionadora de la justicia”
(CVR, tomo I, pp. 36-37).
Esta deinición de “reconciliación” nos ayuda a comprender cómo concibió y ejecutó la CVR el encargo recibido del
Gobierno. Vemos, por lo pronto, que fue muy ambiciosa en
interpretar la tarea de “ofrecer al país una interpretación de
las causas o factores que hicieron posible la violencia”: no se
restringió, en efecto, a investigar las denuncias puntuales de
los crímenes cometidos —aunque tampoco dejó de cumplir
esta tarea—, sino que se propuso enmarcar el periodo de violencia en el marco de la completa historia social del país y de
la larga tradición de discriminación, racismo y explotación de
las clases y los campesinos más pobres. Bajo semejante marco
interpretativo, las causas de la violencia del conlicto armado
interno no eran ya solo inmediatas, sino también mediatas y
remotas, y permitían llegar a la conclusión de que el estallido
de un conlicto se podría volver a producir en nuestra historia si no éramos capaces de reconocer la responsabilidad que
todos compartimos por mantener aquella tradición de discriminación. La CVR hizo suya enfática y emblemáticamente la
sentencia: “Un país que olvida su historia está condenado a
repetirla”. Está de más decir que para ofrecer una interpretación tan ambiciosa fue preciso contar con un numeroso
equipo de cientíicos sociales comprometidos con la causa de
la comisión, expresada en la tríada conceptual que acabamos
de mencionar: verdad, justicia y reconciliación. Pero, como
es obvio, a mayor ambición de miras, mayor es también la
amplitud de los lancos expuestos a la crítica.
En los nueve gruesos volúmenes de su Informe final, la CVR
cumple y consigna con detalle las tareas que le fueron asignadas: ofrece los resultados de sus investigaciones sobre las
violaciones de los derechos humanos producidas en esos años;
hace un recuento de las víctimas; atribuye responsabilidades
inmediatas y mediatas sobre los crímenes cometidos; y propone
al Estado medidas de reparación a las víctimas. Pero todo ello,
275
como se ha dicho, intentando ofrecer al país una interpretación
de largo alcance sobre las causas o los factores que hicieron
posible la violencia, con el propósito de que esta no se repita.
Pero la publicación del Informe final se estrelló contra un
muro denso de incomprensión, insatisfacción y protestas de
parte —sobre todo— de la clase política del país y de amplios
sectores de la sociedad civil. El propio Valentín Paniagua y
ni qué decir de Alejandro Toledo y Alan García, además de
muchos otros líderes políticos o empresariales, expresaron
su desazón porque no se imaginaron que la CVR les atribuiría
algún grado de responsabilidad en la generación de las condiciones de discriminación o en la comisión de los delitos por
parte de las fuerzas del orden cuando sus propios partidos
políticos ejercieron el poder en el periodo del conlicto armado, acaso demasiado coniados en que la comisión atribuiría
toda la responsabilidad a los miembros de los movimientos
subversivos, la gran mayoría ya derrotados y en prisión, y
convencidos de que se había restablecido ya la paz social. En
otras palabras, creyendo hallarse en esa situación que la CVR
considera en su informe como el olvido de la historia que nos
condena a repetirla, se dieron con la sorpresa de que el relato
de la CVR sacudía las conciencias de todos los actores sociales
y políticos involucrados y exigía de ellos el reconocimiento de
su responsabilidad o su complicidad, con el propósito último,
naturalmente, de corregir el rumbo ético de injusticia social
que había sido y seguía siendo el causante más hondo de la
violencia política de aquellos años. Digo de todos los actores
sociales y políticos, porque la investigación de los episodios de
violaciones de derechos humanos y la consiguiente atribución
de responsabilidades no se restringe a la actuación de la clase
política ni a la de las Fuerzas Armadas, sino que se extiende
además al papel desempeñado por el empresariado, por la
prensa, por las organizaciones de la sociedad civil y por las
diferentes iglesias del país.
276
La CVR entregó el Informe final oicialmente en agosto de
2003. Han pasado ya casi quince años desde entonces y nos
encontramos en este momento en la paradójica y desconcertante situación de que la mayoría fujimorista absoluta en el
Congreso, que es sin duda la facción política más contraria al
informe, no solo pretende desautorizar declaradamente sus resultados, sino que tiene incluso intenciones explícitas de crear
una comisión alternativa de la verdad que ofrezca un relato
diferente, que justiique en último término la violencia ejercida
por las Fuerzas Armadas y exculpe de toda responsabilidad a
su líder encarcelado, con el argumento de que la derrota de la
subversión solo era posible, como de hecho ocurrió durante
su gobierno, sin consideración alguna por limitaciones éticas
o jurídicas. El gobierno del presidente Pedro Kuczynski tampoco tiene interés particular en que el país se reconozca en el
relato de la CVR ni en defender sus resultados, como tampoco
lo tuvieron los líderes políticos anteriores, la mayoría de los
cuales no tuvieron reparos en obstruir incluso los ofrecimientos de ayuda de la comunidad internacional para respaldar
las medidas de reparación de las víctimas o para construir
memoriales que promovieran la relexión de la sociedad civil
sobre la experiencia vivida.
Pero en el análisis de esta experiencia, cuando las heridas
siguen estando abiertas y no se han formado siquiera cicatrices,
es fácil correr el riesgo de perder de vista por dónde seguirá el
rumbo del espíritu. Hay todavía demasiada inmediatez en la
percepción de los hechos y mucha insensatez en la conciencia
cívica de la sociedad. Solo quisiera añadir, para cerrar este
apretado y ligero análisis de la experiencia peruana, que, en
mi opinión, el Informe final de la CVR de Perú es uno de esos
documentos históricos, como las Constituciones políticas o
las declaraciones universales de derechos, que no pierden su
vigencia con el tiempo y más bien necesitan que el tiempo los
ayude a alcanzar su verdadera relevancia. Estoy convencido
de que, si los peruanos le prestáramos la atención debida y
277
extrajéramos de él las lecciones que nos deja, nos acercaríamos
a una comprensión práctica de lo que Hegel comentara sobre la
posibilidad del espíritu de curar las heridas sin dejar cicatrices.
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278
TRANSICIÓN A LA PAZ EN CONTEXTOS
DE CONFLICTO ARMADO.
Perspectiva comparada sobre los casos
de El Salvador y Guatemala para reflexionar
sobre la experiencia colombiana
Gabriel Ignacio Gómez**
Universidad de Antioquia, Colombia
RESUMEN
Este capítulo propone el análisis comparado de dos experiencias
de transición en casos de conlicto armado interno. Para tal
efecto se formulan dos interrogantes que generan los actuales
procesos de paz entre el Gobierno colombiano y las guerrillas de
las FARC-EP y el ELN: ¿qué podemos aprender de las experiencias
de otras sociedades que también han experimentado la transi-
*
Este capítulo es resultado parcial de la investigación Entre el castigo y la
reconciliación: una perspectiva sociojurídica crítica sobre el proceso de paz y
la justicia transicional en Colombia 2012-2016, apoyado por el Comité para
el Desarrollo de la Investigación (CODI), Universidad de Antioquia.
279
ción de la guerra a la paz en el contexto latinoamericano? y ¿en
qué medida los mecanismos de justicia transicional diseñados
podrían ser suicientes para enfrentar el reto de la reconstrucción
de los lazos sociales en Colombia? Con el in de darles respuesta
se compararán los casos de El Salvador y Guatemala, teniendo
en cuenta los siguientes aspectos: el contexto del conlicto, las
negociaciones de paz, el diseño de los mecanismos de justicia
transicional y los aprendizajes del posacuerdo. Asimismo, y
con base en esta comparación, se hará una relexión preliminar
sobre el actual proceso de paz en Colombia.
INTRODUCCIÓN
En la literatura internacional sobre justicia transicional, especialmente en áreas como Ciencia Política y Resolución de
Conlictos, se han dado debates recientes sobre los estudios
comparados, su metodología, su propósito. Durante algunos
años los trabajos académicos sobre el tema se basaban en compartir experiencias y realizar relexiones a partir de los diferentes
estudios de caso. Con el paso de los años y en la medida en que
crecía el campo académico de la justicia transicional, también
surgieron algunos reclamos sobre la necesidad de realizar relexiones quizás menos especulativas y con una vocación más
generalizadora (Olsen, Payne y Reiter, 2016; Van der Merwe,
Baxter y Chapman, 2009). Sin embargo, los debates metodológicos en ciencias sociales permiten encontrar que hay diversidad
de tendencias con respecto al análisis comparado. Una primera
tendencia, que responde a la necesidad de buscar teorías más
generales, propone estudios comparados basados en estudios
de variables y con un número amplio de casos; una segunda
tendencia intenta balancear los estudios de variables con la
especiicidad de los casos; y una tercera opción metodológica,
basada en los estudios de caso, busca lograr un conocimiento
más profundo sobre los procesos sociales (Della Porta, 2013).
280
Un ejemplo del primer tipo de estudios, análisis comparado
de un número amplio de casos, es Justicia transicional en equilibrio (Olsen, Payne y Reiter, 2016), publicado recientemente
en español. Se trata de una investigación comparada en la que
se contó con una base de datos sobre la utilización de los mecanismos de justicia transicional en 161 Estados. De acuerdo
con las autoras, se identiican varias tendencias en el diseño
de mecanismos de justicia transicional: en primer lugar, una
tendencia maximalista, que busca privilegiar el uso de tribunales y sanciones penales; en segundo lugar, una orientación
minimalista, que busca dar mayor peso a la salida realista a
los conlictos y usar mecanismos políticos como las amnistías
y los indultos; en tercer lugar, una postura intermedia, que
busca establecer un balance entre la reconciliación y la justicia
a través de mecanismos como las comisiones de la verdad y reconciliación; y inalmente, una tendencia holista, que combina
múltiples mecanismos de manera integral y complementaria.
Adicionalmente, esta investigación también ha permitido
establecer una diversidad de tendencias en el uso de los mecanismos de justicia transicional, según se trate de transiciones
de la guerra a la paz en contextos de conlicto armado o de
transiciones de las dictaduras a las democracias. Algunas de
las características que se observan en los casos de conlicto
armado interno se pueden resumir en las siguientes hipótesis:
en primer lugar, se tiende a usar menos a los tribunales y se
acude más a las amnistías y a las comisiones de la verdad; en
segundo lugar, se distingue entre conlictos armados orientados a la toma del poder y conlictos armados por la secesión
(en el caso de los conlictos armados por la toma del poder
también se suele acudir menos a tribunales y más a amnistías); y en tercer lugar, cuando en el conlicto armado hay un
vencedor y un vencido hay más probabilidad de que haya uso
de tribunales, mientras que si hay una negociación política es
más probable que haya uso de mecanismos políticos como las
amnistías (Olsen, Payne y Reiter, 2016).
281
En un trabajo más reciente sobre las transiciones en América Latina, coordinado por Elin Skaar, Jemima García y Cath
Collins (2016), se parte de una metodología diferente, en la
que no se adopta el examen de un número amplio de casos,
sino el de un pequeño grupo en el contexto latinoamericano.
Una conclusión del estudio distingue tres grandes tendencias: primero, los países que hicieron una transición de las
dictaduras a la democracia; segundo, los países que hicieron
su transición de la guerra a la paz; y tercero, un caso especial,
el colombiano, en el cual la transición aún no está concluida.
Este estudio permite incluir nuevos elementos de relexión que
resultan signiicativos. Se destaca, por una parte, la relexión
sobre los diferentes momentos en el proceso de transición. La
dinámica política e institucional no es igual en los momentos
iniciales de las transiciones que en los momentos posteriores.
Como lo han mostrado los diferentes casos, se trata de procesos dinámicos y cambiantes. Por otra parte, las tendencias
no son homogéneas. Así como se ha dicho que los tribunales
han emergido especialmente en el contexto de transiciones de
dictaduras a democracia, también es cierto que en algunos de
estos casos, como en Brasil, hubo condiciones políticas que
impidieron que se acudiera a tribunales para el procesamiento
de graves violaciones de los derechos humanos.
Finalmente, la tercera tendencia es la del análisis comparado basado en pocos estudios de caso y con criterios más
cualitativos. Esa es la propuesta de este capítulo. Este texto
busca promover una relexión sobre los aprendizajes de otras
sociedades afectadas por conlictos armados, para pensar en
las políticas de justicia transicional y de construcción de paz en
el contexto colombiano. En tal sentido, se propone un análisis
comparado sobre dos experiencias de transición en casos de
conlicto armado interno: las de El Salvador y Guatemala. Para
tal efecto, se retoman algunos interrogantes que generan los
actuales procesos de paz entre el gobierno colombiano y las
guerrillas de las FARC-EP y el ELN, y que podrían resumirse en
282
las siguientes preguntas: ¿qué podemos aprender de las experiencias de otras sociedades que también han experimentado
la transición de la guerra a la paz en el contexto latinoamericano?, y ¿en qué medida los mecanismos de justicia transicional
diseñados podrían ser suicientes para enfrentar el reto de la
reconstrucción de los lazos sociales en Colombia?
LAS EXPERIENCIAS DE EL SALVADOR Y GUATEMALA
La comparación entre los casos mencionados se hará teniendo
en cuenta los siguientes criterios: el contexto del conflicto, las
negociaciones de paz, el diseño de los mecanismos de justicia
transicional y los aprendizajes del posacuerdo. Para el estudio
de los diferentes casos se ha acudido a material documental
consistente en informes oiciales, reportes de organizaciones
de derechos humanos y estudios académicos.
CONTEXTOS DEL CONFLICTO POLÍTICO ARMADO
En El Salvador y en Guatemala encontramos la existencia de
conlictos políticos armados que emergieron en escenarios
de exclusiones sociales históricas, muy asociadas a tensiones
derivadas de la concentración de la propiedad de la tierra y
el predominio de sectores terratenientes y minoritarios en la
organización política, así como a la fragilidad del sistema democrático, al peso de los estamentos militares en el control del
Estado y a una profunda debilidad institucional para establecer
límites frente a expresiones de poder. A esto se agregaban, en
el escenario internacional, las tensiones propias de la Guerra
Fría y el apoyo del Gobierno norteamericano a las políticas
contrainsurgentes en ambos países a partir de la década del
sesenta (Burgerman, 2000; Fisas, 2010; Giraldo, 2004).
El de El Salvador fue uno de los conlictos más cruentos y
fratricidas del continente, y se manifestó en una guerra civil
que duró cerca de doce años (1980-1992). Se trató de una
283
confrontación entre dos sectores políticos y sociales bien diferenciados: de un lado, el grupo subversivo Frente Farabundo
Martí para la Liberación Nacional (FMLN), que contaba con
un amplio respaldo popular y aglutinaba a diferentes fuerzas
políticas de izquierda que optaron por la insurrección armada
ante el incremento de la represión y la clausura de los espacios
de participación; y del otro, el Gobierno salvadoreño, que representaba especialmente a sectores terratenientes, a las élites
políticas conservadoras y a los militares, que habían gobernado
durante décadas el país (Burgerman, 2000; Fisas, 2010; Giraldo, 2004). Esta guerra civil dejó un saldo catastróico, con
más de setenta mil muertos, más de treinta mil desaparecidos
y miles de personas en situación de desplazamiento, muchas
de las cuales tuvieron que emigrar de su país para buscar un
mejor futuro. De acuerdo con la Comisión de la Verdad para
el Salvador (1993), la mayor parte de las víctimas pertenecían
a la sociedad civil.
Con respecto al caso de Guatemala, la guerra civil duró
más de tres décadas, desde inicios de la década de 1960 hasta
1996, cuando se formalizó el Acuerdo de Paz. Sin embargo,
la mayor parte del tiempo fue una guerra de baja intensidad.
En la década del ochenta, la represión se hizo más fuerte y el
conlicto se agudizó. A lo largo de ese periodo los diferentes
gobiernos militares pusieron en marcha políticas contrainsurgentes de acuerdo con la Doctrina de la Seguridad Nacional
que promovía el Gobierno de Estados Unidos en toda la región.
Entre las prácticas más recurrentes estuvo la vinculación de la
población civil al conlicto armado a través de iguras como
los comisionados militares y las Patrullas de Autodefensa Civil
(PAC). Igualmente, se desarrollaron prácticas consistentes en
detenciones masivas y, posteriormente, acciones en contra de las
poblaciones campesinas e indígenas, en las que predominaron
las torturas, las ejecuciones extrajudiciales y las desapariciones.
El conlicto armado en Guatemala dejó más de ciento cincuenta
mil muertos, más de un millón de desplazados y el genocidio en
284
contra de la población indígena. De acuerdo con los datos de
la Comisión de Esclarecimiento Histórico, la mayor cantidad
de los crímenes fueron cometidos por las Fuerzas Armadas y
las PAC (Comisión para el Esclarecimiento Histórico, 1999).
LAS NEGOCIACIONES DE PAZ
Varias condiciones hicieron posible el inicio de las negociaciones de paz a inales de la década del ochenta y los inicios
del noventa. Entre estas se puede mencionar el desgaste de la
Guerra Fría y de la injerencia norteamericana en los asuntos
internos de los países centroamericanos, así como la presión
de los países de la región en promover las negociaciones de paz
a través del Acuerdo Esquipulas II. Igualmente, fue decisiva
la participación de varios actores no estatales, como la Iglesia
católica, las organizaciones de derechos humanos y organizaciones intergubernamentales como la Organización de Naciones Unidas. Aun así, estas condiciones no eran suicientes
para transformar las relaciones de poder o las orientaciones
económicas y sociales.
En el caso de El Salvador, las Naciones Unidas, especialmente el despacho del secretario general, adquirieron un rol
mucho más activo orientado hacia la mediación del conlicto
armado (Burgerman, 2000). Adicionalmente, las organizaciones
no gubernamentales, que ya venían haciendo denuncia internacional, se constituyeron en importantes aliados del proceso
de negociación. Las conversaciones de paz duraron cerca de
dos años, a lo largo de los cuales se adoptaron varios acuerdos
en diferentes sesiones realizadas en Suiza, Venezuela, Estados
Unidos y México, en donde se irmó el acuerdo inal en 1992
(Giraldo, 2004).
A diferencia de El Salvador, en Guatemala la situación
del conlicto armado no se encontraba en el “punto de saturación” que se dio entre el FMLN y el Gobierno salvadoreño.
En Guatemala, para la década del noventa, la confrontación
285
se daba entre el Ejército, muy fuerte en su capacidad bélica y
en su inluencia política, y la Unión Nacional Revolucionaria
Guatemalteca (UNRG), muy descoordinada y con un reducido
número de combatientes. Sin embargo, a pesar de la asimetría
de poder entre las dos partes en contienda, las Fuerzas Armadas tampoco pudieron vencer a su contendor. El proceso de
negociación de paz en Guatemala tomó casi dos años y se desarrolló en múltiples etapas que se llevaron a cabo entre el 10
de enero de 1994 y el 29 de diciembre de 1996 (Giraldo, 2004).
Las negociaciones de paz en El Salvador y Guatemala no
encontraron un fuerte límite en el derecho internacional, sino
que obedecieron más a consideraciones realistas en virtud de
las cuales se consideraba como un imperativo ético y político la terminación del conlicto armado. Tales negociaciones
resultaron ser un paso signiicativo, especialmente por la participación de la comunidad internacional y la mediación de
Naciones Unidas. Sin embargo, en el mediano y largo plazo,
no hubo condiciones para que las negociaciones de paz cumplieran con las expectativas creadas en términos de protección
de derechos, de inclusión democrática y de transformación de
las condiciones de vida de las personas.
LOS MECANISMOS DE JUSTICIA TRANSICIONAL
Es necesario aclarar que para la época en que se desarrollaron
los procesos de paz en El Salvador y en Guatemala no había
un consenso en la academia ni en la comunidad internacional
sobre el concepto de justicia transicional. Con todo, durante
estos procesos sí se diseñaron algunos mecanismos que han sido
incorporados dentro del lenguaje de la justicia en situaciones
de transición. Los mecanismos diseñados con ocasión de estos
procesos de paz se pueden interpretar, en buena parte, como
resultado del contexto propio del conlicto y de las negociaciones políticas. En tal sentido, las amnistías, en principio,
eran percibidas por varios actores como la mejor opción para
286
poner in a la guerra en un escenario que no tenía vencedores
ni vencidos. Pero, a su vez, en un ambiente en el que predominaba la perspectiva realista y, supuestamente, el principio
de soberanía, no se establecían mecanismos de rendición de
cuentas a cargo de las élites políticas ni de los responsables de
graves violaciones de derechos humanos.
Tal como se hacía mención en la primera parte, en contextos de conlicto armado con actores no derrotados es muy
improbable que los actores armados se sometan a mecanismos
como los tribunales y que se impongan sanciones privativas
de la libertad. Las amnistías diseñadas fueron, en el caso de
El Salvador, bastante generosas, y en el caso de Guatemala, en
términos prácticos, bastante favorables a los perpetradores de
violaciones graves a los derechos humanos. Por su parte, las
comisiones de la verdad, si bien contribuyeron a esclarecer los
hechos e identiicar patrones de victimización, no se pudieron
traducir posteriormente en políticas que transformaran las
condiciones que dieron lugar a las victimizaciones.
En 1992 se expidió en El Salvador una ley de amnistía condicionada, que beneiciaba a quienes no estuvieran vinculados
en la comisión de graves violaciones de derechos humanos cometidos por la fuerza pública. Igualmente, se creó una Comisión
de la Verdad, que funcionó con un mandato amplio por un
periodo de ocho meses y dio cuenta de la violencia cometida
entre 1980 y 1992 (Hayner, 2008; Comisión de la Verdad para
El Salvador, 1992). La comisión, que entrevistó a cerca de dos
mil personas, buscaba denunciar públicamente a los máximos
responsables de las violaciones a los derechos humanos. A pesar
de la oposición del entonces presidente, Alfredo Cristiani, y
de los militares, el informe de la comisión incluyó los nombres
de los principales responsables de tales violaciones.
De acuerdo con el informe de la comisión, titulado De
la locura a la esperanza. La guerra de 12 años en El Salvador,
se constató que el 85 % de los hechos de violencia fueron
cometidos por las Fuerzas Armadas o por escuadrones de la
287
muerte asociados con estas en contra de la población civil. Tal
como lo expone el informe de la Comisión de la Verdad para
El Salvador, los actos de violaciones a los derechos humanos
más frecuentes fueron las ejecuciones extrajudiciales (60 %),
las desapariciones (25 %) y las torturas (20 %) (Comisión de
la Verdad para El Salvador, 1992). Con respecto a los patrones
de violencia de los agentes del Estado, el informe sostenía:
Las denuncias en forma coincidente indican que esta violencia se
originó en una concepción política que había hecho sinónimos
los conceptos de opositor político, subversivo y enemigo. Las
personas que postularan ideas contrarias a las oiciales corrían
el riesgo de ser eliminadas, como si fuesen enemigos armados
en el campo de guerra. Epitomizan estas circunstancias las ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y asesinatos de
opositores políticos señalados en este capítulo. (Comisión de la
Verdad para El Salvador, 199, p. 42)
El informe de la comisión no fue bien recibido por el Gobierno debido a la posibilidad de judicializar a los responsables. Pocos días después de su publicación, Alfredo Cristiani,
en nombre de la “reconciliación nacional”, promovió una
nueva ley de amnistía,1 mucho más generosa, en la medida en
que no establecía excepciones y era concedida incluso para
los responsables de graves violaciones de derechos humanos
e infracciones al Derecho Internacional Humanitario (Braid
y Roht, 2012).
En Guatemala, los mecanismos desarrollados inicialmente
fueron la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) y las
amnistías. La Comisión de Esclarecimiento Histórico se creó
con base en el Acuerdo de Oslo del 23 de junio de 1994 y tuvo
como principal referente la experiencia de la Comisión de la
1
El Salvador. Asamblea Legislativa. Decreto 486 (20 de marzo de 1993). Ley
de Amnistía General para la Consolidación de la Paz.
288
Verdad para El Salvador. Tal como lo expone Priscilla Hayner (2008), los negociadores del Gobierno guatemalteco y los
grupos cercanos a las fuerzas militares no estaban de acuerdo
con que se identiicara a los responsables de las violaciones
de derechos humanos ni con que los contenidos del informe
tuvieran posibles consecuencias judiciales; por tal razón el
mandato de la CEH resultó limitado en cuanto a sus consecuencias. Sin embargo, se estableció un periodo mayor para
su funcionamiento, inicialmente de doce meses, pero que se
extendió inalmente a dieciocho. La CEH, presidida por el profesor alemán Christian Tomuschat, contó con la participación
de cerca de doscientas personas y abrió oicinas en múltiples
localidades. De acuerdo con la CEH, el 93 % de las acciones
de violencia que se documentaron fueron atribuidas al Estado
o a grupos paramilitares apoyados por este. Estas agresiones
consistieron especialmente en ejecuciones arbitrarias (38 %),
privaciones de la libertad (22 %), torturas (19 %) y violaciones
sexuales (2,3 %). El 81 % de las agresiones se dio en el periodo de intensiicación de las violaciones de derechos humanos,
comprendido entre 1981 y 1983. Igualmente, se documentó
que la mayor parte de las víctimas fueron civiles y que en su
mayoría (83 %) pertenecían a comunidades indígenas maya
(Comisión de Esclarecimiento Histórico, 1999, pp. 320-222).
