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MÚSICA Y ESTUDIOS DEL DISCURSO: UNA ATRACCIÓN FATAL Especialmente escrito para el libro Músicas populares, discursos, sociedad. Berenice Corti y Claudio Díaz, (eds.). Juan Francisco Sans (Universidad Central de Venezuela) RESUMEN Los términos discurso, análisis del discurso y análisis crítico del discurso se han puesto de moda en los estudios musicológicos a partir de los años 90 del siglo XX. Su cada vez más frecuente aparición en los textos escritos por destacados musicólogos relativos al análisis, la semiótica musical o los estudios de música popular atestiguan este aserto. No obstante, un somero examen de la literatura musicológica que hace uso de estos conceptos puede dar fe de la notoria ausencia de los principales autores, teorías y métodos de los estudios del discurso en estos textos. Llama la atención la utilización laxa, superficial e indefinida que hace la musicología de estas expresiones, y su escasa o nula relación con los logros alcanzados en los estudios del discurso. El presente trabajo explora la posibilidades que ofrecen los estudios del discurso para dar respuestas a algunos de los más acuciantes problemas de la musicología actual, como son las relaciones entre música y significado, música y lenguaje, música y acción social, música e ideología, música y poder, música y cognición, y proponer algunas ideas de cómo incorporar efectivamente la música a algunas sus líneas de investigación como son la pragmática, el análisis multimodal o el análisis crítico del discurso. Palabras clave: música, musicología, discurso, performance, multimodalidad, análisis crítico del discurso. MUSICOLOGÍA ENAJENADA En su prefacio a las dos compilaciones El discurso como estructura y proceso y El discurso como interacción social, Teun van Dijk (2000ª) afirmaba que los llamados estudios del discurso constituían para el momento de la aparición de esas obras seminales –hablamos de 1997- una novedosa aunque ya sólidamente establecida ciencia de naturaleza esencialmente transdisciplinaria. Esta ciencia tendría como objeto principal investigar el uso de los textos en sus contextos reales. La madurez alcanzada en la actualidad por estos estudios ha puesto de moda hablar de discurso, de análisis del discurso, y sobre todo, de análisis crítico del discurso, sin que a menudo se sepa a ciencia cierta a qué se hace referencia con estas nociones, o peor aún, haciendo un uso ingenuo y ligero de las mismas. Esta situación se hace particularmente evidente en los 1 campos de la musicología, la etnomusicología y la música popular. Si bien resulta notorio el creciente interés por vincular las investigaciones musicales con el concepto de discurso, al examinar el manejo que en ellas se hace del término salta a la vista el caso omiso que se hace a la muy bien establecida tradición académica de los estudios del discurso. Valga decir también que han sido muy pocos los autores que han abordado el tema de la música dentro del marco de la llamada semiótica discursiva. Lo cierto es que las aproximaciones entre música y discurso se han verificado al margen de los estudios del discurso, lo cual resulta inexplicable, toda vez que éstos han desarrollado sólidas herramientas teóricas y metodológicas que podrían aplicarse con grandes beneficios al conocimiento de los textos musicales en su contexto. Music and Discourse de Jean-Jacques Nattiez (1990) representa quizá una de las primeras obras donde se aborda de manera explícita el discurso en el campo de la música. Los planteamientos de este autor brindan un importante punto de partida para futuras investigaciones. Nattiez comienza por deslindar claramente las dos relaciones posibles existentes entre música y discurso: a) la música como discurso, y b), los discursos sobre la música. 1 En este trabajo nos concentramos exclusivamente en la primera relación -la música como discurso en sí misma- sin entrar a discutir la última, que pertenecería más propiamente al área de los discursos verbales. Nattiez fundamenta todo su trabajo en la teoría de la tripartición de Jean Molino para dar cuenta no sólo del nivel inmanente de la obra musical (tarea habitual del análisis musical), sino de los modos de producción (poiéticos) y de recepción (estésicos) de la música, en lo que llama el “hecho musical total”. Si bien esto último constituye sin duda un interesante avance, en su libro no logra desembarazarse finalmente del pesado fardo del estructuralismo musical, centrando su discusión en el clásico problema del signo musical y su referencia. Desde entonces, otros estudiosos han incorporado tímida y superficialmente el concepto de discurso al estudio de la música, pero ignorando los sofisticados 1 Feld y Fox (1994:26) amplían a cuatro los vínculos posibles entre música y lenguaje: la música como lenguaje, el lenguaje en la música, la música dentro del lenguaje, y el lenguaje acerca de la música. 2 desarrollos teóricos y metodológicos del análisis del discurso alcanzados en otros ámbitos del conocimiento. Cuando John Shepherd escribe Music as Social Text (1991), Giles Hooper The Discourse of Musicology (2008), o Kofi Agawu Music as Discourse: Semiotic Adventures in Romantic Music (2009), a lo menos que uno podría aspirar es a conseguir en dichos trabajos una discusión sobre la abrumadora bibliografía especializada que existe sobre el tópico. Resulta por ende sorprendente no encontrar por ningún lado en dichos textos autores claves dentro de los estudios discursivos como Teun van Dijk, Robert de Beaugrande, Ruth Wodak, María Laura Pardo, Adriana Bolívar, Norman Fairclough, Helena Calsamiglia o Amparo Tusón, ni siquiera de aquellos que de algún modo han abordado temas relacionados con la música como Theo Van Leeuwen y Gunther Kress. Podemos decir en descargo de Hooper que a lo largo de su trabajo da muestras de una aguda perspicacia y penetración orientadas en la dirección correcta en lo que respecta a los problemas más acuciantes que plantean los estudios del discurso, y su relación con la musicología, cosa que no ocurre con Agawu, cuyos métodos abrevan del análisis musical más convencional. Cabe advertir que este divorcio entre programas académicos interdisciplinarios de largo aliento y desarrollos análogos en el campo de la música, no ocurre únicamente en el área de los estudios del discurso. Auslander (2004) alerta acerca de una situación