MÚSICA Y ESTUDIOS DEL DISCURSO: UNA ATRACCIÓN FATAL
Especialmente escrito para el libro Músicas populares, discursos, sociedad.
Berenice Corti y Claudio Díaz, (eds.).
Juan Francisco Sans (Universidad Central de Venezuela)
RESUMEN
Los términos discurso, análisis del discurso y análisis crítico del discurso se
han puesto de moda en los estudios musicológicos a partir de los años 90 del
siglo XX. Su cada vez más frecuente aparición en los textos escritos por
destacados musicólogos relativos al análisis, la semiótica musical o los
estudios de música popular atestiguan este aserto. No obstante, un somero
examen de la literatura musicológica que hace uso de estos conceptos puede
dar fe de la notoria ausencia de los principales autores, teorías y métodos de
los estudios del discurso en estos textos. Llama la atención la utilización laxa,
superficial e indefinida que hace la musicología de estas expresiones, y su
escasa o nula relación con los logros alcanzados en los estudios del discurso.
El presente trabajo explora la posibilidades que ofrecen los estudios del
discurso para dar respuestas a algunos de los más acuciantes problemas de la
musicología actual, como son las relaciones entre música y significado, música
y lenguaje, música y acción social, música e ideología, música y poder, música
y cognición, y proponer algunas ideas de cómo incorporar efectivamente la
música a algunas sus líneas de investigación como son la pragmática, el
análisis multimodal o el análisis crítico del discurso.
Palabras clave: música, musicología, discurso, performance, multimodalidad,
análisis crítico del discurso.
MUSICOLOGÍA ENAJENADA
En su prefacio a las dos compilaciones El discurso como estructura y proceso y
El discurso como interacción social, Teun van Dijk (2000ª) afirmaba que los
llamados estudios del discurso constituían para el momento de la aparición de
esas obras seminales –hablamos de 1997- una novedosa aunque ya
sólidamente establecida ciencia de naturaleza esencialmente transdisciplinaria.
Esta ciencia tendría como objeto principal investigar el uso de los textos en sus
contextos reales. La madurez alcanzada en la actualidad por estos estudios ha
puesto de moda hablar de discurso, de análisis del discurso, y sobre todo, de
análisis crítico del discurso, sin que a menudo se sepa a ciencia cierta a qué se
hace referencia con estas nociones, o peor aún, haciendo un uso ingenuo y
ligero de las mismas. Esta situación se hace particularmente evidente en los
1
campos de la musicología, la etnomusicología y la música popular. Si bien
resulta notorio el creciente interés por vincular las investigaciones musicales
con el concepto de discurso, al examinar el manejo que en ellas se hace del
término salta a la vista el caso omiso que se hace a la muy bien establecida
tradición académica de los estudios del discurso. Valga decir también que han
sido muy pocos los autores que han abordado el tema de la música dentro del
marco de la llamada semiótica discursiva. Lo cierto es que las aproximaciones
entre música y discurso se han verificado al margen de los estudios del
discurso, lo cual resulta inexplicable, toda vez que éstos han desarrollado
sólidas herramientas teóricas y metodológicas que podrían aplicarse con
grandes beneficios al conocimiento de los textos musicales en su contexto.
Music and Discourse de Jean-Jacques Nattiez (1990) representa quizá una de
las primeras obras donde se aborda de manera explícita el discurso en el
campo de la música. Los planteamientos de este autor brindan un importante
punto de partida para futuras investigaciones. Nattiez comienza por deslindar
claramente las dos relaciones posibles existentes entre música y discurso: a) la
música como discurso, y b), los discursos sobre la música. 1 En este trabajo nos
concentramos exclusivamente en la primera relación -la música como discurso
en sí misma- sin entrar a discutir la última, que pertenecería más propiamente
al área de los discursos verbales. Nattiez fundamenta todo su trabajo en la
teoría de la tripartición de Jean Molino para dar cuenta no sólo del nivel
inmanente de la obra musical (tarea habitual del análisis musical), sino de los
modos de producción (poiéticos) y de recepción (estésicos) de la música, en lo
que llama el “hecho musical total”. Si bien esto último constituye sin duda un
interesante avance, en su libro no logra desembarazarse finalmente del pesado
fardo del estructuralismo musical, centrando su discusión en el clásico
problema del signo musical y su referencia.
Desde entonces, otros estudiosos han incorporado tímida y superficialmente el
concepto de discurso al estudio de la música, pero ignorando los sofisticados
1
Feld y Fox (1994:26) amplían a cuatro los vínculos posibles entre música y lenguaje: la música como lenguaje, el
lenguaje en la música, la música dentro del lenguaje, y el lenguaje acerca de la música.
2
desarrollos teóricos y metodológicos del análisis del discurso alcanzados en
otros ámbitos del conocimiento. Cuando John Shepherd escribe Music as
Social Text (1991), Giles Hooper The Discourse of Musicology (2008), o Kofi
Agawu Music as Discourse: Semiotic Adventures in Romantic Music (2009), a
lo menos que uno podría aspirar es a conseguir en dichos trabajos una
discusión sobre la abrumadora bibliografía especializada que existe sobre el
tópico. Resulta por ende sorprendente no encontrar por ningún lado en dichos
textos autores claves dentro de los estudios discursivos como Teun van Dijk,
Robert de Beaugrande, Ruth Wodak, María Laura Pardo, Adriana Bolívar,
Norman Fairclough, Helena Calsamiglia o Amparo Tusón, ni siquiera de
aquellos que de algún modo han abordado temas relacionados con la música
como Theo Van Leeuwen y Gunther Kress. Podemos decir en descargo de
Hooper que a lo largo de su trabajo da muestras de una aguda perspicacia y
penetración orientadas en la dirección correcta en lo que respecta a los
problemas más acuciantes que plantean los estudios del discurso, y su relación
con la musicología, cosa que no ocurre con Agawu, cuyos métodos abrevan del
análisis musical más convencional.
Cabe advertir que este divorcio entre programas académicos interdisciplinarios
de largo aliento y desarrollos análogos en el campo de la música, no ocurre
únicamente en el área de los estudios del discurso. Auslander (2004) alerta
acerca de una situación muy parecida ocurrida entre los performance studies y
los estudios acerca de la performance musical. No se explica cómo prácticas
tan similares hayan podido marchar cada cual por su lado ignorándose
mutuamente. Si bien adelanta algunas conjeturas sobre las razones que
pudiera haber para ello, no justifica el que la música se haya quedado al
margen de tan importante línea de investigación, abordando el problema de la
performance de una manera tan poco sistemática y no engranada con el
mainstream donde convergen un conjunto de disciplinas como el teatro, la
retórica, la psicología, la etnografía, la antropología y la sociología. Si bien
Auslander (2004:4) atribuye esta indiferencia al propio desinterés de los
performance studies por atraer la música a su seno (algo de lo cual
pudiésemos acusar también a los estudios del discurso), reivindica el legítimo
derecho que tienen las performances musicales como objeto del análisis de los
3
performance studies, y trabaja vigorosamente por involucrar la música al
programa de este campo del conocimiento. Lo ocurrido en realidad es que la
apatía ha sido mutua. Por su parte, Madrid (2009) aboga precisamente porque
los estudios sobre las performances musicales salgan de su reducido coto y se
incorporen a discusiones y proyectos intelectuales interdisciplinarios de mayor
aliento y alcance. Pero pese a los esfuerzos de gente como Auslander y
Madrid, de la veintena de artículos recogidos en la reciente recopilación
Readings on Rhetoric and Performance (2010), no hay ni uno dedicado a la
performance o a la retórica musical, y el tema de la música se toca sólo desde
el punto de vista sociológico en alguno de ellos.