El 27 de diciembre de 1996, con ocasión del Acuerdo de
Paz Firme y Duradera, el Congreso expidió el Decreto 145, o
Ley de Reconciliación Nacional (LRN). De acuerdo con esta
ley, se otorgó una amnistía bastante amplia, que eximía de responsabilidad penal, de una parte, a los funcionarios estatales
que hubieran cometido delitos relacionados con la prevención
o persecución de delitos políticos (artículos 5 y 6) y, de otra,
a los integrantes de la UNRG por la comisión de delitos políticos y conexos (Artículo 7). Sin embargo, de acuerdo con el
artículo 8 de la LRN, se estableció un límite a la amnistía en los
siguientes términos:
289
La extinción de la responsabilidad penal a que se reiere esta ley,
no será aplicable a los delitos de genocidio, tortura y desaparición
forzada, así como [a] aquellos delitos que sean imprescriptibles
o que no admitan la extinción de 1a responsabilidad penal, de
conformidad con el derecho interno o los tratados internacionales
ratiicados por Guatemala.2
No obstante, si bien se establecían límites a la amnistía, los
activistas de derechos humanos encontraban varias diicultades en la LRN, como la extensión de las amnistías a los agentes
estatales por graves violaciones de derechos humanos que no
estaban incluidas en el artículo 8 de la Ley. En consecuencia,
se presentaron demandas ante la Corte Constitucional guatemalteca, con el in de que la ley se declarara inconstitucional,
pero en 1997 la Corte Constitucional consideró que la LRN se
ajustaba a la Constitución y al derecho internacional, y que
podría interpretarse y aplicarse de acuerdo con los postulados
del derecho internacional de derechos humanos. Desde entonces, tal como lo exponen Braid y Roht (2012), los activistas
de derechos humanos iniciaron acciones de movilización legal
con el in de combatir la impunidad favorecida por las interpretaciones laxas de la LRN. Aun así, los diferentes gobiernos
guatemaltecos han evadido estas responsabilidades y han hecho poco esfuerzo por procesar a los responsables de graves
violaciones de derechos humanos.
LECCIONES APRENDIDAS EN EL PERIODO DE POSACUERDOS
De alguna manera, las negociaciones de paz en El Salvador y
Guatemala permitieron cerrar el ciclo de violencia derivado
de la guerra civil. En tal sentido, resultaron ser un paso signiicativo, especialmente por la participación de la comunidad
2
Guatemala. Congreso de la República. Decreto 145 (27 de diciembre de
1996). Ley de Reconciliación Nacional de Guatemala.
290
internacional y la mediación de Naciones Unidas. Sin embargo,
en el mediano y largo plazo no hubo condiciones para que los
acuerdos de paz cumplieran con las expectativas creadas en
términos de protección de derechos, de inclusión democrática
y de transformación de las condiciones de vida de la población.
Más de dos décadas después de las negociaciones de paz en
El Salvador y en Guatemala, estos países enfrentan una difícil
situación social, que se maniiesta en la diicultad para establecer
mecanismos adecuados de rendición de cuentas y promover
transformaciones sociales sustanciales.
En el caso de El Salvador, luego de veinticinco años de
los acuerdos de Chapultepec, la situación es compleja y contradictoria. De un lado, muchos analistas y actores políticos
coinciden en que las negociaciones de paz representaron la
posibilidad de poner in a un cruento conlicto armado. Igualmente, se hizo un esfuerzo en la construcción de procesos como
la institucionalización de los derechos humanos, así como en
la profesionalización de las Fuerzas Armadas, la distensión de
la confrontación política y la conformación de partidos que
canalizaran los proyectos políticos en contienda.
Con respecto a la impunidad, las organizaciones de derechos humanos han denunciado desde hace varias décadas
el efecto negativo que generó la Amnistía General de 1993
promovida por el entonces presidente Cristiani, cuando se
incluyó en ella a todas aquellas personas comprometidas en la
comisión de graves violaciones de derechos humanos. Con el
in de contrarrestar los efectos negativos de esta ley, durante
años los activistas de derechos humanos han intentado acciones de movilización jurídica, con el in de restringir el alcance
de la amnistía y judicializar a los responsables de tales violaciones. No obstante, ha habido diferentes diicultades, como
la debilidad institucional de la rama judicial, la existencia de
amenazas en contra de jueces que inician investigaciones y el
peso de jueces conservadores en las altas cortes, que bloquearon la posibilidad de crear sentidos más garantistas para las
291
víctimas (Braid y Roht, 2012). Aun a pesar de las diicultades,
los activistas de derechos humanos insistieron en las acciones
de movilización orientadas a establecer límites a la política.
Finalmente, en julio de 2016, la Ley de Amnistía General fue
declarada inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia
de El Salvador (2016, julio 13).
En cuanto a la construcción de lazos sociales y de transformación de condiciones estructurales de inequidad, el panorama no es muy halagador. De acuerdo con varios analistas y
antiguos militantes del FMLN y de organizaciones sociales, la
situación social no presenta mejoras sustanciales puesto que
la inequidad social, la violencia ciudadana y la percepción
de inseguridad afectan notablemente a los salvadoreños. De
acuerdo con Roberto Cañas, exmiembro del FMLN:
Las causas estructurales que originaron el conlicto no se negociaron y no se resolvieron con la irma del acuerdo de paz. Ni
siquiera 25 años después se han resuelto. La desigualdad, la exclusión social siguen estando presentes y son el caldo de cultivo
de la conlictividad social que ahora vive el país. Fueron 5 000
muertos en el 2016, 14 diarios. Hay otro tipo de violencia, una
delincuencial. No tenemos paz social en El Salvador después de
25 años de la irma. No es culpa del acuerdo sino que no se han
resuelto las causas estructurales (Semana, 2017, enero 15).
Pero, además de ello, la vinculación de anteriores miembros
de escuadrones de la muerte a las redes de narcotráico y el
crecimiento de las maras Salvatrucha y Barrio 18 durante las
últimas décadas incrementaron notablemente las expresiones
de violencia en la sociedad salvadoreña. En 2016, El Salvador
tuvo un índice de 81 homicidios por cien mil habitantes, lo cual
la convierte en una de las sociedades más violentas del continente (BBC, 2017, enero 13). Según el informe sobre juventud
y violencia en El Salvador, la población juvenil, especialmente
los hombres entre 15 y 29 años, son los sujetos más afectados
292
por la violencia (Agencia de Cooperación Española y PNUD,
2015). Sin embargo, en lugar de asumir las nuevas expresiones
de violencia como el resultado de condiciones de exclusión
histórica y social, los gobiernos de derecha y de izquierda han
desplegado un conjunto de políticas de seguridad que han privilegiado la “mano dura” y la represión, en lugar de políticas
sociales más incluyentes (Hopper, 2013).
En cuanto a la experiencia de Guatemala, es de amplio
conocimiento el hecho de que a pesar de que los acuerdos
abordaron temas sensibles como los relacionados con derechos humanos y derechos de los pueblos indígenas, las élites
conservadoras adoptaron una estrategia basada en bloquear
la implementación de los acuerdos de paz mediante la promoción de un ambiente adverso y una campaña negativa en el
referéndum de 1999 (Giraldo, 2004). Igualmente, los múltiples
grupos de interés, élites políticas y actores armados se constituyeron en un factor que obstaculizó notablemente el inicio y
el desarrollo de procesos judiciales en contra de responsables
de graves violaciones de derechos humanos y crímenes de lesa
humanidad. Al igual que en el caso de El Salvador, el periodo
de posacuerdos ha tenido que enfrentar dos grandes desafíos:
superar la impunidad y reconstruir el tejido social.
Con respecto a la percepción de impunidad, debe recordarse
que si bien la amnistía previó unos límites para casos de graves
violaciones de derechos humanos, en la práctica no se adelantó ningún proceso judicial serio en contra de los principales
responsables. Como respuesta a estas políticas de impunidad,
organizaciones sociales y de derechos humanos desplegaron
acciones de movilización jurídica consistentes en la denuncia
internacional y la activación de mecanismos como procesos
penales ante la Audiencia Nacional de España, o el Sistema
Interamericano de Derechos Humanos (SIDH).
Un ejemplo de movilización fue la acción interpuesta en
1999 por la Fundación Menchú ante la Audiencia Nacional
Española en contra de los expresidentes Efraín Ríos Montt y
293
Óscar Humberto Mejía Victores, entre otros altos funcionarios del Gobierno guatemalteco. La Audiencia Nacional, que
inició los procesos bajo el principio de jurisdicción universal,
solicitó la extradición a España de varios de los procesados.
Sin embargo, las capturas y extradiciones fueron bloqueadas en
Guatemala por medio del uso de recursos de amparo y gracias
también a la renuencia de la Corte Constitucional a reconocer
la posibilidad del ejercicio de jurisdicción universal por parte
de la Audiencia Nacional Española, debido a que se trataba
de delitos políticos cobijados por la LRN (Braid y Roht, 2012).
Otro caso de movilización jurídica tiene que ver con acudir
al Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Desde el
año 2000 el Estado guatemalteco hizo un giro en su relación
con el SIDH, en el sentido de que comenzó a reconocer la responsabilidad estatal en las masacres y violaciones de derechos
humanos; incluso estuvo dispuesto a pagar indemnizaciones a las
víctimas. Sin embargo, lo que ha sido más difícil es el inicio de
procesos judiciales en contra de los responsables del genocidio
y las violaciones de derechos humanos (Braid y Roht, 2012).
Uno de los casos más emblemáticos llevados por esta vía fue
la masacre de Las Dos Erres, cometida en diciembre de 1982.
A pesar de reconocer la responsabilidad estatal como parte de
la solución amistosa ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, los intentos por judicializar a los responsables
encontraron grandes obstáculos en la rama judicial. Ante el
fracaso de la solución amistosa, el Estado guatemalteco fue
condenado en 2009 por la Corte Interamericana de Derechos
Humanos por su responsabilidad en la masacre.3
Igualmente, como consecuencia de la movilización de las
redes transnacionales de derechos humanos, se creó en 2006
la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), promovida por la ONU con el in de apoyar a
3
Corte Interamericana de Derechos Humanos. Sentencia (24 de noviembre
de 2009). Caso de la masacre de Las Dos Erres vs. Guatemala.
294
los organismos judiciales guatemaltecos en los procesos de
investigación a actores estatales en la conformación y participación en grupos clandestinos de seguridad. La CICIG se ha
constituido en un mecanismo híbrido de justicia transicional
que, además de realizar investigaciones sobre la existencia de
organizaciones paraestatales y actividades ilícitas dentro de las
agencias estatales, también se ha constituido en una instancia
intergubernamental de apoyo al fortalecimiento institucional
en Guatemala.4
En lo relacionado con la construcción de convivencia en
Guatemala ha habido múltiples diicultades. Si bien los acuerdos de paz representaron un punto de inlexión importante
que se tradujo en la disminución de la violencia política, con
el paso de los años las expresiones de violencia se intensiicaron signiicativamente. Actualmente, la percepción de inseguridad ciudadana es una de las diicultades que más afecta
a la población civil y que se relaciona con en el incremento
de la mortalidad violenta y de la criminalidad en general. Por
ejemplo, según el Programa de Seguridad Ciudadana y Prevención de la Violencia del PNUD Guatemala (2007), durante
los primeros siete años de este siglo, el índice de homicidios
creció el 12 % anual. En 2006 Guatemala tenía una tasa de 47
homicidios por cada cien mil habitantes, una de las más altas
del continente. Este incremento de la violencia generó que la
situación de seguridad ciudadana fuera percibida como una
de las mayores preocupaciones de la sociedad guatemalteca.
Pero bajo este incremento de la violencia ciudadana subyacen condiciones de inequidad social que no cambiaron con
el proceso de paz. En primer lugar, la situación de exclusión
así como las tensiones con los pueblos indígenas continúan.
Guatemala es un país multicultural en donde el 40 % de la
población es indígena. Esta diversidad cultural, representada
4
Para mayor información sobre la CICIG, véase http://www.cicig.org/
295
en la existencia de un valioso conocimiento ancestral y en la
existencia de veinticuatro lenguas indígenas, contrasta con la
segregación y el marginamiento de las poblaciones indígenas
(Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2015). A
ello se agrega una situación similar a la de El Salvador, y que
se relaciona con la persistencia de la desigualdad social y la
carencia de oportunidades para sectores sociales marginados.
La situación de pobreza ha aumentado durante los primeros
quince años de este siglo en una sociedad en donde el 62,4 %
de la población vive en situación de pobreza media (Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, 2015, p. 24). Ante esta
situación de enorme desigualdad social, si bien la percepción
de inseguridad se ha incrementado, también se ha manipulado
políticamente, y tal como lo sostiene Angelina Godoy (2005),
quienes antes fueron los perpetradores de graves violaciones
de derechos humanos, paradójicamente comenzaron a reaparecer en el escenario político como los portaestandartes de las
políticas de seguridad.
UNA REFLEXIÓN PRELIMINAR CON RESPECTO
AL CASO COLOMBIANO
Para inalizar, quisiera retomar las preguntas formuladas inicialmente: ¿qué podemos aprender de las experiencias de otras
sociedades que también han experimentado la transición de la
guerra a la paz en el contexto latinoamericano? y ¿en qué medida los mecanismos de justicia transicional diseñados podrían
ser suicientes para enfrentar el reto de la reconstrucción de
los lazos sociales en Colombia? Algunas relexiones iniciales,
orientadas a promover un mayor debate público, pueden ser
las siguientes:
A diferencia de las transiciones de la dictadura a la democracia, las transiciones de la guerra a la paz muestran especial
complejidad, debido a que ya no se trata de un esquema político
basado en la existencia de vencedores y vencidos, sino en un
296
esquema basado en la existencia de contendores que deben
llegar a acuerdos políticos sobre las posibilidades de lograr el
cese de las hostilidades y el tránsito a una coexistencia pacíica.
Por ello, tiene razón Iván Orozco (2005) cuando cuestiona que
en los debates sobre justicia transicional en Colombia se haya
acudido más a la analogía de la dictadura y a las categorías
del derecho internacional de los derechos humanos, que a la
analogía de la guerra y al lenguaje del Derecho Internacional
Humanitario. En tal sentido, también resulta comprensible,
como lo sugieren Tricia Olsen, Leigy Payne y Andrew Reiter
(2016), que en sociedades con conlictos armados internos, en
donde no ha habido vencedores ni vencidos, estas tiendan a
desarrollar inicialmente mecanismos como las amnistías y las
comisiones de la verdad, tal como se pudo observar en los casos
de El Salvador y Guatemala durante la década del noventa.
Sin embargo, los casos de El Salvador y Guatemala nos
dicen algo más de lo que los estudios comparados con un número amplio de casos nos pueden sugerir. A pesar de que en
el contexto de estas negociaciones en la década del noventa las
élites políticas buscaron evadir la rendición de cuentas, también
es cierto que en un contexto más reciente, caracterizado por
el declive de la Guerra Fría, por el ascenso de la conciencia
humanitaria, por la participación de nuevos actores como activistas transnacionales, organizaciones intergubernamentales
y organizaciones de víctimas, han emergido límites a las negociaciones políticas, así como actores capaces de construir
sentidos gruesos sobre los derechos de las víctimas. Gracias a
estas movilizaciones políticas y jurídicas es posible ver, tanto
en Guatemala como en El Salvador, mecanismos y prácticas
que desafían el establecimiento y las relaciones de poder.
En todo caso, los mecanismos conocidos como de justicia
transicional, llámense amnistías, comisiones de la verdad o
incluso tribunales, si bien son importantes, no son suicientes
en sí mismos para transformar las condiciones estructurales
de inequidad social, de exclusión y marginamiento, como
297
tampoco resultan suicientes para reestablecer los lazos sociales
fracturados por tantos años de violencia. Los casos de El Salvador y Guatemala muestran que los procesos de paz fueron
relativamente signiicativos para cesar, o al menos disminuir,
la violencia política en el corto plazo. No obstante, fueron
menos eicaces al enfrentar dos grandes desafíos: de un lado,
responder a las demandas de justicia frente a graves violaciones
de derechos humanos; y del otro, transformar las condiciones
estructurales de inequidad para construir una sociedad diferente en el mediano y largo plazo. Por el contrario, proteger a
sectores de poder involucrados con antiguos actores armados
y a grupos de interés económico en detrimento de sectores
sociales que demandaban mayor inclusión social contribuyó
signiicativamente para que se multiplicaran las expresiones
de violencia durante las últimas dos décadas.
Esta última observación implica replantear entonces el
alcance de la perspectiva liberal sobre la justicia transicional,
de acuerdo con la cual esta busca fundamentalmente responder a unas demandas de justicia, entendida usualmente como
justicia retributiva, y promover el aianzamiento del Estado
de derecho y de la democracia liberal. Frente a estos presupuestos de la perspectiva liberal sobre justicia transicional, las
experiencias de sociedades semiperiféricas que han padecido
el rigor de conlictos armados internos, muestran que ante
condiciones históricas de exclusión social se hace necesario
pensar seriamente en la transformación de las condiciones
socioeconómicas, de manera que los grupos sociales afectados
por el conlicto y la exclusión puedan reconstruir sus proyectos
de vida y potenciar sus capacidades individuales y colectivas.
En Colombia tendremos que ser muy imaginativos para
ir más allá de las expresiones institucionales derivadas de los
Acuerdos de Paz. Si bien el diseño de un conjunto de mecanismos como la Comisión de Esclarecimiento Histórico, la Unidad
Especial para Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas
y la Jurisdicción Especial de Paz ha intentado balancear las
298
tensiones entre la búsqueda de la paz y las demandas de justicia,
también es cierto que los acuerdos no se cumplen por sí solos.
Tenemos muchos retos por delante. Uno de ellos tiene que ver
con que los acuerdos de paz se conviertan en una prioridad
política y en una realidad práctica. Pero, además, tenemos
un desafío mayor: promover la construcción de la paz en un
contexto adverso caracterizado por la oposición de sectores de
derecha, que abusan de la construcción política del miedo y del
odio, y en un escenario de economías ilegales y paralelas, que
pueden perpetuar o alimentar nuevas expresiones de violencia.
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301
JUSTICIA TRANSICIONAL.
El caso de México
Gustavo Leyva*
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, México
RESUMEN
Los problemas planteados por la justicia penal tienen que ver
con cuestiones tales como cuándo y sobre la base de qué clase
de razones se podría hablar efectivamente de un delito; quién o
quiénes pueden ser considerados como efectivamente responsables del mismo (si estos, por ejemplo, pueden ser solamente
individuos o también colectivos —sean grupos o incluso instituciones—); si el castigo puede o no ser considerado como una
medida justiicada en contra de una acción —un crimen— que
ha violado una norma jurídica legítimamente establecida, cómo se ha de establecer y dirimir su conformidad (en calidad,
*
Agradezco a los participantes del Simposio Internacional Justicia Transicional y Derecho Penal Internacional. Dimensiones filosófica y jurídica por las
observaciones y sugerencias que me hicieron en el marco de este encuentro.
303
duración y lugar de realización) con respecto al delito cometido; quiénes deciden qué castigo imponer; sobre la base de
qué procedimientos se toma esta decisión y cómo se justiican
dichos procedimientos, etc. En el presente trabajo me referiré
solamente a dos de los problemas arriba mencionados: en primer lugar, al de los CLH cometidos por el Estado en el caso de
violaciones a los derechos humanos de sus ciudadanos; y, en
segundo lugar, a los problemas que ellos plantean cuando, en
el interior del Estado en el que esos crímenes han sido cometidos, no parecen existir vías para juzgar conforme a derecho
a los responsables de esos crímenes debido a un grave déicit
en el Estado de derecho y en la democracia. Estos problemas,
sin embargo, no serán abordados en abstracto, sino que me
referiré a ellos en un marco especíico: el de México. Para ello
procedo en tres pasos: en primer lugar, hablaré del modo en
que ha surgido y se ha desarrollado una espiral de creciente
violencia en los últimos años en ese país; posteriormente, me
referiré especialmente a un caso que ha conmocionado a la opinión pública en México y en el extranjero y que ha convertido
a ese país en una nación tristemente célebre a nivel mundial:
el de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa en septiembre del 2014. Finalmente, plantearé la imperiosa necesidad
de superar el grave déicit estructural en términos de Estado
de derecho que ha caracterizado a un país como México, en
donde la ausencia de una tradición democrática no ha hecho
más que convertir a la justicia penal en un objetivo que aún
dista mucho de haber sido alcanzado.
INTRODUCCIÓN
Desde la publicación de A Theory of Justice (1971 [1999])
de John Rawls, el tema de la justicia se ha convertido, con
razón, en uno de los temas centrales —acaso el central— de
la Filosofía Política en las últimas décadas. El propio Rawls
señalaba —y con ello limitaba— el alcance de la investigación
304
presentada en esa obra al tratamiento de los principios de justicia que regulan las instituciones básicas de una sociedad bien
ordenada, indicando que había otros ámbitos o esferas de la
justicia en las que esta debía ser ulteriormente analizada con
una mayor precisión (Rawls, 1971 [1999], pp. 6-ss.). Rawls se
refería especíicamente a la justicia compensatoria, a la que se
irían agregando posteriormente otras dimensiones de la justicia,
como las de la justicia internacional, la justicia global o, para el
caso que ahora nos ocupa, la justicia transicional1 y la justicia
penal. Los problemas planteados por esta última tienen que
ver con cuestiones tales como cuándo y sobre la base de qué
clase de razones puede hablarse efectivamente de un delito;
quién o quiénes pueden ser considerados como efectivamente
responsables del mismo —si estos, por ejemplo, pueden ser solamente individuos o también colectivos, sean grupos o incluso
instituciones—; si el castigo puede o no ser considerado como
una medida justiicada en contra de una acción —un crimen—
que ha violado una norma jurídica legítimamente establecida,
cómo es que se ha de establecer y dirimir su conformidad
—en calidad, duración y lugar de realización— con respecto al
delito cometido; quiénes deciden qué castigo imponer: sobre
la base de qué procedimientos se toma esta decisión y cómo
se justiican dichos procedimientos, entre otros.
Desde luego que no pretendo referirme a todos estos problemas —todos ellos de enorme relevancia— en el marco de
este trabajo. Me referiré solamente a algunos de ellos, a saber:
en primer lugar, a los crímenes de lesa humanidad cometidos
por el Estado en el caso de violaciones a los derechos humanos de sus ciudadanos; y en segundo lugar, a los problemas
1
Entiendo por “justicia transicional” aquella propia de sociedades y regímenes
que se encuentran en un proceso de transición política desde un régimen
dictatorial o autoritario hacia la democracia y al modo en que se enfrentan
las violaciones a los derechos humanos cometidas en el pasado (Paige, 2007;
Bell, 2009; Moon, 2008; Teitel, 2003).
305
que ellos plantean cuando, en el interior del Estado en el que
esos crímenes han sido cometidos, no parecen existir vías para juzgar conforme a derecho a los responsables debido a un
grave déicit en el Estado de derecho y en la democracia. Estos
problemas, sin embargo, no serán abordados en abstracto, sino
que me referiré a ellos en un marco especíico, el de México.
Para ello procederé en tres pasos: primero, me referiré al modo
en que ha surgido y se ha desarrollado una espiral de creciente violencia en los últimos años en ese país; segundo, trataré
especialmente de un caso que ha conmocionado a la opinión
pública en México y en el extranjero y que ha convertido a
ese país en una nación tristemente célebre en el ámbito mundial: el de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa en
septiembre del 2014; y tercero, plantearé algunas relexiones
sobre la situación actual en que se encuentra ese caso y, en general, sobre el escenario de la violencia que prima en el país,
ofreciendo algunas consideraciones sobre el modo en que la
actividad de grupos dentro y fuera del Estado se ha entrelazado
en forma indisoluble creando un clima de violencia —en unos
casos abierta, en otros solo de modo latente— que se expresa
en desapariciones forzadas, levantamientos, secuestros y asesinatos de periodistas frente al cual el Estado aparece o bien
como débil o bien como corrupto y cómplice e incapaz de
garantizar una justicia en el plano penal que permita castigar
conforme a ley a los responsables de esas atrocidades.
Una tesis de fondo que recorre el presente texto es que en
México no ha habido una justicia transicional en el sentido
estricto de la palabra, porque en este país no se ha consolidado
—menos aún concluido— la transición política y su cristalización
en el imperio del Estado de derecho en un régimen democrático.