muy parecida ocurrida entre los performance studies y los estudios acerca de la performance musical. No se explica cómo prácticas tan similares hayan podido marchar cada cual por su lado ignorándose mutuamente. Si bien adelanta algunas conjeturas sobre las razones que pudiera haber para ello, no justifica el que la música se haya quedado al margen de tan importante línea de investigación, abordando el problema de la performance de una manera tan poco sistemática y no engranada con el mainstream donde convergen un conjunto de disciplinas como el teatro, la retórica, la psicología, la etnografía, la antropología y la sociología. Si bien Auslander (2004:4) atribuye esta indiferencia al propio desinterés de los performance studies por atraer la música a su seno (algo de lo cual pudiésemos acusar también a los estudios del discurso), reivindica el legítimo derecho que tienen las performances musicales como objeto del análisis de los 3 performance studies, y trabaja vigorosamente por involucrar la música al programa de este campo del conocimiento. Lo ocurrido en realidad es que la apatía ha sido mutua. Por su parte, Madrid (2009) aboga precisamente porque los estudios sobre las performances musicales salgan de su reducido coto y se incorporen a discusiones y proyectos intelectuales interdisciplinarios de mayor aliento y alcance. Pero pese a los esfuerzos de gente como Auslander y Madrid, de la veintena de artículos recogidos en la reciente recopilación Readings on Rhetoric and Performance (2010), no hay ni uno dedicado a la performance o a la retórica musical, y el tema de la música se toca sólo desde el punto de vista sociológico en alguno de ellos. No podemos dejar de hacer aquí la observación de esta tendencia de la musicología a enajenarse de las principales corrientes del pensamiento, a incorporarse tardíamente y de forma parcial a los movimientos intelectuales más influyentes y renovadores, a marchar de manera díscola por su propio camino y a su propio ritmo, e incluso en ocasiones ir a contracorriente. De allí quizá la sospecha que en ocasiones levanta la musicología de constituir una disciplina congénitamente conservadora. La propensión de la música hacia la autonomía (donde la música absoluta o la “música en sí” constituyen apenas un capítulo más) parece ser una constante histórica digna de estudiarse más en profundidad. La música ha sido históricamente reluctante a incorporarse a las grandes transformaciones del pensamiento, y muchas de sus reacciones a los movimientos culturales han sido notablemente tardías y muchas veces extemporáneas. EL DIVORCIO ENTRE LA MÚSICA Y EL LENGUAJE Es en esta circunstancia que podemos comprender el surgimiento de lo que Dahlhaus (1999) denomina “la idea de la música absoluta”. A partir del auge de la música instrumental “pura” a lo largo del siglo XVIII, la música adquiere un rango relativamente autonómico con respecto al lenguaje, poniendo en cuestión un vínculo que otrora parecía perfectamente natural. Sólo así se explica el nacimiento de las teorías formalistas del significado musical, de las cuales Hanslick y Stravinsky constituirán notables precursores. A esto se suma el auge de las teorías del signo lingüístico a comienzos del siglo XX, 4 especialmente a partir del Curso de lingüística general de Saussure y la semiótica Peirciana, que dieron al traste con esta fraternal y fecunda relación entre música y lenguaje, al centrar el problema del signo en la articulación significado-significante. Este asunto se constituyó en un escollo insalvable para la música. La ostensible falta de referentes extensionales para los signos musicales llevó a muchos a afirmar que hablar de un lenguaje musical era un contrasentido, y que sólo era posible como metáfora (Sagot 1997:65) o como analogía con el lenguaje verbal (Schultz 1993:101). Ante la inexistencia de referentes extramusicales, la única explicación plausible al significado de la música a la luz de la teoría del signo lingüístico se cimbra en el funcionamiento interno de las propias proposiciones musicales, en los llamados significados intensionales. Tal como ocurre en los lenguajes formales, como la lógica, los lenguajes de programación o las matemáticas, las referencias se establecen entre sus elementos componentes. Visto desde esta perspectiva, la música podría considerarse como una suerte de lenguaje formal, ya que sólo hace uso de significados intensionales. No obstante, no debemos olvidar que “la creación de lenguajes formalizados […] ha partido, históricamente, de la abstracción, restricción y adecuación de las propiedades y características del lenguaje natural” (Bravo 2001:19). Y el lenguaje verbal también es rico en significados intensionales. Muchas palabras y enunciados carecen de referentes más allá del propio lenguaje, como ocurre con la mayoría de las proposiciones, las interjecciones, los artículos, algunos adverbios, etc. ¿Cuál es la referencia extensional de “y”, de “la”, de “pero” o de “no obstante”? ¿Y cuántas veces no usamos estas palabras en el lenguaje verbal que no tienen, en el sentido saussuriano del término, un referente extensional? ¿No está el lenguaje verbal pletórico de palabras “que no significan nada”, que no remiten a nada fuera del lenguaje mismo? Esto nos lleva por tanto a pensar que si la música se basa en significados intensionales, mantiene por igual profundos vínculos genéticos con el lenguaje verbal. No obstante, considerar la música como un lenguaje formal no deja de ser tan problemático como considerarla un lenguaje natural. Según Bravo (2001:1617), los lenguajes formales sistematizan acuciosamente el léxico, la gramática 5 y la semántica de sus componentes, de modo de asegurar significados unívocos y reglas de combinación fijas que eviten al máximo la la polisemia. Pero la organización interna del lenguaje musical, al igual que la del lenguaje verbal, no acata en lo más mínimo estas premisas: se construye a lo largo del tiempo con las aportaciones de sus sucesivos usuarios; depende de situaciones sociales, históricas y culturales cambiantes; y se adapta a las necesidades y urgencias de las gentes, las circunstancias, los lugares y los tiempos. En virtud de estos argumentos, el lenguaje musical podría considerarse más como un lenguaje natural y no como un lenguaje formal. En todo caso, esta disyuntiva entre lenguajes formales, naturales, verbales o musicales, ha