No podemos dejar de hacer aquí la observación de esta tendencia de la
musicología a enajenarse de las principales corrientes del pensamiento, a
incorporarse tardíamente y de forma parcial a los movimientos intelectuales
más influyentes y renovadores, a marchar de manera díscola por su propio
camino y a su propio ritmo, e incluso en ocasiones ir a contracorriente. De allí
quizá la sospecha que en ocasiones levanta la musicología de constituir una
disciplina congénitamente conservadora. La propensión de la música hacia la
autonomía (donde la música absoluta o la “música en sí” constituyen apenas un
capítulo más) parece ser una constante histórica digna de estudiarse más en
profundidad. La música ha sido históricamente reluctante a incorporarse a las
grandes transformaciones del pensamiento, y muchas de sus reacciones a los
movimientos culturales han sido notablemente tardías y muchas veces
extemporáneas.
EL DIVORCIO ENTRE LA MÚSICA Y EL LENGUAJE
Es en esta circunstancia que podemos comprender el surgimiento de lo que
Dahlhaus (1999) denomina “la idea de la música absoluta”. A partir del auge de
la música instrumental “pura” a lo largo del siglo XVIII, la música adquiere un
rango relativamente autonómico con respecto al lenguaje, poniendo en
cuestión un vínculo que otrora parecía perfectamente natural. Sólo así se
explica el nacimiento de las teorías formalistas del significado musical, de las
cuales Hanslick y Stravinsky constituirán notables precursores. A esto se suma
el auge de las teorías del signo lingüístico a comienzos del siglo XX,
4
especialmente a partir del Curso de lingüística general de Saussure y la
semiótica Peirciana, que dieron al traste con esta fraternal y fecunda relación
entre música y lenguaje, al centrar el problema del signo en la articulación
significado-significante. Este asunto se constituyó en un escollo insalvable para
la música. La ostensible falta de referentes extensionales para los signos
musicales llevó a muchos a afirmar que hablar de un lenguaje musical era un
contrasentido, y que sólo era posible como metáfora (Sagot 1997:65) o como
analogía con el lenguaje verbal (Schultz 1993:101).
Ante la inexistencia de referentes extramusicales, la única explicación plausible
al significado de la música a la luz de la teoría del signo lingüístico se cimbra en
el funcionamiento interno de las propias proposiciones musicales, en los
llamados significados intensionales. Tal como ocurre en los lenguajes formales,
como la lógica, los lenguajes de programación o las matemáticas, las
referencias se establecen entre sus elementos componentes. Visto desde esta
perspectiva, la música podría considerarse como una suerte de lenguaje
formal, ya que sólo hace uso de significados intensionales. No obstante, no
debemos olvidar que “la creación de lenguajes formalizados […] ha partido,
históricamente, de la abstracción, restricción y adecuación de las propiedades y
características del lenguaje natural” (Bravo 2001:19). Y el lenguaje verbal
también es rico en significados intensionales. Muchas palabras y enunciados
carecen de referentes más allá del propio lenguaje, como ocurre con la mayoría
de las proposiciones, las interjecciones, los artículos, algunos adverbios, etc.
¿Cuál es la referencia extensional de “y”, de “la”, de “pero” o de “no obstante”?
¿Y cuántas veces no usamos estas palabras en el lenguaje verbal que no
tienen, en el sentido saussuriano del término, un referente extensional? ¿No
está el lenguaje verbal pletórico de palabras “que no significan nada”, que no
remiten a nada fuera del lenguaje mismo? Esto nos lleva por tanto a pensar
que si la música se basa en significados intensionales, mantiene por igual
profundos vínculos genéticos con el lenguaje verbal.
No obstante, considerar la música como un lenguaje formal no deja de ser tan
problemático como considerarla un lenguaje natural. Según Bravo (2001:1617), los lenguajes formales sistematizan acuciosamente el léxico, la gramática
5
y la semántica de sus componentes, de modo de asegurar significados
unívocos y reglas de combinación fijas que eviten al máximo la la polisemia.
Pero la organización interna del lenguaje musical, al igual que la del lenguaje
verbal, no acata en lo más mínimo estas premisas: se construye a lo largo del
tiempo con las aportaciones de sus sucesivos usuarios; depende de
situaciones sociales, históricas y culturales cambiantes; y se adapta a las
necesidades y urgencias de las gentes, las circunstancias, los lugares y los
tiempos. En virtud de estos argumentos, el lenguaje musical podría
considerarse más como un lenguaje natural y no como un lenguaje formal. En
todo caso, esta disyuntiva entre lenguajes formales, naturales, verbales o
musicales, ha estado en el vórtice de la diatriba entre referencialistas y
formalistas en las teorías del signo musical. En esta polémica se han perdido
cerca de cien años que poco o nada han dejado para la comprensión del
problema de las relaciones entre música y lenguaje. Pero ello no puede
llevarnos a concluir que por esas razones la música no es un lenguaje, o de
que resulta inútil insistir en este camino.
Resulta absolutamente contraintuitivo y antihistórico negar el que la música
constituya de por sí un lenguaje, y que como tal pueda considerársele como un
legítimo objeto de los estudios del discurso. Existe una milenaria práctica que
acredita esta idea y que resulta imposible de soslayar: el pertinaz uso del
alfabeto como base de la notación musical desde la Grecia antigua hasta
nuestros días; la paulatina evolución del canto llano a partir del recitado y la
teoría de los acentos desarrollada en Bizancio; el origen de la rima poética en
los tropos, secuencias y pies rítmicos durante la época medioeval; la continua
práctica de la retórica musical a partir del siglo XV hasta la fecha actual; la
“emancipación” de la música de la palabra en el siglo XVIII tal como la propone
Neubauer (1992); las pretensiones de universalidad del lenguaje musical
planteadas por los filósofos románticos como Schopenhauer, el poema
sinfónico, etc.
El aserto de que “la música es un lenguaje” constituye sólo una metáfora o una
analogía, no resulta convincente a la luz de los propios hallazgos de los
estudios del discurso. Lakoff y Johnson (2004) demostraron que el sistema
6
conceptual ordinario a partir del cual hablamos, pensamos y actuamos es
fundamentalmente de naturaleza metafórica. La metáfora no constituye por
tanto una figura retórica, una licencia o excepción dentro del lenguaje: por el
contrario, está en la esencia misma del modo de funcionamiento del lenguaje.