LA CRECIENTE ESPIRAL DE VIOLENCIA EN MÉXICO
Las diversas olas de violencia experimentadas en las últimas décadas en México, país que se pensaba paciicado por el régimen
306
emanado de la Revolución mexicana, por medio de una densa
red de instituciones basadas en un autoritarismo corporativo
apoyado sobre un discurso y un proyecto nacionalistas, han
conducido a un proceso de descomposición política y social sin
precedente, que han convertido el país —como ha sido señalado
con razón por algunos activistas y luchadores sociales— en un
inmenso cementerio. Se pueden señalar varios puntos álgidos
en estas oleadas de violencia, desde los últimos cincuenta años:
la primera oleada corresponde al periodo que inició con la represión al movimiento estudiantil de 1968 y la llamada guerra
sucia, entendida como un conjunto de estrategias, tácticas y
acciones situadas al margen de la legalidad para combatir por
medio de la violencia, tanto desde dentro como desde fuera
del aparato del Estado, a determinados grupos políticos o a
individuos en razón de sus convicciones ideológicas o políticas
(Esparza, Huttenbach y Feierstein, 1990); la segunda puede ser
situada en el marco de la represión al movimiento neozapatista
y de los asesinatos políticos llevados a cabo durante el sexenio
de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994); y la tercera, en el
marco del ascenso incontrolable del narcotráico desde los años
setenta y ochenta, y en el fracaso de las estrategias diseñadas
por los sucesivos gobiernos en turno para enfrentarlo.
A pesar de sus diferencias en el orden del tiempo, es posible
señalar conexiones entre estas oleadas de violencia y sus respectivos puntos culminantes. Así, por ejemplo, es posible ver un
nexo entre la violencia emprendida en contra de la guerrilla y la
protesta social en el marco de la guerra sucia que asoló al país,
especialmente en los años setenta, y la violencia empleada en
contra del movimiento neozapatista al inicio de 1994, y entre
una y otra oleadas de violencia y la violencia emprendida en el
marco de la llamada guerra contra el narcotráfico, iniciada por
Felipe Calderón el 11 de diciembre del 2006, uno de cuyos
rasgos deinitorios ha sido ofrecer, de nuevo, una cobertura
política a la represión en contra de diversos movimientos de
protesta y crítica social y en contra de la propia población civil.
307
Rasgo común a todas estas ondas de violencia ha sido la
violación sistemática a los principios elementales del Estado de
derecho y de la convivencia democrática: ejecuciones extrajudiciales perpetradas por el propio Estado a través del Ejército
federal, la Marina y los cuerpos policíacos; persecución política, judicial e incluso iscal en contra de activistas y luchadores
sociales, al igual que en contra de periodistas que investigan
y denuncian tanto las masacres y violaciones a los derechos
humanos y al Estado de derecho como las redes de corrupción
establecidas entre el poder económico y el político en sus tres
ámbitos —municipal, estatal y federal—; y la abierta impunidad
que impera a lo largo y ancho del país. Como ejemplo de ello
se pueden tan solo mencionar nombres de lugares dispersos
en la geografía del país y fechas en el calendario que se han
convertido en símbolos de la violencia, el crimen, la corrupción y la ausencia de ley en México: Aguas Blancas, Guerrero,
donde diecisiete campesinos fueron asesinados por la Policía
estatal el 28 de junio de 1995; Acteal, Chiapas, donde el 22
de diciembre de 1997 fueron masacrados cuarenta y cinco
indígenas tzotziles, entre ellos niños y mujeres embarazadas;
San Fernando, Tamaulipas, donde cincuenta y ocho hombres
y catorce mujeres fueron ejecutados presuntamente por narcotraicantes entre el 22 y 23 de agosto de 2010 (Gil Olmos,
2010, agosto 29); Ayotzinapa, Guerrero, donde cuarenta y tres
estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos
fueron objeto de desaparición forzada durante la noche del
26 de septiembre del 2014; Tlatlaya, Estado de México, donde
el 30 de junio del 2014 fueron ejecutados veintidós hombres
por el Ejército mexicano; Apatzingán, Michoacán, donde el
pasado 6 de enero del 2015 policías federales abrieron fuego
en contra de la población civil, asesinando por lo menos a
dieciséis personas.
Los casos mencionados anteriormente delinean la inmensa geografía del horror en que se ha convertido el territorio
mexicano en los últimos lustros. Ellos expresan, como ya lo
308
decía, los puntos álgidos —por desgracia no los únicos— de
las oleadas de violencia e incluso de una guerra más o menos
silenciosa y de contornos muy difusos que han caracterizado la
historia reciente de México.2 Los agentes que han perpetrado
esta violencia han sido cuerpos policíacos, como el Ejército
o la Marina, y grupos paramilitares y brazos armados de cárteles de narcotraicantes con la participación —sea directa o
indirecta, activa o por omisión basada en la complicidad— del
Ejército, la Marina y los cuerpos policíacos federales, estatales
y municipales.
Los grupos e individuos sobre los que ha sido ejercida
esta violencia han sido también variados: comprenden diversos sectores de la población civil, sin distinción de género ni
edad —en el caso de la matanza de Acteal, mencionado más
arriba, había mujeres embarazadas y niños—, indígenas —de
nuevo, como en el caso de Acteal—, estudiantes y activistas
sociales —como en el caso de Ayotzinapa, al que a continuación me referiré— y presuntos delincuentes que, contrariando
todo principio elemental de un Estado de derecho, en lugar
de haber sido presentados ante las autoridades correspondientes para deslindar su participación y responsabilidad en
2
Tradicionalmente se ha entendido por “guerra” un conlicto desarrollado
por medio de las armas y el recurso a la violencia en el que participan al
menos dos grupos en disputa, uno —o varios— de los cuales busca imponer
sus intereses. En el marco de la guerra los grupos participantes recurren al
empleo de la violencia para dañar la integridad psíquica o física —llegando
incluso a la muerte— de los miembros del otro o a dañar su infraestructura
material y cultural, y con ello los fundamentos de reproducción de las condiciones de vida de aquellos que en el conlicto se deinen como oponentes
o enemigos. Las formas que puede asumir la guerra son, como lo hemos
experimentado en los últimos lustros del siglo XX y en los primeros del XXI,
diversas; y algunas de ellas no son entre Estados propiamente dichos. Así,
al lado de las guerras interestatales, pueden localizarse también guerras en
el interior de los Estados —por ejemplo, guerras civiles— y guerras que se
desarrollan entre colectivos que atraviesan varios Estados y que tienen como
oponente no a un Estado o Estados en particular —por ejemplo, el Estado
Islámico— (Gat, 2006; Beyrau, Hochgeschwender y Langewiesche, 2007).
309
actos criminales, fueron ejecutados extrajudicialmente por el
Ejército o por los cuerpos de seguridad federales, estatales o
municipales, en complicidad más o menos abierta con grupos
paramilitares al servicio de distintos cárteles del narcotráico.
LA DESAPARICIÓN DE LOS ESTUDIANTES
DE AYOTZINAPA
Para los propósitos del presente trabajo es preciso reconstruir,
así sea en forma muy breve, la tragedia que ha envuelto a ese
pequeño punto perdido en el sur de la geografía del país,
que es Iguala, una población que se localiza a tan solo 220
kilómetros de Ciudad de México. Durante la noche del 26 de
septiembre de 2014 varios estudiantes de la Escuela Normal
Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa organizaron una colecta de recursos y tomaron varios autobuses con el propósito
de dirigirse a Ciudad de México para participar en la marcha
conmemorativa por la matanza de Tlatelolco del 2 de octubre
de 1968. En un punto de su trayecto los estudiantes fueron
atacados por fuerzas de seguridad —policías municipal, estatal
y federal y, presumiblemente, también por el Ejército— que
actuaron en forma coordinada con grupos armados al servicio
del narcotráico en esa región del país (Red de Intelectuales,
Artistas y Movimientos Sociales en Defensa de la Humanidad,
2015; Illades, 2015; González Villarreal, 2015; González Rodríguez, 2015; Colectivo Marchando con Letras, 2015; Hernández, 2016; Gibler, 2016). El resultado fueron seis personas
salvajemente asesinadas, veinticinco heridas y 43 estudiantes
cuyo paradero se desconoce hasta el día de hoy (Hernández,
2014, septiembre 30).
En enero del 2015, el iscal general de México, Jesús Murillo Karam, ofreció la explicación oicial de los eventos de
esa noche, que caracterizó como la “verdad histórica”. De
acuerdo con ella, los 43 estudiantes desaparecidos habrían
sido secuestrados por la Policía municipal de Iguala para ser
310
entregados a un grupo armado perteneciente a un cártel de
drogas de la región, el cual los habría incinerado en un basurero para posteriormente arrojar sus restos en un río de la
zona. Inmediatamente después de haber sido dada a conocer,
esta “verdad histórica” planteó diversas preguntas, entre ellas:
cuánta gente se habría requerido para transportar e incinerar al
aire libre a 43 personas bajo una pertinaz lluvia, por qué no fue
encontrado rastro alguno de la incineración en los basureros
de la región ni tampoco en el río en el que presuntamente se
habrían depuesto los restos humanos o por qué la Policía estatal
y la Policía federal y, sobre todo, el Ejército, no intervinieron
activamente para rescatar a los estudiantes secuestrados.
La desaparición de los estudiantes desató una ola masiva de
indignación y protestas a lo largo y ancho del país, y los padres
de los estudiantes desaparecidos, al ver la falta de voluntad
política de las autoridades del gobierno a cargo de Enrique
Peña Nieto para realizar una investigación seria e imparcial
de los acontecimientos anteriormente referidos, comenzaron
a organizar, con ayuda de diversas organizaciones de derechos
humanos, una amplia difusión internacional de la desaparición
forzada de los estudiantes de Ayotzinapa. Esto los condujo a
hablar el 18 de febrero del 2015 ante el Parlamento Europeo
en Bruselas (La Jornada, 2015, 18 de febrero) e incluso ante
el Comité de Desapariciones Forzadas de la Organización
de las Naciones Unidas en Ginebra a inicios de febrero del
2015 (Roy, 2015, enero 31) para, de ese modo, ejercer presión
internacional sobre el Gobierno mexicano e impulsar una
investigación independiente sobre los hechos. Gracias a esta
presión lograron que el prestigioso Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), una organización no gubernamental
con amplia experiencia en pesquisas sobre violaciones a derechos humanos, desapariciones forzadas y personas asesinadas
por la acción del Estado durante las dictaduras militares en el
Cono Sur (EAAF, s. f.), se hiciera cargo de las investigaciones.
El informe inal de este grupo, presentado el 9 de febrero del
311
2016, cuestionó radicalmente la llamada “verdad histórica”, al
establecer que no había ninguna evidencia cientíica de que en
el lugar indicado por las autoridades hubieran sido incinerados
los 43 estudiantes desaparecidos (Nájar, Alberto y Paullier,
Juan, 2015, septiembre 6).3
La presión ejercida sobre el Gobierno mexicano, tanto en
el plano nacional como en el internacional, condujo al establecimiento de un acuerdo irmado en noviembre de 2014 por
la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el
Estado mexicano y representantes de los 43 estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa, para formar el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) cuyas actividades
fueron: 1) elaborar planes de búsqueda en vida de las personas desaparecidas; 2) realizar un análisis técnico de las líneas
de investigación; 3) hacer un análisis técnico de la atención a
víctimas y sus familiares; y inalmente, 4) recomendar políticas
públicas frente a la desaparición forzada (GIEI, s. f.).
Los miembros del GIEI designados por la CIDH fueron: Carlos
Martín Beristain, Angela Buitrago, Francisco Cox Vial, Claudia
Paz y Paz y Alejandro Valencia Villa (GIEI , s. f.; OEA, s. f.). Se
trataba de un grupo internacional interdisciplinario formado
por juristas de Chile, Guatemala y Colombia y por un médico
español, todos ellos con un signiicativo trabajo y experiencia
en la investigación de desapariciones forzadas, víctimas de la
violencia, violaciones a los derechos humanos, criminalidad
organizada y solución de conlictos. Este grupo viajó por vez
primera a México en enero de 2015, con un mandato para la
realización de las labores arriba mencionadas, limitado inicialmente a seis meses a partir de marzo de 2015.
3
Inclusive la prestigiosa revista Science publicó un artículo en el que, sobre
la base de evidencias cientíicas, se puso en duda la posibilidad de que los
cuerpos de los 43 estudiantes desaparecidos hubieran sido incinerados en
el lugar en donde las autoridades indicaron (Wade, 2016).
312
Prácticamente desde el inicio, las investigaciones de este
grupo de expertos comenzaron a cuestionar la congruencia de
aquella que las autoridades habían convertido en la “verdad
histórica”, esto es, la versión oicial de los hechos de Ayotzinapa. Así, con el propósito de investigar las terribles omisiones
del Ejército mexicano durante la noche de la desaparición de
los 43 estudiantes, solicitaron interrogar al 27 regimiento del
Ejército destacado a pocos metros del lugar de los hechos;
además, señalaron que no había evidencias sustentadas cientíicamente de que los estudiantes desaparecidos hubieran sido
incinerados en el lugar que la Fiscalía General había señalado
en su versión oicial.
El GIEI hizo dos informes sobre sus investigaciones. En su
informe inal, presentado el 24 de abril de 2016, en un acto al
que no asistieron representantes del Gobierno federal mexicano,
mostró la incompetencia, falta de voluntad política y corrupción imperante en diversos ámbitos del Estado mexicano para
esclarecer la verdad de los hechos. Como ejemplos, se adujeron la negativa a facilitar la interrogación de actores centrales
—concretamente de los responsables del Ejército—, la falta
de atención a las víctimas —e incluso su criminalización—,
el encubrimiento de hechos, la deformación de pruebas, la
utilización de la tortura para fabricar pruebas y culpables, la
lentitud procesal, la burocracia y el excesivo formalismo, la falta
de pruebas objetivas, el apresuramiento en las detenciones, la
ausencia de garantías, las carencias periciales, la debilidad de
los indicios incriminatorios, las iltraciones interesadas, entre
otros. En alguno de sus pasajes, el informe señala lo siguiente:
La investigación tuvo diicultades que no son imputadas de manera exclusiva a la simple complejidad del caso. La lentitud en
las respuestas a las solicitudes del GEIE, la demora en la práctica
de muchas pruebas, las respuestas formales y no sustanciales a
muchas de las inquietudes, la no investigación de otras líneas de
313
investigación, no pueden leerse como simples obstáculos improvisados o parciales. Muestran barreras estructurales (GIEI, 2016).
El mandato de los integrantes del GIEI concluyó el 30 de
abril de 2016, y dentro y fuera de México una multitud de voces
exigían prorrogarlo para que este grupo de expertos pudiera
continuar con sus investigaciones, pero el Estado mexicano no
quiso extender el plazo establecido. No obstante, hacia inales
del mes de julio de 2016, después de una semana de reuniones
en Washington, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) aprobó la creación de un equipo —aunque no
con la misma relevancia y envergadura en su actividad que el
GIEI— encargado de proseguir con las investigaciones sobre
los 43 estudiantes desaparecidos y de vigilar que se atendieran las recomendaciones dadas por el Grupo Internacional de
Expertos Independientes (Ferri, 2016, julio 30).4
ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA SITUACIÓN ACTUAL
El balance inal sobre la desaparición de los 43 estudiantes de
Ayotzinapa y las investigaciones realizadas por el GIEI es realmente estremecedor. El Estado mexicano ha sido expuesto no
solamente como incompetente sino, aun más, como terriblemente omiso y maniiestamente cómplice al no poder ofrecer un
esclarecimiento de las condiciones de esta desaparición y de las
vías para resolverla. En este punto, hay quienes han comparado
su papel con el del gobierno de Nigeria frente al secuestro de
doscientos estudiantes por Boko Haram (Meyer, 2016, mayo
5). Ello permite establecer un paralelismo con Guatemala en
la lucha contra la corrupción, si se tiene en cuenta que, en este
último país, al encontrarse prácticamente todo el aparato judi4
Hoy se sabe que los miembros del GIEI fueron sometidos a un intenso proceso de espionaje por parte de las autoridades mexicanas (Ahmed, Azam,
2017, julio 10).
314
cial del país carcomido por la corrupción, se buscó un apoyo
desde el exterior, a saber: en la Comisión Internacional Contra
la Impunidad en Guatemala que puso en marcha un proceso
que condujo inalmente a la cárcel al propio Presidente de ese
país, el general Otto Pérez Molina, en 2015.5
En lugar de esclarecer la verdad, el Estado mexicano se
ha aferrado a mantener una “verdad histórica” insostenible
a la luz de las investigaciones imparciales realizadas por los
expertos del GIEI. Es así como el editorial de The New York
Times del 26 de abril del 2016 llegó a señalar que el gobierno
de EPN está “huyendo de la verdad”; The Economist apuntaba, en su edición del 30 de abril de ese mismo año, que “los
mexicanos se pregunta[ba]n a quién está protegiendo el gobierno”. Investigaciones realizadas por reporteros mexicanos
independientes han mostrado con pruebas irrefutables que
la “verdad histórica” propagada por el Gobierno federal se
construyó a partir de pruebas convenientemente fabricadas,
declaraciones bajo tortura y ocultamiento sistemático de información relevante. Una de esas investigaciones ha revelado
la responsabilidad directa del Ejército mexicano —bajo cuyo
mando se encontraban aquella noche tanto la Policía municipal como la Policía federal, al igual que los militares del 27
Batallón localizado en Iguala— en la desaparición de los 43
estudiantes.6 Así, como fue señalado en un comentario escrito por un columnista de un periódico tan inluyente como
el New York Times, el informe inal presentado por el GIEI
muestra varios grados de complicidad con el crimen, desde el
nivel más bajo de los policías municipales acusados de haber
secuestrado a los estudiantes, hasta el propio Ejército y altos
funcionarios del Gobierno federal (Goldman, 2017, marzo
5
Sobre esta Comisión, véase CICIG, s. f.
6
Me reiero especíicamente a la investigación realizada por la periodista
Anabel Hernández en la Revista R del periódico diario Reforma aparecida
el 30 de diciembre del 2016 (Hernández, 2016).
315
2). Todo esto muestra un sistema de investigación de delitos e
impartición de justicia altamente deiciente, caracterizado por
la destrucción de pruebas, la persecución y criminalización —y
no la defensa— de las víctimas, las amenazas a los testigos, el
encubrimiento de policías y soldados corruptos y abusivos, la
fabricación de culpables, entre otros.
La desaparición forzada de los estudiantes de Ayotzinapa
constituye, dentro del ámbito del derecho interamericano,
una grave violación a los derechos humanos. La Convención
Americana sobre Derechos Humanos —también llamada
Pacto de San José de Costa Rica— suscrita el 22 de noviembre
de 1969, que entró en vigor el 18 de julio de 1978 y de la que
México es parte irmante, establece las bases de un sistema
interamericano de promoción y protección de los derechos
humanos que contempla en sus Artículos 5, 7 y 8 el derecho a
la integridad personal, el derecho a la libertad personal y las
garantías judiciales, respectivamente, todos ellos violados en
el caso de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa
(OEA, 1969, 7-22 de noviembre).
Como lo demuestran las investigaciones realizadas tanto por
los expertos de la GIEI como por periodistas independientes,
la responsabilidad de este atroz caso de desaparición forzada
apunta al propio Estado como principal responsable, esto es,
a la institución que tiene como propósito justamente velar por
el mantenimiento y el respeto a los derechos humanos de los
ciudadanos. Esto, a su vez, revela un grave déicit del Estado
de derecho en México, donde los opositores y críticos en particular, y los ciudadanos en general, se encuentran expuestos
a la persecución y hostigamiento por parte de los aparatos del
Estado. Sin remediar este grave déicit del Estado de derecho
en México no puede existir ni ser garantizada una justicia
penal que asegure por principio al detenido el derecho a ser
llevado sin demora ante un juez, a interponer los recursos adecuados para controlar la legalidad de su arresto y a llevar un
316
juicio conforme a los principios elementales establecidos en
el derecho penal en un régimen de Estado de derecho (García Gárate, 2015). Por el contrario, la desaparición forzada
conlleva un acto de violencia —perpetrado, y esto es lo grave,
por el propio Estado, o al menos tolerado por él— lesivo de la
libertad y dignidad humanas, que les cancela a los individuos la
posibilidad misma de ejercer en forma efectiva sus derechos, lo
que debería ser una de las bases de cualquier forma de justicia
penal. Así, las instituciones encargadas de impartir justicia, en
lugar de actuar para investigar el crimen en forma expedita e
imparcial, más bien se dedicaron a la destrucción de pruebas,
a la desaparición de evidencias, a tácticas para encubrir a los
responsables y a dejar sin protección de ningún tipo a las víctimas —incluso, como ya se ha dicho, criminalizándolas—,
mostrando con ello las profundas deiciencias del sistema de
justicia penal mexicano.
No obstante, las desapariciones forzadas en México y la
consecuente violación a los derechos humanos de quienes las
sufren no se han restringido a los estudiantes de Ayotzinapa. Por lo menos desde 1968, en el marco de la represión al
movimiento estudiantil y de la llamada guerra sucia, las desapariciones forzadas por parte de los aparatos del Estado han
sido practicadas de forma selectiva en contra de disidentes
políticos. De hecho, en los últimos diez años, en el marco de
la llamada guerra contra el narcotráfico impulsada por Felipe
Calderón (2006-2012) y apoyada por la administración del
presidente George W. Bush, las desapariciones forzadas, asesinatos y secuestros se incrementaron de forma alarmante.
En efecto, se estima que en este periodo hubo alrededor de
70 000 muertos, entre 115 000 y 160 000 desplazados y cerca
de 24 000 desapariciones forzadas (Comer et al., 2015, p. 70).
A ello habría que agregar el secuestro y asesinato de migrantes, con la abierta participación de funcionarios públicos del
Instituto Nacional de Migración vinculados a los cárteles del
317
narcotráico,7 al igual que la persecución judicial e incluso el
asesinato de periodistas.8
Estas oleadas de violencia han conducido a una situación en
la que la violencia social y política parece haberse convertido,
por desgracia, en un trazo constitutivo de la historia reciente
de México. El resultado ha sido un proceso de descomposición
en los planos tanto económico como social y político, que ha
llevado a una suerte de fractura del Estado como poder centralizado que detenta el monopolio de la violencia legítima,
debido al surgimiento y gradual consolidación de poderes
fácticos regionales de carácter criminal, que funcionan como
cuasi Estados paralelos con cuerpos paramilitares altamente
organizados, que en algunos casos trabajan asociados con las
respectivas policías estatales y municipales, y con el apoyo
incluso del Ejército y las autoridades federales.
Las formas de articulación e hibridación entre el poder
político formal y los diversos poderes informales basados en
la criminalidad son muy variadas: van desde la complicidad
y la colaboración conjunta, hasta la abierta oposición y el enfrentamiento, y pasan por la tolerancia y la franca omisión.
En el primer caso, los poderes formales e informales actúan
juntos en el combate contra grupos criminales rivales, al igual
que contra activistas y luchadores sociales, haciendo pasar a
estos últimos como si fueran miembros de los primeros, en
una inédita forma de criminalización y persecución policíaca
7
Como ejemplo, el asesinato de 74 migrantes provenientes de Centro y Sudamérica el 22 y 23 de agosto de 2010 en San Fernando, Tamaulipas (Pérez,
2015, agosto 21).
8
Con once asesinatos de periodistas y profesionales de los medios de comunicación solamente en 2016, México se ubicó en el tercer lugar mundial,
solamente por debajo de Irak y Afganistán, de acuerdo con cifras de la Federación Internacional de Periodistas (FIP) (Proceso, 2016, diciembre 31).
En mayo del 2017 The Washington Post se reirió en forma estremecedora a
la impunidad en los asesinatos a periodistas en México (Wootson Jr., 2017,
mayo 3).
318
y militar de las diversas formas de protesta y luchas sociales.
En el segundo caso, los poderes formales se dirigen en contra
de aquellos grupos criminales que se dedican a depredar a las
propias comunidades de las que provienen, y ponen así en peligro la existencia misma de los poderes formales. En el tercer
caso, los poderes formales mantienen una suerte de tolerancia
cómplice con los grupos criminales que, por su parte, asumen
labores centrales de seguridad, creación de infraestructura
material, entre otros, en algunas regiones en donde el Estado
no ha sido capaz de realizarlas.
Esta connivencia no se restringe, sin embargo, tan solo al
poder formal del Estado, sino que abarca también a grupos
empresariales y inancieros, tanto nacionales como internacionales, como lo demuestran las declaraciones del director
de un prominente grupo canadiense dedicado a la industria
minera en México,9 dando lugar a una situación en la que la
economía de mercado se articula en formas inéditas con la
economía criminal basada en el narcotráico, en el marco de
un proyecto neoliberal implantado en el país desde hace ya
más de treinta años, que reproduce en forma continua la expoliación de comunidades y pueblos originarios.
En un interesante trabajo escrito hace ya algunos lustros,
Marcos Kaplan (1996) analizaba en detalle los nexos económicoinancieros que, por lo menos desde la década de 1980 y en
el marco de la implantación de los proyectos neoliberales en
América Latina, habían sido tejidos entre la economía formal,
la informal y la del narcotráico en esta región del mundo. En
efecto, Kaplan señalaba cómo se había instalado el tráico de
drogas en América Latina desde la segunda mitad del siglo
pasado, inicialmente en los países andinos, para extenderse
9
Ver a este respecto las declaraciones a la televisión canadiense de Rob McEwen, dueño de 25 % de la empresa que opera la mina El Gallo 1, quien dijo
tener buena relación con los cárteles de Sinaloa, a los que solicita su aval
para explorar en la región que está bajo su control (Reforma, 2015, abril 10).