estado en el vórtice de la diatriba entre referencialistas y formalistas en las teorías del signo musical. En esta polémica se han perdido cerca de cien años que poco o nada han dejado para la comprensión del problema de las relaciones entre música y lenguaje. Pero ello no puede llevarnos a concluir que por esas razones la música no es un lenguaje, o de que resulta inútil insistir en este camino. Resulta absolutamente contraintuitivo y antihistórico negar el que la música constituya de por sí un lenguaje, y que como tal pueda considerársele como un legítimo objeto de los estudios del discurso. Existe una milenaria práctica que acredita esta idea y que resulta imposible de soslayar: el pertinaz uso del alfabeto como base de la notación musical desde la Grecia antigua hasta nuestros días; la paulatina evolución del canto llano a partir del recitado y la teoría de los acentos desarrollada en Bizancio; el origen de la rima poética en los tropos, secuencias y pies rítmicos durante la época medioeval; la continua práctica de la retórica musical a partir del siglo XV hasta la fecha actual; la “emancipación” de la música de la palabra en el siglo XVIII tal como la propone Neubauer (1992); las pretensiones de universalidad del lenguaje musical planteadas por los filósofos románticos como Schopenhauer, el poema sinfónico, etc. El aserto de que “la música es un lenguaje” constituye sólo una metáfora o una analogía, no resulta convincente a la luz de los propios hallazgos de los estudios del discurso. Lakoff y Johnson (2004) demostraron que el sistema 6 conceptual ordinario a partir del cual hablamos, pensamos y actuamos es fundamentalmente de naturaleza metafórica. La metáfora no constituye por tanto una figura retórica, una licencia o excepción dentro del lenguaje: por el contrario, está en la esencia misma del modo de funcionamiento del lenguaje. Comprendemos y experimentamos el mundo a través de las metáforas. Lo interesante es que Lakoff y Johnson no plantean el problema exclusivamente en términos cognitivos, sino esencialmente en términos performativos: las metáforas se experimentan, se viven, y es a través de ellas como aprehendemos el mundo. Esto le permite a Lakoff y Johnson (2004:195) afirmar que “la metáfora es primariamente una cuestión de pensamiento y acción, y sólo derivadamente una cuestión de lenguaje”, siendo que “la función primaria de la metáfora es proporcionar una comprensión parcial de un tipo de experiencia en términos de otro tipo de experiencia”. Las metáforas tienen por tanto la fuerza de crear realidades. El que la música sea considerada como un lenguaje ha constituido probablemente una de las más poderosas e inspiradoras metáforas de su historia, y no puede ni debe desvirtuarse por ello. A la luz de estas reflexiones, resulta inoficioso preguntarse si la música podría o no considerarse como un discurso. Siendo la noción de discurso (Van Dijk 2000ª: 21) esencialmente difusa, como pueden ser las de otros términos correlativos como lenguaje, texto, ideología, comunicación, cultura o sociedad, no tiene sentido entrar en una disquisición de esta índole. Si bien podría resultar eventualmente interesante desde un punto de vista filosófico, los estudios del discurso se ocupan de cosas mucho más terrenales y menos esotéricas, se desentienden de la metafísica sin desdeñar no obstante el debate teórico. Además, como dice Bolívar (2007:22), “el concepto de lenguaje puede incluir lo verbal y también otros lenguajes como el gestual, el visual, el musical, etc. La discusión puede tocar el terreno de la multimodalidad donde se trabaja con textos complejos en los que se mezclan y entrecruzan distintos tipos de lenguajes”. Los estudios del discurso dejan por tanto el problema del signo lingüístico y su referencialidad para los enfoques estrictamente semánticos del lenguaje, y avanzan más bien en otras direcciones. ACTOS DE MÚSICA 7 El camino abierto por las Investigaciones filosóficas de Ludwig Wittgenstein permite a la música escapar de la trampa del signo lingüístico y su doble articulación. Wittgenstein (1988: 61) hace allí un planteamiento luminoso: el significado de una palabra es su uso en el lenguaje. Su significado no depende entonces de las definiciones del diccionario, de cómo se describe o a qué remite una palabra, sino cómo se usa y en qué contexto. Para que exista significado no es preciso entonces que los elementos de un lenguaje remitan a algo fuera de sí (significados extensionales), ni siquiera a otros elementos a lo interno del propio lenguaje (significados intensionales). La idea se fundamenta más bien en el uso concreto que hacemos de algo en un contexto específico y determinado. Si los significados del lenguaje verbal dependen entonces del uso que hacemos de sus componentes como las palabras o los enunciados en contextos específicos, ¿cómo no considerarlo así para la música y sus elementos idiosincrásicos? ¿Por qué continuar atados a las teorías referencialistas o formalistas de la música, que han llevado la discusión del significado de la música a un callejón sin salida? A la luz del segundo Wittgenstein, el lenguaje natural deja de ser por entero referencial, y sólo el hábito de concebirlo de ese modo hace que sigamos pensando en la referencia como un atributo que le es inherente. En general, el gran problema que subyace en la comparación entre música y lenguaje radica, no en saber que la música no remite a nada fuera de sí misma, algo que resulta casi una perogrullada, sino en la certeza generalizada de que el lenguaje verbal sí lo hace. Un ejemplo de un texto de Voltaire (citado por Escandell Vidal 1996:15) da perfecta cuenta del proceso mediante el cual el significado de las palabras se genera en el contexto de uso, y no tiene nada que ver con su referencia: Cuando un diplomático dice sí, quiere decir “quizá”; cuando dice quizá, quiere decir “no”; y cuando dice no, no es un diplomático. Cuando una dama dice no, quiere decir “quizá”; cuando dice quizá, quiere decir “sí”; y cuando dice sí, no es una dama. Cuando autores como Worth (1998) afirman que la música pura no puede competir con el significado lingüístico, está presuponiendo que las lenguas 8 naturales tienen de suyo un significado absoluto. En realidad, tiene la seguridad de que funcionan de ese modo, de que el lenguaje tiene referencias, aunque empíricamente podamos constatar que no es así. La otra cara de