Comprendemos y experimentamos el mundo a través de las metáforas. Lo
interesante es que Lakoff y Johnson no plantean el problema exclusivamente
en términos cognitivos, sino esencialmente en términos performativos: las
metáforas se experimentan, se viven, y es a través de ellas como
aprehendemos el mundo. Esto le permite a Lakoff y Johnson (2004:195)
afirmar que “la metáfora es primariamente una cuestión de pensamiento y
acción, y sólo derivadamente una cuestión de lenguaje”, siendo que “la función
primaria de la metáfora es proporcionar una comprensión parcial de un tipo de
experiencia en términos de otro tipo de experiencia”. Las metáforas tienen por
tanto la fuerza de crear realidades. El que la música sea considerada como un
lenguaje ha constituido probablemente una de las más poderosas e
inspiradoras metáforas de su historia, y no puede ni debe desvirtuarse por ello.
A la luz de estas reflexiones, resulta inoficioso preguntarse si la música podría
o no considerarse como un discurso. Siendo la noción de discurso (Van Dijk
2000ª: 21) esencialmente difusa, como pueden ser las de otros términos
correlativos como lenguaje, texto, ideología, comunicación, cultura o sociedad,
no tiene sentido entrar en una disquisición de esta índole. Si bien podría
resultar eventualmente interesante desde un punto de vista filosófico, los
estudios del discurso se ocupan de cosas mucho más terrenales y menos
esotéricas, se desentienden de la metafísica sin desdeñar no obstante el
debate teórico. Además, como dice Bolívar (2007:22), “el concepto de lenguaje
puede incluir lo verbal y también otros lenguajes como el gestual, el visual, el
musical, etc. La discusión puede tocar el terreno de la multimodalidad donde se
trabaja con textos complejos en los que se mezclan y entrecruzan distintos
tipos de lenguajes”. Los estudios del discurso dejan por tanto el problema del
signo lingüístico y su referencialidad para los enfoques estrictamente
semánticos del lenguaje, y avanzan más bien en otras direcciones.
ACTOS DE MÚSICA
7
El camino abierto por las Investigaciones filosóficas de Ludwig Wittgenstein
permite a la música escapar de la trampa del signo lingüístico y su doble
articulación. Wittgenstein (1988: 61) hace allí un planteamiento luminoso: el
significado de una palabra es su uso en el lenguaje. Su significado no depende
entonces de las definiciones del diccionario, de cómo se describe o a qué
remite una palabra, sino cómo se usa y en qué contexto. Para que exista
significado no es preciso entonces que los elementos de un lenguaje remitan a
algo fuera de sí (significados extensionales), ni siquiera a otros elementos a lo
interno del propio lenguaje (significados intensionales). La idea se fundamenta
más bien en el uso concreto que hacemos de algo en un contexto específico y
determinado. Si los significados del lenguaje verbal dependen entonces del uso
que hacemos de sus componentes como las palabras o los enunciados en
contextos específicos, ¿cómo no considerarlo así para la música y sus
elementos idiosincrásicos? ¿Por qué continuar atados a las teorías
referencialistas o formalistas de la música, que han llevado la discusión del
significado de la música a un callejón sin salida? A la luz del segundo
Wittgenstein, el lenguaje natural deja de ser por entero referencial, y sólo el
hábito de concebirlo de ese modo hace que sigamos pensando en la referencia
como un atributo que le es inherente.
En general, el gran problema que subyace en la comparación entre música y
lenguaje radica, no en saber que la música no remite a nada fuera de sí misma,
algo que resulta casi una perogrullada, sino en la certeza generalizada de que
el lenguaje verbal sí lo hace. Un ejemplo de un texto de Voltaire (citado por
Escandell Vidal 1996:15) da perfecta cuenta del proceso mediante el cual el
significado de las palabras se genera en el contexto de uso, y no tiene nada
que ver con su referencia:
Cuando un diplomático dice sí, quiere decir “quizá”;
cuando dice quizá, quiere decir “no”;
y cuando dice no, no es un diplomático.
Cuando una dama dice no, quiere decir “quizá”;
cuando dice quizá, quiere decir “sí”;
y cuando dice sí, no es una dama.
Cuando autores como Worth (1998) afirman que la música pura no puede
competir con el significado lingüístico, está presuponiendo que las lenguas
8
naturales tienen de suyo un significado absoluto. En realidad, tiene la seguridad
de que funcionan de ese modo, de que el lenguaje tiene referencias, aunque
empíricamente podamos constatar que no es así. La otra cara de la moneda es
la presunción de que por estas mismas razones, el lenguaje apela únicamente
al pensamiento, en tanto la música atiende más bien al sentimiento, a las
emociones. En realidad el lenguaje puede ser tan emocional como lo es la
música misma, y la música puede ser tan cerebral como el lenguaje. Entonces,
si el lenguaje verbal no es referencial, ¿por qué habría de serlo el lenguaje
musical? Pese a la obviedad de tales argumentos, pocos han sido los teóricos
musicales que se han aventurado por este camino. Tia DeNora (1984:87), en
su artículo “How is extra-musical meaning possible?” hace una propuesta muy
interesante, que si bien no desarrolla in extenso, la deja esbozada para
ulteriores elaboraciones. En vez de comparar la música con el funcionamiento
de los lenguajes naturales o formales y sus reglas gramaticales, propone como
un camino alternativo pero mucho más productivo estudiar los lenguajes en
contextos prácticos, observando cómo construyen sus significados a través del
uso. En este sentido, DeNora (1984:89) aboga por una exégesis radical del
problema, cuando afirma que en vez de seguir mirando la música como una
especie de lenguaje, deberíamos mejor ver el lenguaje como una especie de
música. Esta propuesta, aunque parece a primera vista descabellada, adquiere
sentido en la dirección que propone van Leeuwen (1999:143), al hablar del lado
emotivo del lenguaje verbal como “la música del lenguaje”, un aspecto
desdeñado totalmente en las teorías clásicas del significado.
Austin y Searle llevaron los planteamientos de Wittgenstein a un nivel aún más
empírico. Tratan de observar cómo funciona el discurso en contextos reales.
Sobre su teoría de los actos de habla descansa gran parte de los desarrollos
actuales de los estudios del discurso. Ésta se basa en la constatación de que
cuando se habla no se dicen cosas: se hacen cosas. Los efectos del discurso
pueden resultan muy evidentes en enunciados como promesas, solicitudes,
órdenes, contratos, declaraciones, juramentos, veredictos judiciales o insultos,
cuyas consecuencias pueden en ocasiones ser devastadoras para las
personas o grupos humanos. Pero en realidad, los efectos de lo dicho tienen
lugar en todos y cada uno de los niveles del discurso, incluso en aquellas
9
circunstancias que apreciamos como más triviales, cotidianas e inocentes,
como una carta de amor, un mensaje de texto o un simple saludo. El estudio de
estos efectos corresponde a la pragmática, que procura según Escandell Vidal
(1996:23) explicar cómo es posible que lo que decimos y lo que queremos decir
puedan no ser coincidentes, y a pesar de ello nos sigamos entendiendo. En un
ejemplo clásico, puedo decir “¡uff!, tengo calor”, cuando lo que quiero realmente
es dar la orden “abre la ventana para que entre aire”. Mi interlocutor puede
como respuesta hacerse el loco y quedarse sentado; puede acompañarme en
mi sentir y exclamar “cierto, qué calor hace”, pero no pasar de allí; puede
pararse y cumplir la “orden”; o molestarse y recriminarme mi pereza, entre
muchas otras opciones posibles. Esto se debe a que el lenguaje no funciona
según el viejo modelo del código lingüístico (un mensaje codificado por un
emisor que es decodificado por un receptor), sino fundamentalmente a través
de las inferencias de quienes interactúan en una comunicación determinada.
