Ocho, hasta dieciséis

Juanjo Brizuela
4 min readAug 19, 2023

“¿Entiendo que mejor, verdad? Tendrían que darnos clases de tomar decisiones. Mira que las tomamos al cabo del día pero algunas de ellas son para hacer una bola y tirarlas a la papelera. Ni una. He tenido que comprarme otro par de pantalones y un anorak. Este no es mayor problema pero sí lo es decidir que si vienes a la montaña, que tampoco lo es, deberías imaginarte siquiera un par de minutos antes, que suele llover y refrescar más que donde vivimos, digo para ser al menos un poco previsor. Nada de eso. No será por escapadas que hemos hecho; según salía de la tienda recordaba la de veces que me decías: “¿pero tú ya sabes a dónde vas, querido?”, y yo mirándote con cara de “pues claro”, pues toma, otra más. Si fuera piedra estaría hasta ahí de recibir otro tropiezo.

“Llevo una semana fuera de casa y parece que fue ayer cuando te escribí diciéndote que me iba. Tengo hoy la misma sensación. Será por encontrarme en otro lugar, diferente, muy diferente al de estos pasados días, pero siento por dentro ese mismo incómodo ardor que me obliga a mezclarme en otros lugares para calmarlo, para sentir otras cosas, o al menos tratar de descubrirlas, si es que las hay. Creía, al llegar ayer a la vetusta estación de tren, que daba carpetazo a un capítulo y estaba preparado para trazar sobre blanco las líneas de uno nuevo. No he podido y creo que ni aún sé cómo hacerlo. Ya ves. Una semana alejado, sin nada, absolutamente nada de lo que nos rodeaba hasta hace bien poco y parece que la cosa sigue igual. Empiezo a creer en otra cosa.

“Quizá te estés preguntando qué tal el viaje “acompañado”. Veo tu irónica mueca desde aquí, ya. Te diré que me pasé más de medio viaje dormido, eso sí que ha cambiado. Estoy en general, salvo un par de días, durmiendo bastante mejor. El traqueteo del tren te va llevando a un letargo que a mí siempre me ha parecido maravillosamente irresistible para dormirte. Me despertaron unos sollozos. Sí, eran de ella. El resto del viaje fuimos hablando. Está mal, muy mal. Si hablamos de huidas, la de ella ocuparía los primeros lugares. Su última niña, la tercera, le sobrepasó. La vida te cambia tanto con hijos, me decía, que una más te la quebranta, porque necesita toda tu atención y esta, la atención, no se puede repartir como si tuvieras porcentajes en tu vida, a ti un 40%, a ti el 35%, a ti lo que te quede. No, no es así. Tan pequeños requieren el 100%, una cantidad que no tienes, me dijo.

“Su madre, en su papel de abuela pero más que nada de madre con experiencia, trataba de ayudarla pero los malentendidos y los conflictos iban a más, me decía. Reconocía tanto su ayuda pero eran como dos caminos que van por la carretera, uno la autovía, el otro, carretera comarcal. Llevan al mismo sitio pero se circula diferente por cada uno de ellos y “yo, claro, iba por la comarcal”, me decía entre lloros, “porque no tenía la energía suficiente ni para mí ni para ellos”. Le respondí que su madre necesitaba de sus nietas para tener una vida que tapara sus miedos. “Lo sé”, me respondió, “pero la manta no da para todo, si te tapas la cabeza descubres los pies y al revés. Y ella estiraba de una manta que ni siquiera daba calor”. Pero ahí no estaba la raíz del problema.

“Fue madre muy joven, me dijo, y sentía que su vida estaba casi echada a perder del todo, que le quedaba justo un pequeño resquicio. “Soy feliz con mis tres hijos, era feliz mejor dicho, pero ¿sabes esa sensación de que eres para ti misma una desconocida, que no sabes ni quién eres ni quién quieres ser?”. Tuve que preguntarle si de verdad entendía que irse era la mejor opción, que me parecía tremendamente doloroso imaginarme a sus pequeñajos preguntándose cada día “¿y mi madre dónde está?”. Me respondió con firmeza “¿piensas que no me he hecho esa pregunta?”. Había dejado preparada comida, ropas, todo lo que necesitaban para pasar unos días sin problema. Su madre podría responder, “llevaba tiempo avisándole, mamá un día tendrás que hacerme un favor”. Llegamos a la estación, nos bajamos del tren, llovía, vaya si llovía, y me pidió el móvil: “voy a llamar a mi madre para decirle que he llegado”. Es un pueblo tan pequeño que tuvimos que ir a la casa, que estaba a casi media hora, andando entre árboles que nos protegieran algo de la lluvia. Llegamos empapados. Menos mal que había no solo calefacción sino también encendida la chimenea del salón de abajo. Eso sí, ella durmió en otra habitación. No le pregunté si tenía pareja. Tuve mucho frío. Un beso fuerte.

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Juanjo Brizuela

Prefiero ser optimista. Consultor Artesano en branding, planning y comunicación en un entorno digital. Buscando conexiones entre marcas y personas. Escribo.