la moneda es la presunción de que por estas mismas razones, el lenguaje apela únicamente al pensamiento, en tanto la música atiende más bien al sentimiento, a las emociones. En realidad el lenguaje puede ser tan emocional como lo es la música misma, y la música puede ser tan cerebral como el lenguaje. Entonces, si el lenguaje verbal no es referencial, ¿por qué habría de serlo el lenguaje musical? Pese a la obviedad de tales argumentos, pocos han sido los teóricos musicales que se han aventurado por este camino. Tia DeNora (1984:87), en su artículo “How is extra-musical meaning possible?” hace una propuesta muy interesante, que si bien no desarrolla in extenso, la deja esbozada para ulteriores elaboraciones. En vez de comparar la música con el funcionamiento de los lenguajes naturales o formales y sus reglas gramaticales, propone como un camino alternativo pero mucho más productivo estudiar los lenguajes en contextos prácticos, observando cómo construyen sus significados a través del uso. En este sentido, DeNora (1984:89) aboga por una exégesis radical del problema, cuando afirma que en vez de seguir mirando la música como una especie de lenguaje, deberíamos mejor ver el lenguaje como una especie de música. Esta propuesta, aunque parece a primera vista descabellada, adquiere sentido en la dirección que propone van Leeuwen (1999:143), al hablar del lado emotivo del lenguaje verbal como “la música del lenguaje”, un aspecto desdeñado totalmente en las teorías clásicas del significado. Austin y Searle llevaron los planteamientos de Wittgenstein a un nivel aún más empírico. Tratan de observar cómo funciona el discurso en contextos reales. Sobre su teoría de los actos de habla descansa gran parte de los desarrollos actuales de los estudios del discurso. Ésta se basa en la constatación de que cuando se habla no se dicen cosas: se hacen cosas. Los efectos del discurso pueden resultan muy evidentes en enunciados como promesas, solicitudes, órdenes, contratos, declaraciones, juramentos, veredictos judiciales o insultos, cuyas consecuencias pueden en ocasiones ser devastadoras para las personas o grupos humanos. Pero en realidad, los efectos de lo dicho tienen lugar en todos y cada uno de los niveles del discurso, incluso en aquellas 9 circunstancias que apreciamos como más triviales, cotidianas e inocentes, como una carta de amor, un mensaje de texto o un simple saludo. El estudio de estos efectos corresponde a la pragmática, que procura según Escandell Vidal (1996:23) explicar cómo es posible que lo que decimos y lo que queremos decir puedan no ser coincidentes, y a pesar de ello nos sigamos entendiendo. En un ejemplo clásico, puedo decir “¡uff!, tengo calor”, cuando lo que quiero realmente es dar la orden “abre la ventana para que entre aire”. Mi interlocutor puede como respuesta hacerse el loco y quedarse sentado; puede acompañarme en mi sentir y exclamar “cierto, qué calor hace”, pero no pasar de allí; puede pararse y cumplir la “orden”; o molestarse y recriminarme mi pereza, entre muchas otras opciones posibles. Esto se debe a que el lenguaje no funciona según el viejo modelo del código lingüístico (un mensaje codificado por un emisor que es decodificado por un receptor), sino fundamentalmente a través de las inferencias de quienes interactúan en una comunicación determinada. La teoría de los actos de habla no ha sido hasta ahora aplicada a la música de una manera sistemática y consistente. Aún no se ha desarrollado una teoría de los “actos de música”, aunque sería muy interesante trabajar al respecto. Small (1998) ha introducido el neologismo musicking (traducido no muy felizmente como musicar), para referirse a un fenómeno que podríamos emparentar eventualmente con la teoría de los actos de habla en el campo musical. Sin embargo –tal como ya hemos comentado con respecto a otras importantes líneas de investigación interdisciplinarias- en ningún momento Small hace siquiera alusión a los fundamentales hallazgos que en este sentido han hecho Austin, Searle, Grice o Sperber y Wilson, que sin duda contribuirían de manera sustantiva a mejorar los cimientos teóricos de su planteamiento. La única aproximación plausible que conocemos a los “actos de música” nos viene, no del lado de la musicología, sino de los propios estudios del discurso. Sin profundizar en el punto, Van Leeuwen (1999:92) explica en Speech, Music, Sound que así como existen actos de habla, existen también “actos de imagen” y “actos de sonido”. La gente hace cosas no sólo con el habla, sino con la imagen y los sonidos. LA MULTIMODALIDAD DEL DISCURSO MUSICAL 10 Pese la creencia de la lengua como modo exclusivo para la comunicación y la representación está profundamente arraigada en la sociedad occidental, los discursos en nuestra cultura actual se articulan preferentemente a través de la imagen en movimiento y el sonido (Kress et alii 2000:373). De hecho, Kress y Van Leeuwen (2001:29) expresan severas dudas acerca de la efectividad del lenguaje verbal (hablado y escrito) como modo comunicacional efectivo y eficiente en todos los casos, mostrando que esta postura va contra todas las evidencias empíricas, por lo que no resulta sostenible como modelo (2001:111). Por ello proponen un tipo de análisis llamado semiótica discursiva, basada en el análisis de los discursos multimodales, donde cada modo posee sus potencialidades y sus límites específicos. La multimodalidad trasciende la doble articulación del signo lingüístico de Saussure, que sólo toma en cuenta forma (significante) y contenido (significado) como generadores de sentido. La semiótica discursiva propone un modelo pluriarticulado, con cuatro estratos o niveles basados en la gramática funcional de Halliday (1985): discurso, diseño, producción y distribución (Kress y Van Leeuwen 2001:4). En cada uno de estos niveles se produce significado. Pongamos un ejemplo para comprender cómo funciona este modelo. Un compositor diseña su obra, en el sentido que la plasma en una partitura, tal como hace un arquitecto con un plano de un edificio. La partitura espera por un intérprete para consumarse como obra musical. Este diseño es interpretado luego por un ejecutante, que introduce significados diferentes en la composición, que seguramente no estaban en la intención del autor, y que pueden incluso contradecirla. Si graba la obra, ésta no será jamás el registro de una performance musical en