La teoría de los actos de habla no ha sido hasta ahora aplicada a la música de
una manera sistemática y consistente. Aún no se ha desarrollado una teoría de
los “actos de música”, aunque sería muy interesante trabajar al respecto. Small
(1998) ha introducido el neologismo musicking (traducido no muy felizmente
como musicar), para referirse a un fenómeno que podríamos emparentar
eventualmente con la teoría de los actos de habla en el campo musical. Sin
embargo –tal como ya hemos comentado con respecto a otras importantes
líneas de investigación interdisciplinarias- en ningún momento Small hace
siquiera alusión a los fundamentales hallazgos que en este sentido han hecho
Austin, Searle, Grice o Sperber y Wilson, que sin duda contribuirían de manera
sustantiva a mejorar los cimientos teóricos de su planteamiento. La única
aproximación plausible que conocemos a los “actos de música” nos viene, no
del lado de la musicología, sino de los propios estudios del discurso. Sin
profundizar en el punto, Van Leeuwen (1999:92) explica en Speech, Music,
Sound que así como existen actos de habla, existen también “actos de imagen”
y “actos de sonido”. La gente hace cosas no sólo con el habla, sino con la
imagen y los sonidos.
LA MULTIMODALIDAD DEL DISCURSO MUSICAL
10
Pese la creencia de la lengua como modo exclusivo para la comunicación y la
representación está profundamente arraigada en la sociedad occidental, los
discursos en nuestra cultura actual se articulan preferentemente a través de la
imagen en movimiento y el sonido (Kress et alii 2000:373). De hecho, Kress y
Van Leeuwen (2001:29) expresan severas dudas acerca de la efectividad del
lenguaje verbal (hablado y escrito) como modo comunicacional efectivo y
eficiente en todos los casos, mostrando que esta postura va contra todas las
evidencias empíricas, por lo que no resulta sostenible como modelo
(2001:111). Por ello proponen un tipo de análisis llamado semiótica discursiva,
basada en el análisis de los discursos multimodales, donde cada modo posee
sus potencialidades y sus límites específicos. La multimodalidad trasciende la
doble articulación del signo lingüístico de Saussure, que sólo toma en cuenta
forma (significante) y contenido (significado) como generadores de sentido. La
semiótica discursiva propone un modelo pluriarticulado, con cuatro estratos o
niveles basados en la gramática funcional de Halliday (1985): discurso, diseño,
producción y distribución (Kress y Van Leeuwen 2001:4). En cada uno de estos
niveles se produce significado. Pongamos un ejemplo para comprender cómo
funciona este modelo. Un compositor diseña su obra, en el sentido que la
plasma en una partitura, tal como hace un arquitecto con un plano de un
edificio. La partitura espera por un intérprete para consumarse como obra
musical. Este diseño es interpretado luego por un ejecutante, que introduce
significados diferentes en la composición, que seguramente no estaban en la
intención del autor, y que pueden incluso contradecirla. Si graba la obra, ésta
no será jamás el registro de una performance musical en vivo, una fiel
reproducción de sus deseos como intérprete: es un producto diferente, donde
quienes hacen las tomas o las mezclan introducen nuevos significados y
sentidos ajenos al intérprete o el compositor. Quienes producen el disco tienen
su propio concepto, que puede ser también muy distinto al de los compositores,
intérpretes o ingenieros de sonido. Los que mercadean el producto también
contribuyen con sus propios valores, ideas y creencias en el resultado final.
Pero si la distribución es por Internet, el oyente puede hacer sus propias
playlists o mezclas, volviendo de nuevo a resignificar todo lo anterior. Todos
11
estos elementos transforman radicalmente los significados de eso que tan
ingenuamente llamamos “la música en sí”.
La música, al igual que el lenguaje, se usa en contextos muy precisos y
particulares. Existe música específicamente funeraria, bailable, ritual, militar,
romántica, etc. Pero un cambio de uso de una determinada música produce
una transformación inmediata en su significado. Por ejemplo, el canto llano se
usó por siglos en la iglesia católica como la manera por antonomasia de orar en
colectivo. Por eso para San Agustín, quien ora y canta, ora dos veces. El
nacimiento del contrapunto en el siglo X trae consigo un cambio en su uso:
sirve de cantus firmus para la polifonía, y comienza a alternarse con ella. El
canto llano pasa a ser solístico y se contrapone al coro como colectivo. A partir
del Concilio Vaticano II, el canto llano pasa a hacerse en forma de concierto,
desnaturalizando su uso esencialmente ritual y religioso, para transformarlo en
un fenómeno puramente artístico. Más adelante, los grupos metaleros en los
años ochenta y noventa del siglo XX comenzaron a insertarlo en canciones de
invocación satánica, un uso contrario a sus intenciones primigenias. Con la
venta de millones de copias del disco Chants de los monjes benedictinos de la
Abadía de Silos, el canto gregoriano entró de lleno en la corriente del New Age,
como musicoterapia relajante y desestresante. Como es claro observar en este
ejemplo, a pesar de ser siempre la misma música, su significado ha cambiado
tantas veces como el uso que se le ha dado, de acuerdo a los modos del
discurso, producción, diseño y distribución.
¿POR QUÉ HABLAR DE DISCURSO MUSICAL?
Sin dejar de considerar la importancia de examinar los niveles más pequeños
de la segmentación textual (fonemas, morfemas, palabras, oraciones y
enunciados), una de las características de los estudios del discurso es que su
objeto de investigación propone sobrepasar estos límites para tomar a los
propios textos dentro de sus contextos de uso como unidades de análisis.
Interesa entonces no sólo dar cuenta de los textos en tanto tales, sino
fundamentalmente en su dimensión social, esto es, de los usos y efectos de los
textos en la sociedad. Por ello Van Dijk concibe a los discursos como
macroactos de habla (para diferenciarlos de los actos de habla de Austin y
12
Searle, que por lo general no sobrepasan los límites de un enunciado). Ahora
bien, los conceptos de texto y discurso son, como dicen Titscher et alii
(2000:20), dependientes de la teoría manejada, aunque la lingüística del texto y
los estudios del discurso han tendido cada vez más a converger en este punto.
El hecho de ampliar el ámbito de análisis de la oración al texto inserto en una
circunstancia concreta y específica, posibilita a la música trascender los
obstáculos planteados por la semántica del signo musical, ya que permite
comprender que los significados se generan en las interacciones de los textos
musicales con sus contextos, y no en el signo mismo y su referente.