319
posteriormente hacia Centro y Sudamérica. Ya desde entonces
era claro cómo la producción y comercio de drogas se desarrollaba bajo la forma de una actividad económica organizada y
en una escala que iba más allá de las fronteras de los Estados
y aun de la propia región latinoamericana. Ello daba lugar
—airmaba Kaplan con razón— a una “constelación integrada por una economía criminal, una microsociedad, una narcocultura y una narcopolítica que apunta al Estado mismo”
(p. 217). En el plano económico, esto daba lugar a un proceso
en el interior del cual:
Un número creciente de grupos, sectores, procesos, países, espacios y circuitos son incorporados a la órbita del tráico y sus
organizaciones. Son especializados en la producción de la materia
prima y en la elaboración industrial de las drogas, el transporte y
las comunicaciones, la distribución, la comercialización, la violencia de autoprotección y agresión, la prestación de servicios
conexos, el lavado de dólares, las reinversiones ilícitas, las nuevas
inversiones en la economía formal. El narcotráico atribuye diferentes papeles y tareas a los países de su órbita, de producción,
tránsito, consumo, lavado de dinero que, con el tiempo y cambio
de situaciones, pueden reasignarse y recombinarse de manera
diferente (Kaplan, 1996, pp. 217-218).
Para poner un ejemplo de la intrincada red establecida entre
el narcotráico, la economía —en este caso especíico, el sector
de la minería—, la política, la expoliación y violencia sobre
comunidades y pueblos originarios y la corrupción, véase, por
ejemplo, Luis Hernández Navarro (2017, mayo 9).
El resultado de todo esto, lo vemos hoy en día, ha sido un
sistema económico basado en el nepotismo, el lucro económico, la desigualdad, la desregulación inanciera y laboral, articulado con redes inancieras, comerciales y políticas basadas
en la criminalidad en el interior de un sistema político que se
apoya en densas redes de corrupción e impunidad, de la que
320
forman parte —en mayor o menor medida— los partidos políticos mexicanos. Todo ello tiene lugar en el contexto de una
globalización salvaje, al margen de toda regulación económica,
jurídica y política, que ha llevado a una suerte de diversiicación
de las actividades criminales que ahora se extienden también
al tráico y secuestro de personas, y a la llamada economía
informal más allá de las fronteras del Estado-nación, insertándolas en redes criminales en Centro y Sudamérica, al igual
que en Asia, Australia y Europa. Tristes ejemplos de ello son
la ya mencionada masacre de San Fernando, Tamaulipas, en
agosto del 2010, en la que entre los asesinados se encontraban
veintiún hondureños, catorce salvadoreños, diez guatemaltecos, cuatro brasileños y un ecuatoriano, todos ellos de paso
por México en busca de mejores oportunidades de trabajo y
de vida en Estados Unidos.
Se podría mencionar también la poca información existente sobre las redes de corrupción del interior del vecino país
del Norte, que es hoy en día el principal mercado de venta
y consumo de drogas, o bien el empleo de armas de fabricación alemana por la empresa Heckler & Koch —cuya matriz
se localiza en la idílica ciudad de Oberndorf am Neckar en
Baden-Württemberg, Alemania— para la represión y desaparición forzada de los estudiantes de Ayotzinapa (Peteranderl,
2014, diciembre 27; Coen y Brennecke, 2015, mayo 13). Con
ello se delinea de forma más o menos clara una suerte de curiosa división de las ventajas y desventajas de la globalización
a escala planetaria: sus beneicios, logros y aspectos positivos
en términos de bienestar, libre circulación de personas y mercancías se concentran en los países del llamado Primer Mundo —especíicamente, en ciertos sectores—, mientras que sus
lados oscuros vinculados a las formas de violencia más brutal,
a la pobreza y a la descomposición política y social parecen
desplazarse exclusivamente a amplias zonas de los países del
Tercer Mundo.
321
La Suprema Corte de Justicia de la Nación de México tiene,
al menos formalmente, entre sus responsabilidades: defender el
orden establecido por la Constitución Política de los Estados
Unidos Mexicanos, mantener el equilibrio entre los distintos
poderes y ámbitos de gobierno, a través de las resoluciones
judiciales que emite, y solucionar de manera deinitiva asuntos que sean de gran importancia para la sociedad (Suprema
Corte, s. f.). No obstante, su papel como garante fundamental
de los derechos humanos ha estado en todos estos casos muy
por debajo de su responsabilidad, y su acción se encuentra
aún muy subordinada a las decisiones del Ejecutivo. Es ella
la que tendría que haber intervenido en forma decidida para
determinar dónde hubo violaciones a los derechos humanos,
establecer quiénes son los responsables de estas violaciones
y los castigos que les corresponden, indicar los mecanismos
para investigar y localizar el paradero de las víctimas y diseñar
medidas que impidan la repetición de eventos similares en el
futuro. Su falta de una acción más decidida no hace sino conirmar el grave déicit que tiene México en términos de Estado
de derecho. Para ello no habría más que atender a los altos
índices de impunidad que priman en el país, que se convierten
en un combustible que aviva aún más la espiral de violencia
en la que se mueve el país.
La tarea que se plantea en el corto plazo no puede ser por
ello más que la de continuar sin restricciones con las investigaciones sobre los asesinados, secuestrados y desaparecidos en
el país —sean o no de nacionalidad mexicana— en los últimos
lustros. Si esta tarea no puede ser realizada en forma imparcial
y con el cuidado que se requiere por parte de las autoridades
nacionales —por desgracia, este ha sido hasta ahora el caso en
México—, hay que seguir entonces por la vía planteada por
diversas organizaciones civiles en México, a saber: solicitar
a instancias supranacionales como la Comisión de Derechos
Humanos de la ONU la creación de la igura de un relator especial para México —similar a los que tienen Somalia, Camboya,
322
Sudán y Haití— para dar seguimiento de forma permanente
a todos estos casos y obligar al Estado mexicano a actuar en
consecuencia. Como resultado de estos esfuerzos y luchas, en
febrero del 2015 el Comité Contra la Desaparición Forzada de
la ONU le ha recomendado a México la creación de una unidad
iscal especializada en investigar desapariciones forzadas (La
Jornada, 2015, febrero 13)10 y la formación de una comisión
de la verdad que investigue las violaciones a los derechos humanos —por lo pronto, en el periodo bien delimitado que va
desde el inicio de la llamada guerra contra el narcotráfico hasta
la actualidad—, que determine la cantidad e identidad de las
víctimas, esclareciendo las condiciones en que fueron asesinadas o desaparecidas, que señale a los responsables —sean
individuales o colectivos, estableciendo las cadenas y grados
diferenciados de responsabilidad— de los crímenes que las
privaron de sus vidas, que ofrezca a la sociedad una explicación
de la forma como surgió y se reprodujo el ciclo de violencia
que ha consumido a México en ese periodo, que proponga vías
para la reparación de los daños y que presente, además, una
reforma institucional y social que impida el resurgimiento del
ciclo de violencia anteriormente descrito.
Seguramente, al esclarecimiento de las violaciones a los
derechos humanos en este periodo le seguirán otros ciclos
orientados a investigar y delimitar responsabilidades en periodos que han marcado de forma igualmente aguda la historia
de México por lo menos desde los años setenta. Ello exigiría
muy probablemente diseñar mecanismos de investigación
transnacional, con protocolos para buscar a los desaparecidos
con la colaboración de los familiares y deudos de las víctimas;
localizar a los asesinados y secuestrados; castigar a los responsables —dentro y fuera del aparato del Estado—; y, a partir
10
El plazo que se le impone al Gobierno mexicano para brindar información
concreta y actualizada acerca de la aplicación de todas sus recomendaciones
es el 13 de febrero de 2018.
323
de allí, proceder a la promulgación de leyes en contra de las
desapariciones forzadas, los secuestros y los asesinatos extrajudiciales. Esto implicaría para el Gobierno de México cesar la
estrategia que lo ha llevado a confrontarse en los últimos años
con al menos quince organismos y organizaciones civiles de
derechos humanos internacionales, entre los que se encuentran
Open Society Justice Initiative, la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos, Amnistía Internacional y la Organización de las Naciones Unidas, y más bien atender a todas las
recomendaciones y señalamientos que se le han planteado.
Creo que ningún argumento a favor de una pretendida soberanía nacional en el proceso de impartición de justicia penal
en casos como los anteriormente considerados tiene algún valor.
Después de todo lo anteriormente expuesto debe ser claro que
la tarea a largo plazo es, desde luego, la de superar el déicit
estructural en términos de Estado de derecho que ha caracterizado a un país como México, que ha vivido de espaldas a la
tradición democrática y más bien se ha regocijado en una suerte
de autocomplacencia nacionalista tan retórica como indefendible, que no ha hecho más que convertir a la justicia penal
en un objetivo que aún dista mucho de haber sido alcanzado.
Esta tarea debe ir acompañada —o de lo contrario no podrá
tener lugar— de la radicalización de la transición democrática
hasta ahora malograda, y que ha conducido, más bien, a un
régimen político en el que se mezclan elementos de lo peor de
la tradición del autoritarismo, la corrupción, la impunidad, los
pactos de silencio y la violencia, con otros que expresan débiles
trazos de un incipiente pluralismo democrático.
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329
Cuarta parte
REPARACIÓN, RESPONSABILIDAD
Y RECONCILIACIÓN
JUSTICIA COMO TRÁNSITO
O TRANSICIÓN HACIA LA JUSTICIA.
Más allá de la reparación
Gianfranco Casuso
Pontiicia Universidad Católica del Perú
RESUMEN
En la primera parte del presente trabajo articularé algunas
ideas en torno a la deinición, los instrumentos y las metas de
la justicia transicional. Partiendo de posibles objeciones a algunas conclusiones derivadas de las versiones más tradicionales
de este concepto, en la segunda parte defenderé cuatro tesis
complementarias con el propósito de esclarecer algunos malentendidos e imprecisiones relativas al signiicado de la justicia
y su rol en los procesos de democratización social.
UNA BREVE CARACTERIZACIÓN DE LA JUSTICIA
TRANSICIONAL
Como es sabido, el concepto de justicia transicional más próximo al que empleamos en la actualidad surgió en el contexto
333
de la segunda posguerra. Los juicios de Núremberg representan, en ese sentido, un hito importante en la historia de dicho
concepto. En la mayoría de sus versiones, la aplicación de la
justicia transicional describe la necesidad de corregir los efectos negativos de ciertas acciones en torno a las cuales cobran
protagonismo distintos agentes que se pueden agrupar en al
menos tres grandes categorías analíticamente distinguibles pero
que, en los casos concretos, suelen traslaparse de modo que
su identiicación y distinción se vuelve una parte constitutiva
del ejercicio mismo de la justicia transicional. Siguiendo parcialmente a Jon Elster (2004, pp. 99-116), podemos llamar a
estas tres categorías victimario, víctima y beneficiario indirecto.
La mayoría de ejemplos históricos utilizados en el análisis y
conceptualización de tal forma de justicia comparten, además
de estos, algunos otros elementos básicos que quiero detallar
a continuación.
En primer lugar, de modo similar a los casos de violaciones
a los derechos humanos, se dice que las acciones que constituyen el objeto de evaluación por parte de la justicia transicional
son cometidas por un agente gubernamental en representación
de un Estado en contra de parte de la ciudadanía —sea esto
por motivos políticos, religiosos, culturales, raciales, entre
otros—.1 Fuera de estos dos agentes, como también sucede en
relación con los derechos humanos, existe siempre una masa
de beneiciarios indirectos que suelen representar intereses
económicos privados —y que van, según el tipo de conlicto,
desde pequeñas o grandes empresas perfectamente institucionalizadas hasta traicantes de drogas o armas, o incluso
gobiernos extranjeros—, los cuales, sin ser perpetradores o
estar directamente involucrados, cumplen un rol más o menos
1
Sobre la tesis de que solo se puede hablar en sentido estricto de violación
a los derechos humanos cuando hay involucrado algún agente que actúa
en nombre de un gobierno, Véanse Thomas Pogge (2006) y Arnd Pollman
(2008).
334
parasitario que favorece el recrudecimiento del conlicto. En
estos casos, las responsabilidades son más difíciles de conferir.2
En segundo lugar, se trata de acciones cuya ilegitimidad
no siempre es evidente en el momento de su realización. En
muchos casos ni siquiera están sancionadas por el derecho
positivo, pues la posibilidad de su ejecución sistemática radica
precisamente en estar amparadas y justiicadas por la Ley —al
nivel de algún principio o norma de segundo orden—, aunque
bien pueden ser moralmente cuestionables en distintos niveles.
La idea es que dichas acciones, si bien pueden contar con cierto respaldo institucional, suelen contradecir, de manera más o
menos explícita, uno o más valores que, al menos tácitamente,
son aceptados por la comunidad política al formar parte de su
concepción compartida del mundo. En las aproximaciones más
habituales se trata de acciones cuyos criterios de evaluación
a posteriori pueden ser extrajudiciales y, no obstante, atentar
contra la humanidad en la persona de particulares —aunque
su reparación requiera también medidas jurídicas—. De ahí su
necesario vínculo con los derechos humanos como referente
último de evaluación moral y su tendencia a caliicar los crímenes perpetrados como de lesa humanidad. Se trata, en otras
palabras, de fundamentar moralmente los derechos humanos,
de modo que puedan constituir un límite externo y, simultáneamente, un criterio indiscutible y de carácter universal para
juzgar lo que se puede hacer o no dentro de un ordenamiento
jurídico particular.
Las acciones referidas, en tercer lugar, involucran aquellos
elementos propios de la agencia racional que, como bien recuerda John Searle (2010, pp. 144-155), se cumplen en todo
ejercicio del poder —legítimo o no—. Estos elementos son la
2
Cristina Lafont (2015) ha investigado de manera muy sugerente el papel
que pueden cumplir agentes no estatales, como las corporaciones multinacionales, en la violación de derechos humanos a escala global y su relación
con la soberanía nacional.
335
intencionalidad propia de la acción racional y la posibilidad
de identiicación de los agentes y sus actos, los cuales se constituirán posteriormente en el objeto del juicio moral y penal.
En otras palabras, el daño no puede ser atribuido simplemente
a una estructura social, sino que debe existir la posibilidad
de arrogar propósito y responsabilidad a un agente que, por
lo demás, esté en capacidad de reconocer sus acciones como
orientadas a la realización de algún in.
Finalmente, el daño cometido se suele ver como una interrupción en un orden institucional dado. Por ello no es de
extrañar que, casi por sentido común, la noción de justicia
que se aplica en estos casos se suela entender bajo la forma
de un castigo y esté asociada a la necesaria reparación y el
consecuente restablecimiento de prácticas sociales e instituciones que puedan volver a corresponderse con las normas e
ideales de derechos humanos reconocidos por la ciudadanía
como transgredidos. Con ello se presupone tanto la validez de
aquel contenido normativo vulnerado como la posibilidad de
su reconstrucción mediante un ejercicio colectivo de autodescubrimiento que, idealmente, debe incorporar diversos relatos
sobre los sucesos.3 El acento que en relación con la aplicación
de la justicia transicional usualmente se pone sobre la necesidad de pesquisas judiciales apunta, pues, al requerimiento de
explicitar tales contenidos de modo que, previa identiicación
de los agentes involucrados, se pueda castigar al culpable y
resarcir a la víctima. Ello con el propósito de superar la interrupción del proceso “normal” de integración y reproducción
de la sociedad. En este esquema, por lo demás, las iguras del
3
Esto es lo que se suele entender como una reconstrucción hermenéutica, es
decir, aquel proceso colectivo de autodescubrimiento por el que pasa una
comunidad ética relativamente homogénea y que conduce a la revelación y
a la práctica consciente de ciertos valores fundamentales tácitamente compartidos. Este proceso sería la garantía de una integración armónica. Para
una crítica de esta lectura aristotélico-republicana de la integración social,
véase Jürgen Habermas (1999) y Axel Honneth (2009b).
336
castigo y la reparación van indisolublemente ligadas y se reieren, respectivamente, a un componente retrospectivo y a otro
prospectivo, ambos constitutivos de toda noción compleja de
justicia (Teitel, 2000).
Este esquema básico se suele emplear en la mayoría de
aproximaciones a la justicia transicional, ya que parece haberse repetido, con ligeras variaciones, en países y situaciones en
apariencia tan disímiles como la Alemania nazi, los países de
la ex Unión Soviética, Sudáfrica o incluso en las dictaduras
latinoamericanas de los años setenta y ochenta. En estos casos
paradigmáticos la justicia transicional se reiere al conjunto de
medidas a ser implementadas para reforzar normas de derechos humanos masivamente transgredidas. Entre estas medidas
—como es fácil de comprobar observando el trabajo realizado por las distintas comisiones de la verdad— suelen encontrarse: 1) la recabación de testimonios, 2) los enjuiciamientos
criminales, 3) las reparaciones a las víctimas y 4) las reformas
institucionales. En ese sentido, los instrumentos de la justicia
se centran en las acciones que favorecen el tránsito progresivo
desde un estado de violencia, arbitrariedad y represión política
a uno de derecho, donde se restablezca el imperio de la ley.
En dicho contexto, las comisiones de la verdad suelen ser las
encargadas de iniciar tales acciones sirviendo como agentes
mediadores entre tal pasado y un futuro caracterizado por la
recuperación de la institucionalidad en sus dimensiones legal,
política, social e interpersonal.
Ahora bien, las medidas señaladas están orientadas a la
realización de una serie de metas internamente vinculadas e
igualmente necesarias. En lo que sigue voy a basarme, solo
parcialmente, en la aproximación holista de Pablo de Greiff
(2012, pp. 13-29) para presentar un cuadro articulado de los
ines que la justicia transicional persigue.
Por un lado, dichas medidas apuntan a reconocer a las
víctimas, lo cual signiica no solo el respeto a su condición de
víctimas —por ejemplo, concediendo veracidad a sus testimo337
nios—, sino principalmente el reconocimiento de todas aquellas dimensiones necesarias para la autorrealización personal
que, al haberles sido negado en primer término, hizo posible
el daño cometido en su contra. Estas dimensiones —esta es mi
lectura— deben abarcar desde la consideración de la igualdad
jurídica aplicable a las víctimas como portadores de derechos
hasta el reconocimiento de sus especiicidades y funciones
individuales y de grupo.
Consecuentemente, las medidas mencionadas se orientan
a reforzar las expectativas recíprocas de comportamiento, las
cuales se sostienen en virtud de un marco normativo institucional coherentemente articulado y guiado por el cumplimiento
de las normas de reconocimiento indicadas. Estas expectativas
—se puede decir— representan para los agentes un conjunto
de buenas razones que guían y regulan su comportamiento
en sociedad. En otros términos, las personas, al menos intuitivamente, saben qué pueden esperar de sus conciudadanos
y, dado el caso, se pueden sentir autorizados para reclamarse
recíprocamente el no cumplimiento de ciertos valores transgredidos. Como dicho conocimiento no siempre es así de claro,
los mecanismos de la justicia transicional deben ayudar a que
los involucrados —tanto victimarios como víctimas— lleguen
a ser cada vez más conscientes de dichos valores para poder
exigir su mejor cumplimiento.
Esta construcción progresiva de conianza institucional
debe, a su vez, contribuir a la integración de una sociedad
que ha experimentado la traición sistemática de expectativas
normativas. Esto es, aquella situación en que las instituciones,
normas y prácticas han dejado de fomentar la realización de
los valores que supuestamente deberían encarnar, obstaculizándose con ello la posibilidad de realización de los miembros
de la sociedad. Si bien habitualmente —y como he indicado
líneas arriba— se toman como referente principal de aquellos
valores las normas universales de derechos humanos ampliamente admitidas, lo cierto es que los valores pueden estar re338
presentados por cualquier principio normativo históricamente
creado y aceptado —por lo general, de manera tácita— como
parte de las narrativas de una comunidad dada (Honneth,
2014a, pp. 13-25).
Finalmente, tales prácticas de integración y reconciliación
deben formar parte de un proceso más amplio de democratización, entendido, en primer término, como la generación
de los fundamentos institucionales que posibiliten relaciones
basadas en la conianza en una estructura normativa compartida, a cuya ediicación permanente, por otro lado, debe servir
precisamente el diálogo basado en el reconocimiento mutuo.
La idea de democracia —o de ethos democrático— debería,
de este modo, integrar las tres primeras metas de la justicia
de manera coherente. Partiendo de estas consideraciones, yo
propongo entender la justicia como el principio rector que
orienta todo este camino —o tránsito— hacia una sociedad
reconciliada, esto es, democrática.
LA TRANSICIÓN HACIA LA JUSTICIA
De acuerdo con lo dicho, en esta segunda parte ahondaré en una
idea de justicia transicional que se aparta, en ciertos aspectos
clave, de las nociones más tradicionales. Esto lo haré a partir
de cuatro objeciones a algunas conclusiones erróneas que se
pueden extraer de las ideas antes expuestas.
En primer lugar, habíamos visto que la aplicación del tipo
más común de justicia transicional —aquel que la comprende
como castigo y reparación— exige la identiicación precisa
de los agentes relevantes, tanto de los victimarios como de
las víctimas. Según esto, la justicia solo se puede entender en
relación con un esquema estratégico-instrumental, de modo
que para que exista atribución de responsabilidad penal o
moral es necesario determinar primero una intención clara
por parte del agente, esto es, se deben conocer sus móviles y
saber en función de qué él mismo justiica sus acciones. Como
339
es sabido, la justiicación de toda acción individual se basa
en su concordancia con un conjunto de creencias y valoraciones que se articulan coherentemente dentro de un sistema
que opera ofreciendo al agente “buenas razones” para sus
decisiones.4 Ahora bien, según la deinición tradicional de la
justicia transicional, el agente actúa en representación de una
organización estatal centralizada. En ese sentido, el in de sus
acciones debería coincidir con los propósitos del Estado que, en
última instancia, es el que le ofrece el contexto de justiicación
requerido, así como las razones válidas —que en estos casos
son las mismas en las que se sustenta su rol de funcionario y los
deberes que se derivan de este—. Este esquema, no obstante,
genera dos graves problemas metodológicos que, en contra de
sus propósitos, diicultan la realización de la justicia:
1. Por un lado, se debe enfrentar un viejo dilema del derecho penal, consistente en tener que adjudicar responsabilidad
a acciones realizadas “en cumplimiento del deber”, donde el
deber y la función a este asociada proporcionan el contexto
de justiicación —casos como el de Adolf Eichmann son paradigmáticos de esto—. Para solucionar dicho entrampamiento
se suele recurrir entonces a principios morales independientes
del contexto jurídico, y es ahí donde los derechos humanos,
de pretensión universalista a pesar de su contenido particular
y especíico, comienzan a cobrar importancia. Es decir, puesto
que por lo general los crímenes de lesa humanidad se dan con
el consentimiento y bajo el amparo de los gobiernos, se asume
la necesidad de una normatividad moral de orden superior a
cuya luz se pueda juzgar el derecho positivo y cuya validez
raramente es puesta en duda.5 Pero esto tampoco soluciona
4
Sobre el modo en que las buenas razones operan sobre la base de un sistema
pretendidamente coherente de creencias, véanse Robert Brandom (2000) y
Rainer Forst (2015). He desarrollado con detalle este tema en relación con
el poder constitutivo y la exclusión en Casuso (2017).
5
Sobre la problemática subordinación del derecho a la moral universalista
340
el problema, ya que, como se ha visto anteriormente, dicha
normatividad superior representa una restricción de otra clase,
al constituir un límite externo y pretendidamente infalible a
los ordenamientos político-jurídicos reales. Al inal, se termina luctuando entre dos órdenes normativos distintos —uno
jurídico y otro moral— difíciles de reconciliar.
2. Por otro lado, las acciones individuales siempre involucran el seguimiento de valores subyacentes articulados en un
orden normativo pretendidamente coherente. En tal sentido,
el análisis no se puede restringir a las acciones individuales ni
concentrarse exclusivamente en la búsqueda de todos los responsables para castigarlos individualmente —bajo el supuesto
de que ello es requisito para que la “justicia transicional” se
cumpla—. Como se verá más adelante, esta última es una tarea ininita que no corresponde a una adecuada deinición de
la justicia. Lo que habría que examinar es más bien cómo se
constituyen los órdenes de justificación que hicieron posible la
realización de tales actos, por qué aparecieron como legítimos
en su momento y qué permite que luego puedan ser cuestionados. Para ello es necesario detectar isuras e inconsistencias en
el orden social, las cuales son imperceptibles en su momento,
puesto que precisamente sirven para crear la apariencia de
orden y coherencia que justiica todo tipo de acción.