vivo, una fiel reproducción de sus deseos como intérprete: es un producto diferente, donde quienes hacen las tomas o las mezclan introducen nuevos significados y sentidos ajenos al intérprete o el compositor. Quienes producen el disco tienen su propio concepto, que puede ser también muy distinto al de los compositores, intérpretes o ingenieros de sonido. Los que mercadean el producto también contribuyen con sus propios valores, ideas y creencias en el resultado final. Pero si la distribución es por Internet, el oyente puede hacer sus propias playlists o mezclas, volviendo de nuevo a resignificar todo lo anterior. Todos 11 estos elementos transforman radicalmente los significados de eso que tan ingenuamente llamamos “la música en sí”. La música, al igual que el lenguaje, se usa en contextos muy precisos y particulares. Existe música específicamente funeraria, bailable, ritual, militar, romántica, etc. Pero un cambio de uso de una determinada música produce una transformación inmediata en su significado. Por ejemplo, el canto llano se usó por siglos en la iglesia católica como la manera por antonomasia de orar en colectivo. Por eso para San Agustín, quien ora y canta, ora dos veces. El nacimiento del contrapunto en el siglo X trae consigo un cambio en su uso: sirve de cantus firmus para la polifonía, y comienza a alternarse con ella. El canto llano pasa a ser solístico y se contrapone al coro como colectivo. A partir del Concilio Vaticano II, el canto llano pasa a hacerse en forma de concierto, desnaturalizando su uso esencialmente ritual y religioso, para transformarlo en un fenómeno puramente artístico. Más adelante, los grupos metaleros en los años ochenta y noventa del siglo XX comenzaron a insertarlo en canciones de invocación satánica, un uso contrario a sus intenciones primigenias. Con la venta de millones de copias del disco Chants de los monjes benedictinos de la Abadía de Silos, el canto gregoriano entró de lleno en la corriente del New Age, como musicoterapia relajante y desestresante. Como es claro observar en este ejemplo, a pesar de ser siempre la misma música, su significado ha cambiado tantas veces como el uso que se le ha dado, de acuerdo a los modos del discurso, producción, diseño y distribución. ¿POR QUÉ HABLAR DE DISCURSO MUSICAL? Sin dejar de considerar la importancia de examinar los niveles más pequeños de la segmentación textual (fonemas, morfemas, palabras, oraciones y enunciados), una de las características de los estudios del discurso es que su objeto de investigación propone sobrepasar estos límites para tomar a los propios textos dentro de sus contextos de uso como unidades de análisis. Interesa entonces no sólo dar cuenta de los textos en tanto tales, sino fundamentalmente en su dimensión social, esto es, de los usos y efectos de los textos en la sociedad. Por ello Van Dijk concibe a los discursos como macroactos de habla (para diferenciarlos de los actos de habla de Austin y 12 Searle, que por lo general no sobrepasan los límites de un enunciado). Ahora bien, los conceptos de texto y discurso son, como dicen Titscher et alii (2000:20), dependientes de la teoría manejada, aunque la lingüística del texto y los estudios del discurso han tendido cada vez más a converger en este punto. El hecho de ampliar el ámbito de análisis de la oración al texto inserto en una circunstancia concreta y específica, posibilita a la música trascender los obstáculos planteados por la semántica del signo musical, ya que permite comprender que los significados se generan en las interacciones de los textos musicales con sus contextos, y no en el signo mismo y su referente. Uno de los problemas centrales de los estudios del discurso consiste entonces en examinar cómo se construye la realidad a partir de los discursos, pero fundamentalmente, cómo éstos contribuyen a transformarla. Los discursos conforman y mantienen el status quo, pero también pueden confrontarlo y presentar alternativas diferentes. Por eso, no todas las teorías del discurso parten de una base lingüística (Bolívar 2007:23), sino apelan en muchos casos a otras disciplinas como la etnología, el derecho, la sociología, la teoría crítica, la psicología o la hermenéutica. Por tanto, resulta común en los estudios discursivos encontrar términos como poder, control, acceso, ideología, legitimidad, ética, cognición, etc. (Bolívar 2007:31). Esto sucede porque el discurso, además de ser un producto, constituye un proceso, y fundamentalmente, una interacción social. Si con el discurso se construyen y se transforman realidades, entonces el discurso es ante todo acción. Y esta premisa resulta básica para comprender las aspiraciones y metas que se plantean los estudios del discurso. ¿Podemos examinar la música en estos mismos términos? ¿Puede concebirse acaso la música como acción? Desde antiguo, la música mueve al mundo. La lira de Orfeo, las trompetas de Jericó, los modos de Platón, la flauta de Hammelin, el poder terapéutico de la tarantela (contra la picadura de la tarántula), el canto de las sirenas de la Odisea, corroboran la antigüedad histórica de esta metáfora. En el mundo contemporáneo encontramos innumerables ejemplos donde la música persuade directamente a la gente a hacer cosas. Las personas se ponen firmes de pie al escuchar el himno de su 13 país en un estadio. La música impele a las tropas a marchar en un desfile militar, e les insufla coraje en el fragor de las batallas. 2 El tango o el reguetón catalizan el impulso erótico de los danzantes. La música ligera de un centro comercial predispone a los clientes a comprar. La música en la radio del carro mata el tiempo de quienes lo pierden irremisiblemente en el tráfico. El tono del teléfono celular alerta para que se responda la llamada. El Ave María indica a los contrayentes que el matrimonio se ha consumado. ¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué las personas comprenden y atienden los usos de cada música? ¿Cómo se forjan estos significados? ¿En qué medida contribuyen a construir una realidad? ¿Cómo la modifican y la transforman? ¿Existe algún sustrato textual que pueda dar cuenta de estos significados en la música misma? Estas preguntas podrían muy bien conformar un programa para el estudio del discurso musical. Más allá de estos vínculos bastante deterministas y mecánicos que hemos señalado entre música y acción, existen niveles mucho más sutiles, donde