Uno de los problemas centrales de los estudios del discurso consiste entonces
en examinar cómo se construye la realidad a partir de los discursos, pero
fundamentalmente, cómo éstos contribuyen a transformarla. Los discursos
conforman y mantienen el status quo, pero también pueden confrontarlo y
presentar alternativas diferentes. Por eso, no todas las teorías del discurso
parten de una base lingüística (Bolívar 2007:23), sino apelan en muchos casos
a otras disciplinas como la etnología, el derecho, la sociología, la teoría crítica,
la psicología o la hermenéutica. Por tanto, resulta común en los estudios
discursivos encontrar términos como poder, control, acceso, ideología,
legitimidad, ética, cognición, etc. (Bolívar 2007:31). Esto sucede porque el
discurso,
además
de
ser
un
producto,
constituye
un
proceso,
y
fundamentalmente, una interacción social. Si con el discurso se construyen y
se transforman realidades, entonces el discurso es ante todo acción. Y esta
premisa resulta básica para comprender las aspiraciones y metas que se
plantean los estudios del discurso.
¿Podemos examinar la música en estos mismos términos? ¿Puede concebirse
acaso la música como acción? Desde antiguo, la música mueve al mundo. La
lira de Orfeo, las trompetas de Jericó, los modos de Platón, la flauta de
Hammelin, el poder terapéutico de la tarantela (contra la picadura de la
tarántula), el canto de las sirenas de la Odisea, corroboran la antigüedad
histórica de esta metáfora. En el mundo contemporáneo encontramos
innumerables ejemplos donde la música persuade directamente a la gente a
hacer cosas. Las personas se ponen firmes de pie al escuchar el himno de su
13
país en un estadio. La música impele a las tropas a marchar en un desfile
militar, e les insufla coraje en el fragor de las batallas. 2 El tango o el reguetón
catalizan el impulso erótico de los danzantes. La música ligera de un centro
comercial predispone a los clientes a comprar. La música en la radio del carro
mata el tiempo de quienes lo pierden irremisiblemente en el tráfico. El tono del
teléfono celular alerta para que se responda la llamada. El Ave María indica a
los contrayentes que el matrimonio se ha consumado. ¿Por qué ocurre esto?
¿Por qué las personas comprenden y atienden los usos de cada música?
¿Cómo se forjan estos significados? ¿En qué medida contribuyen a construir
una realidad? ¿Cómo la modifican y la transforman? ¿Existe algún sustrato
textual que pueda dar cuenta de estos significados en la música misma? Estas
preguntas podrían muy bien conformar un programa para el estudio del
discurso musical.
Más allá de estos vínculos bastante deterministas y mecánicos que hemos
señalado entre música y acción, existen niveles mucho más sutiles, donde la
música es usada significativamente de manera persuasiva. De manera muy
acertada comenta Attali (1995:25) que una orquesta sinfónica constituye por sí
sola una demostración de poder. Se trata de un conjunto instrumental
extraordinariamente costoso. Pocos se pueden dar el lujo de mantener una
orquesta medianamente funcional y disfrutar de su exquisito repertorio. Los
pobres no tienen por lo general acceso a las orquestas sinfónicas. Su imagen y
sonoridad está por tanto indefectiblemente ligadas a la idea del poder político, a
la riqueza, al refinamiento, a la exclusividad, a altos estratos sociales. Del
mismo modo, pero en sentido contrario, los precarios recursos instrumentales
de la cumbia villera también dan cuenta de un ámbito de acción, de un uso muy
diferente al de una orquesta sinfónica, pero no por ello menos significativo. Su
sonoridad porta también sentidos que nacen de su uso en determinados
contextos, y pueden ir transformándose con el tiempo en la medida en que
interactúan con la sociedad.
LA MÚSICA Y EL ANÁLISIS CRÍTICO DEL DISCURSO (ACD)
2
Recordemos la famosa escena donde los helicópteros bombardean aldeas de Vietnam con Napalm al son de la
Cabalgata de las Walkirias, de Richard Wagner, en Apocalipsis Now.
14
La idea de que los discursos son acción, conlleva a unas de las prácticas más
interesantes de los estudios del discurso, pero también de las peor
comprendidas. Se trata del llamado Análisis Crítico del Discurso (conocido
usualmente como ACD). Más que un método, una escuela o una corriente
intelectual, consiste más bien en una perspectiva, en un enfoque, en una
manera de mirar el mundo. El ACD exige a quienes lo practican involucrarse
con lo que se estudia, problematizar el propio modo de observar, y encontrar
consensos con los usuarios de los discursos que permitan abrir nuevos
caminos y aportar soluciones a las dificultades sociales (Martín Rojo et alii
1998: 9-10). Se trata por tanto de adoptar una postura crítica, pero
profundamente proactiva hacia el cambio social a través de las prácticas
discursivas. No basta por tanto limitarse a deconstruir el discurso a la manera
derridiana: se requiere antes que nada un compromiso con la sociedad para
construir un mundo mejor a través del análisis, comprensión y uso de los
discursos. Si aceptamos que los discursos construyen nuestro mundo y
mantienen el orden social, debemos entonces también concluir que tienen la
capacidad de cambiarlo.
El ACD concibe su método en tres dimensiones: el estudio del texto como
producto discursivo; el estudio de la situación social o práctica discursiva donde
se inserta el texto; y finalmente, el conocimiento de la práctica social misma, la
“realidad” que construye el discurso y las maneras de cambiarla (Martín Rojo et
alii 1998:12). Ello lleva a un estudio de los intereses, valores e ideologías que
portan los discursos, pero sobre todo, de los significados ocultos, implicados,
no evidentes, de los discursos: de lo presupuesto, lo tácito, lo aludido, lo
ambiguo y lo contradictorio (Van Dijk 2003:155). Por eso Wodak (2003b:19)
dice que hay tres conceptos básicos en esta disciplina: el de poder, el de
historia y el de ideología. El grado de compromiso del ACD con el cambio
social lleva a algunos de sus practicantes a centrarse directamente en la lucha,
al decir de Fairclough (1998:39), uno de los más aguerridos combatientes del
ACD. Esta lucha es en el ámbito mismo del discurso, ya que el ACD intenta
develar las relaciones de dominación, discriminación, poder y control, tal y
como se manifiestan en los discursos (Wodak 2003b:19). Es decir, se
abandona cualquier resabio de objetividad científica para imbuirse en una
15
comprometida estrategia de cambio a partir del discurso. Queda claro entonces
que el ACD no promueve la crítica per se: requiere que ésta vaya dirigida a un
cambio, e indique claramente el rumbo y las alternativas a seguir. Fairclough
(1998:40) apunta que el ACD no se restringe en lo absoluto al estudio del poder
político, como bien pudiera inicialmente pensarse. Existen muchos otros
importantes objetos de estudio para el ACD, donde probablemente los
mecanismos del poder no aparecen tan obvios o evidentes como en la política,
pero donde resulta importante develarlos, así como comprender su papel en la
creación y transformación de realidades. Es en ese programa donde podemos
adscribir sin ambages los discursos musicales.