En segundo lugar, contrariamente a lo que se podría asumir,
ninguno de los elementos indicados en la primera parte implican necesariamente un orden social justo que es interrumpido
y que deba restablecerse. Casos como el peruano muestran,
por un lado, que el daño puede producirse en sociedades
donde no se han alcanzado las condiciones institucionales
para la realización sostenida de la democracia. Por otro lado,
que se halla en la base de esta comprensión de los derechos humanos, véase
Habermas (1998, capítulos 3 y 4). Sobre una crítica a esta forma de constructivismo kantiano en consonancia con la aproximación que deiendo en
el presente artículo, véase Honneth (2014a, pp. 13-25).
341
y en ese mismo sentido, no se trata tampoco únicamente del
des-cubrimiento de un contenido normativo preexistente que
haya sido transgredido y cuya validez se deba dar por supuesta. En efecto, el daño no consiste simplemente en la violación
de normas explícitas —comúnmente asociadas, como hemos
visto, a los derechos humanos—, cuyo contenido represente
un referente ético último.
Los criterios para evaluar los problemas sociales son, en
realidad, mucho más formales. En ese sentido, la verdad que
suelen buscar las comisiones de la verdad está menos relacionada con la descripción de un orden especíico preexistente
que con la ediicación progresiva y colectiva de una mejor coherencia entre ideales válidos —aunque indeterminados, como
la libertad o la igualdad— y las instituciones y prácticas que
deben hacerlos realidad. Dicho de otro modo, toda sociedad se
sustenta sobre ciertos ideales compartidos que sus miembros
aceptan tácitamente, pero cuya comprensión precisa rara vez
dominan al nivel de un saber explícito. Esto quiere decir que
los signiicados de dichos ideales no se encuentran saturados
ni son completamente unívocos. No existe, en otras palabras,
una única verdad acerca de ellos: su univocidad semántica es
solo aparente. Más bien ocurre que, con base en su esencial
indeterminación, estos se van resigniicando a partir de las
experiencias de los actores y grupos sociales. Así, por ejemplo,
el signiicado de ser libre o ser tratado igual ha ido variando
según se han consolidado las demandas históricas de aquellos
que padecen a causa de una “incorrecta” o distorsionada lectura de la libertad o la igualdad. A la comprensión de dichos
ideales se tiene acceso, pues, solo de manera parcial, desde las
particulares perspectivas y experiencias sociales de los actores
y grupos. Esto da como resultado una multiplicidad de posibles interpretaciones que muchas veces pueden resultar en
competencia (Honneth, 2014b; Zurn, 2016). Es por ello que
el modo como se deben comprender y realizar estos ideales
342
constituye, en sí mismo, un objeto de desacuerdo y conlicto
social latente (Honneth, 2014b, pp. 822-824).
Tomando en cuenta los dos primeros puntos, se puede decir
—en tercer lugar— que para cumplir con los ines de la justicia
no se requieren únicamente pesquisas judiciales enfocadas en
el análisis de acciones individuales. Una noción ampliada de
justicia aplicable a situaciones de desintegración social extrema
involucra, más bien, un tipo mucho más complejo de actividad
epistémica que compromete a toda la sociedad en una labor
de crítica permanente orientada a la mejor comprensión y a
la realización de ideales de orden superior. En ese sentido,
los periodos de violencia extrema, que luego serán objeto de
análisis para la justicia transicional, representan únicamente
casos límite que revelan momentos de crisis en procesos que
son consustanciales a toda sociedad. Por su magnitud, estos
periodos de desorientación social son hitos que se revelan a
los miembros de la sociedad como lo que Honneth (2009a,
pp. 39-43) llama una pérdida de rumbo, aunque en un sentido
radical. De este modo, se puede hablar de una auténtica regresión deinida, como vimos anteriormente, no en términos
materiales —como la simple transgresión de normas explícitas y claramente tipiicadas— sino como la imposibilidad de
percibir y superar pacíicamente inadecuaciones entre valores
en apariencia compartidos y sus encarnaciones institucionales
(Allen y Jaeggi, 2016, pp. 239-244).
Como también he sugerido, precisamente sobre el contenido y los modos de realización institucional de estos valores
es que suele haber desacuerdos y potenciales conlictos. La
guerra iniciada por Sendero Luminoso en contra del Estado
peruano, por ejemplo, es un claro caso en el que no se sigue el
esquema unidireccional de victimarios gubernamentales contra
víctimas civiles descrito en la primera parte. Se trata, más bien,
de distintos grupos de victimarios que operan en el contexto
de un enfrentamiento entre facciones. La lucha por el poder
que ello involucra es, principalmente, una lucha por la mejor
343
realización de un proyecto inspirado en una concepción particular del mundo con pretensiones de racionalidad. Es decir,
por la manera más adecuada y consistente de asociar ciertos
valores e ideales —que son comúnmente aceptados, aunque
en realidad se hallan semánticamente indeterminados— con
sus encarnaciones institucionales. Es por ello que tampoco se
suele tratar de un enfrentamiento entre principios opuestos,
sino de una pugna por la interpretación correcta del contenido
y los medios de realización de ideales históricamente construidos y mayoritariamente aceptados, tales como la libertad, la
igualdad, la autonomía y todo aquello que se halla inevitablemente comprendido en la noción moderna de sociedad justa.
Lo dicho hasta el momento conduce, inalmente, a la idea
de que la justicia transicional no es un tipo especial de justicia
ni puede ser pensada como una simple etapa de tránsito. En
efecto, entendida de este último modo, la justicia conlleva la
siguiente paradoja: junto a sus dos componentes básicos —el
castigo y la reparación—, se concibe como el requisito previo
de la integración social. Este estatus de medio le reclama que se
ejecute en un tiempo limitado, inito. No obstante, la necesidad
de identiicación exacta de todos los agentes involucrados, de
deinición de criterios cuantitativos para evaluar las distintas
etapas de su realización, de determinación de las instancias que
deben llevar esto a cabo y otras exigencias similares, sumadas
a la indeterminación del tiempo de ejecución de todas estas
condiciones, pueden dilatar indeinidamente la realización de
una justicia así entendida, de modo que la meta de castigar
a los culpables y resarcir a las víctimas corre el riesgo de no
ser alcanzada nunca. Considero que la salida a esta paradoja
pasa por aceptar precisamente dicha indeterminación como
constitutiva de la justicia antes que considerarla un obstáculo
para su cumplimiento.
Volviendo ahora a lo visto en la primera parte, esto signiica comprenderla en función de los complejos procesos de
constitución progresiva de relaciones de reconocimiento y
344
conianza. Dicha constitución debe estar institucionalizada
de tal manera que la justicia aparezca como el principio que
guía dichos procesos y no como un simple medio. Es por ello
que la sociedad necesita garantizar mecanismos que permitan
explicitar las contradicciones e inconsistencias entre los ideales
sociales y las instituciones que deberían realizarlos. O en otras
palabras, que permitan desbloquear los procesos de acumulación de las experiencias de los diferentes grupos y actores
sociales concernidos, favoreciendo así un pluralismo democrático (Jaeggi, 2016). Puede decirse, entonces, que la justicia
tiene efectivamente ambos componentes: uno retrospectivo
—representado por la indagación o reconstrucción colectiva
del contenido de ideales imperfectamente encarnados— y otro
prospectivo —representado por el proyecto siempre abierto
de interpretación y realización de aquellos ideales con la participación de múltiples experiencias sociales—.
Según lo visto, el término “transición” se reiere, entonces,
a situaciones extremas donde las usuales contradicciones se
exacerban y se hacen maniiestas a través de sus efectos en
las víctimas, las cuales se convierten en agentes privilegiados
para identiicarlas, revelarlas al resto de la sociedad y ayudar
a superarlas. En efecto, los procesos de reconciliación, los de
reconocimiento a las víctimas en sus distintas dimensiones, así
como la conianza para generar el cumplimiento de las expectativas normativas de los ciudadanos —es decir, todo aquello
que en la primera parte de este artículo habíamos dicho que
constituye la democratización— son tareas permanentes cuya
necesidad solo se enfatiza en los momentos de crisis.
Es en estos momentos que la justicia se muestra con mayor
claridad como la otra cara de la democracia, donde el predicado
“transicional” describe un determinado momento histórico en
el que su aplicación se revela como más urgente. No en vano,
tras periodos sostenidos de violencia, las comisiones de la verdad suelen recomendar la creación de organismos permanentes que se encarguen, precisamente, de la puesta en marcha y
345
del seguimiento de políticas de reparación y mecanismos de
reconciliación nacional a largo plazo. Con ello se busca, mediante la vía institucional, insertar los procedimientos de la
justicia transicional en un proyecto mayor de reconciliación y
democratización sostenida. De esta manera, es posible entender la justicia transicional no como una simple etapa previa,
de tránsito hacia algún telos predeterminado, sino como el
principio rector que guía la siempre inacabada transición hacia una sociedad reconciliada y normativamente consistente.
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347
RESPONSABILIDAD SIN CULPA.
Una indagación filosófica al acuerdo de paz
colombiano de 2016
Jorge Giraldo Ramírez
Universidad EAFIT, Colombia
RESUMEN
Este capítulo cuestiona la prioridad que la justicia transicional
colombiana acordada en 2016 le da al enfoque penal y punitivo, y señala la necesidad de abordar un aspecto marginado
de los procesos de paz, cual es la dilucidación social de las
responsabilidades de tipo político en el desencadenamiento y
desarrollo de la guerra.
RESPONSABILIDAD SIN CULPA
Si hacemos caso a un somero ejercicio con el visor de n-gramas
de Google el término responsabilidad logra su mayor difusión
en los últimos dos siglos entre 1945 y 1988, aunque su tendencia creciente se remonta a 1928. No especularé con estas
349
fechas, cuya relevancia para el derecho de la guerra debe saltar
a la vista. Esta recurrencia se expresa bien en los principales
instrumentos internacionales producidos desde el in de la
Segunda Guerra Mundial en esta área. En los Convenios de
Ginebra (1949) el sustantivo responsabilidad, con sus variantes, encabeza siete numerales y en el Estatuto de Roma (1998),
aunque apenas encabeza tres de los 128 artículos, aparece en la
mitad de las páginas. En tanto dispositivos legales, en ellos la
responsabilidad está simétricamente acompañada de la culpa
en sus distintas modulaciones, en especial aquellas que buscan
producir un efecto —culpabilidad— o valorar —culpable—.1
Observemos y analicemos los contextos en los que aparece
el término responsabilidad y comparémoslo con el de culpa.
Pero antes una anotación: el Estatuto tiene 31 713 palabras
y el texto de los Convenios está compuesto por 77 888; esto
quiere decir que el Estatuto es 40,7 % menos extenso en relación con el número de palabras que conforman los Convenios; sin embargo, en el Estatuto se hace mayor referencia a
la responsabilidad en 0,09 %, y a la culpa en 0,07 % que en
los Convenios, donde responsabilidad aparece 0,06 % y culpa
0,04 %. A primera vista, esta leve diferencia puede parecer
poco importante, pero nos muestra que hay una correlación
en el uso de los dos términos tanto en el Estatuto como en los
Convenios.2 Véase en la tabla 1 una comparación de ocurrencias
de responsabilidad y culpa en los Convenios y en el Estatuto,
y en la que se incluyen las ocurrencias en el Acuerdo final para
la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable
y duradera del Teatro Colón.
1
Convenios de Ginebra: 38 veces responsable, 11 las formas de culpa; Protocolos Adicionales: 8 responsable, 6 culpable; Estatuto de Roma: 29 formas
de responsabilidad, 23 de culpabilidad.
2
Los textos de estos instrumentos internacionales se midieron por su traducción oicial al español.
350
TABLA 1. FRECUENCIA DE RESPONSABILIDAD Y CULPA (MODULACIONES)
CONVENIOS DE GINEBRA, EN EL ESTATUTO DE ROMA
Y EN EL ACUERDO FINAL
EN LOS
Término
Convenios
Estatuto
Acuerdo
Responsabilidad
38
19
131
Responsable
9
9
14
Responsables
4
1
35
Culpabilidad
2
14
-
Culpa
1
-
-
Culpable
1
9
-
Culpables
1
-
1
Fuente: elaboración propia.
No sé si nos pueda decir algo el examen del Acuerdo final que
se irmó el 24 de noviembre en Bogotá pero que está fechado
doce días antes y que, a estas alturas, no sabemos todavía si
incluye o no unas erratas extemporáneas. El término responsabilidad es dominante, excediendo en mucho a los sustantivos
nucleares verdad, justicia, reparación y no repetición; aparece
menos que conflicto, pero excede a víctimas como sujeto colectivo beneiciario de las medidas acordadas y deinido como
centro de la negociación.3 Como se puede ver en la tabla 1, es
asombrosa la asimetría entre responsabilidad y culpa en la supericie del texto. La culpa solo aparece una sola vez adjetivada
en el terrible culpable, a propósito de aquellas personas que
“no reconozcan verdad y responsabilidad [ante] el Tribunal
3
Por prurito de precisión: responsabilidad 237 iteraciones, conflicto 178, víctimas 168. El análisis fue realizado por el profesor Heiner Mercado, usando
el software Cratilo 2.1 (2003) desarrollado por el profesor Jorge Antonio
Mejía de la Universidad de Antioquia. Por su parte, en el Estatuto de Roma
de la Corte Penal Internacional el término responsabilidad aparece 19 veces,
mientras que el término responsable(s) aparece 13 veces.
351
para la Paz y resulten declarados culpables por este” (Mesa
de Conversaciones, p. 175).
A diferencia de los Convenios de Ginebra, de sus Protocolos adicionales de 1977 y del Estatuto de Roma, en los que
hallamos una transitividad luida entre responsabilidad y culpa, el acuerdo colombiano nos deja ante una curiosa situación
gramatical derivada de un esfuerzo, a todas luces consciente,
de eludir sistemáticamente la palabra culpa, excepto en el
caso particular de quienes no la reconozcan de antemano en
un ejercicio de verdad y se les logre comprobar la comisión
de algún crimen de guerra. Sin duda, la excepción refuerza
la intuición de que la omisión literal de la culpa corresponde
a alguna concepción de la guerra y de sus contingencias, que
no vienen al caso.
Es probable que el hombre práctico responda que tal sutileza carece de interés, pues en todos los casos relacionados
con el capítulo de justicia la responsabilidad implicada es
penal,4 en el mismo sentido, por ejemplo, que se explicita en
el Estatuto de Roma. Pero no debemos ir tan rápido puesto
que, según el Acuerdo y su reglamentación en curso, solo serán
responsables en ese sentido penal quienes hayan tenido “una
participación activa y determinante en los delitos más graves
y representativos”, es decir, “los delitos de lesa humanidad,
el genocidio, los graves crímenes de guerra —esto es— toda
infracción del Derecho Internacional Humanitario cometida
de forma sistemática o como parte de un plan o política” (Mesa
de Conversaciones, p. 151). Esto quiere decir que el universo
de los responsables se reducirá drásticamente en un país en
el cual los cálculos conservadores llegan a siete millones de
4
En la mayoría de los casos se reiere a responsabilidad y determinación de
hechos (17 veces); responsables de homicidios y masacres (7 veces); corresponsabilidad de los mandos (2 veces); responsabilidad colectiva (4 veces) y
responsabilidad compartida (1 vez); responsabilidad de funcionarios públicos (2 veces).
352
víctimas y en el cual solo los combatientes de los distintos
bandos, oicial e irregulares, deben acumular en 35 años una
cifra no inferior a dos millones. Volveré más tarde sobre esto.
Si los discursos jurídicos identiican responsabilidad y culpa no pasa lo mismo con los abordajes a partir de la ilosofía
práctica y de la ilosofía de la acción. En aquellos años de la
década de 1940, tan deinitivos en este campo, hubo esfuerzos
seminales para quebrar esta sinonimia y con ello problematizar una conclusión legal que tenía la consecuencia de tratar
las atrocidades ya sabidas como desviaciones de grupos más o
menos numerosos, pero siempre precisos y acotados de individuos. Menciono dos de los más conocidos. En Culpa organizada y responsabilidad universal Hannah Arendt (1945) separa
responsabilidad y culpa para esbozar una tipología simple de
responsables culpables y responsables sin culpa. Karl Jaspers
(1947), en un texto más famoso, El problema de la culpa, eleva
la culpa a categoría de segundo nivel y la clasiica como culpa
criminal, moral, política y metafísica.5 Especialmente, Arendt
(2005a; 2005b) reinó desde entonces su relexión sobre el
tema pero, en lo que nos corresponde, basta con retener la
diferencia entre responsabilidad y culpa en su versión, o entre
culpa criminal y culpa política en la de Jaspers.
Arendt (2005, p. 158) llama responsables y culpables a un
grupo especíico —“relativamente pequeño”— constituido
por “quienes no solo tomaron sobre sí responsabilidades,
sino que además provocaron todo este inierno”. Del otro
lado, “hay muchos que comparten responsabilidad sin que
exista ninguna prueba visible de su culpabilidad”; las masas
de señoras y señores de alta sociedad, de padres ocupados solo
por el bienestar de su grupo familiar, de individuos comunes
y corrientes convertidos en hombres del populacho. No es
5
El trabajo de Arendt se publicó en alemán como Culpa alemana; tanto en
inglés como en español se publicó con el título citado; el de Jaspers se publicó en alemán como Die Schuldfrage y en inglés como The German Guilt.
353
necesario desplegar mucho la imaginación para ver cuántos
tipos de personas pueden ocupar el espacio entre el criminal de
guerra y el hombre de la calle. Sin embargo, este análisis surge
de la preocupación por la percibida intención del régimen nazi
de crear una culpa generalizada a partir de la identiicación
entre nazis y alemanes y de borrar “las líneas divisorias entre
criminales y personas normales, entre culpables e inocentes”.
Jaspers, si se quiere, amplía mucho más esta brecha al señalar
que el culpable criminal es quien ha violado deliberadamente
las leyes domésticas y las normas del derecho natural y de la
ley internacional, mientras la culpa política recae sobre todos
los ciudadanos de la sociedad democrática que entronizó a
Hitler en el poder y consintió que llevara a cabo sus planes.
Una aclaración importante para mis propósitos consiste en
señalar que, contra cualquier supuesto, Arendt caracterizó la
Segunda Guerra Mundial y el problema alemán, entre otras
cosas, como una guerra civil continental, en coincidencia
con otros contemporáneos suyos, harto disímiles, como Eric
Hobsbawm o Carl Schmitt. Detrás de la introducción de una
diferencia entre responsabilidad y culpa —extraña al derecho
penal para efectos prácticos— puede estar la conservación de
la línea divisoria clásica entre combatientes y no combatientes,
propia del derecho de gentes y de sus herederos, el moderno Ius
Publicum Europaeum y el contemporáneo derecho de guerra.
No sería extraño que dos pensadores europeos respondieran
así a una tradición bien airmada teórica y prácticamente, más
allá de sus diferencias y polémicas, por ejemplo, en torno a la
posibilidad de que exista una culpa colectiva. Aquí hallo un
punto de apoyo para predicar la plausibilidad de introducir
esa distinción durante la implementación del acuerdo entre el
Gobierno y las FARC-EP.
A diferencia de Jaspers, el jurista inglés Herbert Hart (1968)
no se dejó guiar por la analogía judicial para hacer su análisis de
la responsabilidad. Fiel a la escuela analítica de pensamiento,
se orienta por el estudio de la acción y de los usos del lengua354
je y encuentra, sin pretensiones exhaustivas, cuatro sentidos
principales de responsabilidad que denomina responsabilidad
por rol, responsabilidad causal, responsabilidad vinculante
y responsabilidad por capacidad. La responsabilidad causal
carece de sentido evaluativo pues se limita a determinar un
eslabonamiento causa-efecto que incluso puede partir de un
evento sin origen humano directo. La responsabilidad por capacidad es netamente humana y su asignación depende de la
manera como se caliiquen las capacidades exigidas para que
una acción se considere responsable —entendimiento, razón
y control de la conducta—. Las valoraciones son centrales en
la deinición de la responsabilidad por rol, al considerar las
funciones y competencias que están al alcance de un cargo.
La responsabilidad vinculante se evalúa por la infracción a
una ley, sea moral o legal y, por ello, se subdivide en responsabilidad moral y responsabilidad legal. Para Hart es claro
que hay diferencia entre responsabilidad y culpabilidad: “la
declaración de que un hombre es responsable por sus actos, o
por algún acto o algún daño, no es usualmente idéntica en su
sentido a la declaración de que está sujeto a castigo” (p. 226).
Tampoco debe entenderse que sea necesaria la coincidencia
entre responsabilidad legal y culpa moral.
La ilósofa neoyorquina Iris Marion Young (2011) discute y
reformula la distinción de Arendt entre culpa y responsabilidad.
Podemos restituir los elementos arendtianos de la culpa a partir
de la interpretación de Young: la culpa es individual, exige una
participación evidente del individuo como agente de una falta,
dicha falta opera como causa identiicable de un daño que —al
inal— demanda la aplicación de un sanción (pp. 90-91). La
culpa tiene que ver con las consecuencias objetivas de actos
que operan como causas. Esto signiica que “aquellos miembros de la sociedad alemana que no constituyeron una parte
causal directa del mecanismo criminal en virtud de sus actos
no son culpables” (p. 98). Tiene que existir un alineamiento
355
entre los actos de la persona y el daño cuya responsabilidad
se quiere atribuir.
Nótese que no puede haber culpa sin causa, y que aquí,
en el campo de la ilosofía práctica, como en el de la ilosofía
de la acción, la causa es siempre agencial, corresponde a una
persona o grupo de personas y no a potencias extrañas como
el destino, deudas metafísicas como el pecado original —o una
condena genérica a un siglo de soledad— o los saldos que quedan de la contradicción entre entidades totémicas tales como
las fuerzas productivas y las relaciones de producción.6 Si no
fuera así no podríamos hablar en ningún caso de culpables o
de responsables. Nótese también que la intención no aparece
como elemento imprescindible de la culpa, cosa que se entiende cabalmente a pesar de que la autorrepresentación de los
protagonistas de crímenes de guerra y de lesa humanidad se
haya investido de propósitos meritorios como la defensa de la
democracia o la liberación del pueblo.
Continuemos con la interpretación que Young (2011,
pp. 94-105) hace de Arendt, esta vez para poner sobre la mesa
una probable tipología de los agentes individuales o colectivos
de acuerdo con su relación con los crímenes que se produjeron
en Alemania bajo el régimen nacionalsocialista, en particular
los que conocemos bajo el nombre de holocausto judío. Ella
identiica cuatro tipos: 1) los culpables de los crímenes; 2) los
que no son culpables pero sí responsables por apoyo pasivo a
los culpables; 3) los que se distanciaron, actuando para evitar
el mal o retirándose; 4) los que se opusieron públicamente o
se negaron a cometer crímenes. Dicho de otra manera: de un
lado, los culpables y los responsables; del otro, los portadores
de dos formas distintas de resistencia activa: la moral, porque
se llevó a cabo en la esfera privada; y la política, representada
por aquellos que ejecutaron una oposición activa y pública.
6
O las “causas históricas” que las FARC consignaron como versión propia en
los considerandos del acuerdo sobre tierras (Mesa de Conversaciones, p. 10).
356
Todavía no estamos ante una descripción completa del
repertorio efectivo de conductas asumidas por miembros de
una comunidad política como aquella. La clasiicación nos deja
ante dos pares de conductas que están en las antípodas de un
espectro político y moral, esto es, un par de tipos reprobables
y otro de admirables. En medio de ellos podemos suponer una
variedad de comportamientos distintos, mucho más opacos
para el ojo valorativo, pero suicientes para ejempliicar la
distinción entre responsabilidad y culpa.
Volvamos al escrutinio del principio de esta disertación
sobre el texto del acuerdo del Teatro Colón, a su completa
evasión de la noción de culpa y de sus determinaciones como
culpable o inculpado, tan abundantes en el Estatuto de Roma
y siempre presentes en los instrumentos del derecho internacional relativos a la guerra o a los conlictos armados, para usar
la escrupulosa convención de los textos de la posguerra. Para
ello debemos tener en mente que la negociación y redacción
del acuerdo en su capítulo de justicia —titulado Acuerdo sobre las víctimas del conflicto— se hizo con la premisa de que
fuera congruente con las normas internacionales del derecho
humanitario y de los derechos humanos y, con ello, posibilitara
una solución que aunque no fuera plenamente satisfactoria
para la Corte Penal Internacional lograra, al menos, que este
organismo se inhibiera de intervenir en la implementación del
arreglo logrado entre las partes colombianas.
Convengamos en que siempre —casi siempre, con más precisión— que el texto del Acuerdo dice responsable podemos
leer culpable. Para desazón del hombre práctico, insistiría en
preguntar por qué se eludió el léxico habitual del derecho
internacional, incluso de la sociología contemporánea de la
guerra. Mientras no contemos con los testimonios precisos de
los negociadores, solo nos queda la especulación. Puede haberse tratado de la elusión pragmática de un asunto polémico
y moralmente embarazoso que asume como premisa que los
propios negociadores eran voceros de dos entidades que
357
cobijan a numerosos potenciales culpables. De todos modos,
una apreciación general es que el texto del acuerdo pretende
atender el espíritu de la legislación universal contemporánea
sobre la guerra mientras su letra, parcialmente, evoca la vieja
nomenclatura westfaliana que empezaba a perder validez ya
desde la irma del Tratado Briand-Kellog de 1928.