la música es usada significativamente de manera persuasiva. De manera muy acertada comenta Attali (1995:25) que una orquesta sinfónica constituye por sí sola una demostración de poder. Se trata de un conjunto instrumental extraordinariamente costoso. Pocos se pueden dar el lujo de mantener una orquesta medianamente funcional y disfrutar de su exquisito repertorio. Los pobres no tienen por lo general acceso a las orquestas sinfónicas. Su imagen y sonoridad está por tanto indefectiblemente ligadas a la idea del poder político, a la riqueza, al refinamiento, a la exclusividad, a altos estratos sociales. Del mismo modo, pero en sentido contrario, los precarios recursos instrumentales de la cumbia villera también dan cuenta de un ámbito de acción, de un uso muy diferente al de una orquesta sinfónica, pero no por ello menos significativo. Su sonoridad porta también sentidos que nacen de su uso en determinados contextos, y pueden ir transformándose con el tiempo en la medida en que interactúan con la sociedad. LA MÚSICA Y EL ANÁLISIS CRÍTICO DEL DISCURSO (ACD) 2 Recordemos la famosa escena donde los helicópteros bombardean aldeas de Vietnam con Napalm al son de la Cabalgata de las Walkirias, de Richard Wagner, en Apocalipsis Now. 14 La idea de que los discursos son acción, conlleva a unas de las prácticas más interesantes de los estudios del discurso, pero también de las peor comprendidas. Se trata del llamado Análisis Crítico del Discurso (conocido usualmente como ACD). Más que un método, una escuela o una corriente intelectual, consiste más bien en una perspectiva, en un enfoque, en una manera de mirar el mundo. El ACD exige a quienes lo practican involucrarse con lo que se estudia, problematizar el propio modo de observar, y encontrar consensos con los usuarios de los discursos que permitan abrir nuevos caminos y aportar soluciones a las dificultades sociales (Martín Rojo et alii 1998: 9-10). Se trata por tanto de adoptar una postura crítica, pero profundamente proactiva hacia el cambio social a través de las prácticas discursivas. No basta por tanto limitarse a deconstruir el discurso a la manera derridiana: se requiere antes que nada un compromiso con la sociedad para construir un mundo mejor a través del análisis, comprensión y uso de los discursos. Si aceptamos que los discursos construyen nuestro mundo y mantienen el orden social, debemos entonces también concluir que tienen la capacidad de cambiarlo. El ACD concibe su método en tres dimensiones: el estudio del texto como producto discursivo; el estudio de la situación social o práctica discursiva donde se inserta el texto; y finalmente, el conocimiento de la práctica social misma, la “realidad” que construye el discurso y las maneras de cambiarla (Martín Rojo et alii 1998:12). Ello lleva a un estudio de los intereses, valores e ideologías que portan los discursos, pero sobre todo, de los significados ocultos, implicados, no evidentes, de los discursos: de lo presupuesto, lo tácito, lo aludido, lo ambiguo y lo contradictorio (Van Dijk 2003:155). Por eso Wodak (2003b:19) dice que hay tres conceptos básicos en esta disciplina: el de poder, el de historia y el de ideología. El grado de compromiso del ACD con el cambio social lleva a algunos de sus practicantes a centrarse directamente en la lucha, al decir de Fairclough (1998:39), uno de los más aguerridos combatientes del ACD. Esta lucha es en el ámbito mismo del discurso, ya que el ACD intenta develar las relaciones de dominación, discriminación, poder y control, tal y como se manifiestan en los discursos (Wodak 2003b:19). Es decir, se abandona cualquier resabio de objetividad científica para imbuirse en una 15 comprometida estrategia de cambio a partir del discurso. Queda claro entonces que el ACD no promueve la crítica per se: requiere que ésta vaya dirigida a un cambio, e indique claramente el rumbo y las alternativas a seguir. Fairclough (1998:40) apunta que el ACD no se restringe en lo absoluto al estudio del poder político, como bien pudiera inicialmente pensarse. Existen muchos otros importantes objetos de estudio para el ACD, donde probablemente los mecanismos del poder no aparecen tan obvios o evidentes como en la política, pero donde resulta importante develarlos, así como comprender su papel en la creación y transformación de realidades. Es en ese programa donde podemos adscribir sin ambages los discursos musicales. Se dice a menudo que el rock fue “la música que sacudió al mundo”, en el sentido de que se constituyó en un portador de tendencias, ideas y valores que coadyuvaron a una definitiva apertura hacia nuevas formas de sociabilidad y convivencia. Hoy en día nadie duda de que el movimiento hippie, la contracultura, lo underground, la liberación sexual, el uso de drogas y psicotrópicos, las corrientes pacifistas, ecológicas y contra la discriminación racial, entre muchas otras cosas, constituyeron catalizadores de la transformación social que se apalancaron de manera sustantiva en lo que pudiésemos llamar el “discurso del rock”. Pero esto no es en lo absoluto un fenómeno de nuestros tiempos. Doscientos años antes irrumpió el vals en el Ancién Régime, y también sacudió al mundo. Este sencillo baile de parejas, que se abrazaban de manera impúdica y desvergonzada en público, ignorando toda la rígida etiqueta aristocrática de los complejos bailes corales como el minueto y el rigodón, constituyó sin duda el revulsivo discurso musical de la clase media, que dio al traste con el sistema de las monarquías absolutistas para dar paso a un nuevo orden social. Muchos ven representado en el vals el espíritu del individualismo propio de la burguesía, atribuyéndole un poder de cambio y transformación social muy importante para ese entonces. En los regímenes comunistas y nazi-facistas de la Europa del siglo XX se dio la paradoja de que se cultivaron discursos musicales extremadamente conservadores, a través de la promoción de orquestas sinfónicas y cuerpos de ballet apegados a las costumbres más rancias del siglo XIX. En este caso, los discursos musicales contribuyeron indudablemente al mantenimiento de la 16 clase gobernante, en todo sentido contradictorio con los ideales de transformación social que preconizaban estos regímenes. Por ello la persecución feroz de los discursos alternativos que promovían procesos de cambio. Se trata pues de que los discursos musicales contribuyen fehacientemente