Se dice a menudo que el rock fue “la música que sacudió al mundo”, en el
sentido de que se constituyó en un portador de tendencias, ideas y valores que
coadyuvaron a una definitiva apertura hacia nuevas formas de sociabilidad y
convivencia. Hoy en día nadie duda de que el movimiento hippie, la
contracultura, lo underground, la liberación sexual, el uso de drogas y
psicotrópicos, las corrientes pacifistas, ecológicas y contra la discriminación
racial,
entre
muchas
otras
cosas,
constituyeron
catalizadores
de
la
transformación social que se apalancaron de manera sustantiva en lo que
pudiésemos llamar el “discurso del rock”. Pero esto no es en lo absoluto un
fenómeno de nuestros tiempos. Doscientos años antes irrumpió el vals en el
Ancién Régime, y también sacudió al mundo. Este sencillo baile de parejas,
que se abrazaban de manera impúdica y desvergonzada en público, ignorando
toda la rígida etiqueta aristocrática de los complejos bailes corales como el
minueto y el rigodón, constituyó sin duda el revulsivo discurso musical de la
clase media, que dio al traste con el sistema de las monarquías absolutistas
para dar paso a un nuevo orden social. Muchos ven representado en el vals el
espíritu del individualismo propio de la burguesía, atribuyéndole un poder de
cambio y transformación social muy importante para ese entonces. En los
regímenes comunistas y nazi-facistas de la Europa del siglo XX se dio la
paradoja
de
que
se
cultivaron
discursos
musicales
extremadamente
conservadores, a través de la promoción de orquestas sinfónicas y cuerpos de
ballet apegados a las costumbres más rancias del siglo XIX. En este caso, los
discursos musicales contribuyeron indudablemente al mantenimiento de la
16
clase gobernante, en todo sentido contradictorio con los ideales de
transformación social que preconizaban estos regímenes. Por ello la
persecución feroz de los discursos alternativos que promovían procesos de
cambio. Se trata pues de que los discursos musicales contribuyen
fehacientemente a mantener el orden social, o a transformarlo.
¿ES POSIBLE UN PROGRAMA DE ANÁLISIS CRÍTICO DEL DISCURSO MUSICAL?
Uno de los grandes retos del ACD consiste en medir sus resultados a lo interno
de la sociedad. Para poder hacer esto en el caso de la música, deberíamos
comenzar por formularnos algunas preguntas. En primer lugar, habría que
reconocer y definir cuáles son los discursos musicales del poder establecido.
Se tendría que determinar cómo se legitiman estos discursos musicales y por
qué mecanismos. Cabría preguntarse también si existen discursos alternativos
a estos, cuáles son y qué desafío representan para los discursos musicales
establecidos. Luego habría que examinar la propiedad y justeza de instaurar un
nuevo orden discursivo, 3 tomando en cuenta a los usuarios de los discursos,
sus expectativas y deseos. Por otra parte, tendrían que examinarse las
posibilidades efectivas del investigador de intervenir estas realidades, y discutir
los métodos requeridos para ello. En fin, la gran pregunta parece ser el cómo
poner en práctica el ACD en el campo de la música. Examinemos a propósito
un caso concreto para comprender cómo podría actuar un proyecto de ACD en
el ámbito musical.
En las últimas cuatro décadas se ha verificado un crecimiento exponencial en
la cantidad y calidad de las orquestas sinfónicas en Venezuela. Pasamos de
dos orquestas profesionales que existían en 1970 en todo el país -la Orquesta
Sinfónica Venezuela en Caracas y la Orquesta Sinfónica de Maracaibo- a por lo
menos cinco orquestas sinfónicas profesionales sólo en la capital: Orquesta
Sinfónica Venezuela, Orquesta Municipal de Caracas, Orquesta Filarmónica
Nacional, Orquesta Simón Bolívar (que en la práctica son dos, denominadas
“A” y “B”), esto sin contar otras orquestas juveniles que trabajan también en
3
Fairclough (2003:183) dice que “el aspecto semiótico de un orden social es lo que podemos llamar un orden del
discurso”. Uno de los aspectos a examinar en ese orden es el dominio: hay discursos dominantes, otros marginales,
otros de oposición u otros alternativos.
17
Caracas y que no existían antes de esa fecha, como la Sinfónica Juvenil de
Chacao, la Orquesta Teresa Carreño, la Sinfónica Juvenil o la Orquesta Gran
Mariscal de Ayacucho. Por otra parte, en la mayoría de los estados del país
existen orquestas sinfónicas profesionales y estudiantiles, algunas con un
excelente desempeño profesional, algo absolutamente impensable hace
algunos años. Esta situación, fruto de un continuo esfuerzo del estado
venezolano que comenzó en 1948 con la asignación del primer presupuesto
oficial a la Orquesta Sinfónica Venezuela, ha contribuido sin duda a a elevar
considerablemente el nivel musical del país, a mejorar el estatus social del
profesional de la música, y a brindar una muy positiva imagen del mismo
allende nuestras fronteras. Esto ha sido posible fundamentalmente gracias a la
generosa renta petrolera obtenida por el país en ese mismo período, cuyos
beneficios han percolado de ese modo en la vida cultural venezolana.
Pero esta situación tiene también importantes aristas sobre las cuales sería
importante reflexionar. Parafraseando a Jäger (2003:61), las orquestas
sinfónicas actúan como mediadoras de un discurso musical en un tiempo y
lugar determinado, lo validan y lo transmiten, y este discurso configura
psicosocialmente a los sujetos y a las comunidades a las que pertenecen. No
hay que olvidar que los discursos adquieren vida propia, al punto de que no son
necesariamente los usuarios (productores y receptores) quienes hacen el
discurso, sino es el discurso el que forja a los usuarios (Jäger 2003:67).
Discurso e individuo se imbrican de tal modo que resulta imposible escaparse
de su influjo, ni siquiera cuando se lo critica: “Los discursos ejercen el poder
porque transportan un saber con el que se nutre la conciencia colectiva e
individual. Este conocimiento emergente es la base de la acción individual y
colectiva, así como el fundamento de la acción formativa que moldea la
realidad” (Jäger 2003:69).
Como en todas partes del mundo, el repertorio de las orquestas sinfónicas
venezolanas gira en torno a lo que Goehr (1994) denomina el “museo
imaginario de obras musicales”, es decir, la música centroeuropea del siglo
XIX. Estas orquestas se dedican con ahínco a perpetuar un canon sinfónico
(¿podría ser acaso de otro modo?) sin cuestionar la pertinencia del mismo ni
18
plantearse ninguna otra alternativa posible. Este status quo se ha naturalizado
de tal modo, que proponer una cambio puede resultar harto problemático a lo
interno de estas instituciones, desatando fuertes debates no siempre
constructivos. Como dice Jäger (2003:63), los discursos instauran realidades
que se asumen como verdaderas, normales, racionales, sensatas y fuera de
toda duda.