Lo paradójico de esta equivalencia que se hace desde la
perspectiva penal entre responsable y culpable, omitiendo
siempre este último término, es que —a la luz de la distinción
que hemos ofrecido antes entre responsabilidad y culpa— en el
resultado inal de la justicia transicional colombiana solo habrá
culpables pero no responsables, es decir, solo se expondrán
aquellos que hayan participado en los crímenes. Qué tan perfecto resulte este futuro probable dependerá de los términos
en que se apruebe la reforma que busca incorporar el acuerdo
de justicia a la Constitución política, de cómo se reglamente
mediante una eventual Ley Estatutaria y, sobre todo, de cómo
sea interpretado el corpus resultante por parte de los magistrados de la Jurisdicción Especial para la Paz.
Por ahora, la disputa en torno a la dimensión del ámbito
de los culpables está sujeta a dos tensiones contrarias: de un
lado se quiere reducir el alcance de la culpabilidad cuando se
especiican unas condiciones que debilitan las imputaciones
por responsabilidad del mando (Uprimny, 2017, febrero 27).
En este caso nos encontramos ante una aporía: que se niegue la
amnistía a todo crimen de guerra cometido “de forma sistemática” (Mesa de Conversaciones, p. 151), cuando la sistematicidad
suele implicar dirección, estrategia, decisión jerárquica. Del
otro lado, se quiere ampliar el alcance de la culpabilidad extendiéndola a individuos no combatientes mediante el artilugio
de convertir el delito de “concierto para delinquir agravado”
en crimen de lesa humanidad.7
7
La Fiscalía General de la Nación (2017, febrero 2), a través de su Dirección
Nacional Especializada de Justicia Transicional, emitió una resolución en
358
Paso a ocuparme de la responsabilidad. Empiezo por aclarar
que casi todas las connotaciones del vocablo responsabilidad en
el Acuerdo se reieren al ius in bello, es decir, a las injusticias
cometidas durante el desarrollo de la guerra. Al terminar me
ocuparé de aquellos casos en los que se reieren a la justicia
del posconlicto.8
Las primeras preguntas son responsabilidad de quién
y responsabilidad acerca de qué (Bethke-Elshtain, 2012,
p. 124). La respuesta a la segunda pregunta es básica e ineludible: proteger a la población;9 la segunda —según la familia
de la teoría de la guerra justa— se ocupa de los ejecutores
directos de las violaciones al derecho de guerra y también de
la responsabilidad de los estadistas y dirigentes políticos que
decidieron ir a la guerra y en cuyas manos estuvo siempre la
posibilidad de detenerla.
Me apoyaré provisionalmente en Bernard Williams (2006,
p. 174) para exponer lo que llama “elementos básicos de
cualquier concepción de responsabilidad”: 1) alguien hizo
algo que produce una situación mala o daño; 2) ese individuo
tiene intención de provocar la situación; 3) además está en
condiciones mentales normales; y 4) por lo tanto, está obligado a ofrecer una compensación. Digo provisionalmente,
pues Williams es renuente a aceptar un elemento clave de la
concepción de Arendt y que Young enfatiza; a saber, que la
responsabilidad no está sujeta a la intención y que, en consecuencia, debemos contemplar la presencia de responsabilidad
sin culpa en los campos político y moral, no solo como existe
en algunas jurisdicciones domésticas. El modo como Arendt
(2003) la enuncia posee una fuerza que nos enmudece: “Existe
tal sentido, reiriéndose a la relación entre empresarios bananeros y organizaciones paramilitares.
8
Para un examen de la responsabilidad en el ius ad bellum y el ius post bellum,
véase Jean Bethke-Elsthain (2012).
9
Un esquema básico sobre el tema puede hallarse en ICISS (2001).
359
una responsabilidad por las cosas que uno no ha hecho; a uno
le pueden pedir cuentas por ello” (p. 151). Para un corazón
republicano como el suyo, tal tipo de responsabilidad se deriva de la pertenencia a la comunidad y de una obligación de
participar en los asuntos públicos de la que uno no puede
eximirse esgrimiendo razones morales.
Aunque a primera vista luzca contraintuitiva, la responsabilidad sin culpa puede ejempliicarse en “las personas no
maliciosas que simplemente se atienen a la forma de hacer las
cosas de su sociedad” (Nussbaum, 2011, p. 16), cuando esa
forma de hacer las cosas es desconsiderada con los derechos
de las demás personas y conigura una sociedad indecente. La
propuesta que Young (2011) hizo sobre la responsabilidad
sin culpa incluye cuatro criterios de evaluación que son: 1) el
poder del agente; 2) una situación privilegiada; 3) el interés; y
4) su capacidad colectiva. Ella entiende que el poder es plural
y está difuminado en la sociedad y, también, que existen motivos y capacidades de acción que, en conjunto, hacen que la
responsabilidad se distribuya asimétricamente en una sociedad
pero que, a su vez, no se concentre solo en los más poderosos.
Este planteamiento nos ayuda a responder la pregunta sobre
de quién es la responsabilidad.
Me parece que la aplicación de la responsabilidad sin culpa
puede funcionar bien en una sociedad, como la colombiana,
caracterizada por la debilidad del Estado y que trata de salir
de una guerra en la que predominó la victimización horizontal.
Además, porque nos permite enfocar la construcción de Estado
y de ciudadanía y la atención a las injusticias en la estructura
básica de la sociedad como tareas que competen más a unos
que a otros pero, a in de cuentas, a todos. Tareas que sobrepasan los marcos del acuerdo de paz de 2016.
360
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México, D. F.: UNAM.
362
RECONCILIACIÓN CON CUERPO
Luis Eduardo Hoyos
Universidad Nacional de Colombia
RESUMEN
En el artículo se deiende que una genuina reconciliación debe
tener cuerpo, es decir, debe estar caracterizada por algo más
que la voluntad de reconciliación de las partes en un conlicto.
La “reconciliación con cuerpo” debe estar basada en la reparación material, la contribución a la verdad y el reconocimiento
de lo hecho (con su consiguiente aceptación de responsabilidad). El artículo enuncia una situación paradójica para el
caso colombiano: aunque muchos elementos de la JEP y del
Acuerdo de Paz del Teatro Colón permitirían pensar que hay
conciencia sobre el hecho de que la reconciliación en Colombia ha de tener cuerpo, la complejidad y amplia expansión de
la victimización, así como también la incapacidad de muchos
sectores de la sociedad de abandonar el unilateralismo sobre
esta última, hacen muy difícil que se dé dicha reconciliación.
363
INTRODUCCIÓN
La justicia transicional, como es bien sabido, está más enfocada
en la reparación de las víctimas que en el castigo a los victimarios. Se orienta más al futuro y a la restauración que al pasado,
y exige de los participantes en el conlicto, o en la situación
que ha sido abandonada, una disposición constructiva, una
renuncia a los ánimos de venganza y al resentimiento. En el
caso colombiano, la situación de la que se ha de salir a través
del tránsito negociado —no impuesto por una de las partes
tras una capitulación— es un conlicto altamente degradado
y persistente, en el que han sido inoperantes los mínimos principios de un Estado de derecho. La justicia transicional está,
además, movida por un ánimo pragmático, pues ella misma es
parte del incentivo que mueve a los agentes comprometidos
en la situación que ha de ser abandonada. Pero no por ello ha
de carecer de un fundamento normativo aceptable. Tanto su
enfoque prospectivo como su consideración de las víctimas
son los que, justamente, brindan ese fundamento.
Infortunadamente, cada día se van sumando en Colombia
más razones para no ser muy optimista con respecto a esa
disposición constructiva y reconciliadora que es necesaria en
un proceso transicional de justicia. Más de cien asesinatos de
líderes comunitarios y reclamantes de tierra en el último año
y medio (2016-2017), y una sociedad y un Estado impotentes
frente al hecho, no nos permiten sonreír.1
Hay muchas otras razones para, cuando menos, moderar el
optimismo: la aparente desidia y negligencia del Estado en la
implementación, y el incremento de los cultivos de coca. Por
sí mismo no sería tan grave esto último si no fuera porque se
volvió estribillo atribuir ese crecimiento a los acuerdos con
1
Los datos de la Defensoría del Pueblo dados a conocer a mediados de 2017
hablan de 186 muertos entre el primero de enero de 2016 y el 5 de julio de
2017 (Negret, 2017, julio 13).
364
las FARC. Ahora que el tema ha vuelto a la agenda pública, no
se oye a casi nadie relacionar ese incremento con la brutal revaluación del dólar; aunque haya algunas excepciones, como
Mauricio Cabrera Galvis (2017, julio 24) y una que otra voz
solitaria. El peso colombiano ha caído con respecto al dólar
desde 2013 en más del 50 %. Mientras que, en íntima conexión
con eso, el barril de petróleo ha pasado, en el mismo periodo,
aproximadamente de 100 dólares a 40 y algo por barril. No
considerar ese contexto en el aumento de los cultivos de coca
es inexplicable. Atribuirlo al acuerdo de paz es, a mi parecer,
un acto de mala fe… y de ceguera, ante lo que seguirá siendo
una de las fuentes más nefastas de nuestras tragedias: la política prohibicionista internacional, que es la que ocasiona la
altísima rentabilidad del negocio.
Vale la pena mencionar, por otra parte, que en Colombia,
en el 2016, o sea sin conlicto armado con las FARC, “murieron
22 254 personas de manera violenta”. El homicidio es la principal causa de muerte en el país, la segunda son los accidentes
de tránsito (El Tiempo, 2016, febrero 6). Por último, se ha de
tener en cuenta que, según el Observatorio de Desplazamiento
Interno (IDMC) y el Consejo Noruego para Refugiados (NRC)
(2017), Colombia registró en 2016 el mayor número de desplazados internos del mundo (7.2 millones de personas), por
encima de Siria (6.3 millones), Irak (3.0) y Sudán (3.3). Hay
que advertir, por supuesto, que de los mencionados el nuestro
es el único país con cifras oiciales.
Esto genera confusión y desconcierto. Y es que, para empezar, el conlicto con las FARC es tan solo una parte —no
despreciable, ciertamente, pero solo una parte— de los conlictos que han campeado en este país en los últimos cincuenta
años, y también ha sido, entre otras cosas, un conlicto muy
confuso, desarrollado en contextos violentos muy enrarecidos,
más de lo que usualmente pensamos. Uno de los síntomas de
esa confusión, no el único, pero sí uno muy importante, es la
365
diicultad de establecer en el contexto de ese conlicto el estatus de las víctimas.
Muchos investigadores y analistas del conlicto y de la
violencia en Colombia se han enfrentado a esta diicultad y
han propuesto darle diversas salidas. De acuerdo con algunos
de estos puntos de vista, se pueden establecer al menos tres
modos de considerar la victimización en Colombia, como se
muestra a continuación.
VICTIMIZACIÓN HORIZONTAL E IRREGULARIDAD
SIMÉTRICA
Se denomina así para distinguirla de la “victimización vertical”,
en la que claramente hay un agresor y un violador determinable
y muy visible de los derechos humanos —normalmente el Estado
y sus agentes, como en los modelos dictatoriales del Cono Sur
en los años setenta y ochenta—. El concepto de “irregularidad
simétrica” es introducido por Stathis Kalyvas y ha sido usado
también en relación con guerras intercomunales. En nuestro
medio, ha sido defendido por Iván Orozco (2005; 2011), y es
indispensable, según él, para establecer “una adecuada distribución de responsabilidades por los crímenes perpetrados”
(pp. 173-174). La irregularidad simétrica permitiría deinir,
“a través de una larga y difícil negociación política, múltiples
centros colectivos de imputación de responsabilidades de toda
índole, políticas, legales y morales” (p. 174).
Es más o menos evidente que esta caracterización está apuntando a la formación de ejércitos privados que se han enfrentado por su cuenta —sin negar que hayan recibido apoyo de
agentes estatales— a los ejércitos insurgentes. Característico
de esta “victimización horizontal” es que se produce en ambas
direcciones y que en muchas ocasiones ocurre que el que fue
víctima también se hace victimario y viceversa, en círculos más
o menos demenciales.
366
VICTIMIZACIÓN MÚLTIPLE
Contra esta forma de ver el asunto, Rodrigo Uprimny y María
Paula Saffon (2005) han propuesto que es más adecuado hablar
de lo que llaman una “victimización múltiple”:
En Colombia en lugar de formas de victimización simétrica u
horizontal de los diversos actores armados y sus bases sociales
de apoyo, el conlicto produce una victimización múltiple de la
sociedad civil por parte de los actores armados. De hecho, la
guerra colombiana no se caracteriza por una movilización ciudadana masiva a favor de o en contra de los actores armados. La
sociedad civil no apoya activamente a uno u otro bando, sino
que sufre indiscriminadamente los ataques de todos. (p. 227)
Concordante con esta idea es la imagen de una sociedad
civil inerme y más o menos ajena al conlicto que se halla atrapada en medio de él.
UNILATERALISMO
Se trata, fundamentalmente, de dos posturas: por una parte,
la de aquella que solo ve la victimización en consideración a
crímenes de Estado, como es el caso de los tristemente célebres “falsos positivos”, pero también el de la ignominiosa
persecución en contra de los militantes de la Unión Patriótica
(Cepeda y Girón, 2005; 2006). De acuerdo con esta postura el
paramilitarismo está directa y fundamentalmente asociado en
Colombia a un fomento estatal de la autodefensa armada. Ese
fomento no sería episódico sino estructural. La actitud de las
FARC suele estar también muy inclinada a abrazar esta visión
unilateral de la victimización.
La otra forma de unilateralismo está encarnada en una
posición duramente enfrentada a esta última y se detiene principalmente en los crímenes de las FARC y de las guerrillas de
367
izquierda en contra de la sociedad y del Estado. Las fuerzas
políticas de derecha, representadas emblemáticamente por el
uribismo, son quizás las principales defensoras de esta tesis
unilateral sobre la victimización. No cabe duda que el gobierno
de Álvaro Uribe Vélez se presentó siempre como el gobierno
de las víctimas del secuestro, asociado este último principalmente a las FARC y al alto nivel de degradación de la lucha de
la insurgencia armada.
Creo que ninguna de estas tres maneras de considerar la
victimización es aceptable por sí sola, pero pienso que todas
ellas aportan algo para la comprensión del complejo, múltiple
y pluridimensional fenómeno de la victimización en este país.
VICTIMIZACIÓN MÚLTIPLE, COMPLEJA Y GENERAL
La victimización ha sido en Colombia muy compleja y variada, y seguramente una completa caracterización de ella ha de
tener en cuenta forzosamente mucho de lo que cada una de
las posiciones mencionadas deiende.
En Colombia, efectivamente, puede hablarse de vastas zonas
en las que ha primado la llamada “victimización horizontal y
simétrica”, pero también es evidente que hay sectores políticos
y sindicales que han padecido abusos y violencia de parte de
representantes del Estado, esto es, que son claramente “víctimas verticales y asimétricas”. Así mismo, es innegable que
ha habido víctimas directas de la barbarie guerrillera que no
han tenido nada que ver con el paramilitarismo o con posiciones ideológicas contrarias a los idearios de la insurgencia de
izquierda, es decir, que no podrían ser llamadas sin más “víctimas horizontales”. Otro tanto puede decirse de los excesos
que trajo consigo la función de “vigilancia” social —y no solo
contraguerrillera— que asumió el paramilitarismo en muchas
zonas del país (CMH, 2012, p. 119).
Tampoco se puede desatender el hecho de que en Colombia ha habido “victimización múltiple”. Aunque tal vez no se
368
pueda sostener sin más que los actores armados en Colombia
han emprendido una “guerra contra la sociedad”, como lo
sostuvo el historiador Daniel Pécaut (2001), sí es importante
tener en cuenta que la victimización en Colombia es múltiple y
compleja. Es justamente esta complejidad la que permite apreciar que en Colombia no es nada infrecuente que las víctimas
suelan ser también victimarios y que estos, a su vez, se tornen
con facilidad en víctimas. Pero no solo eso: es a tal punto compleja la victimización en Colombia que se puede airmar que
todos los agentes sociales han sido en mayor o menor medida,
directa o indirectamente, víctimas del conlicto. Lo cual no
vale, por supuesto, para el estatus de victimario.
Pese al riesgo de abstraer demasiado, de incurrir en un
relativismo que llevaría a eludir las responsabilidades por los
desmanes, hay que reconocer que en Colombia todos hemos
sido, en mayor o menor medida, víctimas del conlicto armado. La sociedad colombiana en su conjunto ha sido víctima
del conlicto. Porque debido a él se ha retrasado su desarrollo
cultural y político, se han roto los lazos sociales, se ha vivido en
el miedo y en el dolor, se ha debilitado el Estado de derecho y
se ha frenado el desarrollo económico. De modo que la victimización no ha sido únicamente múltiple, diversa y compleja,
sino también general.
Es justamente con miras a no incurrir en un relativismo
o en una generalización que lleven a la disolución de las responsabilidades que hay que determinar los diferentes tipos de
víctimas en el conlicto colombiano. Pero sin negar que también
ha habido victimización y afectación generales. Siendo así,
la reparación también deberá ser concebida como compleja
y general.
El conlicto colombiano ha arrojado muy diversos tipos de
víctimas directas: hay víctimas del paramilitarismo, de la guerrilla, víctimas de agentes del Estado. Y no se trata siempre,
por supuesto, de víctimas que han tenido directa participación
en el conlicto. Sabido es que en la estrategia arrasadora del
369
paramilitarismo, que propició el mayor número de masacres,
cayó mucha gente que no solo no tenía participación directa
en el conlicto en el que aquel se ha trenzado con las guerrillas,
sino que no tenía ninguna. A su vez, muchas, quizás la mayoría,
de las víctimas del secuestro, crimen perpetrado principalmente
por las guerrillas de izquierda —aunque también, claro, por
la delincuencia común—, eran totalmente ajenas al conlicto
mismo. En los crímenes de lesa humanidad perpetrados por
fuerzas del Estado, como los llamados “falsos positivos”, también cayeron muchas personas que no pueden ser consideradas
como agentes activos del conlicto. Todo lo contrario, incluso,
se trataba de personas que por su indefensión y por ser poco
visibles socialmente fueron asesinadas con uno de los propósitos más perversos que puede mostrar la historia del desangre
colombiano en toda su historia.
Si la victimización es tan compleja, evidentemente también
lo será la reparación. El no reconocimiento del carácter múltiple
y complejo de la victimización y sobre todo la incapacidad de
desprenderse del unilateralismo pueden impedir que se dé en
Colombia lo que denomino la “reconciliación con cuerpo”. Al
mismo tiempo, empero, la complejidad y la amplia expansión
de la victimización son las que hacen muy difícil que se dé
dicha reconciliación. Una paradoja trágica.
¿QUÉ ES LA “RECONCILIACIÓN CON CUERPO”?
He querido presentar un panorama muy básico y esquemático
de la victimización en Colombia, hasta la actualidad. Ahora lo
que deseo es que confrontemos este panorama con lo que, siguiendo una sugerencia de Martha Minow (2002, p. 25), puede
llamarse “reconciliación sin cuerpo”, de suerte que podamos
ver de qué modo podría el acuerdo de paz del Teatro Colón
en general y la JEP en particular promover una “reconciliación
con cuerpo”, o si ella es posible en Colombia. Para aclarar el
concepto de “reconciliación sin cuerpo” voy a servirme de
370
una ilustración, que es a su vez una estilización de una que
presenta Minow:
Un chico —digamos Juan— ha tomado prestada de otro
chico del vecindario —Pedro— su bicicleta, pero no se la ha
devuelto en el día que habían estipulado. Pedro le pide reiteradamente a Juan que le devuelva su bicicleta, pero Juan
inventa múltiples pretextos para aplazar dicha devolución.
Y el tiempo pasa. En Pedro empieza a crecer la indignación,
sobre todo porque puede ver que Juan utiliza su bicicleta. Al
comprender Pedro que el objetivo de Juan es robarle su bicicleta corta toda relación de amistad con él, le niega el saludo,
lo mira con recelo cada vez que lo ve, lo amenaza incluso con
contarles a sus padres. Para ejercer más presión aun, acude al
recurso de la sanción social: cuenta a todos sus amigos lo que
Juan ha hecho, entre otros. Todo esto hace efecto sobre Juan,
lo mortiica. Entonces un buen día se le acerca a Pedro y le
dice: “Oye, quisiera que habláramos. Esta situación de los dos
es insostenible. Tú no me saludas, me miras cada vez que me
ves de modo incluso amenazante y además estás hablando mal
de mí por todo el barrio. Te propongo de buen grado que busquemos llegar a un in de este conlicto y que hablemos de una
reconciliación. ¿Qué te parece?” Y le tiende la mano. Pedro le
responde: “Me parece bien, pero, ¿y qué de la bicicleta?”. A
lo que Juan responde: “No. No. Tú no has entendido, quiero
que hablemos de reconciliación, no de la bicicleta”.
Lo que quiere Juan es una “reconciliación sin cuerpo”,
que podría ser incluso insultante. Para cualquiera es evidente
que el tema de la reconciliación y de la reparación entre Juan
y Pedro pasa por la devolución de la bicicleta. Pero no solo
eso: es esencial que Juan reconozca lo que ha hecho y que
acepte que ha violado un derecho, en este caso, el derecho de
propiedad de Pedro sobre su bicicleta. Basta con dar un par
de vueltas a algunas de las intuiciones morales que el ejemplo
activa para poder considerar al menos dos cosas: primero, que
si la reconciliación ha de ser más que una mera voluntad de
371
reconciliarse, de acabar con un problema, es decir, más que
una “reconciliación sin cuerpo”, esta debe ser el resultado de
un efectivo reconocimiento de lo hecho y de que lo hecho no
es aceptable; por tanto, y en esa medida, ese reconocimiento ha
de llevar consigo una garantía de no repetición; segundo, una
efectiva reconciliación; una reconciliación con cuerpo, debe
tener como uno de sus ejes el “asunto de la bicicleta”. Una
intuición moral muy elemental nos dice que si no hay devolución de la bicicleta no tiene sentido hablar de reconciliación.
Supongamos ahora que el “conlicto” entre Pedro y Juan
ha escalado, ha seguido pasando el tiempo y el resentimiento
de Pedro ha ido creciendo, al punto que un buen día, cansado
de que sus reclamos sobre el derecho de propiedad sobre su
bicicleta no han surtido ningún efecto, toma la decisión de ir a
la acción, y entonces hace un daño en la casa de Juan, digamos
que rompe los vidrios de la sala, con tan mala suerte que hay
testigos que le cuentan a Juan lo sucedido.
Viene entonces la reclamación de Juan. Ahora asume él el
papel de víctima y llega incluso a decir que los gastos por la
reparación del ventanal superan en mucho el valor de la bicicleta. Para aumentar la diicultad, supongamos que antes de
decidirse por agredir a Juan, o a su propiedad, Pedro acudió
a la Policía, pero esta no respondió efectivamente ninguna de
las veces que él puso la queja, y fue eso, según él, lo que lo
llevó a ejercer justicia por su propia cuenta.
Podemos seguir complejizando y estilizando la ilustración
al punto que lleguemos a una situación en que la idea de una
reconciliación con cuerpo se nos haga muy difícil o no aparezca
tan claramente como en la situación original, la que nos permitía
activar con relativa sencillez intuiciones morales básicas y más
o menos aceptables. Pasaría eso si suponemos, por ejemplo,
que las familias de Juan y Pedro intervienen y después los
amigos de cada uno, tomando partido los unos por Juan y los
otros por Pedro, al punto que forman bandos o pandillas que
guerrean entre sí cada vez que pueden. Entre otros.
372
Creo que, bien guardadas las proporciones, algo así ha
ocurrido en Colombia. La situación es paradójica. Por una
parte, es necesario que la reconciliación tenga cuerpo, es decir,
que tenga al menos dos ejes básicos: reparación material, por
un lado, y contribución a la verdad y reconocimiento de lo
perpetrado, por el otro. Seguramente será también de mucho
contenido simbólico algún tipo de petición de perdón. Pero no
me quiero meter aquí con un tema que me parece muy delicado y que, por lo pronto, no toca el punto que quiero subrayar
en esta presentación. En todo caso, lo que sí parece necesario
a la posibilidad de una reconciliación con cuerpo es el reconocimiento de algún tipo de responsabilidad. Pero, por otra
parte —esta es la otra punta de la paradoja—, la escalación, la
expansión de la victimización y la complejización del conlicto,
hacen muy difícil la reconciliación con cuerpo, al menos en lo
que a la contribución de los agentes participantes se reiere.
¿Cómo salir de esa diicultad? No quiero poner mis manos en el fuego para defender a toda costa que se puede; sin
embargo, si consideramos un par de elementos importantes
del acuerdo de paz del Teatro Colón en general y de la JEP en
particular, podremos quizás señalar algunas claves de solución.