a mantener el orden social, o a transformarlo. ¿ES POSIBLE UN PROGRAMA DE ANÁLISIS CRÍTICO DEL DISCURSO MUSICAL? Uno de los grandes retos del ACD consiste en medir sus resultados a lo interno de la sociedad. Para poder hacer esto en el caso de la música, deberíamos comenzar por formularnos algunas preguntas. En primer lugar, habría que reconocer y definir cuáles son los discursos musicales del poder establecido. Se tendría que determinar cómo se legitiman estos discursos musicales y por qué mecanismos. Cabría preguntarse también si existen discursos alternativos a estos, cuáles son y qué desafío representan para los discursos musicales establecidos. Luego habría que examinar la propiedad y justeza de instaurar un nuevo orden discursivo, 3 tomando en cuenta a los usuarios de los discursos, sus expectativas y deseos. Por otra parte, tendrían que examinarse las posibilidades efectivas del investigador de intervenir estas realidades, y discutir los métodos requeridos para ello. En fin, la gran pregunta parece ser el cómo poner en práctica el ACD en el campo de la música. Examinemos a propósito un caso concreto para comprender cómo podría actuar un proyecto de ACD en el ámbito musical. En las últimas cuatro décadas se ha verificado un crecimiento exponencial en la cantidad y calidad de las orquestas sinfónicas en Venezuela. Pasamos de dos orquestas profesionales que existían en 1970 en todo el país -la Orquesta Sinfónica Venezuela en Caracas y la Orquesta Sinfónica de Maracaibo- a por lo menos cinco orquestas sinfónicas profesionales sólo en la capital: Orquesta Sinfónica Venezuela, Orquesta Municipal de Caracas, Orquesta Filarmónica Nacional, Orquesta Simón Bolívar (que en la práctica son dos, denominadas “A” y “B”), esto sin contar otras orquestas juveniles que trabajan también en 3 Fairclough (2003:183) dice que “el aspecto semiótico de un orden social es lo que podemos llamar un orden del discurso”. Uno de los aspectos a examinar en ese orden es el dominio: hay discursos dominantes, otros marginales, otros de oposición u otros alternativos. 17 Caracas y que no existían antes de esa fecha, como la Sinfónica Juvenil de Chacao, la Orquesta Teresa Carreño, la Sinfónica Juvenil o la Orquesta Gran Mariscal de Ayacucho. Por otra parte, en la mayoría de los estados del país existen orquestas sinfónicas profesionales y estudiantiles, algunas con un excelente desempeño profesional, algo absolutamente impensable hace algunos años. Esta situación, fruto de un continuo esfuerzo del estado venezolano que comenzó en 1948 con la asignación del primer presupuesto oficial a la Orquesta Sinfónica Venezuela, ha contribuido sin duda a a elevar considerablemente el nivel musical del país, a mejorar el estatus social del profesional de la música, y a brindar una muy positiva imagen del mismo allende nuestras fronteras. Esto ha sido posible fundamentalmente gracias a la generosa renta petrolera obtenida por el país en ese mismo período, cuyos beneficios han percolado de ese modo en la vida cultural venezolana. Pero esta situación tiene también importantes aristas sobre las cuales sería importante reflexionar. Parafraseando a Jäger (2003:61), las orquestas sinfónicas actúan como mediadoras de un discurso musical en un tiempo y lugar determinado, lo validan y lo transmiten, y este discurso configura psicosocialmente a los sujetos y a las comunidades a las que pertenecen. No hay que olvidar que los discursos adquieren vida propia, al punto de que no son necesariamente los usuarios (productores y receptores) quienes hacen el discurso, sino es el discurso el que forja a los usuarios (Jäger 2003:67). Discurso e individuo se imbrican de tal modo que resulta imposible escaparse de su influjo, ni siquiera cuando se lo critica: “Los discursos ejercen el poder porque transportan un saber con el que se nutre la conciencia colectiva e individual. Este conocimiento emergente es la base de la acción individual y colectiva, así como el fundamento de la acción formativa que moldea la realidad” (Jäger 2003:69). Como en todas partes del mundo, el repertorio de las orquestas sinfónicas venezolanas gira en torno a lo que Goehr (1994) denomina el “museo imaginario de obras musicales”, es decir, la música centroeuropea del siglo XIX. Estas orquestas se dedican con ahínco a perpetuar un canon sinfónico (¿podría ser acaso de otro modo?) sin cuestionar la pertinencia del mismo ni 18 plantearse ninguna otra alternativa posible. Este status quo se ha naturalizado de tal modo, que proponer una cambio puede resultar harto problemático a lo interno de estas instituciones, desatando fuertes debates no siempre constructivos. Como dice Jäger (2003:63), los discursos instauran realidades que se asumen como verdaderas, normales, racionales, sensatas y fuera de toda duda. Contrasta fuertemente con esta situación la historia de las décadas iniciales de la Orquesta Sinfónica Venezuela. Una vez fundada en 1930, se convirtió gracias a su primer director (Vicente Emilio Sojo) en un laboratorio para el cual se crearon las más grandes obras del repertorio sinfónico nacional. Compositores como Juan Bautista Plaza, Eduardo Plaza, Ángel Sauce, Inocente Carreño, Antonio Lauro, Evencio Castellanos, Gonzalo Castellanos, Antonio Estévez, Modesta Bor, y el propio Sojo, por nombrar sólo algunos, escribieron su música especialmente para este conjunto orquestal, que se dedicó a estrenar y tocar consuetudinariamente este repertorio, sin por ello ignorar ni dejar de lado el canon europeo. A pesar de que para entonces era la única orquesta del país, esta institución no escatimó esfuerzos en esa labor, gracias a la cual algunas de estas obras alcanzaron cierta reputación de la que hoy todavía gozan. Paradójicamente, ahora que las orquestas en el país se han multiplicado por doquier, esta música se hace muy poco, si es que se hace. La eclosión de orquestas ha ido en detrimento de la producción e interpretación de obras sinfónicas venezolanas, que cada vez se escriben y se tocan menos. Se ha impuesto un repertorio extremadamente conservador a expensas de la producción nacional, algo que resulta totalmente inexplicable en el contexto descrito. Un programa de ACD comenzaría precisamente por problematizar una situación así, quizá a través de una serie de preguntas (incómodas): ¿Cuál es el repertorio que privilegian las orquestas sinfónicas venezolanas en este momento? ¿Por