Contrasta fuertemente con esta situación la historia de las décadas iniciales de
la Orquesta Sinfónica Venezuela. Una vez fundada en 1930, se convirtió
gracias a su primer director (Vicente Emilio Sojo) en un laboratorio para el cual
se crearon las más grandes obras del repertorio sinfónico nacional.
Compositores como Juan Bautista Plaza, Eduardo Plaza, Ángel Sauce,
Inocente Carreño, Antonio Lauro, Evencio Castellanos, Gonzalo Castellanos,
Antonio Estévez, Modesta Bor, y el propio Sojo, por nombrar sólo algunos,
escribieron su música especialmente para este conjunto orquestal, que se
dedicó a estrenar y tocar consuetudinariamente este repertorio, sin por ello
ignorar ni dejar de lado el canon europeo. A pesar de que para entonces era la
única orquesta del país, esta institución no escatimó esfuerzos en esa labor,
gracias a la cual algunas de estas obras alcanzaron cierta reputación de la que
hoy todavía gozan.
Paradójicamente, ahora que las orquestas en el país se han multiplicado por
doquier, esta música se hace muy poco, si es que se hace. La eclosión de
orquestas ha ido en detrimento de la producción e interpretación de obras
sinfónicas venezolanas, que cada vez se escriben y se tocan menos. Se ha
impuesto un repertorio extremadamente conservador a expensas de la
producción nacional, algo que resulta totalmente inexplicable en el contexto
descrito. Un programa de ACD comenzaría precisamente por problematizar
una situación así, quizá a través de una serie de preguntas (incómodas): ¿Cuál
es el repertorio que privilegian las orquestas sinfónicas venezolanas en este
momento? ¿Por qué se ha limitado exclusivamente al canon sinfónico? ¿Por
qué se no se exploran otras sonoridades, no se tocan obras que no estén en el
canon, no se encargan obras nuevas, no se difunden repertorios diferentes e
inéditos, en fin, no se promueve de manera decidida al compositor local? ¿Por
19
qué se ha excluido del repertorio a los compositores nacionales? ¿Es ésta una
actitud consciente, o a qué pulsiones oscuras obedece? ¿Quiénes son los
interesados en ello mantener este estado de cosas, por qué y para qué? ¿Se
puede revertir esta situación? ¿Cómo hacerlo? ¿Resulta apropiado y
conveniente hacerlo? ¿En qué afecta esto a la institucionalidad? ¿Qué
relaciones se establecerían entre el discurso del repertorio canónico y el del
“nuevo” repertorio? ¿Para qué instaurar un nuevo repertorio, quiénes son los
interesados en ello, y por qué? ¿A qué pulsiones obedecen?
Cabe decir con Jäger (2003:97) que “todo conocimiento está vinculado al
poder. En todo conocimiento que adquiere predominio, predomina el poder. Es
generado por el poder y ejerce el poder. De este modo, allí donde hay
conocimiento, hay poder. Allí donde el conocimiento se debilita, el poder puede
debilitarse.” En este sentido, un programa de esta naturaleza no procuraría
sustituir un conocimiento por otro, un repertorio por otro, un discurso musical
por otro, a sabiendas de que lo que se va a hacer en definitiva es sustituir una
dominación por otra. El ACD no es un programa moral, no valora lo que está
bien o lo que está mal, lo que es “correcto” o lo que no, convencido de que tal
cosa en realidad no existe (Wodak 2003a:104). El ACD lo que procura es hacer
transparentes los procesos y dejar abiertas las opciones a las personas de
escoger lo más libremente posible.
Una acción en el contexto planteado partiría de la hipótesis de que una
inclusión sistemática, decidida y consciente de un conjunto de obras diferentes
a las del canon en estos conjuntos orquestales, actuaría sin duda en favor de
una renovación del repertorio, dando lugar a una resignificación de sus
discursos musicales y a moldear un ciudadano con más opciones a la mano.
Eso fue al menos lo que pensamos quienes formamos en algún momento parte
de la directiva de la Orquesta Filarmónica Nacional durante los años finales de
la década de los noventa, y hacia allá enfilamos nuestros esfuerzos. Un cambio
en el discurso musical institucional operaría sin duda a favor de un cambio en
la sensibilidad de los músicos y del público, en una actitud distinta y valorativa
frente a la producción musical venezolana, promoviendo una nueva manera de
pensar acerca de nosotros mismos y los demás. En aquel entonces alentamos
20
no sólo la ejecución sistemática en los programas de conciertos de un conjunto
de obras consideradas como “clásicas” del repertorio sinfónico venezolano (a
pesar de lo cual poco o nunca se hacían), sino además, realizar grabaciones
profesionales de las mismas en CD para brindar el mayor acceso posible de la
gente a ellas. Se produjeron un total de seis discos compactos monográficos,
titulados Inocente Carreño / Margariteña (1996); Signos de la postmodernidad
(1996); Vicente Emilio Sojo / Misa cromática (1997); Evencio Castellanos /
Concierto para piano (1998); Juan Bautista Plaza / Fuga Criolla (1998);
Genocidio / Modesta Bor (1998), con la obra sinfónica de estos autores, bajo la
batuta de Pablo Castellanos, director titular de la orquesta, recogiendo por
primera vez en un registro sonoro un sinnúmero de obras que jamás habían
sido grabadas.
Esto requirió de un importante esfuerzo financiero y
organizativo, algo que no puede estar ausente en un programa de ACD.
Sin embargo, el impacto de este programa no fue el esperado, entre otras
cosas porque una vez cambiadas las autoridades de la orquesta, la institución
dejó de lado las grabaciones, y tomó otros rumbos. Las demás orquestas no se
dieron por aludidas, y continuaron sin más con sus prácticas discursivas
convencionales. Sin embargo, las grabaciones que quedaron siguen siendo
paradigmáticas en el campo de la música sinfónica venezolana, y se escuchan
con asiduidad en las emisoras de música de conciertos del país, alternando
con el repertorio estándar, algo que sin duda ha ido haciendo mella en la
percepción que de esta música puedan tener los radioescuchas, quienes a
menudo se sorprenden de la calidad y largo aliento de estas obras musicales, y
de que puedan haber sido escritas por venezolanos. Como propone Fairclough,
hubo en este caso una toma ex profeso de posición política en el campo de la
música, asumiendo las consecuencias que de ello derivaron, a nivel
institucional y personal de las personas involucradas.
CONCLUSIÓN
Como hemos visto a lo largo de este trabajo, música y discurso constituyen
campos de conocimiento absolutamente afines, pero su relación requiere de un
tratamiento adecuado, que tome en cuenta los desarrollos más recientes de los
estudios del discurso. En particular, nos parece crucial indagar más en la
21
pragmática del discurso musical, y en lo que hemos denominado actos de
música, algo muy ligado por cierto a los estudios de la performance. También
hemos mostrado cómo los estudios del discurso ofrecen teorías y metodologías
que se pueden aplicar con gran eficacia a la música, como el análisis de los
discursos multimodales o el análisis crítico del discurso. Abogamos porque
estas herramientas sean utilizadas en el futuro, y estamos seguros de que
darán fructíferos resultados, sobre todo en la comprensión de cómo se generan
los significados en los discursos musicales, y cómo estos conforman y
transforman las realidades humanas al igual que lo hace el lenguaje o las
imágenes.