La Jurisdicción Especial para la Paz prevé, en efecto, dos
asuntos clave: la reparación material y la contribución a la
reconstrucción de la verdad —junto con el reconocimiento de responsabilidades— para acceder a la alternatividad
penal contemplada en ella. Es común creer que para que la
reparación tenga efectos de justicia debe formar parte de un
proceso de rendición de cuentas de los victimarios, de suerte
que ellos sientan, de algún modo, que están formando parte
de un proceso de justicia (De Greiff, 2006). Esto parece estar
propiciado por la JEP. Si a ello añadimos que ella fomentaría
la reparación en muchos sentidos —material, restaurador de
vínculos sociales y digniicador de la memoria—, podría airmarse que contribuye a un proceso de reconciliación efectiva.
373
Sin embargo, una reconciliación con cuerpo como la que
requerimos, pero que se hace tan difícil dado el carácter difuso y el grado de complejidad del conlicto, y sobre todo de la
victimización, necesita forzosamente políticas de transformación institucional que conduzcan a hacer desaparecer muchas
de las causas que han provocado el conlicto y muchos de los
incentivos para la acción violenta, para lo que algunos han llamado “violencia pública”,2 pero también social y organizada.
Ese elemento de transformación institucional no concierne, en
principio, a los participantes directos del conlicto —y de la
negociación— sino que se reiere a condiciones institucionales
más básicas para la desincentivación del crimen y la facilitación
de la no repetición.
Es más o menos claro que el acuerdo de paz con las FARC
está atravesado por este espíritu. La reforma rural integral y
la articulación a esta de las políticas de sustitución de cultivos
de drogas son un buen ejemplo de ello. Para todos es también
evidente que se trata de proyectos limitados, y así y todo se
han enfrentado a la más acérrima oposición de derecha, una
oposición que recuerda los días del Pacto de Chicoral3 en los
años setenta.
Lo importante del asunto, en todo caso, es que la posibilidad
de una reconciliación con cuerpo en Colombia pasa necesaria2
El concepto es de Marco Palacios (2012) y “denota toda forma de acción
social o estatal por medios violentos que requiera un discurso de autolegitimación” (p. 25). La noción me parece muy útil, pues permite cobijar el
alto grado de generalización y expansión de la violencia en Colombia. Sin
embargo, creo que es importante expandir en la deinición el concepto de
“autolegitimación” o de “discurso autolegitimador”, de suerte que no se
reduzca únicamente a los discursos de tipo político o con pretensiones de
ser tales.
3
El Pacto de Chicoral tuvo lugar en 1972 y fue una concertación entre los
dos partidos tradicionales colombianos, el Conservador y el Liberal, para
abandonar o hacer inviables muchas de las políticas propuestas por el proyecto de reforma agraria del gobierno de Lleras Restrepo (1966-1970) y del
Frente Nacional (Villamil Chaux, 2015).
374
mente por una articulación entre las políticas de Estado y la
dinámica social, de suerte que tenga lugar una transformación
institucional en dirección a una expansión de los derechos, y
no en último término de los de propiedad, y a una mayor inclusión. Me parece clave de ese proceso que no se lo vea como
algo que viene desde arriba, sino que surge desde abajo, desde
las comunidades, acompañadas y protegidas por el Estado.
Si no se puede ser medianamente optimista en este punto en
Colombia, no se podrá serlo de ningún modo.
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376
MEMORIA, INTELECTUALES Y POLÍTICA
Gustavo Duncan y Valeria Mira
Universidad EAFIT, Colombia
RESUMEN
La memoria, entendida como la narración de sucesos pasados,
es un territorio de reivindicaciones y disputas, y su construcción es un ejercicio político. En el ámbito del posacuerdo en
Colombia es inevitable que este ejercicio tenga una relación
directa en la asignación de responsabilidades de los diferentes
actores del conlicto armado colombiano y en la deinición de
políticas y decisiones de gobierno. El análisis de las consecuencias de este proceso en un escenario de posiciones en disputa
como el que actualmente se vive en el país, es necesario para
abordar de forma comprensiva las implicaciones políticas de
la construcción de memoria histórica. Este capítulo, a través
de un análisis bibliográico y de coyuntura, busca poner de
maniiesto la importancia de los intelectuales y cientíicos sociales en la construcción de memoria histórica en Colombia.
La conclusión es que la reconciliación como in último de los
377
procesos de transición exige realizar un esfuerzo por la construcción de un relato mínimamente justo y equilibrado con
las responsabilidades que le puedan caber a cada quien. Los
intelectuales y cientíicos sociales serán los responsables de
construir las narrativas sobre lo ocurrido durante el conlicto
y de presentarlas a la sociedad. En ese sentido, les cabe una
enorme responsabilidad en la actual coyuntura histórica.
INTRODUCCIÓN
La construcción de la memoria histórica, como un ejercicio
que asigna las responsabilidades en el conlicto y deine la
naturaleza de las víctimas y de los victimarios, dista de ser un
ejercicio pasivo en términos políticos. Incluso la construcción
de memoria es en esencia un ejercicio político. Por simple
sentido de justicia, la asignación de responsabilidades implica que unos sectores de la sociedad, por los daños causados,
se deberán comprometer con concesiones que incluyen cambios en la distribución de obligaciones y recursos en el orden
social. Pero, además, necesariamente conduce a procesos de
legitimación y reivindicación de unos actores, al tiempo que
deslegitima y cuestiona a otros.
En efecto, los actores que en la elaboración de la memoria
queden retratados como responsables, en mayor o menor grado, estarán obligados a ceder inluencia política; mientras que
quienes tengan habilidades para ser retratados como víctimas
y, sobre todo, quienes sepan asumir el papel de jueces morales
y públicos de las actuaciones de terceros durante el conlicto,
tendrán una oportunidad de oro para reclamar posiciones de
poder en el Estado y en los partidos políticos.
Por esta razón para las FARC es tan importante situar la
discusión de las responsabilidades en el conlicto en la deinición de los perpetradores más allá de los combatientes y de
los ejecutores directos. Es una victoria política porque borra
la distinción entre las élites políticas y económicas y quienes
378
ejecutaron la violencia contrainsurgente, bien fueran militares o paramilitares, y de paso equipara su situación a la de la
jefatura de las FARC que, como se sabe, tuvo una responsabilidad directa por haber dirigido el ejército insurgente sobre el
terreno. Es, en últimas, una estrategia dirigida a poner en el
mismo nivel al Estado y a la guerrilla, con el argumento de que
se trataba de dos bandos con intereses políticos y económicos
contrapuestos que, con sus respectivos ejércitos, se enfrentaron
en una guerra llena de excesos y brutalidades.
La otra cara de la moneda son los ejercicios de memoria
histórica que retratan a la insurgencia como un actor descompuesto por la codicia; la ideología insurgente es una mera fachada de organizaciones terroristas para legitimar la acumulación
de riqueza privada desde el narcotráico y demás economías
criminales. Por supuesto, bajo esta versión la legitimidad de
las FARC es mínima, así como su viabilidad como un actor que
reclama espacios políticos dentro de las instituciones de la democracia y que se proclama como el verdadero representante
de los intereses de los sectores más desfavorecidos en el orden
social. El objetivo es neutralizar cualquier aspiración política
de los jefes de las FARC y de los sectores ideológicos aines.
En este ensayo proponemos que, entre estos dos extremos,
más allá de que los autores sean conscientes o no de sus sesgos
ideológicos, se mueve y se moverá la producción cientíica sobre
el conlicto colombiano y será inevitable que, como cualquier
producto de investigación social sobre un tema políticamente
tan delicado, tenga efectos en la forma como la sociedad interpreta el conlicto y, por consiguiente, en la forma como se
elabora la memoria histórica. Por consiguiente, los resultados
de la Comisión de la Verdad y de la construcción de narrativas
sobre el conlicto a cargo de intelectuales y cientíicos sociales
tendrá, en últimas, y de acuerdo con su impacto en la opinión,
efectos políticos.
Esto es inevitable per se, pero una cosa son los académicos
con sesgos ideológicos y otra los académicos con una agenda
379
política, cuyo propósito es acomodar la interpretación de lo
sucedido para que un grupo político en particular salga favorecido en la redistribución del poder. De este detalle dependerá el papel de la academia colombiana en los ejercicios de
memoria durante el posconlicto.
EL SENTIDO POLÍTICO DE LA MEMORIA
La memoria, entendida como la narración de sucesos pasados,
es un territorio de reivindicaciones y disputas. En ella se evidencia la lucha de poder entre los distintos sectores que pretenden inscribir en el recuerdo de las comunidades símbolos e
interpretaciones determinadas (Isla, 2003). El establecimiento
de la memoria oicial se convierte entonces en una pugna de
intereses por la deinición de lo que será o no será recordado.
Esta deinición exige llevar a cabo un ejercicio interpretativo
de los hechos que originarán la narración que se convertirá en
memoria, y sus resultados estarán marcados por las formas de
entender el mundo de las personas que lo realicen. La tarea de
construir la memoria oicial estará determinada necesariamente
por los individuos que la asuman, toda vez que narrar el pasado
en tercera persona del plural implica, ante todo, una relexión
personal de los hechos que pasará necesariamente por el tamiz
de las experiencias y las convicciones del narrador.
En ese escenario es importante preguntarse por el sentido
político de la construcción de memoria en el ámbito del posacuerdo, dado que inevitablemente este ejercicio tendrá un
impacto directo en la asignación de responsabilidades de los
diferentes actores del conlicto armado colombiano y en la
deinición de numerosas políticas y decisiones de gobierno.
La memoria oicial será la pauta de creación e interpretación
de normas de conducta y el criterio de asignación de recursos
y obligaciones en el nuevo escenario que surja de la reconciliación de las distintas fuerzas, así sea una reconciliación
meramente formal sin verdadera aceptación entre las partes.
380
Lo anterior pone de maniiesto la necesidad de analizar detenidamente las consecuencias de la construcción de memoria
en un escenario en disputa, no necesariamente violento, pero
sí de constante disputa política para imponer a la contraparte
una interpretación de los hechos con sus consecuentes efectos
en la distribución de responsabilidades y toma de decisiones
de gobierno.
Si partimos de entender la memoria como un campo de juego
en el que diferentes actores políticos compiten abiertamente,
y no como un concepto elaborado por intelectuales y transmitido a las comunidades a través de las autoridades (Moreno,
2007), debemos aceptar su carácter político e integrarlo a las
discusiones que surgen en este momento en el país alrededor
de la memoria histórica del conlicto armado. Javier Moreno
(2007) utiliza una expresión que consideramos acertada para
acercarnos a este análisis: memorial agenda, que se puede traducir con mayor precisión como “agenda política de la memoria”. La fórmula de agenda de la memoria es un punto de
partida para la relexión sobre su sentido político, tal como lo
hace Moreno cuando analiza la derrota de España durante la
guerra colonial de 1898, conocida como El Desastre. El autor
airma que este suceso impulsó la agenda de la memoria de los
nacionalistas españoles que vieron la oportunidad de revivir
antiguas glorias bélicas con la celebración del centenario de
la Guerra de la Independencia en 1908. Este suceso muestra
cómo la narración de los sucesos del pasado —memoria— sirve
a los ines políticos de cierto sector de la sociedad, en este caso
los nacionalistas españoles, en contraposición a los intereses de
otros grupos, por ejemplo, los nacionalistas vascos o catalanes.
Otro momento histórico de España ilustra el asunto en
cuestión: la transición a la democracia luego de la muerte de
Franco. Durante este periodo se instauró la llamada “política
del consenso”, que implicaba un “acuerdo sobre el pasado”,
en el cual se pactó no rendir cuentas al respecto y que derivó,
posteriormente, en una amnistía para los delitos cometidos
381
durante la dictadura (Cuesta, 2007). Sin embargo, este pacto
de silencio no trascendió a la esfera social y cultural y se limitó
mayoritariamente al campo político (Juliá, 2003). Se puede
decir, entonces, que fue un acuerdo de élites que buscaba la
no repetición de un pasado indeseable a partir de su propia
negación como estrategia para superar conlictos pasados que
aún no habían sido resueltos entre algunas fuerzas sociales.
Esta dicotomía muestra la ruptura entre la construcción de
la memoria oicial y la no oicial. La primera marcada por
el olvido y el silencio y promovida por las autoridades, y la
segunda alentada por los recuerdos personales y colectivos
de sectores de la sociedad, de ambos bandos, que no estaban
dispuestos a olvidar.
Más adelante, en la historia de España se evidencian esfuerzos por recuperar la memoria histórica de la dictadura y,
nuevamente, en el campo de juego de los poderes políticos e
ideológicos se abre la competencia. Ahora los contrincantes,
además de buscar una reivindicación a la memoria de las víctimas, buscan, a través de la narración de los hechos del pasado,
imponer una versión favorable a sus intereses y a su agenda
política. Los movimientos sociales que buscaban la recuperación de la memoria histórica de la dictadura no tuvieron mucho eco durante el conservador gobierno del Partido Popular
(PP) y fueron revitalizados con la llegada al poder del Partido
Socialista Obrero Español (PSOE) (Escudero, Campelo, Pérez
y Silva, 2013). Tres sucesos políticos muestran la pugna en el
campo de juego de la memoria en este periodo: la creación de
la comisión interministerial para el estudio de la situación de
las víctimas de la Guerra Civil y del franquismo, la declaración
del Parlamento de nombrar el año 2006 como el de la memoria histórica y la proclamación de la Ley 52 en diciembre de
2007. Luego de años de silencio oicial, el gobierno empieza
tímidamente a retomar la cuestión de la memoria. Sin embargo, la “línea editorial” de la Transición Democrática subyace
en la narración de los hechos de la dictadura. Para el PP y la
382
derecha española una concesión en ese sentido implicaría abrir
una caja de Pandora que se les devolvería en términos de los
conlictos que se podrían revivir y de las responsabilidades que
se les podrían atribuir a sus cuadros políticos.
Pero más allá de analizar las consecuencias que pudo o no
tener la eventual aplicación de la Ley 52, queremos evidenciar
la pugna ideológica entre los partidos políticos que se da en el
escenario de la discusión sobre la memoria histórica. Por algo
el entonces candidato presidencial, Mariano Rajoy, airmó en
la campaña de 2008 que en caso de llegar al poder derogaría
la Ley de Memoria Histórica (Escudero, Campelo, Pérez y
Silva, 2013), cosa que efectivamente no realizó, pero cuyo
poder discursivo nos lleva a corroborar el sentido político
de la construcción de memoria y la importancia del mismo a
la hora de establecer compromisos y responsabilidades para
ciertos sectores de la sociedad.
En consecuencia, quien dicte la memoria oicial tendrá el
poder de asignar responsabilidades a los diferentes actores del
proceso que se quiera recordar; es decir, la manera como se
recordarán estos actores deinirá su rol dentro del escenario
del posacuerdo, no solo en materia de asignación de recursos
y responsabilidades sino también en cuanto a su reposicionamiento en las escalas del poder. El caso español sirve como
ejemplo para entender que más allá de un esfuerzo conceptual,
la construcción de memoria histórica implica un ejercicio de
poder y, como tal, tendrá un impacto directo en la arena política.
Las etiquetas de víctima, victimario, patrocinador, cómplice o
cooperador no son simples categorías de análisis; son marcas
de poder dentro de una compleja red de intereses y agendas
políticas. La responsabilidad que implica narrar el pasado de
una nación se enmarca indudablemente dentro del espectro
de las decisiones políticas, y como tal debe ser asumida de
manera sensata dentro de un contexto de reconciliación que,
a in de cuentas, es el in último de los procesos de transición.
383
EL EJERCICIO DE CONSTRUCCIÓN DE MEMORIA
EN LA ACTUAL COYUNTURA COLOMBIANA
Si algo se puede predecir en la actual coyuntura política colombiana es que muy difícilmente las FARC volverán a la confrontación armada. Los principales mandos de las FARC ya han hecho
en la práctica su tránsito a la vida pública, lo que incluye una
participación activa en la política así por ahora sea solo en el
escenario del debate público.1 Sin embargo, la paz inalmente
alcanzada con las FARC está lejos de traer la paz política. El uribismo, del mismo modo que otros tantos sectores de derecha,
han expresado abiertamente que no reconocen los acuerdos.
Algunos han llegado al extremo de airmar que si llegaran al
poder los “harían trizas” (Semana, 2017, 8 de mayo).2 En conversaciones informales con cuadros más moderados del uribismo
su postura es menos radical. Sostienen que en caso de llegar al
poder no destruirían todo lo acordado, tan solo replantearían
ciertos compromisos pactados que son inconvenientes para
sectores cercanos a ellos y seguirían comprometidos con temas
1
Según el artículo transitorio 20 del Artículo 1.° del Acto Legislativo 01 de
2017, las imposiciones de sanciones en la Jurisdicción Especial para la Paz
(JEP) no inhabilitará la participación política ni limitará el ejercicio de ningún
derecho, activo o pasivo, de participación política. En ese mismo sentido, el
Artículo 2.° de dicha norma aclara que los miembros de los grupos armados
organizados al margen de la ley condenados por delitos cometidos por causa, con ocasión o en relación directa o indirecta con el conlicto armado,
que hayan suscrito un acuerdo de paz o se hayan desmovilizado, siempre
que hayan dejado las armas y acogido al marco de justicia transicional respectivo, estarán habilitados para ser designados como empleados públicos,
trabajadores oiciales cuando no estén privados de la libertad; asimismo,
podrán suscribir contratos con el Estado. En ambos casos, los beneiciados
no podrán haber sido condenados por delitos dolosos posteriores al acuerdo
o a la desmovilización.
2
Es el caso de Fernando Londoño, quien durante la convención del Centro
Democrático airmó que “el primer desafío del CD será el de volver trizas
ese maldito papel que llaman el acuerdo inal con las FARC”.
384
como la reinserción de los excombatientes rasos de las FARC
(Asesor 1, comunicación personal, julio de 2017).
Sea como fuere, se imponga la línea dura de la derecha o la
visión de los moderados, lo cierto es que si aquellos ganan las
elecciones en 2018 tienen el suiciente respaldo de opinión y
condiciones políticas favorables para proceder a una revisión
de los acuerdos. Disponen de un argumento poderoso con el
triunfo del No en el plebiscito. En todo momento dijeron que
los nuevos términos acordados luego de la derrota del Sí no
eran suicientes para aceptar una irma inal. Por consiguiente,
tienen cómo argumentar que el acuerdo tal como está redactado
no los compromete. Y eso no es todo. Hay un argumento más
poderoso que llevaría al uribismo a replantear los términos
del acuerdo de paz: es que pueden hacerlo sin que las FARC
tengan cómo impedirlo. Dentro de un año, luego de las elecciones presidenciales y legislativas, será casi imposible para la
jefatura guerrillera volver a organizar un ejército insurgente.
La capacidad de respuesta frente a una alteración arbitraria
de los acuerdos será exclusivamente política, es decir, de la
protesta que puedan hacer líderes de izquierda como Iván
Cepeda o Piedad Córdoba y de las movilizaciones de la Marcha Patriótica, lo que es muy poco en términos de inluencia
social, si se tiene en cuenta el respaldo electoral del uribismo
y la antipatía de la sociedad hacia las FARC.
Peor aún, las FARC no contribuyen en sus actuaciones cotidianas y en su tránsito hacia la legalidad a relajar el actual
clima de polarización. La resistencia inicial a asumirse como
victimarios y al tiempo reclamar el papel de víctimas, la caleta
con armas descubierta por el ejército en Puerto Leguízamo, Putumayo (Sánchez Á., abril 20, 2017) y la foto de Jesús Santrich
volando en primera clase que se difunde en las redes sociales3
(El Colombiano, 2017, abril 20) son detalles insigniicantes en
3
Esta fotografía permite apreciar a Santrich ocupando un puesto de clase
ejecutiva en un vuelo entre Bogotá y Barranquilla.
385
el proceso hacia una desmovilización deinitiva, pero contienen
un profundo impacto simbólico. Son los hechos que conirman
que el discurso uribista y de la derecha basado en la desconianza
y en el miedo tienen fundamento. Puede que ni la caleta ni la
foto sean en realidad una entrega del país al “castrochavismo”,
como recurrentemente se invoca, pero a una inmensa mayoría
de ciudadanos así podría parecerle. La consecuencia obvia es la
deslegitimación de los acuerdos alcanzados y la posibilidad de
reversarlos mediante la elección de candidatos presidenciales
y congresistas que prometan incumplirlos.
Ahora bien, que no pase mayor cosa si se reversan los
acuerdos, sobre todo que no se reactive la insurgencia armada,
no quiere decir que el camino del incumplimiento sea el más
adecuado; todo lo contrario. Se agudizaría una guerra política
tan intensa, al punto que podría poner en riesgo las mismas
instituciones liberales —en el sentido ilosóico, no partidista
del término— que rigen el país. La coyuntura actual es de
una pugnacidad peligrosa, casi insana. Amplios sectores de la
política no reconocen la legitimidad del otro como adversario.
Una parte de la izquierda y de la coalición política que rodea
a Juan Manuel Santos considera al uribismo como sujeto de
tratamiento por la justicia y no como un movimiento político
que, para bien o para mal, representa las preferencias de casi
la mitad de la población. Los más extremistas sueñan con llevar a Álvaro Uribe Vélez a los tribunales internacionales, al
tiempo que claman por un espíritu reconciliatorio para facilitar la reinserción de las FARC, sin mayores sanciones ni penas
reales. Es un absurdo porque en la práctica sería inaceptable
para la población un acuerdo que conduzca a que genocidas
que ordenaron delitos de lesa humanidad como Timochenko
e Iván Márquez no paguen un día de cárcel y vayan al Congreso sin necesidad de ganarse la curul mediante la votación
de la población, mientras un expresidente que goza de amplia
popularidad es enviado a un tribunal internacional.
386
Por el lado del uribismo y la derecha la pugnacidad es igual
de intensa, agravada además por la disputa entre Uribe y un
sector de la justicia al que se asocia como instrumental al presidente Santos. Es una situación delicada a la que no se le ha
prestado suiciente atención y que, en caso de no resolverse,
podría llevar a un enfrentamiento peligroso entre la élite política. Toda la persecución de iguras cercanas a Uribe se traduce
en que en la contienda electoral de 2018 se va a deinir, entre
tantas cosas, la posibilidad del uribismo de tomar represalias
por lo sucedido en los últimos años. Es cierto que muchos de
los funcionarios y políticos uribistas investigados por la justicia
eran culpables, pero también es cierto que sus faltas son prácticas corrientes en Colombia. Miembros de la élite política y
funcionarios de alto nivel cercanos a Santos, a su gobierno y a
otras iguras de poder cometen sistemáticamente las mismas
faltas, sin que la justicia tome acciones en igual proporción.
Por esa razón, los uribistas consideran a Santos un traidor a
la patria (El Espectador, 2017, febrero 7), a la democracia y al
sistema capitalista, y merece, en consecuencia, ser tratado como
un enemigo en el momento en que vuelvan a acceder al poder.4
En un escenario así, las elecciones no se ganan para gobernar o para hacer oposición, como es la dinámica corriente
de las democracias, sino para cambiar las reglas de juego de
la sociedad, de modo que se destruyan las garantías básicas
de los contradictores políticos. El poder es para retaliar a los
competidores en las urnas, desde quitarles toda legitimidad
política hasta enviarlos a prisión. Y ganar, en esas condiciones,
puede terminar convirtiéndose en una condición para sobrevivir; nada más contrario a los principios democráticos de mutuo
reconocimiento de derechos y respeto mínimo entre gobierno
4
Algunos en el uribismo y la derecha están convencidos de que él es alias Santiago, un agente iniltrado del comunismo, de acuerdo con la versión de un
texto apócrifo atribuido al periodista Juan Gossaín, también ampliamente
difundido en las redes sociales.
387
y oposición. Esta situación se encuentra agravada por el hecho
que no existe una mayoría que se sienta tranquila e imponga
unas condiciones de tratamiento suave a unas minorías que, en
caso de llegar al poder, no tendrían compasión. Las preferencias de la población están distribuidas muy equitativamente.
Por ejemplo, mediciones realizadas por Jennifer Cyr y Carlos
Meléndez (2016) a través de encuestas representativas en el
ámbito nacional, muestran que en Colombia la sociedad está
aún más polarizada que en Perú. El centro entre uribistas y
antiuribistas es más pequeño proporcionalmente que el centro que hay entre fujimoristas y antifujimoristas. Es así como
Colombia está partida en más de dos partes. Hay una derecha, un centro y una izquierda de dimensiones relativamente
similares que, para efectos de las elecciones —sobre todo de
las presidenciales— se alinean en torno a Uribe y en contra
de Uribe. Basta recordar que el centro santista y la izquierda
se unieron para atajar al candidato de Uribe en las elecciones
de 2014, y para intentar que Uribe no ganara en las urnas el
plebiscito de los acuerdos de paz en 2016.