qué se ha limitado exclusivamente al canon sinfónico? ¿Por qué se no se exploran otras sonoridades, no se tocan obras que no estén en el canon, no se encargan obras nuevas, no se difunden repertorios diferentes e inéditos, en fin, no se promueve de manera decidida al compositor local? ¿Por 19 qué se ha excluido del repertorio a los compositores nacionales? ¿Es ésta una actitud consciente, o a qué pulsiones oscuras obedece? ¿Quiénes son los interesados en ello mantener este estado de cosas, por qué y para qué? ¿Se puede revertir esta situación? ¿Cómo hacerlo? ¿Resulta apropiado y conveniente hacerlo? ¿En qué afecta esto a la institucionalidad? ¿Qué relaciones se establecerían entre el discurso del repertorio canónico y el del “nuevo” repertorio? ¿Para qué instaurar un nuevo repertorio, quiénes son los interesados en ello, y por qué? ¿A qué pulsiones obedecen? Cabe decir con Jäger (2003:97) que “todo conocimiento está vinculado al poder. En todo conocimiento que adquiere predominio, predomina el poder. Es generado por el poder y ejerce el poder. De este modo, allí donde hay conocimiento, hay poder. Allí donde el conocimiento se debilita, el poder puede debilitarse.” En este sentido, un programa de esta naturaleza no procuraría sustituir un conocimiento por otro, un repertorio por otro, un discurso musical por otro, a sabiendas de que lo que se va a hacer en definitiva es sustituir una dominación por otra. El ACD no es un programa moral, no valora lo que está bien o lo que está mal, lo que es “correcto” o lo que no, convencido de que tal cosa en realidad no existe (Wodak 2003a:104). El ACD lo que procura es hacer transparentes los procesos y dejar abiertas las opciones a las personas de escoger lo más libremente posible. Una acción en el contexto planteado partiría de la hipótesis de que una inclusión sistemática, decidida y consciente de un conjunto de obras diferentes a las del canon en estos conjuntos orquestales, actuaría sin duda en favor de una renovación del repertorio, dando lugar a una resignificación de sus discursos musicales y a moldear un ciudadano con más opciones a la mano. Eso fue al menos lo que pensamos quienes formamos en algún momento parte de la directiva de la Orquesta Filarmónica Nacional durante los años finales de la década de los noventa, y hacia allá enfilamos nuestros esfuerzos. Un cambio en el discurso musical institucional operaría sin duda a favor de un cambio en la sensibilidad de los músicos y del público, en una actitud distinta y valorativa frente a la producción musical venezolana, promoviendo una nueva manera de pensar acerca de nosotros mismos y los demás. En aquel entonces alentamos 20 no sólo la ejecución sistemática en los programas de conciertos de un conjunto de obras consideradas como “clásicas” del repertorio sinfónico venezolano (a pesar de lo cual poco o nunca se hacían), sino además, realizar grabaciones profesionales de las mismas en CD para brindar el mayor acceso posible de la gente a ellas. Se produjeron un total de seis discos compactos monográficos, titulados Inocente Carreño / Margariteña (1996); Signos de la postmodernidad (1996); Vicente Emilio Sojo / Misa cromática (1997); Evencio Castellanos / Concierto para piano (1998); Juan Bautista Plaza / Fuga Criolla (1998); Genocidio / Modesta Bor (1998), con la obra sinfónica de estos autores, bajo la batuta de Pablo Castellanos, director titular de la orquesta, recogiendo por primera vez en un registro sonoro un sinnúmero de obras que jamás habían sido grabadas. Esto requirió de un importante esfuerzo financiero y organizativo, algo que no puede estar ausente en un programa de ACD. Sin embargo, el impacto de este programa no fue el esperado, entre otras cosas porque una vez cambiadas las autoridades de la orquesta, la institución dejó de lado las grabaciones, y tomó otros rumbos. Las demás orquestas no se dieron por aludidas, y continuaron sin más con sus prácticas discursivas convencionales. Sin embargo, las grabaciones que quedaron siguen siendo paradigmáticas en el campo de la música sinfónica venezolana, y se escuchan con asiduidad en las emisoras de música de conciertos del país, alternando con el repertorio estándar, algo que sin duda ha ido haciendo mella en la percepción que de esta música puedan tener los radioescuchas, quienes a menudo se sorprenden de la calidad y largo aliento de estas obras musicales, y de que puedan haber sido escritas por venezolanos. Como propone Fairclough, hubo en este caso una toma ex profeso de posición política en el campo de la música, asumiendo las consecuencias que de ello derivaron, a nivel institucional y personal de las personas involucradas. CONCLUSIÓN Como hemos visto a lo largo de este trabajo, música y discurso constituyen campos de conocimiento absolutamente afines, pero su relación requiere de un tratamiento adecuado, que tome en cuenta los desarrollos más recientes de los estudios del discurso. En particular, nos parece crucial indagar más en la 21 pragmática del discurso musical, y en lo que hemos denominado actos de música, algo muy ligado por cierto a los estudios de la performance. También hemos mostrado cómo los estudios del discurso ofrecen teorías y metodologías que se pueden aplicar con gran eficacia a la música, como el análisis de los discursos multimodales o el análisis crítico del discurso. Abogamos porque estas herramientas sean utilizadas en el futuro, y estamos seguros de que darán fructíferos resultados, sobre todo en la comprensión de cómo se generan los significados en los discursos musicales, y cómo estos conforman y transforman las realidades humanas al igual que lo hace el lenguaje o las imágenes. BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA (Y RECOMENDADA) Agawu, Kofi. 2009. Music as discourse: semiotic adventures in romantic music. Oxford: Oxford University Press. Attali, Jacques. 1995. Ruidos. Ensayo sobre la economía política de la música. México:Siglo Veintiuno Editores. Auslander, Philip. 2004. “Performance Analysis and Popular Music: A Manifesto.” Contemporary Theatre Review 14(1): 1–13. Austin, John L. 1998. Como hacer cosas con palabras. Palabras y acciones. Barcelona: Paidós. Bolívar, Adriana. 2007. “Los primeros problemas del analista: ¿Qué teorías? ¿Qué métodos? ¿Por dónde empezar?”. En Análisis del discurso. ¿Por qué y para qué?, 19-38. 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