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA (Y RECOMENDADA)
Agawu, Kofi. 2009. Music as discourse: semiotic adventures in romantic music.
Oxford: Oxford University Press.
Attali, Jacques. 1995. Ruidos. Ensayo sobre la economía política de la música.
México:Siglo Veintiuno Editores.
Auslander, Philip. 2004. “Performance Analysis and Popular Music: A
Manifesto.” Contemporary Theatre Review 14(1): 1–13.
Austin, John L. 1998. Como hacer cosas con palabras. Palabras y acciones.
Barcelona: Paidós.
Bolívar, Adriana. 2007. “Los primeros problemas del analista: ¿Qué teorías?
¿Qué métodos? ¿Por dónde empezar?”. En Análisis del discurso.
¿Por qué y para qué?, 19-38. Caracas: Los Libros de El Nacional y
Universidad Central de Venezuela.
Bravo, Roberto. 2001. Una definición intensional del significado en los
lenguajes naturales. Caracas: Comisión de Estudios de Postgrado
de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad
Central de Venezuela.
Calsamiglia Blancafort, Helena; y Amparo Tusón Valls. 1999. Las cosas del
decir. Manual de análisis del discurso. Barcelona: Ariel.
Dahlhaus, Carl. 1999. La idea de la música absoluta. Barcelona: Idea Books.
DeNora, Tia. 1986. “How is extra-musical meaning possible? Music as a place
and space for ‘work’.” Sociological Theory 4: 84-94.
22
Escandell Vidal, M. Victoria. 1996. Introducción a la pragmática. Barcelona:
Ariel.
Fairclough, Norman. 1998. “Propuestas para un nuevo programa de
investigación en el análisis crítico del discurso”. En Poder-decir o el
poder de los discursos, ed. Luisa Martín Rojo, María Laura Pardo y
Rachel Whittaker, 35-54. Madrid: Ediciones de la Universidad
Autónoma de Madrid.
Feld, Steven; y Aaron A. Fox. 1994. “Music and Language”. Annual Review of
Anthropology, 23: 25-53.
Goehr, Lydia. 1992. The imaginary museum of musical works: an essay in the
philosophy of music. Oxford: Clarendon Press.
Halliday, M.A.K. 1985. An introduction to functional grammar. London: E.
Arnold.
Hooper, Giles. 2008. The Discourse of Musicology. Hants: Ashgate.
Jäger, Siegfried. 2003. “Discurso y conocimiento: aspectos teóricos y
metodológicos de la crítica del discurso y del análisis de
dispositivos.” En Métodos de análisis crítico del discurso, comp. Ruth
Wodak y Michael Meyer, 61-100. Barcelona: Gedisa.
Kress, Gunther; Regina Leite-García y Theo van Leeuwen. 2000. En El
discurso como estructura y proceso, comp. Teun A. Van Dijk, 373416. Barcelona: Gedisa.
Kress, Gunther; y Theo van Leeuwen. 2001. Multimodal Discourse. The Modes
and Media of Contemporary Communications. London: Arnold.
Lakoff, George; y Mark Johnson. 2004. Metáforas de la vida cotidiana. Madrid:
Cátedra.
Madrid, Alejandro L. 2009. “¿Por qué música y estudios de performance? ¿Por
qué ahora?: una introducción al dossier”. TRANS-Revista
Transcultural de Música 13 (artículo 4) [Consultado 31 de julio de
2012].
Martín Rojo, Luisa; Pardo, María Laura; y Whittaker, Rachel. 1998. “El análisis
crítico del discurso: una mirada indisciplinada.” En Poder-decir o el
poder de los discursos, ed. Luisa Martín Rojo, María Laura Pardo y
Rachel Whittaker, 9-33. Madrid: Ediciones de la Universidad
Autónoma de Madrid.
Nattiez, Jean-Jacques. 1990. Music and Discourse. Toward a semiology of
music. New Jersey: Princeton University Press.
23
Neubauer, John. 1992. La emancipación de la música: el alejamiento de la
mímesis en la estética del siglo XVIII. Madrid: Visor.
Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 30 (2011.2)
Olbrys Gencarella, Stephen; y Phaedra C. Pezzullo. 2010. Readings on
Rhetoric and Performance. State College, Pennsylvania: Strata
Publishing.
Sagot Muñoz, Carlos. 1997. Música y significados. Introducción a la semiología
de la música con una selección de lecturas. Heredia: Universidad
Nacional.
Saussure, Ferdinand de. 1975. Curso de lingüística general. Buenos Aires:
Editorial Losada.
Schultz, Margarita. 1993. ¿Qué significa la música? Del sonido al sentido
musical. Santiago: Universidad de Chile y Ediciones Dolmen.
Searle, John. 2001. Actos de habla. Ensayo de filosofía del lenguaje. Madrid:
Cátedra.
Shepherd, John. 1991. Music as Social Text. Cambridge: Polity Press.
Small, Christopher. 1998. Musicking: The Meanings of Performing and
Listening. Middletown: Wesleyan University Press.
Sperber, Dan; y Deirdre Wilson. 1994. La relevancia. Comunicación y procesos
cognitivos. Madrid: Visor.
Titscher, Stefan; Michael Meyer, Ruth Wodak y Eva Vetter. 2000. Methods of
Text and Discourse Analysis. London: SAGE Publications.
Van Dijk, Teun A. (comp.). 2000a. El discurso como estructura y proceso.
Barcelona: Gedisa.
Van Dijk, Teun A. (comp.). 2000b. El discurso como interacción social.
Barcelona: Gedisa.
Van Dijk, Teun. 2003. “La multidisciplinariedad del análisis crítico del discurso:
un alegato a favor de la diversidad.” En Métodos de análisis crítico
del discurso, comp. Ruth Wodak y Michael Meyer, 143-177.
Barcelona: Gedisa.
Van Leeuwen, Theo. 1999. Speech, Music, Sound. Houndmills: MacMillan
Press.
24
Wittgenstein, Ludwig. 1988. Investigaciones filosóficas. Barcelona: Crítica;
México: Universidad Nacional Autónoma de México.
Wodak, Ruth. 2003a. “El enfoque histórico del discurso.” En Métodos de
análisis crítico del discurso, comp. Ruth Wodak y Michael Meyer,
101-142. Barcelona: Gedisa.
Wodak, Ruth. 2003b. “De qué trata el análisis crítico del discurso (ACD).
Resumen de su historia, sus conceptos fundamentales y sus
desarrollos.” En Métodos de análisis crítico del discurso, comp. Ruth
Wodak y Michael Meyer, 17-34. Barcelona: Gedisa.
Wodak, Ruth; y Michael Meyer (comp.). 2003. Métodos de análisis crítico del
discurso. Barcelona: Gedisa.
Worth,
Sarah.
1998.
“Music, Emotion and Language: Using Music to
Communicate”. Boston: Twentieth World Congress of Philosophy.
25