En este escenario de polarización en magnitudes similares
del electorado lo más probable es que quien llegue al poder,
por pura lógica preventiva, castigue duro a su oponente, mediante la utilización de las instituciones y agencias estatales,
para debilitarlo en la mayor medida posible. Uno de los campos de batalla para castigar al opositor será precisamente la
lucha por la construcción de la memoria histórica del conlicto
colombiano. Imponerse en las urnas en las presidenciales de
2018 signiicará también la posibilidad de imponer una narración de los hechos pasados que favorezcan una determinada
corriente ideológica o grupo político sobre las otras. Si gana
la derecha, muchos de los medios del Estado para fabricar
la memoria serán utilizados para construir una versión del
conlicto en que las FARC pasen a la historia como un grupo
de narcotraicantes y terroristas cuyo propósito era enriquecerse y que, si bien en algún momento tuvieron motivaciones
388
ideológicas y reivindicativas de los más pobres, ahora están
absolutamente corrompidos. Si gana la izquierda, los medios
del Estado buscarán una justiicación de la insurgencia armada en causas estructurales relacionadas con los privilegios de
sectores oligárquicos —pobreza, abandono estatal, desigualdad en la distribución de la riqueza—. En consecuencia, la
memoria debe dar cuenta de las responsabilidades de estos
sectores oligárquicos y los compromisos que deberán asumir
para aliviar su responsabilidad en el conlicto. Y si no fuera
suiciente la dicotomía derecha-izquierda, hay que agregar
las retaliaciones que podrían darse entre santistas y uribistas.
Pedir objetividad en el campo de batalla de la arena política
puede resultar ingenuo, no obstante, si una sociedad como la
colombiana quiere alcanzar la reconciliación debe realizar un
esfuerzo por la construcción de un relato mínimamente justo
y equilibrado con las responsabilidades que le puedan caber
a cada quien. De modo que se consideren las circunstancias y
el contexto en que los diferentes actores se desempeñaron en
el conlicto, muchas veces como actores que fueron víctimas
y victimarios al mismo tiempo. Esta tarea es doblemente compleja si se tiene en cuenta que los responsables de fabricar la
memoria histórica del conlicto pueden ser intelectuales con
un sesgo ideológico y con su propia agenda política. Pero si la
sociedad no logra poner límites a los sesgos y a las agendas de
los intelectuales y cientíicos sociales encargados de construir
el relato del conlicto colombiano, muy seguramente el país
no alcanzará una reconciliación sino que, por el contrario, se
estancará en una disputa interminable por achacar la culpa
a la contraparte como estrategia de legitimación en el poder.
EL PAPEL DE LOS INTELECTUALES Y LOS CIENTÍFICOS
SOCIALES
Dada la coyuntura política descrita no sorprende que los intelectuales y los cientíicos sociales vayan a desempeñar un
389
papel importante en el posconlicto. Serán, ni más ni menos,
los responsables de construir las narrativas sobre lo ocurrido
durante el conlicto y de presentarlas a la sociedad. Si logran
construir versiones comprensivas, que den cuenta de las razones que motivaron ciertas conductas, y si hacen justicia a
las actuaciones de aquellos a quienes les cabe algún grado de
responsabilidad, los intelectuales podrán aportar mucho a la
reconciliación; de lo contrario, si sus versiones atizan los odios
y en vez de reivindicar a las víctimas las victimizan nuevamente, se pueden convertir en responsables de nuevos ciclos de
odios y revanchas.
Muy seguramente, como se sostuvo en el apartado anterior,
las revanchas no llegarán al terreno de la violencia, o al menos
no a los niveles de las décadas anteriores, pero se trasladarán
al terreno de la política, lo que impedirá llegar a un acuerdo
mínimo de aceptación entre gobierno y oposición, algo esencial en una democracia. Las narrativas de los intelectuales y los
cientíicos sociales opuestos a la reconciliación serán el material
perfecto para que los sectores extremistas en la política atraigan
en las elecciones los votos de quienes se sienten agraviados por
las condiciones de la paz. Víctimas y agravios de un lado y del
otro es lo que hay luego de una guerra tan larga, por lo que el
material producido por ellos será ideal para construir campañas propagandísticas en contra de la asimilación institucional
de un grupo u otro.
Una narrativa basada en la revancha puede llegar a ser el
pretexto y la justiicación perfecta para cambiar las reglas de
juego e imponer nuevas instituciones aines a sus intereses.
Los políticos extremistas, bien sea por sus convicciones o por
mantener contentos y leales a sus votantes, al llegar al poder
podrán utilizar el control del Estado para retaliar a la oposición
y a sus contrarios ideológicos. Es fácil imaginarse a extremistas de derecha haciendo uso de una narrativa que deslegitime
cualquier aspiración política de las FARC, para imponer vetos
a la participación política de los antiguos comandantes gue390
rrilleros y para imponer castigos judiciales por encima de los
pactados dentro de la aplicación de la justicia transicional de
los acuerdos. Del mismo modo, es fácil imaginarse a la extrema
izquierda en el poder justiicando todo tipo de abusos con los
principios básicos de la democracia a partir de una versión
de la historia colombiana que deslegitime cualquier proyecto
de las élites políticas por construir una democracia liberal.
Como lo señala Eduardo Posada Carbó (2006), en Colombia
ha existido una tendencia a señalar la vida republicana del
país como un recorrido marcado por los abusos, la barbarie
y la violencia de las élites, pero poco se han referenciado las
tradiciones democráticas y liberales que permitirían analizar
la realidad colombiana desde otra perspectiva.
En ese sentido, a los intelectuales y a los cientíicos sociales
les cabe una enorme responsabilidad en la actual coyuntura
histórica. De su trabajo va a depender el material con que
dispongan los actores políticos para deinir las reglas de juego
en la arena política del posconlicto. El problema no es que
intelectuales y cientíicos sociales tengan un sesgo ideológico;
de hecho, es imposible que exista un pensador, académico o
analista sin ningún tipo de ainidad política; lo grave es que en
su trabajo, en sus contenidos y en su presentación al público
pierdan cualquier tipo de rigor frente a los hechos del pasado
y se conviertan en un vehículo de propaganda del más puro
activismo; en particular, de un activismo concebido como parte
de un proyecto político excluyente de las demás fuerzas políticas, los sectores sociales y las reglas mismas de la democracia.
Es decir, de un activismo que justiica que principios básicos,
como el respeto a los contradictores, la libertad y la pluralidad
de expresión y los derechos a la disidencia pacíica no tengan
lugar en los principios y normas del régimen político.
Muchos intelectuales y cientíicos sociales son activistas de
la paz, al punto de que sus análisis pueden incluso caer en la
ingenuidad y en la tontería al suponer que los efectos de sus
actos no entrañan per se posiciones políticas que favorecen a
391
unos y desfavorecen a otros. Desconocen hasta lo elemental que
sus actos en la interpretación del conlicto y en la asignación
de las responsabilidades, propias de cualquier narrativa, necesariamente implican ventajas y desventajas en la competencia
política. Sin embargo, sus interpretaciones no hacen tanto daño
porque, como la motivación es la superación del conlicto, ni
los buenos son tan buenos ni los malos tan malos sino que son
actores sujetos a un tratamiento por la justicia transicional. Las
injusticias e inexactitudes que puedan expresar sus narrativas
no conducen necesariamente a retaliaciones políticas.
Pero cuando el activismo de los intelectuales y los cientíicos
sociales implica un compromiso con un sector extremista los
resultados pueden ser graves para la democracia. Las narrativas enfocadas en construir la versión de un lado bueno, en el
que los excesos y la victimización son eludidos o justiicados,
sobre todo a la luz de la evidencia disponible, y de otro lado
malo, en donde todas las actuaciones tenían como telón de
fondo la codicia y la falta de escrúpulos, justiican cualquier
arbitrariedad en el futuro. Son la base para la elaboración de
una propaganda política dirigida a la exclusión política de
los otros, en el sentido de negar sus derechos políticos en la
democracia.
No se trata de cortar libertades a los intelectuales en su oicio.
El asunto es la necesidad de exigir rigor y responsabilidad en la
construcción de las narrativas, en particular sobre los siguientes
temas: en primer lugar, en la extensión de las responsabilidades,
al generalizar acusaciones a todo un sector de la sociedad. Para
las FARC es clave extender la dirección directa de la guerra a
las élites políticas y económicas del país. De ese modo, logran
dos objetivos: por un lado, al estar al frente del manejo de la
guerra la dirigencia de las FARC equipara sus responsabilidades
a las de los líderes y dirigentes civiles y no a las de los comandantes militares del Estado; por otro lado, asigna responsabilidades directas a las élites en la conformación y dirección de
los grupos paramilitares. En el otro extremo, la generalización
392
lleva a vincular como parte orgánica de la guerrilla a toda una
serie de activistas políticos, líderes sociales, defensores de los
derechos humanos y organizaciones no gubernamentales que,
aunque puedan tener posiciones ideológicas de izquierda, no
tienen ningún vínculo con grupos armados o responsabilidades directas en el conlicto. El propósito de esta narrativa es
adjudicar responsabilidades directas a terceros en la sociedad
de manera generalizada, sin considerar la verdadera magnitud
de sus actuaciones y el contexto de su participación.
En segundo lugar, en la banalización de las responsabilidades al justiicar la victimización en causas estructurales.
Para muchos propagandistas de izquierda radical, los excesos
cometidos por las guerrillas, que se expresaron en violaciones
sistemáticas de los derechos humanos y en la práctica masiva
de secuestros, masacres y desplazamientos, pueden ser justiicados por la exclusión política, las desigualdades sociales o la
represión cometida por los aparatos de seguridad del Estado.
Si se quiere juzgar a los comandantes guerrilleros por estos
hechos, de acuerdo con la lógica de las narrativas extremistas,
es necesario primero juzgar al Estado y a las élites por tantos
agravios cometidos previamente. En el otro extremo está la
justiicación de todos los excesos del paramilitarismo en la
falta de protección del Estado. Es debatible la responsabilidad de actores como empresarios y habitantes de las regiones
que pagaron a los grupos paramilitares, en muchas ocasiones
de manera coaccionada, para proteger su capital y para poder
sobrevivir. Pero no tiene ninguna justiicación el enriquecimiento y la acumulación de tierras y el poder político adquirido a
partir de la organización de ejércitos privados como pretexto
del derecho a la defensa.
Finalmente está la negación de ciertos hechos, así como la
invención de hechos que no tuvieron lugar en la realidad. Un
ejemplo de la tergiversación que hizo carrera en la historia de
Colombia fueron las masacres de las bananeras. Dentro de
la literatura y los estudios sociales de Colombia fue tomado
393
como un símbolo de la opresión y de la intervención de Estados Unidos, con evidentes propósitos políticos. Hoy se sabe
que el suceso tal como ocurrió no tiene mucho que ver con
la forma como ha sido presentado (Connor, 2009). Al igual
que este episodio, muchas versiones del conlicto reciente son
exageradas. Acerca de la masacre de Mapiripán, que recibió
un amplio despliegue mediático, se sabe que muchas víctimas
están vivas y que sus familiares reclamaron indemnizaciones al
Estado (El Espectador, 2017, mayo 22). También fue diciente,
en este orden de ideas, que un asesor del gobierno de Uribe
negara la existencia de desplazados en Colombia y se reiriera
a ellos como migrantes (Castrillón, 2009).
UN CASO PARA ILUSTRAR EL PUNTO ANTERIOR
Al margen de sus preferencias políticas, Alfredo Molano es un
clásico en las ciencias sociales colombianas. Ha escrito textos
como Trochas y fusiles y Selva adentro, que son indispensables
para comprender la historia reciente del país. Por eso es tan
importante discutir las implicaciones de varias de sus columnas
publicadas en el último año con el claro propósito de justiicar
las actuaciones de las guerrillas en el conlicto.
En la primera, La última lágrima de “Pablo Catatumbo”
(Molano, 2017, febrero 4), se reiere a los secuestros de los
familiares de los jefes guerrilleros por los grupos paramilitares.
Molano retrata la crueldad de esa práctica como retaliación
por los secuestros de familiares de los narcotraicantes. Incluso
rescata la reputación de una hermana de Catatumbo asesinada
por Carlos Castaño y de la que se dijo que había sido su amante. Niega la veracidad de esta versión y acusa a un coronel de
inteligencia militar de fabricarla. En la columna no menciona,
ni mucho menos condena, la práctica del secuestro de manera masiva por las FARC. No hay ninguna alusión a las “pescas
milagrosas” de inales de la década del noventa, cuando las
394
FARC hacían retenes y se llevaban secuestrado a cualquiera que
sospecharan que tuviera con qué pagar un mínimo rescate.5
La segunda columna causa aún más desconcierto. Molano
argumenta que como en el campo colombiano los niños deben
trabajar desde muy temprano es justiicable que sean reclutados
desde edades muy tempranas. Dice cosas del siguiente calibre:
Los niños no se hacen guerrilleros a la fuerza, su mundo se vuelve
guerrillero y ellos en él, ocupan el lugar que les toca. […] Hay
niños y niñas cuyo único refugio amoroso son sus hermanos
mayores guerrilleros; los admiran y quieren ser como ellos. Y en
lugar de hacer mandados en su casa, buscan las ilas para hacerse
grandes. (Molano, 2017, febrero 11)
No hay ninguna mención a que en muchos casos el reclutamiento es forzado y a que es una obligación para las familias
campesinas colaborar con uno de sus hijos para la revolución.
En una columna anterior, a raíz del aniversario de los lamentables sucesos del Palacio de Justicia, Molano expuso una
teoría bien particular. Según su versión, la toma del Palacio
fue inducida por el Ejército colombiano que, ni más ni menos, “emboscó a la guerrilla, la dejó entrar a la ratonera para
liquidarla y de paso liquidar como autoridad el gobierno de
Belisario” (Molano, 2015, noviembre 7). Por más que se quieran estirar los hechos, es muy difícil aceptar la idea de una
operación de semejante magnitud que haya sido una conspiración del enemigo. La decisión era del resorte exclusivo de
la jefatura del M-19, de sus cálculos políticos y militares con
los recursos disponibles.
5
Las “pescas milagrosas” consistían en el levantamiento de retenes en las
carreteras del país en las que la guerrilla retenía a cualquier ciudadano para posteriormente averiguar quién era y cuánto dinero podía cobrar por su
rescate. Esta práctica popularizó el secuestro dentro de esta organización
(El Tiempo, 1998, diciembre 26).
395
Más bien habría que preguntarse qué persigue Molano con
la teoría de la ratonera. Sin duda, aliviar la responsabilidad
que le cabe al M-19 en los sucesos. Si la toma fue inducida,
entonces las muertes y la destrucción son culpa casi exclusiva
de los miembros de las Fuerzas Armadas que la indujeron y de
quienes dirigieron la retoma. El propósito de esta versión es,
en consecuencia, político. Palabras más palabras menos, busca
cargar la responsabilidad de los hechos en la derecha y aliviar
la carga de la izquierda. Lo lamentable es que en vísperas del
posconlicto se pretenda construir versiones tan inverosímiles
de lo ocurrido, como lo son las versiones exculpatorias del
secuestro y de los niños reclutados por las guerrillas.
A algunos sectores de intelectuales y cientíicos sociales
responsables de la fabricación de memoria y de narrativas históricas no pareciera importarles las atrocidades cometidas por
la guerrilla. Que un intelectual como Molano desprecie tanto
dolor causado es una advertencia de que, en la competencia
por imponer una versión de lo ocurrido, los intelectuales aines a las FARC poco van a hacer para reconocer a sus víctimas.
Es de esperar que esas versiones sean rechazadas por las víctimas, como los familiares de los once diputados del Valle del
Cauca y de todos los secuestrados de las FARC que murieron
en cautiverio. ¿Qué actitud hacia la reconciliación tomarán al
leer a Molano compadeciéndose de Pablo Catatumbo, uno de
los grandes responsables de la práctica masiva del secuestro
en Colombia? Ni qué decir de todas las madres y padres que
fueron obligados a entregar por la fuerza a un hijo menor de
edad a la guerrilla. Bajo esa premisa, la de una narrativa que
busca posicionar una de las partes, el dolor de los victimarios
estará por encima de los reclamos de las víctimas.
Las versiones inverosímiles y exculpatorias de lo ocurrido
contra lo que más atentan es, precisamente, contra la construcción de una memoria histórica que permita sanar las heridas
y los agravios de tantas décadas en guerra. El equivalente de
Molano en el otro extremo del espectro ideológico sería que
396
algún analista de derecha radical, como Fernando Londoño o
Plinio Apuleyo, defendiera la versión de que los excesos y las
desapariciones de la retoma del Palacio fueron inducidos por
el M-19 para postrar a las fuerzas militares ante el tribunal de
la historia. ¿Estarían los familiares de las víctimas dispuestas
a perdonar teniendo que aceptar semejante versión sobre lo
que pasó con sus seres queridos?
LA RESPUESTA NO PUEDE SER EL CIERRE DE LA LIBERTAD
DE EXPRESIÓN
El conlicto colombiano no resiste una categorización tan
tajante entre víctimas y victimarios o, para efectos de la asignación de un juicio histórico, entre responsables y virtuosos.
Ciertamente algunos actores cometieron excesos que deberán
ser material de la justicia, sea transicional u ordinaria, pero la
mayoría de actores en cierto sentido fueron víctimas porque se
vieron arrojados a circunstancias en las que, sin proponérselo,
les tocó tomar partido por alguno de los bandos para poder
sobrevivir en medio del conlicto. Su colaboración pudo haber sido funcional para propiciar hechos de victimización y
de acumulación de recursos y de poder político por parte de
las organizaciones armadas; sin embargo, no fue un beneicio
que se trasladó directamente a ellos más allá de la protección
recibida en un momento dado frente a un actor armado rival.
Pretender determinar si la colaboración se dio por razones
ideológicas o si fue fruto de la coacción o por compromiso
genuino es, además, un ejercicio demasiado complicado de
determinar, que al inal va a llevar a numerosas injusticias.
No solo en los tribunales de la JEP sino también en el juicio de
la memoria histórica y de las narrativas de los intelectuales y
cientíicos sociales se afrontarán estos problemas. La diferencia
es que mientras en los tribunales, en principio, se necesitan
pruebas para juzgar a los responsables y existen garantías para
evitar sindicaciones injustas, en las narrativas las acusaciones
397
generales pueden llevar a asignar responsabilidades a amplios
sectores sociales sin mayor consistencia con los hechos. Pero,
aunque suene irónico, la democracia requiere que, cualquiera
sea la versión planteada, sin importar el compromiso político
y el activismo de quien la haga, se reivindique la libertad de
expresión. Cerrar las libertades en la elaboración de versiones
de memoria y de narrativas a intelectuales y cientíicos sociales
es, de por sí, cambiar una de las reglas básicas de la democracia;
es decir, es la imposición de uno de los extremos en la política.
La única respuesta coherente para evitar que el conlicto
se traslade del campo armado a una lucha por la destrucción
de las garantías políticas entre las partes es la construcción de
versiones de lo ocurrido basadas en una gran rigurosidad y despojadas de algún tipo de compromiso con un sector político en
particular. Los intelectuales y cientíicos sociales extremistas se
neutralizan como herramienta de propaganda en el momento
en que la producción de narrativas por sectores tendientes a la
reconciliación deje sin piso las versiones con dobles intenciones políticas. Los extremistas entonces solo tendrán audiencia
entre sectores radicales, dispuestos de antemano a escuchar
solo las versiones que se ajusten a sus prejuicios y prevenciones
ideológicas. Si estos sectores no constituyen una proporción
signiicativa de la población no deben constituir una fuerza
que ponga en riesgo la reconciliación en la vida política durante el posconlicto.
Otro elemento de perturbación es el desbalance entre el
uribismo y la izquierda radical antiuribista. El primero goza de
un respaldo político entre la población, muy superior, sobre
todo si se considera la proporción del electorado de izquierda
radical. Por su parte, la capacidad de construir memoria y narrativas de la izquierda radical es muy superior, en particular
de aquellas versiones que tienen impacto en instancias judiciales. Es una combinación de desbalance peligrosa porque el
sector que tiene los votos se puede ver impulsado a vetar los
acuerdos para evitar ser juzgado en condiciones de desventaja.
398
Una parte importante del país no va a tolerar que, al tiempo
que se da un tratamiento laxo a las FARC, se juzguen y responsabilicen con severidad otros actores, como resultado de los
sesgos ideológicos de los magistrados que fueron elegidos en
la JEP y por el contexto fabricado por una serie de ONG. Ya un
sector de las fuerzas políticas, lideradas por los expresidentes
Uribe y Pastrana, ha denunciado los acuerdos como ilegítimos
como consecuencia de la derrota del plebiscito. Han anunciado, además, que de ganar las elecciones de 2018 replantearán
lo negociado. Por eso las próximas presidenciales serán, en la
práctica, un nuevo plebiscito.
En este ambiente político, intelectuales y cientíicos sociales
deberán cumplir su tarea de construir una narrativa para el
posconlicto. El gran desafío es ¿cómo construir una versión
coherente con los hechos que, al mismo tiempo, no lleve a una
profundización de la desconianza, los odios y las retaliaciones
de sectores tan polarizados?
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401
LOS AUTORES
Kai Ambos
Profesor Catedrático de Derecho Penal, Derecho Procesal Penal,
Derecho Comparado y Derecho Penal Internacional y director del
Departamento de Derecho Penal Internacional y Extranjero de
la Georg-August-Universität Göttingen (GAU); director general
del Centro de Estudios de Derecho Penal y Procesal Penal Latinoamericano (CEDPAL); magistrado del Tribunal Especial para
Kosovo, La Haya, Países Bajos, y amicus curiae de la Jurisdicción
Especial para la Paz, Colombia.
Alejandro Aponte
Director del Departamento de Derecho Penal y Justicia Transicional, Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, Universidad
de La Sabana. Doctor en Derecho de la Universidad del Estado
del Saarland.
Christoph Burchard
Catedrático de Derecho Penal, Derecho Procesal Penal, Derecho Comparado y Teoría del Derecho en la Goethe Universität
Frankfurt am Main.
403
Gianfranco Casuso
Profesor Ordinario de tiempo completo e investigador del Departamento Académico de Humanidades de la Pontiicia Universidad Católica del Perú. Doctor en Filosofía por la Universidad
de Frankfurt am Main.
Francisco Cortés Rodas
Profesor Titular del Instituto de Filosofía de la Universidad de
Antioquia y actual director del mismo. Doctor en Filosofía de la
Universidad de Konstanz, Alemania.
Camila de Gamboa Tapias
Profesora Asociada, Facultad de Jurisprudencia, Universidad del
Rosario; directora del Área de Teoría Jurídica y del Grupo de
Investigación de Derecho Público. Abogada de la Universidad
del Rosario, con maestría y doctorado en Filosofía de Binghamton University (SUNY).
Gustavo Duncan
Profesor de la Universidad EAFIT en el Departamento de Gobierno y Ciencias Políticas. Doctor en Ciencia Política, Universidad
de Northwestern.
Jorge Giraldo
Profesor e investigador de la Universidad EAFIT, miembro de la
Sociedad Colombiana de Filosofía, Doctor en Filosofía por la
Universidad de Antioquia.
Miguel Giusti
Profesor Principal del Departamento Académico de Humanidades de la Pontiicia Universidad Católica del Perú, donde ejerce
asimismo el cargo de Director del Centro de Estudios Filosóicos.
Doctor en Filosofía por la Eberhard-Karls-Universität Tübiengen (Alemania).
404
Gabriel Ignacio Gómez
Profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la
Universidad de Antioquia. Investigador del grupo Derecho y
Sociedad de la misma Universidad.
Luis Greco
Profesor Catedrático de la Universidad Humboldt de Berlín (Alemania). Miembro del Consejo Cientíico del Centro de Estudios
de Derecho Penal y Procesal Penal Latinoamericano (CEDPAL)
de la Georg-August-Universität Göttingen (Alemania).
Luis Eduardo Hoyos
Profesor Asociado al Departamento de Filosofía de la Universidad
Nacional de Colombia. Doctor en Filosofía y Romanística por la
Georg-August-Universität de Göttingen (Alemania) y Filósofo
de la Universidad Nacional de Colombia.
Gustavo Leyva
Profesor e investigador de tiempo completo del Departamento de
Filosofía de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.
Cursó estudios de Doctorado en Filosofía en la Eberhard-KarlsUniversität Tübingen (Alemania).
Juan Felipe Lozano
Profesor de cátedra, Facultad de Jurisprudencia, Universidad del
Rosario. Abogado y estudiante de la Maestría en Filosofía de la
Universidad del Rosario.
Valeria Mira
Investigadora del Centro de Análisis Político de la Universidad
EAFIT. Abogada de la Universidad de Antioquia.
Cornelius Prittwitz
Catedrático de Derecho Penal, Derecho Procesal Penal, Criminología y Filosofía del Derecho en la Goethe Universität Frankfurt
am Main.
405
John Zuluaga
Profesor asociado de la Universidad Sergio Arboleda (Colombia).
Abogado de la Universidad de Antioquia (Colombia); Dr. iur y
Master of Laws (LL.M.) de la Georg-August-Universität Göttingen (Alemania). Miembro fundador e investigador adscripto al
Centro de Estudios de Derecho Penal y Procesal Penal Latinoamericano (CEDPAL) de la Georg-August-Universität Göttingen.
406